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Objetos Sólidos

Virginia Woolf (Inglaterra)

Lo único que se movía sobre el vasto semicírculo de la playa era una pequeña mancha
negra. A medida que se acercaba al esqueleto de la barca sardinera varada en la arena,
cierta tenuidad en su negrura dejó ver que la mancha en cuestión poseía cuatro piernas;
y poco a poco resultó evidente que estaba compuesta por dos hombres jóvenes. Aun así,
con su silueta recortada contra la arena, había en ellos una inconfundible vitalidad; un
indescriptible vigor en el avance y el retroceso de los cuerpos que, si bien era leve,
revelaba que una violenta discusión surgía de las diminutas bocas de aquellas dos
cabezas. Esto quedaba corroborado, al mirar con más atención, por las constantes
embestidas de un bastón situado a la derecha. «¿Intentas decirme...? ¿De verdad
piensas...?», esto parecía afirmar el bastón que avanzaba del lado de las olas trazando
largas líneas rectas en la arena.
-¡Al diablo la política! -emitió claramente el cuerpo de la izquierda, y mientras se
pronunciaban estas pala-bras, las bocas, las narices, las barbillas, los bigotitos, las
gorras de tweed, las botas toscas, los abrigos de caza y los calcetines de rombos de los
dos hablantes se volvieron cada vez más nítidos; el humo de sus pipas ascendía por el
aire; no había nada tan sólido, tan vivo, tan intenso, rojo, hirsuto y viril como estos dos
cuerpos en millas y millas a la redonda de mar y dunas.
Se sentaron en la arena junto al esqueleto de la negra barca sardinera. Ya sabéis que el
cuerpo parece relajarse al dar por concluida una discusión, y pedir disculpas por haberse
exaltado, aplacándose y expresando con la laxitud de su postura su disposición a
ocuparse de algo nuevo... cualquier cosa, lo primero que encuentre a mano. Por eso
Charles, que había azotado la playa con su bastón durante más o menos media milla,
comenzó a tirar fragmentos de pizarra sobre la superficie del agua, y John, que había
exclamado «¡Al diablo la política!», comenzó a escarbar con los dedos en la arena.
Hundió la mano más allá de la muñeca, lo cual le obligó a subirse ligeramente la manga,
y sus ojos perdieron su intensidad o, mejor dicho, ese trasfondo de reflexión y
experiencia que confiere a los ojos de los adultos una profundidad inescrutable
despareció, dejando sólo esa superficie clara y transparente que no expresa sino
asombro y que se ve en los ojos de los niños de corta edad. Sin duda alguna el hecho de
escarbar en la arena tenía algo que ver con todo esto. Recordó que, después de cavar
durante un rato, el agua rezuma alrededor de las puntas de los dedos; el hoyo se
convierte entonces en un foso; en un pozo; en un manantial; en un canal secreto que
llega hasta el mar. Mientras decidía en cuál de estas cosas iba a convertirlo, sin dejar de
trabajar con los dedos en el agua, éstos tropezaron con un objeto duro -un trozo de
materia sólida- y poco a poco desenterraron un gran frag-mento irregular y lo sacaron a
la superficie. Una vez eliminada la capa de arena que lo cubría se apreció un tono verde.
Era un trozo de cristal, tan grueso que resultaba casi opaco. El mar lo había pulido por
completo, privándolo de toda arista y toda forma, de tal manera que resultaba imposible
decir si había sido botella, vaso o cristal de ventana. No era más que un trozo de vidrio;
era casi una piedra preciosa. Bastaba con engastarlo en una montura de oro o ensartarlo
en un alambre para transformarlo en una joya;
 en un colgante o un reflejo ver-
de y apagado en un dedo. Tal vez, a fin de cuentas, fuese una auténtica gema; tal vez
perteneció a una triste princesa que deslizaba la mano por el agua sentada en la popa de
la embarcación y escuchaba el canto de los esclavos que la transportaban por la bahía a
golpe de remo. O tal vez las tablas de roble de un cofre isabelino hundido y repleto de
tesoros se habían roto y, tras rodar y rodar, rodar y rodar, sus esmeraldas habían llegado
finalmente a la playa. John dio la vuelta al cristal; lo puso a contraluz; lo sujetó de modo
que su masa irregular ocultó el cuerpo de su amigo y su brazo derecho extendido. El
verde se aclaraba y oscurecía ligeramente, según se pusiera el cristal contra el cielo o
contra el cuerpo. A John le gustaba; le intrigaba; era un objeto tan duro, tan compacto,
tan definido, en comparación con el mar vago y la costa brumosa.
Entonces le interrumpió un suspiro... profundo, definitivo, que le hizo tomar conciencia
de que su amigo Charles había tirado ya todas las piedrecitas que tenía a su alcance, o
bien que había llegado a la conclusión de que no valía la pena tirarlas. Se comieron los
bocadillos sentados el uno junto al otro. Hecho ésto, y tras haberse sacudido y puesto en
pie, John cogió el trozo de cristal y lo observó en silencio. Charles también lo miró.
Pero entonces descubrió que no era plano y, cargando su pipa, dijo con esa energía con
que se pone fin a una cadena de pensamientos absurdos: -Volviendo a lo que decía...
No vio, o si lo vio apenas reparó en ello, que John, tras observar el cristal un momento,
como si dudase, se lo guardó en el bolsillo. Este impulso podría haber sido el mismo
que mueve a un niño a recoger una piedra en un camino, prometiéndole una vida cálida
y segura sobre la repisa de la chimenea del cuarto de los niños, deleitándose en la
sensación de poder y benevolencia que tal acción proporciona, y creyendo que el
corazón de la piedra brinca de alegría al verse escogida entre un millón de piedras
iguales a ella para gozar de esta dicha en lugar de pasar la vida expuesta al frío y a la
humedad del camino. «¡Podría haber sido cualquier otra entre todos los millones de
piedras, pero fui yo, yo, yo!»
Tanto si fue éste como si no el pensamiento que ocupó la mente de John, lo cierto es
que el trozo de cristal encontró su lugar en la repisa de la chimenea, sobre un montón de
facturas y cartas, y no sólo sirvió como excelente pisapapeles, sino que también se
convirtió en un punto sobre el cual la mirada del joven se detenía de manera natural
cuando apartaba la vista de su lectura. Al ser observado una y otra vez de manera
inconsciente por una mente ocupada en cualquier otro pensamiento, cualquier objeto se
mezcla tan profundamente con la materia del pensamiento que pierde su forma real y se
recompone de un modo distinto, convirtiéndose en una forma ideal que visita nuestra
mente cuando menos lo esperamos. Y fue así como John comenzó a sentirse atraído por
los escaparates de las tiendas de regalos cuando iba por la calle, simplemente porque
veía algo que le recordaba al trozo de cristal. Cualquier cosa, con tal de que fuese un
objeto más o menos redondeado, acaso con una llama agonizante profundamente
hundida en su masa, cual-quier cosa -porcelana, cristal, ámbar, roca, mármol-, hasta el
suave huevo ovalado de un ave prehistórica, le servía. Adquirió también la costumbre
de andar con la mirada fija en el suelo, sobre todo cuando se acercaba a los solares
donde se acumula la basura doméstica. Era frecuente encontrar en ellos tales objetos...
arrojados, inservibles, informes, desechados. En pocos meses reunió cuatro o cinco
ejemplares que ocuparon su lugar en la repisa de la chimenea. Además, eran útiles, pues
un hombre que aspira a un escaño en el Parlamento y está a punto de iniciar una
brillante carrera debe mantener en orden cierto número de papeles: direcciones de
electores, declaraciones políticas, peticiones de suscripciones, invitaciones a cenas, etc.
Cierto día, al salir de su despacho en el Colegio de Abogados de Londres para coger un
tren con la intención de participar en un acto electoral, sus ojos descubrieron un curioso
objeto que yacía medio oculto en una de esas pequeñas franjas de césped que rodean la
entra-da de los grandes edificios oficiales. No acertaba sino a tocarlo con la punta del
bastón a través de la verja; pero veía que era un fragmento de porcelana de forma
sumamente curiosa, más parecido a una estrella de mar que a ninguna otra cosa...
tallado, o roto accidentalmente, en cinco puntas irregulares pero inconfundibles. Su tono
era predominantemente azul, pero una especie de vetas o manchas cubrían el azul, y
unas líneas de color carmesí le conferían una suntuosidad y un lustre de lo más
atractivo. John estaba decidido a poseer aquel objeto; pero cuanto más lo empujaba con
el bastón, más lo alejaba de sí. Finalmente se vio obligado a volver a su despacho e
improvisar un aro de alambre sujeto a la punta del bastón, con el cual, a fuerza de gran
cuidado y habilidad, consiguió situar el trozo de porcelana al alcance de la mano. Al
cogerlo lanzó una exclamación triunfal. En ese momento el reloj daba la hora. Era
evidente que ya no llegaba a su cita. El acto se celebró sin él. Pero, ¿cómo se había roto
el trozo de porcelana de una forma tan curiosa? Tras examinarlo atentamente no le cupo
duda de que la forma de estrella era accidental -lo cual resultaba aún más extraño- y
pensó que era poco probable que hubiese otro igual. Colocado en la repisa de la
chimenea, en el extremo opuesto a donde se encontraba el trozo de cristal que
desenterrara de la arena, el fragmento de porcelana parecía una criatura de otro mundo,
extraña y fantástica como un arlequín. Parecía hacer piruetas en el espacio, parpadeando
como una estrella temblorosa. El contraste que se creaba entre la porcelana, tan viva y
vigilante, y el cristal, tan mudo y contemplativo, le fascinaba, y se preguntaba con
asombro cómo era posible que los dos objetos hubiesen llegado a existir en el mismo
mundo y, lo que es más, a encontrarse en la misma y estrecha repisa de mármol de la
misma habitación. La pregunta quedó sin respuesta.
Comenzó entonces a frecuentar esos lugares donde abunda la porcelana rota, tales como
descampados junto a las vías férreas, solares de casas derribadas y pueblos de los
alrededores de Londres. Pero los objetos de porcelana rara vez se arrojan desde grandes
alturas; éste es uno de los actos humanos menos frecuentes. Deben coincidir por una
parte una casa muy alta y por otra una mujer de impulsos tan irrefrenables y carácter tan
apasionado como para arrojar sus jarrones o sus floreros por la ventana sin preguntarse
si hay alguien debajo. No era difícil encontrar porcelona rota en abundancia, pero rota
en accidentes domésticos sin importancia, sin intención, sin carácter. A medida que fue
ahondando en la cuestión se asombraba cada vez más ante la inmensa variedad de
formas que cabía encontrar sólo en Londres, y hallaba aún más causa de asombro y
especulación en las diferencias de calidades y formas. Se llevaba a casa los mejores
ejemplares y los colocaba en la repisa de la chimenea, donde, sin embargo, su función
era cada vez más ornamental, pues los papeles necesitados de un peso para mantenerse
en su sitio eran cada vez más escasos.
Descuidaba sus obligaciones o las despachaba distraídamente, y cuando recibía visitas
de sus electores, éstos quedaban negativamente impresionados por el aspecto que
ofrecía la repisa de su chimenea. El caso es que no fue elegido para representarlos en el
Parlamento y su amigo Charles, que se lo tomó muy a pecho y corrió a manifestarle su
condolencia, lo encontró tan poco abatido por el desastre que llegó a suponer que el
asunto era demasiado grave como para asimilarlo de repente.
Lo cierto es que ese día John había ido al municipio de Barnes y allí, debajo de una
aulaga, había encontrado un curioso trozo de hierro. Era casi idéntico al cristal en
cuanto a su forma, compacto y esférico, pero tan frío y pesado, tan negro y metálico que
era evidentemente ajeno a la tierra y tenía su origen en alguna estrella muerta o bien
eran los restos de algún satélite. El bolsillo se hundía bajo su peso; la repisa de la
chimenea se hundía bajo su peso; irradiaba frío. Y pese a todo, el meteorito reposaba en
el mismo lugar que el trozo de cristal y la porcelana en forma de estrella.
Mientras su mirada vagaba de un objeto a otro, el jóse sentía atormentado por la
necesidad de poseer objetos que llegasen a superar incluso a aquéllos. Se entregó a la
búsqueda con más y más afán. De no haber estado consumido por la ambición y
convencido de que algún día hallaría su recompensa en algún montón de basura, las
desilusiones sufridas, por no hablar de la fatiga y las burlas de que era objeto, le habrían
obligado a abandonar su empeño. Provisto de una bolsa y un largo bastón en el que
había acoplado un gancho adaptable, registraba los depósitos de tierra; hurgaba entre la
maleza; rebuscaba en los callejones y en los espacios entre los muros, donde sabía que
encontraría ese tipo de objetos desechados. Los desengaños se multiplicaban a medida
que su criterio se volvía más estricto y su gusto más severo, pero siempre había un
destello de esperanza, un trozo de porcelana o cristal rotos de forma curiosa que le
incitaban a seguir. Pasaron los días. Ya no era joven. Su carrera -es decir, su carrera
política- pertenecía ya al pasado. La gente dejó de visitarlo. Era demasiado silencioso
como para que valiese la pena invitarlo a cenar. Jamás habló con nadie de sus serias
ambiciones; a juzgar por cómo se comportaban los demás, estaba claro que no lo
entendían.
Entonces  se  recostó  en  su  sillón y observó cómo Charles levantaba las piedras de la
repisa de la chimena una docena de veces y volvía a colocarlas enfáticamente para
subrayar lo que estaba diciendo sobre la conducta del gobierno, pero sin reparar para
nada en su existencia. -¿Cuál fue la verdad de todo esto, John? -preguntó Charles de
pronto, volviéndose hacia él-. ¿Qué te hizo renunciar de ese modo tan repentino? -Yo no
he renunciado -replicó John. -Pero ahora no tienes la menor posibilidad -dijo Charles
bruscamente.
-No estoy de acuerdo contigo -dijo John con convicción. Charles lo miró y se sintió
profundamente incó-modo; las más extraordinarias dudas se apoderaron de él; tenía la
extraña sensación de que hablaban de cosas distintas. Miró a su alrededor buscando
alivio a su terrible desánimo, pero el desorden que reinaba en la habitación le deprimió
aún más. ¿Qué hacían aquel bastón y aquella bolsa vieja colgados en la pared? ¿Y todas
esas piedras? Al mirar de nuevo a John advirtió en su expresión algo fijo y distante que
le asustó. Sabía perfectamente que su mera aparición en cualquier tribuna pública estaba
totalmente fuera de lugar.
-Bonitas piedras -dijo lo más alegremente que pudo; y añadiendo que tenía una cita,
dejó a John... para siempre.

Virginia Woolf (Inglaterra)

Breve reseña sobre su obra

Escritora británica nacida en Londres en 1882. Hija del novelista e historiador Sir Leslie
Stephen, fue educada por sus padres en un entorno lleno de influencias de la sociedad
literaria victoriana.
Durante el período de entreguerras, fue una figura significativa en la sociedad literaria
de Londres, miembro del grupo de Bloomsbury del que formaban parte intelectuales de
la talla del escritor E. M. Forster, el economista J. M. Keynes y los filósofos Bertrand
Russell y Ludwig Wittgenstein.
En 1917 fundó, junto a su esposo Leonard Woolf, la célebre editorial Hogarth Press.
Woolf comenzó a escribir profesionalmente en 1905, inicialmente para el Times
Literary Supplement y en 1915 publicó su primera novela, Fin de viaje.
El 28 de marzo de 1941, Woolf se suicidó arrojándose al río.
Publicó las novelas Noche y día (1919), El cuarto de Jacob (1922), La señora
Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928), Las olas (1931), Los años (1937),
Entre actos (1941).

Objetos Sólidos aparece recopilado en Relatos Completos, publicado por Alianza.

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