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Edelstein, Dan.

The Terror of Natural Right:


Republicanism, the Cult of Nature, and the
French Revolution, Chicago, The University of
Chicago Press, 2009, pp. 1-25.

El Terror del derecho natural: republicanismo, culto a la


naturaleza y Revolución Francesa.

Traducción del inglés: Ismael del Olmo*


Revisión y corrección: Fabián Alejandro Campagne

Introducción

Vivir y morir por las leyes de la Naturaleza

Al enterarse de que finalmente la Asamblea Constituyente había redactado la


Constitución que dos años antes había jurado solemnemente presentar, el
periodista, poeta y philosophe radical Sylvain Maréchal buscó llamar la
atención del cuerpo con un panfleto anónimo. A través de la voz de la “Señora
Naturaleza”, reprochaba a los constituyentes haberse equivocado en sus
propósitos y redactado el documento equivocado:

“Veinticinco millones de hombres, arruinados por sus relaciones, infelices e incapaces


de soportarse unos a otros, clamaron por un nuevo código, y ustedes tuvieron el valor
de prometerles uno. Pero ¿por qué no tuvieron el buen tino de enviarlos ante mí,
diciéndoles: ‘Hermanos, no tienen ya las leyes de la naturaleza? ¿Podríamos los seres
humanos pensar mejores leyes que esas?’”.1

*
La presente traducción se realiza exclusivamente para uso interno de los alumnos de
la Cátedra de Historia Moderna, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos
Aires (septiembre de 2013).
Edelstein, The Terror of Natural Right 1 Traducción: Ismael del Olmo
La crítica suena extraña y poco feliz. Una cosa era criticar el contenido
específico de la Constitución, pero otra muy distinta era cuestionar su misma
existencia. Sólo un monárquico devoto o un conspirador utopista podía criticar
a la Asamblea por haber cumplido con su objetivo de redactar una constitución.
Ciertamente, había una veta utópica en Maréchal: poeta pastoral y
librepensador antes de la Revolución, habría de convertirse más tarde en el
cerebro ideológico de la Conspiración de los Iguales, un grupo comunista
insurreccional liderado por Graco Babeuf en 1795.2 Pero en 1791, como en
1789, Maréchal era primero y ante todo un ferviente republicano: tan temprano
como en 1781 había rechazado a la monarquía en tanto “maquinaria
impracticable y superflua”, argumentando que “sin reyes los estados sólo
necesitan magistrados”.3
De Livio a Maquiavelo, y de Milton a Madison, sin embargo, el republicanismo
había siempre gravitado en torno a la idea constitución: Maquiavelo observó
que “para el mantenimiento de las buenas costumbres, son necesarias las
leyes”.4 Era gracias a los grandes legisladores —hombres como Moisés, Minos,
Confucio, Licurgo, Solón, o Numa— que los estados habían podido sobrevivir
(ya se tratara de repúblicas o principados). La idea de que sólo las leyes
naturales no escritas podían proveer los fundamentos de una república viable
resultaba inconcebible. El derecho natural podía constituir una base para las
leyes civiles, pero nunca se considero como factor suficiente en sí mismo.
¿Cómo podemos interpretar, entonces, la extraña declaración anticonstitucional
y al mismo tiempo republicana de Maréchal? ¿Acaso refleja meramente las
cavilaciones de un panfletario confundido? Antes de rechazarlas de plano,
haríamos bien en considerar que estas mismas ideas aparecen también en los
escritos no publicados de un líder clave de la primera República francesa,
Louis-Antoine Saint-Just. “El estado de sociedad no es el producto de una
convención”, había argumentado Saint-Just; agregaba que “el arte de
establecer (...) una sociedad por un pacto o por transformaciones forzadas es
el arte mismo de destruir la sociedad”.5 Para Saint-Just, así como para
Maréchal antes que él, el derecho natural ofrecía leyes suficientes: “Al no poder
existir sociedad alguna que no esté fundada en la naturaleza, el estado (la cité)
no puede aceptar otras leyes más allá de las de la naturaleza. (...) La ley no es,
entonces, una expresión de la voluntad sino de la naturaleza”.6 Las
constituciones y legislaciones civiles que no se contentaran con hacerse eco de
las leyes de la naturaleza eran perniciosas para la sociedad.
Este no era el republicanismo de los antiguos, rótulo con el que a menudo se
ha calificado al jacobinismo de Benjamin Constant en adelante: Esparta,
Atenas, incluso Roma, eran conocidas por sus elaboradas constituciones,
obsequio de legisladores cuasi-divinos. Tampoco era éste el republicanismo
clásico: Maquiavelo tenía poco o nada que decir sobre la ley natural. Percibía a
la república y a sus constituciones como el más elaborado de los sistemas
políticos.7 Las afirmaciones de Saint-Just pueden traernos a la memoria el
republicanismo moderno de los revolucionarios norteamericanos, pero también
aquí las apariencias engañan: sea que enfaticemos el origen ‘liberal’ o
‘republicano’ de este emprendimiento político, sería un sinsentido sugerir que el
caso norteamericano no exhibe rastros de ambas tradiciones. La Declaración
de Independencia pudo haber comenzado por proclamar la fe del Congreso (o
al menos la de Jefferson) en las “leyes y el Dios de la naturaleza”, pero el resto

Edelstein, The Terror of Natural Right 2 Traducción: Ismael del Olmo


del documento y su lista de reivindicaciones demuestran a las claras que el
Congreso entró en conflicto con Inglaterra guiándose por valores ingleses, tales
como el constitucionalismo y la tradición republicana.8 La variante jacobina, que
buscaba gobernar sólo mediante leyes naturales, parece constituir una cepa
mutante, a la que llamaré ‘republicanismo natural’. Dado que incorporaba un
buen número de características del republicanismo tradicional, puede ser
considerado como una de las “transformaciones del republicanismo clásico”
ocurridas durante el siglo XVIII francés, incluso si difería de manera sustancial
de teorías más tempranas, al proponer que sólo el derecho natural podía
suministrar el marco legal de las sociedades. 9
No obstante, la afirmación de que las leyes de la naturaleza eran también las
leyes de la república, derivó en una fusión entre naturaleza y nación que
tendría graves consecuencias para cualquiera lo suficientemente
desafortunado como para quebrar (o generar al menos la impresión de que
quebraba) la ley. De hecho, era un supuesto bastante difundido en la teoría
liberal del derecho natural que quienquiera que violara las leyes de la
naturaleza podía ser asesinado con impunidad. Se suponía que esta situación
prevalecía sólo en el estado de naturaleza; sin embargo, existían algunas
excepciones: los tiranos, los salvajes, los bandoleros, los piratas y otros hostes
humani generis (enemigos del género humano) podían ser ejecutados por las
autoridades competentes sin el debido proceso o sin formalidades legales.
Dado que los jacobinos equiparaban la república y sus fines con la naturaleza
misma, prácticamente cualquier actividad potencialmente subversiva podía ser
perseguida como un crimen contra la naturaleza. Lo excepcional se tornaba
terroríficamente corriente.
La tesis de este libro, por lo tanto, no es sólo que los líderes políticos jacobinos
promovieron una variante inusual de pensamiento republicano, sino que
recurrieron al derecho natural para autorizar y redactar las leyes que
sustentaron el Terror. La categoría de hostis humani generis se encontraba en
el corazón del ataque que los montañeses lanzaron contra el rey, pero de allí
en más proveyó también un modelo para otras categorías de enemigo, desde
el notorio hors-la-loi (forajido o “fuera de la ley”) hasta el “enemigo del pueblo”.†
En el contexto del sistema legal natural-republicano, en el cual el derecho
natural era percibido como cuerpo de leyes supremo, este concepto radical de
hostilidad no estaba limitado por ninguna garantía civil. Los convencionales
podían aplicar el Terror manteniendo una apariencia de fidelidad a los
principios de la Declaración de Derechos de 1789.
Esta interpretación del Terror se apoya en gran medida en argumentos legales
y en teorías políticas, en oposición a gran parte de la historiografía de los
últimos quince años.10 Muchos de los trabajos recientes son excelentes, y de
hecho los utilizaré de manera recurrente en los capítulos de este libro. Pero en
mi opinión, estas interpretaciones no ofrecen respuestas convincentes a las
preguntas fundamentales sobre el Terror: ¿Cómo y por qué tuvo lugar? ¿Cómo
se relacionaba con el pensamiento político jacobino? ¿La Convención se vio

† El autor utiliza aquí el vocablo outlaw, que puede ser traducido alternativamente
como “bandido”, “bandolero”, o “forajido”, entre otros. Sin embargo, el contrapunto
frecuente que el texto realiza entre el inglés outlaw y el francés hors-la-loi obliga a una
traducción más literal del término, con el fin de no perder el hilo del razonamiento ni
los juegos del lenguaje que lo sustentan [n. del. trad.].

Edelstein, The Terror of Natural Right 3 Traducción: Ismael del Olmo


forzada a transitar por la vía del Terror o eligió dicho camino de manera
voluntaria? Para responder estos interrogantes decidí centrar mi investigación
en el análisis de las tradiciones legales y del pensamiento político, no porque
crea que estas áreas son más importantes que otras (como las prácticas
sociales o la historia de las emociones), sino porque considero que jugaron un
rol más decisivo en el establecimiento y la evolución del Terror.
El enfoque metodológico que he adoptado, entonces, le debe mucho a
historiadores como Keith Baker, J. G. A. Pocock, y Quentin Skinner, así como a
académicos más tempranos como Hannah Arendt, aunque mi corpus dispar
también me obligó a ser algo ecléctico. Junto a textos legales y políticos, este
corpus incluye trabajos literarios, etnográficos, de anticuarios, y hasta
teológicos, así como representaciones culturales (tanto ‘imaginarias’, como los
mitos, o imágenes impresas) y festivales revolucionarios. Por consiguiente, he
sido ecuménico en mi metodología, analizando algunos documentos como un
historiador de la cultura, otros como un especialista de la literatura, otros como
un científico social, y otros como un teórico político. Ocasionalmente, he lucido
los cuatro sombreros al mismo tiempo.11 Este libro no pretende ser un discurso
del método; simplemente, perseguí mis argumentos a lo largo de los caminos
que fueron tomando.
No obstante, en el libro propongo algunas innovaciones metodológicas.
Primero, y quizá debido a mi propio entrenamiento como un especialista en la
literatura, y al hecho de que muchos ejemplos de republicanismo natural se
encuentran en dicha esfera, opté por estudiar las teorías políticas desde una
perspectiva más narrativa. Los historiadores de la política tienden a analizar las
teorías en términos de su gramática, sus palabras clave, su discurso, a menudo
en explícita analogía con la teoría de Saussure de la langue y la parole.12 Pero
existe también una dimensión temporal en la teoría política, dimensión quizá
más evidente en la filosofía política griega y temprano-moderna que en sus
encarnaciones contemporáneas. La teoría del republicanismo de Maquiavelo,
por ejemplo, puede ser contada como un relato. Un príncipe u hombre fuerte
toma el poder y concede leyes a la ciudad. Estas leyes pretenden inspirar virtud
en el pueblo, y están sostenidas por instituciones como la religión y el ejército.
Eventualmente, sin embargo, la corrupción se desata bajo la apariencia de
lujuria o laxitud moral. La virtud pronto se desploma y la república muere.13
Aunque esta versión pueda sonar simplista, tiene la ventaja de subrayar
similitudes con otras narrativas; por ejemplo, con la del derecho natural,
orientada a describir cómo la sociedad civil nace y eventualmente se disuelve.14
Abordar teorías políticas desde una perspectiva narrativa ofrece así un mejor
modelo para comprender cómo tales construcciones pudieron transformarse e
incluso combinarse ―precisamente, una cuestión central en relación con el
republicanismo natural.
En segundo lugar, traté de prestar particular atención al rol que los mitos
ocupan en el pensamiento político. Si bien resulta un lugar común en los
estudios sobre el pensamiento político del siglo XX reconocer el poder creador
del mito, las historias políticas de períodos más tempranos raramente
consideran esta influencia, a pesar de su presencia innegable. En buena
medida, este descuido se debe a la forma profundamente ahistórica en la cual
algunos académicos han analizado el significado de los mitos en escenarios
modernos. Demasiado a menudo los mitos son interpretados como arquetipos

Edelstein, The Terror of Natural Right 4 Traducción: Ismael del Olmo


cuyos significados nunca cambian, y cuyo valor para el entendimiento de la
especificidad de un momento histórico determinado resulta en consecuencia
escaso.15 En el caso del mito de la edad dorada, que yace en el corazón del
republicanismo natural, esta invariabilidad eterna no podría estar más lejos de
la verdad. Ha habido un amplio surtido de variantes para este mito, algunas
monárquicas y otras republicanas, algunas primitivas y otras altamente
civilizadas. Además, este mito sólo comenzó a ejercer una poderosa influencia
sobre los pensadores políticos cuando las investigaciones antropológicas e
históricas lo naturalizaron.16 Su fuerza no se basaba en deseos inconscientes,
sino en la visión claramente articulada de una Edad de Oro ‘real’ y
verdaderamente posible.17 Sólo atendiendo a las variantes filológicas de los
mitos podremos llegar a valorar su influencia específica sobre el pensamiento
político.

Derecho natural y republicanismo en Francia.


Un lector versado en historia europea temprano-moderna podría preguntarse
por qué la ‘mutación’ del derecho natural y el republicanismo ocurrió en un país
que no está fuertemente identificado con ninguna de estas dos tradiciones.
Sugiero que la relativa marginalización de estas tradiciones en Francia fue
precisamente lo que tornó posible tamaña mutación radical. El derecho natural
no era parte de los curricula de las escuelas francesas de derecho, como sí lo
era en Inglaterra, Suiza, Alemania o los Países Bajos. Quizá Mably no
exageraba demasiado cuando afirmaba que “nuestros magistrados, sin duda
eruditos (...), no podrían sin embargo ser más ignorantes en materia de
derecho natural”.18 De hecho, hasta las reacciones ‘patrióticas’ en contra de la
reforma parlamentaria de Maupeou, el derecho natural apenas aparecía en el
pensamiento legal francés.19 Aunque se beneficiaban del legado del derecho
romano, como todos los juristas europeos, los franceses sólo de palabra
aceptaban el ius naturale, pues el foco de sus obras político-legales estaba
puesto en la adaptación del concepto de imperium a las necesidades de la
monarquía Borbónica.20 Así, seleccionando y extrayendo elementos del Código
de Justiniano, los juristas franceses lograban mostrar al soberano como la
única fuente de la ley, en virtud de su posición por encima de la misma
(princeps legibus solutus). Lo que ocultaba esta definición era la dependencia
que la ley romana tenía respecto de los principios de autoridad del derecho
natural, un punto en el que insistían juristas y filósofos ingleses como Locke y
Blackstone (así como sus contrapartes continentales, Christian Wolff y Jean-
Jacques Burlamaqui).
Aunque desterrado de la teoría jurídica, el derecho natural se mantuvo de todas
maneras como un discurso accesible y frecuentemente empleado en la Francia
del siglo XVIII. Abogados en ciernes y filósofos podían estudiar los manuales
de Burlamaqui, escritos para los estudiantes de la Académie de Ginebra, o leer
las traducciones y comentarios de Jean Barbeyrac sobre Grocio y Pufendorf.21
Para fines de siglo, un joven abogado de Arras pudo incluso invocar el derecho
de gentes como autoridad legal en un caso.22 Como veremos, el derecho
natural era el idioma dominante de la reforma política para una amplia variedad
de escritores del siglo XVIII, que recurrían a las leyes universales e invariables
de la naturaleza para criticar los abigarrados y aparentemente arbitrarios

Edelstein, The Terror of Natural Right 5 Traducción: Ismael del Olmo


códigos legales de Francia y otras naciones.23 El lenguaje y los conceptos del
derecho natural circulaban abiertamente por toda Francia; la Déclaration des
droits de l’homme et du citoyen no emergió ex nihilo. Pero tan alejados estaban
estos conceptos de la práctica legal real, que su significado y sus relaciones
podían fácilmente redefinirse. Su valor político también podía determinarse
libremente, ya que fuera de Francia el derecho natural era a menudo
identificado con facciones específicas dentro de una determinada lucha
política.24
De modo similar, el republicanismo era un discurso débil en la Francia del siglo
XVIII, aunque no tan ausente como a veces se ha afirmado.25 Si sólo había un
puñado de teóricos republicanos locales en el reino, varias traducciones de
textos republicanos ingleses se encontraban disponibles, como así también la
obra fundacional de Maquiavelo, los Discursos sobre la primera década de Tito
Livio.26 Muchas de las lecciones (y el léxico) del republicanismo clásico —la
importancia de las buenas leyes y más aún de la buena moral, el peligro que la
corrupción entrañaba para la virtud cívica, el delicado timing del cambio
político, la necesidad de preservar y promover las instituciones, etc.— también
se hallaban en la discusión de Montesquieu sobre las repúblicas en De l’Esprit
des lois, replicada a su vez en numerosos artículos de la Encyclopédie, tales
como ‘Démocratie’, ‘Aristocratie’, o ‘République’. La obra de Mably, Des Droits
et devoirs du citoyen, y El contrato social de Rousseau, diseminaron de modo
similar numerosos tópicos republicanos. Finalmente, como argumentara
recientemente Elena Russo, la apreciada estética de la segunda mitad del siglo
XVIII, le grand goût o neoclasicismo, infundió con profundos ideales
republicanos la imaginería cultural y artística de la época.27
Sin embargo, tal como señala Keith Baker, los historiadores de Francia han
permanecido demasiado tiempo ajenos a muchos otros aspectos políticos del
republicanismo.28 Puede que pocos autores clamaran abiertamente por la
creación de una república en Francia, pero el republicanismo implica mucho
más que una creencia en, o el deseo de, un modo de gobierno republicano:
también parte de un ‘diagnóstico’ que considera ‘al desorden y a las vicisitudes
como el estado natural de la existencia humana’, y trata de identificar los
‘intereses individuales con el bien común a través de la inculcación de la virtud
cívica’.29 En este sentido, un discurso republicano puede resultar plenamente
compatible con la monarquía: la definición de Kant, que hace del
republicanismo una forma de gobierno antes que una concepción específica de
soberanía, habría resultado perfectamente aceptable para muchos
revolucionarios antes de 1792 (más aún si tomamos en consideración que
Rousseau había propuesto una definición muy similar).30 Durante el Antiguo
Régimen, diversos autores ‘patrióticos’ se esforzaron por crear buenos
ciudadanos que al mismo tiempo pudieran ser fieles súbditos de un rey.31 Isaac
Kramnick ha dejado en claro que defensores de la thèse nobiliaire como el
conde de Boulainvilliers podían adoptar los principios republicanos ingleses con
tanta facilidad como los defensores de la thèse royale, el marqués d’Argenson
entre ellos.32 A la inversa, ciertos antimonárquicos no abrazaron por completo
el republicanismo: las diatribas del cura Meslier en contra de la tiranía y la
superstición, por ejemplo, incluyen algunas referencias marginales a la “libertad
pública”, pero no desarrollaron ninguna idea republicana específica.33

Edelstein, The Terror of Natural Right 6 Traducción: Ismael del Olmo


Aún tomando en consideración estos restos olvidados del discurso republicano,
debe admitirse que el republicanismo no era ni de cerca predominante en
Francia, como sí lo era en otros países europeos. Habrá que esperar hasta las
primeras conmociones revolucionarias para que el republicanismo inglés logre
interesar de manera sostenida a los políticos franceses.34 Entretanto, el
republicanismo floreció en la imaginación de estudiantes y novelistas,
anticuarios y filósofos; y en ese espacio desbocado fue mucho más libre de
adaptarse e incluso transformarse por completo.

El republicanismo natural y la Edad de Oro.


La fusión del derecho natural y el republicanismo en un mismo lenguaje político
no se originó en tratados de teoría política sino en textos literarios (en el
sentido amplio abarcado por la expresión belles lettres).35 La transformación
más radical que introdujeron estas imaginativas (y a menudo imaginarias)
narraciones fue la eliminación del contractualismo ―esto es, la doctrina según
la cual los hombres pasan del estado naturaleza a la sociedad civil como
resultado de un contrato implícito o explícito.36 En su lugar, obras como el
Télémaque de Fénelon o las Lettres persanes de Montesquieu mostraban
sociedades (la de los Boecianos y la de los buenos Trogloditas,
respectivamente) que existían en un estado de naturaleza revisado en el que
los individuos eran sociales e iguales, donde ninguno dominaba sobre otro,
donde la virtud era algo natural. Las únicas leyes que reconocían eran las
inmutables de la naturaleza, que se encontraban dentro de cada hombre; por
ende, no había necesidad alguna de escribirlas o inscribirlas en una
constitución. Sin embargo, el derecho natural resultaba por sí mismo incapaz
de preservar aquellas virtuosas sociedades en el tiempo; aún cuando los
hombres fueran buenos por naturaleza, resultaba posible corromperlos. En la
ausencia de leyes, se necesitaban instituciones republicanas como la
educación, la censura, y los ejércitos ciudadanos, para asegurar que el derecho
natural fuera continuamente observado. Esta combinación de derecho natural
(como fuente de virtud) e instituciones es lo que conforma el ‘republicanismo
natural’.
Una de las razones por las cuales este ideal político resultaba al mismo tiempo
creíble y muy atractivo, era su similitud con uno de los mitos más duraderos y
generalizados de la cultura occidental, el de la edad dorada. Este mito fue
registrado por primera vez por Hesíodo, quien proveyó la narración básica: en
el principio de la historia humana, habitó la Tierra una “generación dorada” de
hombres; no necesitaban trabajar, puesto que una naturaleza cornucopiana los
alimentaba, permitiéndoles vivir “libres de toda pena”37. Estos afortunados
mortales fueron sucedidos por generaciones de plata, bronce y hierro, cada
una de las cuales resultó progresivamente más violenta e injusta. Dado que los
antiguos se percibían a sí mismos como viviendo en la edad del hierro, la
inocencia natural y la virtud de la edad dorada aparecían siempre
magnificadas. El mito fue desarrollado y celebrado por poetas latinos más
tardíos, en especial Ovidio. En Las metamorfosis ―una de las principales
fuentes del mito en la Edad Moderna, ya que la obra figuraba en casi todos los
programas de estudio de los collèges― Ovidio describía a esta edad como un
tiempo en el que los individuos “cultivaban por sí mismos la lealtad y la rectitud

Edelstein, The Terror of Natural Right 7 Traducción: Ismael del Olmo


sin necesidad de leyes”.38 No era sólo el hecho de que estas sociedades no
necesitaban ni tenían leyes escritas; además lograban prosperar sin
gobernantes ni estructura política alguna.
Aunque en su versión tradicional la edad dorada era un tiempo perdido de
inocencia, Virgilio otorgó nueva vida a la creencia. En su famosa cuarta
Bucólica profetizó que un niño divino vendría prontamente “a restaurar el reino
de Saturno” (el dios que según los Romanos había presidido la primera edad),
y a reclamar el regreso de Astrea, la diosa de la justicia que había volado a la
constelación de Virgo hacia fines de la edad dorada.39 Virgilio retomó el tópico
en el libro 6 de La Eneida, donde el retorno de la edad dorada aparece
asociado a la llegada de Augusto.40 En esta versión prospectiva del mito, la
edad dorada se volvió tan altamente civilizada (marcaba el apogeo de las artes)
como politizada (en tanto legitimación de un modelo imperial, ‘absolutista’);
como no podía ser de otro modo, del Renacimiento en adelante se convirtió en
una pieza recurrente de la propaganda monárquica.41 Pero la versión equitativa
y pastoral del mito nunca desapareció de la imaginación europea. Fue un topos
común en la Edad Media, cuando por lo general se la identificaba con el amor
libre (liber amor). Los escritores temprano-modernos, por su parte, tendieron a
asociar el mito con el cortejo galante de los pastores de Arcadia. 42 Ambas
interpretaciones continuaron aflorando durante el siglo XVIII.
El mito de la edad dorada se convirtió, de este modo, en una poderosa
representación política y literaria. Si la versión virgiliana servía a los intereses
de monarcas y príncipes, de Montaigne en adelante los escritores políticos
utilizaron la descripción de Ovidio como una lente a través de la cual observar
las recientemente descubiertas sociedades del Nuevo Mundo. El concepto
emergente de un ‘estado de naturaleza’ se tiñó así de los atributos místicos de
la edad de oro. A pesar de que muchos filósofos políticos, Hobbes el primero,
la resistieron, esta asimilación ganó impulso durante el siglo XVIII con el
ascenso de teorías del derecho natural más ‘liberales’ (por oposición a las más
‘absolutistas’ de Gentili, Grocio, Hobbes, y Pufendorf). Fue en este contexto
que el mito vino a suscribir las teorías del republicanismo natural que
analizaremos en los capítulos que siguen.
Aún cuando invocaban el derecho natural como la base de toda teoría política y
legal, muchos filósofos rechazaban el mito de la edad dorada justamente como
eso: como un mito. Por ello, para que el republicanismo natural pudiera adquirir
una legitimidad política genuina, la edad dorada debía convertirse en algo más
que un dispositivo poético. Como es sabido, el Iluminismo tardío experimentó
una serie de temblores culturales que terminaron concediendo validez histórica
y antropológica al mito. Los estudios pioneros de Voltaire sobre la India
antigua, tanto en el Essai sur les moeurs et l’esprit des nations como en sus
contes orientales, retrataron el estado original de la humanidad como
sofisticado, racional y republicano, más cerca de la Atlántida que de la Arcadia.
El ‘descubrimiento’ de Tahití por parte de Bougainville convenció a muchos de
sus lectores, entre los que se encontraban Diderot, Sylvain Maréchal y Saint-
Just, de que la legislación civil debía estrictamente restringirse a los derechos
naturales, y de que el poder político era un mal innecesario. Al momento de la
Revolución Francesa, el mito de la edad dorada ya no aparecía para muchos
como un mito; se había transformado en el modelo ideal y natural sobre cuyas
bases la sociedad podría reorganizarse.43

Edelstein, The Terror of Natural Right 8 Traducción: Ismael del Olmo


Con todo, fueron los economistas conocidos como fisiócratas los que
proveyeron el marco filosófico clave para el naturalismo republicano. Al
proclamar que la regeneración de la sociedad dependía de la restauración de
un “orden natural y esencial”, borraron toda distinción entre el estado de
naturaleza y el de la sociedad civil, y argumentaron que las leyes naturales
resultaban por sí mismas suficientes. Aún cuando se la pensó como una
defensa de la monarquía, la fisiocracia ofreció una estructura teorética capaz
de apoyar una amplia gama de proyectos políticos, incluido el republicanismo.
Los fisiócratas también hicieron posible imaginar una sociedad en la cual el
poder político fuera asintóticamente reducido a cero, al eliminar del orden
natural la necesidad de soberanía. Esta emancipación de la sociedad respecto
del estado ―un proyecto central del Iluminismo, como Keith Baker ha
sugerido― alcanzaría su punto álgido hacia fines del siglo XVIII, tanto en el
pensamiento político de Thomas Paine, cuyo punto de partida en Common
Sense era la distinción entre sociedad (“un estado de dicha”) y gobierno (“un
mal necesario”), como en la teoría natural-republicana de Saint-Just, cuyo
pensamiento político se centraba en la creencia de que “uno no puede
gobernar inocentemente”, y de que la naturaleza, no la voluntad general, era la
fuente de toda ley.44

“Enemigos de la raza humana”: transgrediendo las leyes de la


naturaleza.
Si el naturalismo republicano permitía a ciertos escritores reformistas imaginar,
si no una ciudad celestial al menos una edad dorada de justicia, su compromiso
excluyente con el derecho natural tenía su costo. En efecto, a este paraíso no
le faltaba su serpiente ―un demonio, de hecho. ¿Qué actitud cabía adoptar
con los individuos que transgredían las leyes de la naturaleza que todos debían
respetar? ¿Cómo debían ser corregidos o castigados los infractores, y quién
debía encargarse del castigo?
Por supuesto, sólo se plantearon estos interrogantes los teóricos que
consideraban al derecho natural como un código legal fundacional e inviolable
en su conjunto.45 Hobbes daba por sentado, por ejemplo, que los derechos
naturales del hombre (de modo célebre, su “derecho a todo, incluso al cuerpo
de los demás”) entraba en conflicto con las leyes naturales.46 Uno de los roles
principales del soberano era precisamente limitar los derechos naturales,
haciendo cumplir tanto las leyes de la naturaleza como las civiles.47 Sin
embargo, estaba contemplado que en el estado de naturaleza los hombres
podían llegar a quebrar estas leyes; sin embargo, estas violaciones no eran
vistas como particularmente problemáticas.48 Por el contrario, para Locke los
derechos naturales no tenían la amplitud que les atribuía Hobbes: sólo
alcanzaban al propio cuerpo del individuo y a su propiedad adquirida por medio
del trabajo. En este sentido, no existía un conflicto inevitable entre derechos y
leyes naturales; como Pufendorf antes que él, Locke creía que incluso en el
estado de naturaleza los hombres debían obedecer las leyes de la naturaleza.49
De hecho, violar la ley natural constituía a sus ojos la ofensa más grave: tal
transgresor se declaraba ‘a sí mismo sujeto a reglas diferentes a las de la
razón y la equidad común’, y así se convertía en un peligro para el resto de la
humanidad, a tal punto que cualquier persona podía detenerlo o, si fuese

Edelstein, The Terror of Natural Right 9 Traducción: Ismael del Olmo


necesario, destruirlo.50 Un caso equivalente en la sociedad civil sería el del
‘gobernante absoluto’ o tirano, que transgredía los derechos naturales de su
pueblo, y que por lo tanto ‘merecía ser combatido como enemigo declarado de
la sociedad humana’ (§93), como ‘la peste de la humanidad’ (§230).
El uso repetido de esta frase por parte de Locke ―“enemigo de la
humanidad”― para definir al individuo que violaba las leyes de la naturaleza
resulta sin duda intencional, ya que su equivalente en latín, hostis humani
generis, posee una historia muy larga, compleja y todavía sin contar. Empleada
en la antigüedad por primera vez por Plinio para designar a los emperadores
tiránicos, ganó prominencia discursiva en la teología medieval como calificativo
usual para referirse al demonio. Durante el Renacimiento, el término fue
aplicado a los piratas, pero más importante aún, fue empleado por los juristas
humanistas para ‘satanizar’ (de modo bastante literal) a los habitantes del
Nuevo Mundo. Dado que éstos violaban las leyes de la naturaleza de manera
constante, argumentaban los juristas, se los podía castigar y destruir en tanto
“enemigos de la raza humana”. A raíz de sus maldades, de hecho, habían
perdido sus derechos naturales. Si bien algunos pocos filósofos echaron mano
de la doctrina de los derechos naturales para criticar al imperialismo español, la
mayoría de los juristas temprano-modernos invocaron esta teoría para autorizar
la conquista y devastación del Nuevo Mundo.51 De ser una expresión teológica,
hostis humani generis pasó a convertirse en un concepto secularizado y
legalista, cuya principal corporización fue de allí en más la figura del ‘salvaje’.
Así, la lógica con la cual Locke justificó la ‘destrucción’ de un individuo en el
estado de naturaleza puede rastrearse hasta los debates coloniales que
fogonearon el resurgimiento de la teoría del derecho natural.52 Sin embargo,
una vez que los juristas temprano-modernos declararon que la violación de la
ley natural era causal de castigo radical, su razonamiento comenzó a aplicarse
a otras figuras además de la del salvaje. Los ‘bandoleros’ eran recurrentemente
identificados como su equivalente en la sociedad civil, aunque quizás el más
importante transgresor del derecho natural en el Viejo Mundo fuera el tirano, el
hostis humani generis original. Durante los siglos XVII y XVIII, las
justificaciones del tiranicidio recurrieron de manera sistemática al lenguaje del
derecho natural, por lo que el ‘soberano injusto y perverso’ fue crecientemente
caratulado como enemigo de la raza humana (l’ennemi du genre humain)”.53
Estas exhortaciones tuvieron su formulación jurídica más autorizada en obras
dedicadas al ‘derecho de gentes’, es decir, al cuerpo de leyes y costumbres
reconocidas por todos los pueblos razonables. Fue al amparo del derecho de
gentes que las violentas excepciones admitidas por el derecho natural vinieron
a informar categorías legales reales durante el desarrollo de la Revolución
Francesa.

El derecho natural y las leyes del Terror en la Revolución


Francesa.
La segunda parte de este libro examina cómo el derecho natural sustentó tanto
la teoría jacobina del republicanismo como la infraestructura legal del Terror;
sostengo que ambas tomaron forma durante el proceso al rey. El juicio fue un
asunto difícil, prolongado; constituyó un punto político de no-retorno, pero
Edelstein, The Terror of Natural Right 10 Traducción: Ismael del
Olmo
también presentó a los diputados de la Convención un dilema legal. Desde
septiembre de 1791 Luis XVI disfrutaba de inviolabilidad constitucional. Para la
vasta mayoría de los diputados la cuestión era entonces cómo castigar a Luis
de manera legal y formalmente aceptable ―su culpabilidad no estaba en duda.
Para tal fin, la cláusula de inviolabilidad representaba un escollo importante.54
Sin embargo, un resquicio quedó al descubierto desde el primer momento de
los debates. La Constitución podía proteger al rey de un enjuiciamiento, pero
¿no había una ley superior que condenaba a los tiranos? Compartida por todos
los pueblos en todos los tiempos, esta ley había sido dictada por la naturaleza
misma. De hecho, era bajo otro nombre que el diputado más joven de la
Convención, Saint-Just, identificaba a esta autoridad suprema en su poderoso
discurso inaugural: “las leyes que debemos seguir se encuentran en el derecho
de gentes (droit des gens)”.55 Más de dos tercios de sus colegas parecen haber
acordado con él: Luis XVI podía ser juzgado de acuerdo con dicho principio.
El proceso del rey bien puede constituir el primer intento de enjuiciar a un
gobernante depuesto en tanto “criminal contra de humanidad”, que es, de
hecho, la manera en que Robespierre describió a Luis XVI. Pero los diputados
no tenían un corpus moderno de derecho internacional con el cual trabajar.
Utilizaron lo que tenían a su disposición, y los diputados más radicales (los
montañeses) atacaron al rey con los términos en los que tiranos y bandoleros
se habían vuelto reconocibles durante la Edad Moderna, es decir, en tanto
ennemis du genre humain. Esta designación también determinó el castigo ―la
muerte― que los montañeses exigían que se le infligiera, aún cuando muchos
de ellos, simultáneamente, argumentaban en favor de la abolición de la pena
de muerte para los delitos comunes. Dado que el rey había violado las leyes de
la naturaleza algunos diputados, entre ellos Saint-Just y Robespierre, fueron
todavía más lejos: exigían que el proceso se detuviera en seco y que Luis fuera
simplemente ejecutado. Sus argumentos no eran sintomáticos de una
inclinación por la justicia brutal o la anarquía, sino una consecuencia lógica del
tratamiento excepcional que se reservaba a los individuos que transgredían el
derecho natural: podían ser legalmente ejecutados sin juicio. Como Saint-Just
recordaba a sus colegas, “las cortes sólo están instituidas para los ciudadanos
(les membres de la cité)”.56 Las garantías procesales eran un derecho que
podía perderse, como cualquier otro.
La Convención no se dejó llevar por esta parte de la propuesta montañesa, ni
acabó condenando a Luis XVI como enemigo del género humano. No obstante,
al prolongarse por más de dos meses, el proceso proporcionó a los jacobinos el
tiempo y el blanco perfectos para refinar sus acusaciones iusnaturalistas. Una
categoría legal comenzó a tomar forma alrededor de la figura del rey, con
algunos diputados incluso inventando un nuevo nombre para este
extraordinario criminal: se trataba de un ‘fuera-de-la-ley’, de un hors-la-loi.
Mientras que el término y el concepto resultaban familiares a los oídos
anglosajones, eran completamente extraños para la jurisprudencia francesa;
hacía apenas veinte años que la expresión misma había ingresado en el
lenguaje corriente. En buena medida, entonces, los conventionnels pudieron
darle el significado que quisieron, y así lo hicieron. Más todavía, una vez
lanzada a la muy cargada arena de la política revolucionaria, la expresión podía
resignificarse y emplearse para otros fines. Ésto es precisamente lo que
sucedió. Inicialmente confeccionada como un ataque a la soberanía
Edelstein, The Terror of Natural Right 11 Traducción: Ismael del
Olmo
constitucional del rey (un diputado alegó que la cláusula de inviolabilidad era
‘una ley que lo declara más allá de la ley’ [une loi qui le déclare hors de la
loi])57, la categoría de ‘fuera-de-la-ley’ fue en lo sucesivo ampliada para
designar a cualquiera que hubiera usurpado la autoridad, para terminar
abarcando a individuos que se rebelaban o mostraban signos de resistencia a
las disposiciones del gobierno nacional.58 Este último grupo sufrió el destino
que los montañeses habían deseado sin éxito para el rey: en su condición de
fuera-de-la-ley, y tras la verificación de sus identidades por parte de las
comisiones militares, se los ejecutó de manera sumaria, sin oportunidad de
defensa o derecho de apelación alguno. Esta ley fue la que, en última instancia,
autorizó el 78 por ciento de las muertes en toda Francia durante el Terror.59
El decreto sobre los hors-la-loi estuvo dirigido, en primer lugar, a los
insurgentes de la Vendée, a quienes los diputados nacionales regularmente
denunciaban como bandidos. Detrás de la persecución de los montañeses
contra Luis XVI y de la respuesta de la Convención a los problemas en el
Oeste, yacían entonces dos tipos tradicionales de hostis humani generis. Sin
embargo, poco después de que declarara fuera de la ley a los rebeldes
embarcados en la insurrección armada, la Convención aprobó la moción de
Danton que pedía declarar hors-la-loi a la totalidad de los
‘contrarrevolucionarios’.60 Esta designación increíblemente vaga —¿qué califica
a alguien como contrarrevolucionario?— resulta muy reveladora tanto de la
filosofía republicana propugnada por muchos montañeses como de la
naturaleza expansiva de las categorías legales de excepción. Con respecto a lo
primero, la moción de Danton equiparó esencialmente cualquier oposición a la
Revolución con una violación al derecho natural. El establecimiento de un
gobierno republicano (el objetivo de la Revolución) fue reinterpretado como una
ley de la naturaleza. Esta identificación entre naturaleza y nación, sostengo,
yace en el corazón mismo del republicanismo jacobino. Desde una perspectiva
legal, en segundo lugar, la declaración general de ilegalidad de todos los
“contrarrevolucionarios” ilustra la manera en que las categorías criminales, una
vez creadas, tienden a extenderse, absorbiendo un número creciente de
grupos e individuos.61 Este fenómeno resulta particularmente visible en relación
con la ley del 22 Prairial, dirigida a los ‘enemigos del pueblo’. En lugar de
identificar transgresores específicos, la norma funcionó como una red, dada la
definición amplísima de la nueva categoría.62
El alcance expansivo de estas extraordinarias categorías criminales no puede
interpretarse de manera aislada. Fue impulsado por fuertes dinámicas políticas,
que llevaron a los diputados de ambas partes a mostrar en público su grado de
ferocidad y rudeza ―de hecho, fueron los ‘moderados’ girondinos los
responsables de las primeras ampliaciones de la categoría ‘fuera-de-la-ley’
para su propio beneficio político. No se niega, por supuesto, que la pura
ambición y el deseo de aferrarse al poder motivaran muchas de las decisiones
legales y políticas durante el Terror, más notablemente, quizá, la decisión
jacobina de suspender la Constitución de 1793. Pero esta amplia evidencia en
favor de la manipulación política no implica que los grupos revolucionarios y
sus líderes fueran cínicos despiadados. Por el contrario, las agendas políticas
radicales podían alentar a las personas, si no a romper, al menos a torcer las
reglas ―un fenómeno no ciertamente desconocido en nuestro propio tiempo.
En lo que concierne a las categorías legales del Terror, el derecho natural
Edelstein, The Terror of Natural Right 12 Traducción: Ismael del
Olmo
parece haber jugado un papel propicio hasta el final: fue en nombre del
derecho de gentes que Barère convenció a la Convención de que “no debía
tomarse ningún prisionero de guerra británico o hanoveriano”, mientras que la
ley draconiana del 22 Prairial fue presentada por Couthon como una
herramienta contra “los feroces y cobardes enemigos de la humanidad”.63
La legislación del Terror, por lo tanto, no implicaba la suspensión de la ley, sino
la substitución de un cuerpo legal por otro ―el código penal por el derecho
natural― bajo ciertas circunstancias extraordinarias.64 Esta distinción resulta
crucial, porque nos permite comprender cómo cientos de conventionnels,
nutridos con la cultura dieciochesca tardía de la sensibilité y la reforma judicial,
pudieron aprobar leyes draconianas que despojaban a los individuos de toda
protección legal. Los argumentos enraizados en la teoría del derecho natural
comportaban una influencia especial: no sólo la filosofía liberal
prerrevolucionaria solía expresarse en este tipo de lenguaje, sino que la
Revolución misma extrajo mucho de su autoridad política de “los derechos
naturales, inalienables y sagrados de los hombres”, afirmados en la
Declaración de Derechos de 1789. Por supuesto, ello no implica afirmar que el
Terror fue una consecuencia necesaria de este documento fundacional. Pero sí
prueba que los diputados de la Convención no necesitaron apartarse
demasiado de sus principios originales para justificar leyes extraordinarias en
contra de individuos “desnaturalizados”.

Restaurando la República de la Naturaleza: el proyecto


jacobino.
No caben dudas de que la república jacobina implicaba mucho más que el solo
Terror. Después de todo, los jacobinos buscaban nada menos que una
completa transformación de la sociedad. El nuevo régimen debía rectificar todo
lo que había de malo en l’ancien, desde la educación y la economía hasta el
calendario.65 Respecto del sistema judicial represivo del Terror, el impulso para
estas transformaciones provino predominantemente del gobierno central, si
bien este ímpetu sería interpretado de modo diferente de un lugar a otro. Con
todo, la co-presencia de estos dos imperativos aparentemente heterogéneos
(por un lado, reprimir a los insurgentes y disidentes políticos, y por el otro,
transformar la sociedad civil), nos obliga a preguntarnos la relación que existía
entre ambos. ¿Había una visión unificadora detrás de ambas medidas
jacobinas, creativas y opresivas? ¿Fue el Terror un aspecto independiente, una
excrecencia de su agenda política? ¿O constituyó una parte fundamental del
republicanismo natural y de su programa de regeneración nacional?
Todos los aspectos de la actividad legislativa jacobina, sean estos penales,
civiles o institucionales, parecen haber estado fundados en el mismo referente
de autoridad: la naturaleza. Mientras que el significado de naturaleza y sus
principios resultan obviamente vagos y permanecen abiertos a interpretación
(sin mencionar su posible manipulación), la persistente devoción por la
naturaleza tuvo consecuencias políticas tangibles. Por ejemplo, ofreció a los
jacobinos un considerable margen de acción en los debates con los girondinos
en torno a los fundamentos de la constitución republicana. Este debate, que
sería finalmente resuelto con la ‘purga’ de la Convención entre el 31 de Mayo y
Edelstein, The Terror of Natural Right 13 Traducción: Ismael del
Olmo
el 2 de Junio de 1793, revela cuán cautelosos se mostraban los diputados
montañeses a la hora de entronizar a la voluntad general como fuente de
legitimidad o de rehuir el principio de la soberanía popular directa: “No cansen
al pueblo con su soberanía”, declaraba François Chabot.66 En su lugar, estos
diputados apuntaban a la naturaleza como a una autoridad más segura y
augusta a partir de la cual refundar la nación francesa. Dirigiéndose a la diosa
egipcia de la naturaleza, expuesta en el festival que celebraba la nueva
Constitución, Héraut de Séchelles proclamaba que dicho documento
simplemente expresaba “tus leyes”.67
Por supuesto, la Convención pronto decidiría no poner en práctica esta
Constitución ―de hecho, los jacobinos probablemente tenían resuelto este
curso de acción aún antes de la ratificación del texto constitucional el 10 de
Agosto de 1793. Con la Constitución en vigor deberían haberse convocado
nuevas elecciones, y no existían garantías de que los montañeses pudieran
retener su mayoría. La decisión de suspenderla fue un acto de conveniencia
política, un abuso flagrante de poder. Pero fue también, al mismo tiempo, más
que éso. Algunos jacobinos, particularmente Saint-Just en sus manuscritos no
publicados, cuestionaban la necesidad per se de una constitución. ¿Acaso no
tenía ya Francia su Declaración de Derechos, esa “constitución de todos los
pueblos”, como Chénier y Robespierre la llamaron? De modo elocuente, este
documento en particular nunca fue suspendido: permaneció clavado en los
espacios públicos y considerado ley del país (excepto para aquellos
desafortunados que perdían incluso sus derechos naturales).68 Ya que la
Declaración expresaba las leyes de la naturaleza, ¿qué necesidad había de
aprobar una Constitución? Francia estaba en un ‘estado de naturaleza’ político
desde Agosto de 1792, o eso afirmaban Robespierre y muchos otros; ¿no era
la república en sí misma ‘la forma de gobierno que se encuentra más cercana a
la naturaleza’?69 Si la naturaleza, y no la voluntad general, era la fuente de toda
ley, la Convención existente podía proclamar y hacer ejecutar el derecho
natural tanto o mejor que cualquier otra asamblea.
El argumento trazado en el párrafo anterior no fue enunciado expresamente por
ningún diputado, aún cuando Saint-Just estuvo cerca de explicitarlo en sus
escritos políticos. Se trata de una reconstrucción especulativa, montada a partir
de una variedad de textos e influencias identificables (incluido un tratado
fisiocrático en posesión de Saint-Just), y de la teoría natural-republicana que
había tomado forma en Francia durante el siglo XVIII. Por lo demás, estamos
obligados a recurrir a esta especulación, ya que luego de octubre de 1793 el
Comité de Salvación Pública no tuvo apuro alguno por implementar la
Constitución, aún cuando siguió pareciendo genuinamente interesado en
establecer algún tipo de república y no sólo en gobernar de modo dictatorial. Lo
que los líderes jacobinos proyectaban crear, por difícil que sea determinar este
objetivo, resulta una pieza central en el rompecabezas del Terror.
El capítulo final de este libro es un intento de poner ésta y otras piezas en su
lugar, pero también de sugerir que ‘el Terror’ pudo haber sido en sí mismo una
pieza pequeña en el rompecabezas del republicanismo jacobino. A partir de
fines de febrero de 1794, los informes del Comité de Salvación Pública insisten
en el mismo mensaje: el tiempo del Terror ha terminado; “la orden del día” es
ahora la justicia. Existían obvias ventajas políticas en esta estrategia, que
permitía al Comité desviar la crítica de los indulgents (que exigían el fin del
Edelstein, The Terror of Natural Right 14 Traducción: Ismael del
Olmo
Terror) a la vez que atacar la línea dura de los hebertistas (que buscaban
extender el Terror al terreno económico). Pero también revela que el fenómeno
que solemos asociar con ‘el Terror’ bien pudo haber estado sólo marginalmente
relacionado con el discurso real sobre el terror que se volvió predominante
entre el verano de 1793 y febrero de 1794.70 Institucionalmente hablando, las
bases del ‘Terror’ se colocaron en su totalidad en la primavera de 1793, a
menudo con amplia aprobación de la Convención; la declaración del Terror
como “orden del día” que tuvo lugar en septiembre de 1793 no se vio
acompañada por ninguna transformación legislativa de envergadura. Las
nuevas instituciones introducidas por el Comité de Salvación Pública en la
primavera y el verano de 1794 fueron por su parte presentadas como la
antítesis de las medidas arbitrarias del ‘Terror’. Lo que a menudo consideramos
bajo este rótulo puede simplemente haber sido un aspecto más del
republicanismo natural jacobino.
Pero ¿tenía acaso el Comité de Salvación Pública la intención de fundar una
república? Es posible dudarlo, a juzgar por las declaraciones de sus miembros.
Aunque proclamaron inicialmente el carácter ‘provisional’ del gobierno
revolucionario instituido el 10 de Octubre de 1793, los informes subsiguientes
no daban ninguna pista sobre la fecha en que dicho régimen debía concluir;
para marzo de 1794, cualquier referencia a la posible restauración de la
Constitución había desaparecido. No obstante, existen al menos dos razones
para otorgar cierto grado de confianza a las intenciones del Comité. La primera
es que los teóricos republicanos, de Livio a Rousseau, habían destacado
constantemente la importancia de elegir el momento apropiado para fundar una
república. Precisamente porque la tarea en cuestión era enorme y delicada,
debía procederse con extrema cautela. Sobre todo, la ciudadanía debía ser
instruida para tomar un rol activo en la preservación de la república. Con este
fin, y ésta es la segunda razón para aceptar las afirmaciones del Comité, los
fundadores debían crear o reforzar instituciones públicas. Las instituciones eran
la columna vertebral de la república clásica, y jugaban un rol todavía más
importante para un republicanismo natural que no poseía leyes positivas sobre
las que sostenerse: “hay demasiadas leyes, y muy pocas instituciones civiles”,
se lamentaba Saint-Just.71 A lo largo del invierno y la primavera de 1794, el
Comité creó y promocionó de forma obsesiva instituciones que intentaron a la
vez sostener la virtud cívica e inaugurar una era de justicia en la que las leyes
de la naturaleza fueran las únicas del país. Aunque la teoría jacobina de la
justicia era ‘terrible’ en todos los sentidos de la palabra, el hecho de que el
Comité siguiera adelante con un ambicioso programa de instituciones judiciales
y reformas sugiere que su retórica no era tan sólo un conjunto de palabras
huecas. Podemos dar algún crédito a sus aspiraciones de fundar una república
francesa.
Dos de las instituciones más importantes introducidas por el Comité en el año II
fueron el culto al Ser Supremo, y el tribunal revolucionario reformado. Aunque
más evidente en este último caso, ambas creaciones estaban de hecho
relacionadas con la justicia, como Robespierre explicitó en su discurso del 18
de Floreal (7 de Mayo de 1794). El culto al Ser Supremo debía garantizar que
los ciudadanos franceses obedecieran los mandatos del derecho natural
“grabados en sus corazones”, inculcando en ellos la sensación de que todas
sus acciones estaban siendo observadas. Esta teoría de un mecanismo
Edelstein, The Terror of Natural Right 15 Traducción: Ismael del
Olmo
internalizado de vigilancia resulta todavía más evidente en la iconografía y las
descripciones de los festivales, donde el Ser Supremo (como en
representaciones revolucionarias tempranas y cristianas) era representado
como un ojo desencarnado. Este ojo divino, que podía “leer en nuestros
corazones”, bien puede ser concebido como un ‘panóptico metafísico’.
Esta institución revolucionaria difiere de sus antecedentes cristianos por el
hecho de que el ojo del Ser Supremo no sólo era un concepto metafísico
abstracto, sino que se ‘encarnaba’ en el más sublime de los cuerpos naturales,
el sol. De hecho, extraños indicios de un ‘culto solar’ aparecieron en el libreto e
iconografía de David para el festival parisino.‡ También aquí la identificación
del Ser Supremo con el sol puede encontrarse ya en representaciones
tempranas de la Revolución. También resultaba muy común en el Iluminismo
tardío. Sin embargo, en tanto institución republicana, el simbolismo solar
aumentaba el potencial panóptico del Ser Supremo, y reforzaba la narrativa
sobre la edad dorada propia del naturalismo republicano. De acuerdo con los
principales anticuarios del momento (uno de los cuales, Charles-François
Dupuis, era miembro de la Convención y participaba del comité que reformó el
calendario), la adoración del sol había sido la religión de los primeros humanos,
quienes vivían en paz sin otras leyes que su instinto moral interno.
Ciertamente, el Comité no iba a apostar el destino de la república al éxito de
una institución religiosa, incluso si los teóricos republicanos consideraban que
el miedo a lo divino era un ingrediente crucial en la preservación de la virtud
pública. La justicia debía ser impuesta también en la Tierra: por este motivo, no
debe sorprendernos la presentación de una ley dos días después de la
celebración del festival del Ser Supremo, a partir de la cual los procedimientos
legales del tribunal revolucionario fueron radicalmente racionalizados. Aunque
la ley del 22 Prairial (20 de Junio de 1794) es a menudo considerada como el
clímax sangriento de la paranoia jacobina (el “Gran Terror”), no representó un
giro fundamental o un crescendo en la legislación punitiva del régimen. En su
mayor parte, se trataba de una mera recapitulación de la teoría judicial
defendida por los diputados de la montaña del juicio a Luis XVI en adelante.
Junto con el culto al Ser Supremo, puede ser vista como una pieza clave para
el establecimiento de los fundamentos del sistema judicial de la república
futura.
Instalar la guillotina en el corazón de Arcadia sin dudas pervirtió el mito de la
edad dorada, pero se trató de una exigencia requerida por la explosiva fusión
de republicanismo y derecho natural que caracterizó al discurso político del
Terror y de la república jacobina. Saint-Just estaba siendo premonitorio cuando
afirmaba que “el espíritu con el que se juzgue al rey será idéntico al espíritu con
el que se fundará la república”.72 Desde esta perspectiva, el culto al Ser
Supremo y el tribunal reformado aparecen verdaderamente como imágenes
especulares: mientras que el primero buscaba forzar a los ciudadanos a
atender los preceptos del derecho natural grabado en sus corazones, el
segundo imponía a quienes amenazaban al estado la pena reservada a los que
violaban la ley de la naturaleza ―la muerte, con pocos o con ningún obstáculo
legal; en otras palabras, lo mismo que los montañeses habían pedido para el

‡Se refiere a Jacques-Louis David (1748-1825), influyente pintor de la época, quien


apoyó desde un comienzo el proceso revolucionario de los jacobinos [n. del trad.].
Edelstein, The Terror of Natural Right 16 Traducción: Ismael del
Olmo
rey. Los presuntos crímenes por los cuales un hombre llegaba a convertirse en
un “enemigo del pueblo”, en su mayor parte vinculados a la idea de traición,
poco tenían que ver con la materia del derecho natural. Pero preservar la
república se había convertido en una nueva ley de la naturaleza. Las leyes del
estado se habían naturalizado por completo: Astrea había regresado a la Tierra
bajo el disfraz de Mariana, enfurecida.

NOTAS

1 Dame Nature à la barre de l’Assemblée nationale (Paris: Chez les Marchands de


Nouveautes, 1791), 1; available online at
http://humanities.uchicago.edu/images/DN/contents. html. Unless otherwise
indicated, all translations in this book are my own.
2 See especially Maurice Dommanget, Sylvain Maréchal, l’égalitaire (Paris: Spartacus,

1950). Marechal’s politics and career are discussed in chapter 2.


3 Dieu et les prêtres: fragments d’un poème moral sur Dieu (1781; Paris: Patris, an II

[1793]), 35; available online at http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k20581k.


4 Machiavelli, The Discourses, trans. L. J. Walker and B. Richardson (London:

Penguin, 2003), 1.18; 160. In The Prince, Machiavelli had famously pointed to the need
for “good laws and good arms” to hold on to a state (chap. 12). On the place of the
constitution in classical republicanism, see Quentin Skinner’s observation on how “the
laws relating to the constitution... served to ensure that the common good was
promoted at all times,” in “The Republican Idea of Political Liberty,” in Machiavelli and
Republicanism, ed. Gisele Bock, Quentin Skinner, and Maurizio Viroli (Cambridge:
Cambridge University Press, 1990), 306; see also J. G. A. Pocock, The Machiavellian
Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition (1975;
Princeton: Princeton University Press, 2003), 169 and passim.
5 OEuvres complètes, ed. Michele Duval (Paris: Lebovici, 1984), 922 (hereafter cited as

SJ).
6 Ibid., 950–951.
7 On the distinction between republicanism of the ancients and “classical
republicanism”, see Paul A. Rahe, Republics Ancient and Modern: Classical
Republicanism and the American Revolution (Chapel Hill: University of North Carolina
Press, 1992), and Wilfried Nippel, “Ancient and Modern Republicanism: ‘Mixed
Constitution’ and ‘Ephors,’ ” in The Invention of the Modern Republic, ed. Biancamaria
Fontana (Cambridge: Cambridge University Press, 1994), 6–26. For Constant, see “The
Liberty of Ancients Compared with That of Moderns,” in The Political Writings of
Benjamin Constant, trans. and ed. Biancamaria Fontana (Cambridge: Cambridge
University Press, 1988).
8 Garry Wills, Inventing America: Jefferson’s Declaration of Independence (Garden City,

NJ: Doubleday, 1978), 63; see also Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the
American Revolution (Cambridge: Belknap Press of Harvard University Press, 1967);
and Gordon Wood, The Creation of the American Republic, 1776–1787 (Chapel Hill:
University of North Carolina Press, 1969). For the“liberal” interpretation, see notably
Louis Hartz, The Liberal Tradition in America: An Interpretation of American Political
Thought Since the Revolution (New York: Harcourt, Brace, 1955); and Joyce Appleby,
Liberalism and Republicanism in the Historical Imagination (Cambridge: Harvard
University Press, 1992). For a review of these different currents, see Daniel T. Rodgers,
“Republicanism: The Career of a Concept,” Journal of American History 79, no. 1
(1992): 11–38.
9 See Keith Baker, “Transformations of Classical Republicanism in Eighteenth-Century

France,” Journal of Modern History 73 (2001): 32–53.


10 I discuss the current historiography of the Terror and its opposition to the “political

culture approach” in chapter 3.

Edelstein, The Terror of Natural Right 17 Traducción: Ismael del


Olmo
11 The disparity of my corpus has also led me to adopt a more “semiotic” rather than
strictly linguistic approach to historical analysis, as well as, in some instances, a
quantitative one. This combination of methods is much indebted to William H. Sewell
Jr.’s Logics of History: Social Theory and Social Transformation (Chicago: University of
Chicago Press, 2005).
12 See notably J. G. A. Pocock, “The Concept of a Language and the Métier d’Historien:

Some Considerations on Practice,” in The Languages of Political Theory in Early-Modern


Europe, ed. Anthony Pagden (Cambridge: Cambridge University Press, 1987). In his
more recent work, however, Pocock has himself emphasized the central importance of
narratives, suggesting, for instance, that the history of eighteenth-century philosophy
“is the history of the narratives which historians have been impelled to put together”;
see Narratives of Civil Government, vol. 2 of Barbarism and Religion (Cambridge:
Cambridge University Press, 2001), 6. On the use of keywords in historiography, see
also David A. Bell, The Cult of the Nation in France: Inventing Nationalism, 1680–1800
(Cambridge: Harvard University Press, 2001), 24–35. On the concept of discourse, see
Keith Baker, Inventing the French Revolution (Cambridge: Cambridge University Press,
1990), 5–27.
13 This narrative, of course, is highlighted in the title and argument of Pocock’s

Machiavellian Moment. One could take this narrative analysis one step further and ask
whether Hayden White’s “tropological” theory of historiography, famously outlined in
Metahistory: The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe (Baltimore: Johns
Hopkins University Press, 1975), may not be better suited for political thought. Both
Machiavelli’s republicanism and The Prince, for instance, seem to adhere to the
tragicomic genre: Fortune is always meddling with our affairs, but intelligence and
daring (virtù) can overcome her—until a certain point, when fate wins out in the end.
Rousseau’s second Discourse, by contrast, recounts a classic tragedy of human
society, which is fated to descend into iniquity and corruption. Obviously, not every
political narrative will obey the rules of literary genre, but the parallel seems
promising.
14 I compare these two narratives in chapter 1, with respect to Mably.
15 For instance, Andre Delaporte, in L’idée d’égalité en France au XVIII e siècle (Paris:

PUF, 1987), reads a number of eighteenth-century authors through the prism of the
golden age myth; like many French scholars, however, his methodology is derived from
the work of Mircea Eliade and Carl Jung, and his observations are much more
oriented toward ancient wisdom than toward political theory or history. For a similar
effort, see Raoul Girardet, Mythes et mythologies politiques (Paris: Seuil, 1986). I
propose a different approach to the study of modern myths in“Editors’ Preface:
Mythomanies,” with Bettina Lerner, Yale French Studies 111 (2007): 1–4.
16 I am borrowing the concept of a “naturalized” myth from Roland Barthes,

Mythologies, trans. Annette Lavers (1957; New York: Hill and Wang, 1984), 129.
17 This pragmatic understanding of myth is deeply indebted to Georges Sorel’s

Reflections on Violence, ed. and trans. Jeremy Jennings (Cambridge: Cambridge


University Press, 1999), esp. 20–29. I discuss Sorel’s definition in greater detail in “The
Birth of Ideology from the Spirit of Myth: Georges Sorel among the Idéologues,” in The
Re-enchantement of the World: Secular Magic in a Rational Age, ed. Joshua Landy and
Michael Saler (Stanford: Stanford University Press, 2009).
18 Gabriel Bonnot de Mably, Des droits et des devoirs du citoyen (Paris: Kell, 1789), 73.
19 See Durand Echeverria, The Maupeou Revolution: A Study in the History of

Libertarianism (France, 1770–1774) (Baton Rouge: Louisiana State University Press,


1985), 67–69.
20 For a helpful overview of the concept of imperium in early-modern political thought,

see Anthony Pagden, Lords of All the World: Ideologies of Empire in Spain, Britain and
France, c. 1500–c. 1800 (New Haven: Yale University Press, 1995). On France more
specifically, see Donald R. Kelley, Foundations of Modern Historical Scholarship:
Language, Law, and History in the French Renaissance (New York: Columbia
University Press, 1970); by the same author, see also “Law”; and by Julian H.
Franklin, Sovereignty and the Mixed Constitution: Bodin and His Critics,” in The

Edelstein, The Terror of Natural Right 18 Traducción: Ismael del


Olmo
Cambridge History of Political Thought, 1450–1700, ed. J. H. Burns and Mark Goldie
(Cambridge: Cambridge University Press, 1991). Bodin, for instance, always spoke in
one breath of “la loy de Dieu et de nature” in Les Six livres de la république, but did
not elaborate on the potential conflict between this divine natural law and the will of
the sovereign. For the relevant passages, see On Sovereignty, trans. Julian H. Franklin
(Cambridge: Cambridge University Press, 1992). For an overview of French-language
natural right theories in eighteenth-century France, see Robert Derathe, Jean-Jacques
Rousseau et la science politique de son temps (1950; Paris: Vrin, 1970); on French legal
training, see David A. Bell, Lawyers and Citizens: The Making of a Political Elite in Old
Regime France (Oxford: Oxford University Press, 1994).
21 Barbeyrac’s best-known translations are his editions of Pufendorf’s Le droit de la

nature et des gens (Amsterdam: n.p., 1706) and Les devoirs de l’homme et du citoyen
(Amsterdam: H. Schelte, 1707), and his later edition of Grotius’s Le droit de la guerre
et de la paix (Amsterdam: P. de Coup, 1724). Barbeyrac’s extensive, often critical,
footnotes presented to his readers a much more liberal version of natural right,
derived from Locke, whose ideas his commentaries contributed to disseminate in
France. Burlamaqui’s (equally Lockean) textbooks were published beginning in 1747;
see in particular his Principes du droit naturel (Geneva: Barrillot, 1747) and his
Principes du droit politique (Amsterdam: Zacharie Chatelain, 1751). On both these
authors, see Derathe, Jean-Jacques Rousseau et la science politique, and, on
Burlamaqui’s meddling in Genevan politics, Helena Rosenblatt, Rousseau and Geneva:
From the First Discourse to The Social Contract, 1749–1762 (Cambridge: Cambridge
University Press, 1997).
22 Maximilien Robespierre, “Pour Marie Somerville,” in OEuvres de Maximilien

Robespierre, ed. Societe des etudes robespierristes (1913; Ivry: Phenix editions, 2000),
2:344 (hereafter cited as Rob.). The law of nations was brandished here against the
“barbarous people” (338) living in a “savage land” (343) of France who had imprisoned
a widow for debts: clearly a case of “indignant humanity” (339)! Thankfully, “Europe is
not populated by savage hordes” (388). On the relation between the droit des gens, or
law of nations, and natural right, see the prologue.
23 This reformist current could also be described as neo-Stoic: Michael Sonenscher, in

Before the Deluge: Public Debt, Inequality, and the Intellectual Origins of the French
Revolution (Princeton: Princeton University Press, 2007), noted the importance of Stoic
principles in Physiocratic thought. Robespierre similarly declared, in his own “study”
of the Revolution’s origins, that “stoicism preserved the honor of human nature”; see
“Sur les rapports des idees religieuses et morales avec les principes republicaines, et
sur les fetes nationales,” 18 floreal an II (May 7, 1794), Rob., 10:454.
24 Rosenblatt, Rousseau and Geneva, demonstrates, for instance, how natural right (in

the figure of no less than Burlamaqui) was closely associated with patrician
arguments against the bourgeoisie.
25 There is a growing bibliography on French republicanism in the Old Regime. See

notably Franco Venturi, Utopia and Reform in the Enlightenment (Cambridge:


Cambridge University Press, 1 971); Luciano Guerci, Libertà degli antichi e libertà dei
moderni: Sparta, Atene e i “philosophes” nella Francia del Settecento (Naples: Guida, 1
979); Claude Nicolet, L’idée républicaine en France (Paris: Gallimard, 1 982); Blandine
Barret-Kriegel, La république incertaine (Paris: PUF, 1 988); Keith Michael Baker,
Inventing the French Revolution, and, by the same author, “Transformations of
Classical Republicanism”; Francois Furet and Mona Ozouf, eds., Le siècle de
l’avènement républicain (Paris: Gallimard, 1 993); Fontana, ed., Invention of the Modern
Republic; Mark Hulliung, The Autocritique of the Enlightenment (Cambridge: Harvard U
niversity Press, 1994); Eric Gojosso, Le concept de la république en France (XVI e–XVIII
e siècle) (Marseilles: Presses Universitaires d’Aix-Marseille, 1 998); Johnson Kent
Wright, A Classical Republican in Eighteenth-Century France: The Political Thought of
Mably (Stanford: Stanford U niversity Press, 1997), and “Republicanisme et lumieres,”
in Dictionnaire critique de la République, ed. Vincent Duclert and Christophe
Prochasson (Paris: Flammarion, 2 002); Richard Whatmore, Republicanism and the
French Revolution: An Intellectual History of Jean-Baptiste Say’s Political Economy

Edelstein, The Terror of Natural Right 19 Traducción: Ismael del


Olmo
(Oxford: Oxford University Press, 2 000); D avid A. Bell, “National Character and
Republican Imagination,” in Cult of the Nation; and various articles in Republicanism:
A Shared European Heritage, ed. Martin van Gelderen and Quentin Skinner
(Cambridge: Cambridge University Press, 2 002).
26 On French translations of English republicanism, see especially Baker,
“Transformations of Classical Republicanism,” and Rachel Hammersley, French
Revolutionaries and English Republicans: The Cordeliers Club, 1790–1794 (Rochester,
NY: Boydell Press, 2005); see also Michael Sonenscher, Work and Wages: Natural Law,
Politics, and the Eighteenth-Century French Trades (Cambridge: Cambridge University
Press, 1989), 337 and passim. In a subsequent article, Sonenscher quotes an
illuminating passage from Burke’s Letters on a Regicide describing French “diplomatic
politicians”: “They had continually in their hands the Observations of Machiavel on
Livy. They had Montesquieu’s Grandeur et Décadence des Romains as a manual”; see
“Republicanism, State Finances and the Emergence of Commercial Society in
Eighteenth-Century France—or from Royal to Ancient Republicanism and Back,” in
Republicanism: A Shared European Heritage, 2:277. On Machiavelli’s influence in
eighteenth-century France, see Albert Cherel’s (rather dated) La pensée de Machiavel
en France (Paris: L’Artisan du livre, 1935); Robert Shackleton, “Montesquieu and
Machiavelli: A Reappraisal,” Comparative Literature Studies 1 (1964): 1–13; and Jacob
Soll, Publishing “The Prince”: History, Reading, and the Birth of Political Criticism (Ann
Arbor: University of Michigan Press, 2005).
27 Elena Russo, Styles of Enlightenment: Taste, Politics, and Authorship in Eighteenth-

Century France (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 2007), esp. 16–26. On
neoclassicism in painting, see notably Thomas Crow, Emulation: David, Drouais, and
Girodet in the Art of Revolutionary France (New Haven: Yale University Press, 2006).
28 Baker, “Transformations of Classical Republicanism,” 34.
29 Ibid., 36.
30 For Kant, see “Perpetual Peace,” trans. Lewis White Beck, in On History, ed. Beck

(Upper Saddle River, NJ: Prentice Hall, 2001), 95–96. In The Social Contract (2.6),
Rousseau defined the republic as “tout Etat regi par des loix, sous quelque forme
d’administration que ce puisse etre” (“any state governed by laws, regardless of its
administration”) (OEuvres complètes, ed. Bernard Gagnebin and Marcel Raymond
[Paris: Gallimard/Pleiade, 1959–95], 3:379). For examples of this distinction in
revolutionary France, see Raymonde Monnier, “Republicanisme et revolution
francaise,” French Historical Studies 26, no. 1 (2003): 104–5. Gareth Stedman Jones
suggests that another source for Kant was a 1791 article by Sieyes; see “Kant, the
French Revolution, and the Republic,” in Invention of the Modern Republic, 155.
31 See Bell, Cult of the Nation, 140–68; Marisa Linton, The Politics of Virtue in

Enlightenment France (New York: Palgrave, 2001); Jay M. Smith, Nobility Reimagined:
The Patriotic Nation in Eighteenth-Century France (Ithaca: Cornell University Press,
2005); and John Shovlin, The Political Economy of Virtue: Luxury, Patriotism, and the
Origins of the French Revolution (Ithaca: Cornell University Press, 2006).
32 Both of whom were in contact with Bolingbroke and echoed the sentiments of his

“country” ideology; see Isaac Kramnick, Bolingbroke and His Circle: The Politics of
Nostalgia in the Age of Walpole (Cambridge: Harvard University Press, 1968), 150–52;
see also Harold Ellis, Boulainvilliers and the French Monarchy: Aristocratic Politics in
Early Eighteenth-Century France (Ithaca: Cornell University Press, 1988); and Kent
Wright, “The Idea of a Republican Constitution in Old Regime France,” Republicanism:
A Shared European Heritage. On Bolingbroke and “country” ideology, see Pocock,
Machiavellian Moment, 478–86 and passim. On the “Real Whig” current of
republicanism, see Caroline Robbins, The Eighteenth-Century Commonwealthman
(Cambridge: Harvard University Press, 1959).
33 See, for instance, the “Conclusion” to his Mémoire des pensées et sentiments, in

Oeuvres complètes, ed. Jean Deprun, Roland Desne, and Albert Soboul (Paris:
Anthropos, 1970–72), 3:127–70.
34 See notably Hammersley, French Revolutionaries and English Republicans ; and

Monnier, “Republicanisme et revolution francaise.”

Edelstein, The Terror of Natural Right 20 Traducción: Ismael del


Olmo
35 The following paragraphs outline the argument developed in chapter 1.
36 Contractualism was a core element in natural right theories going back to Grotius;
see most recently Victoria Kahn, Wayward Contracts: The Crisis of Political Obligation
in England, 1640–1674 (Princeton: Princeton University Press, 2004). It was not
antithetical to the theory of natural sociability (as Pufendorf demonstrated), but the
two are generally found separately (as with Hobbes and Rousseau). In a different
mode, contractualism also featured centrally in French constitutionalist discourse;
see, for instance, Colin Jones, The Great Nation: France from Louis XV to Napoleon
(London: Penguin, 2002), 10, 105.
37 Hesiod, The Works and Days, trans. Richard Lattimore (Ann Arbor: University of

Michigan Press, 1970), 31. On Hesiod’s version of the myth (which interrupts the
steady decline with a heroic age, between those of bronze and iron), see Jean Pierre
Vernant, Mythe et pensée chez les Grecs (Paris: Maspero, 1965). On the golden age
myth in classical antiquity, see notably Harry Levin, The Myth of the Golden Age in the
Renaissance (Bloomington: Indiana University Press, 1969), 3–31; Jean-Paul Brisson,
Rome et l’âge d’or: de Catulle à Ovide, vie et mort d’un mythe (Paris: La Decouverte,
1992); and Jacques Poirier, ed., L’âge d’or (Dijon: Figures libres, 1996).
38 Vid, “Aurea prima sata est aetas, quae vindice nullo, / sponte sua, sine lege fidem

rectumque colebat,” Metamorphoses, I, lines 89–90. For the syllabus used in most
collèges, see Harold Parker, The Cult of Antiquity and the French Revolutionaries: A
Study in the Development of the Revolutionary Spirit (Chicago: University of Chicago
Press, 1937); and L. W. B. Brockliss, French Higher Education in the Seventeenth and
Eighteenth Centuries: A Cultural History (Oxford: Clarendon Press, 1987).
39 The oft-quoted line in Virgil is iam redit et Virgo, redeunt Saturnia regna. On this

Eclogue, which was later interpreted as a Christian prophecy, see notably H.


Mattingly, “Virgil’s Golden Age: Sixth Aeneid and Fourth Eclogue,” Classical Review
48, no. 5 (1934): 161–65.
40 See, for instance, Chester G. Starr, “Virgil’s Acceptance of Octavian,” American

Journal of Philology 76, no. 1 (1955): 34–46. Both of these Virgilian texts also figured
on nearly every collège syllabus.
41 See Levin, Myth of the Golden Age; and Frances A. Yates, Astraea: The Imperial

Theme in the Sixteenth Century (London: Routledge & K. Paul, 1975).


42 See Ernst Curtius, European Literature and the Latin Middle Ages, trans. Willard R.

Trask (Princeton: Princeton University Press, 1990). For a canonical example, see
Guillaume de Lorris and Jean de Meun, Le roman de la rose, ed. Armand Struebel
(Paris: Libraire Generale Francaise, 1992), notably vv. 13879–970. This romance was
republished in the eighteenth century by N. Lenglet du Fresnoy: Le Roman de la
Rose... (Paris: Vve Pissot, 1735). For the early modern period, see Levin, Myth of the
Golden Age; and Jean-Pierre van Elslande, L’imaginaire pastoral du XVII e siècle (Paris:
PUF, 1999). The chief example of this Arcadian mode is Honore d’Urfe’s multivolume
novel L’Astrée (1607–25).
43 For further details and references pertaining to this paragraph, see chapter 2.
44 Keith Baker, “Enlightenment and the Institution of Society: Notes for a Conceptual

History,” Main Trends in Cultural History, ed. Willem Melching and Wyger Velema
(Amsterdam: Rodopi, 1994), esp. 119–20; see also Brian Singer, Society, Theory, and
the French Revolution: Studies in the Revolutionary Imaginary (Basingstoke: Macmillan,
1986); Margaret C. Jacob, Living the Enlightenment: Freemasonry and Politics in
Eighteenth-Century Europe (Oxford: Oxford University Press, 1991); and Daniel
Gordon, Citizens without Sovereignty: Equality and Sociability in French Thought, 1670–
1789 (Princeton: Princeton University Press, 1994). As Pierre Manent argued in An
Intellectual History of Liberalism, trans. Rebecca Balinski (Princeton: Princeton
University Press, 1994), the separation of society from the state in the eighteenth
century was also the founding act of liberalism. As such, this depoliticization also
provides the ground for Carl Schmitt’s critique of liberalism; see Political Theology:
Four Chapters on the Concept of Sovereignty, trans. George Schwab (Chicago:
University of Chicago Press, 2005). For Paine, see Common Sense (Mineola: Dover,
1997), 2–3. For Saint-Just, see chapter 4.

Edelstein, The Terror of Natural Right 21 Traducción: Ismael del


Olmo
45 Throughout this book, I use the expression “natural right” (without a definite article)
to refer to the corpus and theory of both natural laws and rights. The two principal
components of this corpus are natural laws and natural rights the latter not to be
confused with “natural right” as a whole.
46 See, for instance, “For the Lawes of Nature... (in summe, doing to others as wee

would be done to), of themselves, without the terrour of some Power to cause them to
be observed, are contrary to our naturall Passions . . . And Covenants, without the
Sword, are but Words and of no strength to secure a man at all. Therefore,
notwithstanding the Lawes of Nature (which every one hath then kept, when he has
the will to keep them, when he can do it safely), if there be no Power erected . . . every
man will and may lawfully rely on his own strength and art, for caution against all
other men,” Leviathan, ed. C. B. Macpherson (London: Penguin, 1985), chap. 17; 223–
24. The other quote is from chap. 14.
47 As Hobbes remarks, “The Right of Nature, that is, the naturall Liberty of Man, may

by the Civill Law be abridged, and restrained: nay, the end of making Lawes, is no
other, but such Restraint . . . Law was brought into the world for nothing else, but to
limit the naturall liberty of particular men,” Leviathan, 26, 315.
48 As we will see, Hobbes was following here the Spanish jurist Francisco de Vitoria;

see Richard Tuck, The Rights of War and Peace: Political Thought and the International
Order from Grotius to Kant (Oxford: Oxford University Press, 1999).
49 John Dunn remarks that for Locke, “The state of nature . . . is a jural condition and

the law which covers it is the theologically based law of nature,” The Political Thought
of John Locke (Cambridge: Cambridge University Press, 1969), 106.
50 Second Treatise, in Two Treatises of Government (1690), ed. Peter Laslett

(Cambridge: Cambridge University Press, 1988), §8. As Dunn notes, for Locke, such
offenders “no longer have any rights at all against other men,” Political Thought of John
Locke, 108.
51 See especially Anthony Pagden, The Fall of Natural Man: The American Indian and

the Origins of Comparative Ethnology (Cambridge: Cambridge University Press, 1987);


see also
Richard Waswo, “The Formation of Natural Law to Justify Colonialism, 1539–1689,”
New
Literary History 27, no. 4 (1996): 743–59.
52 On Locke’s own entanglement in colonial matters, see, for instance, Barbara Arneil,

“Trade, Plantations, and Property: John Locke and the Economic Defense of
Colonialism,” Journal of the History of Ideas 55, no. 4 (1994): 591–609. On the
transition from medieval to early-modern natural right theories, see Brian Tierney, The
Idea of Natural Rights: Studies on Natural Rights, Natural Law, and Church Law, 1150–
1625 (Atlanta: Scholars Press, 1997).
53 Correspondance Politique de l’Europe: Ouvrage Périodique par une Société de Gens

de Lettres, 3 (Brussels: n.p., 1780), 52.


54 I discuss the place of the king’s trial in the evolution of Jacobin thought in chapter

3.
55 “Discours sur le jugement de Louis XVI,” November 13, 1792; SJ, 378.
56 SJ, 379.
57 Didier Thirion, speech against the king, in Archives parlementaires de 1787 à 1860,

ed. M. J. Mavidal et al. (Paris: Librairie administrative de P. Dupont, 1862–1913),


54:334.
58 See, respectively, Jean Debry’s December 24, 1792, draft bill (AP, 55:384) and the

March 19 decree (AP, 60:331), and the discussion in chapter 3.


59 Marc Bouloiseau, The Jacobin Republic, 1792–1794, trans. Jonathan Mandelbaum

(Cambridge and Paris: Cambridge University Press/Maison des sciences de l’homme,


1983), 211.
60 Speech to the Convention on March 27, 1793; AP, 60:605.
61 In a different context, see Bruce Ackerman, Before the Next Attack: Preserving Civil

Liberties in an Age of Terrorism (New Haven: Yale University Press, 2007).


62 On this law and the “Great Terror” more generally, see chapter 5.

Edelstein, The Terror of Natural Right 22 Traducción: Ismael del


Olmo
63 For Barere’s decree, see his 7 prairial an II (26/5/94) speech, Histoire parlementaire
de la Révolution française, ou Journal des assemblées nationales depuis 1789 jusqu’en
1815, ed. P. J. B. Buchez and P. C. Roux (Paris: Paulin, 1834–38), 30:91–127; see also
Sophie Wahnich and Marc Belissa, “Les crimes des Anglais: trahir le droit,” AHRF 300
(1995): 233–48; and my “War and Terror: The Law of Nations from Grotius to the
French Revolution,” French Historical Studies 31, no. 2 (2008): 229 62. This law was
generally ignored by military commanders. For Couthon, see the report in
Réimpression de l’ancien Moniteur . . . (Paris: Plon, 1861), 20:694–97, and chapter 5.
64 In this regard, attempts to analyze the Terror in terms of Giorgio Agamben’s concept

of homo sacer are unfounded, as I argue in chapter 3.


65 See notably Isser Woloch, The New Regime: Transformations of the French Civic

Order, 1789–1815 (New York: Norton, 1994).


66 AP, 64:163.
67 On this festival and the 1793 Constitution, see chapter 4.
68 See Bronislaw Bazcko, “The Terror before the Terror?” in The Terror, ed. Keith

Baker, vol. 4 of The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture
(Oxford: Pergamon Press, 1987–94).
69 Simeon Bonnesoeur-Bourginiere, speech to the Convention, December 6, 1792; AP,

54:118.
70 On this discourse, see Jacques Guilhaumou, “‘La terreur a l’ordre du jour’: un

parcours en revolution (1793–1794),” Revolution Francaise.net, Mots (January 2 007),


http://revolutionfrancaise.net/2007/01/06/94-la-terreur-alordre-du-jour-un
parcours-en-revolution-juillet-1793-mars-1794.
71 Fragments des Institutions républicaines, in SJ, 976.
72 SJ, 380.

Edelstein, The Terror of Natural Right 23 Traducción: Ismael del


Olmo

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