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Lo invocante y el deseo del Otro

Este año vino a verme una persona que se dedica al psicoanálisis y que
deseaba supervisar  conmigo su labor con un niñito de 6 años.
Un niño que tanto en su casa,  como en la escuela y también en el
encuentro con esta colega de repente, en distintas circunstancias y sin que
el motivo lo justificara,  comenzaba a gritar de un modo desgarrador.
La madre de este niñito decía que este hijo primogénito había sido muy
deseado y buscado. Que estaba muy felíz con ese embarazo y que la
gestación había transcurrido maravillosamente bien, pero que cuando nace
el bebé y le alcanzan a su hijo para que lo tenga por vez primera en brazos,
ella lo había rechazado. La señora le cuenta a la analista que su puerperio
había sido muy difícil.
Sobre estos gritos lo que yo le pregunto a la analista es si el pequeño
gritaba o les gritaba, a ella, a los papás, a alguien en la escuela. La analista
me responde que con ella había gritado y que le constaba que tanto en la
casa como en la escuela no le gritaba a alguien sino que gritaba.
Una voz que no sea absoluta y una mirada que no lo vea todo, están en la
base de la posibilidad de que el bebé pueda apropiarse de una voz y una
mirada.  
La dimensión del grito se localiza en un tiempo que no es mítico ni
histórico, sino lógico en el que lo que no existía es llamado a advenir en su
relación a la voz del Otro.  En tanto el Otro opera desde el inicio, el grito
está siempre afinado por lo que en esa operatoria queda perdido en tanto el
Otro lo inscribe como llamado.
La madre en la interpretación de una supuesta palabra del bebé, pone  a la
criatura, desde su nacimiento, en posición de sujeto-supuesto-parlante. Ahí
la madre construye la hipótesis de una representación. Al modo de lo que
representa a un sujeto para otro significante .
El llamado que la madre interpreta no representa al bebé para la madre, en
cuyo caso estaríamos en el registro del signo; sino que sobre todo
representa al sujeto para todos los significantes a advenir.
En el seminario Le Sinthome, Lacan alude a la palabra paterna y a lo que
dicha palabra está del lado de la fonación y de algo que merece vivir en la
melodía y la melodía como algo que tiene efecto sobre la madre.
Efectivamente la madre se entrega con el bebé a una cierta improvisación.
Incluso piensen esa improvisación en términos musicales, pero en lo que
corresponde a la música de la cadencia, melodía y ritmo de la lengua
encarnada.
Por lo tanto si ubicamos a la madre en esa disposición, la inscripción del
grito en llamado que la mamá efectúa no releva de lo inesperado. Se
sustenta en la relación que la madre mantiene con la lengua y con la ley.
Eso que “merece vivir en la melodía”.
Del mismo modo que en la música, en la que la improvisación no es
aleatoria sino que se ejecuta en función de reglas musicales interiorizadas.
Improvisando su sonata materna, esa rítmica que merece vivir en la
melodía, la madre encarna un tiempo de la ley.
Cuando la madre improvisa en su propio ritmo, encarna uno de los tiempos
de la ley, anudando los tres registros, simbólico, imaginario y real.
Ese elemento metro-musical que se pone en escena vocaliza la mirada y
visibiliza la vocalización, la de cadencia primordial del lenguaje.
Se trata entonces de una voz que se vuelve imagen y de una imagen que se
hace voz. La imagen invocada y la invocación hecha imagen marcan un
límite, un más allá y un más acá: una imagen que no es toda y una
invocación que no es absoluta.
Que la imagen y la invocación no sean totales ni absolutas implican una
inconsistencia. Abonando esa inconsistencia,  la improvisación que la
madre pone en juego, en su propia rítmica, implica cortes (no hay ritmo sin
corte).
El corte mismo, el intervalo de la rítmica, atañe al sinsentido, a lo
inasimilable, a la traza, a la letra, a la memoria de la muerte.  En los
términos de la lógica lacaniana, al cuerpo vaciado de sustancia gozosa, a la
letra. Ahí situamos la dimensión de lo real.
La lógica de ese ritmo improvisado no es sin embargo azarosa. Como
recordábamos en un pasaje, esa cadencia obecede a una ley, cuyo anclaje se
encuentra en la dimensión simbólica. Y allí encontramos el segundo
registro.
Por otra parte la ley no opera sin encarnación en un cuerpo que poniendo
un límite, los límites propios de un cuerpo que tiene bordes, la sonoriza y
visibiliza.
Ese cuerpo se ubica en el campo de la imagen, con relación a una mirada y
en un espejo que no es infinito.
Y allí tenemos anudados los tres registros: simbólico, imaginario y real.
En el fragmento que les comentaba podemos suponer que la aparición del
bebé complica de entrada a la mamá en la dimensión del grito y su
inscripción como llamada.  Madre que había tenido un embarazo de cuento
de hadas. Y de pronto lo que aparece luego del parto resquebraja esa
ensoñación. La ensoñación es un espejo que tiende a ser infinito.
Todo hace presumir un cierto desmoronamiento yoico de la mamá en el
post-parto. La presencia del bebé, representa una alteridad que pone en
juego otra dialéctica en el orden invocante y especular.
Podemos suponer que la aparición de esa presencia agujerea a la mamá,
complicando el montaje de una zona de exclusión de lo que está de un lado
y otro del espejo.
Esto quizás haya suscitado un pegoteo imaginario al estilo de una respuesta
psicótica. Luego aparece la irrupción de un grito encarnado, que se repite,
que los papás no pueden leer como un juego y que está dirigido al vacío.
Y el mismo grito encarna un vacío, dirigido a lo que en lo simbólico está
agujereado. O sea, a nadie en particular.  

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