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Sergio Ramírez en busca del tiempo

perdido en «La fugitiva»


Nathalie Besse

«Los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos


perdido».

(El tiempo recobrado, Proust.


(Segundo epígrafe de La fugitiva)

En La fugitiva, Sergio Ramírez cuenta, mediante el testimonio de tres ancianas,


la historia de una mujer «prodigiosa»: Amanda Solano, tan amada como sola, una
mujer excepcionalmente bella e inteligente, valiente y libérrima, que no fue aceptada
por la sociedad costarricense de los años 30 y 40. Aunque se inspira en la vida, las
desgracias y el desacuerdo con la sociedad de Yolanda Oreamuno para la línea
narrativa de La fugitiva, Sergio Ramírez precisa al final de la novela que se trata de
una obra de ficción.
Si Sergio Ramírez fue fascinado, como otros muchos, por aquella mujer, este
personaje se convierte también en un «pretexto» que le permite al escritor indagar en
el tiempo, un tiempo por definición perdido, que vamos a estudiar aquí desde tres
perspectivas: el tiempo inexorable que condena a la inexistencia, luego el tiempo
perdido de la Historia de Centroamérica, un espacio que Sergio Ramírez considera
como su «territorio personal» (1985: 119) y de cuya realidad específica ha sido el
mejor intérprete según Mario Benedetti en el prólogo de Cuentos completos (11). Nos
preguntaremos por fin en qué medida ese tiempo huido puede ser también el del autor,
es decir en qué medida Amanda Solano es un espejo de Sergio Ramírez.

El tiempo inexorable: la insostenible fugacidad del ser


Una serie de elementos convergentes insisten en el tiempo que corre, inexorable,
hasta la muerte. La novela está impregnada de este tema recurrente en la narrativa de
Sergio Ramírez, empezando por el título que puede remitir, entre otros sentidos, a lo
efímero que es cada uno, a la insostenible fugacidad del ser acechado por la
degradación, condenado a la entropía. Amanda, más fugitiva que otros, muere a los
40 años, estropeada por las enfermedades y las desdichas de la vida. El final del primer
capítulo que trata de la muerte y del traslado de su sepultura en 1961 de México a
Costa Rica, vuelve a recalcar la «fugitividad» de Amanda:
«Esta mujer que aún deslumbra por su belleza en las
fotografías sólo cambió de sepultura tras el rudo viaje en
avión de carga, mientras tanto su país natal apenas parpadeó
con un algo de extrañeza y otro de indiferencia ante su
regreso. Volvió para ser, otra vez como siempre, fugitiva.
La fugitiva que cinco años después de su muerte llegó desde
una tumba sin nombre, marcada con otro número».

Fue enterrada primero de forma anónima en México, y luego traída a Costa Rica
sin pompa ni discursos y sin la menor placa en su tumba (120), como si fuese una
incógnita. Esta tumba alegórica de que en la muerte no somos nadie, bien muestra el
abandono en que murió aquella mujer que parece «no haber existido»: recordemos
que en Mil y una muertes, otra novela en la que la muerte ocupa un lugar esencial,
Sergio Ramírez titulaba uno de los capítulos «Un país que no existe» para calificar a
Nicaragua, como si le interesase más lo que ha sido condenado a la sombra, y
necesitase darles vida a los que el destino menosprecia, devolverles la existencia
negada y con ella la dignidad. Hacerles justicia en suma, lo que no sorprende por parte
de un hombre que se graduó en Leyes, y que si bien no ejerció, actúa en ese sentido
con sus novelas.
No es la primera vez que una novela de Sergio Ramírez se abre y se cierra con la
muerte: el introito concierne «Los restos mortales de Amanda Solano [...]» en un
primer capítulo que consiste en una descripción del cementerio, mientras el epílogo,
de una sola página, tiene que ver con el entierro, en una estructura circular que hace
que estamos «rodeados» por la muerte. Por lo demás, el narrador escribe al final del
primer capítulo: «[...] mi última ronda de visitas y entrevistas para documentar esta
novela termina precisamente aquí mismo en el Cementerio General donde, otra vez,
como en 1961, el cielo vespertino es de lluvia».
Cabe añadir que los títulos de los cinco capítulos tienen que ver, explícita o
implícitamente con la muerte, sea con términos como «muerte» o «agonía», sea con
elementos que recuerdan el sepelio: los «ángeles» del primer capítulo son las estatuas
del cementerio en el que reposa Amanda, y el «abigarrado conjunto de paraguas» del
último capítulo alude a la segunda inhumación. Esta muerte que estructura y enmarca
la novela, también aparece varias veces en la narración: de hecho, las amigas de
Amanda cuyos testimonios representan el cuerpo de la novela, son tres ancianas,
cercanas al «gran viaje»; el final del tercer testimonio incluso hace mención de
Mictlán, el nivel inferior de la tierra de los muertos en la mitología nahua -ya
encontrábamos esa referencia mitológica en el excipit de El cielo llora por mí, otra
novela en la que no faltan las «huellas» de la muerte -.
Sin embargo, contra el tiempo perdido, existen la memoria y la escritura:
valiéndose de testimonios de amigas de Amanda como Gloria Tinoco, Marina
Carmona, Manuela Torres -que son ficticias pero que se inspiran en personajes reales
puesto que Sergio Ramírez habló con muchas personas que conocieron a Yolanda
Oreamuno-, el narrador va recobrando algo del tiempo perdido. Tanto más cuanto que
la historia individual de Amanda Solano se inserta en la «gran» Historia, nacional o
continental, que influye en los personajes, y cuyos fragmentos representativos
elegidos por Sergio Ramírez pueden explicar en parte -en esta novela como en las
precedentes- la situación actual de los países centroamericanos: una Historia del
avasallamiento pero también de luchas, una Historia de tropelías y rebeldías.

El tiempo huido de los años 30 y 40 en Centroamérica


Amanda Solano, nacida en 1916 y muerta en 1956, se mueve en un escenario
real: el de los años 30-40 en Costa Rica -sobre cuya historia Sergio Ramírez se
documentó varios años- y más ampliamente en Centroamérica. Desde muy joven la
protagonista se vincula con las formaciones políticas de izquierda y las huelgas
bananeras; ese contexto social nos permite comprender que se trata de años bisagra
en la Historia del país, de una sociedad en plena mutación.
Sergio Ramírez describe ciertos barrios de la ciudad de San José y su evolución
desde la época en que era una triste aldea de casas de madera y techos de zinc con
nubes de zopilotes, pero que fue también la primera ciudad latinoamericana con
energía eléctrica (31 y 36). El «paseo» por aquellos lugares permite una incursión en
la Historia del país que nos lleva precisamente a un periodo caracterizado por el
progreso, el cual viene asociado al ferrocarril pero también al desarrollo del
capitalismo norteamericano con la United Fruit Company a la que el presidente
entregó tierras a cambio de aquella construcción del ferrocarril del Atlántico (29) -el
primer capítulo insiste en aquel convenio porque el abuelo paterno de Amanda era
ingeniero ferroviario y construyó el primer tramo del tranvía en Costa Rica (44)-. La
novela nos da a ver por lo tanto una sociedad que se abre al exterior, que va
emancipándose, y cuyos cambios van forjando una nueva configuración, una nueva
identidad.
Sergio Ramírez rememora también una historia de tensiones y divisiones con
países en busca de una difícil unidad: en efecto, la exploración de la Historia a la que
invita el recorrido por San José, nos lleva a la estatua del general Francisco
Morazán, «el pobre caudillo liberal hondureño que anduvo queriendo sostener la
Federación Centroamericana en medio de continuas guerras civiles [...] lo agarraron
prisionero y lo fusilaron, aquí mismo en Costa Rica» (26).
Por más que pretenda Amanda que Costa Rica es un país sin drama ni tormentas
ni contrastes, en la geografía o en la historia, y del que no pueden surgir
personalidades fuertes (113), fuerza es observar que la época en que ella vive conoce
une serie de turbulencias sociales con luchas que abrirán el camino a profundos
cambios. Éstos tienen que ver con la aparición de los comunistas y las reivindicaciones
obreras:
«[...] el naciente Movimiento de Obreros y
Campesinos, que dio paso luego a la fundación del Partido
Comunista de Costa Rica en 1931, para la fecha en que se
crearon también partidos de trabajadores similares en los
otros países centroamericanos. Todo ello fue a consecuencia
de la aparición de las plantaciones bananeras».
(145)

Esta cita evidencia la relación de causa-efecto según la cual el desprecio engendra


la defensa de la dignidad, de los derechos humanos. Costa Rica fue en aquel tiempo
el escenario de cruentas luchas por la justicia social, por un lado el campo de acción
del imperialismo bananero y por otro lado un espacio donde surgieron las grandes
huelgas empujadas por los comunistas (216), siendo Manuel Mora el mejor ejemplo:
se convirtió en el «jefe máximo de todos los comunistas y el gran dolor de cabeza del
presidente don Ricardo Jiménez en las huelgas bananeras del Atlántico en 1934» (95);
en efecto los trabajadores se armaron en milicias y hubo combates con las tropas del
gobierno antes de que triunfasen en sus demandas los comunistas.
Sergio Ramírez nunca omite mencionar a su país y a sus compatriotas, y recuerda
que había miles de nicas que trabajaban en las bananeras (96), que en las plantaciones
y en ciertos sindicatos los líderes más aguerridos eran nicaragüenses, inteligentes,
chispeantes, con sentido del humor y coraje para burlarse de sus propias tribulaciones
según Marina (145). Nos enteramos de la presencia importante que tuvieron en la
Historia de Costa Rica, por ejemplo cuando relata el alzamiento de Figueres, había
nicaragüenses en ambos bandos del conflicto, como comenta la amiga de Amanda:
«[...] otra vez los omnipresentes nicaragüenses. Los
hubo en la guerra civil de 1948, tanto como ahora los hay en
la paz. Una verdadera invasión de compatriotas suyos tanto
ayer, como ahora. Y eran excelentes combatientes. ¿No le
parece que en cada nicaragüense hay siempre un estratega
militar de nacimiento, y un poeta de nacimiento?».

(157)

Esta pregunta aparentemente ingenua por los clichés que contiene, es una alusión
apenas velada a dos mitos de Nicaragua: el rebelde nacionalista Sandino y el gran vate
Rubén Darío a los que Sergio Ramírez considera como los dos paradigmas de la
identidad nicaragüense (2004: 198). Esa glorificación de las grandes figuras de la
nación, ese orgullo nacional e identitario, contrastan con la vergüenza que sienten hoy
aquellos emigrantes nicaragüenses que abundan en San José y despiertan miedos entre
los ticos aunque lo hacen todo por esconder su origen, su nacionalidad, o sea parte de
su identidad, mimetizándose (20), como desdibujándose en tanto nicaragüenses,
renegando de sí mismos en cierto sentido, para protegerse.
Sergio Ramírez, para quien la Historia de Nicaragua es una burla sangrienta
(1987: 239), evoca otra vez en La fugitiva las sucesivas guerras de Nicaragua, sea con
Costa Rica a raíz de las invasiones patrocinadas por Somoza desde el territorio
nicaragüense en la Navidad de 1948, o más tarde en 1955 en busca de derrocar a
Figueres (158), sea por la defensa de la soberanía ante una Historia de agravios y de
desposeimientos simbolizados por la injerencia norteamericana; recurre también al
recuerdo del general Volio que peleó en Nicaragua en 1912 del lado de los patriotas
del general Zeledón contra las tropas de la marinería de guerra de Estados Unidos, y
se enfrentó a la dictadura de los hermanos Tinoco, sostenida por la United Fruit y los
grandes potentados de este país: «[...] hizo en 1926 un intento de regresar a Nicaragua,
donde había estallado una nueva guerra civil, a pelear en la columna del general
Sandino contra las tropas conservadoras respaldadas por las fuerzas de ocupación, otra
vez el Coloso del Norte de por medio» (149).
La lucha de los pequeños países de Centroamérica contra el poder abusivo y
destructivo de un capitalismo devastador, parece ser la de David contra Goliat. Pero
las ambiciones de aquellos «canalizadores yanquis» fustigados por Rubén Darío
(Ramírez 1985: 196) -que vuelven a aparecer en la evocación furtiva de la batalla
contra la Marina de Guerra de Estados Unidos (59), o la de Rivas contra los
filibusteros de William Walker (65)- permiten también rememorar a las figuras de
Zeledón y Sandino, héroes de la nación nicaragüense que supo rebelarse y luchar por
el derecho a existir por sí misma. No faltaron las batallas en ese país de contrastes
violentos y de grandes conmociones según Gloria (114).
Y si la novela no recuerda la revolución nicaragüense -¿porque se ha vuelto negra
la «leyenda»?-, se evoca la de Guatemala donde derrocaron al dictador Ubico (107),
mencionando así otros episodios de abusos de poder. Sin embargo, no todas las luchas
sociales de liberación desembocaron en un mejoramiento para el país, ocurrió que el
remedio fue peor que el mal porque el «libertador» puede ocultar a un dictador. Así,
en el segundo testimonio, Marina hace una crítica «humanista» del marxismo -y sin
duda de las revoluciones marxistas que sacudieron el continente- que a su juicio
apunta a lo colectivo y hace abstracción del ser humano; Lenin transforma la ideología
en una maquinaria implacable, sin hablar del terror estalinista (197-198): esas palabras
denuncian el reverso de la revolución que acaba por convertirse en un engranaje
infernal, una pesadilla que destruye al ser humano.
Y cuando la amiga de Amanda dice: «[...] si alguna lucidez me queda, la aplico a
revisar mis antiguos juicios de valor, sin abandonar el fundamento de mis
ideas» (198), ¿cómo no oír la voz de Sergio Ramírez, fiel a sus valores éticos pero
hoy muy prudente frente a cualquier credo inviolable y muy crítico con las derivas de
ciertos hombres de poder? Sergio Ramírez, vicepresidente de Nicaragua desde 1984
hasta 1990, sabe de qué habla, y «habita» las páginas de La fugitiva probablemente
más de lo que imaginamos.

El paraíso perdido ¿o la utopía fracasada de la


Revolución?
Al leer esta novela nos percatamos de que Amanda Solano cristaliza elementos
de la vida y de la personalidad del mismo Sergio Ramírez, es decir que aquel tiempo
huido en busca del cual sale el escritor puede ser su propio paraíso perdido: el de las
grandes aspiraciones sociales, de la fe y de la pasión que latían en la «utopía
compartida» (Ramírez 1999: 14). En sus diferentes entrevistas, él mismo presenta a
Amanda Solano como a una mujer que «contradice» o «desafía» o «rompe con» los
cánones de la sociedad costarricense de su época, una sociedad cerrada y en varios
aspectos hipócrita. Esa ruptura es social, cultural, literaria, sexual. Se trata por lo tanto
de una mujer «revolucionaria».
Estudia en el Colegio de Señoritas cuando se producen las huelgas bananeras de
1934, y ella y sus amigas sostienen a los huelguistas: «Protestábamos por todo, éramos
algo comunistas» (55) recuerda su amiga Gloria, mientras Marina explica: «Amanda
era "la otra", la que no se conformaba al molde impuesto por los demás» (214). Como
mujer también fue diferente, en ruptura con el esquema social: no feminista sino
femenina y libre. Su vida amorosa desgraciada con varios maridos y amantes dio lugar
a escándalos; tuvo que vivir también una tragedia como madre puesto que no pudo
ver a su hijo al que el padre retenía en Guatemala.
Sergio Ramírez explica, en La Jornada, que en este libro «hay un "motor vital":
la libertad de la mujer en el siglo XX». Esa libertad «tiene que ver con la voluntad de
ser diferente», dicho de otro modo, de ser uno mismo. Es lo que opina Marina: «Pagó
un alto precio por ser diferente en una sociedad timorata que nunca la entendió» (209).
Incluso después de su muerte, unos artículos intentaron desmerecerla, afirmando que
fue una escritora fallida (129) -la única novela que publicó ganó un premio en
Guatemala pero nunca se conoció en México por ejemplo; su amiga Marina, que se
pregunta si escribió o no la obra maestra, piensa que sentía el genio pero que no podía
realizarlo (209-211), otra frustración personal dolorosa-. Condenada por un San José
encarnizado que para Gloria no perdió la oportunidad de herirla y derribarla (73),
Amanda incluso quiso cambiar de nacionalidad y hacerse guatemalteca (112)
rechazando al país que la rechazaba en una imposible conciliación.
Estamos tentados de relacionar a aquella mujer «revolucionaria», que fracasó
frente a la sociedad a la que quería mejorar y, rechazada por «los suyos», buscó el
exilio, con el mismo Sergio Ramírez, revolucionario sandinista en el alma y los actos,
que participó en una lucha por regenerar y hacer progresar a su país, pero que fue
apartado primero por el pueblo nicaragüense que en 1990 votó contra los sandinistas,
luego por su propia familia política con la que entró en conflicto abierto, y de nuevo
por el pueblo que en 1996 apenas le dio el 1% en las elecciones presidenciales,
llevándolo a abandonar definitivamente la política, a «exiliarse» de la política y a
observarla y comentarla «desde fuera», desde otro espacio, el de sus diferentes escritos
empezando por su blog. Sergio Ramírez no puede sino comprender a aquella mujer
que soñó con un mundo más humano, luchó con la izquierda, y sintió un amargo
desencanto.
Si el paraíso perdido proustiano que preside a la obra puede ser, como para cada
uno de nosotros, la juventud -con su vida por delante y su confianza en el porvenir, su
lozanía y sus sueños-, es también para Sergio Ramírez la utopía perdida de la
Revolución en la que creyó y se involucró, que le dio una razón de vivir y de ser, tanto
a él como a Nicaragua para la que representó una identidad y una dignidad recobradas.
Constituyó para Sergio Ramírez durante varios años sus más profundas aspiraciones,
¿reveló su ser más hondo?
En otras novelas pudimos observar que, aunque no siempre lo parezca, habla de
-o alude a- la revolución que rimó primero con pasión, luego con traición, y cuyo
duelo resulta difícil de hacer, puesto que si Sergio Ramírez se desolidarizó de Ortega,
sigue defendiendo la ética primordial del sandinismo, sigue siendo sandinista de
corazón. La cuestión no es ¿ser sandinista o no ser? sino ¿qué sandinista?, es decir
¿qué es ser sandinista? Se derrumbó la revolución pero no sus valores que, según
comprendemos al leer El cielo llora por mí, podrían seguir animando a la gente en un
mundo post-utópico descentrado, que parece ya no tener rumbo.
Bien se sabe cuánto un autor se proyecta en sus personajes, cuánto la novela es
también un espejo del que la escribe. ¿Cómo imaginar una novela, y más ampliamente
cualquier obra de arte, que no recoja los deseos y angustias, las obsesiones conscientes
o inconscientes del artista, que no sea también la historia de su vida o de la vida que
hubiese querido tener? Lo dice la misma Amanda Solano: «[...] la novela que traigo
adentro [...] es la novela de mi propia vida» (289) en una suerte de mise en
abyme puesto que lo que dice la escritora Amanda, espejo de Sergio Ramírez, en una
novela de éste, lo podría decir igualmente el escritor. En la estela de Flaubert que
afirmó «Mme. Bovary, soy yo», ¿no podría declarar Sergio Ramírez «Amanda
Solano, soy yo»?
Asimismo, cuando la narración se interesa por las dualidades de la protagonista
y plantea el problema de la identidad -una cuestión recurrente que ya aparece en Mil
y una muertes-, interrogando varios cuadros y fotos donde aparece siempre distinta:
«¿Cuál es la Amanda verdadera?» porque todas esas mujeres son Amanda y no lo son,
quizá el autor se autocuestione acerca de quién es él. La búsqueda retrospectiva del
paraíso conlleva una búsqueda prospectiva del «yo», implica encontrar quién fue uno
para saber quién es o quién puede ser.
Con el paso del tiempo, y frente a sus propias ambivalencias, quizá el escritor
esté más que nunca en busca del «yo» -de ahí la referencia fundamental a Proust-, ese
«yo» probablemente inasequible o del que uno es prisionero sin nunca conocerlo
verdaderamente. Es lo que parece revelar la dificultad de Amanda Solano, presa de su
propia cárcel, como explica una de sus amigas al referirse a su novela La puerta
cerrada:
«Esta puerta cerrada es la suya propia, la fugitiva
escapándose hacia dentro de sí misma porque no encuentra
la salida, la prisionera sin escape, encarcelada dentro de
su yo interior, dentro del ambiente, dentro de su rebeldía,
una reja tras otra. Y es también la poseída, la que lucha
cuerpo a cuerpo hasta el amanecer con el ángel, o con el
demonio, igual que Jacob.
Su vida es la novela, y la novela es su vida».

(212)

«Busca huir pero no la dejan las rejas, no la deja la


puerta cerrada, y entonces, fugitiva, huye hacia su
interior más profundo. El Minotauro incomprendido se
refugia en lo hondo del laberinto subterráneo, donde busca
ocultar su anormalidad».

(214)

Sorprende el número de términos -el subrayado es nuestro- que insisten en este


encarcelamiento sin remedio que va ahogándola, asfixiándola en su propio interior,
en una trampa singular, y que recuerda un título de Proust: La prisionera. Sorprende
menos, en cambio, que la genialidad esté asociada con la monstruosidad por esa
anormalidad, esa otredad, esa «inquietante extrañeza» como diría Freud, que es su
maldición. Por lo demás, adjetivos tales como «profundo» u «hondo» y verbos como
«refugiarse» u «ocultar», dicen hasta qué punto Amanda se sume -y de alguna manera
se hunde- en sí misma. Se establece un vínculo entre ese profundo malestar y la obra
de Proust:
«Leyó con intensidad En busca del tiempo perdido,
hasta aprenderse páginas de memoria, sobre todo de La
fugitiva. Pero más que en prosa, o en su estilo, Proust está
en su visión de la vida, en su manera de asumir los
sufrimientos con una sensualidad gozosa, una visión que la
nutre a ella antes de nutrir a sus personajes, y siente que es
algo que le hace mal aunque no pueda evitarlo».

(217)

Con Proust Amanda ha aprendido a sufrir, a degustar la intensidad de la pena que


la hace fuerte, la consolida. Entre dolor del placer y placer del dolor, esta cita nos
ofrece, más allá de la intertextualidad, una mise en abyme en la que se reúnen los tres
títulos idénticos «La fugitiva»: es un libro de Proust, de Sergio Ramírez, y por poco
de Amanda Solano que en un primer momento tituló así La puerta cerrada, lo que
establece una ecuación literaria entre esos tres autores: tres nostálgicos que han
comprendido que los verdaderos paraísos son aquellos que ellos han perdido, tres
exploradores de aquel tiempo huido como otros buscaron el Santo Grial, tres escritores
en busca de sí mismos, en busca de sentido. ¿Para tener algo que oponerle a la muerte?
Aunque fugitivo como cualquier mortal, Sergio Ramírez habrá dejado su
impronta política y literaria, y mediante las aventuras y desventuras novelescas de
Amanda Solano otra impronta de su país para no olvidar que existe, un país que
todavía se busca a sí mismo pero cuyo pasado de luchas puede ser prometedor ante
los retos del porvenir.
Sin embargo, más allá de la Historia y del devenir de Nicaragua, de los cuales
dependen en parte la historia y el devenir de Sergio Ramírez, La fugitiva se ofrece
como una novela en cierto sentido existencial, que trata de ese tiempo que nos hace y
deshace, de esa vida que nos construye y destruye, de la muerte que le da su sentido
y su «no-sentido» a la vida, de la búsqueda del «yo», es decir más ampliamente del
ser. «¿Quién ser?», «¿Cómo ser uno mismo?». Esas cuestiones revelan, más allá de la
historia individual de Amanda o de la Historia colectiva de los países colonizados,
una historia humana, «universal».
En La Prisionera, Proust da cuenta de esa dialéctica falta-deseo que nos anima a
todos, cuando escribe que uno sólo quiere aquello en que persigue algo inasequible,
sólo quiere lo que no posee. ¿Qué persigue Sergio Ramírez en Amanda?, ¿qué
persigue un escritor en sus personajes, y nosotros en sus novelas? ¿Un absoluto?
Quizá el secreto esencial. Pero por más que lo intentemos, somos irremediablemente
fugitivos. Para terminar con las palabras del gran poeta Pablo Neruda -citado por su
compatriota Francisco Coloane-: «Uno se pasa la vida aprendiendo a vivir y cuando
aprende se muere». Dicho esto, antes de que sea demasiado tarde o aunque sea
demasiado tarde, no dudemos que Sergio Ramírez seguirá persiguiendo lo inaccesible,
como Amanda y todos nosotros. Para sentirse vivo.

Bibliografía

 RAMÍREZ Sergio, 2011, La fugitiva, Alfaguara, Madrid.


 ——, 2004, Una vida por la palabra, Entrevista de Silvia Cherem con Sergio
Ramírez, Prólogo de Carlos Fuentes, Fondo de Cultura Económica, México.
 ——, 1999, Adiós Muchachos. Memoria de la revolución sandinista, El
País/Aguilar, Madrid, México.
 ——, 1996, Cuentos completos, Alfaguara, México.
 ——, 1987, Las armas del futuro, Mondadori, Madrid.
 ——, 1985, Balcanes y Volcanes, Editorial Nueva Nicaragua, Managua.
 RAMÍREZ, Sergio, página oficial: <http://www.sergioramirez.org.ni/>.
 RAMÍREZ, Sergio, blog El Boomeran(g):
<http://www.elboomeran.com/blog/7/sergio-ramirez/>.
 BESSE, Nathalie, «La muerte en Mil y una muertes ¿y las ilusiones perdidas
de Sergio Ramírez?». Página oficial de Sergio Ramírez, sección «Crítica»:
<http://www.sergioramirez.org.ni/indexcritica.html>.
 OBREGÓN, Manuel, «Palabras sueltas a propósito de La fugitiva de Sergio
Ramírez», in Carátula, n.º 42, sección «Crítica», junio-julio, 2011.
 ——, «Sergio Ramírez presenta La Fugitiva», in El Nuevo Diario,
«Variedades», 4 de mayo del 2011, Managua.
 TEJEDA, Armando, «La libertad de la mujer, «motor vital» de la nueva novela
de Sergio Ramírez», in La Jornada, 13 de abril de 2011, México.
 VILLARRUEL Patricia, «Sergio Ramírez: «La Fugitiva es la historia de
muchos en una sola»», in El Universo, 24 de abril del 2011, Guayaquil.

Entrevistas (vídeos)

 <http://www.youtube.com/watch?v=cYr42pqETso>.
 <http://www.youtube.com/watch?v=tYl2Br1KXFc&NR=1>.
 <http://www.confidencial.com.ni/video/325>.

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