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Consecuencias de Retar A Un Conde - Lola P. Nieva
Consecuencias de Retar A Un Conde - Lola P. Nieva
Portada
Sinopsis
Portadilla
Prólogo
Acto 1. El debut
Acto 2. El baile
Acto 3. La apuesta
Acto 4. El conde
Acto 5. El escritor
Acto 6. El juego
Acto 7. El concierto
Acto 8. La cacería
Acto 9. La tragedia
Acto 10. Las confesiones
Acto 11. El beso
Acto 12. Las promesas
Acto 13. El rencor
Acto 14. La excursión
Acto 15. Las copas
Acto 16. Los rivales
Acto 17. Los proverbios
Acto 18. El laberinto
Acto 19. Las Ciceronas
Acto 20. La caza
Acto 21. El desengaño
Acto 22. La clausura
Acto 23. El regreso
Acto 24. Los avisos
Acto 25. La prudencia
Acto 26. El cortejo
Acto 27. La ceremonia
Acto 28. El escándalo
Acto 29. El descubrimiento
Acto 30. La trampa
Acto 31. La confesión
Acto 32. La tormenta
Acto 33. La calma
Acto 34. El comienzo
Acto 35. El regreso
Créditos
Acto 36. La declaración
Acto 37. La escritora
Acto 38. La libertad
Epílogo
Biografía
Gracias por adquirir este eBook
Lady Roselyn Domer, hija del conde de Dorchester, le promete a su madre en el lecho de muerte que no
se someterá a ningún hombre. Al inicio de la temporada, ella y sus amigas Margot, Lily y Alice planean
esquivar sus obligaciones sociales y eludir el matrimonio.
En el evento social más importante de la temporada, el gran baile que organizan los duques de
Fitzwilliam en Londres, las cuatro se asignan un fingido trastorno nervioso para ahuyentar a los
pretendientes.
Rose simula ser torpe y patosa, Margot finge tartamudear, Lily lanza insultos a discreción, y Alice
estornuda violentamente a conveniencia.
El conde de Nortfolk, un hombre hermético y de carácter huraño, acaba de regresar de una de sus
expediciones a Japón para encontrar al culpable de la muerte de su hermano pequeño. Junto con su
sirviente nipón, Takeshi, acude a los eventos con ese único cometido hasta que descubre a una extraña
debutante que se dedica a pisotear a sus compañeros de baile.
Cuatro damas y un duelo: batirse contra su destino.
Un conde sombrío que descubre la luz de una mujer singular.
¿Podrá Rose esquivar su propio corazón?
CONSECUENCIAS DE RETAR A UN CONDE
Lola P. Nieva
Prólogo
***
El viento silbaba entre los enhiestos cipreses, entonando cada salmo de las exequias con su afilada melodía. Tras
las afectadas condolencias de los asistentes, su padre se acercó al túmulo de tierra junto a la tumba, cogió un puñado
y lo lanzó sobre el lustroso ataúd. El sonido le erizó la piel a Rose, como si esa tierra diseminada la hubiera
golpeado a ella. Ante el gesto torvo de su padre, que la miraba imperante, ella avanzó hacia la oscura brecha en la
tierra.
Sacó la margarita que había escondido en el bolsillo de su vestido, la besó y la lanzó con suavidad sobre el
féretro.
—Vuelves a tener todos los pétalos, mamá.
—Debes arrojarle un puñado de tierra —la amonestó su padre entre dientes.
—Ella solo necesita sus pétalos.
Su padre cogió impaciente un puñado de tierra, le abrió la mano y se lo vertió en ella. La obligó a cerrar el puño y
la forzó a lanzarlo. Rose no abrió la mano y su padre la zarandeó.
—No es momento para retarme, maldita sea —siseó furioso.
En el forcejeo, la niña perdió el equilibrio y cayó dentro de la tumba. El impacto la dejó sin respiración. Se
golpeó un lado de la cabeza y por un instante su visión se desdibujó. Un dolor sordo la atravesó como un punzón, de
sien a sien. Gimió dolorida y apenas fue consciente de que el sepulturero había saltado a su lado para tomarla en
brazos.
Oyó un murmullo alarmado de voces cuando la izó a la superficie. Otros brazos, unos más vigorosos y rígidos, la
alejaron a grandes zancadas del cementerio familiar. No se atrevió a abrir los ojos.
—Me has avergonzado en público —profirió con dureza su padre—, ya sabes qué castigo te aguarda.
***
Rose abrió su cuaderno y comenzó a ilustrar el cuento que acababa de escribir. Todavía lo hacía tumbada boca
abajo en su cama. Aún no podía sentarse. Los verdugones que la vara de sauce había grabado en su carne latían
dolorosos, a pesar del remedio que el ama Florence usaba para aliviarla.
Como si sus pensamientos la hubieran invocado, el ama cruzó la puerta de su dormitorio con una palangana en
las manos y unos lienzos sobre el hombro.
Depositó su carga en la mesilla y se sentó su lado.
—¿Qué garabateas, niña? —preguntó mientras le arremangaba la camisola en torno a las caderas.
—No son garabatos, Florence, son dibujos. —La niña se volvió ligeramente para mostrárselos—. ¿Ves cómo el
polluelo abandona el nido y vuela al horizonte?
Florence entrecerró los ojos y examinó el dibujo con detenimiento. Asintió con admiración, reconociendo el
talento de la pequeña.
—Yo también abandonaré el nido algún día.
—Para volar a otro —resaltó el ama.
—No, solo para volar libre, se lo prometí a madre.
La mujer bajó la vista ocultando la compasión y la pena.
—La libertad no es cosa de mujeres —rezongó, empapando un lienzo en el agua humeante.
—En mis cuentos, sí.
—En los cuentos todo es posible.
Cuando la mujer empezó a retirar con extrema suavidad el emplasto de hierbas que cubría las malheridas nalgas
de la pequeña, Rose apretó los dientes, soportando estoicamente el mordiente escozor.
—Es una mala bestia —gruñó indignada Florence mientras la curaba—.
Que Dios me perdone, pero se llevó el alma equivocada.
—Quizá Dios solo quiera almas buenas en su seno —observó la niña.
—Al parecer, así es.
—En tal caso, acabo de descubrir el secreto de la inmortalidad.
El ama rio ante su ocurrencia y su ternura por la pequeña se duplicó. Rose era una niña soñadora, creativa,
ingeniosa y vivaz, de alma bondadosa y carácter dulce. Pero ahora, en aquellos ojos tan parecidos a los de su difunta
madre, había algo distinto, un brillo nuevo, una determinación apabullante teñida de velada rebeldía.
En ese instante Florence supo que Rose conocía su destino.
***
En su décimo segundo cumpleaños se celebró un pícnic al aire libre, junto al lago Lodge. Rose elaboró un juego
de pistas que ocultó en el bosque para regocijo de los invitados. Las pistas conducían a uno de sus cuentos.
Sus tres mejores y únicas amigas intentaban sonsacarle la ubicación, pero ella no cedió. Fue Margot quien logró
descifrar todas las pistas. Cuando encontró el premio, las cuatro se sentaron en la orilla para leerlo.
Al concluir, las tres miraron a Rose emocionadas.
—Lo escribí en honor a mi madre —señaló ella.
—Oh, Rose, es precioso, me has hecho llorar —confesó Lily.
—¿Crees que nuestras madres también se morirán? —quiso saber Alice.
—¿Por qué habrían de morir? —preguntó Rose con extrañeza.
—Porque son tan infelices como lo fue la tuya. Ayer oí a mi madre llorar toda la noche —repuso Margot.
—La mía no llora —terció Lily—, pero siempre tiene los ojos tristes.
—Al menos las vuestras no beben —masculló Alice apesadumbrada.
—Pues quizá ya estén muertas —reflexionó Rose—; mi madre me dijo que en realidad murió cuando condenó su
felicidad.
—Entonces ¿se puede morir de tristeza?
—Está claro que sí.
Las cuatro suspiraron pesarosas casi al unísono.
—Mi madre leyó el otro día la novela que compró el príncipe regente en la librería Becket & Porter, escrita por
una mujer; la autora no revela su identidad. La obra se titula Sentido y sensibilidad, y en ella una mujer enferma de
desamor —explicó Lily.
—Yo le pregunté a la mía qué había que hacer para ser feliz —reveló Margot.
—¿Y qué dijo?
—No casarse.
Todas guardaron silencio.
—¿Y si hacemos un pacto? —propuso Rose.
—¿Cuál?, ¿no casarnos? —musitó Lily.
—No casarnos por obligación —matizó Rose.
Las cuatro niñas unieron sus manos y, con gesto solemne, cerraron los ojos.
—Aquí y ahora y por la amistad que nos une, prometemos, bajo este cielo y sobre esta tierra, que nunca
pisaremos el altar si el amor no nos lleva de la mano. Aquí y ahora, nos hermanamos en un mismo fin, y que la
infelicidad se lleve a la que rompa esta promesa.
Un viento repentino se arremolinó en torno a ellas envolviéndolas en coloridos pétalos de jacinto.
Acto 1
El debut
***
El ama Florence la inspeccionó con ojo crítico. Ella era la única persona ajena a la hermandad que conocía los
planes de boicot ideados por Rose.
—Mucho tendrás que tropezar para quitarte a los pretendientes de encima.
Rose se miró al espejo y resopló contrariada.
—Has heredado la belleza de tu madre, muchacha, y sus pronunciadas curvas, y ese vestido deja poco a la
imaginación.
Observó adusta el vestido de seda blanco con bordados en plata que se ceñía a su figura y maldijo entre dientes.
A pesar de ser de corte recto, la cinta gris bajo el pecho resaltaba la opulenta turgencia de sus senos.
—Tráeme el chal gris de tafetán.
—La etiqueta de noche lo desaconseja. El protocolo dice que se debe mostrar escote y la parte superior de los
brazos y...
—Me es indiferente lo que diga el protocolo —interrumpió impaciente.
Florence se encogió de hombros y comenzó a rebuscar en el armario el chal indicado. Se lo entregó y se cruzó de
brazos, observando divertida sus fútiles esfuerzos por ocultar sus dones.
Tras acomodarlo de diferentes maneras, optó por cruzarlo sobre el pecho asegurándolo con un broche.
—¿De veras crees que cubriéndote el escote no van a reparar en ti?
¿Tienes pensado algo para el rostro?
—Habrá muchas jóvenes bonitas, no creo que yo resalte entre el resto.
El ama arqueó una ceja y esbozó una sonrisa burlona.
—Y tanto que resaltas.
—¡Por Dios, Florence, no me pongas más nerviosa de lo que ya estoy!
Gruñó y se dirigió al pequeño escritorio que adornaba un rincón junto al ventanal. Se detuvo pensativa y
chasqueó la lengua triunfal al reparar en las barras de lacre escarlata. Acercó una a la llama de una vela y depositó
un trozo de papel encerado debajo. La cera se derritió derramándose en el pliego en una mancha irregular. Sopló
para enfriarlo rápidamente y se lo llevó al tocador.
—¿Puedo saber qué nueva diablura se te ha ocurrido?
—Estás a punto de verlo.
Rose cogió el frasco de goma laca, vertió unas gotas en la cera ya enfriada y se la adhirió a la mejilla izquierda,
aplicando suaves toquecitos.
—¡Santo Dios! —exclamó Florence espantada.
—¿Qué te parece? —preguntó la joven con una sonrisa triunfal.
—Una abominación.
—No sé qué haría sin ti —murmuró agradecida, obviando el gesto descompuesto de su ama. Se observó con más
atención y frunció el ceño—.
Quizá si lo matizo con polvo de arroz quede más natural.
—¿Natural? Nada de lo que haces lo es.
—Bueno, si me dejaran elegir mi vida, no tendría que utilizar tanto artificio.
—Pero, muchacha, ¿qué hay de malo en casarse y formar una familia?
—Nada, si es lo que se quiere. Mi idea de la felicidad se reduce a leer, escribir y a hacer lo que me plazca con el
dinero de mi dote. No soy un artículo en venta.
—Eres la única hija del conde de Dorchester: si no te casas, el título pasará a tu primo Samuel, y el linaje de tu
padre se perderá para siempre.
—No voy a sacrificarme por un linaje, ya lo hizo mi madre.
—¿He de recordarte que tu padre es tan terco como tú? Terminará obligándote a tomar un esposo.
—Que lo intente —profirió Rose, remarcando cada letra con el profundo resentimiento que sentía hacia él.
La veta de rebeldía de la joven reverberó iluminando la fiera determinación de su rostro. Florence supo que nada
la detendría. Como supo que su plan no sería tan fácil de ejecutar ni tan efectivo como ella pretendía.
Pero lo que más la preocupaba era que subestimara a su padre. El conde era un hombre de carácter rudo y alma
oscura.
***
—¿Qué demonios...?
Margot la miraba boquiabierta.
—Deberías haberte quedado tú con el trastorno de los insultos —musitó Rose con ligereza.
Alice y Lily se apiñaron en torno a ellas con el rostro desencajado.
—¡Por Cristo bendito! ¿Qué te has hecho? —preguntó Alice llevándose la mano al pecho.
—Solo es cera —explicó Rose.
—Con eso en la cara no necesitas trastorno —remarcó Alice.
—No, su trastorno es innato —ironizó Margot—. Tienes suerte de que te presente tu primo Samuel, hace mucho
que no te ve.
Aguardando su flamante entrada en el gran salón, junto a todo un ramillete de encopetadas jovencitas tan
ilusionadas como nerviosas, Rose cerró los ojos y pensó en su madre, reforzando su decisión.
Las notas de los violines y el rumor de voces se filtraban armónicos bailando en el ambiente, rebotando en las
paredes revestidas de paneles de roble de aquel amplio pasillo, en los regios cuadros que las adornaban,
cascabeleando en torno a los candelabros y cimbreando el corazón de las debutantes.
Esa noche era el gran baile de presentación en sociedad en Londres. Tras la presentación más formal días atrás en
la corte de St. James ante la reina, aquella era la primera toma de contacto con posibles pretendientes. El evento se
trasladaría al día siguiente a la mansión de campo de los Fitzwilliam en Wentworth Woodhouse, en South
Yorkshire.
Su primo Samuel apareció acompañado de uno de sus más fieles amigos, lord Albert Shaw. Cuando reparó en
ella, su gesto altivo se desfiguró.
—¿Rosalyn? —preguntó sin ocultar la esperanza de que no fuera ella.
—Hola, Samuel.
Su mirada oscura se clavó en la llamativa mancha de su mejilla.
—Por Dios, muchacha, no deberías aparecer en público hasta que esa...
herida haya sanado, y menos en un día como hoy.
—No es una herida —puntualizó Rose—. He amanecido con esta rojez extraña; el médico ha dicho que son los
nervios, pero que desaparecerá en unos días.
—¿Rojez? —masculló lord Albert—. Si parece la fuente del ponche.
Se llevó la mano enguantada a la boca riendo su propia mofa.
—Al menos mi tara desaparecerá, otros no pueden decir lo mismo —escupió ella mordaz.
La mirada furiosa del hombre la fulminó.
—Dudo que en tu caso desaparezca la insolencia —replicó ofendido.
—Has herido sus sentimientos, Albert —intervino Samuel con pomposa condescendencia—, es su primer baile y
debes entender que esté alterada, su futuro está en juego. No olvides que si no logra desposarse yo heredaré el título
y todo lo que conlleva.
Rose inspiró hondo y forzó una sonrisa conciliadora. Lord Albert inclinó la cabeza a modo de disculpa.
Las puertas se abrieron y las jóvenes debutantes avanzaron hacia el umbral del brazo de sus acompañantes.
Samuel le ofreció el suyo a Rose, aguardando su turno.
—¿Qué sería de mí si no encontrara esposo? —preguntó tanteando a su primo.
La miró con petulante suficiencia y sonrió relamido.
—Pues que tendrías que vivir de mi caridad, pero no debes temer nada: soy un hombre piadoso.
—Mientras mi padre esté vivo, tu caridad está a salvo —recordó.
Samuel negó lentamente con la cabeza, regodeándose en ese gesto.
—¿No te ha llegado el documento? Fue redactado por el abogado de la familia antes del comienzo de la
temporada.
—¿De qué documento hablas?
—Tienes solo una temporada para conseguir esposo y un año para quedarte encinta. Si transcurrido el tiempo
estipulado no cumples los requisitos, tu padre renunciará al título para irse a vivir a las Indias Occidentales y me
designará heredero de pleno derecho.
Rose sintió tal punzada de odio hacia su padre que se estremeció. Las mejillas se le encendieron, fiel reflejo de la
bola de fuego que empezaba a gestarse en su estómago.
Cuando logró mirar a su primo, su expresión triunfal y arrogante alimentó peligrosamente su ira. Precisó de un
tenso instante para controlar el impulso de abofetearlo. Cerró los ojos y reguló su respiración. Logró aplacar la furia
contenida y compuso un gesto imperturbable.
—Con algo de suerte, no necesitaré tu caridad —pronunció con un tono libre de matices.
El lacayo que custodiaba la entrada les hizo señas para avisarlos. Inclinó la cabeza hacia el listado que tenía en la
mano y los anunció.
—Lady Rosalyn Domer, hija del conde de Dorchester, y su primo Samuel, barón de Burlington.
El concurrido salón enmudeció al verla. Las damas emitieron una exclamación sofocada y acto seguido ocultaron
sus cuchicheos tras el conveniente abanico. Los caballeros de más edad la miraron con cierta conmiseración y los
jóvenes, con mal disimulado espanto.
Cuando se acercaron al primer grupo de invitados le resultó gracioso el esfuerzo que hacían por no mirar la
mancha de su mejilla. Solo una dama de más edad se encajó un elegante monóculo en su ojo derecho para
examinarla con más detenimiento.
—Querida, dime que esa horrible mancha que luces hoy es temporal. Sería una pena que eclipsara tanta belleza,
¿no te parece, Edmond?
Otro caballero sexagenario carraspeó y asintió más para complacerla que porque compartiera su opinión.
—Sin duda, querida.
—Es producto de los nervios —explicó Rose fingiendo una dulce inocencia.
La mujer dibujó una sonrisa aliviada y la miró con aprobación y un tinte pícaro que la intrigó.
Se acercó a ella y le susurró:
—Te echaré una mano, muchacha, no me atrevo ni a imaginar la angustia que estarás sintiendo. Por cierto, soy
lady Evelyn Manfred.
—Un placer conocerla, lady Evelyn, pero no se apure por mí, es mi primera temporada.
Tras recorrer varios grupos, Rose buscó a sus amigas con la mirada.
La fastuosidad que la rodeaba no solo impregnaba la decoración del salón, las vestimentas o las joyas que
engalanaban a las asistentes, también los gestos, las miradas y la altanería. Cada barbilla alzada, cada porte
envarado, cada talante regio rezumaba ese rancio clasismo de la superioridad más intrínseca de la nobleza. Se sabían
privilegiados, superiores, poderosos, a pesar de que, gracias a la reciente Revolución francesa o, mejor dicho, por
temor a ella, las clases altas inglesas habían decidido camuflarse con ropajes y peinados de corte más sencillo, dando
la impresión de que repudiaban la opulencia de épocas pasadas. La realidad permanecía latente y no tan oculta en
pensamientos, a su parecer, retrógrados. El hecho de abrazar la sencillez exterior no cambiaba la desigualdad de una
sociedad regida por el azar del linaje. En realidad, no era más que una moda plagiada de los liberales franceses.
Napoleón había puesto de moda la influencia de los antiguos clásicos, de civilizaciones más sabias con
mentalidad más abierta, como lo fue la griega o la romana en un claro ardid populista para ganarse el favor de la
gente. Su única ambición, como el resto de los líderes, era gobernar en el totalitarismo, amasar poder y fortuna; para
ello debía hacer creer al pueblo que era como ellos, que los entendía y que lucharía por las necesidades de la plebe.
En lugar de usar la tiranía de la fuerza con la plebe, había usado la artimaña del engaño.
Rose suspiró inmersa en sus pensamientos, mientras continuaba absorta en la contemplación de su alrededor.
Todo eran falsas apariencias. Bajo la superficie, el núcleo permanecía igual de inalterable. Aquellas gentes, ella
misma, gozaban de una vida privilegiada adquirida por derecho de sangre.
Lo único que la diferenciaba del resto era tener plena conciencia de ello.
Acto 2
El baile
Rose localizó a la dulce Lily acompañada por su madre, que la estaba presentando a un nutrido grupo de jóvenes
caballeros.
Caminó hasta ellos atravesando una densa marea de murmullos maliciosos a su alrededor.
De entre todas las miradas con las que se cruzó, solo una la observaba con un marcado deje suspicaz. Por algún
motivo se sintió inquieta ante la inspección de un hombre que se encontraba solo en un rincón del salón con una
copa en la mano. Apenas le prestó atención, pero su presencia pareció perseguirla.
Cuando alcanzó al grupo de Lily observó la incomodidad de su amiga ante la excesiva atención de un joven lord.
Le bastó el casi imperceptible gesto de asentimiento de Rose para coger confianza.
—¿Qué tal van las cosas por Milton Abbey, lady Domer? —preguntó uno de ellos—. Su padre no se prodiga a
menudo en sociedad.
—Viaja mucho, vive inmerso en los negocios de sus navieras —contestó escueta.
—He oído que los estibadores de Plymouth están organizando una huelga, espero que no le suponga un
problema. Si se les concede la subida salarial que exigen, amenazarán con otra. No se pueden permitir tales abusos.
—Si llama «abuso» a poder subsistir y alimentar a sus familias, creo que están en su derecho de abusar, ¿no le
parece?
El caballero frunció el ceño contrariado y sacudió desaprobador la cabeza.
El resto la miraba con marcado asombro.
—Compruebo con agrado que posee un corazón bondadoso, lady Domer, y que como mujer no comprende los
intríngulis de los negocios.
—Comprendo lo suficiente para apreciar la diferencia existente entre la mesa de un estibador y la de un lord.
Como también podría apreciar los callos en las manos de cada cual.
—¡Petimetre! —bramó entonces Lily, forzando un espasmo generalizado.
El caballero que la cortejaba dio un respingo y retrocedió alarmado.
Las damas gimieron escandalizadas y los caballeros la miraron anonadados.
Lily se ruborizó y se aprestó a disculparse.
—Lo... lo lamento, no sé qué me ha pasado. Estoy tan nerviosa que...
—Por Dios, querida, ¡qué exabrupto tan repentino! —profirió otra dama, que alterada se abanicaba con agitación
—. Por poco me desvanezco de la impresión.
—Cuando se pone nerviosa la aqueja esa dolencia —justificó Rose.
—¿Y se pone nerviosa muy a menudo? —preguntó el caballero interesado en ella.
—No sabría decirle, milord. Quizá un vaso de ponche dulce logre calmarla.
Rose tomó a Lily por los hombros y la condujo hasta la mesa de los refrigerios.
—Sublime, Liliam —alabó—. Dudo que ese joven vuelva a acercarse a ti.
—Lo he hecho para evitar que te metieras en un lío —reveló aceptando la copa rebosante de líquido escarlata que
le estaban sirviendo.
—¿Sabes quién es el caballero al que estabas contraviniendo?
Rose negó con la cabeza.
—¡Pues es nada menos que el duque de Wellington, lord Arthur Wellesley, el hombre que derrotó a Napoleón en
la batalla de Waterloo!
—Solo estaba dando mi opinión —se defendió Rose.
—Hay temas en los que una dama no debe hacerlo.
Ella se encogió de hombros y se bebió casi de un trago la copa que había aceptado.
—¿Qué tal les estará yendo a Margot y a Alice?
—Alice ha tenido que retirarse —informó Lily suspirando.
—¿Se encontraba indispuesta?
—Ha tenido un pequeño percance por culpa de su trastorno.
Rose alzó las cejas inquisitiva.
—Se ha metido tanto en el papel que en uno de sus violentos estornudos su cabeza ha chocado con el joven con el
que hablaba y le ha roto la nariz.
Mañana amanecerá más espantosa que tú, con un horrendo chichón en la frente. Aunque, ahora que lo pienso, el
pobre lord ha salido peor parado: chillaba como una cerda de parto.
—¿Una cerda de parto?
—Oh, sí, nunca olvidaré mi visita a la granja de mi abuelo. Tuve pesadillas durante semanas. Jamás permitiré que
salgan cosas resbaladizas de mi cuerpo.
A Rose se le escapó una risotada que no logró sofocar cubriéndose la boca con la mano. Las carcajadas se
sucedieron ininterrumpidas. La copa rebosante que sostenía en la mano se derramó parcialmente sobre su chal.
—¡Por Dios, Liliam, qué ocurrencias! —logró pronunciar entre risotadas.
—No deberías reírte, creo que el pobre caballero casi pierde el conocimiento. Esto no va a acabar bien, Rose.
—Tonterías, nos va a bastar una noche para convertirnos en unas parias sociales —sentenció orgullosa.
—Creo que no has visto tu cartilla de baile: está completa.
—Pues no puedo entenderlo.
Rose intentó limpiar la llamativa mancha del tafetán sin éxito.
—Quítatelo, hace un calor infernal.
No bien terminó de desprenderse del chal, una doncella se ofreció a llevarlo al guardarropa.
—¿Quién ha elegido tu vestuario?
Rose gruñó para sí.
—Mi querida madrastra, la dulce Agnes.
—Está claro que arde en deseos de librarse de ti —observó Lily divertida.
—En ese aspecto coincidimos —refunfuñó.
En ese instante Margot y su hermano mayor, Oliver, se acercaron a ellas.
—Imagino que ya sabrás que ha caído un soldado en acto de servicio —ironizó Margot arqueando una ceja.
—Me acaban de pasar el parte médico —respondió Rose.
—No sabía que Alice tenía la cabeza tan dura... Si llega a descubrirla el duque de Wellington, la mete dentro de
uno de sus cañones.
—¡Margot, no te burles, debe de estar dolorida y avergonzada! —la reprendió Lily.
—Al menos conserva la nariz —repuso Oliver sardónico.
Lady Evelyn Manfred y su decrépito esposo se unieron al grupo justo cuando la orquesta afinaba sus
instrumentos para dar comienzo al baile inaugural.
—¿Os habéis enterado del último capricho de la duquesa Fitzwilliam?
Todos negaron con la cabeza.
—Se ha empeñado en encontrar al misterioso escritor Raymond Sullivan; ofrece hasta una recompensa para el
que descubra su identidad.
—¿Qué clase de recompensa? —preguntó Margot, entrecerrando los ojos con agudo interés.
Rose contuvo el aliento.
—Una pequeña propiedad en South Yorkshire, un cottage encantador —informó saboreando la creciente atención
de sus contertulios.
—Dicen las malas lenguas que nadie lo ha visto nunca —prosiguió—, porque en realidad es una mujer. Pero la
baronesa Miller no está de acuerdo, en su opinión solo un hombre puede imaginar las reflexiones de los personajes
de Sullivan, dice que esa visión tan amplia del mundo únicamente puede proceder de una mente masculina. Tuvo un
debate muy interesante al respecto con la duquesa, que opinaba justo lo contrario. De hecho, hicieron una apuesta.
—Supongo que el orgullo de imponer un criterio bien vale una propiedad
—rezongó Rose sin ocultar su contrariedad.
La frivolidad con la riqueza era un tema que la irritaba sobremanera.
No obstante, en ese preciso instante una idea comenzó a tomar forma en su cabeza.
Lady Evelyn se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Querida, he extendido el rumor de que su imperfección cutánea es temporal. No me parecía justo que en una
noche tan importante como la de hoy esa inoportuna mancha mermara el resto de sus encantos.
Rose le dirigió una sonrisa tirante, maldiciendo para sí. Ya sabía por qué su cartilla estaba completa.
Inspiró hondo y se consoló pensando en la cantidad de pies que pensaba triturar bajo sus delicadas zapatillas de
piel.
Caminó hacia la mesa donde se depositaban las cartillas de baile, seguida por sus amigas, y cogió la suya.
Reprimió una imprecación furiosa y se la colgó de la muñeca con el elástico para tal fin.
El primer caballero de la lista no tardó en aparecer. Aunque ellos mismos apuntaban sus nombres, se precisaba el
consentimiento de la dama para confirmar la petición.
—Lord Wilfred, supongo.
—Como ve, no me ha disuadido esa rojez en su mejilla.
—Qué fortuna la mía —murmuró irónica.
—¿Perdón?
—Nada, acabemos con esto cuanto antes.
La expresión desconcertada del joven no suavizó su talante.
Se dejó llevar al centro del salón como si la llevaran al cadalso.
Numerosas parejas ocuparon su posición. Ante los primeros acordes, los caballeros tomaron por la cintura a sus
parejas; la expresión ilusionada de las debutantes podría haber iluminado la mansión al completo, en caso de
apagarse todas las velas.
—¿Se encuentra bien, lady Domer? Tiene cara de sufrir alguna indisposición.
—Y la sufro —respondió mirándolo intencionadamente.
—Espero que mi compañía alivie su malestar.
Sonrió para evitar responder.
Tras los primeros compases, decidió poner en práctica su «trastorno». En uno de los giros trastabilló y, cuando el
joven lord la atrajo hacia sí, le dio un pisotón certero que lo hizo perder el ritmo y el equilibrio.
Logró recuperarse con bastante rapidez, pero el sofoco sufrido enrojeció sus mejillas.
—Discúlpeme, milord, me temo que el baile no está entre mis mejores dones.
—Acabo de comprobarlo. —Dibujó un gesto contenido y se forzó a sonreír compasivo—. Si me permite, déjese
llevar, procuraré guiarla con tiento.
—Es usted tan amable...
Se tensó a propósito para dificultarle el movimiento, trastabilló en cada giro y cuando el caballero la acercaba lo
rehuía precavido.
—Por el amor de Dios, terminaremos en el suelo —se quejó él con marcada impaciencia.
—No sabe cuánto lamento hacerle pasar este mal rato.
Los espectadores, apiñados en los laterales, centraban sus mofas en ellos.
El gesto embarazoso del pobre lord comenzó a despertar en ella un leve atisbo de culpabilidad.
Cuando ya concluía la pieza decidió ser clemente en los últimos pasos, trazándolos con impecable destreza.
La música se detuvo y lord Wilfred se excusó para desaparecer como alma que lleva el diablo.
Ya salía de la pista cuando otro lord de cabello rojizo y simpático rostro pecoso se aprestó a abordarla.
—Me temo que soy el siguiente en la lista.
—¿Ha presenciado mi baile con lord Wilfred?
—Ansiaba que terminara para hacer uso de mi turno.
—Sin duda es todo un valiente, o tiene en poca consideración a sus propios pies.
El joven rio y le rodeó la cintura.
—Ni una cosa ni la otra, quizá me halle bajo el influjo de su belleza.
—De vista debe de andar corto.
—Si lo dice por esa mancha molesta de su mejilla, debe saber que no mengua un ápice su hermosura. Además, es
momentánea.
—Mi torpeza en el baile, no.
—Estoy seguro de que yo sabré manejarla mejor.
—Su confianza me admira.
Una nueva pieza comenzó a resonar en el salón. Rose supo que casi todas las miradas estaban fijas en ellos.
Debía asegurarse de que el resto de los caballeros de su cartilla de baile decidieran no acudir a su compromiso.
Así que tenía que esmerarse.
—Y dígame, lady Domer, ¿le agrada la vida en el campo?
Aprovechó el momento de conversación para fingir despistarse.
—Oh, sí, es una vida apacible. La verdad es que...
Forzó un tropiezo para desacompasarse del baile y, cuando su pareja se esforzó por reconducirla, chocaron
abruptamente.
El impulso del impacto los lanzó en direcciones opuestas.
Unos vigorosos brazos evitaron que ella se desplomara en el suelo. El caballero pelirrojo, en cambio, no tuvo
tanta suerte y se desestabilizó empujando a su vez a otra pareja. Los gritos de sorpresa se elevaron por el salón,
acompañados de murmullos reprobadores.
Rose se volvió contra un pecho fuerte y alzó el rostro para descubrir un gesto malicioso.
—Veo que se ha propuesto ser la absoluta protagonista de la temporada.
Aquella voz grave y rasposa surtió en ella un extraño efecto.
—Pues nada más lejos de mi intención.
—Créame que no hay nadie en esta fiesta que no haya reparado en usted, por un motivo o por otro.
Rose se enderezó y se apartó de la perturbadora cercanía de aquel hombre.
—Le agradezco la gentileza de evitarme tan embarazosa caída.
—Me temo que no va a ser lo único que me agradezca —musitó enigmático.
Inclinó la barbilla con cortesía y se alejó de aquella penetrante mirada del color de la melaza al sol.
Resultaba desconcertante sentir todavía la poderosa envoltura del contacto de aquel hombre, como si el calor que
desprendiera su vigoroso cuerpo se hubiera adherido a su piel a través de la fina seda de su vestido.
Tras el descanso, la música volvió a unir parejas en el centro del salón.
Rose rezó para que las suyas se hubieran volatilizado. Y al parecer así fue.
Ningún caballero se acercó a ella.
Margot apareció de entre la muchedumbre con una sonrisa burlona pendiendo en sus labios. Le entregó una copa
de ponche y se puso a su lado.
—Debes de estar sedienta, ni el mejor funambulista habría cabrioleado con tanto éxito al borde del abismo.
—Se ha de poseer mucha destreza para fingir torpeza —replicó Rose ufana.
—Si algún día cambias de opinión y decides buscar esposo, vas a tener que intentarlo en otro país —aseguró
Margot. Sus oscuros ojos brillaron con pérfido regocijo—. Eres el centro de todos los chismes, algunos son
perversamente divertidos.
—No lo dudo; solo espero que nadie se muerda la lengua o el sepulturero no dará abasto.
Margot soltó una carcajada.
—Tu actuación ha sido soberbia —elogió sarcástica—, resulta admirable que estés dispuesta a partirte la crisma
con tal de evitar una proposición.
—Mejor un día accidentado que toda una vida aburrida.
—Sin duda —coincidió su amiga.
Rose bebió un trago largo y, cuando bajó la copa, se topó con la intensa mirada de su rescatador.
—¿Conoces el nombre de mi salvador?
Margot siguió su mirada y negó con la cabeza.
—Solo sé que viene acompañado de un criado asiático y que impresiona por su tamaño y su gesto adusto. Si no
fuera por ese rictus tan sombrío podría parecerme hasta apuesto.
—A mí me resulta inquietante —confesó Rose.
—¡Maldita sea! —imprecó Margot con fastidio.
—¿Qué sucede?
—Tú tienes un rescatador y yo un perseguidor —respondió entre dientes, volviéndose para dar la espalda al
salón.
—Querida lady Margot, ya empezaba a temer que se hubiera marchado.
Un caballero de porte distinguido las abordó. Su pelo dorado y ensortijado enmarcaba un rostro de facciones
cándidas y mirada bondadosa.
—No por falta de ganas —masculló ella casi inaudiblemente.
—¿Perdón?
—Nooooo... noooo, no-no-no... me-meeee... encuentro-tro-tro-tro-tro...
—No se encuentra bien —resumió Rose.
—Quizá un paseo por el jardín alivie su malestar, este calor comienza a resultar asfixiante.
—Graa-graaaa-graaaaacccii-ci-ci-ci-ci...
—Gracias, pero prefiere marcharse a casa —tradujo de nuevo, haciendo denodados esfuerzos por no reírse.
—Oh, cuánto lamento su indisposición, ojalá coincidamos de nuevo en mejores circunstancias.
—Seguro que así será —respondió Rose ante la mirada ceñuda de su amiga por su intromisión.
El caballero se retiró y Margot la enfrentó irritada.
—¿Acaso he intentado yo evitar alguno de tus traspiés? —le reprochó.
—No, pero si no llego a intervenir clausuran el baile, apagan las luces y todavía te estarías despidiendo.
—Muy graciosa; ¿cómo demonios crees que hablan los tartamudos?
—A trompicones, diantres, pero no alargándolo tanto.
Margot bufó exasperada y le dedicó una mirada entre traviesa y enfurruñada.
—No sé dónde he dejado mi abanico —comentó Rose aleteando con una mano sobre su escote—. Esta noche
deben de haberse abierto las puertas del infierno.
—Sí, y se han escapado de él cuatro trastornadas.
—Juraría que lo llevaba encima.
—Si lo llevabas sujeto a la muñeca, debe de haber salido impulsado por la ventana en uno de tus dobles mortales
bailando. A estas alturas estará cruzando el Atlántico rumbo a las Indias Occidentales.
—¡Dios mío! —exclamó Rose de repente—. Creo que viene hacia aquí.
—¿El abanico?
—No, el rescatador de bailarinas.
—Sería un buen título para una de tus novelas.
—Para una de terror.
Contuvo la respiración mientras observaba cómo él cruzaba la pista de baile en su dirección. No pudo evitar
apreciar la arrobadora seguridad en su porte, el aplomo en sus movimientos y la sólida determinación en su gesto.
Rezumaba una confianza apabullante, un aura de poder y misterio tan cautivadora que atraía cuantas miradas
femeninas encontraba a su paso.
Percibió, además, un halo oscuro y peligroso que transmitía con su sola presencia, como una sutil advertencia
incómoda que despertaba recelo y prudencia.
Rose se envaró instintivamente cuando llegó hasta ella.
—Lady Domer —comenzó con esa voz gutural y bronca que sintonizaba a la perfección con su aspecto
depredador—. Tras aguardar a que algún otro arrojado valiente reclamara su turno, me veo en la obligación de
comunicarle, a su pesar, que soy el último nombre en su cartilla de baile.
Rose cogió la cartilla que pendía de su muñeca y la abrió con ademanes agitados.
—¿Lord Liam Thorn?
—Conde de Norfolk —agregó sin ningún tipo de presunción.
—¿Está completamente seguro de querer poner a mi disposición sus pies?
—No es lo único que pondría a su entera disposición.
Margot carraspeó y agrandó los ojos con asombro.
Se inclinó sobre su amiga y le susurró mordaz al oído:
—¡Rápido, salta por la ventana, yo te cubro!
Rose estranguló la risa que asomaba a su garganta y bajó el rostro para recomponerse.
El conde extendió una mano hacia ella.
Tras un breve titubeo, la joven se la ofreció y caminó tras él, lanzando una última mirada a Margot, que se
santiguaba mordaz.
Ante el primer acorde, la mirada del hombre la atravesó con una intensidad inusitada y poco apropiada en su
opinión. Cuando rodeó su cintura, sintió como si su mano estuviera envuelta en llamas. La firmeza con que la acercó
a su pecho denotaba un extraño deje de posesión bastante desconcertante. La perturbadora cercanía de su cuerpo
atravesó el delicado tejido de su vestido, cincelando en su piel las rotundas formas de sus hechuras.
Era un hombre corpulento, alto y bien proporcionado, de músculos elásticos y cuerpo vigoroso. Ante la invasión
física que asaltaba sus sentidos, decidió estudiar su rostro. Buscar en él algún atisbo de la galantería, la suavidad o la
cortesía que se le presuponía a todo buen caballero. No lo encontró.
Sus facciones eran igual de duras. Mandíbula definida y ancha, nariz regia y afilada, pómulos altos y ojos
profundos del color del coñac añejo con alguna veta más ambarina que los convertía en singulares. Su cabello no
encajaba en la moda de la época, no era corto peinado con ondas huecas y suaves, enmarcando el rostro. Muy al
contrario, lo lucía largo en exceso y recogido en una coleta baja, del color del hollín, casi azulado. Su tez estaba
curtida por el sol, al contrario de la palidez del resto de los lores, destacando sobre la lazada de muselina blanca de
su corbata. Era un hombre de mundo, experimentado y de acción. Un aventurero, concluyó Rose.
—¿Ha terminado su inspección? —preguntó él, haciéndola girar con una habilidad innata.
—Me gusta estudiar a mi oponente.
El conde estiró las comisuras de los labios en una suerte de sonrisa traviesa.
—Es fácil adivinar que la batalla será con los pies. Por fortuna, he tenido ocasión de analizar anteriores
estrategias y, aunque tiene dos triunfos en su haber, albergo la esperanza de alzarme con la victoria.
—Si se refiere a enseñarme a bailar...
—Usted sabe bailar a la perfección —interrumpió tajante—, otra cosa es que desee hacerlo.
El desconcierto de Rose se tiñó de nerviosismo.
—Yerra en sus especulaciones: el baile, tristemente, no se encuentra entre mis virtudes.
Para corroborar su afirmación, aprovechó uno de los giros que debía trazar separada para trastabillar hacia él. Su
intención era pisarle un pie, no obstante, el conde fue más rápido y avezado. Esquivó el pisotón y, además, la ciñó
con una hábil destreza sin dejar de seguir el ritmo, camuflando el mal paso dado y devolviéndola al compás.
—Compruebo por mi parte que, en cambio, sí forma es una de sus virtudes, lord Thorn.
—El baile no dista tanto de la lucha —repuso él dibujando cada paso con estudiada meticulosidad—. En ambas
disciplinas se precisa memorizar movimientos, trazarlos con maestría y ejecutarlos con seguridad. Si además lo
adornas con elegantes florituras, consigues elevarlo a la excelencia. Y a mí me gusta alcanzar el grado máximo en
cuanto hago.
—Desconocía que en la lucha se precisaran las florituras.
Lord Thorn clavó en ella una mirada sardónica.
—Todas las artes las requieren, y a pesar de que la lucha no es considerada como tal, para mí lo es. Déjeme
explicarle.
Había captado tanto la atención de Rose que esta apenas se dio cuenta de que danzaban en completa armonía y
sincronización.
—Verá, lady Domer, las florituras en la lucha son artimañas de distracción. Si consigues que tu contrincante se
centre en un movimiento vistoso resultará más fácil asestarle el golpe que no ve por tener la atención en otra parte.
Es algo así como el ritual de apareamiento de cualquier animal: necesitan destacar, embaucar y llamar la atención de
la pareja. Si durante una pelea uno de los luchadores hace alarde de su potencial, cabe la posibilidad de amedrentar
lo suficiente al oponente para arrebatarle la confianza. Y, en tal caso, se tendrá la pelea medio ganada.
En ese preciso instante Rose comprobó ofuscada que acababa de usar esa misma táctica con ella.
Cuando la música cesó, se apartó irritada.
—Alabo su astucia.
—¿Está reconociendo mi victoria?
Rose gruñó, oprimió los labios y se volvió decidida a poner distancia con él.
Una mano grande y cálida atrapó su muñeca.
—Cuando se ponen en práctica juegos, se ha de asumir el fracaso como una opción.
—No necesito sus lecciones, lord Thorn.
—Quizá sí mis consejos; no sé si por el calor o por su inclinación a los tropiezos, pero permítame decirle que su
mancha se ha desplazado de lugar.
—¿Cómo dice?
El conde se señaló un lado de la cara.
—Que su rojez ya no está en la mejilla, sino en su mentón. Con suerte regresará a casa sin ella.
Y, tras una cortés y relamida inclinación a modo de despedida, se marchó dejándola hirviendo de furia.
Acto 3
La apuesta
Estiró los dedos después de soltar la pluma y sopló la vela casi consumida. La llama titiló trémula hasta apagarse.
Cerró los puños y los abrió despacio y, tras un suspiro quedo, se reclinó contra la butaca.
Al otro lado de la ventana la luz difusa del amanecer se derramaba sobre el escritorio, tímida y somnolienta. Posó
los ojos en el tintero casi vacío y en las páginas manuscritas diseminadas por el tablero. Sonrió satisfecha.
Había sido una noche productiva, de esas en las que el tiempo se convertía en una noción desdibujada, en la que
su alrededor había sido tan solo el umbral a mundos más nítidos. Mundos que fluían de su mente, como cascadas de
vivencias incesantes, donde personajes imaginarios deambulaban vomitando sus aventuras en un sinfín de parajes.
Se sentía tan dichosamente plena... Tan rica en sensaciones... Tan privilegiada... Tan rebosante...
Nada en el mundo podía equipararse con escribir. Con volcar en la tinta esa libertad de crear, de pensar, de
decidir y de transmitir esa riqueza interior que cada día brotaba como el agua de un manantial, fresca y revitalizante.
Esa libertad habría sido completa si hubiera podido firmar sus obras con su nombre. Pero, para la hija de un
conde, cuyo único objetivo era transferir sanguíneamente un título y complacer a un esposo, eso no era posible si
quería que sus mundos vieran la luz. Y lo deseaba. Porque sus novelas serían el único legado que pensaba perpetuar.
No estaba dispuesta a casarse sin amor, pero ese no era el único inconveniente; el principal era que no creía en el
amor, al menos en el convencional. Pues, como cualquier otro sentimiento, más si cabe, suponía una argolla a su
libertad individual. Y no estaba dispuesta a renunciar al único gran placer de su vida: la escritura.
También se deleitaba en la lectura. Solo Dios sabía cuántas vidas había vivido y cuántos goces sentido. Había
viajado tan solo pasando páginas y descubierto un mundo ignoto pleno de sabiduría. No solo leía novelas, también
poesía, biografía y ensayo, tratados de historia, de medicina, de filosofía. Su avidez de conocimiento se había
revelado insaciable. Resultaba extraño verla sin un libro en las manos; a decir verdad, era su más fiel complemento.
Cerró los ojos y se dejó acariciar por el sol incipiente. En su cabeza todavía bullían sus inquietas musas, reacias a
abandonarla; le susurraban frases, le mostraban rincones, alentándola a continuar. Pero el cansancio y los calambres
en su diestra habían detenido el viaje.
Rose adoraba que el amanecer la sorprendiera, como si la noche hubiera sido tan solo un leve suspiro. Aquellas
inmersiones literarias suponían la más deliciosa evasión de todo lo mundano.
Inspiró hondo y se puso en pie. Había terminado una novela más. Una nueva aventura que compartir con sus
lectores, tan solo quedaba firmarla y enviarla a Godwin, su editor en Londres. Ya la imaginó en el escaparate de la
librería Becket & Porter en Pall Mall al precio de quince chelines.
Firmó con el pseudónimo de Raymond Sullivan, la apiló con delicadeza y mimo y la ató prolijamente con un
cordel. Engarzó entre el cáñamo un ramillete de lavanda y acarició el paquete con afectación.
Se arrebujó en su chal y se dirigió hacia la ventana.
Una neblina espesa flotaba sobre la hierba y evitaba que el sol lamiera el rocío que perlaba las hojas. Más allá,
una definida línea deslumbrante perfilaba el horizonte. El lienzo celeste arrojaba trazos rosados y azulones en una
composición de belleza única. Se embebió del alba y sintió la necesidad de caminar, de notar el frescor de la mañana
hasta que sus bulliciosos pensamientos se evaporaran.
Antes precisaba de un desayuno contundente. Tampoco en eso era una dama. Su apetito voraz debía ser
reprimido en reuniones sociales, no era apropiado comer en exceso, ni hablar en exceso, ni pensar en exceso. Las
mujeres solo eran máquinas de concebir y agradar. Criaturas delicadas e impresionables que había que proteger y
por supuesto controlar. Pero ella escaparía de esa cárcel. Su único anhelo en la vida era tener un lugar en el mundo
completamente suyo donde ser feliz escribiendo sin dar cuentas a nadie de sus actos, sin más responsabilidad que la
de hacer cuanto le viniera en gana. Y en ello estaba.
Se refregó los ojos y se felicitó por su plan subversivo, tan solo le faltaba una propiedad a su nombre. Si algo
tenía claro era que se enfrentaba a un destierro inminente. Quizá, si su primo tenía a bien, recibiría una modesta
pensión para subsistir en cualquier otra parte, pero seguiría dependiendo de él y de sus volubles disposiciones. Y ella
ansiaba una independencia más sólida y estable. Vivir sin el temor de ser privada de una fuente de ingresos por el
mero capricho de otra persona.
Y en ese preciso instante una frase se filtró en sus cavilaciones, como un relámpago en la noche.
¡La apuesta!
Recordó la apuesta entre la duquesa Fitzwilliam y la baronesa Miller. Si alguien descubría la identidad del
misterioso autor que admiraban, sería obsequiado con una pequeña propiedad, un encantador cottage en South
Yorkshire. Nada sería más justo que lo recibiera ella. Y aunque la duquesa deseaba que fuera una mujer, al final
había apostado porque era un hombre, así que de esa guisa debía presentarse ante ella.
Debía reflexionar con mucho detenimiento sobre ello. Trazar ese nuevo plan con milimétrica minuciosidad.
En primer lugar escribiría una carta a la duquesa, ofreciéndose como intermediaria para que conociera al escritor.
Se sentó otra vez a su escritorio, sacó un pliego del cajón y cargó de nuevo la pluma.
Honorable duquesa:
Ha llegado a mis oídos que ansía conocer al afamado escritor Raymond Sullivan, y curiosamente puedo
jactarme de ser su amiga. Mantenemos una relación por correspondencia, pues suele pasar largas temporadas en
la Toscana y no es amigo de fiestas ni reuniones, pero quizá pueda convencerlo de que venga a Inglaterra para
cumplir su deseo.
Afectuosamente, Lady Rosalyn Domer
***
—¿Una semana? —La expresión desencajada de Margot hizo tambalear por un momento su decisión—. Por el
amor de Dios, Rose, estás perdiendo el juicio. Es completamente imposible que mantengas durante tanto tiempo
semejante farsa.
—Debo hacerlo, mi futura libertad depende de ello.
—¿Y qué excusa darás para no ir tú?
—Yo iré.
Las tres la miraron con semblantes asombrados.
—Espera, espera, ¿pretendes compaginar ambas identidades durante toda una semana?
—Y pretendo, además, que me ayudéis a lograrlo.
Acto 4
El Conde
Wentworth Woodhouse no solo era la mansión más impresionante que había visto en su vida, sino también la que
nunca soñó con ver.
Duplicaba en tamaño al palacio de Buckingham. En realidad, era la suma de cinco magníficos edificios que
albergaban más de trescientas habitaciones y estaban rodeados por treinta y tres hectáreas de finca.
De origen jacobino y construcción en ladrillo y piedra, era considerada la propiedad más singular y bella de toda
Inglaterra. Además de contener una profusa colección de arte, incluidas pinturas al fresco en los techos, lo más
peculiar se hallaba en sus espectaculares jardines. Decían que había en ellos cinco locuras paisajísticas sin igual.
Los invitados se aglutinaban en sus carruajes aguardando su turno de entrada, a pesar de que disponían de todo el
día para la recepción. La ansiedad por disfrutar de tan honorable invitación los había congregado a horas tempranas.
Rose repasaba su plan en el coche que compartía con sus tres amigas.
Había comunicado con bastante agudeza a la duquesa que Raymond Sullivan acudiría a lo largo del día siguiente,
sin concretar la hora. De ese modo se aseguraba filtrarse en la mansión sin que nadie lo esperara.
Tras las consabidas presentaciones, fueron conducidas a sus respectivas alcobas. Eran estancias consecutivas en
el ala oeste de la mansión.
Florence deshacía el equipaje mientras Rose se refrescaba para llegar a tiempo a la comida inaugural, que se
celebraría en los jardines frontales bajo una inmensa carpa.
—Todavía estás a tiempo de recapacitar —gruñó Florence mirando ceñuda la vestimenta masculina que había
extendido sobre la gran cama endoselada.
—No, y aunque lo estuviera, mi decisión está firmemente tomada.
La vieja ama bufó exasperada y guardó con gestos bruscos la ropa en el armario.
—¿Te has planteado al menos la posibilidad de que salga mal? ¿Puedes llegar a imaginar el alcance del escándalo
que provocarías? Sería tu ruina y la de tu familia.
—Por eso mismo no puedo plantearme el fracaso.
—Confiaba en tu despierta inteligencia, niña, pero me temo que la he sobrevalorado.
Rose se acercó a su ama y la tomó por los hombros.
—Va a salir bien, Florence. Lo tengo todo bien pensado y, además, estaré arropada por mis amigas. Te prometo
ser muy cauta.
—Mi niña, por mucho que hayas planeado cada paso, siempre pueden surgir contingencias que escapen a tu
control. Raymond será el centro de todas las miradas, será imposible que no noten tu femineidad.
—Hay hombres afeminados, y he practicado mucho el papel, como ya sabes. Confío en mi capacidad
interpretativa y soy lo bastante observadora como para adoptar poses, gestos y costumbres. He aprendido a modular
la voz en un tono más grave y sé lo que se espera de mí. La gente querrá conocer al escritor, comentar sus obras y
oír sus opiniones, y el escritor soy yo. No puede ser tan difícil.
Florence suspiró resignada. Sus bondadosos ojos castaños la miraron con ternura y finalmente asintió algo más
convencida.
—Nunca he logrado disuadirte de nada, y mi pobre papel en tu vida es secundar tus locuras.
Rose esbozó una sonrisa cariñosa y negó con la cabeza.
—No, tu papel en mi vida siempre ha sido el de ser mi ángel de la guarda.
Eres la madre que perdí y el padre que nunca tuve.
Florence se llevó un pañuelo a los ojos con gesto emocionado.
—Siempre logras ablandarme.
Ella la abrazó con sentida afectación y le dio un beso en la mejilla.
—No dejes nunca de reñirme: aunque no lo creas, siempre has sido la voz de mi cordura.
Unos golpes en la puerta le recordaron que debía bajar ya.
—Anda, ve, muchacha atolondrada, yo rezaré por ti.
***
La larga mesa que le había tocado ocupar estaba repleta de viandas tan sofisticadas que había platos que no supo
reconocer. Profusos centros florales y una vajilla de fina porcelana ribeteada en oro adornaban el elegante mantel de
hilo y encaje. A pesar de estar al aire libre, una larga hilera de candelabros colocados a intervalos regulares
iluminaba el recinto.
La cabecera de la mesa la presidía la duquesa y, para su asombro, le habían asignado un asiento a su lado. Frente
a ella se encontraba Margot, que miraba el cartel con su nombre con la misma extrañeza que ella. Ambas arquearon
las cejas con asombro.
Alice y Lily se hallaban en la otra punta. Un racimo de invitados comenzó a tomar asiento, y el que ocupó la silla
junto a ella la sobresaltó.
—Buenas tardes, lady Domer. Aunque esperaba encontrarla aquí, no contaba con el placer de su compañía tan
pronto. Compruebo con agrado que su inoportuna mancha no la acompaña en esta ocasión.
El conde de Norfolk inclinó cortés la cabeza y derramó complacido la vista sobre las abarrotadas fuentes de
comida.
—Muy observador —se limitó a responder ella, suavizando sus palabras con una sonrisa gentil.
Junto a Margot tomó asiento un hombre de raza asiática, ataviado con un kimono ceremonial bastante pintoresco.
—Permítanme presentarles a mi fiel compañero y socio, Takeshi.
El hombre inclinó la barbilla y ellas imitaron el saludo.
—¿Es japonés? —aventuró Rose.
—Así es, pero puede preguntarle lo que guste, habla nuestro idioma mejor que yo el suyo.
La duquesa, que hasta el momento había estado susurrando indicaciones al jefe de servicio, les dirigió una sonrisa
de bienvenida.
—Qué grato poder compartir cultura y vivencias con alguien de un país tan lejano, ¿no le parece, querida?
—Resulta fascinante, sí.
—Y dígame, lord Thorn, ¿qué se le perdió por Japón? —preguntó intrigada la duquesa, que con un sutil gesto
ordenó al regimiento de criados que comenzaran a servir el primer plato.
—Mis deseos de descubrir mundos nuevos, tan diferentes del nuestro. En un principio mi interés se centró en
forjar lazos comerciales con la industria de la seda. De hecho, recorrí la ruta Nakasendō con ese fin, pero tras mi
primera visita, quedé prendado de su cultura y decidí vivir una temporada entre ellos.
—¿Y tiene pensado regresar?
—Naturalmente; he establecido mi segunda residencia allí.
—Una pena que perdamos parcialmente a un hombre de su valía.
—Me gusta considerar que no me alejo de mis orígenes, tan solo los enriquezco con otra cultura. En toda relación
establecida de forma satisfactoria se nutren ambas partes.
—Cierto, conde, eso es así, mientras los orígenes y las tradiciones de cada país no se contaminen demasiado y se
desdibujen.
—El rígido conservacionismo inglés nos cierra al mundo y a la apertura de conocimientos nuevos y eso, en mi
modesta opinión, nos perjudica —intervino Rose, captando la interesada mirada apreciativa del conde.
—La base de toda sociedad radica en las tradiciones —argumentó la duquesa—, nunca debemos olvidar quiénes
somos; en caso contrario, la contaminación de nuestras raíces se convertirá en una plaga que acabará con siglos de
linaje puro.
—Ese temor a olvidar los orígenes es infundado a mi parecer y terriblemente perjudicial —añadió el conde—.
Nos impide afrontar con más libertad un mercado competitivo, pues somos incapaces de ponernos al nivel de los
americanos, que son el pueblo más adaptativo que conozco. También coarta nuestra comprensión de otras culturas,
y, por ende, la incapacidad para asimilar de ellas los beneficios que pueda aportarnos.
La duquesa les regaló una sonrisa tensa antes de llevarse un pequeño bocado a los labios.
—Y dígame, conde, ¿cómo se pueden preservar nuestras tradiciones acogiendo otras? Por lo que puedo apreciar,
su peinado es más parecido al de su socio japonés que al de cualquier lord inglés.
—Le pondré un ejemplo —respondió él tras beber de su copa de vino—.
Mi costumbre de tomar el té no entra en conflicto con mi entrenamiento en kenjutsu. Ni mi cabello largo mancilla
en modo alguno mi vestimenta, mi título, ni mi nombre, así como tampoco merma mis modales. Tan solo adapto
aquello que me gusta. El pueblo nipón es mucho más costumbrista y estricto que el nuestro, pero han tenido la
capacidad de entender que las relaciones con otros países los enriquece. Ellos necesitan beber de conocimientos
ajenos, por eso, aunque yo siempre seré para ellos un gaijin, un forastero, me han abierto la puerta de su saber a
cambio de que yo haga lo mismo. Me parece bastante justo.
—Si hemos adoptado las costumbres y la moda francesas, ¿por qué no estas? —terció Rose.
—Los franceses son sofisticados y elegantes, su liberalismo nos conduce a un pensamiento más elevado —
respondió convencida la duquesa.
—No deja de ser un cambio y una renuncia a nuestro modo de ver la vida y nuestro concepto de la moda —
continuó Rose—. Y, por tanto, una traición a nuestros orígenes, y, sin embargo, no he visto oposición alguna a ese
respecto.
—Nuestra cultura es mucho más cercana a ellos, quizá por eso no vemos peligro alguno y sí avances; en cambio,
la nipona, con todos mis respetos, señor Takeshi —añadió dirigiéndose al silencioso amigo del conde—, es tan
diametralmente opuesta que despierta nuestro recelo.
—Dudo que sea mayor que el recelo japonés —repuso el conde—. Su hermetismo ha sido siempre la llave que ha
encerrado sus más ancestrales secretos. Ahora, el sogún ha descubierto que de las puertas abiertas no solo salen
cosas, también entran.
—La rana en el fondo de la charca no sabe nada del gran océano.
Todos miraron a Takeshi asociando aquella voz tan gutural y casi susurrada con aquel menudo y fibroso hombre
de aspecto amenazante y gesto torvo.
—Es un proverbio japonés que resume mi perorata de forma magistral —aclaró el conde.
—Me parece soberbio —alabó Margot inclinando con respeto la barbilla ante Takeshi.
La duquesa agitó la mano con delicadeza, ordenando que se sirviera el segundo plato.
—Becada con frutos rojos sobre lecho de puré de batatas y castañas —anunció con boato—. Puedo jactarme de
haber contratado al más distinguido cocinero de Inglaterra, hasta la reina Carlota quiere arrebatármelo.
—Está realmente delicioso —opinó alguien.
Rose observó la expresión concentrada de Takeshi estudiando su ración.
—¿Existe algún plato similar en Japón?
—Solemos preparar pescado crudo, pero bien limpio de impurezas. Para nosotros la sangre es un elemento
contaminante.
—La becada se ha de comer así, su carne es tan delicada que el cocinado en exceso la malogra —explicó la
duquesa con un deje impaciente.
A Rose tampoco le agradaba en exceso la becada, pero comió con apetito para regocijo de la duquesa.
—Compruebo con agrado que mi cocinero también es de su gusto.
—A falta de probarlo, prefiero la becada.
Margot no pudo reprimir el exabrupto de una carcajada.
La duquesa la miró con tal pasmo que el conde bajó la vista a su plato ocultando una risa silenciosa.
—Creo que es la primera vez que me divierto en un evento de este tipo —murmuró lord Thorn.
—A mí me gustaría poder decir lo mismo, no abandono la esperanza, no crea.
Los hombros del conde se sacudieron ligeramente con una risa soterrada.
Tras un generoso trago a su copa, la duquesa se repuso lo suficiente para atreverse a dirigirse de nuevo a ella.
—Y dígame, lady Domer, ¿cómo es nuestro adorado Raymond Sullivan?
Ardo en deseos de conocerlo. Dudo que pueda conciliar el sueño esta noche.
—Yo también dudo que él pueda conciliarlo.
—¿Tan bien lo conoce para presuponer eso?
—Lo conozco bastante bien, sí.
—¿Le importaría adelantar alguna faceta de su carácter, o quizá alguna de sus preferencias?
—Es una persona introvertida y tímida, poco amigo de reuniones. Suele fatigarse con facilidad en compañías
femeninas.
Aquella última aseveración llamó la atención del conde. Le dedicó una sonrisa suspicaz y arqueó la ceja con
travieso asombro. Sus ojos se entrecerraron burlones.
Rose se ruborizó al comprender lo que aquella apreciación podría dar a entender.
—Quiero decir que es un hombre de carácter introspectivo, la sola exposición pública lo abruma —aclaró rauda.
—Estos artistas son tan peculiares... —opinó la duquesa limpiándose delicadamente con la servilleta sus labios
fruncidos—. Viven más en sus mundos interiores que en el real, me temo.
—Tan peculiares como excéntricos, nunca se sabe qué nuevo desmán se les ocurrirá —intervino Margot mordaz.
Rose le dirigió una mirada conminadora.
—No conozco a tan peculiar personaje —murmuró lord Thorn—. ¿Qué novela me aconsejan para enmendarlo?
—Oh, querido conde, tengo toda la colección en mi biblioteca, puede disponer del volumen que prefiera. De
momento ha publicado tres novelas y dos relatos, pero mi preferida es La sombra del hombre tiene forma de mujer.
—En cambio, yo encuentro más apasionante Tormentos de un alma apresada —aportó Margot sin perder su
aviesa sonrisa.
—Ambas historias son críticas sociales tan mordaces e inteligentes que sobrecogen —elogió la duquesa.
—Le agradezco su ofrecimiento. Ya tengo lectura nocturna, soy hombre de sueño ligero.
—Ya me contará, conde, estoy segura de que no le resultará indiferente.
Por algún motivo se dirigió a ella y asintió con la cabeza con gesto enigmático.
—Yo también lo creo.
Acto 5
El escritor
***
Las grandiosas fiestas de los Fitzwilliam se caracterizaban por un programa lleno de actividades de lo más
variopintas.
Aquella mañana en particular habían organizado un curioso juego de ingenio con pistas escondidas por el
inmenso jardín. Su plan consistía en llegar justo al inicio para evitar que repararan demasiado en su llegada.
Rose había logrado salir por una de las puertas de servicio en el ala este y se había escabullido entre setos de
rododendro y aligustre hasta la entrada de la finca, donde la aguardaba un carruaje alquilado equipado con el baúl
que ella misma había preparado.
El cochero la miró con extrañeza; no obstante, de inmediato compuso un gesto anodino e indiferente. Inclinó la
cabeza respetuoso y miró al frente.
Cuando subió al carruaje le temblaban las piernas. Sentía cómo sus latidos tamborileaban desacompasados en su
pecho y cómo su garganta se cerraba.
Cerró los ojos para intentar serenarse, pero incluso así el mundo parecía girar vertiginoso a su alrededor.
Inspiró lenta y profundamente varias veces hasta que logró disminuir un poco su pulso. Aquel recibimiento sería
decisivo. Todo su plan dependía de la credibilidad que ganara a su llegada. Si en un primer momento no despertaba
sospechas, no solo ganaría más confianza, sino que además ya se habrían asentado en sus mentes las bases del
engaño.
Tragó saliva cuando el carruaje se detuvo frente a la escalinata principal.
El cochero hizo también las funciones de lacayo, abriéndole la portezuela del mismo.
Se ayudó del bastón para bajar. En ese momento supo que iba a precisarlo más de lo que imaginaba, no como
accesorio varonil, sino como sostén de sus piernas.
Observó la magnificente fachada principal y tomó aire de nuevo.
Ya no había marcha atrás.
Un pequeño regimiento de criados descendió la escalera para descargar el baúl con sus pertenencias, mientras el
ama de llaves la recibía.
—El señor Sullivan, supongo.
—En efecto —masculló tras aclararse la voz.
—La duquesa me ha pedido que lo conduzca a los jardines, su equipaje será trasladado a sus dependencias. Yo
misma me ocuparé de acompañarlo cuando desee retirarse. Un placer contar con su presencia en Wentworth
Woodhouse.
A Rose se le secó la garganta. Su intención era refugiarse en su habitación hasta que el juego hubiera concluido.
—En realidad, preferiría descansar de tan largo viaje antes de reunirme con la duquesa. Quiero dedicarle toda mi
energía a tan honrosa invitación.
Un rictus contrariado preñó el sobrio gesto del ama de llaves. Era evidente que el encargo que le había sido
encomendado era irrevocable.
—Se trataría simplemente de saludar a la duquesa —insistió, intentando suavizar su tono autoritario.
Rose asintió queda. Quizá el entusiasmo por el juego eclipsaría su presencia ante los invitados. Se aferró a esa
idea para reunir el aplomo de seguir al ama de llaves, que ya caminaba hacia el interior de la mansión.
Atravesó un inmenso pórtico hasta un amplio corredor flanqueado por columnas de influencia clásica. El techo
abovedado enmarcaba frescos de estilo renacentista plagados de figuras con poses indolentes y querubines medio
desnudos que parecían acompañarte hasta una antesala punteada por recias puertas adinteladas. La sala era
espaciosa, pero con tanto ornamento y mobiliario que transmitía cierta sensación opresiva.
El ama de llaves la condujo hasta una puerta doble de roble macizo y, con un gesto invitador, la alentó a entrar.
—Es el acceso a los jardines, solo ha de seguir el bullicio.
Rose asintió y caminó irguiendo los hombros y repitiéndose a cada paso que era Raymond Sullivan.
Tanteó con la punta de los dedos el bigote para asegurarse de que seguía en su lugar, se ajustó el sombrero de
copa y se detuvo frente a las puertas acristaladas.
Aquel portal de luz la transportaría a otra dimensión, a una realidad alternativa, a ese mundo en el que podría
gozar de las libertades que tanto había ansiado y de las que por su condición no podía disfrutar.
Una última inspiración, un último rezo silencioso, un último aliento y, por fin, atravesó las puertas que conducían
a los jardines.
Ante ella, grupos de invitados se diseminaban en varias carpas. Otros se congregaban a la intemperie, disfrutando
de la timidez de un sol esquivo.
Antes de poder localizar a la duquesa, tuvo que recordarse que debía fingir no conocerla. Avanzó hacia la carpa
principal hasta que una alborozada voz pronunció su nombre.
—¡Por Cristo Redentor! ¿Usted es el famoso Raymond Sullivan?
Ejecutó con elegante precisión una reverencia estudiada acompañada de una sonrisa galante ante la efusiva
duquesa.
—¿Tengo el gusto de encontrarme frente a la gran duquesa Fitzwilliam?
—Y ante la más apasionada de sus lectoras, puedo añadir con orgullo.
—Qué gran honor supone eso para un humilde escritor como yo.
La mujer encajó un monóculo en su ojo derecho y lo observó con aguda curiosidad.
Rose contuvo el aliento. Su pulso volvió a desbocarse.
—Es tal cual esperaba —sentenció jubilosa.
La añosa duquesa se volvió aleteando con su mano enguantada. Le costó adivinar que estaba llamando a alguien.
Cuando otra dama de edad similar y elegante porte se acercó, supo de quién se trataba.
—Permítame presentarle a la baronesa Miller.
—Un placer, señor Sullivan, no imagina la cantidad de preguntas que deseamos hacerle.
Rose carraspeó forzando una tos ronca antes de responderle.
—Me temo que no soy un gran conversador, baronesa, sin embargo, prometo complacerlas en la medida de lo
posible.
—¡Eso sería maravilloso! —exclamó la duquesa, mirando cómplice a su amiga—. Ahora, si me lo permite, me
voy a tomar el atrevimiento de pedirle que participe en el juego. Presupongo que estará cansado, pero como buen
caballero no puede negarse a socorrer a unas damas necesitadas de su ingenio.
—¿Qué pueden precisar de mí?
La duquesa se aferró a su brazo, conduciéndolo a la carpa central.
—Verá, señor Sullivan, el juego se compone de equipos de cuatro miembros. Se trata de un juego de ingenio en
el que hay que resolver un acertijo para obtener una pista. El equipo que logre descifrar las tres pistas y consiga el
objeto escondido será el ganador de la prueba y, por tanto, tendrá un privilegio especial. En nuestro equipo somos
tres participantes: la baronesa, lord Wilson y yo, y nos falta uno. Bien sabe Dios que nosotras entendemos de
acertijos lo mismo que de esgrima, y el pobre lord Wilson ni de una cosa ni de otra.
Ambas mujeres soltaron una risita diabólica.
Rose empezó a compadecer a lord Wilson.
—No puede negarse, señor Sullivan —contraatacó la baronesa—, nos causaría una gran tristeza. Y a nuestra edad
no conviene contrariarnos.
—En tal caso, me veo obligado a aceptar —concedió a su pesar.
Las viejas arpías se miraron complacidas con su encerrona.
Y como si aquello no fuera ya suficientemente comprometido, la duquesa se engarzó a su brazo y la condujo
hacia la carpa.
Allí cogió una campanilla y comenzó a agitarla con vehemencia como un pastor reuniendo a su rebaño.
—Préstenme un segundo de atención, por favor. Tengo un anuncio importante que hacerles. ¿Está por ahí lady
Domer?
Rose cerró los ojos un instante mientras la duquesa palmeaba emocionada.
Las conversaciones se extinguieron en pos de la expectación creada.
Todos los invitados empezaron a mirar a su alrededor buscando a la solicitada.
Una voz se alzó entonces sobre la explanada.
—Hace un minuto estaba a mi lado.
Margot se abrió paso entre la gente fingiendo buscar a su amiga. Rose reprimió el deseo de cavar un hoyo y
meterse dentro.
Al cabo apareció Alice y se acercó a ellos.
—Lady Domer me ha pedido que la disculpe, se ha sentido indispuesta y se ha retirado a su habitación.
—Espero que se restablezca pronto. Si necesita que la visite mi médico personal, solo tiene que pedirlo.
—Así se lo haré saber.
La duquesa se adelantó un paso, tomando a Rose por el codo, y se aprestó orgullosa a hacer su triunfal anuncio.
—Tengo el inmenso orgullo de presentarles al escritor que tan buenas lecturas me ha procurado. Un hombre con
un talento excepcional del que seguro ya habrán oído hablar. Tendremos el gusto de poder compartir estos días de
festejos con el misterioso Raymond Sullivan, que ha aceptado venir de Italia solo para complacer mi capricho.
Tras unas encadenadas exclamaciones de asombro, la curiosidad dio pábulo a murmullos soterrados y a miradas
escrutadoras.
Rose contuvo a duras penas el impulso de salir corriendo. Hinchó el pecho, irguió la espalda y les dedicó una
inclinación cortés de barbilla.
Casi al instante toda una corte de jóvenes curiosas comenzó a mariposear a su alrededor. Entre ellas su más
enconada enemiga, lady Muriel Hamilton.
Le resultó gracioso descubrir por primera vez en sus distinguidas facciones un rictus amable.
—No imagina cuántas suposiciones ha despertado su desconocido paradero. Ha sido el centro de muchas
conversaciones, se lo aseguro.
—Ignoraba que hubiera tanto revuelo sobre mí.
—Cuando uno secuestra tantos corazones con su pluma resulta comprensible que las cautivas ansíen conocerlo y
saber de él. Como ya sabe, la ausencia presencial de alguien lo convierte en una especie de fantasma. Lo que suma
más misterio y más interés a su figura.
—¿Quiere decir que mi presencia hoy aquí ha explotado ese halo de leyenda que ha creado mi ausencia?
Muriel arrugó su pequeña nariz respingona en un intento frustrado de coquetería. Aleteó sus pestañas oscuras y
negó lentamente con la cabeza.
—En realidad, señor Sullivan, la ha alimentado más. No es para nada como imaginábamos.
Rose comenzó a ponerse nerviosa de nuevo.
—¿Y cómo me habían imaginado, si puede saberse?
—Con faldas.
—Lamento decepcionarlas, entonces.
Su tabla de salvación fue Alice, que irrumpió como un perro ovejero interponiéndose entre Muriel y ella con una
cháchara incesante, similar a pequeños y agudos ladridos molestos y estridentes. Se ancló a su brazo, acaparándola
por completo y dándole la espalda a la odiosa Muriel.
Rose casi agradeció el siguiente anuncio, que desvió completamente la atención que le prestaban en favor del
asistente de la duquesa.
Acto 6
El juego
***
El majestuoso salón refulgía bajo la iluminación de decenas de candelabros. El brillo de las velas encendidas
reverberaba en las sedas y en las joyas de las damas. El oscuro atuendo de los caballeros contrarrestaba la
luminiscencia casi cegadora irradiada por sus parejas. A Liam se le antojó la escena como un tablero de ajedrez a
mitad de una partida, donde piezas blancas y negras se alternaban sin un orden concreto.
Habían colocado en el centro un pianoforte, un arpa, y un violín.
Descubrió a la duquesa luciendo un ostentoso vestido color vino junto a su inseparable amiga, la baronesa Miller.
Barrió con la mirada el círculo más allegado de la duquesa, pero no vio al escritor.
Localizó con más fortuna a lord Valmont, un joven de aspecto angelical y dorada melena, tocado con unos
grandes ojos verdosos y facciones delicadas.
Agraciado como lo podría ser un infante de cutis impecable y expresión inocente. Menudo y delgado, como un
soldadito de plomo.
Takeshi le señaló con la barbilla a otro de los objetivos, el jovencísimo lord Alexander. Cabellos rizados y suaves
de un vistoso tono cobrizo y ojos azules de mirada cándida. Un imberbe de aspecto ingenuo y talante tímido.
Una sombra de pecas punteaba sus pómulos, un rasgo que le confería más dulzura si cabía.
—No veo a Sullivan —susurró Takeshi—, tampoco a lord Blyde.
Peinaron a golpe de vista el salón. Ambos negaron con la cabeza.
—Será mejor que nos separemos —aconsejó Liam—, si no los localizamos debemos averiguar dónde están.
Takeshi asintió y le dio la espalda rumbo al otro extremo de la sala.
Liam se topó con la sonrisa cortés de Margot, le devolvió el gesto y descubrió junto a ella a la polémica lady
Domer.
Estaba deslumbrante.
No pudo reprimir el impulso de observarla un instante mientras ella conversaba con otra de sus amigas. Apenas
lucía una fina cadena en el cuello y unos pendientes discretos. Su vestido no destacaba sobre el resto ni su peinado
era el más sofisticado, y era esa sencillez precisamente la que resaltaba la belleza natural que poseía.
La voluptuosidad de sus formas luchaba contra la rectitud de un vestido de líneas lisas y sencillas rompiéndolas
en curvas turbadoras.
Lo que más le llamaba la atención de aquella arrebatadora mujer era su pertinaz e incomprensible esfuerzo por
encubrir sus dones físicos. Su empeño no se limitaba a rechazar a pretendientes, sino que se afanaba por disuadirlos
fingiendo manchas en su rostro o torpeza en su proceder. Y a Liam eso le resultaba fascinante.
Cuando los almendrados ojos de la mujer que contemplaba repararon en él, se limitó a arquear las cejas a modo
de saludo. Ella no ocultó un mohín de desagrado cuando inclinó la barbilla devolviéndole el gesto. Se acomodó un
brillante rizo castaño claro tras la oreja y fingió ignorarlo.
«Me detesta», pensó con traviesa diversión. Y para un hombre que solía despertar atracción y admiración en la
gran mayoría de las mujeres, acostumbrado a estar rodeado de halagos vacuos y ambiciones soterradas, ella
representaba todo un reto. Un soplo refrescante en un mundo rebosante de hipocresía. Una brisa honesta, perfumada
de promesas tentadoras.
En ese momento decidió incomodarla un poco más y, de paso, despejar la incógnita sobre el paradero del señor
Sullivan.
—Buenas noches, milady, la encuentro bastante recuperada de la indisposición de esta mañana.
—Un buen descanso obra milagros.
—Una pena que se haya perdido la espectacular intervención del señor Sullivan en los juegos del jardín. Por
cierto, no lo veo por aquí.
Rose desvió un instante la mirada y entrelazó sus enguantados dedos para disimular un ligero temblor.
—Me temo que ha bebido más de la cuenta celebrando su victoria.
—¿Presumo entonces que está en su habitación durmiendo la mona?
—Dudo que pueda salir de la cama, sí.
—O no está acostumbrado a ganar o a beber —disparó él aguardando la reacción de la joven.
Ella entrecerró los ojos en una mirada irritada.
—No está acostumbrado a los festejos de ninguna índole. Es un hombre de salud delicada, frágil en exceso.
—Pues corría como una liebre.
—¿Deseaba algo más, lord Thorn?
—Yo siempre deseo algo más.
La joven lo contempló con marcada desaprobación.
—Eso es algo que a mí no me incumbe.
—Quizá le incumba más de lo que imagina.
Estaba siendo irrespetuoso e insolente, pero provocarla le resultaba terriblemente irresistible.
—Sus deseos me son totalmente indiferentes, se lo aseguro. Y ahora, si me disculpa...
Ya se escabullía cuando la aferró por el codo y se inclinó sobre ella.
—No, no la disculpo.
Rose frunció el ceño y lo fulminó con una mirada airada.
—Veo que disfruta incomodándome, es usted un arrogante y un impertinente. Si esta táctica le suele funcionar, le
recomiendo que no pierda más el tiempo conmigo.
—No suelo usar tácticas con las mujeres. No soy un crápula.
—Pues se empeña en parecerlo. Y ahora hágame el favor de dejarme en paz.
Ella se desasió con brusquedad y se alejó de él.
Nunca en toda su vida había incordiado a una mujer. No estaba en su naturaleza y, a decir verdad, siempre había
condenado esa actitud en otros.
Pero lady Domer ejercía un extraño influjo en él. Tenía muy claro que ella, al contrario que las demás, no
deseaba la proposición de ningún caballero. Era su primera temporada e imaginaba que no quería atarse tan pronto.
Pero sus métodos cuando menos eran originales.
Takeshi se reencontró con él en el centro.
—He localizado a lord Blyde.
—Sullivan está en su habitación, al parecer bebido.
—Esta noche solo tendremos que custodiar a tres querubines.
—Debemos fijarnos en los hombres que se les acerquen.
En ese instante unas palmadas, la forma en que la duquesa hacía sus anuncios, resonaron apremiantes, alzándose
sobre el murmullo de conversaciones que flotaba en el aire. Captó la atención que reclamaba.
—Como figura en el programa, esta es una velada musical, pero como ya habrán adivinado, siempre les escondo
una sorpresa. Me consta que la mayoría de las jóvenes aquí presentes practican alguna disciplina artística, y presumo
que la música está entre ellas. He seleccionado los tres instrumentos más habituales y, como mañana será día de
caza, actividad enteramente masculina, esta noche las participantes femeninas de cada grupo podrán obtener una
nueva pista. La pieza mejor interpretada será la ganadora.
Liam observó de soslayo a Takeshi, que miró al cielo como suplicando piedad.
La baronesa Miller dirigió su oronda figura hasta el arpa y tomó asiento con la espalda recta. Inspiró hondo varias
veces y colocó sus gordezuelas manos sobre las cuerdas.
Cerró los ojos, quizá para facilitar que la inspiración entrara en ella, y comenzó a cimbrear las cuerdas entonando
una melodía hasta el momento no reconocida, al menos para él. La palabra desafinar fue honrada debidamente,
alcanzando su máximo esplendor en el crescendo de la pieza. Una nota tras otra, aquella atrocidad musical acuchilló
a los presentes sin piedad. Algunos lograron confundir la mueca dolorosa con una sonrisa tirante. Él fue incapaz.
—Estoy empezando a desear volver al agujero —se lamentó su socio.
—Llévame contigo —bromeó él.
La baronesa concluyó su suplicio auditivo para alivio de sus torturados.
Tras ella toda una hilera de damas, sin ningún oído musical, aporrearon el pianoforte como si dentro de las teclas
se escondiera la canción que buscaban. No sabía quién había inventado el instrumento, pero estaba seguro de que se
estaría revolviendo en su tumba. Las jóvenes que eligieron el violín merecieron pena de cárcel; la muerte, sin duda,
habría sido un castigo demasiado piadoso para ellas.
—¿Resulta maleducado aquí taparse los oídos? —preguntó Takeshi.
—Si todavía no te sangran, sí.
—Juraría que me estoy desangrando ya.
—Yo empiezo a lamentar seguir vivo —murmuró Liam.
Lady Muriel se acercó a él para comunicarle que sería ella la representante de su equipo esa noche.
—Solo espero que elija el arpa y se estrangule con las cuerdas —musitó Takeshi.
—La música empieza a desquiciarte.
—Ya que no me mata...
Muriel eligió el violín.
—Por cómo coge el arco, es más fácil que se quede tuerta —señaló Liam con temor.
A pesar de su torpeza inicial y para sorpresa de ambos, se defendió bastante bien en su manejo. La sonata elegida
se reconocía con facilidad, un adagio de Bach. No era el gran Paganini, pero interpretó la melodía con algún que
otro tropiezo perdonable.
—Si la pista no es para Muriel, juro amputarme las dos orejas —masculló Takeshi.
La sala comenzó a aplaudir la intervención con tanto entusiasmo que la duquesa no dudó en levantarse de su
diván para entregarle un sobre con la pista.
—Enhorabuena, querida, una pieza maravillosamente ejecutada.
Muriel sonrió victoriosa lanzando una mirada de regodeo a alguien en particular.
—¡Arpía!
La sala al completo se volvió hacia el origen del exabrupto. Lady Liliam se cubría la boca con la mano
enguantada, intentando disculparse por la embarazosa manera en que sus nervios se liberaban.
Lady Domer, a su lado, había palidecido. Margot, en cambio, ocultaba fútilmente un ataque de risa tras su
conveniente abanico.
—Lord Alexander ha desaparecido —observó Takeshi alarmado.
—Le preguntaré a su padre si sabe adónde ha ido. No pierdas de vista a los otros dos.
Liam rebuscó entre el gentío al padre. Lo encontró en una esquina conversando con una dama.
—Disculpe, milord, varios jóvenes me han pedido consejos para la cacería de mañana, y me preguntaba si a su
hijo también le interesaría.
—Será mejor que se lo pregunte a él, debe de estar flirteando con alguna muchacha.
—Sí, lo he visto al entrar, pero tras el concierto no he vuelto a verlo.
Quizá se haya retirado ya a descansar.
—No, la llave de la habitación la tengo yo. A buen seguro ese truhan le estará robando un beso a alguna pobre
ingenua.
Liam asintió y se despidió cordial.
Volvió a repasar el salón mientras volvía al lado de Takeshi y se fijó en las dos salidas que presentaba. Una
llevaba al ala de los invitados, y la otra derivaba en los jardines frontales.
—Si su padre lleva razón, le estará arruinando la reputación a alguna jovencita en algún rincón penumbroso del
parque. Iré a buscarlo.
Takeshi asintió con semblante grave.
Acto 8
La cacería
***
Llegar la última a los establos tuvo una consecuencia con la que no contaba.
El mozo de cuadra ya tenía preparada la última montura disponible. Un alazán castaño rojizo, de temperamento
inquieto, nervudo y fibroso.
De más alzada de la que esperaba y más agitación de la deseada. Se acercó al animal con intención de acariciar su
testuz, pero este agitó la cabeza rechazando el gesto.
—Acerque la mano a los ollares, que se familiarice con su olor —le aconsejó el mozo.
Rose se quitó el guante y acercó la mano despacio.
El caballo resolló y la olisqueó curioso.
—Bien, parece que no lo rechaza.
—Creía que los caballos de la finca eran todos dóciles, acostumbrados a la monta.
—Bueno, este tiene un carácter más arisco, menos sociable. Pero cuando te haces con él es el corcel más rápido
del establo.
—¿Y no queda ninguna montura más mansa?
—Solo Minnie, pero es muy vieja y está medio ciega.
—Quizá Minnie simpatice más conmigo.
—Milord, créame que no es una montura acorde para una cacería.
Rose torció el gesto y miró al alazán evaluándolo de nuevo.
—¿Podría ayudarme a llegar al estribo?
—Naturalmente.
El palafrén se agitó y relinchó encabritándose. Rose se aferró al pomo de la silla de montar con ambas manos
para no caer.
Su sombrero salió disparado junto con su educación.
—¡Maldita sea! —bramó furiosa.
El mozo aferró las riendas para controlar al animal.
—Hoy está más irascible de lo habitual, milord. No sé qué le pasa.
—Ensílleme a Minnie, por favor.
El chico la miró indeciso, pero ante la firmeza de su tono y su mirada determinante, acabó de decidirse.
Se encogió de hombros y se dirigió al fondo del establo.
Cuando vio aparecer a Minnie, quiso que la tierra se la tragara.
—¡Es un poni!
—No, es una mula. Ya le he dicho que no es lo más aconsejable para una cacería.
—¡Por el amor de Dios!
—Me temo que solo dispone de dos opciones, milord.
Rose no tenía mucho tiempo para elegir, el resto de los participantes ya estaba concentrado en la parte de atrás de
los jardines.
El alazán se encabritó con un relincho agudo y estridente. Algo en ella lo ponía más nervioso. Estaba claro que no
se dejaría montar.
—No, solo tengo una opción —se lamentó.
Se encaramó sobre Minnie y salió de las cuadras con un trote pesado y lento.
Cuando por fin alcanzó al resto de los jinetes, de nuevo se convirtió en el centro de atención y de las chanzas.
Como era de esperar, el altivo conde de Norfolk se acercó a ella montado en un soberbio frisón de color zaíno.
—Sin duda es usted un hombre poco común, casi tanto como su montura
—repuso mordaz.
Desde su imponente corcel la observó con divertida curiosidad.
Rose se cuadró sobre su silla, irguiendo la espalda tanto como pudo.
—Al menos no soy tan previsiblemente aburrido como el resto.
Dos jinetes se acercaron al trote. Cuando reconoció a uno de ellos, Rose casi se cae de la silla.
—¿Tengo el honor de estar delante del nuevo capricho de la duquesa?
No se dirigía a ella, sino a su acompañante, el marqués de Standford.
—Así es, lord Domer, este caballero es el famoso señor Sullivan.
Un par de conocidos ojos se clavaron en ella.
El marqués hizo los honores.
—Le presento al conde de Dorchester, lord Joseph Domer.
Rose inclinó la cabeza ante su propio padre rezando para sus adentros.
—Me resulta vagamente familiar, ¿ha estado alguna vez en Milton Abbey?
—No he tenido ese placer —logró musitar sin trabarse.
—Seguro que a mi hija le encantaría invitarlo, comparte esa afición por garabatear letras en un papel —profirió
despectivo.
—Según tengo entendido, fue su hija quien medió para que fuera invitado
—informó el marqués.
Su padre agrandó los ojos con asombro.
—¿Conoce a mi hija, señor Sullivan?
Su tono fue hostil. Rose se estremeció.
—Manteníamos una relación de amistad por correspondencia, suelo pasar gran parte del año en la Toscana. La
conocí por fin en persona cuando llegué aquí.
La mirada dura y censuradora se tornó casi amenazante.
—No tenía constancia de que mi hija se carteara con un... joven.
Más que pronunciar la última palabra, la trituró entre los dientes.
—Como ha adivinado, nos ha unido nuestra pasión por las letras.
—Que es lo único que permitiré que comparta con ella —aclaró con rudeza intencionada, imprimiendo en su
aviso un tinte amenazador.
Rose se mordió la lengua y azuzó a su montura para dejar aquel grupo atrás.
—¿Qué diablos lleva ese escritorucho entre las piernas? ¿Es una condenada mula? —oyó que decía su padre en
tono socarrón.
—Será mejor que no lo subestime —murmuró el conde de Norfolk—, ha demostrado agallas, ingenio y empeño.
No esperaba que lord Thorn saliera en su defensa.
—Y un escaso sentido del ridículo —agregó su padre con desdén.
Su carcajada abrupta y desagradable la siguió hasta la entrada al bosque.
—Eh, Sullivan —masculló alguien—, se trata de cazar a un jabalí..., no de alimentarlo.
Un coro de risas acompañó a una bandada de estorninos que levantaban el vuelo.
—Creo que esa mula tiene más años que la finca —se burló otro.
Rose alzó la barbilla y pasó entre ellos con porte digno.
—Qué observador, lord Amber, me tranquiliza comprobar que su agudeza sirve al menos para algo —respondió
mordiente.
Un jinete se adelantó para ponerse a su lado. Se trataba del conde.
—Ignórelos, señor Sullivan. Son una panda de pretenciosos engreídos.
Rose giró la cabeza para mirarlo directamente con marcado asombro.
—Le recuerdo que la primera burla ha sido la suya.
—Y le pido disculpas por la chanza, pero he de reconocer que siempre logra sorprenderme.
—Disculpas aceptadas.
El duque Fitzwilliam apareció seguido de sus dos asistentes.
—Al final su mula no va a ser la más vieja del encuentro —murmuró el conde en un susurro.
Rose estranguló un acceso de risa a tiempo.
Los asistentes tocaron una corneta dando comienzo a la cacería.
Una jauría ladró excitada al recibir la orden de búsqueda. Los perros salieron en estampida hacia la espesura del
bosque seguidos por los jinetes más preparados.
Lord Thorn se quedó rezagado junto a ella.
—No necesito un protector, tampoco un acompañante. Vaya y disfrute de la caza, tengo muy claro que en esta
ocasión no puedo competir.
—Me consta que es un buen tirador —le recordó Liam arqueando una ceja
—, no pierda la esperanza.
Rose se encogió de hombros.
—Por fortuna, no tengo a la duquesa azuzándome para ganar.
—Complacer a una dama siempre es un aliciente en el juego —concordó el conde.
—Mi único aliciente era lograr que se callara —reconoció.
El hombre rio y asintió divertido.
—Empiezo a compadecerlo —repuso.
Instigó a su caballo y cabalgó hasta el grupo principal.
—Bien, Minnie, tú y yo a dar un paseo tranquilito.
Acarició las crines del animal y le rascó la cerviz con mimo.
Arreó al animal para conseguir al menos un trote digno, pero fue inútil.
Supo que no lograría alcanzarlos, tampoco lo intentó. Permitió que Minnie eligiera el sendero, lo único que le
apetecía era mordisquear hierbajos.
Deambuló sin rumbo fijo pensando en la crueldad de su padre con ella; incluso sin saber quién era, su inquina
manaba como dardos envenenados.
Era como si estuvieran predestinados a odiarse. A menudo se preguntaba de dónde nacía su encono hacia ella.
Incluso había barajado la posibilidad de que no fuera hija suya y él lo supiera. Porque le parecían tan
desnaturalizados aquellos sentimientos beligerantes que no alcanzaba a entenderlos. Era probable que él hubiera
deseado tener un varón, aunque tampoco lo había manifestado. Quizá simplemente había decidido trasladar a la hija
el odio que sintió por la madre. Sabía que su madre se había casado obligada por la familia, y que se había opuesto
al enlace y había intentado escapar en dos ocasiones. Tal vez ese rechazo hacia él había provocado aquella
animadversión y...
De repente un recuerdo dormido despertó con viveza.
Una frase dicha por su madre justo antes de morir...
«No, mi niña, mi enfermedad es incurable, pues procede de un corazón roto y atormentado. En realidad, morí
cuando la perdí a ella..., cuando condené mi felicidad...»
¿«A ella»? ¿De quién se trataba? ¿Qué secretos había escondido su madre?
En ese momento decidió averiguarlo cuando regresara a Milton Abbey.
Mientras Minnie pastaba a sus anchas en un rodal de margaritas, decidió bajarse y caminar un rato. Corría una
brisa agradable y perfumada que invitaba a la abstracción. La paz que la rodeaba dejaba claro que la caza estaba
teniendo lugar lejos de allí, por fortuna.
Ya regresaba junto a Minnie cuando el sonido de un disparo la detuvo en seco.
La mula estaría medio ciega, pero no sorda. Dio una espantada con un relincho quejicoso y salió al trote todo lo
deprisa que su achacoso cuerpo pudo.
Lo primero que pensó Rose fue que el jabalí estaría cerca. Sin embargo, no oyó los ladridos de los perros. Afinó
el oído y le pareció percibir los cascos de un caballo.
Debía evidenciar su presencia para que el tirador no se confundiera, pero por otro lado, si se hacía notar
demasiado, el jabalí podría atacarla. Decidió guarecerse entre el aligustre que circundaba un viejo roble.
Permaneció en silencio y se tensó al oír voces cercanas.
—No debes preocuparte, todos creerán que ha sido un lamentable accidente.
La voz era joven, ansiosa.
Alguien susurraba una réplica, no pudo distinguir bien el tono ni entender las palabras. Oyó el sonido reconocible
de un forcejeo y pudo palpar la tensión entre ambos hombres.
A Rose la intrigó sobremanera aquel encuentro furtivo. Intentó asomar la cabeza con discreción para atisbar entre
las hojas. Alcanzó a ver dos figuras en el claro: una era alta y fornida; la otra, menuda y delgada. Se inclinó un poco
más y pisó un arbusto que crujió molesto. Retrocedió justo cuando ambos hombres se volvían hacia ella.
Se agachó rauda y rezó en silencio.
Unos pasos se acercaban. Rose se encogió sobre sí misma como si de ese modo pudiera convertirse en piedra. Por
algún motivo supo que corría peligro. Fue una sensación tan palpable y opresiva que sintió náuseas.
Los pasos se detuvieron. Oyó ruido de hojas siendo sacudidas; al cabo, los pasos retrocedieron.
Transcurrió un largo rato sin que se atreviera a moverse. Cuando por fin lo logró se aseguró de estar sola. Salió al
claro titubeante y buscó con la mirada a Minnie.
No había ni rastro de la mula.
Tampoco sabía qué camino tomar para regresar a la mansión. Su sentido de la orientación siempre había sido
pésimo. Así que decidió elegir una dirección al azar.
Comenzó a andar, pero un gruñido la sobresaltó.
Frente a ella, un enorme jabalí la observaba fijamente. El animal jadeaba expulsando regueros de saliva espumosa
de sus abiertas fauces. Dos grandes colmillos curvos parecieron resplandecer bajo el sol de la mañana.
El terror la sobrecogió. Su primer pensamiento fue trepar al primer árbol que lograra alcanzar. Había oído hablar
de la rapidez del jabalí y de su agresividad. Si la atacaba, estaba perdida.
Enfrentarlo era una temeridad, lo único que tenía al alcance eran ramas nervudas. Su escopeta se hallaba en la
silla de montar. No disponía de más armas. Tampoco sabría usarlas. Miró de soslayo un sauce cercano. Su única
oportunidad radicaba en llegar antes de ser embestida.
No vaciló. Empezó a correr como alma que lleva el diablo.
El jabalí salió tras ella. Sus espantosos gruñidos le helaron la sangre. Miró por encima de su hombro y,
horrorizada, descubrió que le estaba ganando terreno. Imprimió más velocidad a sus piernas en un desesperado
intento por salvar la vida.
Casi podía sentir el fétido aliento del animal. El sauce aún quedaba a unos pies de distancia. No lo iba a
conseguir.
Un gruñido voraz y escalofriante se cernió sobre ella. Gritó aterrada viéndose presa del ataque cuando un disparo
la paralizó.
Se lanzó al suelo y se cubrió la cabeza con las manos.
Sintió un peso junto a ella. Y un resollar agónico.
El jabalí abatido la miraba con ojos vidriosos.
Unos pasos apresurados la alcanzaron. Una mirada preocupada la inspeccionó.
—Por qué poco... —profirió una voz grave y preñada de angustia.
Se dejó ayudar para ponerse de pie. Le temblaban las rodillas.
—¿Está herido, señor Sullivan?
Rose negó con la cabeza. Unos ojos del color de la melaza al sol adquirieron un brillo aliviado.
—¿Dónde está su montura?
Una mano grande rodeó su cintura y la sostuvo con fuerza contra el costado del hombre. Se sintió tan pequeña y
desvalida ceñida a aquel cuerpo grande y cálido que agradeció cobijarse un rato en él para recomponerse de la
impresión sufrida.
—Se ha asustado y... ha desaparecido —logró balbucear.
El conde la acercó a su soberbio frisón negro y la alzó con asombrosa facilidad para depositarla sobre la montura
con toda la delicadeza de la que fue capaz.
—Seguro que ha sabido volver a los establos.
Lord Thorn subió a la montura con sorprendente agilidad y se colocó tras ella en la silla. Su cercano contacto la
turbó.
Sus largos brazos aferraron las riendas y arreó al caballo con vehemencia.
—¿Y su presa? —preguntó ella, sin apenas apercibirse de que estaba olvidando su tono de voz impostado—. Ha
abatido al jabalí, es el ganador de la cacería.
—Lo he abatido para salvarle la vida, no entraba en mis planes ganar nada, y menos a costa de la vida de un
animal por puro ego masculino.
—Lord Thorn, está empezando a caerme bien.
Una carcajada sacudió ligeramente el pecho del hombre contra su espalda.
Notaba su calidez penetrando en su miedo, disipándolo, alejando el frío de los temblores que se resistían a
abandonarla. De manera instintiva y totalmente inapropiada, su cuerpo se arrebujó contra el de lord Thorn. Él se
envaró incómodo y ella se irguió avergonzada.
Procuró evitar todo contacto, a pesar de que el trote de su montura la balanceaba contra él. Lo que más la
desconcertaba era el inusitado anhelo por volver a refugiarse en el calor que manaba el cuerpo del hombre, la
sensación de protección y de hogar que por un instante había sentido por primera vez en su vida con alguien más,
aparte de con su madre.
—¿Su vida suele ser así de emocionante? —preguntó el conde.
—Por fortuna no, en caso contrario tendría serios problemas para mantenerme con vida.
—De hecho, me preocupa que no sobreviva a más juegos de los Fitzwilliam —bromeó.
—Compartimos la preocupación —afirmó ella, provocando en el conde una nueva risa que hizo vibrar su pecho.
Descubrió contrariada que le gustaba el sonido de su risa—. Por cierto, ¿se sabe qué nuevo desafío letal nos tiene
preparada la duquesa?
—No, y créame que me quita el sueño.
Rose asintió divertida.
—Creo que esta va a ser la semana más agotadora de mi vida —repuso fijándose en las manos del hombre.
Eran grandes y fuertes. No eran las refinadas de piel fina que exhibían los caballeros. Eran manos curtidas, más
de labrador que de conde. Eso la intrigó.
—Al menos anoche disfrutó de una tregua. El concierto que sufrimos solo tuvo comparación con alguna tortura
medieval.
—Ya me contó lady Domer al respecto. Al parecer, lady Muriel fue la gran revelación.
— Gran revelación no es el término que usaría —replicó el conde—, pero se defendió con bastante acierto. Bien
es verdad que los desmanes musicales anteriores otorgaron más brillo a su actuación. Hasta yo podría haber brillado,
y no sé distinguir un violín de un macetero.
—Al final voy a agradecer haberme pasado la velada abocado en la palangana.
—Yo casi me aboco al suicidio, así que, sí, fue afortunado, señor Sullivan.
Rose rio y se negó a pensar en lo a gusto que se sentía en la compañía del conde.
—Por cierto —prosiguió él locuaz—, como ya sabe, he presenciado el desagradable encuentro con el padre de
lady Domer. Espero que su manifiesta desaprobación no perjudique en modo alguno la amistad que los une.
—No se preocupe, nada conseguirá que destruyamos nuestro vínculo.
Tras su respuesta se hizo un silencio extraño que Rose no supo cómo romper. Finalmente fue el conde quien
volvió a hablar.
—Veo que su relación con lady Domer es más seria de lo que supuse en un principio.
Su tono cambió, se oscureció de repente, sonó más frío y tirante, casi rasposo. El cambio en el trato se extendió a
su cuerpo, que adquirió rigidez en el torso y en los brazos. Observó confundida cómo sus manos se crispaban contra
las riendas.
El silencio los acompañó hasta que atravesaron los dominios de los jardines traseros.
—Si me permite un consejo, señor Sullivan, y a tenor de lo propenso a los accidentes que parece ser, tenga
cuidado con lord Joseph Domer, es un hombre que no amenaza en vano. Sé reconocer a un hombre peligroso en
cuanto lo veo. Si sus sentimientos por lady Domer son sinceros, no espere aprobación alguna. Su única opción es
llevársela a la Toscana consigo.
Rose se quedó tan impactada por esa exhortación que fue incapaz de hacer réplica alguna durante el dilatado
momento de incomodidad entre ellos.
—Le ruego que este incidente quede entre nosotros. No creo que sea capaz de soportar más atención —se limitó a
pedir.
—Descuide.
Cuando llegaron a las puertas de la mansión, se dejó ayudar para bajar del caballo y se limitó a agradecerle al
conde su oportuna intervención antes de alejarse a buen paso de aquel hombre que, debía reconocer a su pesar,
empezaba a atraerla.
En ese instante supo que, además de su padre, el conde de Norfolk también era un hombre peligroso para ella.
Acto 9
La tragedia
—¡¿Una mula?!
Margot estalló en carcajadas, doblándose en dos sobre el coqueto diván de terciopelo de color celeste.
—¡Por Dios, no puede ser cierto!
—Lo es.
Naturalmente no pensaba contar su encuentro con el jabalí ni bajo tortura.
Si Florence se enteraba, la desollaría viva. Tampoco se había detenido demasiado en pensar en lo cerca que había
estado de la muerte. Prefería olvidar el suceso de su mente y, con él, las turbadoras sensaciones que el conde había
provocado en ella.
Florence puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza.
—¿A eso llamas tú un «caballo manso»?
—La cuestión se reducía a elegir entre una mula o un alazán que solo podía ser montado por algún jinete del
apocalipsis. No quedaban más en los establos.
—Yo antes habría ido a pie —adujo Margot limpiándose las lágrimas de los ojos.
—No creas, caminé bastante.
—No quiero saber más —pidió su amiga entre carcajadas.
—En lugar de reírte podrías ayudarme a quitarme este condenado bigote.
Florence le había empapado la tira de pelo con un ungüento untuoso para facilitar que se desprendiera el engrudo.
—Presentas una imagen muy turbadora con tu larga melena clara y esa cosa negra bajo la nariz.
—Ya se habrá ablandado, espero, ayúdame a quitarlo pero sin romperlo.
—Estoy segura de que ninguna amiga ha hecho nunca nada parecido.
Rose negó con la cabeza.
—Te equivocas, las mujeres francesas depilan sus partes íntimas con cera caliente, y son sus amigas las que les
hacen el favor.
Florence susurró algo entre dientes y sacudió la cabeza escandalizada.
—Esos gabachos son unos libertinos impíos.
—¿Y para qué se libran del vello? Si está ahí será por algo —repuso su amiga.
—Dicen que es más del gusto de los hombres y, además, facilita el aseo.
Lo leí en algún sitio.
Entonces el ama aleteó con los brazos ante ellas, como si de ese modo pudiera disipar la conversación indecorosa
que estaban manteniendo.
—¡Esto me va a costar más de una confesión!
Las jóvenes rieron ante el sofoco del ama.
—Volvamos al bigote, por favor, el picor me está matando.
Margot se acercó, agarró un extremo y Rose tensó el labio superior apretando los dientes. Asintió para avisar y un
tirón seco lo alejó de su boca.
—Cómo duele —se quejó.
—Pues lo he hecho a la francesa. —Le sacó la lengua y balanceó el bigote pringoso delante de ella—. ¿Dónde
dejo la rata muerta?
Florence señaló el tocador.
Cuando Rose se miró en el espejo descubrió un rosetón inflamado sobre su lastimado labio superior.
—Parezco un...
—Un pato —concluyó Margot—. Míralo por el lado bueno: ya tienes una tara nueva.
—Y como sigas burlándote, en breve también tendré una amiga nueva. Te recuerdo que ahora poseo una
escopeta.
—Una que no sabes usar.
Ambas rieron mientras Florence recogía los atrezos masculinos.
—Desde luego, tu experiencia como hombre no está resultando nada halagüeña —sentenció el ama—. Nunca
deseé tanto que acabara una semana, vivo en un constante desasosiego.
—Pues yo lo estoy disfrutando mucho —se mofó Margot.
—Si la descubren será su ruina social, y eso será lo más compasivo que le ocurrirá. No quiero imaginar cómo
reaccionaría lord Domer.
El semblante del ama se ensombreció. Compuso un rictus angustiado y sacudió la cabeza alejando dicha
posibilidad.
—Mi padre está aquí.
La mirada desorbitada de ambas mujeres se clavó en ella. Sus semblantes demudados resultaban cómicos por su
similitud.
Florence se santiguó y besó la cruz que pendía de una cadena sobre su pecho.
—¡Que Dios nos asista!
—¿Y... y te ha visto? —preguntó Margot.
—Sí, me ha conocido como Sullivan.
—¡Por Cristo Redentor! —exclamó Florence atónita.
—Quédate tranquila —replicó Rose—, le he resultado familiar, pero no le ha costado mucho convencerse de que
soy la travesura de su díscola hija.
Incluso me ha advertido sobre los límites de mi trato con ella.
—Tampoco es que te haya mirado mucho todos estos años —rezongó el ama—. Es más fácil que te reconozca el
servicio de Milton Abbey que él.
Rose guardó silencio, pero pensó en lo afortunada que había sido todas esas veces que la había ignorado.
—¿La bruja ha venido con él?
—No lo sé, pero me temo que sí.
Su madrastra era una mujer arisca, huraña y altiva. En lugar de ocupar un rol semejante a una segunda madre, se
había convertido en su guardiana, en su rígido custodio y a veces en su carcelera. Supervisaba sus rutinas, corregía
sus faltas y, lo que era peor, la delataba ante su padre, que era el que dictaba los castigos.
Una de sus grandes ventajas era que viajaban mucho. Y esas ocasiones las celebraba con Florence. Disfrutaba de
la libertad de leer libros vedados, de pasarse noches en vela pluma en mano, de comer cuanto y lo que quisiera, de
correr descalza, de reír hasta desencajarse la mandíbula y de canturrear a voz en grito. Solo entonces se sentía viva
de verdad acariciando una felicidad que creía extinta.
—Esto no me gusta, Rose —dijo Florence—, son demasiados días sosteniendo una farsa. Al final alguien caerá
en que, cuando está Sullivan, Rose desaparece y comenzarán a atar cabos. Quizá lo más prudente sea que nos
vayamos con cualquier pretexto.
—No, Florence, no voy a renunciar a mi plan.
Margot caminaba por la habitación de un lado a otro, inmersa en sus cavilaciones.
—Tu plan es conseguir esa propiedad como recompensa ofrecida por la duquesa. Tú ya has cumplido, le has
presentado a su adorado señor Sullivan.
Así que debes presionarla de algún modo sutil para que te la entregue cuanto antes y, cuando lo haya hecho,
desaparece. Florence lleva razón: cuantos más días sigas con esa farsa más te expones a que te descubran. Es vital
que agilices esto.
Rose reflexionó sobre ello. Y tuvo que reconocer que tenían razón.
La puerta se abrió de golpe sobresaltándolas a las tres.
Alice irrumpió como un rayo atravesando la noche con gesto conmocionado.
—¡Por Dios, muchacha! ¿Qué pasa? —Florence se acercó a ella con talante preocupado.
—Una tragedia —murmuró apenada.
Margot y Rose se miraron intrigadas.
—¿Vas a contarla o prefieres tenernos en vilo toda la mañana?
—Ha muerto lord Simon.
—¿El joven que te pretendía? ¿Al que le rompiste la nariz? —preguntó Margot.
—Ese mismo.
Un coro de exclamaciones conmocionadas brotó de las mujeres, revoloteando como funestas golondrinas por
cada recoveco de la habitación.
Tras ellas el silencio cayó pesado, luctuoso, confuso.
—¿Qué...? ¿Cómo...?
Margot la miraba tan expectante como impactada.
—Ha ocurrido durante la cacería —explicó compungida—. Un fatal accidente. Al parecer, se ha cruzado en la
línea de tiro de un participante.
—¡Dios santo, qué desgracia, pobre muchacho! —musitó Florence santiguándose.
—¿Quién le ha disparado por error? —preguntó Rose.
—No lo saben. Había varios cazadores en la zona, al parecer. Y mejor así, porque compartir el peso de la culpa
debe de ser más soportable.
Rose sintió un aguijón en el pecho. Recordó la escena que había presenciado en el claro. En ese instante la frase
que había oído adquiría un evidente tinte incriminatorio: «No debes preocuparte, todos creerán que ha sido un
lamentable accidente».
Un escalofrío recorrió su espina dorsal.
—¿Te encuentras bien, muchacha? Estás pálida.
Florence la observó con ceño preocupado. Margot arqueó una ceja suspicaz y la miró inquisitiva.
—Sí, solo me ha impresionado la noticia.
Intentó exprimir su memoria buscando en ella algún dato identificativo de aquel momento. Pero solo pudo
rescatar siluetas sin rasgos concretos, lo que significaba que sería imposible cualquier tipo de reconocimiento. En
cuanto a la voz que había oído, le resultaba tan difusa, tan vaga que dudaba poder distinguirla de nuevo.
Necesitaba conocer más detalles de lo ocurrido. El desasosiego y la inquietud la empujaban a esclarecer sus
dudas. Quizá la escena que había presenciado no tenía nada que ver con el incidente. Sin embargo, no creía
demasiado en las casualidades, y bien era cierto que la conexión entre ambos sucesos resultaba bastante sospechosa.
Debía recordarse que era escritora y que, por ende, su tendencia natural a trazar tramas en su cabeza podía estar
jugándole una mala pasada.
Decidió al punto comentarlo con alguien más. Con alguien más pragmático y terrenal, y sobre todo descreído.
Ese alguien la estudiaba con un claro gesto de sospecha. A Margot pocas cosas se le escapaban.
—¿Se ha cancelado la cena de esta noche? —preguntó Rose.
—No —respondió Alice—. De hecho, nuestra anfitriona quiere dedicarnos unas palabras antes de la cena.
—¿Y quién asistirá, Sullivan o tú? —preguntó Florence con cierto hastío.
—Sullivan ya ha acaparado suficiente atención por hoy —respondió Rose.
—¿Alguna preferencia con el vestido de esta noche?
—Como si me vistes con un saco de arpillera —murmuró con desgana.
Florence bufó con irritación y agitó la mano exasperada dirigiéndose hacia la sala contigua.
Alice se sentó en la cama con los hombros caídos y gesto apesadumbrado.
Emitió un suspiro afectado y cruzó las manos sobre el regazo.
Era fácil adivinar que el joven no le había sido indiferente.
Rose y Margot se sentaron junto a ella en silencio. Y, de manera casi sincronizada, posaron las manos en el
hombro de Alice. No fueron necesarias las palabras, la cercanía y ese simple contacto transmitieron sobradamente el
calor de la amistad que las unía.
—He de cambiarme para la velada de esta noche —murmuró apática poniéndose en pie.
Antes de salir del dormitorio les dedicó una sonrisa agradecida y luego se marchó.
—Deberías acompañarla —opinó Rose.
—Lo habría hecho si tú no tuvieras algo que contarme.
Clavó sus vivaces ojos en ella y alzó una ceja expectante.
—No se te escapa nada —apuntó Rose. Su gesto adquirió gravedad.
Suspiró hondo y asintió.
Le narró la escena presenciada en el bosque, incluyendo la persecución del jabalí y la oportuna aparición del
conde. No le pasó desapercibido el leve matiz contrariado que se dibujó en el rostro de su amiga al oír que lord
Thorn la había llevado en su caballo hasta la mansión.
—¿Crees que tiene algo que ver con la muerte de lord Simon?
Margot meditó la respuesta. Como persona racional y metódica, nunca se apresuraba en sus apreciaciones sin
reflexionar previamente. Antes de emitir un juicio, por superfluo que fuera, analizaba meticulosa cada detalle
buscando la interpretación más lógica.
—Resulta demasiado casual, así como la aparición del misterioso conde en tu incidente —observó abstraída—.
Lo cierto es que existen bastantes probabilidades de que los hombres a los que has oído hablar hayan enmascarado el
crimen. La frase que has oído los delata claramente, así como la actitud furtiva de ambos. Y si nuestras sospechas
son fundadas, solo hay un modo de descubrir a los culpables.
Rose agrandó los ojos admirada ante sus especulaciones.
—¿Cuál?
—Averiguar el motivo del crimen —desveló Margot con suficiencia—. Es el motivo el que señalará al asesino.
Rose sacudió la cabeza en desacuerdo.
—Es imposible que descubramos el motivo. Desconocemos completamente la vida de lord Simon. Si tenía
enemigos, secretos, deudas de juego, amantes... Creo que deberíamos acudir a las autoridades y ponerlo en su
conocimiento.
—¿Y colocarte en el centro de la diana? Si el asesino sabe que alguien puede señalarlo, irá a por ti.
Rose se puso en pie y comenzó a caminar por el cuarto. Necesitaba moverse para aplacar su inquietud.
—La policía ocultaría mi identidad como testigo protegido, supongo. O eso espero.
—¿Y si el asesino tiene contactos en la policía?
—Por Dios, Margot, eso sí que es improbable.
—Pero esa escasa probabilidad puede costarte la vida.
Su observación la demudó.
—Estamos sopesando hipótesis, Margot, quizá esa frase tan desafortunada no tenga relación con lo sucedido. En
realidad, te lo he contado para que me convencieras de eso —reconoció.
—Rose, si parece un perro, ladra como un perro y huele como un perro, sin duda es un perro.
—En tal caso, la opción más sensata es trasladar esto a las autoridades —insistió.
Margot guardó silencio un instante, inmersa en sus propias cábalas.
—Se me ocurre algo —dijo por fin. Se levantó y se acercó a ella. Su gesto destilaba determinación—.
Acudiremos a la policía cuando recabemos algo más de información.
—Esto no es como las aventuras detectivescas de nuestra niñez, Margot.
Esto es algo muy serio —apuntó Rose preocupada.
—De momento ha muerto un hombre, nada nos impide pensar que pueda haber más muertes. El asesino está
entre nosotros. Debemos aguzar todos los sentidos.
—Al final vas a tener más imaginación que yo. —Hizo una pausa para reordenar sus pensamientos—. Empiezo a
arrepentirme de habértelo contado.
Margot continuaba exhibiendo una expresión concentrada, un ceño caviloso y una mirada excitada.
—¿Estás segura de que ninguno de los dos hombres podía ser el conde?
Rose meditó al respecto. Se aproximó al gran ventanal y contempló los vastos jardines perdiéndose en los
entresijos de su memoria.
—Uno era menudo, delgado, y por la voz parecía muy joven. El otro, en cambio, era alto y robusto, podría ser él
—reconoció.
El solo hecho de haber estado tan cerca de él tras aquella nueva sospecha le provocó escalofríos.
—Pues como no tenemos ningún otro posible culpable, creo que deberíamos seguir sus pasos de cerca.
—Yo lo que creo es que vamos a meternos en un lío. ¿Dónde está tu buen juicio, tu prudencia y tu sentido
común, Margot?
—Se los ha comido mi sentido de la justicia.
—Más bien tu insaciable curiosidad —apostilló Rose.
—Somos dos mentes preclaras, incluso me atrevería a aseverar que brillantes, que anidan en cuerpos femeninos,
menos el tuyo..., que ahora puede elegir identidad. —Esbozó una sonrisa sardónica, le guiñó pícara un ojo y agregó
—: Y eso es justo lo que no levantará recelos.
—Si crees que alimentando mi ego vas a convencerme... —comenzó Rose.
Hizo una pausa que alargó intencionadamente mientras componía un impostado gesto reprobador para luego
añadir—: llevas toda la razón.
—¡Maldición, esa es mi Rose! Empezaba a pensar que el pusilánime de Sullivan te había abducido.
—Mi yo masculino no es tal cosa —se defendió.
—Quizá, pero no le llega a la suela a mi aguerrida amiga.
—Eres toda una manipuladora.
—Gracias, tú sí sabes halagarme.
Rose rio y ambas comenzaron a trazar un plan de seguimiento.
Acto 10
Las confesiones
Liam se retiró a un rincón del vasto comedor, donde hileras de mesas prolijamente dispuestas formaban un amplio
cuadrado blanco sobre el mármol rojo jaspeado del pavimento. En el centro, los invitados se apiñaban en grupos que
susurraban con semblantes contritos.
Buscó con la mirada al polémico escritor, parecía que aquella noche tampoco estaba en condiciones de
amenizarles la velada con su presencia. Sin embargo, encontró una diversión aún mejor: la controvertida lady
Domer conversaba con sus variopintas amigas en una esquina de la sala.
Su espesa melena del color del bronce bruñido se recogía en la coronilla en un ramillete de relucientes ondas que
enmarcaban su rostro, rozándole los hombros. Sus grandes ojos celestes recorrían la sala con mirada escrutadora.
Probablemente estaría buscando a su adorado señor Sullivan, aunque su gesto no evidenciaba ningún signo de
anhelo romántico, sino que más bien parecía estudiar su alrededor con rictus receloso.
Se preguntó qué nueva estratagema estaría tramando. Nunca nadie había despertado tanta curiosidad en él ni tan
traviesa diversión, salvando los accidentados encuentros con el escritor de moda, claro. En realidad, ambos
componían una pareja bastante singular, unidos por esa tendencia natural a protagonizar situaciones pintorescas. No
obstante, a excepción de eso, no alcanzaba a comprender qué veía lady Domer en aquel hombrecillo pomposo y
arrogante. Y tuvo que reconocer que le desagradaba que ella le guardara a Sullivan algún tipo de afecto, más allá del
meramente amistoso.
Sin embargo, debía apartar esos pensamientos para centrarse en lo importante de verdad. En lo único que lo había
llevado hasta allí.
Takeshi apareció a su lado de súbito, con el sigilo que lo caracterizaba.
Solía convertirse en una sombra que desaparecía y aparecía como por arte de magia.
—¿Has averiguado algo? —le preguntó en apenas un hilo de voz.
—Nada interesante —susurró su socio—. La reputación del joven lord era intachable, no se le conocían amantes,
ni deudas de juego ni nada susceptible de recibir un tiro en el pecho. Nadie cuestiona que su muerte haya sido
accidental.
—¿Quién ha encontrado el cuerpo?
—Un tal Albert Shaw, el inseparable amigo de lord Samuel Domer, sobrino del conde y primo de lady Domer.
—¿Ese petimetre arrogante?
Takeshi asintió hierático.
Liam recorrió la sala con la mirada, buscándolo.
—Está en el círculo de lady Domer, naturalmente, junto a Samuel. Parece que los primos están sosteniendo una
interesante conversación familiar —informó el japonés.
Entrecerró los ojos y escrutó con atención la escena que tenía lugar en la esquina del salón. Rosalyn Domer
parecía interrogar a lord Shaw ante el rictus disgustado de su primo.
En un momento determinado ella se dirigió a su primo y, por el gesto furibundo que desató en él, supuso que lo
estaba enfrentando.
—Creo que es un buen momento para interrumpir una discusión familiar.
Liam avanzó a grandes zancadas hacia ellos. Cuando llegó a su altura fue recibido con un gesto contrariado por
parte de ambos.
—Qué lamentable tragedia la de esta mañana —comenzó. Acto seguido dirigió la atención al pusilánime
apéndice de Samuel, que pareció encogerse ante su escrutinio—. Tengo entendido, lord Shaw, que ha sido usted el
que ha encontrado el cuerpo. Ha debido de suponerle una gran impresión.
—Lo ha sido, todavía me tiemblan las piernas —murmuró afectado.
—Verlo ahí tirado en mitad del prado de margaritas...
Liam aguardó a que su cebo surtiera efecto. La expresión confusa del joven le anticipó su recompensa.
—No, lo he encontrado al pie de la colina, en la entrada al bosque de robles.
Atrapó la mirada desconcertada de lady Domer. Su expresión suspicaz e incrédula revelaba la misma sospecha
que había nacido en él. Y eso solo podía significar que el señor Sullivan había compartido sus recelos sobre el
accidente con ella.
Si el hecho de recibir un disparo en el pecho a lomos de un caballo no fuera ya de por sí bastante improbable,
precisamente porque la trayectoria de una bala dirigida a un jabalí apuntaría al suelo, que la víctima fuera el
hermano mayor de lord Alexander, uno de los posibles objetivos del depredador que buscaban, había disparado
todas sus alarmas. Que, además, el lugar del suceso no se correspondiera con la ubicación del jabalí en el momento
del disparo ponía más aún de manifiesto que la muerte no había sido fortuita.
Un murmullo extendido acompañó la solemne entrada de la anfitriona en el salón. Se colocó al fondo, tras la silla
que iba a ocupar, y se dirigió a sus invitados con gesto contrito.
—Damas y caballeros, como ya es del conocimiento general, esta mañana hemos sufrido una lamentable pérdida.
Un fatal accidente se ha llevado a nuestro querido y joven lord Simon. Una terrible desgracia, sin duda. A primera
hora de la tarde se ha trasladado el cuerpo a la capilla familiar junto con nuestro más sincero pésame. Hemos
evaluado la posibilidad de suspender los festejos programados, sin embargo, ocasionaríamos trastornos innecesarios
a nuestros invitados. Por supuesto, entenderemos a quienes deseen abandonarnos. Por nuestra parte, hemos
eliminado de nuestra programación las cacerías y cualquier juego o actividad que implique el uso de armas de fuego.
Y será la norma establecida para eventos futuros. La exhibición de esgrima y el tiro con arco continúan en nuestra
programación.
Mañana por la mañana se celebrará un oficio en la capilla privada de los Fitzwilliam. Y ahora, pueden tomar
asiento en los lugares asignados para disfrutar de la cena.
La gente comenzó a segregarse en torno a la larga mesa, buscando la etiqueta con sus nombres. A Liam le
sorprendió gratamente descubrir que, de nuevo, ocupaban los mismos lugares que el día anterior, con Rosalyn
Domer a su lado. Verla deambular en el lado opuesto de la mesa, con la esperanza de hallar su nombre en aquella
zona, amplió su sonrisa.
Cuando las sillas comenzaron a ser ocupadas en aquel extremo, su expresión empezó a oscurecerse para diversión
de Liam.
Se sentó con parsimonia sin dejar de observarla. Cuando ella por fin alzó la vista en su dirección y él levantó la
etiqueta con su nombre, el ceño de la joven casi le arrancó una carcajada. Procuró adoptar un gesto indiferente
mientras ella se acercaba con evidente desagrado.
—Parece que el destino se empeña en atormentarla con mi presencia.
Ella tomó asiento y se colocó la servilleta prolijamente sobre el regazo antes de fijar los ojos en él.
— Atormentar es una palabra que le confiere más importancia de la que tiene para mí, digamos que lo que ocurre
es que no comulgo con temperamentos altivos e insolentes.
Liam agrandó los ojos impactado por la contundente sinceridad de la joven.
—Créame que lamento que tenga tan desafortunada impresión de mi persona, pero lo que me resulta más curioso
es que condene precisamente la insolencia de la que usted misma hace tanta gala. Quizá lo que no aprueba, o a lo
que no está acostumbrada, es que le devuelvan cada guante que lanza.
Lady Domer lo fulminó con una mirada ofendida.
—¿Cómo se atreve a dirigirse a mí en esos términos?
—Podría preguntarle lo mismo.
—Me debe un trato respetuoso, su condición de caballero así lo exige.
—¿Y qué debo esperar de su condición de dama? ¿Recibir desplantes y pretender que no los rebata? No sé a qué
clase de caballeros estará acostumbrada, pero le aseguro que no soy del tipo dócil y pusilánime.
El gesto de la mujer se crispó en una mueca furiosa. La línea de su mandíbula se tensó y sus labios se
convirtieron en una fina línea casi blanquecina.
—Si es tan amable, lord Thorn, agradecería que no me dirigiera la palabra en toda velada —siseó admonitoria.
—Intentaré complacerla, aunque no lo merezca.
La joven inspiró hondo y desvió la mirada hacia su amiga, que los contemplaba con una expresión extraña. Al
final alzó la barbilla y se dispuso a ignorarlo.
Takeshi, frente a él, también lo observaba con semblante intrigado.
Cuando la duquesa tomó asiento, tras la ronda de saludos, a la cabecera de la mesa, sus ojillos curiosos se
detuvieron en lady Domer.
—¿Esta noche tampoco nos acompaña el señor Sullivan?
—Me temo que no, esta desgracia lo ha impresionado mucho —explicó ella—. Es un hombre de carácter
sensible.
—Como todos los artistas, presumo —replicó la duquesa—. Su porte afeminado y sus rasgos suaves ya
evidencian sobradamente que no es un hombre común.
Rose, que en ese instante bebía de su copa, se atragantó.
—Compruebo con agrado que no es una mujer con pelos en la lengua —alabó Liam.
—En efecto, no los tengo. Y me gusta rodearme de gente afín a mí. Por ese motivo los he sentado a mi alrededor.
Las conversaciones vacuas y convencionales me aburren. Me resultan mucho más interesantes las opiniones
sinceras. No obstante, es difícil encontrarlas en abierto. Y, por lo que he podido observar, ni lady Domer, ni la
refrescante Margot, ni usted ni su socio son amigos de guardarse sus opiniones. Y eso me parece tan fascinante
como divertido.
La anciana alzó su copa de vino, bebió con comedimiento y les sonrió.
—Por la sinceridad y por la valentía de mostrarla.
Todos brindaron en silencio.
Tras disfrutar del primer plato, un estofado de ternera con verduras de temporada, el silencio comenzó a volverse
incómodo.
—Propongo un juego —empezó la duquesa—. A pesar de que los ánimos no acompañan, nos servirá para aliviar
este sinsabor. Y, francamente, también porque detesto el silencio. Ya me pasaré callada toda la eternidad cuando me
entierren.
—Depende del juego, duquesa, y de si a todos nos apetece, ¿no cree? —replicó Liam—. Lo que no la priva de
hablar cuanto guste, desde luego.
Recibió una mirada apreciativa por parte de la singular anciana.
—Para alguien acostumbrada a no ser cuestionada y a recibir complacencia hasta el hartazgo, su apreciación, lord
Thorn, es lo más placentero de lo que he disfrutado desde que mi esposo cambió de alcoba.
Margot no pudo reprimir una carcajada, que se aprestó a sofocar con la mano ahuecada sobre su boca. El resto
bajó la cabeza a tiempo para ocultar la sonrisa que tildaba sus rostros.
—Es agradable saber que alguien encuentra placenteras mis apreciaciones.
Le dirigió una mirada significativa a lady Domer. Ella alzó altanera la barbilla, resaltando el cremoso lustre de su
cuello. Liam se preguntó si sería tan suave como aparentaba.
—Exponga su juego, duquesa —adujo Rose—, solo así podremos decidir.
La mujer les dedicó una sonrisa ansiosa. Su pasión por los retos parecía haberse convertido en su único
divertimento.
—Cada uno de nosotros desvelará un secreto sobre sí mismo, una frase nada más. El resto debemos adivinar si es
cierto o no. Si la confesión es verdadera, el confidente debe beberse una copa de brandy de un solo trago; si es falsa,
debe apurarlo el que haya fallado.
—¿La finalidad del juego es regresar gateando a nuestras habitaciones? —observó Takeshi.
—Es afinar nuestro instinto y afilar nuestra capacidad de engaño —respondió la duquesa—. Y, por supuesto, ante
la primera confesión, dado el carácter comprometido del juego, se sobreentiende la confidencialidad de lo aquí
expuesto y la implicación de los participantes. Una vez iniciada la primera ronda, nadie puede abandonar hasta haber
compartido su secreto, sea cierto o no.
Tras un breve interludio de reflexión mientras se servían los postres, la duquesa pidió que se votara.
—Solo puede validarse el juego por decisión unánime —apuntó.
Se miraron un instante. Liam asintió con la barbilla. Takeshi lo imitó.
Margot se sumó a ellos y Rose pareció dudar. Clavó la mirada en su amiga y, tras una resignada inspiración, al
final aceptó participar.
—¡Fantástico! —exclamó pletórica la duquesa—. Empezaré yo, si les parece bien.
Llamó a uno de los mayordomos y le pidió una jarra de brandy. Cuando llegó, llenó generosamente una copa y
los miró con relamido detenimiento.
—Tengo un amante —confesó.
Liam y Takeshi intercambiaron miradas de incredulidad. Rosalyn Domer entreabrió los labios con genuino
asombro y Margot sonrió divertida.
La duquesa debía de superar la setentena y, aunque conservaba una agudeza mental excepcional y una inquietud
más propia de la juventud, la edad había marchitado su cuerpo enjuto y encorvado. No obstante, era posible que una
dama tan ávida de experiencias y emociones, con una posición tan alta y una mente tan abierta, gozara de aquella
necesidad. Y, si así fuera, Liam la admiraría por ello. Sin embargo, algo en su chispeante mirada le dijo que solo
pretendía escandalizarlos.
—Miente —repuso.
—Es verdad —contravino Rose.
—Es verdad —coincidió Margot.
Takeshi dilató su respuesta sometiendo a la duquesa a una inspección visual incisiva.
—Habla con la verdad —concluyó convencido.
La duquesa los observó paladeando la expectación creada.
Tomó la copa con pausada lentitud, la acercó despacio a sus labios para desviarla de ellos en el último momento.
Clavó su traviesa mirada en Liam y le entregó la copa.
—Ha fallado, conde. Haga los honores.
Él agrandó con asombro los ojos y asintió.
Bebió el contenido ambarino de un solo trago pagando su error. La duquesa lo imitó corroborando su verdad.
—¿Cómo demonios sabías que decía la verdad? —le preguntó a su socio.
—Simple lógica —respondió—. Su marido hace ya tiempo que salió de su alcoba, y una mujer con un talante tan
arrojado y vital, sin barreras sociales, entregada a todo tipo de juegos, retos y apuestas y sin temor al escarnio por su
edad y su fortuna, no se privaría de ese capricho tan insignificante, al parecer, por estos lares.
—¿Qué mujer casada de la nobleza no lo tiene? —aclaró ella con una amplia y ladina sonrisa—. Lo creía menos
ingenuo y con menos prejuicios, lord Thorn.
—Justamente porque le gusta jugar con nosotros he aventurado que pretendía escandalizarnos con una confesión
tan abierta.
—Y lo he hecho sin tener que mentir —afirmó riendo con discreción.
—Hinco mi rodilla ante usted, duquesa.
Ella sacudió la mano con gesto condescendiente y llenó de nuevo la copa.
—Es su turno, Margot.
La muchacha inspiró hondo antes de hablar.
—Lord Simon ha sido asesinado.
La duquesa dejó escapar una conmocionada exclamación ahogada. Se llevó la mano al pecho y la observó
estupefacta.
A Liam se le desencajó la mandíbula y Takeshi entornó suspicaz la mirada.
—Miente —pronunció la duquesa.
Se prolongó un silencio compartido y preocupado. Liam observó la reacción de lady Domer, su ceño y gesto
reprobatorio perfilaban su enfado.
La duquesa oprimió sus descarnados labios en una línea blanquecina. Sus aviesos ojillos oscuros escrutaron a
Margot con acentuada inquietud.
—Dice la verdad —musitó Liam.
—Estoy con él —asumió Takeshi.
—¡Por el amor de Dios! —barbotó la duquesa abanicándose con la servilleta.
Margot tomó la copa sin despegar los ojos de su amiga.
Rose la miró angustiada con un marcado matiz suplicante. Liam sintió el pulso latiendo desbocado en su sien. Ya
no cabía duda de que el señor Sullivan había sido testigo de algo incriminatorio. Y lo había compartido con las
jóvenes.
Margot lo miró directamente, la tensión creada estiró el ambiente entre ellas.
—No voy a participar esta vez —profirió Rose de repente—. Me parece una afirmación de mal gusto, dada la
situación.
—Comparto su opinión, querida; no obstante, debemos respetar las normas.
Rose negó con la cabeza. Se esforzó por esbozar una sonrisa de disculpa e hizo ademán de ponerse en pie.
—Si me disculpan, no me encuentro muy bien —comenzó—. Ha sido un día de emociones intensas que me han
afectado más de lo que pensaba.
Ya depositaba la servilleta sobre la mesa cuando la duquesa aferró su muñeca con determinación. Suavizó el
gesto con una sonrisa inocente.
—Lamento contrariarla, lady Domer —repuso la anciana—, pero debo recordarle la condición que ha aceptado
para participar: no puede abandonar hasta que concluya la primera ronda.
Rose asintió de mala gana y posó con pesada resignación la mano en el espacio que había entre Liam y ella, como
una paloma blanda herida en el suelo, desvalida y sola. Él sintió el deseo de cubrirla con la suya.
—Miente —musitó al fin.
Margot acercó la copa a Liam y llenó otra para el japonés.
—Miento —confirmó.
Rose cerró los ojos un fugaz instante. El alivio, todavía macerado de indignación, resultó más que patente. La
duquesa se llevó la mano al pecho y resopló ruidosamente.
—¡Por todos los santos de la corte celestial, muchacha, es usted más retorcida de lo que presumía!
Margot esbozó una sonrisa tirante y se encogió de hombros.
—Aligeremos el juego para alivio de lady Domer —apremió la anfitriona
—. Es su turno, Takeshi.
—Estuve un año dentro de un pozo.
Las mujeres se miraron entre sí asombradas.
—¿Por voluntad? —preguntó Margot.
La duquesa chitó y negó con la cabeza.
—No se admiten preguntas —reconvino.
—Dice la verdad —respondió Rose impaciente.
—Dice la verdad —concordó Margot.
—Estoy de acuerdo con ustedes. Sus costumbres son muy extrañas. Quizá se deba a algún rito de iniciación o
introducción a la edad adulta —reflexionó la duquesa.
Liam pensó en lo mucho que necesitaba una copa.
—Miente —afirmó.
Takeshi colmó una copa de brandy y se la entregó. Y se sirvió otra para él.
Liam la apuró con ganas.
—Me sorprende que no conozca esa curiosidad de su socio —repuso extrañada la anciana.
—La conocía, lo saqué yo de ese pozo, pero tenía sed. Además, no ha mencionado ninguna norma que impida
mentir en las respuestas.
La duquesa sonrió apreciativa.
—Su turno, lord Thorn.
Él asintió e inspiró hondo. Calibró muy bien su siguiente frase antes de pronunciarla:
—El señor Sullivan es un impostor.
Observó ávido las reacciones generadas, sobre todo en lady Domer. Se le demudó el semblante y palideció
notablemente. La alarma pintó las facciones de Margot por un revelador instante. La duquesa frunció el ceño y
entornó los ojos con gesto reflexivo.
El silencio flotó denso y pesado, cargado de preguntas no formuladas y desasosiegos punzantes.
—Miente —comenzó Margot con aplastante decisión.
—Miente —secundó la duquesa.
Clavó los ojos en Rosalyn Domer. Esta se negó a mirarlo. La rígida línea de su mentón y el envaramiento de la
espalda resaltaban un claro estado de agitación interno.
—Miente —logró decir.
—Dice la verdad —murmuró Takeshi.
Liam sirvió cuatro copas de brandy.
Ante la conmoción creada, apuró de nuevo la suya. Las tres mujeres sostuvieron sus copas sin acercarlas a los
labios, sumidas en sus propias cavilaciones.
—Le toca, lady Domer —le recordó la duquesa.
La joven parecía tan turbada que se mostró ausente, perdida en sus propios pensamientos.
—Odio a mi padre —logró musitar en apenas un hilo de voz.
Quizá ella no se apercibió de que en el tono había mostrado la autenticidad de su afirmación.
—Es verdad —repuso Liam.
Uno a uno, todos coincidieron con él.
Rose se sirvió una copa de brandy.
Acto 11
El beso
***
Rose dio la enésima vuelta sobre el colchón y gruñó frustrada, apartando bruscamente la colcha.
Hacía un calor infernal y las inquietudes no ayudaban a conciliar un sueño que se perfilaba esquivo. Salió de la
cama y se dirigió hacia el ventanal.
Abrió las puertas batientes y cerró los ojos ansiando sentir la caricia de la brisa nocturna. Gimió cuando esta
recorrió su rostro y ciñó su delgado camisón de muselina blanca contra su húmeda piel.
Alzó la barbilla y extendió los brazos hacia atrás. La brisa la abrazó por completo, rodeando su cuerpo con mimo.
Se regodeó en aquella placentera sensación poniéndose incluso de puntillas y arqueando un poco el cuerpo, como si
pudiera desplegar sus alas, como si de un simple salto pudiera emprender el vuelo.
Cuando abrió los ojos, la magia de la luna la hechizó. Su nácar punteaba la parte superior de los setos, refulgía en
las aristas de los grandes macetones y agrisaba las losetas de los serpenteantes senderos que recorrían el jardín como
si fueran planchas de plata. Todo parecía vestido de irrealidad, cubierto de un halo místico hipnótico que subyugó
sus sentidos. Las flores habían perdido su color vital, convertidas en esculturas pétreas. Los grabados en piedra de la
fuente principal parecían adquirir vida propia, como si desearan liberarse de su cautiverio granítico para flotar en la
noche como ingrávidas pavesas y sumarse al manto estrellado que los cubría.
Rose no pudo resistirse al influjo de la noche calma.
Se dirigió descalza a la puerta, la abrió despacio y salió al largo corredor.
Tomó el pasillo que llevaba a la escalera del ala sur y bajó los escalones escrutando a su alrededor. Como una
sombra furtiva, se deslizó subrepticiamente hacia el ansiado jardín.
Sabía que su aventura era del todo imprudente, pero el impulso que gobernaba sus pasos resultó irrefrenable. Se
dejó guiar por él, quizá en busca del frescor que anhelaba, o tal vez ávida de esa libertad subversiva que siempre la
había dominado. A menudo pensaba que había nacido para transgredir todo convencionalismo. Para romper las
normas, para retar al mundo con esa intrepidez innata en un pulso constante, frecuentemente doloroso, casi siempre
agotador, pero tan inherente a ella que era incapaz de ser desleal a su propia naturaleza.
Caminar descalza era otro de sus placeres prohibidos. Ya desde niña había descubierto la vida que podía
percibirse a través de la planta de los pies. La genuina manera de conectar con el mundo en un nivel sensorial más
profundo. Notar el tacto frío y rugoso de la piedra, el granulado y suave de la tierra, el aterciopelado de la hierba, la
tersura de la madera pulida, lo mullido de las alfombras, lo resbaladizo del barro y lo burbujeante del río. Cada
sensación le proporcionaba un contacto directo con su entorno, creaba un vínculo especial, un canal de información,
una transferencia de vida que generaba un respeto por cuanto la rodeaba que de otro modo no habría experimentado.
Caminó hacia la fuente central a hurtadillas, atenta a su alrededor. Solo deseaba refrescarse antes de regresar a su
calurosa habitación. Se sentó en el borde, apartó su melena hacia un lado y ahuecó la mano para sumergirla en el
agua. La vertió sobre su nuca y gimió complacida. Un reguero de gotas descendió sinuoso entre sus pechos. Sintió la
humedad adhiriendo la muselina a su piel, revelando la sombra de sus pezones a través del fino tejido. Si era
descubierta en tan indecorosa disposición, arruinaría su reputación y la de su apellido sin remedio. Y aunque era lo
que de verdad merecía su padre, era el honor de su madre lo que deseaba proteger de escándalos innecesarios.
Volvió a refrescarse. Esta vez humedeció la garganta y se refregó el rostro sintiendo el frescor de la noche como
la mano de un amante avezado. Aunque de amantes realmente sabía muy poco. Una vez dejó que un descarado
mozo de cuadra la besara cuando apenas contaba con quince años. De nuevo, su temperamento intrépido y rebosante
de inquietudes la había llevado a buscar respuestas, o, mejor dicho, sensaciones. Su cuerpo había despertado a algo
prohibido y su temeridad se había limitado a averiguar cuán excitante era un beso y a explorar su cuerpo
combatiendo la timidez y la conciencia tan cimentada en el puritanismo de su educación religiosa. Sin embargo, fue
en los libros donde encontró lo que buscaba, el conocimiento que ansiaba y con el que combatió la rígida moral que
convertía en pecado, en inapropiado y en escandaloso todo aquello que debería considerarse natural. Quizá por eso
las mujeres instruidas resultaban tan incómodas a una sociedad tan patriarcal como la inglesa. El único modo de
controlarlas era privándolas de la sabiduría que podía otorgarles la libertad que se les vedaba. Si el hombre era el
ducho en todo, la mujer sería siempre su sierva, pues precisaría de su conocimiento y su protección. Si la mujer lo
poseía, el hombre pasaría a un segundo plano, o quizá hasta a un tercero, perdiendo así su poder. Ella, al menos,
gozaba de libertad de pensamiento y del suficiente ingenio para esquivar su destino con las únicas armas que tenía.
Y por Dios que lo conseguiría.
Imbuida en sus cavilaciones, no fue consciente, hasta que fue demasiado tarde, de que no estaba sola en aquel
jardín penumbroso.
—Es incluso más temeraria de lo que suponía.
La voz la sobresaltó. Dio un respingo y se puso en pie abruptamente.
Bajo aquel manto de nácar, el conde de Norfolk se le antojó un ser de otro mundo. Un demonio de mirada
traviesa y sonrisa pícara. Sus felinos ojos la recorrieron con una expresión extraña, casi depredadora. Los entrecerró
como si en ese gesto pudiera aguzar la mirada. La contemplaba con tal intensidad que parecía querer grabarla en su
memoria. Su ávido escrutinio se detuvo en su rostro, absorbiéndolo casi con devoción, luego se deslizó por su cuello
con expresión hambrienta y, cuando descendió hacia sus senos, su gesto se contrajo en un rictus que le pareció
atormentado.
Su mirada se inflamó de repente presa de un ardor peligroso; refulgió compitiendo con los destellos de plata que
salpicaban el agua de la fuente. En ese instante recordó que su camisón apenas cubría su desnudez. Su pechera
mojada perfilaba unos pechos generosos y altivos. De inmediato se tapó con los brazos y comenzó a retroceder.
—Rosalyn, Rosalyn, Rosalyn, ¿qué voy a hacer con usted?
—En este incómodo punto, creo que ya puede llamarme Rose.
El hombre alzó las cejas sorprendido y a continuación soltó una carcajada tan fresca como la brisa que la
envolvía.
—Desde que vi esa mancha de cera en su mejilla supe que era una mujer indómita, pero sin duda ha superado mis
expectativas.
Dio un paso hacia ella. Ella retrocedió otro.
—Es usted un hombre sagaz.
—Observador más bien, y lo que ahora observo me está nublando el juicio.
—Nada despeja más que un buen descanso. Buenas noches, lord Thorn.
En cuanto terminó la frase, se volvió dispuesta a correr hacia la mansión.
Logró dar apenas dos pasos antes de que una mano grande y curtida aferrara su muñeca.
Se detuvo en seco y se volvió hacia él dispuesta a batallar.
—Liam —rectificó—, en este punto, ya puede llamarme Liam —su sonrisa se volvió lobuna—, y no voy a
permitir que regrese sola. Mi honor de caballero me impone proteger su virtud.
—¿También de usted?
El hombre sonrió ladino. Arqueó una ceja y asintió divertido.
—Me consta que tiene la peor opinión de mi persona. No obstante, puedo asegurarle que, a pesar de su sensual y
tentadora belleza, soy un hombre con un férreo control sobre sus impulsos y emociones. Y, por encima de todo, soy
un caballero que jamás se sobrepasaría con una dama, y menos con una que me detesta tanto, por cierto.
Comenzó a caminar junto a ella, envueltos en un silencio incómodo y tenso.
—¿Qué demonios hace en el jardín a estas horas y con ropa de cama?
—Refrescarme —respondió escueta—. ¿Y usted?
—No podía dormir.
En ese momento, casi llegando a la arcada de entrada, unas pisadas sobre la grava los detuvieron en seco. El
conde la empujó hacia un rincón entre los altos setos y la parapetó contra el aligustre, cubriéndola con su cuerpo,
ocultando su presencia. Los pasos pasaron de largo, pero Liam no se movió.
Rose se estremeció ante su cercanía. Iba en mangas de camisa, con el cuello desabotonado y sin chaleco. Su
rebelde cabello oscuro, libre de la lazada, caía sobre sus hombros confiriéndole un aspecto asalvajado y excitante,
tuvo que reconocer. Y de pronto, un pensamiento imprudente la hizo preguntarse cómo sería el beso de un hombre
como él. Cometió el grave error de fijar la mirada en sus labios, en aquella boca ancha y bien perfilada, más tiempo
del apropiado.
—Lo haré si me lo pide.
Su voz era ronca, casi quebrada, plena de matices sugerentes.
—¿Qué hará?
—Besarla.
Cobijados en la oscuridad, bajo el amparo de la prieta vegetación, el mundo que conocían y las reglas con que
vivían se desdibujaron en los confines de sus propios deseos. El poderoso pecho del hombre rezumaba un calor
turbador. La rotundidad de su presencia la estremecía. Fue plenamente consciente de su olor, de su masculinidad y
de que, en efecto, ansiaba el beso de un hombre al que había decidido odiar sin motivo aparente.
—¿Qué le hace suponer que le pediré tal cosa?
El hombre se inclinó sobre ella. Su rostro se sumergió en las sombras, pero su cálido aliento le acarició los labios
recordándole lo que podía tomar de él si quisiera.
—Como ya sabe, soy un avezado observador, y sus ojos me han desvelado lo que su boca se niega a pronunciar.
No sé si por orgullo, por timidez, por recatamiento o tan solo por evitarse complicaciones innecesarias.
—O porque lo detesto —le recordó.
—Ahora mismo no tanto como creía, ¿verdad?
Liam le retiró un mechón de pelo de la mejilla y lo engarzó tras su oreja.
Una fragancia masculina, fresca y levemente almizcleña con un sutil toque cítrico embriagó sus sentidos. El
dorso de sus dedos recorrió despacio el lateral de su cuello. Aquella tenue caricia le aceleró el pulso. Sentía cómo su
piel despertaba hambrienta y cómo todo su ser se incendiaba preso de un anhelo desconocido.
El hombre se inclinó un poco más y se curvó un poco sobre ella, acercando tanto la boca a su oreja que su
resuello le provocó un desazonador cosquilleo.
—Rose... —su voz, apenas un susurro roto, sonó sugerente y tentadora—, no tienes ni la más remota idea del
enorme acto de contención que estoy ejerciendo en este instante.
Ella cometió el enorme desatino de posar las palmas de las manos en el vasto pecho del hombre. El calor que
emanaba su cuerpo traspasó el fino tejido para adherirse a sus palmas. La sensación era tan agradable que, aunque su
buen juicio la instaba a apartarlas, no lo logró. Sintió las duras formas del hombre, su abultado tórax bajo la yema de
los dedos, palpitante y cálido. Su impulso fue deslizar las manos hasta sus anchos hombros y delinearlos para
continuar el trayecto hasta la nuca y terminar enredándolas en aquel cabello largo e indomable.
Cerró los ojos y los sentidos, resistiéndose a la tentación. Y cuando los abrió tropezó con una mirada sufrida y un
rictus tirante.
—Pídemelo, ambos lo deseamos —profirió él en un hilo de voz rebosante de matices diversos, en el que
predominó un acusado deje ansioso.
La atracción que había despertado la cercanía y la intimidad de aquel encuentro los había abrazado con imperiosa
urgencia, clamando para sí alguna compensación. Quizá si la complacía, desaparecería, se dijo.
—Bésame, Liam.
El conde emitió un gemido hambriento, se inclinó voraz sobre ella y apresó su boca como si necesitara de su
aliento para respirar. Cuando sintió la lengua del hombre cercando la suya, ávida y sedosa, el pulso se le aceleró.
Rose se estremeció en el momento en que le rodeó la cintura y la ciñó a su pecho con gesto posesivo. Su otra
mano le envolvió la nuca, provocándole un hormigueo que despertó cada fibra de su ser.
Se encontró respondiendo al beso con el mismo fervor que recibía, como si su cuerpo, su boca y sus sentidos
supieran de antemano qué debían ofrecer y qué exigir. Descubrió, inmersa en aquella tórrida nube de deseo, que
cuanto más se entregaba al beso, más sensaciones emergían, como el denso magma de un volcán presto a
erupcionar.
Sus propias manos cobraron vida propia, y, anhelantes de piel, lograron apartar la molesta seda de la camisa para
acariciar el acerado pecho del hombre. Oyó un jadeo estrangulado que brotó roto de su garganta, convirtiéndose en
un gruñido más animal que humano. El siguiente que oyó provenía de ella.
Sin saber muy bien cómo, la boca de él había dejado huérfana la suya para tomar como rehén uno de sus
enhiestos pezones. Rose se diluyó en un calor punzante que convergió en el vértice de sus muslos. El placer la
acometió en oleadas regulares y sus gemidos compusieron una melodía de notas ardientes que flotaron en el frescor
de una noche robada al tiempo, al destino y a todo lo mundano.
Inflamada de una pasión que se rebelaba insatisfecha, Rose se desdibujó en los confines de su cordura raptada por
aquel velo de locura compartida.
Apenas consciente de que tenía el camisón pendiendo de sus caderas y que estaba a la intemperie cobijada apenas
por el refugio de un seto, se consumió en el fuego que las caricias del hombre prendían en sus sentidos.
De repente sintió frío. Tardó un rato en darse cuenta de que ya no estaba entre sus brazos.
—Cúbrete y corre a tu habitación. Huye de mí y hazlo ya.
Su tono sonó suplicante, estirado y casi agónico.
Rose parpadeó confusa, asimilando el brusco despertar a la realidad.
Se cubrió con letárgica torpeza y el peso de la vergüenza llegó para envolverla. Sus mejillas se arrebolaron y su
mirada se tornó esquiva.
Liam la contemplaba con la gravedad pintada en sus duras facciones.
Tenía los puños apretados y el semblante furioso.
—¡Vete, maldita sea, o no podré evitar hacerte mía!
Su exabrupto terminó de sobresaltarla. Reaccionó de inmediato volviéndose de forma brusca para correr como si
la persiguiera el diablo.
Aunque en realidad de lo que huía era de la Rose que él había despertado, una mujer desinhibida, apasionada y
libidinosa, toda una desconocida.
Cuando llegó a su cuarto se lanzó sobre la cama y posó las manos en su agitado pecho. Los latidos tronaban
desacompasados y su respiración era jadeante. Acababa de vivir la experiencia más excitante de su vida, el
nacimiento de una sexualidad abrumadora que no contaba con conocer jamás.
Y ahí estaba, tan plenamente consciente de su cuerpo y de las sensaciones que había descubierto que sentía la
necesidad de colmar aquel punzante deseo de algún modo. Dejó que sus sentidos la guiaran.
Se centró en el ardiente hormigueo concentrado en su femineidad y comenzó a tocarse. Al principio por encima
de la muselina del camisón, con inexperta timidez, hasta que un extraño goce empezó a expandirse por su bajo
vientre. En ese punto se animó a explorarse con más audacia. Apartó la tela y se dejó llevar por lo que su sexo
clamaba. Dejándose llevar por la intuición, descubrió qué hacer para aplacar aquella acuciante pulsión, hasta que el
placer apareció para llevarla a una culminación catártica que la hizo convulsionar sobre el colchón entre espasmos
abruptos.
El primer pensamiento racional que apareció en su mente fue cómo podía ser pecado algo tan absolutamente
maravilloso y tan natural, por otra parte.
Y, a pesar de que el recato había sido vencido en aras de la pasión y de que ella era una mujer poco convencional,
con el ánimo frío y la razón de regreso, lo sucedido en el jardín la abochornaba y la desazonaba a partes iguales.
Intentó analizar aquellas emociones. La primera era sin duda fruto de su educación, y la segunda solo se debía a
su innata respuesta ante la atracción súbita que el encuentro había provocado. Quizá por eso, en su fuero interno,
había decidido detestarlo, porque su instinto la conminaba a alejarse de la tentación que podía suponer. Porque debía
reconocerse que aquel hombre la había comenzado a seducir en aquel primer baile. Su ingenio, su sagacidad, su
mordacidad, su apostura y su honestidad habían captado poderosamente su atención. Ya en aquel primer contacto, su
cuerpo había reaccionado ante él y, aunque lo había enmudecido, a pesar de haberlo ignorado e incluso haberlo
trocado por irritación, al final la intimidad de la cercanía y el cobijo de la noche habían derribado todas las barreras
para sacar a la luz la única verdad: que lo deseaba.
Y como había quedado patente, la atracción era mutua.
En tal caso, ¿por qué no disfrutarla? Ella no lo forzaría a un matrimonio que no deseaba, ni él mancillaría de
forma pública su reputación. ¿Qué le impedía entonces tener un amante? Ese pensamiento transgresor comenzó a
asentarse en su mente, apartando toda traba que surgía. Acalló reproches internos y estranguló la voz de su
conciencia para reafirmarse en su decisión.
Tampoco sabía si él aceptaría su atrevido ofrecimiento; no obstante, solo había un modo de saberlo.
Acto 12
Las promesas
***
Rose caminó todo lo masculinamente que pudo hasta el atril que habían dispuesto frente a las hileras de sillas
donde las damas se abanicaban al tiempo que murmuraban entre sí. Divisó a sus tres amigas en la primera fila, casi
con toda seguridad para ofrecerle apoyo moral durante la batería de preguntas con que sería asediada tras la lectura
de algunas escenas que la propia duquesa había elegido. Y era eso justo lo que más temía. La novela que se iba a
diseccionar era la controvertida historia sobre el papel de la mujer en la educación de una sociedad patriarcal
llamada La sombra del hombre tiene forma de mujer. En ella contaba la vida de Adelaida, una mujer vejada por su
marido que inculcaba en sus hijas la aceptación de la pérdida de su libertad y la sumisión absoluta al yugo del
hombre, hasta que conocía a una anciana que le preguntaba por qué deseaba perpetuar la humillación en ellas y por
qué nunca se había rebelado contra la suya propia.
La duquesa Fitzwilliam carraspeó suavemente para atraer la atención sobre ella antes de ponerse en pie. Avanzó
hacia el atril y se volvió hacia las presentes.
—Tal y como me propuse, nuestro querido señor Sullivan, tan admirado por nosotras, está hoy aquí para
agasajarnos con su talento. Somos unas privilegiadas al poder desgranar la obra que tan buenos momentos nos ha
prodigado. He seleccionado una escena en particular para que el propio autor nos la lea con la entonación con que
fue escrita, para que podamos comentarla entre todas. Después podremos preguntarle todas las inquietudes que la
historia nos haya despertado. Creo que la generosidad del señor Sullivan merece una pequeña ovación, ¿no les
parece?
Las damas aplaudieron agradecidas, algunas incluso se pusieron de pie.
Rose se sintió extraña. Jamás había imaginado cómo debía de ser el contacto con el lector. Y mucho menos que
sus escritos pudieran despertar aquellas pasiones. En su interior comenzó a germinar un orgullo que la henchía por
dentro.
—Cuando quiera, señor Sullivan.
El libro sobre el atril ya estaba abierto por la página elegida. Como había supuesto, la escena escogida era la más
controvertida de todas, el alma de la novela y la esencia más pura del mensaje que había pretendido transmitir.
Se aclaró la garganta, recordándose que debía adoptar su tono más grave.
—«La anciana aguardó paciente una respuesta. Adelaida se debatía entre pujantes reflexiones que ensombrecían
su ceño y agravaban su gesto.
Resultaba extrañamente cómico observar la progresiva transformación que se obraba en su mente. Como las
primeras luces del alba empujando las tinieblas, la mujer comenzaba a amoldarse a aquella revelación que nacía en
su interior, desmantelando todas las posibles respuestas aprehendidas. Su rostro pasó de la negación a la duda y, de
esta, a la verdad.»
Hizo una pausa para observar a su público. La sorprendió descubrir semblantes arrobados preñados de
expectación.
—«“¿Quién eres, anciana?”, acertó a decir —prosiguió, deslizando las lentes por la nariz lo suficiente para no
entorpecer su perfecta visión—. “Soy la verdad que toda mujer debería descubrir. Soy esa luz que perfila la sombra,
que la define, que muestra la identidad real de quien la proyecta. Dime, Adelaida, ¿quién es su poseedor?”
“Nosotras, las mujeres.” “Exacto.
Nacemos con una venda en los ojos y tejemos otra para nuestras descendientes, como una herencia maldita que
deben portar. Nos han hecho creer que nos pertenece, que es nuestro destino, pero no es así. Dime, Adelaida, ¿de
quién es el poder real?” “De las mujeres”, repitió. La anciana asintió complacida. Esbozó una tierna sonrisa e inspiró
profundamente, como si en aquella sentida exhalación su alma se aligerara. “En efecto, Adelaida.
Nosotras somos las que educamos, y ahí radica nuestro poder. El poder del cambio. Es tan importante implantar
en el niño nuestro valor como necesario grabar en la niña su valía. Y es la madre quien tiene en su mano esa baza,
solo ella es capaz de esculpir los escalones que debemos subir para ponernos a la misma altura. Para exigir la
libertad que nos arrebatan al nacer. Libera a tus hijas y de ese modo tu esclavitud tendrá un sentido.”»
Un coro de aplausos restalló de golpe, interrumpiéndola. Alzó la mirada por encima de la montura metálica.
Semblantes alborozados y mejillas encendidas conformaban un desconcertante tapiz de éxtasis colectivo.
Rose permaneció inmóvil, tan asombrada como turbada.
La duquesa comenzó a aletear con las manos pidiendo de nuevo silencio.
—Sublime, señor Sullivan, en ese párrafo ha descrito a la perfección mi pensamiento. Y ahora se inicia la ronda
de preguntas. Empezaré yo, si no les importa.
Rose tragó saliva y cuadró los hombros como si fuera a recibir un puñetazo.
—¿De dónde le viene esa defensa tan apasionada por la figura de la mujer en la sociedad? Es muy poco habitual
que un hombre se ponga en nuestro lugar y, si me lo permite, dice muy poco de nosotras que sea un hombre quien
deba abrirnos los ojos a ese respecto.
Sintió decenas de miradas sobre ella. Se tomó su tiempo en meditar bien la respuesta.
—Mi padre nos maltrataba —comenzó—, a mi madre y a mí. Ella jamás pudo escapar de su destino, murió de
pena, en mis brazos, cuando yo apenas contaba con once años. No pude ayudarla, y eso me hizo reflexionar mucho
sobre la opresión de la mujer, sobre las obligaciones impuestas, sobre lo que se espera de ellas. No solo medité
largamente sobre ello: también leí, investigué otras sociedades, buscando el modo de revertir las cosas. Y
entonces lo vi claro. Todo era cuestión de educación. Todo. La solución siempre estuvo en nuest...
Se detuvo de golpe. El pulso latió en sus sienes y un calor sofocante irradió hasta sus mejillas.
—En sus manos —corrigió.
—No todas quieren escapar de su esposo, algunas hemos tenido más fortuna con nuestros destinos —dijo alguien.
—Desde luego, quiero pensar que el caso de mi padre es más una excepción que una regla —argumentó—. Y no
se trata de demonizar al hombre; se trata en realidad de una cuestión de elección. De decidir su vida sin ser juzgada
y estigmatizada.
—Nos guste o no, dependemos de los hombres —profirió otra—. No podemos sustentarnos por nosotras mismas.
—Algunas tienen fortuna propia —respondió ella—, que por su condición femenina no pueden disfrutar. Otras
podrían desempeñar un trabajo dignamente remunerado sin tener que ocultar su identidad fingiendo ser un hom...
—¡¡¡Ramera!!!
Rose contuvo el aliento. Las presentes emitieron un gemido escandalizado.
Miró a Lily, que simulaba turbación y vergüenza por el exabrupto.
—¡Por Dios, Lily, ese trastorno suyo me llevará a la tumba!
La duquesa posó la mano en su agitado pecho y la miró censuradora.
—Lo siento, cuando me pongo nerviosa...
—Ya, ya, muchacha, pero que el Altísimo me asista, estos sobresaltos no son buenos para mi corazón.
»¿Alguna pregunta más? —añadió la duquesa abanicándose sofocada.
Muriel Hamilton alzó la mano.
Por la expresión ladina que exhibía, Rose temió alguna de sus impertinencias.
—¿El amor que siente por lady Domer ha inspirado algunas de las escenas románticas de la novela? Por cierto, y
disculpe mi atrevimiento, pero nunca los veo juntos.
A la baronesa Miller se le descolgó el monóculo. La duquesa abrió la boca como si se le hubiera desencajado la
mandíbula. Los ojos de Margot parecían querer escaparse de las órbitas. Lily alzó tanto las cejas que casi se le
unieron al nacimiento del pelo, y Alice frunció el ceño y los labios en un rictus furioso.
Rose la fulminó con la mirada antes de responder en tono seco.
—El amor en sí es el que me inspira, el amor por las letras en particular —concretó—. Respecto a su curiosidad
personal, la considero completamente inapropiada. No la tenía por una alcahueta, señorita Hamilton.
El gesto de Muriel se agrió y sus ojos se achinaron en una mirada enconada.
—Por favor, centren sus preguntas en el tema literario —pidió la duquesa.
Sin embargo, la intencionada semilla que había querido sembrar Muriel germinaba de boca en boca, regada por la
maledicencia, creciendo con rumores y enraizándose con vigor para convertirse en el chisme de la temporada. A
Rose no le importó; en realidad, le divertía que especularan con sus dos identidades. Si la temporada estaba
resultando más interesante de lo planificado, aquel nuevo ingrediente le confería un matiz todavía más paradójico.
Una joven alzó con timidez la mano; reconoció a la dulce lady Eloise. Sus mejillas se arrebolaron cuando se puso
en pie. Le resultaba difícil sostenerle la mirada. A Rose le pareció adorable.
—Me... me gustaría saber por qué no se desvela en la novela la identidad del autor de las cartas de amor que
recibe Adelaida. En... en algún momento llegué a barajar que... que pudiera ser otra mujer.
—¿Acaso se puede condicionar el amor en función del género que lo despierte? El amor es amor y puede surgir
sin más por alguien, sea hombre o mujer. En muchas culturas antiguas, no se hacía distinción de género respecto a
las parejas sentimentales. Existía una tolerancia maravillosa en esa cuestión.
El amor es azaroso, aleatorio, caprichoso, complicado y a menudo efímero.
¿Por qué no disfrutar de su efervescencia mientras dure?
Percibió cómo el confuso desconcierto inicial dejaba paso a semblantes escandalizados y ceños reprobadores.
—Eso es una aberración que atenta contra la moral y los dictámenes de nuestras creencias religiosas. Una ofensa
contra nuestros principios más básicos. Somos una sociedad civilizada que no puede ni debe compararse con
culturas primitivas. Su argumento es un dislate, señor Sullivan.
La dama que había hablado se puso en pie y abandonó la sala tras dirigirle una mirada resentida. Tras ella, las
mujeres de más edad la siguieron. Solo siete jóvenes permanecieron en sus asientos.
—Lamento que mis palabras sean recibidas de tan susceptible talante. No es fácil encontrar mentes abiertas en
cuerpos añosos.
—Entonces ¿era una mujer la autora de las cartas anónimas a Adelaida?
—insistió la joven de apariencia vergonzosa.
—Sí —afirmó.
La sonrisa que recibió escondía un tinte agradecido que supo reconocer.
En los ojos oscuros de la joven titiló un peculiar brillo de alivio, constatación y ligereza que iluminó cada poro de
su piel. Otra autora anónima escondida en una sociedad rígida e inflexible. Al menos había conseguido por un breve
instante hacerla sentir tan normal como cualquier persona enamorada.
Rose inspiró largamente, regocijándose de aquella fugaz victoria conseguida con sus letras. Despertar corazones,
abrir mentes, introducir nuevos enfoques no solo era dificultoso, también arriesgado. Siempre se había congraciado
de la fortuna de que un editor se hubiera atrevido a publicar novelas de carácter tan transgresor.
—Esas viejas urracas comenzarán a cacarear en su contra, espero que su veneno le resulte inocuo, señor Sullivan.
—Tan inocuo como divertido.
La duquesa sonrió cómplice.
—No tengo hijos, pero, de haberlos tenido, no albergo duda alguna de que serían tan temerarios como usted. O al
menos eso habría deseado.
Rose asintió esgrimiendo un gesto cortés.
—Ha sido un club de lectura de lo más interesante. Si me disculpan, necesito recomponerme de tantas emociones.
—Naturalmente, se ha ganado un buen descanso.
Rose caminó hacia la puerta. De un rincón apareció un joven de gesto dulce y facciones suaves. Se trataba de lord
Valmont, que la miró de un modo extraño, como si titubeara entre abordarla o no.
Al fin reunió el valor suficiente y se plantó frente a ella.
—Señor Sullivan, soy un gran admirador de su obra y tengo una pregunta que hacerle, pero en privado. No es una
cuestión que pueda ni deba manifestarse en público, su cariz delicado me obliga a pedirle que me conceda unos
minutos en privado.
Rose sintió una franca curiosidad, más por la urgencia en su gesto que por la petición que adivinaba en sus
palabras.
—¿Le parece bien que demos un paseo por el jardín?
Acto 14
La excursión
—¿Está segura de que desea otra copa? —Lord Spencer la miró con divertido asombro.
Rose asintió y le brindó una sonrisa tímida. Aquel pícnic había acabado con ellos dos en un aparte, bajo un gran
sauce y una cesta con bebida y comida.
—Sí, milord, estoy sedienta, la caminata ha sido larga y el calor, insoportable.
El hombre asintió y se encogió de hombros, al tiempo que llenaba de nuevo su copa con licor de cerezas.
—Quizá si la próxima copa fuera de agua, su sed se calmaría mejor, ¿no cree?
Esta vez fue Rose la que se encogió de hombros.
—Es posible, pero mi ánimo sería más aburrido, ¿no le parece?
Lord Spencer rio y aseveró tal afirmación alzando a su vez su copa.
—Es usted una joven muy peculiar.
—No imagina cuánto —profirió ella apurando de un largo trago su copa.
Recibió una mirada perpleja y ella, a cambio, acentuó una sonrisa maliciosa.
—No imagina lo mucho que me gustaría descubrirlo.
Rose arqueó las cejas desconcertada. ¿Estaba flirteando con ella el soltero más codiciado de todo el país? No, no
podía ser. Supuso que estaba malinterpretando sus palabras.
—Durante el paseo he pensado en lo que me ha dicho esta mañana sobre mi madre, y me gustaría saber si
recuerda algún detalle de su última estancia en Althorp House.
El cambio radical de tema lo confundió por un momento; al cabo, logró centrarse en la pregunta y la observó
largamente antes de responder.
—Como ya le he dicho, yo era muy joven y no solía estar presente en las reuniones de los adultos, pero recuerdo
la entrañable amistad que la unía con mi tía. Solían salir a cabalgar y regresaban felices y alborozadas. A ambas les
gustaba el aire libre y compartían aficiones. Excepto aquel último día...
La mirada del hombre pareció perderse en algún rincón lejano de su mente. Rose comenzó a impacientarse,
carraspeó con suavidad para traerlo de vuelta.
—Recuerdo pasar largas horas de lectura obligada en el invernadero. Me tumbaba en un banco de piedra casi
oculto por grandes helechos y estudiaba las lecciones de ese día. Aquel último día oí un gimoteo, no quise ser
descubierto, así que decidí no revelar mi presencia.
»Eran ellas dos. Hablaban en susurros, pero estaban lo suficientemente cerca para que oyera cómo mi tía le
entregaba una carta y le pedía que no regresara más. Supuse que era una carta de despedida, una triste despedida,
porque ambas lloraban. No entendí el motivo, pero sí sentí la desdicha que las embargó en aquel largo abrazo que se
dieron. Su madre no volvió a Althorp House. Y mi tía, poco después, enfermó gravemente.
Aquella desdicha nunca había abandonado a su madre, y Rose estaba segura de que fue lo que la mató. Ella ya no
quiso vivir tras la muerte de Lavinia. No pudo soportarlo.
—No sé si he hecho bien contándole un momento tan triste, lamento mi mala elección.
Rose suspiró hondo y negó con la cabeza.
—La he compungido, su rostro se ha oscurecido visiblemente.
Ella se forzó a sonreír.
—Quizá otra copa me ilumine.
Lord Spencer le guiñó un ojo y le sirvió apenas un dedo de licor.
—No querrá obligarme a que la lleve en brazos a su alcoba, ¿no?
—Por supuesto que no, la de habladurías malintencionadas que eso despertaría...
—Tengo la sensación de que eso a usted no le preocupa.
Rose apuró su vaso. Compuso un gesto ambiguo y se encogió de hombros.
—Ni lo más mínimo —corroboró.
El duque se echó a reír y la observó con un marcado deje admirado.
Una silueta alta y distinguida se acercó a ellos.
—Vaya, lord Spencer, no esperaba encontrarlo aquí.
La gutural y rasgada voz de Liam denotaba un sutil deje irritado.
El duque inclinó la cabeza con cortesía y esbozó una sonrisa comedida.
—Créame que soy yo el sorprendido, lo hacía en el país nipón.
Rose detectó entre ellos una tirantez que la intrigó.
—Cuando tenga a bien, es decir, cuando sus cortejos se lo permitan —matizó Liam—, le recuerdo que tenemos
un tema pendiente.
Miró intencionadamente a Rose componiendo una mueca reprobadora.
Lord Spencer se envaró. Sus brillantes ojos azules se achinaron suspicaces.
—Ya que el destino ha tenido a bien favorecer este inesperado reencuentro, le comunico mi buena disposición
para reanudar... —la miró buscando una palabra apropiada que no desvelara el verdadero significado de aquel
enigmático intercambio de intenciones— lo interrumpido.
—Espléndido. —El conde esgrimió una sonrisa tirante—. En breve recibirá las pertinentes instrucciones.
—Será un placer.
Liam asintió con una expresión hierática. Acto seguido fijó su penetrante mirada en ella.
—Por cierto, lady Domer, a pesar de conocer su talante... despreocupado y su constante inclinación por las
situaciones más llamativas, permítame recordarle que el exceso de cerezas suelta la tripa. Y dudo que quiera ser
recordada esta noche por un episodio tan... comprometido para una dama.
Rose abría y cerraba la boca en una estúpida sucesión muda, inflamada de furia. Sintió cómo sus mejillas
enrojecían y sus palabras se atropellaban compitiendo por convertirse en puñales en su boca. No obstante, no tuvo
tiempo de liberarlos. Liam se despidió con una sonrisa burlona y un gesto altanero.
—Es un hombre odioso —masculló por fin, cerrando los puños y apretando la mandíbula mientras sus ojos
lanzaban los merecidos puñales atravesándole la espalda.
—No suele ganarse muchas simpatías, no. Su carácter arisco y su afilada insolencia le han procurado más de un
enemigo.
—¿Puedo presumir que usted es uno de ellos? Por lo que he podido observar, bien parece que son rivales —
reveló Rose curiosa.
—Puedo jactarme en aseverar que no cuento con enemigos en mi haber —respondió él sin dejar de observar la
silueta del conde alejándose—; no obstante, una circunstancia personal nos convirtió en rivales, como tan
sagazmente ha apreciado.
Rose reprimió las ganas de seguir preguntando sobre el motivo, pero consideró que su intromisión en algo tan
personal sería inapropiada incluso para ella.
Tomó la copa que había depositado en el blanco mantel extendido sobre la hierba y se la llevó a los labios.
Cuando el licor escarlata los humedeció, recordó la advertencia del conde y se detuvo en seco. Maldijo entre dientes
y dejó la copa de nuevo en el suelo.
—El conde de Norfolk ha sido irrespetuoso con usted, creo que se le debe exigir una disculpa adecuada. Si me
permite ese honor, yo mismo se lo señalaré.
—Le agradezco su caballerosidad, lord Spencer, pero suelo desenvolverme bastante bien en la defensa de mi
orgullo. No obstante, hay batallas que se ganan no librándolas.
El hombre sonrió y enarcó una ceja mientras asentía.
—Entre sus muchos talentos, lady Domer, su astucia y su arrojo son los que más cautivan.
—Será mejor que regresemos, preciso descansar para el baile de esta noche.
Rose se aprestó a guardar los restos de comida en la cesta, vació las copas en la hierba y el duque la ayudó a
recoger.
—Puesto que he tenido el privilegio de disfrutar de su compañía esta tarde, ¿cree que sería excesivamente
abusivo que me reservara esta noche algún baile?
—Al contrario, me halagaría.
Lord Spencer le ofreció su brazo y ella lo enlazó ufana mientras retomaban el regreso a la mansión.
***
—¿Qué tal os ha ido en el pícnic? ¿Sentís alguna inclinación especial por algún lord, o seguís empeñadas en
abrazar la soltería y el ridículo?
Todas miraron a Florence con el ceño fruncido.
—Si para conservar lo primero se ha de pasar por lo segundo, bienvenido sea —rezongó Lily—. Tengo a dos
caballeros cosidos a insultos, mostrándose insensatamente comprensibles a mis arrebatos. Ya no sé qué más hacer
para espantarlos.
—¿Rechazarlos con educación como haría cualquier dama normal? —ironizó el ama.
Acto seguido negó con la cabeza y bufó de nuevo mientras reanudaba la tarea de colocar en el sencillo recogido
de Rose pasadores de perlas.
—Por Dios, Florence —intervino esta última—, sabes de sobra que debemos mostrar cierta indulgencia respecto
a dejar que nos cortejen. Y que algunas de nosotras estamos presionadas para reconsiderar las negativas y que...
nuestro método de disuasión es bastante eficaz.
—Bastante —remarcó Lily—. Hay moscardones insistentes de lo más inocuos.
—Son cazadotes —señaló Margot—, les importa poco que seas una arpía o una lunática, solo buscan tu título y
tu dinero.
—¿Y qué hacemos con esos? —preguntó Alice.
—Intensificar nuestros trastornos. Montar un buen escándalo que nos estigmatice para esta temporada y las
siguientes —propuso Margot.
—Y arruinar cualquier posibilidad de ser feliz y tener familia —resaltó Florence reprobadora—. Entre vosotras
cuatro no sacarían un cerebro mínimamente racional...
Rose se volvió en su taburete para enfrentar a su ama de cría.
—Ya conocemos de sobra tu opinión, Florence querida, al menos somos nosotras las que tomamos la decisión,
equivocada o no, de no aceptar lo que se espera de nosotras.
—¿Y qué os hace pensar que esa estúpida decisión os proveerá de la felicidad y la libertad que tanto ansiáis? Nos
guste o no, dependemos de ellos, no sé si algún día eso podrá cambiar, pero hoy las únicas mujeres que disfrutan en
solitario de su libertad son las viudas.
—Prefiero no casarme a desear la muerte de mi esposo —barruntó Lily.
Florence miró al cielo y negó frustrada con la cabeza.
—Bien. —Rose se puso en pie y miró a sus amigas con gesto determinante
—. Si esta noche conseguimos que se hable de nosotras por todo Londres, os aseguro que no habrá ningún
cazadotes que pase por alto eso con tantas debutantes...
—¿Normales? —apuntó Florence mordaz.
—¿Estamos todas de acuerdo? —continuó Rose, ignorando a su ama de cría, que seguía resoplando y mirándolas
ceñuda.
—Quiero que seáis muy conscientes de la repercusión que tendrán vuestros actos. Y, por supuesto, os recuerdo
que el pacto en realidad es con vosotras mismas.
Las tres asintieron quedas.
—Yo en realidad no sé cómo estornudar más fuerte —señaló Alice preocupada.
—Alice, cariño, rompiste una nariz, no queremos abrirle la cabeza a nadie,
¿verdad? —bromeó Margot.
La joven abrió sus grandes ojos castaños y se sonrojó tímidamente. Al cabo, un pensamiento triste oscureció su
rostro ante el propietario del recuerdo.
—Yo temo más por el trastorno de Rose, la imagino rodando escaleras abajo —repuso Lily.
—Y yo siento verdadera curiosidad por tus arrebatos verbales.
—Me preocupa acertar con alguno de ellos y ofender a alguien.
—Alice, las barbaridades que sueltas por la boca son todas ofensivas.
—Ya, pero si alguien se da por aludido...
—Créeme, nunca lo sabrás —sentenció Margot.
—¿Listas?
Las cuatro amigas se dirigieron a la puerta vestidas con sus mejores galas y sus peores intenciones. La amistad
arropaba la decisión unánime de continuar con el plan inicial, y aquella noche en aquel gran baile de la más alta
alcurnia londinense sería relevante para quedar descartadas el resto de la temporada. Si todo iba bien, podrían
respirar tranquilas al menos un año más, para ellas tres. En lo que respectaba a Rose, esa era su última oportunidad
de lograr cierta independencia económica tras la ruptura definitiva con su vínculo familiar.
La gran sala refulgía con destellos diversos: los centenares de candelabros y lámparas de araña, la luminosidad de
los brocados de seda, el resplandor de las joyas de las damas y el brillo de las copas relucientes y de las lustrosas
fuentes de plata repletas de ponche.
En el ambiente predominaba una agradable y tenue luz dorada acunada por risas, conversaciones ardorosas y
ánimos joviales. Todos los caballeros iban ataviados con el clásico traje negro con camisa y chaleco blanco, el
contraste perfecto a los vestidos coloridos de las damas. La orquesta entonaba un vals y numerosas parejas de baile
danzaban en perfectos círculos al son de cada nota.
Caminaron hacia la mesa del ponche. Todas necesitaban cierto empuje para llevar a cabo sus calculados
trastornos. Sin embargo, Alice y Lily fueron retenidas por círculos de conocidos antes de llegar.
—¿Acabáis de entrar y ya estáis sedientas?
El tono burlón de Samuel las recibió en aquella esquina concurrida, acompañada de una mirada de suficiencia.
—¿Acabas de entrar y ya estás mordaz? —replicó Rose.
—Querida, deberías preocuparte más por esos pequeños detalles; una dama con excesiva... sed puede causar una
impresión equivocada. No querrás, en tu delicada situación, espantar a posibles pretendientes, ¿no es así? Solo me
preocupo por ti.
Rose compuso una sonrisa fingidamente cándida antes de responder.
—Una preocupación conmovedora, teniendo en cuenta lo mucho que te beneficia mi soltería.
—Mi compasión eclipsa cualquier atisbo de ambición, como ves.
—Deberías tratar a tu primo con algo más de respeto, dadas las circunstancias —intervino lord Shaw, arrugando
con presunción la nariz. La miró con marcado desdén para esgrimir una sonrisa relamida. Bebió un sorbo de la copa
que llevaba en la mano y se apartó de la mesa del bufet.
—Le agradezco el consejo, milord. Y ahora, si me disculpa, debo aliviar la preocupación de mi compasivo primo
buscando un pretendiente adecuado a mi posición.
Avanzó intentando esquivar a lord Shaw y, justo cuando estaba a su altura, simuló tropezar contra su brazo
derecho. La copa que llevaba se derramó sobre su pecho.
—¡Vaya por Dios, qué torpeza la mía!
—¡Demonios! —gimió él furioso.
—No se preocupe, lord Shaw, seguro que su encanto natural compensa sobradamente la mancha de su chaleco.
Samuel se aprestó a ofrecerle un pañuelo mientras le dirigía una mirada malhumorada a su prima. Rose se
encogió de hombros componiendo un gesto inocente.
—¿No te parece enternecedora la camaradería entre caballeros, Rose? —le preguntó Margot con un claro tono
socarrón.
—En efecto, es adorable.
Samuel se volvió hacia ella con una mueca irritada en el rostro.
—¿Sabes lo que será adorable, querida prima?
—No, pero estoy segura de que ardes en deseos de decirlo.
Los pequeños ojos de su primo se entrecerraron en una mirada ladina.
—Verte suplicarme caridad.
—Eso no va a pasar nunca —replicó ella en tono glacial, despojándose de su fingida inocencia para dirigirle un
gesto tan determinante como altivo.
—Ya lo veremos —sentenció Samuel.
Ambos hombres se alejaron regocijados en su propia miseria.
—¿No te apetece casarte solo para fastidiarlo? —preguntó Margot.
—En este instante únicamente me apetece estrangularlo.
—Pues mucho me temo que tus instintos homicidas van a ser puestos a prueba esta noche. Mira quién se acerca.
Rose siguió la mirada de Margot para toparse con el gesto agrio de su madrastra.
—Compruebo con agrado que mi elección de tu vestuario ha sido acertada. Celebro que por fin hayas accedido a
seguir mis recomendaciones.
Con algo de suerte, acabarás la semana con alguna proposición interesante.
—Resulta tranquilizador saber que, si mi dote no es lo bastante atractiva, la generosa exposición de mis encantos
naturales puede convertirme en un apetecible trozo de carne.
Lady Agnes agitó una mano en el aire.
—Querida, cualquier ventaja ha de ser utilizada a nuestro favor, y es bien sabido que los hombres sienten
predilección por las formas generosas.
—En tal caso, gracias por convertirme en un llamativo bistec.
—Rose, detecto en tu tono un claro reproche, pero si necesitas culpar a alguien te diré que ni yo, ni la modista, ni
tan siquiera las tendencias francesas en la moda tenemos la culpa de la opulencia vulgar de tus... curvas.
Margot le pasó una copa de ponche y le guiñó discretamente un ojo. Rose alzó la copa y miró a su madrastra.
—Por mis vulgares curvas —brindó sardónica—. Y ahora, si me disculpas, tengo que conseguirme un buen
partido.
Repitió la treta anterior, esta vez derramando la copa sobre el torso de su madrastra.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó esta sobresaltada, dando varios pasos atrás.
Una mancha oscura comenzó a extenderse por el terciopelo rojo de su vestido.
—Parece que tu vestido tenía más sed que yo.
—Pagarás por esto —la amenazó.
—No he hecho otra cosa desde que te conocí.
Recibió una mirada resentida que encajó esgrimiendo una sonrisa tirante.
Se alejó con la copa vacía y el ánimo rebosante de furia. Dos enfrentamientos familiares seguidos solo podían
vaticinar una intervención paternal de lo más desagradable. Si no conseguía la propiedad a su nombre, se vería en la
más absoluta indigencia. De un modo u otro, descubría que esa vena insurgente que la dominaba tampoco le
permitiría aceptar la caridad de su primo. Se negaba a depender de ningún hombre, ya fuera padre, esposo o familiar
alguno. Y en esa compleja tesitura lo que menos le preocupaba era espantar pretendientes, aunque seguiría con su
plan. Resultaba más fácil eludir proposiciones que rechazarlas de plano. Si su fama de torpe e insolente le acarreaba
la bendita soledad que tanto ansiaba, bienvenida fuera.
Acto 16
Los rivales
Inmersa en sus cavilaciones, se topó con un pecho poderoso. Cuando alzó la vista descubrió una expresión
escrutadora y una sonrisa terriblemente seductora.
—Me atrevo a importunarla porque lleva la copa vacía. Acabo de presenciar su nuevo método para despachar a
quienes no son de su agrado, y estimo lo suficiente mi chaqueta como para arriesgarme.
—No se relaje demasiado, lord Thorn, también se me da bien lanzar copas vacías.
El hombre amplió la sonrisa, mostrando ligeramente el brillo nacarado de su dentadura.
—En tal caso espero no contrariarla, le tengo bastante aprecio también a mi cabeza.
—Si no se aparta de mi camino, no le aseguro nada.
La mirada ambarina del conde adquirió una extraña gravedad.
—Rose...
—Lady Domer —corrigió ella.
—No soy tu enemigo.
—Me alivia saberlo, no soportaría que la lista siguiera creciendo. Y ahora, si me disculpa...
El hombre la aferró por la muñeca. Sentir el tacto cálido a través del tejido de su guante atrajo recuerdos
perturbadores.
Rose agrandó los ojos y miró alrededor, recordándole que tal familiaridad era completamente inadecuada.
—No, no te disculpo.
—Por favor, milord...
—Déjame ayudarte —susurró con un deje tan íntimo que le erizó la piel.
—No preciso ayuda alguna; no obstante, le agradezco su disposición.
El conde la soltó tras un casi imperceptible asentimiento de cabeza.
Rose caminó a grandes zancadas hacia la mesa donde estaban depositadas las cartillas de baile de las debutantes.
Cogió la suya y la abrió para descubrir dos nombres en ella. No la sorprendió ninguno de ellos.
Margot se le acercó y se asomó por encima de su hombro.
—El conde no se rinde, y menos ahora que su rival es un duque... —bromeó.
Rose resopló y se colgó la cartilla de la muñeca.
—¿Qué tal les va a Alice y a Lily?
Margot derramó la vista sobre la mesa, localizando las cartillas de ambas.
—Supongo que no les molestará que husmee en sus cartillas, ¿no?
—No creo que eso frene tu curiosidad.
Margot arqueó una ceja al tiempo que curvaba con gesto travieso la comisura de sus labios.
—Lily puede respirar tranquila, ningún hombre osa exponerse a ser insultado públicamente.
Le mostró la cartilla vacía de la mencionada.
—Debería haberme quedado yo con ese trastorno —rezongó Rose.
—Ya naciste con ese don: a pesar de no usar palabras malsonantes, se te da bastante bien ser ofensiva.
—Le dijo el ratón al gato...
A continuación cogió la cartilla de Alice. Sus ojos formaron dos círculos perfectos a juego con su boca. Su mueca
sorpresiva fue tan genuina que Rose se asomó para comprobar que la cartilla de Alice estaba repleta de nombres.
—Ser tan bonita le va a costar muchos estornudos.
Rose asintió mientras fijaba la vista en la de Margot.
—¿Y qué hay de ti?
Esta se encogió de hombros mientras aferraba la suya.
—Espero que mis tartamudeos hayan logrado eclipsar mi afabilidad natural.
—Oh, sí, eres tan afable como una piedra dentro de una tarta.
Margot sonrió y abrió la cartilla para componer un gesto extrañado.
—¿Qué burla es esta?
Le mostró a Rose un extraño dibujo. Debajo había un nombre conocido por ambas: lord Wilfred.
—¿Ese no es el tipo al que le machacaste los pies en el baile inaugural en Londres?
—El mismo, me sorprende que aún pueda caminar.
—¿Y qué demonios es este símbolo?
—Es mi nombre.
Ambas se volvieron hacia el propietario de aquella voz grave y cavernosa.
Takeshi hizo una reverencia y sonrió ufano. Estaba imponente con el traje negro con camisa blanca y chaleco
gris. Su oscuro y recio cabello lucía prolijamente peinado en una coleta baja.
—¿Y puedo saber qué hace su nombre en mi cartilla? —Enfatizó los adjetivos posesivos para remarcar que eran
incompatibles.
—Según sus estúpidas costumbres, pedirle un baile —respondió él sereno.
—¿Por qué son estúpidas nuestras costumbres?
—Porque no son mudos.
Esa respuesta hizo que Margot se quedara sin palabras por un momento, mientras lo observaba consternada.
—¡Claro que no somos mudos! —exclamó confusa.
—Pues por eso no entiendo el motivo de tener que escribir un nombre en un papel, cuando es mucho más sencillo
preguntar directamente a la dama.
—Es una mera formalidad, bastante útil, por cierto.
Takeshi se limitó a sonreír con gesto lacónico.
—En mi país preferimos preguntar, andarse por las ramas es más cosa de monos.
—Quizá le vendría bien adoptar alguna más de nuestras estúpidas costumbres.
—Ah, no, si regreso con alguna costumbre inglesa me lanzarán de nuevo al primer agujero que encuentren.
—Eso si no lo hago yo antes —susurró ella en el oído de Rose.
—Esa costumbre de chismorrear también es estúpida —señaló flemático
—, sobre todo porque sé leer los labios.
Margot apretó los dientes y lo fulminó con la mirada.
—¿Considera también estúpida nuestra costumbre de bailar? Porque, si es así, no entiendo...
—No considero estúpido el mero hecho de bailar, aunque lo hagan como si fueran cabritillos recién destetados,
dando saltitos inconexos. Eso me parece divertido.
Las mejillas de Margot comenzaron a enrojecer. Sus ojos brillaban indignados, y a Rose le costó reprimir una
sonrisa.
—¿Sabe lo que también es una costumbre inglesa muy útil para conseguir que una dama acepte un baile?
Los rasgados ojos del japonés se abrieron interesados.
—Adular antes a la dama para predisponerla al baile.
Takeshi asintió agradecido.
—Es usted una dama muy alta.
Rose se cubrió la boca con la mano. Una incipiente carcajada cosquilleaba su garganta.
—Y usted un...
—Lady Margot. —Lord Wilfred apareció de la nada para cogerle la mano y besarle el dorso con afectada
gentileza—. ¿Me hará el inconmensurable honor de aceptarme un baile?
—Yo estoy primero —interrumpió Takeshi.
—Soy yo la que decide si... —De repente cayó en la cuenta de que debía ceñirse al plan. Rose pudo ver en su
rostro cómo se esforzaba por recuperar el control de sus emociones para lucir adecuadamente su trastorno—.
Laaaaaa-laaaaaaa-laaaaaaaaa...
El japonés la miró estupefacto.
—¿Está cantando? —le preguntó.
Rose negó con la cabeza. La carcajada crecía y pugnaba por emerger con la fuerza de un géiser.
—Laaa-mentoooo... ttteee-teeeee-teee-neeerrrr queeee...
De repente Takeshi se puso tras ella, abarcó sus costillas con ambos brazos y la alzó mientras la ceñía contra su
pecho en un movimiento seco y violento que repitió varias veces. Margot se sacudía en el aire como un muñeco de
trapo. Gemidos sorpresivos inundaron la sala. Varios caballeros se pusieron en guardia ante el extraño
comportamiento del samurái.
—¡Suéltala, Takeshi!
La voz del conde resonó con fuerza. El japonés obedeció de inmediato.
Margot comenzó a toser y a boquear como un pez fuera del agua.
—Creí que se había atragantado —explicó Takeshi mirando a su alrededor.
—¡Casi me mata, condenado rinoceronte asiático! —lo acusó Margot furibunda.
—Margot, por favor —intervino Rose en su tono más conciliador—, creía estar salvándote de un
atragantamiento.
—¡Él es lo único que se me atraganta!
—Debería agradecer que haya intentado salvarle la vida, milady, ha comenzado a trabarse y... —musitó Takeshi
confuso.
—¡Porque tartamudeo cuando me altero! —bramó Margot.
—Pues ahora está bastante alterada, y no veo que su lengua viperina sufra ninguna traba.
Margot miró a Rose con marcado estupor.
—¿Cómo ha llamado a mi lengua?
—Creo que «viperina».
Se volvió hacia el japonés hirviendo de furia.
—Exijo de inmediato una disculpa.
—Y yo, gratitud y respeto. Me ha llamado «rinoceronte asiático».
—¡Casi me parte en dos, por el amor de Dios!
—Es una maniobra infalible para estos casos —explicó irritado—.
Además, no tengo la culpa de no reconocer un tartamudeo tan inaudito en alguien que no es tartamudo. Es usted
una mujer muy extraña, si se me permite decirlo.
—Y usted un hombre insufrible.
—¿Puedo presuponer entonces que no acepta el baile?
—Ni el baile ni nada que provenga de usted.
Takeshi asintió con la cabeza y se cruzó de brazos en actitud malhumorada.
—Mejor, no me agradan las tartamudas, por muy altas que sean.
Rose no pudo reprimir la carcajada que llevaba tiempo burbujeando en su interior. Se cubrió la boca de inmediato
para descubrir una sonrisa divertida en el apuesto rostro del conde.
—¿Ya soy el primero entonces?
Todos miraron atónitos el atolondrado rostro de lord Wilfred y su expectante gesto.
—No —respondió Takeshi—. Según el protocolo, una dama no puede bailar con un caballero inmediatamente
después de rechazar al anterior. —Miró intencionadamente a Margot para agregar—: Otra estúpida costumbre.
—Además de insufrible, es un hombre odioso.
—Pero que respeta las costumbres —concretó él.
Acto seguido se dirigió a lord Wilfred y añadió:
—Acabo de hacerle un gran favor, milord. No me lo agradezca.
Trazó una exagerada inclinación de cabeza a modo de despedida y desapareció ante el murmullo de los presentes.
—Si llego a saber que las temporadas podían ser tan endiabladamente divertidas, habría regresado mucho antes a
Inglaterra —repuso Liam.
—Si llego a saberlo yo, me habría marchado —terció Rose.
El conde enarcó una ceja y perfiló una sonrisa socarrona.
—Supongo que sus deseos de huir se habrán incrementado al ver mi nombre en su cartilla.
—En realidad, convivo con ellos desde mucho antes de conocerlo.
—No sé qué la hace ser diferente de las demás, pero debe de ser un motivo de peso. Tanto usted como sus
variopintas amigas se han forjado una idea terrible del matrimonio. Y permítame decirle que, si eligen bien, pueden
incluso albergar la esperanza de ser felices, incluso de enamorarse, llegado el caso.
—¿Y qué hay de usted, milord? ¿Por qué no se ha concedido hasta el momento esa halagüeña posibilidad?
—No he sentido la necesidad de compartir una vida tan errante con nadie.
Además, dudo de que una esposa soporte tantos viajes, o tantas ausencias, las mujeres son más de establecerse en
un hogar fijo. Mi vida cambia de continente con regularidad.
—En el caso de que su futura esposa lo amara, tenga por seguro de que su hogar sería usted, no una mansión ni
un continente.
—Tiene una idea muy romántica del amor.
—Si el amor no es romántico, no puede considerarse amor, ¿no le parece?
—Hay muchos tipos de amor.
—En efecto, pero solo hay uno por el que merezca la pena entregarse a otra persona.
Liam la observó de manera apreciativa. Entornó de pronto los ojos y la escrutó curioso.
—¿Y cómo llama al hecho de entregar su cuerpo a otra persona?
—Exploración sensorial.
La carcajada del hombre volvió a suscitar la atención de los grupos cercanos.
—Fascinante denominación, milady, casi tanto como lo es usted.
—¿Me está cortejando, lord Thorn? Si así fuera, creo que ya sabe cuál es mi único interés en usted.
Liam compuso una mueca traviesa que aceleró su pulso.
—Me queda perfectamente claro, milady, y ya que usted no vela por su virtud, me he erigido en su protector.
Rose arrugó el ceño luciendo su desagrado.
—Le deseo suerte en su empresa, milord.
Justo en ese instante se inició la marcha Polonesa, indicativo de que daba comienzo el baile. Las parejas
acudieron a la pista para desfilar unas tras otras.
Lord Spencer apareció de inmediato, reclamando su baile.
—Este cotillón lleva nuestro nombre, lady Domer.
Liam la miró admonitorio. Su ceño se acentuó ante la luminosa sonrisa que Rose le dedicó al duque.
—Mi baile preferido es el boulanger, milord, o, en su defecto, el sauteuse, pero me defiendo bien con el cotillón.
—Eso tendrá que demostrarlo, milady.
La tomó de la mano alzándola en la pose adecuada para iniciar el primer paso y la condujo a la pista de baile. El
rostro de Liam se oscureció como una nube de tormenta.
Los acordes rítmicos fueron acompañados por una serie de saltitos enérgicos y de pasos sincronizados en
repetidas figuras que se alternaban entre poses elegantes y entrelazados en una línea de cuatro bailarines, aderezando
los cambios de estilo con elegantes moulinets.
Lord Spencer resultó ser un avezado bailarín. Trazaba cada figura con distinguida gracia, rezumando una
elegancia natural que acentuaba su apostura física. Cuando se cruzaba con ella le dedicaba una sonrisa tan galante
como arrebatadora. A Rose no le cabía duda de que la gran mayoría de las damas presentes la envidiaban y de que la
totalidad de las debutantes matarían por obtener la atención de un caballero como él. Pero ella solo podía pensar en
que, a pesar de ser un hombre tan atractivo e inteligente, nada en ella vibraba ante su presencia.
El hombre que hacía reaccionar cada fibra de su cuerpo permanecía en un extremo de la sala con semblante
sombrío y ceño preocupado. Sabía que la deseaba, pero que, a pesar de ello y de haber sucumbido a sus
provocaciones un par de veces, su código ético no le permitiría tomarla sin hacerse cargo de ella. Algo que no estaba
dispuesta a consentir. No obstante, su cuerpo había probado las mieles que él tan experimentadamente le había
procurado, y ansiaba más, mucho más. Y luchar contra apetencias tan ávidas, contra la pulsante necesidad que
clamaba en su interior, le originaba una frustración que comenzaba a enfurecerla.
La danza derivó en un vals clásico y las parejas volvieron en enlazarse para trazar círculos repetidos
desplazándolos por toda la extensión de la pista en una sincronía casi perfecta con el resto de los bailarines.
—Le confieso que me sorprende su habilidad en el baile, me habían advertido de lo contrario.
—Me ha costado pisar muchos pies para forjarme esa fama —reconoció orgullosa.
El duque rio discretamente y la observó con especial interés.
—Supongo que ha sido su manera de alejar a moscones.
—Supone bien.
—¿Puedo suponer también que el hecho de que respete mis pies es buena señal?
—Es señal de que esta noche no necesitará meterlos en hielo.
Él sacudió la cabeza con gesto divertido.
—Cosa que le agradezco enormemente.
La hizo girar para atraparla de nuevo entre sus brazos. Por supuesto, sin que sus cuerpos se tocasen. Sin embargo,
la presión de la mano en su cintura, la tensión de sus hombros y la expresión afectada le transmitieron el deseo
contenido de acercarla un poco más.
—¿Cree que despertará muchas habladurías si le pido todos los bailes de la noche?
—Es bastante probable.
—Por fortuna, me consta que los chismes le son indiferentes.
—Y a mí me consta que hay muchas damas ansiosas por captar su atención. No me gusta sentirme acaparadora.
—No me acapara, milady, es más bien al revés. Y eso me temo que también está despertando las envidias de
nuestro singular conde. Se nota que aguarda impaciente su turno.
Liam los observaba con una expresión acuciante y mirada lobuna.
Cuando la pieza llegaba a su fin, atravesó la pista hasta ellos.
—¿Qué le he dicho?
Lord Spencer se apartó para dar paso al conde y, tras un saludo cortante por parte de ambos, salió de la pista con
porte altivo.
La orquesta comenzó a entonar un animado carrete escocés y el baile cobró vigor a golpe de salto. A Rose la
divirtió el mohín contrariado de Liam intentando recordar los complejos pasos con la punta del pie y los cambios
constantes de posiciones. Intentaba imitarla con bastante acierto, a pesar del gesto disgustado con que acompañaba
la danza.
—¿No se divierte, milord?
—El escocés que ideó este condenado baile debía de llevar encima toda una destilería de whisky —gruñó.
—Es bastante probable, sí —musitó ella con una sonrisa divertida.
Cuando por fin el movido carrete dio paso al sauteuse, una variación del vals, Liam enlazó su cintura y la acercó
a su pecho con más intimidad de la debida.
Rose intentó apartarse para adaptarse a la distancia apropiada, posando la palma de la mano sobre el pecho del
hombre. Un recuerdo perturbador despertó sus sentidos y maldijo para sus adentros.
—Milord, creo que se está tomando demasiadas libertades.
—Creí que justamente era eso lo que buscaba de mí.
—No en público, y ya tampoco en privado —recordó ella irritada—: le prometí no atentar de nuevo contra su
intachable honor.
—¿Es por eso por lo que ha puesto su atención en otro... objetivo?
Rose sintió cómo sus mejillas se encendían y su ánimo se encolerizaba.
—No tiene ningún derecho a ofenderme así. —Se detuvo en mitad de un giro y lo miró furiosa—. Y lo que yo
haga es problema mío, no necesito ningún guardián de mi virtud, ¿le queda claro? Métase en la cabeza que no tiene
ninguna potestad sobre mí y hágame el favor de dejarme en paz.
Intentó zafarse de su presa, pero él reanudó el baile, haciéndola girar casi por inercia.
—Le dije que no se lo iba a permitir. No puedo quedarme de brazos cruzados viendo cómo arruina su reputación
y su vida. Y menos con él —susurró con expresión determinante.
—Y yo le repito que no es nadie para exigirme nada.
—Me lo exige mi honor de caballero.
—¿Dónde estaba su honor cuando me tocaba?
—Maldita sea, me hiciste perder la cabeza —siseó irritado.
—Lo libero a usted y a su honor de cualquier deuda que crea contraída conmigo. Y cuando acabe este dichoso
baile, apelaré a su caballerosidad para pedirle que no vuelva a importunarme.
Liam apretó la mandíbula en una mueca indignada. Sus ojos se entrecerraron y su cuerpo adquirió rigidez.
—Como desees —murmuró con frialdad—, pero si me permites un consejo, cuídate de lord Spencer, no es el
hombre que aparenta ser.
La pieza concluyó y, tras un saludo gentil, se alejó de ella.
No bien Rose se disponía a marcharse de la pista, lord Spencer apareció para engarzarla en otro baile.
—No puede negarme su compañía, milady, empiezo a ser adicto a su fragancia floral.
Ella se solidarizó con el hombre, pues extrañaba a su vez otra fragancia, almizcleña, fresca y levemente cítrica.
Acto 17
Los proverbios
***
Apenas amanecía cuando llegaron al falso castillo de Stainborough. Una lluvia fina pero persistente las acompañó
todo el camino. La mañana se perfilaba fresca y nubosa, un respiro de los días de calor sofocante.
Por fuera parecía un castillo convencional, por supuesto más pequeño, pero por dentro, a excepción de una
escalera pegada al muro que no llevaba a ninguna parte, estaba prácticamente hueco.
Rose, Margot, Lily y Alice se unieron al grupo de jóvenes congregadas en torno a la duquesa.
—Maravilloso, han acudido todas. Por favor, tomen asiento.
Habían dispuesto un círculo de sillas alrededor de una mesa. Sobre el tablero se hallaban apilados varios libros, y
en el centro se erguía un recipiente de plata colmado de frutas. Junto a él, una botella de licor y varias copas.
Muriel Hamilton, rodeada de sus inseparables amigas, Violet, Cordelia, y Eloise, les regaló una mirada arrogante.
Las demás se limitaron a inclinar tímidamente la cabeza.
Ocuparon las ocho sillas y se arrebujaron bajo sus gabardinas.
Lady Amberley Fitzwilliam lanzó una mirada a su leal doncella, que aguardaba en la entrada desempeñando su
función de vigía, y tras asentir complacida se encaminó hacia la mesa, tomando entre sus enguantadas manos uno de
los volúmenes.
—Han sido elegidas para abrir su mente al conocimiento que esta sociedad nos veta. Soy mujer añosa, la
experiencia, mi situación privilegiada y esto —alzó la mano y agitó el libro— me han abierto las puertas de un
mundo tan placentero y pecaminoso como prohibido. Soy consciente de su tierna sensibilidad y de que combatir
prejuicios provocará más de un sofoco. Mi intención no es escandalizarlas ni crear en ustedes malestar ni miedo. El
tema que tratar es tan natural como la vida en sí, aunque ha sido estigmatizado con el fin egoísta de privarnos de la
libertad de que disfrutan los hombres. ¿Y saben por qué? Porque temen que seamos exigentes, activas, dominantes,
independientes y selectivas.
Frente a Rose, lady Cordelia atendía con sus grandes ojos castaños abiertos como platos y una expresión
fascinada en su rostro de gesto dulce e inocente.
La duquesa sacó de un bolsillo de su vestido una cajita de oro repujado.
—Me temo que será necesaria una ayudita para liberar sus mentes del yugo del decoro y los convencionalismos.
Abrió la caja, sumergió la punta de su dedo meñique en una especie de polvo marrón y lo acercó a una de sus
fosas nasales. Aspiró con fuerza y echó la cabeza hacia atrás.
—Es rapé, y les aseguro que derribará su timidez enturbiando parcialmente las paredes de las restricciones
mentales que han grabado en ustedes. Un buen introductorio para lo que viene a continuación.
—Tengo entendido que es más fuerte que el tabaco —advirtió Muriel con cierto reparo—, quizá no lo toleremos.
—Solo hay un modo de saberlo.
Acercó la cajita a Margot. Esta no titubeó. Imitó el gesto y aspiró con decisión.
Comenzó a toser y se frotó la nariz.
Una a una, todas accedieron a tomarlo. Rose sintió un picante cosquilleo y como si una ráfaga de frescor le
despejara la nariz y la frente.
Algunas tosieron y otras comenzaron a carraspear y a marearse. Se reclinaron en la silla y cerraron los ojos.
—No se alarmen —las tranquilizó la duquesa—, en un momento se sentirán bien. En realidad, mejor que bien.
Sonrió con gesto pícaro.
Rose fijó la atención en el libro que la duquesa exhibía. Tenía una encuadernación en crema con arabescos, texto
e ilustración en carmesí.
La mujer advirtió el interés de la joven y se lo entregó.
El autor era John Cleland. El título le anticipó la trama: Fanny Hill: Memorias de una mujer de placer. Lo abrió
casi por la mitad y se topó con una ilustración impactante. Una pareja mantenía relaciones sexuales sobre un diván.
Leyó el pie de la ilustración: «II. Mr. Croft intenta seducir a Fanny».
¿«Intenta»? La imagen, explícita en exceso, daba clara muestra de que lo había conseguido sobradamente.
—¿Esperaba algo así, lady Domer?
—No tan... visual, si le soy franca.
La mujer sonrió divertida.
—Digamos que es para ayudar a imaginaciones más precarias.
Rose cerró el libro y se lo devolvió.
—Sin duda, esas imágenes no dejan nada a la imaginación.
—Me complace ver que es usted más transgresora de lo esperado en una dama de su clase.
«Ni se imagina cuánto», pensó para sí.
La duquesa se situó en el centro de nuevo. Tomó la jarra de licor y llenó una de las copas.
—Es licor de bergamota —explicó—. Si no lo conocen, les adelanto que su sabor es ácido y amargo, para que no
olviden las amarguras que llegarán a su vida si traicionan a la hermandad. Es muy utilizado en todo tipo de rituales
de iniciación, porque aumenta la percepción en la asimilación de cualquier nueva sabiduría. Bebamos, pues, para
sellar aquí y ahora este pacto de lealtad y confidencialidad.
Rose admiró la astucia de la duquesa, de ese modo instauraba en las presentes un compromiso y se protegía de
posibles... escándalos. A pesar de su aparente impunidad social, debía procurar mantener limpio un título nobiliario
tan poderoso. Aunque las más perjudicadas, de conocerse el carácter de aquellas reuniones, sin duda serían ellas.
La mujer comenzó a pasar la copa, recitando un juramento que las iniciadas debían repetir antes de beber.
Cuando le llegó el turno a Rose, la duquesa le guiñó un ojo.
—Prometo no desvelar jamás lo aquí oído, visto y experimentado; que este licor se convierta en veneno si falto a
mi palabra.
Repitió la promesa y bebió de la copa.
—Bien, ya son Ciceronas; se han ganado el derecho a conocer sus cuerpos, sus dones femeninos, el alcance del
placer del que pueden disfrutar y, lo que es más importante, hacerlo sin sombra de culpa.
Se apoyó en el borde de la mesa y les mostró la cubierta del tomo que iban a leer.
—He elegido este libro en particular, aunque hay muchos para ilustrarlas sobre la sexualidad. En esta historia, su
protagonista, Fanny Hill, se ve empujada a una casa de placer por necesidad, descubriendo el amplio abanico de
posibilidades que el goce puede procurarnos y procurar.
Hizo una pausa para observar una a una a las jovencitas que atendían nerviosas y preocupadas.
—Me consta que su principal interés se centra en complacer a sus futuros esposos en el lecho conyugal. Y les
aseguro que los cautivarán con estos conocimientos. Pero mi interés se basa más en el conocimiento personal de su
propia sexualidad. En derribar las barreras mentales con que las han educado, en neutralizar la falsa creencia de que
solo sirven para complacer y gestar hijos y, por encima de todo, en naturalizar el placer al que tenemos derecho.
En primer lugar, decirles que la reproducción es una consecuencia del acto sexual, no la motivación principal.
¿Alguna ha presenciado alguna vez una monta de sementales o cualquier otro animal en pleno acto de cópula?
Se hizo el silencio hasta que una vocecita timorata lo admitió.
Todas clavaron los ojos en la dulce Cordelia, que enrojeció visiblemente.
—La cópula entre un hombre y una mujer es justo así, el apéndice masculino se yergue enhiesto preso de la
excitación y penetra en la hendidura femenina a base de empellones. El acto concluye cuando el varón se derrama en
el vientre de la mujer, depositando una semilla que puede germinar o no, dando como fruto el nacimiento de un
vástago. Pero el sexo es mucho más que eso. Y para explicárselo...
Un gemido la interrumpió. Lady Violet se había desvanecido.
Muriel y Cordelia comenzaron a abanicarla.
—¡Por Dios, si apenas he comenzado!
—Es muy impresionable —explicó Muriel justificándola.
Cuando logró recuperar la consciencia, parpadeó repetidas veces y espetó vehemente:
—¡No quiero que me copulen! Es atroz.
La duquesa no pudo reprimir una carcajada.
—No es tan terrible, se lo aseguro. Pero, por supuesto, la preparación es importante.
—¿Qué preparación? —preguntó Lily.
—Ya llegaremos a eso. Ahora creo que es Fanny quien debe guiarlas hacia el oculto mundo del placer femenino.
Le entregó de nuevo el libro a Rose.
—Creo que cada una debe leer un capítulo, y cuando concluya, el resto podrá compartir sus dudas y preguntas,
que intentaré aclarar.
»Adelante, Rose, lea los párrafos que están marcados.
—«Entraron en juego besos, caricias y tiernos murmullos, hasta que nuestros goces, cada vez más delirantes, nos
arrojaron en un amoroso caos.
Al llegar a cierta intensidad, nos hicieron zarpar de nosotros mismos para arrastrarnos a un océano de delicias sin
límite dentro del cual ambos nos sumergimos en un etéreo transporte. Las impresiones de todas las escenas de que
fui espectadora, moderadas por el calor de este brioso ejercicio, me agitaban hasta hacerme palpitar, galopante. Me
sentía totalmente poseída de una locura febril que me devoraba. Con gran alegría descubrí que mi galán compartía
mi exaltación, como pude comprobar por las elocuentes llamas que salían de sus ojos y por sus actos animados por
el aguijón de su estímulo.
Todo ello conspiró para aumentar mi deleite al garantizarme el de mi compañero. Elevada así al máximo tono de
intensidad de goce que puede tolerar la vida humana e incólume a todo exceso, toqué el punto crítico.
Apenas advertida de la inyección emanada de mi compañero, me disolví, y en un profundísimo suspiro envié
todo mi apasionado ser hasta ese pasaje donde la huida era imposible...»
La duquesa alzó la mano para detenerla y le pidió que mostrara la ilustración.
Una pareja yacía en la cama. El hombre entre las piernas abiertas de la mujer con su miembro erecto medio
introducido en la abertura de ella. La calidad del dibujo era tal que los detalles habían sido perfilados con hábil
minuciosidad. Rose se fijó en la expresión gozosa de la díscola Fanny Hill y no pudo evitar recordar el placer que le
habían procurado las íntimas caricias de Liam. Se estremeció.
—¡Jesús! —masculló Eloise con aprensión.
De nuevo se oyó un gemido, pero acompañado de un golpe sordo.
—¿Se ha desmayado otra vez? —murmuró impaciente la duquesa.
Violet había caído de la silla como un fardo y reposaba en el suelo desmadejada.
—Debe de adolecer de algún problema de circulación —barajó la duquesa.
—En el cerebro —amplió Margot—, nunca le ha llegado demasiado riego.
Rose le dio un codazo y Muriel la fulminó con la mirada.
—Parece que tú sufres un exceso de riego en la lengua —contraatacó mientras intentaba reanimar a su amiga.
—Al menos mi lengua no actúa a espaldas de nadie.
—Jovencitas, ya basta, no tolero enfrentamientos en la hermandad.
Debería haber tenido más en cuenta sus sensibilidades, quizá Fanny es un principio demasiado audaz para una
iniciación... No obstante, desconozco si podremos tener más reuniones y pretendía condensar en esta los puntos más
relevantes. Pero sin duda debería haber omitido la ilustración, el texto ya muestra que la mujer goza tanto o más que
el hombre en el acto sexual.
—No se apure, duquesa —intervino Rose—, Violet no tardará en reponerse.
La joven comenzó a recuperar el color para alivio de la mujer. Fue incorporada y sentada de nuevo al tiempo que
le ofrecían otra copa de licor.
Violet la rechazó y recostó la cabeza en el respaldo.
—Me encuentro mejor, gracias.
—Querida, ¿se encuentra en condiciones de continuar o prefiere esperar fuera?
Ella se mordió el labio inferior y bajó la mirada. Una mueca lastimera constriñó sus facciones.
—No quiero casarme —gimoteó—, no quiero que me toque ningún hombre.
Una lágrima resbaló por su mejilla.
—Mi pobre niña —la consoló la duquesa posando una mano en el hombro de la muchacha—. Le aseguro que no
es doloroso; si observa el rostro de Fanny, verá en su gesto el placer que siente.
—Yo tengo una pregunta.
Todas miraron a Cordelia.
—Adelante, muchacha.
—¿Solo se consigue obtener placer con la cópula?
—Por supuesto que no, existen lugares estratégicos muy sensibles a todo tipo de estímulos. Las caricias y los
besos son los mejores preámbulos para despertar el deseo y prepararnos para la penetración.
—Pero ¿se puede llegar al... clímax sin necesidad de un hombre?
Cordelia entrelazaba los dedos con evidente agitación, ante la mirada asombrada de sus compañeras.
—Por supuesto. De hecho, en uno de los capítulos de Fanny, ella yace con su doncella y juntas encuentran el
placer a base de caricias. —Un estupor generalizado se alzó entre las presentes. La duquesa frunció el ceño y pareció
madurar una idea—. Les propongo un ejercicio de autoconocimiento.
Violet comenzó a abanicarse. Eloise se posó una mano en el pecho como si se preparara para sufrir un infarto y
Alice abrió los ojos con tanta ansiedad que por un instante pensó que se le saldrían de las órbitas. Lily permanecía
muda, pálida e inmóvil, como si se hubiera convertido en una estatua.
—Esta noche, cuando se metan en la cama, abandonen todo pudor y atrévanse a explorar su cuerpo. Que no les
dé reparo acariciar sus zonas más íntimas, descubrir qué les agrada, y entréguense al placer sin un ápice de
remordimiento. Piensen en algo: si Dios no hubiera querido que sintiésemos placer, no nos habría dotado con los
atributos necesarios para ello. Así pues, conózcanse, abandonen los prejuicios y en su más plena intimidad gocen de
lo que les ha sido dado.
Rose se preguntó si, al igual que ella, alguna más ya se habría adelantado a ese consejo. No sabía si a las demás
aquella reunión les serviría para abrazar la sexualidad y perder el miedo a la noche de bodas; en lo que a ella
respectaba, había conseguido acrecentar las ganas de entregarse al único hombre que deseaba.
—¿Puedo echar un vistazo al libro? —preguntó Margot sin un atisbo de rubor en su faz.
—Naturalmente; de hecho, la que desee estudiar las ilustraciones con más detenimiento puede hacerlo.
Las demás se animaron y rodearon a Margot para asomarse sobre su hombro mientras ella pasaba páginas en
busca de las controvertidas ilustraciones.
Se detuvo en una en la que un hombre sentado en un sofá penetraba a una mujer que, de espaldas a él y abierta de
piernas, parecía cabalgarlo.
Eloise gimió impresionada y señaló la bolsa de los testículos.
—¿Qué es eso que le cuelga?
—Un zurrón —bromeó Margot.
—¿Y qué lleva dentro?
—Cojones —barbotó Lily.
Acto 20
La caza
Como bien había supuesto Liam, la duquesa aceptó de buen grado la sugerencia de Sullivan. Y, como artífice del
novedoso juego, debía encargarse de llevarlo a cabo. Eso le dio la libertad de organizarlo a su manera.
El juego consistía en que los padres y hermanos de las debutantes escribieran en un papel un defecto y una virtud
de las mismas. Los pretendientes tenían que adivinar el nombre de la dama con la que podían corresponderse. Y si lo
adivinaban serían invitados al domicilio de la dama en cuestión para que la cortejaran con el beneplácito de la
familia. De ese modo conseguía que la mayoría de los hombres congregados en la mansión participaran en el juego.
Rose le había mandado a Liam una misiva, naturalmente firmada como Sullivan, con la propuesta aceptada del
juego y con la petición de que fuera él la mano inocente que sacara los anónimos y los leyera. Con todos los hilos
atados, solo restaba que el conde reconociera la letra del hombre que buscaban.
Esa noche no podía faltar como debutante al juego que ella misma había ingeniado. Además, empezaba a ser muy
imprudente aparecer como Sullivan; era cuestión de tiempo que alguien acabara reconociéndola o, como poco,
sospechando que algo no encajaba.
El juego se había explicado por la mañana con la intención de involucrar cuanto antes a los varones de las
familias. Si alguno se mostraba reticente, las féminas de la casa se encargarían de insistirle lo suficiente para
empujarlo a participar.
El evento se celebraría al aire libre, en la vasta terraza trasera que se alzaba sobre el jardín. Multitud de sillas se
hallaban alineadas bajo hileras de guirnaldas con velas y flores que pendían de cordeles, conformando una
techumbre luminosa titilante y perfumada. Una larga mesa de bufet, repleta de platos variados, de fuentes de quesos,
fruta y pasteles, ejercía su delicioso magnetismo en un extremo de la terraza. Al fondo habían dispuesto un atril y,
anexo a él, una mesita con un enorme jarrón de cristal repleto de bolsitas de organza cerradas con un cordel de seda.
La duquesa, acompañada de la baronesa Miller, caminó con paso regio hasta el atril, envuelta en un elegante
vestido de tafetán morado. Sus aviesos ojos verdes inspeccionaban a la concurrencia con visible complacencia.
Margot, vestida de amarillo pálido, se metía una uva en la boca mientras estudiaba su alrededor.
—Me atrevo a afirmar que la totalidad de los invitados se encuentran aquí.
Tu idea ha sido brillante —alabó.
—No obstante, solo importa que sea eficaz.
—Vaya, Muriel luce una sonrisa más luminosa que el collar de perlas de su famosa bisabuela. Está claro que le
ha ido bien con la... exploración personal.
Rose sonrió y sacudió la cabeza.
—Tu piel también reluce.
—Y tú pareces uno de esos farolillos que salpican el jardín.
Ambas rieron.
Oliver, el hermano de Margot, se acercó acompañado de Alice. Resultaba fácil ver que la camaradería que
compartían había dado como resultado una atracción física. Tras ellos, Lily y el insistente lord Amber.
—Parece que Lily no brilla, algo debió de hacer mal —murmuró Margot en su oído.
—Es difícil brillar con una sanguijuela en el brazo.
—He oído que ese tipejo tiene deudas de juego y por eso anda a la caza de un buen partido.
Alice se había unido a los cuchicheos ocultando su boca con el abanico.
—Ahora entiendo que sea inmune a los trastornos, tiene el suyo propio —replicó Margot.
Lily se descolgó del brazo de lord Amber como si quemara y se unió a ellas dándole la espalda a su acompañante
y componiendo una mueca tan aliviada que hizo sonreír a sus amigas.
—Se me han acabado los insultos —susurró resignada.
—Tendrás que recurrir a los golpes —bromeó Rose.
—Ganas no me faltan.
—Hola, hermanito —saludó Margot—. Espero que te hayas portado bien opinando de mí.
—No te preocupes, lo peor ya te has encargado de mostrarlo tú estos días.
Le dio un manotazo fingiendo enfado. Y Oliver le guiñó cómplice un ojo.
A Rose le despertaban más curiosidad las virtudes que tendrían que decir de ella su padre y su primo.
—No todos los días se puede disfrutar de un espectáculo tan formidable, chicas.
Siguieron la expresión admirada de Alice para encontrarse con la imponente presencias de dos hombres, tan
diferentes como hermosos, que en ese momento irrumpían juntos en la terraza. Uno distinguido, de facciones
exquisitas, ojos grandes, mandíbula bien cincelada, suave cabello claro, esbelto y porte majestuoso. El otro, de
rasgos duros, mirada afilada, mentón marcado, cabello rebelde y oscuro y una boca carnosa y tentadora que rompía
las líneas aceradas de un rostro de tez cetrina.
Uno era luz. El otro, oscuridad. Uno sugería elegancia, serenidad, perfección. El otro, misterio, sensualidad,
peligro. Ambos suscitaban fascinación, suspiros y arrobamientos.
—No sabría con cuál quedarme —opinó Lily.
Rose lo tenía muy claro, elegiría al equivocado.
Se topó con la penetrante mirada ambarina de Liam, que la contempló con una expresión indescifrable. Lord
Spencer, en cambio, le regaló una mirada dulce y una sonrisa galante. Nada que ver con la faceta altiva que había
conocido bajo la identidad de Sullivan.
El duque avanzó hacia ella con paso firme. Liam se encaminó hacia el atril con semblante sombrío.
—Nos aguarda una noche entretenida, ¿no les parece?
Lord Spencer las saludó gentil con una suave inclinación de cabeza.
—Bastante entretenida —admitió Oliver—. No deja de admirarme la imaginación desbordante de nuestra
anfitriona.
—Nunca había disfrutado de juegos tan singulares —manifestó lord Amber.
—Está siendo una temporada de lo más variopinta —musitó una voz distinta.
Lord Wilfred apareció de la nada, colocándose junto a Margot.
—Está deslumbrante esta noche, querida —la alabó besándole la mano.
—Sí, eso me han dicho.
Margot le sonrió cómplice y Rose agitó la cabeza poniendo los ojos en blanco.
—Será mejor que cojamos asiento; ¿me permite sentarme a su lado, lady Domer?
Miró al duque, que en ese momento le ofrecía el brazo, y lo enlazó dejando que la acompañara hasta los pocos
asientos que aún quedaban libres.
La duquesa ya se hallaba en el atril con su monóculo bien insertado y su rictus solemne previo a los discursos.
—Damas y caballeros, damos ya comienzo al penúltimo juego de la temporada en la mansión de los Fitzwilliam.
En esta ocasión cuento con un ayudante excepcional, nuestro querido conde de Norfolk. —Se volvió hacia Liam
para regalarle un gesto agradecido—. Él será la mano inocente que extraiga las bolsas y lea las tarjetitas definitorias
de las debutantes. Como ya saben, el pretendiente que acierte la identidad de la dama será invitado a su casa para el
cortejo oficial. Cuando desee, conde.
Liam carraspeó y derramó una mirada escrutadora sobre la multitud congregada. Rose sabía que buscaba a
Sullivan. Cuando sus ojos se toparon con los de ella, se detuvieron pensativos un largo instante. Esta vez fue la
duquesa la que carraspeó para sacar a Liam de su mutismo.
—Bien, como ya saben, leeré varias tarjetas de los varones de una misma familia, agrupadas ya en estas bolsitas.
Pueden interrumpirme si con la primera desean probar suerte, pero si yerran no podrán volver a participar en ese
turno. No se precipiten y afinen el disparo; les deseo mucha suerte, caballeros, y a las damas, un buen cerrajero si el
candidato ganador no es de su agrado.
Las risas se extendieron por la concurrencia. La duquesa aplaudió y Liam metió la mano en el jarrón de cristal.
Removió el contenido y extrajo una bolsita. La abrió y sacó tres tarjetas. Las ordenó e inspiró profundamente antes
de hablar.
Rose apreció el rictus tenso e impaciente que ensombrecía el gesto del conde.
—Caprichosa, tímida y reservada... —Alzó la vista y estiró los labios en una sonrisa confusa—. Espero que sean
defectos.
Nuevas risas inundaron la terraza.
—Perezosa, gruñona y llorona... Pues no, lo anterior eran virtudes. Yo en su lugar no levantaría la mano.
Las carcajadas se sucedieron ininterrumpidas.
Lord Amber levantó la mano.
Liam asintió dando su permiso para que respondiera.
A los pretendientes se les había entregado una pizarrita para que escribieran con tiza el nombre de la dama.
La mostró a todos y la pronunció en voz alta.
—Lady Violet.
El conde agrandó los ojos sorprendido. Le dio la vuelta a la tarjeta y, con estupor, comprobó que había acertado.
—Ya tenemos al primer ganador. Lady Violet, le queda la opción de mentirle con su dirección.
Margot se inclinó hacia Rose.
—Además de apuesto tiene sentido del humor —susurró.
«Y un código de honor inquebrantable», lamentó ella para sí.
—Continuemos, conde —musitó la duquesa, que sonreía entusiasmada.
Tras varias tarjetas, algunas sin ganador, Liam leyó virtudes que reconoció de inmediato.
—Leal, sagaz y divertida.
Cogió la otra tarjeta y añadió:
—Mordaz, irreverente y afilada.
Una mano se alzó casi antes de que terminara de pronunciar la última sílaba.
El público se volvió hacia el pretendiente, que aguardaba el permiso para dar su respuesta.
—Adelante —lo alentó Liam.
El hombre alzó la pizarra.
—Lady Margot.
—Así es.
Takeshi sonrió ufano, relamido con su victoria.
—¡No puede ser! —gimió Margot consternada en voz alta.
—Parece que nuestro cerrajero va a tener mucho trabajo en Londres poniendo candados —bromeó Liam.
El japonés saludó a Margot con un gesto de suficiencia, ignorando su semblante furioso.
La joven gruñó y le enseñó los dientes.
Tras varias bolsas de debutantes después, dos adjetivos alertaron a Rose:
—Ingrata e insolente.
Liam se envaró entrecerrando los ojos. Su ceño se frunció con gesto concentrado.
—Desafiante e imprudente...
Sintió la mirada del conde clavada en ella. Sus mejillas se encendieron y su pecho se agitó. Él devolvió la
atención a la bolsita de organza y fingió rebuscar otro papel en su interior. Solo había dos miembros masculinos en
su familia, con lo cual tan solo había dos papeles; no obstante, la caballerosidad de Liam pretendía salvarla de
aquella situación tan embarazosa.
—Vaya, por desgracia debe de haberse perdido la etiqueta con las virtudes, debemos pasar a la siguiente...
—¿Puedo responder igualmente? —La portentosa voz de lord Spencer captó la atención de todos.
Liam apretó la mandíbula y asintió a desgana.
—Lady Rosalyn Domer, y es fácil adivinar las virtudes que casi con toda seguridad fueron escritas en el papel
perdido: inteligente, divertida y talentosa.
Mostró la pizarra y se sentó de nuevo pagado de sí mismo.
Rose descubrió en ese momento que la competitividad del duque se debía más a sus ansias de ganar un trofeo que
al interés afectivo en ella. Quizá si no la hubiese nombrado, habría pasado relativamente desapercibido el
vergonzante detalle de la humillante opinión que su familia tenía de ella. Pero lord Spencer buscaba arrebatarle la
pieza al conde y a cualquiera que considerara rival. Comenzaba a entender las advertencias de Liam a ese respecto.
Dejó de prestar atención al juego, inmersa en sus cavilaciones.
La mano de Margot se posó en la suya y se la apretó con suavidad para hacerle saber que no estaba sola, que era
querida y que podría contar con ella siempre.
La expresión grave y preocupada de Liam le manifestó un silencioso apoyo que no esperaba recibir. Rose sostuvo
su mirada y esbozó una fugaz sonrisa para tranquilizarlo.
El resto de la concurrencia la observaba entre cuchicheos. La sonrisa maliciosa y triunfal de Muriel, los
semblantes, algunos apenados, otros censuradores, el gesto vengativo de Agnes, el mohín divertido de Samuel y, lo
que menos imaginaba que todavía pudiera afectarla, el complaciente regocijo en la mirada de su padre ante su apuro
la empujaron a levantarse y a huir de allí.
Las lágrimas le quemaban en las mejillas cuando descendió la escalinata que llevaba al jardín y se refugió entre
los altos setos. Necesitaba un instante de soledad para volver a encerrar en su interior todo el dolor del rechazo
paterno, la nostalgia por la orfandad materna, la aceptación de que su corazón empezaba a imponerse a su capricho,
la incertidumbre por la vida por la que luchaba y el miedo a conseguirla. Aquella Rose vulnerable que había
decidido encerrar en su interior había entreabierto la puerta de sus emociones para asomarse y recordarle que seguía
allí, asustada, golpeada y muerta de miedo, ávida de abrazos y de aceptación.
Se sentó en un banco de piedra y se refregó el rostro de manera burda, un gesto de frustración por no haber
podido contener aquel momento de debilidad. Inspiró hondo y comenzó la meticulosa labor de cerrar esa puerta y
darle la espalda a esa niña trémula que todavía moraba en su interior. Ahora, más que nunca, en el punto más
delicado de su vida, cuando más cerca tenía alguna posibilidad de conseguir una cómoda soltería sin depender de su
familia ni de caridad, era indispensable que alejara las emociones para centrarse en su objetivo: una vida elegida por
ella misma.
—Nunca nadie había tenido tantos motivos para escapar de su destino.
La voz profunda y rasgada de Liam la envolvió con la calidez del abrazo que tanto anhelaba.
—No necesito tu compasión.
—Mejor, porque no la tienes.
—Tampoco necesito tu comprensión.
—Deberás aguantarte, porque eso sí lo tienes, además de mi más profunda admiración.
—Y mucho menos necesito halagos.
—No lo son.
—Pues lo parecen.
Liam se sentó a su lado y suspiró.
—¿Hay algo más que no necesites?
—Compañía.
—Lamento no poder complacerte. Yo sí la necesito, bueno, en realidad esta noche necesito varias cosas.
Ella lo miró curiosa.
—¿Qué cosas?
—Olvidar lo que una mujer me hace sentir es una de ellas.
—Pareces un hombre con una voluntad férrea, estoy convencida de que lo conseguirás antes de lo que imaginas.
—Eso espero, aunque no albergo mucha esperanza en ello.
Rose cruzó las manos sobre el regazo. Sintió cómo los latidos comenzaban a atropellarse en su pecho.
—¿Qué más necesitas?
—Cerrar una herida y aliviar mi conciencia.
—Supongo que, en esas cuestiones, el tiempo es un gran aliado.
Liam se sumió en un silencio que indicaba una inmersión personal en su propio infierno particular.
Rose lo observó detenidamente, absorbiendo las definidas líneas de su rostro. No pudo impedir perderse en
aquella expresión absorta cubierta por un paño atormentado.
—No solo está así por la infame opinión que ha compartido públicamente su padre sobre usted, ¿me equivoco?
Inspiró profundamente para terminar la última espiración con un gesto de aceptación.
—Sullivan me ha puesto al corriente —admitió.
—Debí suponer que... vuestro grado de complicidad no admite secretos —masculló el hombre con marcada
irritación.
Rose guardó silencio luchando contra el pulsante desprecio que sentía hacia su padre. Tras un instante perdida en
su propia aflicción fijó la atención en el hombre que la contemplaba apesadumbrado.
—Tengo la sensación de que necesita decirme algo más —murmuró ella.
—Hay una cosa que necesito y que nunca me he atrevido a pedir.
—¿Y puedo saber qué es?
—Un abrazo.
Más que su gesto, fue el tono de su voz lo que transmitió la profundidad de esa necesidad.
Se volvió hacia él y le abrió los brazos. Pero fue él quien la atrapó entre los suyos, cobijándola contra su pecho.
Rose se entregó al abrazo liberando su propio anhelo. Por alguna extraña razón, se sintió en casa, protegida, en paz.
Se entregó a las emociones contenidas, liberándolas con un llanto silencioso y reparador. Desde la pérdida de su
madre no había permitido que nadie más presenciara aquel dolor añejo y profundo que se había adherido a su alma
como un pegajoso engrudo, oscuro y maloliente.
Liam la estrechó contra sí como si deseara meterla en su interior, como si quisiera arrancarla del mundo, de su
propia pena, de sus fantasmas, de todo lo que pudiera dañarla. Y en ese instante descubrió que Liam había confesado
sus demonios para que ella liberara los suyos. Había pedido un abrazo porque era la única forma de que ella se
dejara abrazar.
Podría haberse pasado la vida allí, acunada en su pecho, ajena a todo lo que no fuera mecerse en su respiración,
embriagarse en su olor, envolverse con su cariño. Pero Liam la cogió de los hombros y la separó de él para mirarla a
los ojos.
Su semblante afectado adquirió un velo grave y determinado.
—Voy a matar a tu padre —anunció.
Acto 21
El desengaño
***
Nunca en toda su vida había imaginado que pudiera hacer gala de tal poder de contención. Lo admiraba que, tras
el arrebato de la noche anterior, hubiera podido pasarse la mañana observando cada paso de Domer sin abalanzarse
sobre él.
El doloroso recuerdo de su hermano estaba tan fresco que su corazón sangraba como si acabara de enterrarlo. No
dejaba de ser paradójico que el hombre que había empujado a su hermano a la muerte hubiera dado vida a la mujer
que no podía quitarse de la cabeza. Una mujer que lo conmovía y lo maravillaba a partes iguales. Una mujer
extraordinaria como pocas.
Ahora entendía la necesidad de Rose de escapar de su familia, de su título, y en concreto de su padre, y ahora con
más razón tras conocer la clase de monstruo que la había engendrado. Lo enfurecía tratar de imaginar la vida de
Rose con un ser tan abyecto en su entorno, todo lo que habría sufrido y sufría todavía. La intencionada humillación
pública que había padecido la noche anterior era un claro indicativo de lo dura que había tenido que ser su vida.
Que satisfacer su venganza particular diera como resultado liberar a Rose de su desdicha le otorgaba un nuevo
sentido a su cometido. Una especie de compensación añadida. No pudo salvar a Daniel, pero el destino le ofrecía la
oportunidad de resarcirse con su conciencia.
En su labor de vigilancia, observó que los hombres más cercanos a Domer eran su sobrino, lord Shaw y lord
Amber. Y ninguno de estos era menudo y delgado. El resto de los hombres que se relacionaban con él apenas
cruzaban algunas palabras corteses sin que mediara entre ellos un ápice de camaradería. No obstante, no podía
descartarlos. Llevaba toda la mañana esperando encontrar a Sullivan entre los invitados que pululaban por la
mansión, por la terraza y los jardines, pero el hombrecillo no hizo acto de aparición. Debía averiguar si se había
marchado de la mansión.
Cuando localizó a Rose saliendo al amplio porche descubierto, se dirigió a ella.
Su semblante denotaba cansancio y abatimiento. Era fácil suponer que no había pegado ojo en toda la noche.
—Te estaba buscando —murmuró ella—, tenemos que hablar.
Liam asintió, su aspecto lo hizo desear volver a cobijarla entre sus brazos.
La condujo hacia una esquina, junto a un gran macetero de piedra.
—¿Qué ocurre?
—Anoche no pude dormir —comenzó—. A pesar de conocer la crueldad de mi padre, me cuesta creer que haya
llegado a una bajeza tan mezquina.
Siento tal repulsión que soy incapaz de disimularlo en su presencia. ¿Estás completamente seguro de que es su
letra?
—Completamente seguro. Tiene una peculiaridad bastante singular en el trazo corto de las «t»: se rizan en los
extremos hacia arriba.
Rose bajó la mirada y suspiró con amargura.
—Tengo la sospecha de que esto es un tema muy personal para ti, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas.
—Creo que tengo derecho a saber en qué te afectan las atrocidades cometidas por mi padre.
Liam clavó en ella una mirada indagadora.
—Este no es el lugar ni el momento. Pero prometo contártelo todo. Ahora mi prioridad es descubrir a su cómplice
y para eso necesito a Sullivan; ¿sabes algo de él?
—Adolece de fuertes jaquecas, me temo que estos días está sufriendo una de esas crisis y está en su habitación.
—Tendrá que recibirme, es un tema de extrema urgencia. Mañana concluyen los festejos y no puedo perder ni un
minuto.
—Dime lo que deseas saber y yo misma se lo transmitiré —propuso ella.
La escrutó entornando suspicaz los ojos.
—Es una pérdida de tiempo innecesaria. Iré yo mismo en su busca.
Liam inclinó la cabeza como despedida y se encaminó hacia el interior de la mansión.
—Deja que te acompañe.
Rose lo alcanzó en el recibidor.
—No es apropiado que te vean conmigo en el ala de caballeros —le recordó.
La joven parecía agitada y ansiosa. Juntó las manos y comenzó a frotárselas con gesto nervioso.
—Era para indicarte dónde se encuentra su habitación.
Abrió los ojos con desmesura al reparar en su desliz.
El semblante de Liam se oscureció como una nube de tormenta.
—Entiendo. —Su tono fue gélido—. Resulta obvio que no es la primera vez que visitas el cuarto de Sullivan. Al
parecer, ya has conseguido satisfacer tu lasciva curiosidad...
La mano de Rose se estampó en su mejilla. La joven lo miraba con los ojos llorosos y las mejillas arreboladas. La
furia congestionaba su rostro.
—¿Las verdades ofenden, milady?
—Ofenden las ofensas —respondió con voz tirante y levemente trémula.
La contempló con dureza. Los celos quemaban sus entrañas, uniéndose a la madeja de resentimiento y frustración
que ya cargaba. Cuando la primera lágrima de la muchacha resbaló zigzagueante por su mejilla deseó tragarse sus
palabras.
La joven se alejó de él y salió a la carrera de la mansión.
Takeshi se le acercó. Su semblante traslucía preocupación.
—Hasta los monos se caen de los árboles.
—No me consuela. Me he portado como un patán.
—Ahora mismo, y con la tensión que acumulas, ser solo un patán es meritorio.
—No me justifiques.
—De acuerdo, has sido un patán. ¿Tienes fusta o te dejo la mía?
—Será mejor que vayamos en busca de Sullivan,
Ascendieron la amplia y elegante escalinata curva que conducía al ala de los caballeros y preguntaron a uno de
los criados, que en ese momento salía de una de las alcobas, por el cuarto de Sullivan.
—Se le asignó uno cuando llegó, pero yo soy el encargado de esta ala y el cuarto sigue igual que el primer día.
—¿Qué quiere decir?
—Que no hay ropa en los armarios, ni ninguna señal de uso. La cama sigue intacta y nunca responde cuando
llamo a la puerta.
Liam lo contempló con extrañeza.
—Me aseguran que lleva dos noches con jaquecas y que en este momento se encuentra recluido en su cuarto.
Nadie lo ha visto por la mansión ni por los jardines. Por fuerza ha de estar ahora allí. ¿Lleva usted la llave encima?
—Naturalmente, me encargo de abrir las puertas a las doncellas para que adecenten las habitaciones.
—Vayamos entonces.
Siguieron al mayordomo por el largo pasillo flanqueado por enormes retratos familiares y ventanas con cortinajes
de terciopelo verde. Giraron un recodo hasta llegar a una puerta justo al final del mismo.
Llamó varias veces sin obtener respuesta. Aguardó un tiempo prudencial y finalmente se encogió de hombros.
El hombre descolgó el manojo de llaves que llevaba prendido de un gancho de su cinturón, seleccionó la llave
indicada y la introdujo en la cerradura.
Giró con suavidad y la puerta se abrió.
—Adelante, caballeros, resuelvan este misterio.
Liam y Takeshi caminaron por la habitación para corroborar que era cierto. Aquella estancia no había sido usada
nunca desde que fue preparada.
—¿Está seguro de que el señor Raymond Sullivan no se aloja en otra habitación?
—No podría asegurárselo, milord, uno de los requerimientos del servicio es la discreción. Si todos estos días ha
estado instalado en otro cuarto y ha sido visto donde no debía, nadie informa sobre ello.
—Pero usted podría averiguarlo, ¿no es así?
El hombre titubeó nervioso.
—La duquesa es muy rigurosa con el tema de la discreción de sus invitados.
Liam se metió la mano en el bolsillo y sacó su billetera.
—No, señor, le agradezco que...
Extrajo del bolsillo de su chaleco diez guineas y se las entregó.
—Yo también soy un hombre discreto.
El hombre cogió el dinero y se lo guardó apresuradamente.
—Preguntaré al servicio, en cuanto sepa algo se lo diré, milord.
—Necesito que sea ya, se trata de un asunto de vital importancia.
—Haré lo que pueda, milord —confirmó.
—Tendrá otra moneda igual si me ofrece la información antes de la comida.
La codicia brilló en los ojos del mayordomo, que asintió presuroso y desapareció por el pasillo.
Regresaron al bufet de la comida, de nuevo al aire libre, para continuar con la vigilancia de Domer. Se hallaba
repantigado en un cómodo sillón de jardín con una copa en la mano y talante indolente. No guardaba ningún
parecido físico con su hija, a excepción quizá del color del cabello. A pesar de las canas, se adivinaba un color
castaño cobrizo, aunque el de Rose era unos tonos más claro, predominando más los matices anaranjados. Diminutas
venas tapizaban sus mejillas en un intrincado encaje carmesí que cubría su rostro con el paño del bebedor crónico.
Su mirada oscura y ladina revelaba una mente despierta y astuta. Su abultada barriga traslucía una vida entregada a
los excesos. Y su porte rígido evidenciaba el carácter del depredador, siempre alerta, siempre al acecho.
Liam intentó cerrar su mente a las desazonadoras imágenes que acudían en desagradable tropel para atormentarlo.
Un acceso de furia le recorrió la espina dorsal como una serpiente de fuego. Imaginar a Daniel junto a ese miserable
lo desquiciaba.
—Quizá es un buen momento para pedirle disculpas a lady Domer, porque si sigues mirando así a su padre,
acabarás por asesinarlo delante de ella.
—Lo único que me ata las manos es descubrir a su cómplice.
—Eso y espero que ir a la cárcel.
Liam gruñó y dirigió la atención a Rose. Cómo no, el relamido duque de Spencer la acaparaba con su parloteo
incesante, desplegando todos sus encantos varoniles como una garza en pleno cortejo. Ejecutaba exagerados
aspavientos al hablar, hinchaba el pecho y sonreía como si intentara que las comisuras de su boca alcanzaran sus
orejas. Nunca había entendido cómo nadie veía esa impostura tan descarada.
No supo si interrumpir y llevarla a algún aparte o esperar a que el duque le diera un respiro.
Tomó la decisión encaminándose hacia ellos. No soportaba verla cerca de él, como tampoco soportaba pensar que
hubiera estado en brazos de ningún otro. La expresión herida de su rostro cuando la acusó de ello fue buena prueba
de su inocencia.
—¿Tiene un momento, lady Domer? Me gustaría comentarle una cosa.
Rose lo miró resentida.
—Siento contrariarlo, pero en este instante me disponía a asistir a la visita organizada a las caballerizas. Tengo
entendido que la duquesa ha adquirido un purasangre magnífico.
—Así es —intervino Spencer—. Le ha costado una fortuna.
—No pretendo robarle mucho tiempo, milady —insistió Liam—. Seré muy breve, se lo prometo.
Rose asintió con desgana, más por no levantar sospechas que por gusto.
Se alejó unos pasos, los suficientes para gozar de cierta intimidad. Liam la siguió.
Se volvió hacia él con fiereza en el semblante.
—¿Y bien?
—Quiero ofrecerte mis más sinceras disculpas por la ofensa de hace un rato. Lamento profundamente mis
palabras. —Se detuvo, miró en derredor y la tomó por los hombros con gesto afectado—. Yo... me he nublado,
maldita sea, Rose, yo... yo no soporto pensar que...
—Milord... —interrumpió una voz a su espalda.
Liam se volvió y encontró al mayordomo con gesto circunspecto.
—Ya tengo lo que me ha pedido —añadió inexpresivo.
—Disculpe un momento, milady.
Se retiró unos pasos seguido por el mayordomo.
—Adelante —musitó Liam en voz baja.
—Una de las doncellas ha visto entrar varias noches al señor Sullivan en la habitación de... —le hizo señas para
que se acercara un poco más— de lady Domer.
Liam sintió una opresión en el pecho, como si hubiera recibido un puñetazo.
—¿Está completamente segura?
—Dice que sí; el señor Sullivan es un hombre peculiar, es difícil confundirlo. Y respecto a la habitación, sin duda
pertenece a la que ocupa lady Domer. A ella la veían salir por la mañana la misma noche que lo habían visto entrar a
él.
Cerró los ojos, los puños y el corazón ante la oleada de amargura que lo asaltaba. Se sentía un completo necio, un
imbécil, un ingenuo. ¿Qué podía esperar de una mujer que ofrecía su virtud con tanta ligereza? ¿Una mujer tan ávida
de curiosidad, tan poco convencional, que solo buscaba conocer las mieles del placer sin importarle nada más? ¿Qué
podía esperarse de la hija de un monstruo pervertido?
Trató de respirar lenta y profundamente, como hacía en sus meditaciones, intentando gestionar el torrente de
emociones que lo desgarraba. Se dijo que aquel varapalo sería el ancla que necesitaba para varar los sentimientos
que habían comenzado a surgir muy a su pesar. Como bien le repetía su sabio socio, «todo ocurre por algún motivo
y en el momento idóneo».
Extrajo una moneda y se la entregó al criado. Una breve inclinación de cabeza fue su despedida.
Liam precisó de algún tiempo más para apagar el fuego que todavía devoraba sus entrañas. Recordó otro
proverbio bastante acorde a la situación:
«Las flores bonitas no dan buenos frutos».
Por fin encontró la templanza necesaria para dirigirse a ella.
—Por qué poco no he caído en sus retorcidas redes, milady.
—¿Cómo dices?
—Lo que oye, puede volver a hacerse la ofendida: en verdad es un papel que borda. Lamentablemente, conocer
de buena tinta sus libertinas inclinaciones hace que no me sorprenda descubrir que Sullivan es su amante.
Enhorabuena, milady, espero que le haya mostrado todo lo que tanto ansiaba descubrir.
Rose boqueaba conmocionada, sin encontrar la réplica que buscaba.
—No se esfuerce, poco o nada me interesan ya sus explicaciones. Le deseo mucho éxito en su arriesgada
empresa.
Ya se retiraba cuando ella se interpuso en su camino.
—¿De dónde has sacado ese embuste?
—Adviértale a su amante de la importancia de no ser visto entrando en su alcoba. La discreción en estos casos es
esencial.
Liam ocultó en una mirada despectiva el puñal de la decepción horadando su pecho. La amarga desilusión
escondía dolorosas vetas de un sentimiento más profundo de lo que había supuesto en un principio. Nunca había
deseado tanto huir de Inglaterra.
Cerró sus sentidos al gesto compungido de la joven, a su mirada dolida, y se alejó de ella con la misma premura
con la que esperaba olvidarla.
Acto 22
La clausura
—Pienso tabicar la puerta —rezongó Margot, caminando de un lado a otro con su abrigo de viaje, su sombrero de
paja y su expresión malhumorada.
—Entrará por la ventana —aseguró Rose.
—Pues tabicaré todas las ventanas.
—Echará el tejado abajo y entrará —aguijoneó su amiga divertida.
—No me estás ayudando —encaró disgustada.
—¿No sería mejor dejar que te visite y simplemente rechazar su proposición si te la hace?
—¿Te parece que es un hombre que acepte negativas?
Rose se encogió de hombros.
—Quizá su persistencia merezca que le des la oportunidad de conocerlo mejor.
—¿Y tú te haces llamar «amiga»?
—Y muy buena.
Florence irrumpió en la habitación.
—Ya están los carruajes cargados y todo dispuesto para la vuelta a Londres. Espero que el aire cosmopolita de la
ciudad os devuelva parte del raciocinio.
Margot y Rose pusieron los ojos en blanco.
—Aunque no se puede recuperar lo que nunca se ha tenido —masculló el ama socarrona. Chistó con la lengua
alentándolas a abandonar la habitación, azuzándolas como si fueran ovejas desorientadas.
—Me ha citado la duquesa en su despacho con su abogado. Debo firmar el contrato de propiedad.
Margot le dio la enhorabuena y Florence le regaló una sonrisa orgullosa.
Rose les devolvió la sonrisa, ocultando el sinsabor que la acompañaba.
Cogió su bolso de organza, miró en derredor y liberó un suspiro afectado.
Aquellos días habían supuesto la transición hacia su nueva vida; había sembrado los cimientos del sueño que
tanto había anhelado y, justo cuando acariciaba su meta con la punta de los dedos, en lugar de sentir una eufórica
complacencia por sí misma, arrastraba una honda pena que ensombrecía su logro.
Bajó la amplia escalinata de mármol. Una figura alta e imponente cruzaba en ese momento el elegante recibidor
hacia la puerta de entrada. Se detuvo en el penúltimo escalón conteniendo el aliento. No hizo ningún ruido, pero él
se volvió hacia ella, como si hubiera presentido su presencia.
Un crisol de emociones cambiantes tornasoló sus ojos. Su penetrante mirada la atravesó dejándola trémula y
ansiosa. Sintió cómo sus ojos horadaban hasta el rincón más profundo de su ser para sembrar en ella todo el rencor
que le guardaba. Un leve rictus contrajo su gesto en una mueca dolorosa. A él tampoco le había sido indiferente, y
esa evidencia agravó en Rose la amargura que se había instalado en ella.
Liam alzó el ala de su sombrero de copa en un cortés gesto de despedida y se volvió de nuevo hacia la salida.
Observó con avidez su silueta avanzando a grandes zancadas hacia el porche exterior. Y algo en su interior la
impelió a seguirlo.
—Lord Thorn...
Él se detuvo y se volvió hacia ella con gesto grave.
Rose se aseguró de que nadie pudiera oírlos.
La noche anterior, cuando, como Sullivan, había tenido que comunicarle que le había sido imposible reconocer al
segundo individuo, tan solo había asentido y se había marchado sin decir una sola palabra. A ella le quedaba una
pregunta que plantear.
—¿Qué va a hacer respecto a mi padre?
—Me parece que ya contesté esa pregunta.
—¿No cree que merezco más información?
—No, no lo creo.
—Se trata de mi padre.
Liam oprimió la mandíbula.
—Naturalmente, si desea avisarlo está en su completo derecho.
—No lo decía por eso —replicó.
Liam miró en derredor. Se inclinó hacia ella y entrecerró los ojos.
—Créame, milady —su voz fue apenas un susurro que le erizó la piel—; cuanto menos sepa, mucho mejor.
Rose no pudo reprimir la necesidad de tocarlo. Posó la palma de la mano en el antebrazo del hombre. Ese gesto lo
inmovilizó. Liam cerró los ojos un fugaz instante, como si quisiera negarse las sensaciones que lo invadían.
—Tenga cuidado —pronunció afectada.
Se sostuvieron la mirada con tal intensidad que el tiempo se detuvo, el entorno se diluyó y el anhelo latió pulsante
y voraz, clamando la necesidad de un beso que nunca llegaría.
El conde asintió tenso y se encaminó hacia su carruaje. Takeshi la observaba desde dentro. Alzó la mano y ella le
correspondió.
El coche partió llevándose un trozo de su corazón en el interior.
Precisó de algunos instantes para recomponerse. Los invitados emergían del pórtico principal y los carruajes se
alineaban en procesión a la espera de ocupantes. Y en aquel barullo de actividad Rose sintió el más insondable de
los vacíos y la más desgarradora soledad.
Regresó al interior sumida en sus pensamientos, ajena a las figuras que se aproximaban a ella.
—Querida, ¿te encuentras bien? Tienes muy mal aspecto.
Alzó la vista para toparse con Agnes, cogida del brazo de su padre.
Sintió un desprecio profundo por el ser que la había engendrado. Y lástima por sí misma y por el destino truncado
de su madre.
—Y habrá empeorado al verte.
—No seas insolente, estos días ya me has avergonzado suficiente —farfulló su padre con fuego en los ojos.
Rose se mordió la lengua. El magma revuelto de sus emociones amenazó de nuevo con erupcionar.
—No la reprendas, Joseph, está sometida a mucha presión. Sabe que su herencia depende de esta temporada.
El tono mordaz evidenciaba el cinismo de sus palabras.
—Y, sin embargo, no se esfuerza por conseguirla —arguyó su padre—.
No merece ser una Domer.
—En ese punto estamos de acuerdo —replicó ella—. No merezco serlo.
De hecho, reniego de mi apellido y de todo lo que conlleva.
Ambos la miraron estupefactos.
Rose inclinó la barbilla y reanudó su camino.
Se dirigió al despacho que le habían indicado.
Una lustrosa puerta de madera maciza se hallaba entreabierta al fondo de un pasillo con paneles en la parte
inferior y forrado en seda damasquinada en la mitad superior.
Un alto ventanal proyectaba luz sobre varias macetas de drácenas de un verde brillante, que resaltaban con el
color blanco de la carpintería y los tejidos celestes.
Sus pisadas fueron tragadas por una mullida alfombra persa en tonos marinos y verdes. Cuando llegó hasta la
puerta, oyó voces sofocadas. Llamó con suavidad.
—Adelante.
Rose se adentró en un despacho opulento, con un marcado toque femenino que la asombró. Por lo general,
aunque una mujer se encargara de tratar las finanzas y los asuntos familiares, utilizaba el despacho del padre, el
esposo o el hermano. Pero estaba claro que aquel espacio estaba diseñado para una dama.
El mobiliario era blanco con relieves en dorado y tapicería satinada en tonos pastel. Cuadros en tonos claros,
abundantes plantas y ramos de flores adornaban cada rincón. Las cortinas que pendían de grandes ventanales estaban
confeccionadas en el mismo tejido que las sillas. Todo guardaba una armonía exquisita. Rose alabó el buen gusto de
la duquesa.
—Siéntese, lady Domer. Soy una mujer de palabra y cumplo mis promesas.
Ante una señal de la mujer, el abogado, un hombre añoso de aspecto severo, le entregó un documento.
—Es la propiedad del cottage que me jugué en la apuesta. Como puede comprobar, he firmado la cesión. Ahora
solo debe firmar como nueva propietaria. A cambio, únicamente le pediré que satisfaga mi curiosidad.
Rose miró al hombre que permanecía inmóvil y silencioso tras la duquesa.
—Por él no se preocupe: Johnson es mi abogado de toda confianza.
La mujer le entregó la pluma cargada y aguardó a que ella estampara su firma en el documento de cesión.
Escribió su nombre completo en el papel y se lo pasó al abogado.
El hombre asintió y la duquesa sonrió complacida.
—Mientras se seca la tinta y Johnson le entrega la propiedad en un sobre lacrado, dígame, ¿para qué quiere una
jovencita de buena familia un pequeño cottage en South Yorkshire?
—Para tener mi lugar en el mundo sin verme obligada a depender de nadie.
La duquesa suspiró y sacudió la cabeza.
—Querida, para mantener la propiedad necesitará ciertos ingresos anuales.
Tengo entendido que si no consigue un compromiso esta temporada, su herencia pasará a manos de su primo.
Aun así, le corresponde por derecho una asignación anual. Lo que la obligará a depender de Samuel.
—Dispongo de cierta solvencia para poder mantenerme durante algún tiempo. Más adelante ya barajaré mis
opciones.
—¿Puedo preguntarle a qué se debe esa refrescante búsqueda de independencia?
—Tiene mucho que ver con los hombres de mi familia y supongo que con mi carácter inconformista.
La duquesa la observó largamente. En su faz relució un claro matiz apreciativo.
—Lo cierto es que es usted una joven peculiar. Me admira su tesón y el coraje de querer enfrentar el mundo a su
manera, sin supeditarse a nadie.
Imagino que recibió una educación muy distinta del resto. Su madre debió de ser una gran mujer, sin duda.
—Lo fue. Ella instauró en mí este anhelo de libertad que persigo.
La duquesa extendió el brazo y posó la mano en la suya.
—Si en algún momento se ve apurada y precisa ayuda, quiero que recurra a mí. Puedo asegurarle que no me
deberá nada, ni siquiera habrá de agradecérmelo. Pocas cosas en esta vida merecen más mi apoyo que la de ayudar a
mantener abierta una jaula.
—Se lo agradezco, duquesa.
Johnson se acercó y le entregó el sobre lacrado.
—Ese cottage no podría tener mejor dueña.
***
Londres bullía de actividad.
La temporada estaba siendo un éxito, según el artículo en la gaceta publicada por Debrett’s.
Las debutantes disfrutaban de largos paseos junto a sus pretendientes por Hyde Park o por los jardines de
atracciones de Chelsea —desde luego, acompañadas de sus sempiternas carabinas—, lucían su costoso vestuario por
las amplias avenidas de Regent Street o la concurrida Oxford Street.
Frecuentaban Haymarket, Baker Street, asistían al teatro para disfrutar de alguna de las obras de Shakespeare por
seis guineas, o se inclinaban a hacer un acto de ostentación más llamativo invirtiendo dieciséis para dejarse ver en
las populares óperas italianas. Merendaban en alguna de las terrazas de Covent Garden y, por supuesto, no podían
dejar de acudir a alguno de los musicales en Exeter Hall.
Rose había rechazado varias invitaciones, pero estaba obligada a aceptar la visita del persistente lord Spencer. Su
ánimo abatido solo deseaba que aquella pantomima acabara y poder instalarse al final de la temporada en su
flamante cottage. Su único deseo era alejarse del mundo, refugiarse en sus letras y pasear por el páramo.
Reclinada en el diván de la salita de la mansión que había alquilado su padre en Kensington, saboreaba una obra
anónima llamada El moderno Prometeo, que había sido publicada aquel mismo año, curiosamente el 1 de enero. Los
rumores sobre su autoría apuntaban al controvertido escritor y poeta Percival Bysshe Shelley.
Ella conocía a la que ahora era esposa de Percival, Mary Wollstonecraft, hija de William Godwin, su editor.
Ahora ya Mary Shelley.
Rose solía frecuentar la librería que Godwin regentaba en Somers Town como una simple lectora. Siempre le
había parecido excitante que su propio editor mantuviera charlas con ella sin saber que era el famoso Sullivan.
Alguna vez había acudido a las reuniones literarias que tenían lugar allí cuando estaba en la ciudad. Y en esos
encuentros se había topado con lord Byron, un crápula social con un talento innato para la poesía. Como era de
esperar, Percival y lord Byron había trabado una cercana amistad en torno a la figura de William Godwin. Percival
había seducido a la primera hija de Godwin, la encantadora Mary, y Byron a su hermanastra, Claire, la segunda del
segundo matrimonio de Godwin. El escándalo estaba servido.
Rose recordó haberse topado con Mary saliendo del cementerio de St.
Pancras envuelta en lágrimas. Había oído que solía escribir junto a la tumba de su madre, algo que ella misma
había hecho, y esa similitud entre ambas la hizo sentir más afín a la muchacha, apenas unos dos años mayor que ella.
En aquel encuentro Mary Shelley le confesó su incapacidad para satisfacer las inclinaciones naturales de su marido
en cuanto a compartir lecho conyugal.
Rose, y con toda probabilidad medio Londres, conocía el historial de escándalos del joven Percy. Se había fugado
con su primera mujer, una joven de dieciséis años, a Gretna Green, en Escocia, para casarse sin consentimiento ni
espera alguna. Cuando su mujer se negó a las prácticas que Percy consideraba naturales y rechazó a los hombres que
él mismo le presentaba, se cansó de ella y la abandonó junto a sus dos hijos pequeños a su suerte. Cuatro años
después, hizo lo mismo con la dulce Mary y de nuevo se fugó a Escocia, alejándola de su familia. A pesar de todo el
amor que ella le profesaba, y conocedora de las necesidades de Percy, se sentía incapaz de entregarse a otros
hombres y de aceptar que su esposo yaciera con otras mujeres.
Mantuvieron una conversación de lo más personal sobre el amor, como concepto elevado sin apegos físicos, sin
posesión ni exigencias. En opinión de Rose, era un pensamiento idealista con poca base real. El amor conllevaba
apego, exclusividad, fidelidad, y no porque un dogma lo estableciera así, sino porque todo individuo precisaba de
ciertas condiciones para que ese amor en particular lo hiciera sentir especial, único. Si ese requisito no se daba, el
sentimiento no florecía. Mary sostenía que el amor verdadero era imperecedero incluso si no se podía disfrutar, que
permanecía grabado en el corazón mientras este latiese. Solo que ese amor era esquivo e infrecuente.
Por lo general el afecto debía cultivarse diariamente, en caso contrario el tiempo y la rutina lo desgastarían
transformándolo en un conformismo impregnado de amargura. El amor verdadero que Mary sentía por Percy la
estaba convirtiendo en una mujer atormentada.
Levantó de nuevo la novela que reposaba abierta sobre su pecho y suspiró hondo. La sensibilidad femenina que
rezumaban muchas de las reflexiones que leía y la aguda apreciación filosófica de numerosos párrafos le recordaron
a Mary Shelley. La irritó pensar que ese amor verdadero hubiera llegado al punto de ceder incluso su talento a un
esposo que no merecía ni que ella llevara su apellido. Había leído poemas y obras de Percy y le costaba creer que
aquella historia fuera suya. Porque el talento de aquella obra era tan rutilante como el sol que se filtraba por la
ventana.
Florence irrumpió en la salita con una bandeja en la mano.
—Nunca entenderé por qué el correo se sirve en bandeja.
Rose se incorporó. Cerró el libro y, con él, sus divagaciones.
—Tampoco yo.
Le acercó la bandeja y Rose tomó el sobre.
—Si es otra invitación a salir, pienso declararme oficialmente enferma.
—Si la torpeza que fingiste no ha funcionado, ¿qué te hace pensar que una enfermedad lo hará?
—Diré que tengo viruela, tisis, lepra..., ya se me ocurrirá algo.
Florence sonrió divertida y sacudió la cabeza.
Cogió el abrecartas y rasgó el lacre de la solapa.
Desdobló el papel y leyó con atención.
—Es de Samuel —rezongó lacónica.
Se reclinó de nuevo con laxitud y leyó a desgana en voz alta:
Querida prima:
A pesar de la pobre opinión que tienes de mí, albergo la esperanza de que la reconsideres tras leer esta carta.
He adquirido para ti un vale anual para que puedas asistir a Almack’s House. Como sabes, es uno de los clubes
más selectos de todo Londres. No ha sido fácil conseguir que una de sus patronas te acepte esta temporada. Por
fortuna, lady Anne Stewart, marquesa de Londonderry, ha intercedido por ti, tras mis numerosas peticiones.
Como ves, me preocupo por tu delicada situación; a pesar de que tu soltería me proporcionaría jugosos
beneficios, mi buen corazón me impele a que mi conciencia, si llego a recibirlos, quede libre de toda mácula.
Afectuosamente,
Lord Samuel Bright Domer
Rose apremiaba a su cochero, que intentaba esquivar otros carruajes, caballos y transeúntes sin reducir la velocidad.
Quizá ya fuera tarde, y ese pensamiento la angustiaba hasta el punto de sentir una punzante opresión en el pecho.
—Por Dios, niña, vas a conseguir que nos matemos.
Florence se agarraba con fuerza al asa de la puerta, combatiendo los violentos traqueteos. Se había negado de
plano a dejarla marchar sola y se había visto obligada a contarle todo lo que sabía.
No le había costado averiguar dónde se alojaba Liam. Londres en aquellos días era un incesante carrusel de
chismes. Todos lo sabían todo de todos.
Se hospedaba en el exclusivo hotel Mivart's, en pleno Mayfair, situado en la esquina con Brook Street y Davis
Street, en el centro de la ciudad. El tránsito a aquellas horas era irritantemente concurrido. El carruaje trotaba entre
los adoquines en un bamboleo peligroso. El cascabeleo de los arneses y el piafar de los caballos despuntaban todavía
más sus maltrechos nervios.
Habían mandado un aviso a su padre, a su club, donde esperaba que estuviera a esas horas, lo más discreto
posible, tan solo pidiéndole que no acudiera a ninguna cita que le propusiera el conde de Norfolk.
Cuando por fin el cochero detuvo el vehículo en la puerta del hotel, Rose no esperó a que le abrieran la
portezuela. Se precipitó hacia la recepción sobresaltando al botones que había a la entrada.
Cuando llegó al mostrador preguntó por el conde de Norfolk.
—Ha salido esta mañana poco antes del amanecer, milady.
Cerró los ojos y maldijo para sus adentros.
—¿Puedo dejarle una nota?
—Por supuesto.
Le entregó un papel y le acercó el tintero y la pluma.
Rose escribió el mensaje. Plegó la nota y la entregó.
—Es importante —acentuó.
El hombre asintió y la introdujo en un casillero.
Regresó al carruaje y abrió el ventanuco para hablar con el cochero.
—Jeffrey, supongo que conocerás a muchos de los cocheros de Londres.
—A algunos, milady.
—Necesito que averigües quién ha recogido en el Mivart’s a un pasajero antes del amanecer.
—Así lo haré, pero necesitaré algo de tiempo.
—Se trata de un asunto de máxima urgencia.
Rose temió, por las horas a las que había partido, que hubiera acudido a un duelo.
—Niña, no nos queda más remedio que esperar noticias —dijo Florence
—. Volvamos a casa. No puedes hacer nada más.
Rose no estaba de acuerdo en ese punto.
—Jeffrey, al club White's, creo que está en St. James.
El cochero agitó las riendas y el vehículo se incorporó al denso tráfico sorteando toda clase de obstáculos. En
Londres eran muy habituales los atropellos y las colisiones entre vehículos. La gran afluencia de transeúntes
cruzándose en todas direcciones provocaba más de una tragedia.
Florence la miraba interrogante.
—Si no está mi padre jugando al condenado whist, encontraré a Samuel apostando o al maldito Shaw, o, mejor
aún, a lord Valmont. Pero no puedo quedarme de brazos cruzados.
—¿Y qué harás si encuentras a Samuel? ¿Enfrentarlo públicamente?
—No lo sé, maldita sea..., no lo sé.
—Esa boca, muchacha, las circunstancias no se solventan con improperios.
Rose miró por la ventanilla con la ansiedad estirando sus facciones.
—Tu padre no merece la angustia que estás sintiendo.
—Mi angustia no es por él, y créeme que no me siento orgullosa de reconocerlo. Mi preocupación es por Liam: si
mata a un inocente no se lo perdonará jamás.
Florence inspiró hondo. Compuso una mueca pesarosa y cobijó su mano entre las suyas.
—Prométeme que si ya es demasiado tarde no te culparás por ello.
Rose asintió y se forzó a sonreír.
El coche enfiló hacia la entrada de St. James y se detuvo en el pórtico del exclusivo club White's. Bajó del
carruaje y se detuvo frente a la fastuosa fachada. Una ventana porticada llamó su atención, atrayendo el recuerdo de
una conversación que había oído hacía algunos años. Según decían, el gurú de la moda londinense, el carismático
Brummell, solía ocupar aquel rincón del club, frente al ventanal con sus amigos. Que ahí, dentro de White's, había
adquirido las deudas de juego que lo habían llevado a la ruina, a su exilio francés y a la ignominia pública, ganando
acreedores y perdiendo definitivamente el favor del rey.
Aquel era un club de caballeros, la entrada a las damas estaba vetada. Pero debía intentarlo.
Sacudió el aldabón varias veces hasta que la puerta se abrió.
Un mayordomo de aspecto distinguido y gesto altivo la miró con el ceño fruncido.
—¿Puedo ayudarla en algo, milady?
—Busco a un caballero y preciso saber si está dentro.
—La confidencialidad forma parte del reglamento del club.
—Es un asunto urgente, necesito saber si mi padre, lord Joseph Domer, marqués de Stanford, se encuentra aquí;
es un tema familiar y debo avisarlo con apremio.
—Veré qué puedo hacer por usted.
El hombre cerró de nuevo la puerta.
Rose permaneció bajo el pórtico observando a su alrededor. La larga avenida, flanqueada por señoriales
mansiones, desembocaba en el palacio.
Elegantes parejas paseaban cogidas del brazo, seguidas por lacayos cargados con paquetes. Varios limpiabotas se
atrincheraban en las esquinas lustrando zapatos. Otros chiquillos harapientos mendigaban monedas a cambio de
flores, cerillas o simple caridad. El delicioso aroma de bollos recién hechos brotaba de un carromato convertido en
establecimiento tan solo con extender un tenderete sobre un mostrador provisional. A pesar de la primera pátina
lujosa que se observaba a simple vista, Rose apreció con pesar aquel otro submundo menos rutilante, que asomaba
en retazos en cada rincón mostrando una realidad casi opuesta a la que rodeaba. Como un marco desgastado
bordeando un lienzo de líneas exquisitas. Un contraste que abundaba en las zonas más elegantes de la ciudad.
—Apenas puedo creer mi suerte. —La voz de lord Spencer la sacó de sus pensamientos.
El caballero tomó su mano y depositó un gentil beso en el enguantado dorso.
—Estoy esperando a que salga mi padre —respondió ella a su muda pregunta.
—Debe de tratarse de algo importante para que haya tenido que acudir al club.
»¿Ya lo han avisado?
—Todavía no sé si está dentro.
—Yo me disponía a entrar, puedo confirmárselo si lo desea.
—En verdad, me haría un gran favor. Y si me permite abusar de usted...
—Se lo permito —se apresuró a asegurar.
—Necesito saber si están Samuel, Albert Shaw y... lord Valmont.
—Lord Valmont ha sido aceptado en el club de jóvenes hace poco, últimamente frecuenta mucho la compañía de
su primo y de Shaw.
Eso confirmaba algo que Rose ya sabía, pero no por ello minimizaba el impacto de lo que implicaba.
—Pues me haría un gran favor, milord.
Lord John le regaló una sonrisa cautivadora y golpeó con su bastón la puerta.
Otro hombre, más joven que el anterior, abrió de par en par al reconocerlo.
—Adelante, lord Spencer.
Rose retomó su espera mientras tranquilizaba con gestos a la nerviosa Florence, que asomaba la cabeza de vez en
cuando por la ventanilla del coche.
La puerta se abrió de nuevo.
—Siento comunicarle que lord Domer no nos ha regalado su compañía hoy.
La angustia de Rose se acrecentó.
—Por favor, dígale que lo estoy buscando si aparece por aquí.
—Desde luego, milady.
No bien cerraba la puerta cuando la figura de lord Spencer emergió. El mayordomo arrugó la nariz contrariado,
sin saber si esperar con la puerta abierta o cerrarla.
—Puedes cerrar, Alfred, volveré a llamar.
Lord John la llevó a un rincón del pórtico.
—Su padre no está, al parecer no ha venido en todo el día. Tampoco he visto a Samuel y a su inseparable Shaw,
pero lord Valmont sí que está.
Quizá esa circunstancia le diera la oportunidad de averiguar algo más.
—Verá, me ocupa un asunto algo delicado, y necesito hacer unas preguntas al joven lord. Si pudiera convencerlo
para que hable conmigo, se lo agradecería eternamente.
Spencer arqueó una ceja con suspicacia.
—Empieza a intrigarme, milady.
—Sé que estoy abusando de su buen corazón, pero le aseguro que es urgente.
—Haré lo que pueda, espéreme en su carruaje.
—Hay otra cosa más que quiero preguntarle.
—Ya sabe que me tiene a su completa disposición.
El tono de su voz acentuó la amplitud de gama de posibilidades de ese ofrecimiento.
—¿Dónde se celebran los duelos?
—¿Cómo?
Su hermoso rostro se contrajo en una mueca estupefacta.
—Temo que mi padre se haya metido en un lío de esa índole.
—Suelen celebrarse en Tothill Fields, no muy lejos de aquí, cuando rompe el alba. Obviamente, en la más
absoluta clandestinidad.
—En el supuesto de que estos días atrás se hubiera celebrado alguno y uno de los duelistas hubiera muerto, ¿qué
pasaría con el cuerpo? Quiero decir, lo habrían entregado a la familia, ¿no es así’
—Así es. Por lo que puede respirar tranquila: su padre sigue vivo.
—¿Y cómo podría saber si el contrincante de mi padre lo está?
—Hay muchas gacetas de cotilleo que suelen estar al tanto de todo cuanto acontece en la ciudad. Y le aseguro
que, de haberse producido una muerte de esas características, los rumores ya correrían como pólvora ardiendo.
—Muchas gracias, lord Spencer.
—No me lo agradezca, milady, siempre es excitante conversar con usted.
Volvió a llamar a la puerta del club y ella regresó al interior del carruaje.
Florence se toqueteaba la cofia nerviosa. Su expresión tensa exigió respuestas.
—Mi padre no está, tampoco Samuel, ni Shaw, pero va a convencer a lord Valmont de que hable conmigo.
Los redondos ojos de su ama duplicaron su tamaño.
—¿Y para qué diantres quieres hablar con ese muchacho?
—Necesito llegar al fondo de esto.
Tras unos minutos, que se le hicieron eternos, lord Spencer salió del club acompañado por el joven lord Valmont.
Rose abrió la portezuela.
—Florence, espera fuera, se sentirá más cómodo si solo conversa conmigo.
El ama obedeció sin rechistar, aunque con el ceño fruncido.
El joven lord fijó la vista en Rose con gesto desconfiado. Avanzó titubeante, alentado por el duque. Y al fin se
decidió a subir al habitáculo.
Se sentó frente a ella, se quitó el sombrero y saludó con timidez.
Rose había estado pensando en la mejor manera de abordarlo. Debía ser cuidadosa y astuta, pero lo bastante tenaz
para conseguir la información que buscaba. Su intuición le decía que aquel muchacho, en su inocencia, quizá estaba
siendo utilizado por su primo.
—Le agradezco su tiempo, milord, y su disposición a aceptar hablar conmigo.
El joven desvió la vista, visiblemente nervioso; sus cándidos ojos verdes se entornaron recelosos.
—No sé en qué podría ayudarla, lady Domer.
—Tengo entendido que es muy amigo de mi primo.
Se limitó a asentir. Era evidente que se había puesto a la defensiva.
—Supongo que también es amigo del joven lord Alexander.
Mencionar al hermano de lord Simon lo envaró.
Su cuerpo le estaba dando las respuestas que su boca silenciaba.
—Lo conozco, sí, pero no sé adónde quiere llegar.
Era el momento de lanzar el cebo.
—Resulta que tuve una conversación muy interesante con él —mintió—.
Estaba muy afectado por la muerte de su hermano y me contó algunas cosas que me desazonaron mucho.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Verá, es un tema algo delicado, de ahí la discreción de este encuentro
—comenzó ella. Hizo una pausa intencionada para tensarlo un poco más—.
Resulta que me confesó haber sido seducido por mi primo y que se había sentido traicionado al descubrir que él
no era su única conquista. —Lord Valmont palideció—. Y..., bueno, me preguntaba si como amigo suyo le había
contado algo similar.
—Lo que se pregunta, en realidad, es si yo soy otra víctima de sus conquistas.
La perspicacia del muchacho transformó la inocencia de sus rasgos aniñados en un rictus ladino.
—¿Y lo es?
—No le incumbe. Y me parece que está atentando contra la privacidad de su primo solo para satisfacer su
morbosa curiosidad.
—Es mi primo, sí, y con su licencioso comportamiento está comprometiendo mi apellido. No me importan sus
inclinaciones sentimentales, me preocupa que una de sus conquistas despechadas ponga en entredicho el honor de
mi familia.
Detestaba mentir, y de un tiempo a esa parte no hacía otra cosa. Aquella aseveración tan en contra de sus propios
principios puso una nota amarga en su garganta. No obstante, su plan de liberar la conciencia del muchacho y darle
la oportunidad de redimirse si era el cómplice de Samuel lo merecía, o de eso quiso convencerse.
—Si le preocupa que perjudique a su primo, ¡nunca lo haría!
La nota apasionada con que tildó aquella afirmación evidenció un sentimiento arraigado.
—Compruebo que haría cualquier cosa por él.
Había dado en el blanco. El disparo fue tan certero que el muchacho la miró demudado. Su gesto fue tan
alarmantemente revelador que la verdad los enmudeció a ambos.
—Si me disculpa, milady, me están esperando.
—Si me permite un último atrevimiento, me tomo la libertad de aconsejarle por su bien que se aleje de Samuel.
La mirada resentida y enconada que le dirigió le gritaba que se metiera en sus propios asuntos. Se inclinó para
agarrar la manija de la puerta y le susurró: —Y si me permite a mí otro consejo, olvide este asunto y no vuelva a
importunarme.
El joven lord salió del coche con gesto airado.
De repente aquel susurro desempolvó un recuerdo casi dormido. Una frase que le heló la sangre y aceleró sus
latidos: «No debes preocuparte, todos creerán que ha sido un lamentable accidente». Fue entonces cuando recordó
que había sido una voz joven la que la había pronunciado. Había sido lord Valmont la mano ejecutora. No alcanzaba
a comprender la capacidad de persuasión o de manipulación de su primo, pero ya no albergaba ninguna duda sobre
la culpabilidad del muchacho. Todo apuntaba a que era una historia todavía más truculenta de lo imaginado.
Florence regresó al coche seguida del duque.
—Espero que la reunión haya sido todo lo satisfactoria que esperaba —murmuró él junto a la puerta.
—Lo ha sido. Le agradezco su presta disposición, milord.
—Agradézcamelo concretando un día para mi visita, ¿le parece bien mañana?
Rose pensó que no tenía sentido retrasarlo más y asintió.
—Perfecto, daremos un paseo por Hyde Park y la llevaré a comer a Rules.
Esbozó una sonrisa ilusionada y ella le devolvió lo que esperaba que fuera otra, pero que sin duda ni se le
acercaba.
Cerró la puerta con suavidad y las despidió galante.
—Es un primor de hombre —alabó Florence—. Podría quedarme horas enteras contemplándolo embobada.
Rose suspiró y asintió pensativa.
—Y se lo ve muy interesado en ti.
Emitió una especie de sonido que cabalgó entre el gruñido y el suspiro para corroborar su apreciación.
—Apostaría a que todas las jovencitas de la ciudad suspiran por él. Y
además es duque, un partido inmejorable, e inteligente, galante, cordial y terriblemente...
—Guapo —completó—, ya lo has dicho.
—Pero no tiene los ojos color brandy.
La mención a Liam le arrancó un suspiro largo y apesadumbrado.
Florence la contempló con un marcado deje compasivo en la mirada.
—¿Has podido averiguar algo?
Asintió y miró el barullo de la ciudad a través de la ventanilla.
—Fue lord Valmont el que disparó a lord Simon, no sé por qué, pero sin duda tiene que ver con su hermano, lord
Alexander.
—¡Que Dios nos asista!
Florence se santiguó y se llevó la mano al pecho.
—¿Qué clase de monstruo es Samuel? —masculló apabullada.
—Hay algo en todo este asunto que no me encaja, Florence. Algo incluso más sórdido. Es todo demasiado
enrevesado, confuso, espinoso. Y siento que debajo de todo este entramado complejo se oculta una verdad mucho
más simple.
La mujer la miró ceñuda.
—Creo que debes acudir a las autoridades con lo que has conseguido averiguar y dejar este caso en manos
expertas. Rose, niña, tengo un mal pálpito con todo esto, te suplico que no te involucres más. En nada te atañe.
Debes centrarte en tu nueva vida, la que tanto te ha costado conseguir, y dejar de meterte en problemas.
—Ya no puedo hacer nada más al respecto, excepto contarle a Liam todo esto.
—Si le cuentas lo que me has contado a mí, matará a Samuel, y puede que a ese muchacho. ¿Cargarás con eso en
tu conciencia?
Acto 25
La prudencia
Liam leyó la nota que le había entregado el recepcionista. Su gesto adquirió gravedad y miró a Takeshi, que se
restregaba los ojos, completamente exhausto.
Tras viajar toda la noche, habían regresado al hotel con la intención de dormir algunas horas antes de reanudar los
planes trazados.
—¿Malas noticias? —preguntó el japonés.
—Preocupantes —respondió.
Le mostró la nota y Takeshi chasqueó la lengua.
—En realidad, eso no afecta en nada a tus planes.
Liam negó con la cabeza y compuso una mueca resignada.
—Conozco a Rose, no es de las que se quedan en casa esperando respuestas.
—¿Crees que lo habrá complicado todo?
—Es bastante posible —arguyó—. Pero solo hay un modo de saberlo.
Duerme un poco, debo averiguar qué terreno pisamos. No me atrevo a dar un paso en falso.
—Nunca me ha agradado tanto obedecerte —musitó estrangulando un bostezo.
Se despidieron y Liam fue a buscar de nuevo su montura.
Cabalgó hacia la mansión donde Rose se hospedaba en Londres atravesando una ciudad aún dormida.
No contaba con volver a verla, y precisó encerrar sus sentimientos a buen recaudo para no cometer ningún
desatino. Ardía en deseos de regresar a Japón para olvidarla, para reparar sus heridas y para descansar mente y
espíritu de una vez por todas.
El silencio posterior al alba comenzó a deshilacharse en ocasionales cantos de pájaros que, espantados por el eco
de los cascos de su caballo, alzaban alarmados el vuelo.
Se detuvo en el paseo de entrada a la casa. Ató la montura a un árbol y se dirigió a la puerta.
Sabía que era demasiado temprano para que su visita se considerara adecuada, pero la situación urgía romper el
protocolo aun siendo consciente de que perjudicaría la reputación de una debutante.
Golpeó el aldabón todo lo suavemente que pudo, pero lo suficiente para ser oído.
Al cabo, los goznes chirriaron y una carita somnolienta lo recibió.
—Disculpe las horas, pero me urge hablar con lady Domer.
A la joven le costó dilucidar sus palabras. Parpadeó confusa varias veces.
Se forzó a abrir bien los ojos y al final se los frotó sin ocultar su desagrado.
—Aguarde aquí, la avisaré.
Cerró la puerta y Liam esperó paciente a que volviera a abrirla. Había olvidado preguntarle el nombre.
Otro chirrido de goznes.
—¿A quién anuncio?
Reparó en que la muchacha todavía iba en camisón, con una toquilla de punto sobre los hombros y una cofia
torcida sobre un moño desgreñado.
—A Liam Thorn.
La joven entrecerró los ojos y miró al cielo arqueando el canto de su mano sobre la frente a modo de visera.
—¿Ha amanecido ya?
—Eso parece —respondió él.
—Debería amanecer más tarde, a una no le da tiempo a descansar —murmuró disgustada—. Y luego se quejan de
que arrastro los pies..., como para no hacerlo, la noche es demasiado corta, ¿no le parece?
Liam amplió su sonrisa.
—Depende, a los insomnes les parece muy larga.
—Esa gente es muy rara, la Iglesia debería excomulgarlos. No me parece cristiano no poder dormir, eso es
porque deben de tener tantos pecados que su conciencia no descansa, ¿no cree?
—Es una apreciación bastante curiosa, sí, no lo había pensado. Y ahora, si hace el favor...
—También deberían excomulgar a los campaneros.
Liam arqueó las cejas con divertido asombro.
—¿Y a los campaneros por qué?
—Porque disfrutan asustando a la gente. Todo el mundo sabe a qué hora son los oficios, no es menester sacudir
una campana como si estuviera desempolvando una alfombra. Pero disfrutan, yo he visto su sonrisa maligna cuando
agarran la soga.
Esta vez no pudo evitar reírse.
—A la horca con ellos —coincidió.
—¡Molly! Niña atolondrada..., ¿con quién parloteas a estas horas?
La voz surgió del interior con tanta potencia que ambos se sobresaltaron.
Molly puso los ojos en blanco y bufó burdamente.
—¿Otra candidata a la excomunión?
—Sin duda —rezongó apartándose de la puerta.
Otro rostro, más maduro y autoritario, lo observó con desaprobación.
—Milord, ¿qué puede desear un caballero como usted a horas tan intempestivas?
Una elocuente manera de reprenderlo, pensó Liam para sí.
—Me urge hablar con lady Domer, lamento...
—Mildred, ya me encargo yo.
Esa nueva voz lo hizo contener el aliento.
La mujer se retiró, despejando la entrada. Ante él Rosalyn Domer, la mujer que no podía quitarse de la cabeza, lo
invitaba a entrar.
—He recibido la nota que me dejó en el hotel, milady.
—Sígame.
Avanzó tras ella por un largo pasillo alfombrado. Sus ojos quedaron prendados de la espesa y larga melena que se
bamboleaba sugerente a cada paso. La tentación de acariciar esa mata de pelo, de tomarla entre las manos y
embriagarse en su olor lo desconcertó por su intensidad. Debía controlar sus impulsos y centrarse en lo que había
ido a hacer.
Ella lo condujo hacia un despacho privado, cerró la puerta tras él y se detuvo en mitad de la habitación.
Verla en camisola, con una tenue tela ceñida a su angosta cintura, supuso todo un varapalo para sus sentidos. El
recuerdo de aquella primera noche a solas en los jardines de los Fitzwilliam agudizó el deseo de desnudarla de
nuevo.
—Espero que haya llegado a tiempo.
El hermoso rostro de Rose lucía un gesto ansioso que deseó borrar con sus besos. Maldijo aquellos exasperantes
impulsos. Se obligó a dominar sus pensamientos.
—Tu padre sigue vivo, si es lo que te preocupa.
Rose se mordió el labio, aquel gesto atrapó su vista en aquella boca jugosa.
—Me preocupaba que se cometiera una injusticia —repuso—. Es a Samuel a quien buscas. Fue él, al parecer,
quien escribió las dos notas la noche de las adivinanzas.
—Ya lo sabía.
Esa afirmación la sorprendió.
—¿Cómo es posible?
—Quise asegurarme —explicó—. La letra era la misma, esa característica no dejaba lugar a dudas. No obstante,
necesitaba más pruebas. Así que decidí viajar al norte para entrevistarme con el joven lord Alexander. Tenía la
intuición de que el asesinato de su hermano mayor estaba íntimamente relacionado con el hombre que perseguía. Y
no me equivoqué.
—Celebro tu prudencia.
—¿Podré celebrar yo la tuya?
Rose lo miró sin entender.
—¿Avisaste también a tu padre? —aclaró él.
La muchacha asintió con preocupación.
—Temí que...
—Que se cometiera una injusticia —la interrumpió él, repitiendo sus palabras.
—Debía hacer algo. —Se justificó.
—Lo entiendo, ¿y has hecho algo más?
Rose guardó silencio dubitativa.
—¿Te has puesto en contacto con Samuel de algún modo?
—No, con él no.
Liam avanzó hacia ella poco a poco, como acto de presión.
—¿Y con quién?
Rose se estremeció ante su cercanía. A pesar de que trataban un tema delicado y de que Liam estaba preocupado
por el impulsivo carácter de la joven, el simple hecho de ser consciente de que ella fijaba la vista en su boca lo
distrajo momentáneamente.
Tuvo que recordarse que solo había jugado con él y que la partida la había acabado con Sullivan. Ese último
pensamiento lo enfureció.
La miró a los ojos y el color aguamarina le recordó al maldito escritor.
Sostuvo su afilada mirada y tragó saliva con dificultad.
—Mantuve una conversación muy interesante con lord Valmont.
Liam cerró los ojos y dejó escapar un suspiro contrariado.
—¡Maldición! —masculló entre dientes.
Se apartó de ella y caminó de un lado a otro, inquieto y malhumorado. Se hundió las manos en el pelo con gesto
exasperado y tensó el músculo de la mandíbula en un fútil intento por calmarse. Se dirigió a la ventana y contempló
las perlas de rocío que salpicaban las verdes hojas de los maceteros del alféizar. Ordenó sus pensamientos y
reconfiguró su plan, pero ahora su mayor preocupación era ella.
—Tienes que venir conmigo —decidió, volviéndose para mirarla a los ojos.
Rose lo contempló con marcada sorpresa.
—¿Adónde?
—A todas partes —respondió mientras su mente analizaba y evaluaba todas las variantes.
Rose se acercó a él. Sus grandes ojos disparaban preguntas que exigían respuestas rápidas.
—Estás en peligro —reveló.
La muchacha arrugó el ceño y lo miró desconcertada.
—Tendrás que ser más explícito si pretendes que entienda lo que está pasando.
Liam asintió y tomó una profunda bocanada de aire.
—Será mejor que te sientes —le recomendó.
Ella obedeció algo reticente y tomó asiento en el sofá. Cruzó las manos sobre el regazo y lo miró con desbordante
curiosidad.
Liam eligió con cuidado lo que podía contar. No precisaba narrarle detalles escabrosos, pero sí darle a conocer el
carácter arriesgado del asunto en el que, por desgracia, ya se hallaba involucrada.
—Conseguí que lord Alexander nos confesara el infierno que estaba viviendo. Me ofreció las piezas del puzle
que me faltaban por encajar. Y la trama es más espeluznante de lo que creía en un principio.
Las facciones de Rose se contrajeron como si se preparara para recibir un golpe.
Liam se sentó en una butaca frente a ella. Reprimió a tiempo el impulso de coger sus manos entre las suyas.
Necesitaba hacerle entender el oscuro cariz del caso. Un paso en falso y todo se iría al garete.
—Verás, el joven estaba siendo extorsionado por Samuel. Al parecer, captan jovencitos para una especie de
hermandad secreta, donde las inclinaciones tachadas de antinaturales se manifiestan sin tapujos. Les hacen creer que
se trata de una sociedad destinada a compartir sus inquietudes personales. Samuel es el guía, una especie de confesor
al que ellos entregan su confianza. El maestre de la hermandad.
Hizo una pausa para comprobar cómo Rose contenía el aliento.
—Para entrar en la sociedad deben admitir su condición de invertidos y firmar la confesión.
—Voy entendiendo —murmuró ella con gesto sombrío.
—Había un elenco de favoritos a los que Samuel regalaba más atenciones, eran los elegidos, chicos que él
mismo... instruía. —Se detuvo un instante para gestionar sus emociones—. A algunos... se los convencía para
explorar su sexualidad con total libertad; animándolos a experimentar, les concertaban citas con hombres maduros.
—Samuel cobraba por ellos, ¿me equivoco?
Liam negó con la cabeza.
—La sociedad era un negocio encubierto —prosiguió—, una especie de prostíbulo de clase alta. Chicos de alta
alcurnia, herederos de grandes fortunas, de apellidos ilustres. Algunos fueron... vejados, algunos quisieron salir de la
sociedad, pero ese papel firmado suponía la ruina y la deshonra más terrible para sus familias.
Rose lo observaba con fijeza.
—Tu hermano fue uno de ellos —adivinó.
Liam asintió.
—Daniel solo vio una salida posible a su situación.
La joven tragó saliva. Su gesto adquirió un velo mortificado.
Fue ella quien se inclinó hacia él y le cogió la mano entre las suyas.
—Lo lamento tanto...
—Se cortó las venas en su cama, pereció entre mis brazos, pidiéndome perdón.
No supo si la expresión contrita de la joven era un reflejo de la suya, un espejo en el que mirarse. Pero la pena de
Rose quebró el escudo con que había intentado cubrir sus emociones. Bajó la cabeza, ocultando su dolor.
Rose se puso en pie, se aproximó a él y lo rodeó con los brazos sin pronunciar una palabra. Liam no deseaba
consuelo, y mucho menos despertar compasión. Hizo ademán de apartarse, pero su propio cuerpo lo traicionó. Se
encontró rodeando la cintura de la muchacha con fuerza, hundiendo el rostro en su torso.
No derramó una sola lágrima, pero de algún modo logró liberar el nudo que lo constreñía. Permitió que ella
metiera los dedos en su cabello, que lo acariciara con ternura, transmitiéndole una paz que hacía mucho no sentía.
Se perdió en aquel abrazo, casi tanto que le costó volver a la realidad.
Aquel paréntesis, breve, intenso, reparador, lo obligó a reconocer que estaba ávido de cariño, pero sobre todo de
paz. Esa paz que le habían arrebatado el día que perdió a su hermano.
Despegó el rostro de su cuerpo y alzó la vista para encontrarse con un semblante afectado y una mirada
conmovida.
—Sé lo que es perder a un ser querido. El vacío que nos deja. Verlos morir y sentir la inconmensurable
impotencia de no haber podido retenerlos junto a nosotros.
—Siento mucho más que impotencia —confesó él en apenas un hilo de voz.
Dejó caer los brazos, liberándola de su presa, pero ella no lo soltó a él.
Para su sorpresa, se sentó en su regazo con apabullante naturalidad y se enlazó a su cuello. Clavó la mirada en sus
ojos y a continuación escondió el rostro en el lateral de su cuello, en un gesto tan cómplice, tan íntimo y
estremecedor que sacudió cada uno de sus sentidos. Casi le pareció oír el resorte de dos piezas encajando, como si
su cuello adoptara el relieve de aquel rostro para cobijarlo, para convertirse en su refugio.
—Rose...
—Concédenos este instante. —En su tono se reveló un deje suplicante al que no pudo resistirse.
Liam volvió a envolverla entre sus brazos, arrebujándola contra su cuerpo, que se arqueó de forma instintiva para
amoldarse al de ella. Algo en su pecho se removió inquieto, culebreando hasta su estómago, dejando a su paso un
reguero de sensaciones que calaron cada fibra de su ser. Supo entonces que aquella breve entrega mutua agravaría
los síntomas del desamor que debía combatir para poder arrancarla de su corazón.
Tras un suspiro hondo, Rose lo soltó con evidente desgana. Percibió en su rostro una aflicción que lo desarmó. El
impulso de volver a sentarla sobre sus piernas lo desgarraba.
Regresó al sofá y lo observó con tal anhelo que Liam precisó de todo su autocontrol para no acudir a su lado y
besarla hasta desfallecer.
—Continúa —repuso ella.
Liam todavía luchaba por recuperar la rienda de sus desbocadas emociones.
Carraspeó y decidió ponerse en pie y alejarse todo lo posible de ella.
Volvió a la ventana y miró por ella.
El sol había ganado confianza y refulgía sobre los adoquines de la calle con implacable saña.
—¿Por qué crees que estoy en peligro? —Rose retomó la conversación en un intento por devolver su atención al
tema principal.
—Lord Valmont es el cebo que usa Samuel para captar a sus presas. Su cazador más entregado. Si has hablado
con él sobre su vinculación con tu primo, ten por seguro que Samuel sabe que andas tras su pista. Y si ha matado
una vez para mantener su secreto a salvo, lo hará de nuevo.
Rose perdió todo el color. Se llevó la mano al pecho y la posó ahí, trémula, como una mariposa blanca agonizante
sobre un prado rosado.
—Al parecer, lord Alexander se sintió tan acorralado que le contó a su hermano lo que estaba pasando. Este
enfrentó a Samuel durante la fiesta, amenazándolo para que le entregara la confesión firmada de su hermano. Y,
bueno, ya sabes cómo acabó lord Simon. Ahora se encuentra con otro problema: tú.
La muchacha se cubrió el rostro con las manos. Al cabo, se puso en pie y caminó por el cuarto intentando
asimilar la gravedad del asunto.
—No puedo irme contigo sin más. Ahora que soy plenamente consciente del peligro que corro, me cuidaré de no
estar sola en ningún momento. Pero debemos detener a Samuel, acudir a las autoridades y denunciar el asesinato de
lord Simon.
Liam sacudió la cabeza.
—No tenemos pruebas, excepto la carta, y en ella no hay indicios de nada, excepto de que esperaba a Daniel en la
fiesta de los Fitzwilliam.
—Pero si conseguimos que lord Alexander testifique...
—No lo hará. El escándalo que salpicaría a su familia sería irreparable. A mí me contó todo eso porque le tenía
una gran estima a Daniel y porque me hizo jurarle por la memoria de mi hermano que guardaría su secreto. Solo hay
una solución posible, y es que encuentre a Samuel y lo mate. Pero ahora está sobre aviso desde que sabe que le
siguen la pista. Imagino que es astuto y cauto, estoy seguro de que se ha escondido.
Se acercó a ella, la tomó por los hombros y la miró a los ojos.
—Pero te juro que no descansaré hasta encontrarlo.
Rose asintió. Estaba temblando.
—Sin embargo, ahora la prioridad absoluta es tu protección. Me consta que... —hizo una pausa buscando las
palabras adecuadas— que no te falta compañía. Tienes pretendientes que estarán encantados de acompañarte cada
vez que salgas de casa, pero me preocupa que no goces de la protección adecuada en caso de... —Bufó exasperado
consigo mismo. Al final optó por ser sincero—: No puedo estar tranquilo si no soy yo el que vela por tu seguridad.
No podría soportar llegar tarde... de nuevo.
Le pareció ver una veta desilusionada en su semblante.
—Entiendo. No quieres arriesgarte a cargar con más remordimientos.
Liam dejó que creyera que su motivación era completamente egoísta. Así sería mucho más fácil.
—No obstante —su voz había cambiado, era más seca y distante—, aunque mi meta es la soltería, fugarme con
un hombre me convertiría en una paria social de por vida.
—Ya he pensado en eso —anticipó él—. Creo que todos saben en Londres que esta es tu primera y última
temporada. Samuel se ha encargado de proclamar a los cuatro vientos que tu padre te ha puesto en el brete de que
consigas un compromiso formal este año o nombrará a su sobrino heredero de pleno de derecho de toda su fortuna.
Muchos pretendientes desean disputarle a Samuel tan jugoso festín. —El rostro de Rose se iba ensombreciendo a
medida que hablaba—. No quiero decir con esto que no aspiren a conseguir tu corazón.
Esa apreciación compuso un rictus irritado en la joven.
—No te molestes en proteger mi orgullo, me basto para eso —intervino molesta—. Continúa, ardo en deseos de
conocer tu plan. Ve al grano, por favor.
—Había pensado en aprovechar tu condición de debutante para convertirme en tu pretendiente. Así tendría la
excusa perfecta para estar cerca de ti, alerta a tu alrededor, y al final de la temporada tú me rechazas y consigues la
tan ansiada soltería.
Rose asintió con gesto grave.
—Espero que logres atrapar cuanto antes a Samuel para que puedas abandonar la farsa del cortejo y así dejar de
ser mi protector. Parece que el destino te castiga con ello.
Liam oprimió los labios y cerró los puños. Resistió estoico el embate de su mirada resentida sin réplica alguna
por su parte. Volvió a repetirse que así sería todo más fácil.
—Bien, pues todo claro. Pasaré cada día a recogerte, y haremos lo que se supone que hacen las parejas que
empiezan a conocerse.
—Hoy tómate el día libre —musitó ella altiva—. Lord Spencer pasará dentro de poco para llevarme a pasear y a
comer. Cuando me deje en casa esta tarde, prometo no salir. Como bien sabes, ganó el derecho a cortejarme y no
puedo desilusionarlo.
—Espero que lo desilusiones en futuras invitaciones. Tu seguridad es lo primero.
Rose se encaminó hacia la puerta del despacho y la abrió de par en par.
—En verdad es un hombre que me hace sentir muy segura, pero no tema, lord Thorn, no le arrebataré la
tranquilidad que tanto necesita. Pase mañana a recogerme a una hora más apropiada. Y disculpe que no lo acompañe
a la puerta, debo prepararme para mi cita.
Liam asintió con un gesto seco. Se despidió galante y salió del despacho con paso brioso y ánimo irritado.
Acto 26
El cortejo
***
Liam la esperaba junto al carruaje. Ceñidas calzas blancas, lustrosas botas negras, camisa del mismo color a
juego con un níveo pañuelo que resaltaba su tez bronceada, chaleco verde y frac marrón. Llevaba el oscuro pelo
demasiado largo para considerarse a la moda recogido en una coleta baja.
Aun así, estaba imponente.
Molly, que caminaba a su lado, no fue capaz de reprimir un suspiro admirado.
—Santa María, madre de Dios... —susurró entre dientes.
Rose le dio un codazo discreto y la muchacha se encogió de hombros, acompañando el gesto con un resoplido
molesto.
—¿Puedo pedirle un favor, señorita?
Rose se detuvo impaciente y puso los ojos en blanco antes de volverse hacia la joven.
—Claro, dime.
—Avíseme si se me queda la boca abierta mucho rato y salivo en exceso.
Esta vez fue Rose la que resopló.
—Quizá sea mejor que no nos acompañes.
—Pero, señorita, no puede salir sin carabina, debe preocuparse por su reputación. Sería del todo inapropiado.
—Molly, me preocupa más lo que pueda salir de tu boca, eso sí que será inapropiado.
Molly se alzó sobre las puntas de los pies para atisbar por encima del hombro de Rose.
—No sé qué tiene ese hombre —cuchicheó en su oreja —, pero afloja las cintas de mis calzones.
—¡Se acabó! —exclamó Rose entre dientes —. Regresa a la casa, ya me ocupo yo de mi reputación.
La muchacha bufó contrariada y se encaminó hacia la casa susurrando para sí.
Rose respiró hondo y avanzó hacia el coche, Liam le abrió la puerta y ella entró sin mirarlo. Se acomodó en el
asiento, cruzó las manos en el regazo y miró por la ventanilla.
—¿Adónde vamos?
—He comprado entradas para el anfiteatro de Astley, en el puente de Westminster, en un palco preferente.
Veremos la exhibición ecuestre. Dicen que este año es soberbia.
—Estupendo —masculló indiferente.
—Quizá te anime saber que estaremos acompañados.
Esta vez sí despertó el interés de Rose, que alzó las cejas inquisitiva.
—Compartiremos palco con Takeshi y Margot —anunció.
—¿Cómo ha conseguido Takeshi que ella acepte la invitación?
—Él también ganó su cita —le recordó—, aunque lo que ha convencido a la dama de aceptar ha sido la amenaza
de Takeshi de secuestrarla y meterla en un carguero rumbo a Japón si no cumple con lo convenido.
—Es encomiable la persistencia de Takeshi. Pero con Margot no funcionará, solo conseguirá que lo aborrezca.
—Conozco a Takeshi desde hace años y no suele equivocarse con las personas ni es amigo de perder el tiempo.
Si apuesta por algo es porque sabe que va a ganar.
—Y yo conozco a Margot desde que nos salieron los dientes y te aseguro que Takeshi ha dado con piedra esta
vez.
Liam sonrió flemático y se encogió de hombros.
—El tiempo dirá —concluyó.
El carruaje se detuvo frente a la fachada del anfiteatro, que también era una prestigiosa escuela de equitación. En
las pancartas de la entrada, una ilustración en rojo de un hombre montando varios caballos anunciaba el espectáculo
circense que en aquel momento ofrecían. De entre todas las actuaciones le llamó la atención la del «Pequeño caballo
de aprendizaje militar que sirve té, hace cálculos matemáticos, dispara una pistola y juega al escondite».
Impresionante, pensó, si aquel portentoso equino lograba realizar todas esas proezas.
Un nutrido grupo de gente se apiñaba en la entrada esperando para entrar.
Sin duda el espectáculo estaba siendo un éxito. Padres, niños, parejas de enamorados, gente de todas las edades
aguardaban su turno con ánimo jubiloso y semblantes entusiasmados.
Buscó a Margot entre la muchedumbre, pero no la encontró. Liam la tomó de la mano de improviso, se dirigió
hacia la taquilla, mostró su entrada y de inmediato le abrieron unas puertas en el otro extremo.
—Por aquí se accede a los palcos —explicó.
No la soltó y el calor de su mano traspasando la fina tela de su guante le recordó lo fría que sería el resto de su
vida.
Ascendieron por un pasillo que se elevaba en una rampa hacia la primera planta y llegaron al palco, al que
accedieron atravesando unas pesadas cortinas de terciopelo rojo. Liam las apartó para dejarla pasar. En el interior
había cuatro butacas amplias y mullidas tapizadas con el mismo tejido que los cortinones. Margot se volvió hacia
ella sonriendo abiertamente. Takeshi los saludó con una inclinación de barbilla. Llevaba indumentaria inglesa, que le
sentaba como un guante.
—Empezaba a temer que fuera una treta para traerme aquí, pero era verdad.
—No soy tan temerario para atreverme a mentirte —alegó Takeshi.
Se levantó y ambas se cogieron de las manos.
—¿Se lo pusiste como condición para venir?
—No, fue idea del conde. —Fue Takeshi el que respondió.
—Imaginé que te sentirías más cómoda —confesó Liam.
Rose asintió agradecida. Se asomó por la barandilla del palco y observó aquel curioso y vasto espacio. Tenía
forma ovalada, el círculo ecuestre ocupaba todo el centro y estaba cubierto por serrín. Había otro círculo algo más
elevado en la parte norte, un escenario donde el presentador anunciaría las actuaciones; tras él una orquesta ya
afinaba los instrumentos. Un magnífico candelabro de cristal se suspendía en el centro del techo. En su interior
multitud de lámparas y candelabros más pequeños ofrecían una iluminación casi deslumbrante.
—Es un sitio muy peculiar —alabó Rose.
—El señor Astley es muy perfeccionista con su negocio —explicó Liam
—. Tanto la escenografía como el vestuario y la decoración son obra de los mejores artistas del país, por supuesto
siguiendo el diseño del propietario.
Un redoble de tambores anunció el inicio de la exhibición.
Margot y Rose se sentaron en las dos butacas centrales, ellos en las de los extremos. Liam junto a Rose, Takeshi
junto a Margot.
—¿Tú tampoco has traído carabina? —susurró Rose.
—Le he dado esquinazo a esa chismosa. No quiero que mi padre sea informado de mi nula disposición al cortejo.
—Bien pensado, aunque tu padre montará en cólera igualmente.
—En realidad voy acompañada, es una cita doble, ¿no? Y todo el mundo podrá darle cuenta de mi presencia con
todo detalle.
—También es cierto —coincidió Rose.
—¿Y dónde diantres está la tuya?
—En casa, con la saliva dentro de la boca como debe ser.
Margot la observó con curiosa diversión.
—Es más peligrosa su lengua que su saliva —concretó.
—Por ambas no está aquí.
Margot dejó escapar una risotada que se aprestó a sofocar con la mano ahuecada.
El presentador anunció un baile campestre de ocho caballos.
Se abrió el telón y emergieron al trote una formación de rocines en disposición triangular. El primer equino
llevaba un espectacular tocado de plumas, las crines enjaezadas con perlas y cuentas de cristal y una montura
repujada en piel, adornada con tiras de seda de colores que ondeaban con el movimiento del animal. Detrás, dos
más, igual de vistosos, con un acróbata vestido con una casaca roja, con un pie en una silla y el otro en la silla del
caballo de al lado. Gobernaba a ambos con las mismas riendas, mientras sonreía al público, que lo jaleaba
alborozado. El ejercicio de equilibrio y habilidad que exhibía era extraordinario.
Tras una pirueta que arrancó todo un tropel de aplausos, el artista saltó a la arena y con una fusta en la mano trazó
en el aire los acordes de la orquesta en compases rítmicos, animando a los caballos a trazar un baile sincronizado
realmente impresionante.
Completamente maravillada, Rose absorbió aquel prodigioso espectáculo aplaudiendo con fervor. De vez en
cuando sorprendía a Liam mirándola arrobado. Ella le sonreía contagiada por la euforia que el divertimento le
provocaba. Hacía tiempo que no recordaba haberlo pasado tan bien.
Margot, a su vez, jaleaba, aplaudía y reía extasiada ante el virtuosismo que disfrutaban.
Ninguna vio la complacencia en los semblantes de sus parejas.
Tras el baile campestre, una niña de ocho años montaba dos caballos a la vez al galope. Los bucles de la pequeña
saltaban como muelles tras su espalda. La gente se exaltó animando con palmas a la niña, que sonreía como si en
lugar de estar realizando aquella peligrosa proeza estuviera meciéndose en un columpio. Rose y Margot contuvieron
el aliento agarradas a la baranda, sufriendo por la integridad de la pequeña cuando saltaba de un caballo a otro sin
perder el equilibrio.
Un susurro le erizó la piel.
—Esa niña ha nacido sobre esos caballos, no temas por ella.
Se volvió hacia Liam, que se había acercado tanto a ella que sus bocas casi se rozaban.
Sentir su aliento acariciando sus labios despertó el hambre por un beso.
Liam miró su boca y ella no pudo reprimir un gemido anhelante que constriñó el rostro del hombre en una mueca
mortificada.
Cuando terminó la actuación, el presentador anunció un breve descanso antes del apoteósico final que prometían.
Un camarero hizo acto de presencia y les sirvió unas copas de vino blanco y les ofreció una bandeja con uvas,
nueces peladas y quesos variados.
—Son quesos franceses, el vino es jerez español. Combinan a la perfección.
Rose bebió un sorbo y gimió gustosa.
—Es excelente.
—Prueba ahora el queso.
Obedeció y paladeó un bocado untuoso y muy sabroso.
—Delicioso —concedió—. ¿Estas viandas están incluidas en la entrada?
—No, las he encargado con antelación.
Sin duda, Liam sabía cómo obnubilar a una mujer.
Margot se volvió hacia Takeshi con gesto imperativo.
—¿Y tú qué has preparado para mí?
—La comida que disfrutaremos después es obra mía —se defendió.
Le pasó una copa de vino y la bandeja con comida.
—Será mejor que mate el hambre antes de que tu comida me mate a mí.
—Nada es tan letal como tus apreciaciones —contraatacó el japonés.
A Rose la sorprendió descubrir una sonrisa divertida pendiendo en los labios de su amiga.
Tras el intermedio, el telón se abrió de nuevo y el presentador anunció la última actuación. La guinda de aquella
exhibición era el pequeño poni, que emergió de las bambalinas junto a su instructor, ambos engalanados en los
mismos colores: satenes verdes y dorados.
El público enaltecido se puso en pie para no perderse ni un detalle del espectáculo.
Fiel a lo prometido, el pequeño equino, de manera sorprendente, ejecutó cada hazaña bajo la algarabía reinante.
Sirviéndose de sus dientes, aferró el mango de una tetera caliente y sirvió dos tazas. Las risas de niños y adultos se
sumaron a la música de fondo.
—¿No es adorable, Rose?
El brillo de sus ojos la devolvieron a la niñez.
Takeshi estiró el cuello para asomar la cabeza por detrás.
—No se refiere a mí, ¿verdad? —bromeó.
Rose rio y negó con la cabeza.
—Tendré que aprender a servir el té con los dientes —murmuró él.
—Tendrías que volver a nacer para ser adorable —intervino Margot.
Takeshi fingió que le habían disparado en el corazón, se dobló sobre sí mismo con la mano en el pecho y simuló
un gesto dolorido.
Margot, de nuevo, esbozó una sonrisa que, aunque pretendía estrangular, bailaba en sus labios divertida.
Rose miró asombrada a Liam, alzando las cejas con incredulidad.
—Aquel que es capaz de esperar media hora más que su oponente conseguirá la victoria —recitó Liam
guiñándole un ojo.
Acto 27
La ceremonia
Salieron del anfiteatro sumidos en un ambiente dichoso y chispeante que los hizo olvidar momentáneamente que tras
aquella aparente normalidad subyacía el verdadero motivo de su encuentro.
Las dos parejas subieron al carruaje de Liam y, sin instrucciones previas, el cochero azuzó a los caballos, directo
a su destino.
Rose y Margot comentaban entre ellas las maravillas del espectáculo ecuestre mientras ellos las contemplaban en
silencio. Era fácil observar en los gestos de los hombres la satisfacción de verlas tan alborozadas.
El carruaje se detuvo frente a una taberna bastante concurrida.
—Estamos en Holborn, en la taberna Blue Board —informó Liam saliendo del mismo y ayudándolas a bajar—.
Carece de la distinción de Rules, no es un restaurante de etiqueta, pero os aseguro que es cien veces más divertido.
Y, sin duda, otra experiencia nueva de la que disfrutar.
La mención a Rules evidenció que, en efecto, el día anterior la había estado siguiendo.
Las condujeron hacia el abarrotado interior. Rose quedó absorta en el bullicio animado de los clientes. Risas
burdas, conversaciones en tono alto, la alegre melodía de un acordeón acompañada con palmas, tarareo de canciones
y el choque de jarras metálicas desbordantes de cerveza. Recibieron algunas miradas extrañadas, otras libidinosas y
unas pocas recelosas. Liam, una vez más, la tomó de la mano, para resaltar que ella era intocable. Takeshi hizo lo
mismo con Margot.
A Rose le pareció excitante penetrar en un mundo que de otro modo nunca habría conocido.
El local tenía una larga barra de madera labrada, desportillada por varios sitios. Tras ella varias mesoneras
servían ríos de cerveza de grifos insertados en grandes toneles. Las paredes estaban adornadas con timones de
barcos, redes de pesca, arpones y todo un amplio abanico de utillaje marino. La cabeza disecada de un tiburón los
saludaba con las fauces abiertas. Absorbió cada detalle como una niña pequeña en el interior de una juguetería.
Se adentraron en un reservado más íntimo; a pesar de estar al fondo del local, oían de fondo el jaleo
predominante. No obstante, podían conversar tranquilos.
Tomaron asiento en un banco de madera, ellas frente a ellos. Liam no dejaba de observar las genuinas reacciones
de Rose con una sonrisa luminosa en su faz.
—Si el entorno no es lo suficientemente exótico, puedo augurarles una experiencia gastronómica inolvidable —
anticipó Takeshi.
—Espero no tener que utilizar mis sales para recuperarme de la impresión
—indicó Margot.
—Dudo que haya alguna dama en todo Londres que sea menos impresionable que tú —opinó el japonés.
Hizo sonar una campanilla que había sobre la mesa y, casi al instante, un orondo tabernero apareció para
atenderlos.
—Sirve los platos que he preparado esta mañana.
—¿Está seguro de que no prefiere que les sirva estofado?
Miró a las mujeres con gesto compasivo.
—Muy seguro.
El hombre asintió resignado y se alejó hacia la cocina.
—Creo que en esa mirada nos ha dado la extremaunción, Rose —masculló Margot con desconfianza.
—Démosle un voto de confianza, imagino que son platos japoneses. Y por lo que puedo apreciar, él está vivo y
tengo entendido que hay mucha gente viva en Japón.
Liam sonrió complacido ante la mordacidad de Rose.
—También habrá muchos muertos —replicó Margot.
—Obviamente, pero no creo que sea por la comida. En caso contrario nadie comería. Y morirían de todos modos.
Takeshi inspiró hondo, supuso que para invocar algo de paciencia.
—Señoritas, si han terminado de ofenderme, permítanme anunciar que he preparado manjares dignos de la
realeza.
—¿Realeza viva o muerta? —lo aguijoneó Margot.
—Vivas mis ganas de apretar algún cuello. Muerta mi ilusión por complacer paladares tan rústicos.
Rose y Liam rieron. Margot lo miró ceñuda.
—¿Ahora me llama «rústica»? —preguntó a Rose.
—Creo que me incluye, ¿es así, Takeshi?
—En usted, milady, albergo alguna esperanza de sofisticación.
—¿Ves? Me da por perdida —farfulló Margot.
—Has insultado sus costumbres —resaltó Rose.
—Temo por mi vida, debería mostrar algún tipo de comprensión al respecto, ¿no crees?
El tabernero apareció con una bandeja alargada llena de pequeños y coloridos bocados y varias escudillas de
madera repletas de alimentos.
—Parece comida para peces —opinó Margot.
—Ah, ¿acaso no lo es?, pensaba que era cebo —preguntó el tabernero.
—Debería haber traído mi espada —se lamentó Takeshi.
—¿Qué hago con las baquetas? —preguntó el hombre.
—Son palillos —apuntó Takeshi— y sirven para comer.
Extendió la mano y el tabernero se los entregó.
—Ahora traigo ese brebaje infernal. Y ya creo que puedo ir llamando al párroco para el entierro. ¿Querrán fosa
común o cada uno en tumba individual?
Takeshi fulminó al hombre con la mirada.
—Ahora mismo tengo más ganas de matar que de morir.
—A mí eso también me pasa a menudo —adujo el tabernero burlón.
Se retiró de nuevo y todos miraron a Takeshi expectantes.
—Haz las presentaciones —animó Liam.
—Tengo más adjetivos buenos para la comida que para ellas —farfulló él.
Margot resopló impaciente.
—¿Qué son esas pequeñas raciones? —preguntó Rose, intentando devolver la ilusión al japonés.
—Esta comida es un kaiseki ryori, una comida frugal elaborada con alimentos shu, alimentos de temporada,
previa al chanoyu, la ceremonia del té . Las pequeñas raciones de arroz con pescado crudo se llaman sushi, un
término compuesto de la palabra su (vinagre) y meshi (arroz); en definitiva, es arroz avinagrado.
—Mmm..., pescado crudo y arroz avinagrado, ya me estoy relamiendo —musitó Margot arrugando la nariz.
—¿Puedo continuar? —replicó Takeshi molesto.
—Por favor —pidió Rose.
—Los que van envueltos en alga seca nori se componen de lo mismo, con la ventaja de poder comerse con los
dedos, y se llaman maki.
—Lo que te decía, comida para peces —barbotó desdeñosa Margot.
Takeshi decidió sabiamente ignorarla.
—Ese cuenco es sopa de miso y ese otro es arroz blanco. Para los paladares más aprensivos, en esa vaporera de
bambú he cocinado unos nikuman, bolas de masa cocida rellena de carne de cerdo guisada.
Rose admiró la armonía de la decoración.
—El kaiseki prepara al espíritu para apreciar la simplista belleza del chanoyu. Una especie de exaltación artística
basada en cuatro principios: armonía, respeto, pureza y tranquilidad. Por eso la estética de la comida es importante;
como ven, he incluido en la decoración flores, hojas de bambú y de arce.
—Puedo suponer que también disfrutaremos de una ceremonia del té, ¿no es así?
—Así es, milady. Mi intención es mostrarles mi cultura.
—Os aseguro que su forma de vida, su filosofía, su gastronomía y absolutamente todos los aspectos de la cultura
nipona tienen un trasfondo tan intimista, tan espiritual que eleva el conocimiento de uno mismo a la máxima
expresión —explicó Liam.
Rose indagó en la melaza de su mirada, absorta en la profundidad que asomaba a sus ojos.
—Suena fascinante —murmuró.
—Lo es, tanto que la he adoptado como forma de vida.
Takeshi fijó la vista en la dubitativa Margot, que conservaba su ceño desconfiado y un rictus escrupuloso.
—Creo que es hora de demostrar que eres la mujer con agallas que aparentas ser —la retó Takeshi.
Cogió los palillos de madera, colocándolos entre los dedos con experimentada pericia. Eligió uno de los vistosos
bocados, lo sujetó con la punta de los mismos y lo acercó a la boca de Margot.
Todos la observaron expectantes.
La joven miró a Rose con un marcado deje reticente en su gesto. Su amiga la alentó agitando las manos y al final
pareció relajarse y asumir su decisión.
—Pongo mi vida en tus manos, espero que lo valores —musitó abriendo la boca.
—Cierra los ojos, no pienses en los ingredientes, déjate llevar —aconsejó el japonés.
Depositó con mimo la porción de arroz en el interior de la boca de la joven y aguardó mientras ella masticaba el
bocado.
Fue notoria la transformación gradual en su rictus. Sus facciones se relajaron hasta alcanzar un grado
agradablemente sorpresivo.
Abrió los ojos con desmesura y, tras tragar, miró cautivada a Takeshi.
—Esto... esto también me ha parecido... adorable.
El japonés sonrió ufano.
—Los juicios preconcebidos suelen obstaculizar el placer de nuevos descubrimientos. Atreverse, probar y opinar,
en ese orden.
Liam clavó los ojos en Rose. Su mirada se le antojó provocadora. Cuando cogió los palillos e imitó la pose
manual de Takeshi, ella abrió la boca ansiosa. El gesto de darle de comer le pareció terriblemente atractivo. La
mirada del conde se posó en su boca abierta, con tal expresión voraz de deseo que la estremeció. Acercó el bocado y
lo depositó dentro. Rose cerró los ojos, al igual que había hecho Margot, y degustó aquel peculiar manjar
disfrutando de sus intensos sabores. La melosidad de la textura del salmón, untuosa y suave, contrastaba de forma
maravillosa con el grano turgente del arroz impregnado en un sabor avinagrado. Gimió al tragarlo.
—Delicioso —concordó.
—Estupendo, ya he conseguido romper el hielo —celebró el japonés.
Saborearon la sopa de miso, los bollitos de carne y el bol de arroz, apurando hasta la última migaja.
Cuando Takeshi inició la ceremonia del té, Rose y Margot habían alcanzado tal grado de arrobamiento que
observaban absortas cómo el japonés batía el té verde con agua caliente, removiéndolo con una varilla en
movimientos tan lentos y solemnes que resultaban hipnóticos.
Tomó el cuenco de madera con su mano izquierda y lo giró dos veces con la derecha en un ritual tan sagrado
como meticuloso. Bebió un sorbo, cerró los ojos paladeando el té, volvió a sorber de nuevo, como si estuviera
impregnándose de ambrosía, y por último abrió los ojos para limpiar el borde del cuenco con una servilleta de lino.
De nuevo lo giró dos veces y se lo pasó a Margot. Asintió y la joven repitió metódica cada movimiento. Tras ella fue
Rose quien efectuó el ritual; por un instante sintió que aquel áspero líquido gozaba de alguna propiedad
sobrenatural. Se dispuso a limpiar el borde del cuenco para entregarlo a Liam, pero este detuvo el gesto aferrando su
muñeca. Cogió el cuenco y, sin girarlo, posó los labios en el mismo borde por donde ella había bebido. Cerró los
ojos y bebió gustoso apurando el té. Dio la impresión de que saboreaba sus labios. A Rose aquello le pareció
tortuosamente sensual.
La complicidad creada entre ellos contagió a Margot y a Takeshi, que se miraban como si se estuvieran
redescubriendo.
Al concluir la ceremonia, el clima había cambiado. Como si los envolviera un extraño velo místico, degustaron
esta vez la magia del silencio y la locuacidad de las miradas, entregados a la exploración de los sentidos frente a la
persona que los alteraba.
La conexión se vio interrumpida de golpe cuando el tabernero depositó bruscamente una jarra sobre la mesa.
—¡Siguen vivos! —ironizó burlón—. Yo que pensaba ungir sus cuerpos con esto y prenderles fuego...
—Si osas acercar una llama al sake, la taberna arderá durante un mes —bromeó Takeshi.
—Mejor los tiro al río —caviló socarrón.
—Descuida, Herbert, saldremos por nuestro propio pie —lo tranquilizó Liam.
El hombre dejó cuatro copas sobre la mesa y emitió un gruñido más parecido a un ronquido para expresar su poco
convencimiento.
Takeshi sirvió el líquido y repartió las copas.
— Kampai —musitó en voz alta y orgullosa.
Brindaron y apuraron de un trago la bebida.
Margot se dobló sobre sí misma tosiendo con vehemencia. Rose sintió como si una bola de fuego bajara por su
garganta arrasando todo a su paso.
Unos lagrimones cayeron por sus mejillas.
—¡Cristo Redentor! —exclamó Margot abriendo la boca y abanicándosela.
Rose abrió la suya y sacó la lengua.
—¿Está negra?
Liam y Takeshi reían a mandíbula batiente.
***
Rose y Margot tarareaban la marcha militar que habían disfrutado en el espectáculo ecuestre entre palmas y risas,
animadas por el sake y las nuevas experiencias. Tras el sake, habían terminado bailando la polka con el resto de los
clientes de la taberna. Liam se descubrió disfrutando por primera vez desde la muerte de Daniel. Estaba siendo, sin
duda, una noche memorable a la que acudiría en los momentos más oscuros.
Cuando el carruaje se detuvo en la puerta de la mansión de Margot, Takeshi abrió la portezuela, se apeó y le
ofreció la mano para ayudarla a bajar.
—Hemos llegado a destino, milady —informó.
Ella se asomó por la ventanilla y arrugó el ceño.
—¿Esa es mi casa? —preguntó recelosa.
—Es tu casa —afirmó Takeshi.
Margot se volvió hacia Rose.
—¿Tenía el ladrillo rojo? Porque ahora parece granate.
—Creo que es granate porque ha anochecido.
—No sé, Rose..., la verja ha desaparecido, y te aseguro que había verja.
Takeshi puso los ojos en blanco. Liam sacudió la cabeza sonriente.
—No ha desaparecido —explicó el japonés paciente—, es que está abierta.
—No deberíamos haber dejado que tomaran otra copa de sake —se lamentó Liam—. Si su hermano Oliver la ve
en ese estado te mandará a sus padrinos esta misma noche.
—¿Padrinos? ¿Oliver se casa? —preguntó Margot con voz pastosa.
Takeshi la aferró por la cintura y la bajó del vehículo. Al depositarla en el suelo, ella se tambaleó y tuvo que
aferrarla contra su costado.
—Señor, se está tomando usted demasiadas libertades, ¿no le parece?
—O me las tomo yo o el suelo. Elige.
La joven lo miró aturdida.
—Maaargooot, deja que te lleve a caaasaaa —pidió Rose, arrastrando graciosamente las vocales.
La aludida se encogió de hombros y alzó la vista para mirar el rostro del japonés.
—¿Por qué tienes los ojos tan alargados? Parecen ranuras de buzón.
—Porque los ojos redondos ya no están de moda.
Rose asomó medio cuerpo fuera de la ventanilla, apoyándose con los brazos cruzados sobre el marco. Liam se
acercó a ella para prevenir una posible caída.
De pronto se volvió hacia él con expresión inquisitiva.
—¿Yo tengo los ojos redondos?
—Más que Takeshi, sí —respondió divertido.
Ella soltó un suspiro contrariado y Liam deseó estrecharla contra sí.
Takeshi consiguió hacer avanzar a Margot, aunque ella se detenía cada dos pasos para saludarlos con la mano. En
uno de esos giros se mareó, se arqueó hacia delante y vomitó sobre los zapatos del japonés.
Él maldijo algo en su idioma, sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta de su frac y le limpió la boca a la joven.
A continuación la cogió en brazos y la llevó hasta la puerta trasera. Ambos desaparecieron en el interior.
Rose volvió a sentarse emitiendo un bufido muy poco femenino.
—Pobre Margot, se va a ir a la cama con el estómago vacío.
—En cambio, Takeshi se irá con los zapatos llenos.
Ella alzó las cejas en una mueca exagerada y de repente estalló en carcajadas histriónicas.
Takeshi regresó al cabo, iba descalzo.
—La he subido a su cuarto por la escalera de servicio. He procurado ser sigiloso y cuando la he tendido en la
cama parloteaba en susurros. Con algo de suerte estará ya dormida.
—Sube, nos queda otra parada.
—No, iré andando, ha sido una tarde ajetreada, necesito despejarme.
—Vas descalzo —recalcó Liam.
—He corrido descalzo por los bosques de Ibaraki, estos adoquines son como caminar sobre sedas.
Liam asintió y ordenó al cochero que continuara el trayecto.
Rose se derrengó en el asiento tras un sonoro bostezo.
La observó pensativo, preguntándose cómo era posible que se hubiera metido en su corazón en tan poco tiempo.
Aunque la pregunta que más le preocupaba era cómo lo haría para olvidarla.
Los arneses se sacudieron cuando el coche se detuvo frente a la mansión de Rose. Los recuerdos de la noche
anterior agriaron su humor. Verla en brazos de Spencer, entregada a su beso, había supuesto todo un reto de
contención. Había deseado saltar el seto donde se escondía para apartarlo de ella a golpes. Que Rose hubiera
permitido tan íntimo acercamiento volvía a resaltar su carácter licencioso. Su conducta promiscua le gritaba su
propia estupidez cayendo en las redes de una mujer así. Y, sin embargo, verla ahora en aquel estado somnoliento le
confería la apariencia de un ángel, inocente, vulnerable y subyugadoramente hermoso.
Se inclinó hacia ella y la sacudió ligeramente.
—Rose, hemos llegado.
La joven entreabrió los ojos y lo miró confusa. Señaló la casa y ella se restregó los ojos y observó la fachada.
—Hemos llegado —repitió.
Liam descendió del coche y la ayudó a bajar. Aunque su paso no era firme, parecía poder caminar sin ayuda. La
acompañó al pórtico de entrada, cerrando su mente a las imágenes que acudían insidiosas de ella en brazos de otro
hombre.
—¿Podrás llegar sola a tu habitación?
Rose asintió, se tambaleó ligeramente y de pronto se colgó de su cuello.
—Tus ojos son de brandy, ¿lo sabías?
—Los tuyos son mares tropicales.
—¿Y te gusta sumergirte en ellos?
—Me ahogo en ellos.
Sus bocas estaban tentadoramente cerca. Era fácil vislumbrar lo que ella esperaba, el alcohol que abotargaba sus
sentidos había derrumbado el muro que había levantado esa mañana para él. Y aunque se moría por devorar aquella
boca suculenta, su honor de caballero y la gran consideración que le tenía a su orgullo herido lo impelieron a alejarse
de ella.
El semblante desconcertado de la mujer ante el rechazo la espabiló de golpe. Su estado ebrio pareció recuperar el
atisbo de sobriedad suficiente para apelar a su dignidad, recobrando un acceso de apocamiento que se manifestó con
un intenso rubor en las mejillas.
—Buenas noches, lord Thorn —logró pronunciar sin que le temblara la voz.
—Buenas noches, lady Domer.
La joven abrió la puerta y desapareció tras ella dejando una fragante estela de su perfume de lavanda.
Liam cerró los ojos, volvió al carruaje y lo despidió. Pasaría la noche en el mismo lugar que la anterior. Tras un
macizo de aligustre del jardín, vigilando su ventana.
Acto 28
El escándalo
***
Liam la llevó a pasear al parque de St. James. Caminaba junto al hombre, protegida por su vistoso parasol y
vestida de buenas intenciones.
La larga avenida central estaba transitada por coches de paseo, vendedores de globos, puestos de barquillos,
parejas acarameladas, elegantes jinetes y niños jugando a la pelota. Aquel ambiente distendido contrastaba con el
ceño tormentoso de Liam.
—¿Te ha sentado mal el desayuno? Tienes mala cara.
—Más que el desayuno, una inquietante noticia.
—Creo adivinar de qué se trata.
Recibió una mirada entrecerrada inquisitiva bastante desconcertante.
—No lo dudo, me parece que los perros son los únicos seres vivos en la ciudad ajenos al escándalo.
—Los patos del lago tampoco sabrán nada.
Liam le dirigió un gesto impaciente.
—A pesar de saber que tu reputación no te merece consideración alguna, me sorprende la ligereza con que
pareces tomarte la noticia. Quizá no seas consciente del alcance que pueden llegar a tener las consecuencias.
—Me consta el perjuicio que pueden llegar a ocasionar los rumores maledicentes. No obstante, poco o nada se
repara con un ánimo abatido.
—Me temo que existe poca reparación al respecto —repuso él—, puesto que el dedo acusador será caprichoso y
señalará movido por vientos convenientes. En este punto, el chisme se utilizará para dañar a rivales, para
desacreditar por venganza o por simple diversión maligna.
—En tal caso, ¿eres de la opinión de que debería conocerse la identidad de las participantes para evitar que todas
las debutantes se vean salpicadas?
—Soy de la opinión de que cuanto más se remueve el estiércol peor huele.
Y como al parecer hay muchas manos aireándolo, ya no importa quién lo generó, sino quién lo esparce.
—Por esa misma razón, no deberíamos conversar sobre ese tema.
Liam se detuvo, su semblante adquirió gravedad. Inspiró hondo y la miró a los ojos.
—El único interés que yo tengo en ese condenado chisme lo tengo delante de mí.
Rose sostuvo su inquisitiva mirada con todo el aplomo que pudo reunir.
—Ve al grano, por favor.
—Eras una de las participantes, ¿no es así?
—¿Qué te hace pensar que...?
—Rose...
Su tono fue admonitorio, seco y afilado.
Fue incapaz de sostenerle la mirada. Clavó la vista en el lago y envidió la despreocupación de los cisnes nadando
plácidamente.
—¡Maldita sea! —blasfemó furioso—. Cuando me he enterado esta mañana he sabido al instante que tú eras una
de ellas.
—No me sorprende. Tienes una pobre opinión de mi persona.
—Bueno, tu conducta ha contribuido mucho a ello.
Rose reanudó su avance, esta vez con largas y presurosas zancadas. Liam la alcanzó y se puso a su altura sin
mucho esfuerzo.
—Sea como sea, no debe preocuparse por mí, milord, mis asuntos no son de su incumbencia —replicó altanera,
marcando distancia, recuperando el trato formal.
—Creo que nunca han sido más de mi incumbencia; de hecho, me he convertido en tu sombra justo por ese
motivo.
Rose se detuvo de nuevo para encararlo.
—Dejemos las cosas claras, milord: una cosa es el tema que nos ocupa, y otra muy distinta el asunto de la
duquesa. Y dudo que en esta ocasión corra peligro su conciencia.
Esa pulla contrajo el rictus del hombre.
—Debería valorar más la parte que la beneficia, milady, que sin duda goza de más importancia.
—Por esa razón me veo obligada a tolerar su compañía.
—Ayer no parecía muy resignada. Incluso creí detectar una veta decepcionada con mi despedida.
Rose lo fulminó con la mirada.
—Dedíquese a capturar a Samuel y acabemos con esto cuanto antes.
—Créame que nada me urge más. Ardo en deseos de regresar a Japón.
Caminaron en silencio. Envarados y malhumorados.
—Por cierto, ¿dónde se ha metido su querido Sullivan? Me sorprende que no la corteje.
—Tenía asuntos que atender —respondió escueta.
Liam asintió. Sus facciones se endurecieron. Un músculo de su mandíbula pulsó latente. Su pose adquirió rigidez.
Resultaba obvio que luchaba por mantener la compostura.
Continuaron el paseo, envueltos en una tensión incómoda. De pronto un jinete se les acercó. La montura, un
imponente semental blanco, piafó frente a ellos. El animal agitó sus esplendorosas crines y, ante una señal del jinete,
bajó la testuz como si mostrara sus respetos.
Cuando Rose alzó la vista, se topó con el icono de la distinción por antonomasia. Lord John Spencer se tocó el
ala de su sombrero de copa a modo de saludo. Sus brillantes ojos celestes relucieron con un brillo seductor que
habría derretido a la dama más exigente. Las puntas doradas de su cabello cortado a la moda le enmarcaban el rostro,
resaltando la perfecta simetría de sus facciones.
—Lady Domer, ¡qué placer encontrarla en mi camino!
Ignoró intencionadamente a Liam.
—El placer es mutuo, milord.
—Aprovecho este afortunado encuentro para invitarla a la exposición de pintura en la West Gallery del artista
Benjamin West. Su última colección está causando revuelo en los círculos más puristas de la pintura histórica.
Creo que será de su agrado. Además, podremos contar con la compañía del pintor, es un gran amigo mío.
—He oído hablar de West, ¿no es el retratista oficial del rey Jorge?
—En efecto, también es el presidente de la Royal Academy; su obra más conocida es La muerte del general
Wolfe..., quizá la conozca, ha sido expuesta en alguna ocasión.
—Por desgracia, no —murmuró Rose.
—Además, tengo el privilegio de poder visitarlo en su pequeño estudio en Dove Court. A pesar de su fama,
prefiere trabajar en ambientes más anónimos.
Rose miró de soslayo a Liam, que se había apartado unos pasos y los observaba con gesto sombrío.
—Me encantaría asistir —aceptó.
La sonrisa del duque fue deslumbrante.
—Pasaré mañana a recogerla.
Volvió a tocarse el ala del sombrero, y esta vez sí dirigió la atención hacia Liam.
—Por cierto, lord Thorn, sigo aguardando su... invitación.
—Espero que sepa disculpar la demora, no es por falta de interés, se lo aseguro, tan solo me han surgido
contratiempos que requieren antes mi atención.
El duque se limitó a asentir, espoleó suavemente su montura y reanudó su paseo.
—Como acaba de presenciar, mañana le he ahorrado el suplicio de mi compañía. Estoy segura de que sabrá
aprovecharlo para poder abandonar el país como tanto desea.
—Téngalo por seguro, milady. Al menos mañana podrá disfrutar del beso de despedida al que parece
acostumbrada.
La mano de Rose fue más rápida que su prudencia. La alzó hacia el rostro del hombre, pero Liam se anticipó y le
aferró la muñeca antes de que llegara a su destino.
—Controle su genio, milady. Ya almacena demasiados escándalos en su haber.
Acto 29
El descubrimiento
La niebla estaba convirtiendo la tarde en una noche temprana. Devoraba los colores para vomitarlos en una
amalgama de grises desvaídos suspendidos en jirones algodonosos. Las siluetas se desdibujaban, transformando la
ciudad en el difuminado esbozo de un dibujo. Confería irrealidad y sugería misterio.
Pero en ese momento se había convertido en el infame cómplice del joven que seguía.
Liam, resguardado en su abrigo de lana, aguzaba la vista para no perder a la figura esbelta que caminaba delante
de él. Se había visto obligado a acortar las distancias por culpa de la niebla espesa que había aparecido
repentinamente. Rezumaba del río y recorría insidiosa cada rincón del centro de Londres. Por fortuna, a esa hora
apenas se cruzaba con transeúntes, y los rítmicos sonidos de los arneses de carruajes anunciaban su presencia para
poder cruzar las calles casi a ciegas. Algunas farolas ya estaban prendidas, tiñendo con un cerco amarillo su base.
Por lo demás, parecía que caminaba sobre nubes, lo que lo obligaba a ser cuidadoso con socavones, bordillos y
adoquines irregulares.
Solía cambiar de acera para que su objetivo no sospechara. Y aquellos subterfugios habían estado a punto de dar
al traste con su plan.
Dejaron atrás el barrio residencial para introducirse en un barrio obrero, más bohemio y concurrido. Pequeñas
fogatas en el interior de bidones metálicos iluminaban los callejones perfilando siluetas arrebujadas. El eco de voces
viajaba en la bruma adquiriendo un tono lúgubre y distorsionado, y la humedad comenzó a oler a rancio, a alcohol
destilado y a fritura.
De repente su perseguido desapareció en el interior de un patio vallado.
Liam se levantó el cuello de su abrigo, se encajó más el sombrero y se apoyó indolente en un rincón camuflado
entre sombras.
Takeshi montaba guardia en los lugares que solía frecuentar Samuel.
Tanto él como Shaw parecían haber desaparecido de la faz de la Tierra. El único peón que pululaba abiertamente
era aquel muchacho. Si también desaparecía no tendrían más hilos de los que tirar.
Al cabo, dos figuras salieron del patio. Valmont iba acompañado de otro hombre.
Le fue imposible apreciar sus facciones. Dudó entre seguirlos o inspeccionar el lugar de donde habían salido.
Memorizó el sitio y caminó tras ellos.
Parecían dirigirse hacia The Strand, hacia la orilla norte del Támesis. Se detuvo indeciso, una intuición
fulminante lo atravesó. Quizá estaba desaprovechando la oportunidad de investigar aquella vivienda de la que
habían salido. Sin duda era un lugar idóneo para esconderse. No podía descartar que Samuel se estuviera ocultando
allí. Lo que tenía muy claro era que el hombre que acompañaba a Valmont era mayor y más corto de estatura.
Decidió abrazar esa intuición y regresó sobre sus pasos.
El patio parecía desierto. Abrió la verja, que chirrió molesta, y caminó hacia el fondo. Allí tres escalones
conducían a una puerta desconchada. A ambos lados de ella, dos ventanas se abrían en un muro de ladrillo rojo.
Rodeó la vivienda. En una esquina descubrió un pasaje estrecho que recorrió sigiloso. Otra puerta, esta más
estrecha y endeble, recortaba el muro lateral del edificio. Una pequeña campana se suspendía junto al dintel
superior.
Aferró el pomo y lo giró con suavidad. Estaba cerrada. A pesar de los retazos neblinosos que obstaculizaban su
inspección, observó que un simple empujón bastaría para abrirla. Tras comprobar que estaba solo en aquel pasaje,
golpeó con fuerza la puerta con el hombro derecho, valiéndose del peso de su cuerpo, y esta cedió.
Se introdujo en una especie de pasillo angosto y oteó el interior de las habitaciones que encontraba a su paso. La
casa parecía estar vacía.
Llegó a un salón con chimenea. Se acercó y comprobó que humeaba.
Aquello indicaba que el residente no regresaría de inmediato. Descubrió una pequeña cocina, una salita más
pequeña y, al fondo, una especie de almacén bastante amplio que daba a la calle trasera. No, no era un almacén.
Decenas de lienzos se apilaban contra las paredes. Varios caballetes sostenían pinturas en proceso de creación, otras
estaban acabadas, secándose junto a la ventana.
Una mesa larga estaba repleta de paletas manchadas, pinceles limpios y una hilera de potes salpicados de pintura
de colores diversos.
Un regusto agrio se aposentó en su garganta.
El pintor sin duda gozaba de un talento extraordinario. Se acercó al cuadro de una elegante dama vestida de gris
con una peluca del mismo color. Era la reina Carlota. La mayoría eran retratos de hombres y mujeres ilustres. Otro
sublime cuadro mostraba un anciano envuelto en un manto junto a un arpa al aire libre. Leyó el letrero inferior: El
bardo. Destapó los lienzos cubiertos por sábanas. Algunos estaban enmarcados, listos para entregar. En una especie
de carromato portátil, otra sábana parecía cubrir lienzos más pequeños. Quizá, además de retratista, era también
miniaturista.
Se aproximó curioso y deslizó la tela.
Ante él una hilera de pinturas, más bien ilustraciones bastante realistas, mostraban escenas impúdicas entre
hombres. No eran lienzos, era papel de imprenta.
Repasó los dibujos, algunos eran alegorías obscenas de pinturas famosas.
La cópula y demás prácticas sexuales entre hombres y jovencitos se recreaban en un trasfondo de deidades
griegas. Templos, querubines, hojas de parra, cielos abiertos donde divinidades contemplaban cómo los mortales
masculinos se entregaban a apasionadas bacanales mientras saboreaban vino y uvas.
Resultaba evidente que aquellos dibujos iban a formar parte de un libro erótico. A Liam no lo escandalizaban las
inclinaciones por el mismo sexo, por muy condenadas que estuvieran en la sociedad. Ya desde que Daniel había
entrado en la pubertad, había mostrado conductas inapropiadas. Había sido un niño afeminado y, cuando la
adolescencia irrumpió, la inmadurez y la confusión respecto a las atracciones que sentía lo habían convertido en un
joven introvertido y abatido. Ya entonces Liam detestaba profundamente la intolerancia absurda de una sociedad
que no solo decidía la vida de los demás, sino que además cargaba contra todo aquel que se saliera de la norma
preestablecida. Lo que lo repugnaba de todo aquello eran el negocio y el abuso que se hacía de la inocencia de
aquellos jóvenes invertidos. Lo que acrecentaba su odio era ver cómo convertían algo que debería ser considerado
natural en un sucio vicio para disfrute de los poderosos.
Tapó de nuevo las ilustraciones con gesto asqueado. Aquello demostraba que Samuel estaba detrás. Que la red
que había creado estaba a punto de expandirse.
Regresó a uno de los caballetes y se inclinó para buscar en la parte inferior del lienzo la firma del pintor.
Una «B» y una «W».
Su pulso se desbocó.
No podía ser.
Se volvió bruscamente y tropezó con un lienzo apoyado en una columna.
La sábana se deslizó mostrando la pintura que ocultaba. Ante él vio una escena mitológica: una especie de
mesías, vestido tan solo con una escueta banda roja en torno a sus caderas y de mirada libidinosa, tendía la mano a
un joven pupilo de rostro angelical, semidesnudo, que lo miraba arrobado.
Quedó un instante paralizado, completamente estupefacto ante las facciones que reconocía. Luego un volcán
erupcionó dentro de él, arrasando hasta la más mínima brizna de cordura. El pupilo era Daniel; el maestro era
Spencer.
Salió a la carrera de la vivienda, atravesó el patio y se dirigió presuroso hacia unas de las fogatas donde varios
indigentes se refugiaban del frío.
—¿Dónde estoy?
Uno de ellos lo miró como si estuviera desquiciado.
—¿Qué distrito es este?
El hombre sonrió luciendo una mella considerable en su boca.
—¿Se ha perdido, milord?
El hombre alargó el brazo y le mostró la palma de la mano.
Liam comprendió. Sacó del bolsillo unas monedas y se las entregó.
—Está usted en Dove Court.
Liam sintió una opresión desazonadora en el pecho.
Corrió como alma que lleva el diablo sumergiéndose en la espesa niebla con el corazón en un puño.
Rezó por llegar a tiempo a la West Gallery.
Acto 30
El trampa
La lluvia arreciaba.
Liam espoleaba a su montura casi con desesperación, movido por el miedo, la ira y la venganza.
Había conseguido robar un caballo para llegar a tiempo a la West Gallery.
Y cuando ya desmontaba en la parte de atrás de la galería, pasó junto a él un carruaje con el escudo ducal de los
Spencer en la parte de atrás. Lo había seguido a cierta distancia, apenas vislumbraba una sombra oscura y difusa
entre la niebla. En ocasiones se había guiado más por el resonar de los arneses que por la vista.
Al salir de Londres la niebla se despejó y pudo alargar la distancia lo suficiente para no despertar sospechas. A
aquellas horas no era habitual cruzarse con jinetes. Su corazón comenzó a latir más rápido al reconocer el camino
rural que transitaba.
Conducía al cottage que le había arrendado a Daniel para que lo convirtiera en su estudio de arte cerca de
Londres. Asistía a las clases en la Royal Society of Arts, su pasión siempre había sido la pintura. Al parecer, aquel
refugio había sido algo más que un estudio.
Se detuvo en la verja de entrada a la propiedad. Recordó el semblante ilusionado de su hermano cuando le mostró
el lugar. El dolor y el odio se entremezclaron en una amalgama candente que amenazaba con estallar dentro de él.
Ató el caballo a un árbol y saltó la valla. La finca no era muy grande, pero tenía un estanque, un bosquecillo y
colinas ondulantes que él plasmaba en sus óleos.
Los recuerdos de su hermano se apelmazaron en su cabeza como hojas secas alimentando una hoguera. Pavesas
de rabia flotaban a su alrededor, teloneras de la erupción que pronto tendría lugar.
Se afanó por despejar su mente, por enfriar su alma y por vendar su corazón. En aquel preciso instante sus
sentidos debían actuar con minuciosa precisión, alejados del menoscabo de las emociones. Si algo había aprendido
de Takeshi era justamente aquello, a sobreponer la mente a todo lo demás y a optimizar sus capacidades al máximo
en situaciones de extremo peligro.
Había librado muchas batallas junto a él, en Nagasaki, tanto cuerpo a cuerpo como trazando estrategias. Como
aprendiz suyo, fue entrenado duramente, en el combate, en la humildad y sobre todo en el sabio arte de la paciencia.
Se desvió del camino de entrada principal y optó por inspeccionar la finca para comprobar a cuántos enemigos
debía abatir. Tratándose del taimado duque, era fácil adivinar que no se enfrentaría a riesgos innecesarios.
Se ocultó entre matorrales y fue avanzando, camuflándose entre las sombras. Un relámpago cayó muy cerca de
él. El olor a quemado se fundió con el de la humedad reinante. Caminó agazapado buscando guarecerse de ojos
atentos.
No había visto vigías, y eso solo podía ser indicativo de que algo andaba mal.
El cochero se había refugiado en el interior del carruaje. Y no parecía haber nadie más por las inmediaciones.
Desconfiado, decidió no precipitarse. Se refugió tras un frondoso árbol y se conminó a esperar. Desde su posición
apenas divisaba la silueta del cottage. Una cortina de agua casi torrencial dificultaba su visión y sofocaba sonidos
alarmantes.
Mientras esperaba descubrir a los esbirros de Spencer, reflexionó sobre el motivo por el que había traído aquí a
Rose. Si realmente hubiera querido deshacerse de ella, aquel viaje no era necesario. Rose solo estaba allí por una
razón: él.
Si Spencer quería acabar con él, no carecía del coraje necesario ni de las habilidades precisas. Era un cobarde que
había rehuido enfrentarse a un duelo, que había mancillado la virtud de una mujer y que había intentado acusarlo a él
de sus infamias. Y ahora, además, se perfilaba como un ser abyecto, un depravado moral cuya vileza superaba
cualquier cosa imaginable.
Por eso tenía la certeza de que había hombres apostados por la finca, atentos a su aparición.
Desde que se había erigido en el protector de Rose, siempre llevaba con él su puñal, un tantō japonés, obsequio
de Takeshi tras su iniciación. Lo desenfundó, lo empuñó y lo pegó a su cadera, listo para ser usado.
Afinó su intuición y cambió de posición con tanto sigilo como un gato.
Cuando llegaba a un nuevo punto de espera, escrutaba los alrededores, memorizaba las sombras, grababa los
sonidos en su oído. Tras asegurar aquellos limitados perímetros, se desplazaba al siguiente.
Al final descubrió una sombra en cuclillas tras una retama. El hombre temblaba ligeramente, sacudiendo las hojas
más cercanas. Se deslizó entre las sombras hasta colocarse tras él. Lo golpeó con el mango con violencia, el cuerpo
cayó como un fardo sobre los arbustos.
Repitió su táctica hasta localizar a tres más. Los noqueó y, tras despejar aquel círculo invisible que había trazado
en su mapa mental, se aproximó más a la casa y perfiló otro. En este, otros tres hombres, apostados en diferentes
puntos, fueron reducidos sin problema. El último círculo, el más inmediato a la casa, era el más arriesgado. Había un
cobertizo, un pozo, un murete y dos agrupaciones de árboles separadas entre sí por una distancia que tendría que
acortar a la carrera dejándose ver.
Debía pensar muy bien cada movimiento.
Desde allí vislumbraba con más claridad el cottage. A través de la ventana se proyectaba el resplandor anaranjado
de varios candiles. Aguzó la vista, pero no detectó ninguna silueta en el interior.
No podía quedarse allí esperando que alguno de los hombres cometiera el error de revelar su presencia. Corrió
hasta el murete y, cuando llegó, se dio de bruces con un hombre apostado tras él. Aprovechó el factor sorpresa, lo
derribó y lo redujo para dejarlo inconsciente de un golpe seco en la cabeza.
De repente se le reveló la manera más eficaz de entrar en la casa. Dejar que lo capturaran. Spencer no perdería la
oportunidad de matarlo él mismo.
Se escondió el puñal dentro de la bota, se incorporó intencionadamente y corrió hacia el cobertizo. De una
esquina aparecieron dos hombres, uno de ellos lo apuntaba con una pistola. A pesar de que pareciera estar en clara
desventaja, Liam no dudaba de su pericia a la hora de desarmar a su oponente.
Levantó las manos y, cuando el hombre lo encañonó, lo empujó hacia delante.
Lo condujeron hacia la puerta principal y uno de ellos llamó con insistencia.
Spencer abrió la puerta, armado con su pistola. Al ver al prisionero, su sonrisa se amplió maliciosa.
—Bienvenido, lord Thorn, ardíamos en deseos de verlo.
Liam lo atravesó con una mirada enconada. Si algo tenía claro era que esa noche lo mataría. Desvió la vista hacia
la chimenea, desde donde Rose lo miraba con gesto afectado.
Parecía estar bien, al menos en apariencia.
Le dirigió una mirada confiada, ella hizo un leve asentimiento. Su hermoso rostro reflejaba angustia y temor.
Liam deseó fervientemente abalanzarse sobre ella y estrecharla entre sus brazos.
—Déjala libre, ya me tienes a mí.
—Ambos sabemos que eso no es posible, y créeme que lamento tener que sacrificar a una criatura tan magnífica.
Liam analizó el entorno, se situó en el espacio y estudió cada detalle.
—Cacheadlo.
Los dos hombres palparon su cuerpo. Cuando acabaron, cada uno lo sujetó con fuerza por un brazo.
Spencer descargó en su abdomen un puñetazo brutal que lo dejó sin aliento.
—Cobarde —gimió apretando los dientes.
Rose se abalanzó sobre él hecha una furia. Uno de los esbirros la detuvo apresándola por detrás.
Liam ya se incorporaba cuando sintió un dolor punzante en el costado.
Fijó la vista en ese punto para descubrir una mancha roja que crecía alarmantemente en su chaleco. Trastabilló
hacia atrás confuso. Spencer lo miraba con fijeza, con una expresión ansiosa y complacida.
Rose gritó, forcejeó y pataleó. Liam comenzó a reaccionar, obviando el dolor pulsante que se extendía de forma
progresiva.
Se agachó, sacó el puñal, giró veloz y, atrapando al hombre que todavía lo sujetaba, le rebanó el cuello en un
movimiento preciso y eficaz.
La sangre manó a borbotones salpicando el rostro de Spencer, que lo contemplaba demudado.
Amartilló el arma y lo apuntó con ella. Liam se agachó justo cuando estalló el disparo. Se lanzó sobre el duque y
lo derribó. Empezó a golpearlo ciego de furia. La imagen de Daniel cubierto de sangre imprimió más fuerza a los
golpes. Los puñetazos impactaban con feroz virulencia en el rostro del duque, que ya sangraba profusamente.
—¡Deténgase o la mato!
Liam alzó la vista. El cañón de una pistola apuntaba al pecho de Rose.
—Suéltala o te mato.
La expresión depredadora consiguió que el hombre titubeara. Rose supo aprovechar su vacilación y se revolvió
contra él.
La pistola se disparó. Una lluvia de cristales rotos cayó sobre Liam. Se impulsó hacia el esbirro, en un salto casi
felino, lo desarmó y le clavó el puñal en el corazón.
Rose retrocedió hasta la pared, abrazándose trémula.
—Sal de aquí, no quiero que lo veas —pidió él.
—Estás... malherido —replicó.
—Solo es un corte en el costado. —Pero Rose señalaba la parte superior de su torso.
Liam siguió la dirección de su mirada para comprobar que el disparo de Spencer no había errado.
—Vete —repitió.
La joven obedeció, saliendo a la intemperie.
Él regresó con el duque, que, a pesar del destrozo de su rostro, luchaba por ponerse en pie. Se guardó el tantō en
la cinturilla de las calzas y caminó hasta él.
Liam lo puso en pie para volver a golpearlo con la misma fiereza. La verdadera tormenta de aquella noche se
desató en su interior, liberando a la bestia que había estado consumiéndolo todo ese tiempo. Lo golpeó hasta que
comenzó a sentirse exhausto. El hombre era apenas un guiñapo flojo que danzaba entre sus puños como una
marioneta rota.
Cuando estaba a punto de desvanecerse, se detuvo.
—Voy a darte la oportunidad de elegir tu destino.
Tenía los ojos tan hinchados que apenas lograba abrirlos.
—La muerte o la ignominia.
Sabía que un hombre tan poderoso como él no iría a prisión.
Boqueó escupiendo sangre. Pero no fue capaz de articular palabra.
Liam se puso en pie, comenzaba a sentirse mareado. Se tambaleó hacia la salida y se apoyó contra el marco de la
puerta. Su visión se desdibujaba y la debilidad se extendía por sus músculos a medida que la sangre abandonaba su
cuerpo.
Se palpó el orificio que se abría en su pectoral izquierdo. Intentó discernir si la herida era letal. Un movimiento a
su espalda lo alertó y se volvió raudo al tiempo que desenfundaba su puñal. Lo lanzó al mismo tiempo que emergía
una bala entre una vaharada de humo.
La detonación lo ensordeció. Se desplomó, sin saber si había llegado a alcanzarlo. Un manto oscuro y frío
comenzó a cernirse sobre él.
Paradójicamente, no sentía nada excepto una paz reconfortante.
Acto 33
La calma
Se miró al espejo.
Sullivan estaba más elegante que nunca.
Aquella noche sería su final, y había planeado que fuera apoteósico.
Florence le dirigió una mirada afligida.
—No creas que me engañas —masculló ofreciéndole los guantes—. La pena que arrastras crece cada día que
pasa. Y me preocupa mucho. Tu madre murió de pena.
—Yo no soy mi madre. Yo tengo más motivos para seguir aquí, tú entre ellos.
Florence sostuvo su mirada y le dirigió una sonrisa emocionada.
—Pobre del corazón en que solo quepa una persona —murmuró su ama.
—Así es. En el mío hay mucha gente, por eso no me voy a derrumbar, y también porque creo que mi vida es lo
bastante valiosa como para no menospreciarla.
—Habrá pronto novela nueva, ¿no es así? Te he visto escribir estas noches.
—Necesito volcar en el papel mis emociones, es reconfortante y esclarecedor poder analizar lo que siento,
reflexionar sobre el amor, sobre la vida, y sobre la muerte.
—¿Algo así como una terapia?
—Exactamente eso.
Florence se alejó unos pasos y la observó con ojo crítico. Por último asintió conforme.
—Estás muy guapo.
Rose sonrió y le hizo una reverencia caballeresca.
—Gracias por el cumplido, milady, ¿me concede este baile?
La mujer sacudió la cabeza y soltó una risita cuando Rose se acercó a ella y la instó a bailar.
La hizo girar varias veces. Florence reía en cada cambio de paso.
—¡Suéltame ya, muchacha atolondrada! Vas a descuajaringar alguno de mis viejos huesos.
Rose le estampó un sonoro beso en la mejilla.
—Porque llevo prisa, pero retomaremos el baile, se lo prometo, milady —repuso sardónica.
Tras otra reverencia, esta vez más florida, salió y le mandó un beso volado.
Subió al carruaje y le indicó al cochero su destino.
Aquel último baile de la temporada era un baile de máscaras en la mansión de los Alcott.
Ella llevaba puesta la máscara calada en satén rojo de su madre. Una máscara femenina que atrajo miradas
desconcertadas sobre ella.
Cuando subió los escalones de la mansión en el barrio de Belgravia se detuvo en el último para inspirar
profundamente. Cerró un instante los ojos y musitó para sí:
—Por ti, madre.
Los abrió, su faz adquirió una determinación apabullante con cada paso que la acercaba al pórtico de entrada.
La condujeron hacia el gran salón de baile de la fastuosa mansión. Todos los apellidos ilustres estaban allí. Aquel
era el cierre de la temporada, la última oportunidad de las debutantes y de los pretendientes para afianzar un
compromiso satisfactorio para ambas partes. Una noche de nervios, de presiones y de ilusiones.
Rose buscó a sus amigas entre la concurrencia. Le fue fácil adivinar dónde estaría Margot.
La encontró junto a Lily, en la mesa del ponche.
—Qué poco enmascara esta máscara para que no tengas problema en localizarme —musitó divertida—, la tuya
en cambio es un faro en la oscuridad.
—Te reconocería hasta con una bolsa en la cabeza —replicó Rose en un susurro.
Margot enarcó una ceja y le dedicó el primer trago.
—Una bolsa es lo que necesitará si sigue bebiendo a ese ritmo —repuso Lily.
—Esta noche hasta podría bailar sobre esta mesa, que mañana solo se hablará de Rose.
—Aun así, no tientes tu suerte —recomendó Lily.
—¿Dónde está Alice? —preguntó Rose.
—Mi hermano la tiene secuestrada en esa esquina. Está harto de espantarle moscones.
—Quizá si se anunciara ya su compromiso, se ahorraría tener que enseñar los dientes.
Margot la miró suspicaz.
—¿Cómo sabes que le ha pedido matrimonio?
—Porque sería un necio si no lo hiciera, y me consta que no lo es.
Un murmullo se alzó de pronto entre los presentes. Tras él, un silencio incómodo dio paso a la entrada de la gran
duquesa lady Amberley Fitzwilliam.
La mujer llevaba la máscara atada a su bastón. Miró a su alrededor con la barbilla alzada y semblante retador.
Rose admiró su valentía. Se acercó a ella con semblante cómplice.
Lucía un hermoso vestido de brocado en burdeos que resaltaba su tez nívea y su cabello cano. Sus aviesos ojos
verdes sostenían cada mirada sin amilanarse. Su porte regio y sus andares solemnes acallaron los murmullos. A
pesar de ser ahora el caramelo jugoso que los chismosos masticaban, seguía siendo la mujer más cercana a la reina
Carlota, su poder y su fortuna la blindaban. Nadie osaría enfrentarse abiertamente a una rival tan magnífica.
Cuando reparó en ellas, se acercó sin dilación.
—Es un placer volver a encontrarlo, Sullivan, lo hacía en Italia.
—He tenido que postergar mi regreso —respondió—. Me complace que me reconozca, excelencia.
—Pocos jóvenes tienen una boca tan carnosa y unos ojos tan hermosos.
Esa máscara tan llamativa resalta más ambas características.
Rose tragó saliva.
—No veo por aquí a mi querida lady Domer..., confío en que se encuentre bien.
—Sí, está perfectamente —respondió Margot—, lo que ocurre es que no le apetecía relacionarse.
—Es entendible, dadas las circunstancias.
Fijó de nuevo la atención en Rose, se encajó el monóculo en un gesto que fue más aparente que práctico y esbozo
una sonrisa perspicaz.
—Ahora que lo pienso, siempre me ha resultado curioso que nunca los haya visto juntos.
—¿Perdón? No entiendo.
La mujer compuso una mueca suspicaz que suavizó con una sonrisa ingenua.
—A usted y a lady Domer... —aclaró—, nunca los he visto juntos. Y créame que soy una persona observadora, y
más conociendo tan bien la amistad que los une y que ha sido el motivo por el que su querida amiga ha conseguido
la recompensa que ofrecí. Es un detalle que siempre me ha llamado poderosamente la atención. Y esta noche, de
nuevo, compruebo que si uno está, el otro se ausenta. ¿No le parece curioso?
No quedaba mucho para revelar el gran secreto, aun así, debía salir del paso.
—Que no hayamos coincidido en público no significa que...
La duquesa agitó la mano impaciente.
—A mí no tiene por qué mentirme, querida. —Rose palideció—. Creo que ya gozamos de la suficiente confianza
—la miró intencionada—, ¿no le parece?
Margot se llevó la mano a la frente.
—¡Demonios! —imprecó Lily.
—Muchacha —regañó la duquesa, dirigiéndose a ella—, usted tampoco tiene que seguir con esa pantomima. Me
ha procurado buenos momentos, bien lo sabe Dios, y algún que otro sobresalto.
—¿Desde cuándo lo sabe?
—Desde que supe ver más allá de una apariencia.
—Le agradezco que haya guardado el secreto.
—Hay otras que, en lugar de agradecer mi silencio, cargan contra mí, así que creo que hoy es la noche perfecta
para airear verdades. He venido aquí para dar una buena lección a esa panda de petimetres aburridos.
—¿También usted? —replicó Margot anonadada.
—Sobre todo yo. Ya que mi nombre es muy popular últimamente, que pase a la posteridad.
Rose miró nerviosa a su alrededor.
—En realidad, pensaba ofrecer un buen chisme justo para que se olvidaran de usted.
La mujer sonrió maternal.
—Y yo le agradezco su conmovedora intención, pero nunca me esconderé ni detrás de una espalda ni de un
rumor. Así que no quiera eclipsarme, querida. Aunque ahora que lo pienso...
Entrecerró sus ojillos pensativa y de nuevo sonrió, esta vez con gesto pícaro.
Su semblante se iluminó y sus ojos refulgieron presos de una excitación peculiar.
—¿Qué le parece si me erijo en su maestro de ceremonias? Yo preparo al público y usted oficia la ejecución. ¿No
se mueren por un buen escándalo?
Démosles dos que no olviden en años.
Margot comenzó a dar palmas con ardoroso entusiasmo, como una niña pequeña que entra por primera vez en un
circo.
—¿Y puedo saber cómo piensa preparar al público? —preguntó Rose.
—Lo descubrirá en breve.
—¿Otra copa, Margot? —ofreció Lily—. Parece que la noche se va a animar bastante.
—¡Ah, no! Ni hablar, necesito todos mis sentidos bien afinados; preveo que voy a disfrutar como nunca.
La duquesa se llevó a Rose a un aparte.
—No puede ni alcanzar a imaginar mi ilusión al descubrir que mi escritor favorito en realidad era una mujer. En
mi fuero interno sabía que esas novelas estaban impregnadas de una sensibilidad exquisita y a la vez de una fuerza
contundente rezumante de sabiduría, de profundidad, de inquietudes femeninas; sabía que ningún hombre podía
meterse tanto en la piel de una mujer. En realidad, gané la apuesta.
—Me alegra saberlo, duquesa. Espero que a mi editor también le agrade, o mucho me temo que me costará
bastante publicar.
—Yo estoy segura de que sus ventas, a partir de mañana, van a despuntar.
Nada vende más que la controversia. La curiosidad que suscitará llenará las librerías en busca de sus libros. Y, si
me equivoco, permítame tener el honor de convertirme en su mecenas.
—Duquesa, yo...
La música anunciaba el primer baile.
—No me dé las gracias, las mujeres como nosotras debemos apoyarnos.
No tengo hijos, pero de haber tenido una hija, habría deseado que fuera como usted.
—No es necesario un lazo de sangre para forjar vínculos de afecto. Si me siente como a una hija, yo la siento a
usted como a una madre, así de fácil es todo.
La mujer sonrió y le estrechó la mano entre las suyas.
—A veces me sorprende descubrir lo vieja que es su mente —musitó—.
La besaría en la mejilla si no temiera despegarle esa barba hirsuta antes de su actuación final.
Oliver y Alice se unieron a los bailarines. En la expresión de ambos titilaba un sentimiento compartido que
iluminaba todo el salón.
—Al parecer, una de ustedes ha caído en las garras de Cupido.
—Solo Cupido tiene derecho a secuestrarnos.
Captó en el gesto de la duquesa un leve deje pícaro que la confundió.
—Cierto —murmuró fijando la mirada por encima de su hombro—, y por lo que puedo apreciar, ahora mismo
está apuntando directamente a su pecho.
Rose alzó las cejas con asombro. La duquesa compuso una sonrisa entusiasmada ante la presencia de alguien que
parecía cernirse tras ella.
—¡Qué agradable sorpresa, lord Thorn! Tenía entendido que nos había dejado.
—Y lo había hecho.
Aquella voz, profunda, cadenciosa y vibrante estremeció cada fibra de su ser.
Su pulso se aceleró y las rodillas le flaquearon. Se volvió despacio, temiendo marearse de la impresión.
Una penetrante mirada ambarina la atravesó. La intensidad con que la observaba le secó la garganta.
—Me agrada comprobar que nuestro querido Sullivan también se ha dejado seducir por el apego a estas verdes
tierras.
—No tardaré en abandonarlas —logró articular.
—Me apena saberlo.
Algo en su expresión la incomodó. Verlo tan recuperado, tan apuesto e imponente, llenó su corazón de gozo.
Recordó aquellos días junto a su cama como si hubieran pasado varios años y no dos meses. Rememoró aquella
mañana en que él despertó de la inconsciencia y la miró aturdido. Su júbilo al verlo escapar de las garras de la
muerte y su indignación cuando él, todavía convaleciente, se había empeñado en salir en busca de Samuel y zanjar
aquel tema de una vez por todas, antes de perderle la pista por completo.
Ocultó su desencanto cuando él se despidió, tan dolorosamente distante y correcto. Preso de la obsesión por
concluir su venganza. No obstante, sí había confiado ingenuamente en que al menos regresaría a despedirse, antes de
volver a Japón. Cuando le llegó la noticia de que había embarcado, aquel último vestigio de esperanza pereció
definitivamente. Tuvo que masticar el desamor como mejor pudo, aceptar que lo había perdido para siempre, pero
que al menos el mundo lo había ganado.
—Yo también tenía entendido que andaba por tierras niponas.
—Ya sabe lo que pasa con los rumores: no hay que darles demasiado pábulo.
—En cualquier caso, me alegra que nos acompañe a cerrar la temporada
—intervino la duquesa—, le auguro una noche inolvidable.
—Yo también lo creo —confirmó él, mirando a Rose.
Ella desvió la vista inquieta.
—¿No pregunta por lady Domer? —preguntó la duquesa.
Liam dibujó una sonrisa maliciosa.
—No la he visto por aquí, quizá Sullivan sepa darnos razón de ella.
—No se sentía con ánimos de asistir al baile.
—Espero que no esté indispuesta.
—No, se encuentra perfectamente.
—Si me disculpan, me requiere lady Catherine para un baile.
Rose sofocó una punzada de celos y sonrió indiferente.
Cuando el conde se retiró, soltó el aire contenido. Apenas había sido consciente de que su pecho latía
desacompasado y de que la tensión se había acumulado en sus hombros.
—Ha habido un momento en que he creído que se iba a desmayar —señaló la duquesa.
—Por fortuna, esta noche no llevo puesto mi corsé.
Los largos acordes de un vals resonaron por toda la sala, sofocando el bullicio reinante.
Rose observó cómo Liam giraba en cada compás guiando a la joven que lo contemplaba arrobada. Deseó estar en
su lugar, sentir su contacto, su mirada y su magnetismo. Lady Catherine desplegaba todas sus armas de seducción
más destacadas: aleteos de pestañas, miradas sugerentes, sonrisitas insinuantes y boca entreabierta, invitadora. En
ese momento ansió arrancarla de sus brazos a empujones.
Se afanó por controlar sus desazonadores impulsos. Comenzó a repetirse que él no merecía su malestar, en
realidad no merecía uno solo de sus pensamientos. Había dejado más que claro que ella no significaba nada para él;
entonces ¿por qué no lo olvidaba de una condenada vez? Se sintió estúpida.
De repente descubrió la mirada de Liam sobre ella, observándola con atención, como si estuviera buscando
reacciones en su rostro.
Se volvió de inmediato, dándole la espalda.
Margot se les acercó con semblante anonadado.
—¡Por san Jorge!, ¿qué hace aquí?
—Estoy tan sorprendida como tú.
—Al menos no veo pulular por aquí a ese molesto samurái —murmuró aliviada.
—Lamento ser yo la que la contradiga, milady, pero lo tiene detrás.
La duquesa esbozó una sonrisa traviesa y se retiró tras una inclinación de cabeza.
Margot se volvió sobresaltada para toparse con el gesto burlón de Takeshi.
—Como está en mi condición natural molestarla, ¿cree que podría dedicarme por fin ese baile?
—Justo por eso no debería molestarme más.
—Quizá si me complaciera, dejaría de hacerlo —insistió él.
—¿Tan importante es para usted?
—Me gusta conseguir lo que me propongo.
—Entonces ¿eso soy?, ¿un simple reto?
—Le aseguro, milady, que usted no tiene nada de simple.
—Pero ¿sí de reto?
—A la vista está.
Margot arrugó el ceño y entrecerró los ojos mientras reflexionaba sobre aquello.
—Si acepto el baile ¿me dejará en paz?
—Solo podrá saberlo si lo hace.
—¡Ah, no!, necesito garantías.
—¿Le firmo un documento? —musitó Takeshi con sorna.
—Me bastará con su palabra.
—¿Mi palabra de molesto samurái?
Rose bajó la vista y sonrió.
—Esa misma, tengo entendido que los samuráis tienen un férreo código de honor.
—El código bushidō tiene siete principios muy estrictos que no se pueden banalizar: justicia, respeto, coraje,
honor, benevolencia, honestidad y lealtad.
Usted apela al de la honestidad. Y lo cierto es que si le diera mi palabra, la cumpliría por encima de mi propia
vida. Así pues, antes de hacerlo, necesito saber con exactitud a qué clase de molestias se refiere.
Margot asintió y compuso un mohín pensativo, arrugó la nariz y frunció los labios en un gesto graciosamente
infantil.
—Me parece justo —concluyó—. Le aclararé con gusto las diferentes formas en que me molesta. —Hizo una
pausa antes de enumerarlas. Alzó un dedo para indicar la primera—. Me molesta bailar con usted.
—¿Cómo lo sabe, si nunca hemos bailado? —interrumpió él.
Margot lo miró con marcado desagrado.
—Lo percibo.
—La percepción no es un motivo de peso. Si vamos a apelar a códigos de honor, básese en hechos probados.
Un gruñido muy poco femenino emergió de Margot.
—Está bien, anulo esa hasta después de haberlo comprobado.
Inspiró hondo apelando a su escasa paciencia.
—¿Puedo continuar?
—Naturalmente —respondió digno.
—Me molesta que se acerque, que me mire, que me dirija la palabra; si suma todo eso, es lógico que intuya que
me molestará también bailar, porque esas tres cosas se dan por incluidas.
—No estoy de acuerdo —contravino—, puedo bailar sin mirarla y sin hablarle.
Rose se cubrió la boca con la mano, sofocando una carcajada.
—¿Y qué sentido tiene que bailemos entonces?
—Es lo que quiero averiguar.
Margot emitió un bufido y puso los ojos en blanco.
—¿Le han dicho alguna vez que es un hombre agotador?
—No, pero sí tenaz.
—¿En Japón no hay mujeres con las que bailar?
—Solo si te casas con ellas.
Margot abrió los ojos con desmesura.
—¿En serio?
—Ningún hombre puede tocar de modo alguno a una mujer soltera o la mancillará para siempre.
—Empiezo a comprender su obsesión con el baile.
—En tal caso, ¿le parece bien que zanjemos este tema de una buena vez?
—Veo que será lo más conveniente.
Takeshi tendió la mano y ella se la ofreció con gesto desabrido.
—¿Podría fingir al menos que no la llevo al patíbulo?
—Haré lo que pueda.
Acto 36
La declaración
En contra de todo pronóstico, y por mucho que se esforzara en disimularlo, Margot estaba disfrutando del baile.
Aunque al principio él evitó mirarla y dirigirle la palabra, entre ellos comenzó a surgir una naturalidad innata que
empezó a destrabar la tensión inicial.
—Parece que disfrutan, ¿no cree? —De nuevo aquella voz que aceleraba sus latidos surgió tras ella.
—Nunca había presenciado una conquista tan perseverante.
—Quizá porque no miró donde debía.
Su aseveración la desconcertó. Se agitó nerviosa.
—¿Puedo presuponer que un motivo romántico ha impedido que embarquen rumbo a Japón?
—Exactamente eso.
La intensidad de su mirada la envaró.
—Me alegra descubrir que el interés de su socio por Margot no se debe a un mero capricho.
—En realidad, y sin restarle seriedad al interés de Takeshi en ella, soy yo el que precisa declarar mi amor a una
dama.
Esa confesión le pinzó el estómago.
—¿Y lo ha hecho ya?
—Estoy a punto de hacerlo. Y, ya que tengo frente a mí a un renombrado escritor, ¿alguna sugerencia para
cautivarla con palabras?
—No hay más secreto que abrir el corazón y dejar brotar lo que esa dama le provoque.
—Me parece un consejo formidable.
La aferró por la muñeca y la obligó a seguirlo. Rose intentó zafarse, pero sus dedos eran presas de acero. No
quiso llamar más la atención y decidió seguirlo sin presentar resistencia.
La condujo a buen paso fuera del salón y la introdujo en el oscuro hueco bajo la escalera, ocultos por una
frondosa planta.
—¿Qué demonios...?
Liam la rodeó con los brazos, la ciñó contra su pecho y atrapó su boca en un beso tan ávido como implacable. Su
lengua no daba cuartel, exigiendo, tentando, paladeando y encendiendo hogueras en su interior.
Rose, conmocionada, paralizada, completamente aturdida, intentando entender qué estaba pasando, dejó que el
hombre tomara posesión de su boca, como un vikingo desquiciado en plena incursión. En una ardorosa invasión, sus
sentidos tomaron el control. Respondió al beso con el mismo fervor que él, liberando el hambre contenida, la
emoción de regresar al lugar que tanto había anhelado.
La boca del hombre mordisqueaba sus labios, lamía sus dientes, devoraba su lengua, gemía en su garganta,
contagiándole aquella fiebre que, en lugar de aplacarse, crecía y los consumía.
Cuando por fin logró apartarse de ella, la atravesó con una mirada flamígera. Apoyó la frente en la suya y, aún
jadeando, musitó entrecortado:
—Espero haber seguido su consejo al pie de la letra. Porque se ha de estar muy enamorado para besar así a
alguien con barba.
Rose sonrió emocionada. Introdujo los dedos en su nuca y los entrelazó entre su pelo.
—Sin duda, la más original demostración de amor de todos los tiempos.
—Tan original como la mujer por la que late mi corazón.
—Liam —gimió ella.
Los dedos del hombre acariciaron sus labios.
—Rose..., de todas las locuras cometidas, esta sin duda es la más brillante, por muy necio que me haga sentir.
—¿Cómo lo supiste?
—Uno de los proverbios de Takeshi sembró una inquietud en mí, pero tardé en comprender. En mi defensa diré
que tenía mi cabeza en otro sitio, así como mi corazón.
—Creí que te habías marchado para no volver nunca.
—No me fui, simulé que lo hacía.
—No entiendo.
Liam derramó sobre ella una mirada tan tierna que solo ansiaba que la besara de nuevo.
—Hicimos creer a todo el mundo que habíamos regresado a Japón.
Embarcamos, pero, lejos de la costa, regresamos en un bote. Sabía que si Samuel descubría que habíamos partido
saldría de su escondite. Y no me equivoqué. Tras permanecer varias semanas encerrados en un almacén del puerto,
uno de mis confidentes nos informó de su paradero. Takeshi y yo fuimos en su busca y lo encontramos.
Su rictus se endureció. Sus felinos ojos se oscurecieron ante el recuerdo de aquel día.
—Puedo imaginar el resto.
—Intentó escapar, mi plan no era matarlo, sino enviarlo junto a Shaw como esclavo a una de las minas de plata
de la isla de Honshū. Pero en el altercado se defendió y lo maté. Shaw corrió su misma suerte. Dejamos libre al
joven Valmont. Confío en que haya aprendido la lección y logre encauzar su vida.
—No me satisface reconocer que no lamento su destino, pero así es. Él mismo se lo labró.
—La muerte es mejor destino que acabar en una de esas minas, te lo aseguro. Takeshi estuvo allí, también yo.
—Y después tuviste la revelación de que Sullivan no era mi amante, sino mi otra identidad, y volviste por mí.
Liam negó con la cabeza.
—Ya tenía decidido venir a por ti antes de la revelación. Cuando desperté en mi lecho y te vi junto a mí, supe que
te amaba sin remisión. Mi amor venció a mi orgullo, y ya no me importaba ni Sullivan ni nadie, solo averiguar si
tenía alguna posibilidad de conquistar tu corazón.
Rose frunció el ceño turbada.
—Entonces ¿por qué te fuiste sin más? ¿Por qué no me dijiste todo esto en aquel momento?
—Porque no quería alimentar un sentimiento sabiendo que existía la posibilidad de morir durante mi venganza.
Iba a la caza de tres presas, ya había estado a punto de morir en mi lucha con Spencer y debía cerrar aquella puerta
para siempre si quería tener algo bueno que ofrecerte. En aquel encierro en el puerto mi mente comenzó a encajar las
piezas y entonces vi con claridad lo estúpido que había sido. Aquello me hizo amarte más incluso y admirarte como
a nadie.
Liam le dedicó una mirada afectada.
—¿Tienes una ligera idea de lo difícil que es declararte mi amor vestida de hombre?
Rose sonrió con ternura.
—Me hago una idea.
Cogió sus manos entre las suyas, grandes, bronceadas y curtidas, y las posó en su pecho. Su gesto adquirió una
veta tensa y su mirada brilló ansiosa.
—¿Crees que... podrías llegar a amarme?
El calor acumulado en su pecho se extendió por todo el cuerpo, irradiando un torrente de dicha que la desbordó
por completo. Se debatía entre la risa y el llanto, las ganas de gritar de júbilo y de lanzarse a sus labios.
—Creo que no podría hacer otra cosa.
Liam cerró los ojos un instante. No había percibido la tensión que había acumulada en sus hombros ni la rigidez
en su semblante. Cuando los abrió, una conmovedora humedad lo sorprendió.
Se alzó de puntillas, se engarzó a sus hombros y lo besó con apasionada entrega.
—Te amo antes incluso de que fuera consciente de ello —susurró contra su boca.
—Y yo creo que te amo desde la primera vez que intentaste pisarme los pies.
Rose soltó una carcajada y se refugió en su amplio pecho.
—¿Cabría la posibilidad de poder arrancarte ahora mismo esa espantosa barba y ese irritante bigote?
Rose se apartó de él y lo miró ladina.
—¿Adónde vas?
—A complacerte.
Acto 37
La escritora
***
La sala estaba repleta.
La librería de Godwin, en Somers Town, llevaba toda la semana anunciando el alumbramiento de la nueva novela
de la escritora Rosalyn Sullivan.
En la gaceta Bell's Weekly Messenger habían publicado un artículo titulado «La mujer detrás del escritor, ¿coraje
o insensatez?». En él se planteaban al lector ambas vertientes con juicios de valor sobre su decisión de mostrarse al
mundo de una manera tan teatral. Unos opinaban que solo se trataba de oportunismo, afán de notoriedad, incluso a
través de la mala reputación. Los más críticos hablaban de una ofensa a la sociedad en general, un engaño
imperdonable. Los más tolerantes entendían aquella reivindicación como el único modo de abrir una brecha para las
mujeres en un mundo de hombres y aplaudían el desafío lanzado a una sociedad encorsetada y rígida que debía
comenzar a ensanchar sus miras.
Pero la cuestión que más maravillaba a Rose era que ahora se preguntaban si habría más mujeres escondidas en el
anonimato o tras nombres de autores reconocidos. Eso sí implicaba una revolución en sí misma, puesto que los
lectores ya no estarían condicionados por la visión masculina de una obra, sino que empezarían a plantearse que
aquellas reflexiones podían provenir de una mente femenina, tan aguda y talentosa como la de cualquier hombre.
Inspiró hondo uno de los aromas que más amaba en el mundo: el de los libros. Una cautivadora fragancia a
vainilla, ligeramente ácida y con notas herbáceas, incluso florales, inundó sus fosas nasales como gozoso preludio
del placer que le procuraría tomar uno de aquellos volúmenes y abrirlo.
Algunos libros, los más viejos y deteriorados, olían a almendras. Pero todos compartían un perfume especial, el
del disfrute, el del aprendizaje, el de la evasión, el de la sabiduría, el de la curiosidad satisfecha por completo. Con
ellos se viajaba no solo por el mundo creado, sino también directamente al alma del creador. Y una vez allí era el
lector el que terminaba de dibujar los detalles a su antojo. Si aquello no era magia, no sabía qué lo sería.
Paseó la vista por las nutridas estanterías, rebosantes de lomos atrayentes que enmarcaban el espacio que habían
habilitado en el centro de la librería para colocar sillas. Al fondo, dos butacas y una mesa rectangular de madera
hosca y tablero ajado, vetusta pero orgullosa.
Una mano estrechó la suya, grande y cálida. Ella alzó la vista hacia el rostro que tanto amaba y recibió una
sonrisa de apoyo y una mirada orgullosa.
—Adelante, ve y deslúmbralos —susurró él.
Otro aspecto controvertido de su vida, otra polémica sumada a su ya larga trayectoria de mujer excéntrica era el
hecho de vivir en pecado.
Compartía su vida, su hogar y su cuerpo con el hombre al que amaba, sin que mediara ningún vínculo religioso
que refrendara esa unión. Por fortuna Liam respetaba, admiraba y respaldaba su deseo de libertad, de contravenir la
normativa social, los paradigmas establecidos, para ponerse como ejemplo de que sí se podía vivir como se deseaba
si se luchaba con la debida perseverancia. Precisamente, vivir sumida en el escándalo era su mejor prensa, su más
fructífera publicidad. Puesto que si alguna jovencita oía su historia, incluso envuelta en la maledicencia de la crítica,
quizá le resultara inspiradora. En eso sí comulgaba con las enseñanzas católicas, predicaba con el ejemplo.
Por decisión mutua, ambos habían elegido el cottage para vivir, aunque esperaban la llegada de la primavera para
trasladarse a Japón una larga temporada. Tanto la gran mansión Norfolk como Milton Abbey estaban tan llenas de
recuerdos, aún dolorosos, que ninguno estaba preparado para conquistar el frío vacío que campaba a sus anchas por
aquellos desolados y opulentos pasillos.
Liam le soltó la mano cuando ella se adentró en el estrecho corredor central que debía atravesar para ocupar su
sitio en la mesa donde la esperaba su editor.
Para aquella ocasión había elegido un sobrio vestido de chemise en verde botella, un abrigo de talle corto de
terciopelo y un turbante de tafetán del mismo color, este último con una vistosa pluma de faisán emergiendo de la
parte frontal.
Si había escogido el rol de escritora bohemia excéntrica, su indumentaria debía ir en concordancia.
Su editor se levantó para recibirla y acompañarla a su asiento.
Una vez acomodada pudo observar los rostros expectantes que le sonreían.
Estaban sus leales amigas, su querida Florence, la duquesa Fitzwilliam junto a su amiga la baronesa Miller,
algunos escritores curiosos de su círculo literario y lectores de toda índole y condición. Al fondo la sorprendió
descubrir a su padre, lord Joseph Domer, sentado solo. Había expulsado de su vida a su segunda esposa, había
dejado el juego, las malas compañías y, a pesar de sentirse perdido y devorado por la culpa, ya no solo de sus actos,
sino también del tiempo perdido invertido en un resentimiento que le había envenenado el alma, trataba de
aprovechar el presente, acercándose a la hija en la que había pagado tan injustamente su venganza.
Recordó una frase de William Shakespeare: «La ira es un veneno que uno toma esperando que muera el otro». Su
padre había dejado de tomarlo y, en su lugar, bebía humildad y destilaba arrepentimiento. Ese único acto de
contrición ya merecía por sí solo el perdón. Que además mostrara interés en recuperarla también merecía su cariño.
Godwin comenzó la presentación, hablando de sus anteriores obras antes de incursionar en la última. Una pila de
libros, encuadernados en un elegante tono verde botella, con grabados en dorado y una ventanita superior por la que
se mostraba el relieve ilustrado de un jardín, aguardaban encontrar un nuevo hogar y un corazón donde anidar.
Cuando el editor se volvió hacia ella dándole paso, Rose tomó uno de los volúmenes y lo abrió por el prólogo.
Leyó mentalmente el título y sonrió para sí: La flor en la hiedra.
Miró a los presentes y comenzó a leer:
—«Todo aquello que deseas está al otro lado del miedo. El primer paso, el más difícil, es atreverte a mirarlo. El
segundo es descubrir que está dentro de ti pero no es tuyo, te lo inocularon en la niñez. El tercer paso es dejar de
alimentarlo. Cuando muera, caerán las cadenas y por fin serás libre».
Derramó la vista por la sala, absorbiendo el impacto de sus palabras en los presentes.
—«Hay muchas clases de miedos, pero el más feroz es aquel que creemos que mora en manos ajenas. Nacemos
con estigmas que nos someten, los aceptamos sin cuestionarlos, nos ensombrecen, nos convierten en parte de un
todo homogéneo. Nuestra vida ya está configurada mucho antes de nacer, nada depende de nosotros excepto una
sola cosa: la determinación de cambiarla. Y con esa decisión nace esta historia, la de una flor que no sucumbió ante
la hiedra sobre la que vivía. Se adaptó a ella, simulando su color y su forma, y, camuflada, pudo evitar la ponzoña.
Al menos durante un tiempo, porque todo color se diluye ante la lluvia, pero mucho más ante la necesidad de
mostrarse tal cual es.»
Inspiró de nuevo, pasando la yema de los dedos sobre la página, con el mimo de una madre sobre la mejilla de su
hijo.
—«Y como todo cambio precisa de un motivo, la muerte fue el mío.»
Cerró el libro provocando un suspiro colectivo.
—Tengo muchas cosas que agradecer en el día de hoy —musitó con profunda afectación—. Para empezar, a
todos los que hoy habéis decidido acompañarme en el alumbramiento de esta nueva obra. La primera con mi
nombre, donde me despojo completamente de toda atadura, moral, social, religiosa y mental. Donde os comparto el
mundo tal y como yo lo veo, no como han intentado que lo vea. Me he asomado a esa ventana oculta que hay dentro
de cada uno de nosotros para descubrir un jardín prohibido, secreto y tan hermoso como lo había imaginado. Este es
mi viaje y solo acaba de empezar. Os invito a recorrer, sentir y emprender el vuestro.
Inclinó la barbilla respetuosamente dando por concluida la presentación.
Un coro de aplausos restalló de repente. La emoción la constriñó.
Se puso en pie recibiendo aquella ovación con mirada húmeda.
Más allá, unos ojos del color del brandy rezumaban tanto amor que apenas podía contener el deseo de lanzarse a
sus brazos. Si los aplausos no continuaran resonando, estaba segura de que podría oír los apasionados latidos que
golpeaban su pecho. Amaba a aquel hombre con toda la fuerza de su ser y, al contrario de lo que había pensado,
nunca se había sentido tan libre.
Había retado al destino, había retado a un conde, había retado a su propio corazón.
Y se había ganado a sí misma.
Epílogo
***
Rose sopló la llama del candil que había insertado en el mamparo del camarote y se metió en el lecho junto a
Liam, que abría los brazos para ceñirla a su pecho.
Suspiraron dichosos mientras sus cuerpos se acomodaban a las formas del otro.
Él le besó la frente y le acarició el cabello y la espalda.
—No imaginas la felicidad que me embarga al tenerte en mis brazos y poder por fin disfrutar de una vida pacífica
lejos de la locura de estos meses.
Rose apretó los dientes en una mueca culpable que él no pudo ver.
—Disfrutemos de cada instante, mi amor, nunca se sabe lo que el destino nos deparará.
Liam se cernió sobre ella. El resplandor de la luna llena que se filtraba por el amplio ventanal de popa perfiló sus
facciones. Una mirada pícara y hambrienta aguijoneó sus sentidos.
—Ahora mismo se me está ocurriendo una deliciosa manera de aprovechar el tiempo —susurró él contra su boca.
Y llenaron el tiempo de amor, de promesas y de gemidos.
BIOGRAFÏA
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Nieva, Lola P.
9788408156840
560 Páginas
Lean Maclean es un hombre torturado por un oscuro y crudo pasado. Con apenas doce años y medio abandonó
Escocia para huir del sadismo de su madrastra. Corre el año 1647 y en Escocia estalla una violenta guerra civil.
Lean es reclamado para que los ayude a defenderse de los poderosos Campbell. Y, a pesar de sentirse un
renegado, acepta regresar a las tierras que tanto odia por un único motivo: vengarse de todas las atrocidades que
sufrió de niño. Lean no solo tendrá que recorrer un país desgarrado por la guerra en busca de venganza, también
habrá de librar su propia batalla interior, entre la lealtad y el desprecio que siente hacia sus orígenes. Sin embargo, el
destino lo envolverá en un singular triángulo amoroso, entre dos mujeres opuestas, entre el amor y el odio, entre la
razón y la pasión, resquebrajando la dura piedra en la que había escondido su atribulado corazón.
Day, Sylvia
9788408138433
320 Páginas
Simon Quinn puede seducir a cualquier mujer que se proponga, pero prefiere a aquellas que no se hacen
demasiadas ilusiones, puesto que en su vida sólo tienen cabida el peligro y los placeres efímeros. Lynette Rousseau,
que está dispuesta a hacer cualquier cosa para encontrar a su hermana Lysette, se infiltra en los círculos de espionaje
que frecuentaba su gemela. Pronto se da cuenta de que Simon es el único que puede ayudarla, aunque el deseo que él
le despierta podría esclavizar a Lysette de por vida… ¿Logrará Lynette llevar a cabo su propósito y protegerse de
ese enigmático y atractivo hombre?
Lara se cree feliz con Javier, su jefe, cuando en realidad solo está manteniendo una relación tóxica en la que
ella se ha convertido en la otra.
Afortunadamente, el destino le depara un plan muy especial con la persona más inesperada.
Lucas es un biólogo marino que ha sufrido mucho por amor. Aun así es leal, divertido y sexy.
Lara y Lucas se conocen desde niños. Ya de adolescentes, entre travesuras, risas llenas de ingenuidad, mariposas
en el estómago y noches con estrellas que contar, fraguaron su amistad en un pequeño pueblo. Y Lara se enamoró
secretamente de él.
Cuando quince años después se reencuentren de manera casual en la isla de Mallorca, los cimientos de la
existencia de Lara se tambalearán hasta el punto de replantearse la vida gris que lleva en Madrid y los sueños que
nunca se ha atrevido a tener.
Lucas la impulsará a salir de su zona de confort y la lanzará de lleno a la aventura de vivir, con lo bueno y lo
malo que tienen la vida y el amor.
Una historia que habla del primer amor, de la necesidad de no conformarse y de cómo la fuerza de la
costumbre se confunde fácilmente con la felicidad, hasta el punto de anclarnos en una vida que no es la nuestra.
¿Qué ocurre cuando dos desconocidos pasan de ser el rollito de una noche a convertirse en algo más que
vecinos?
Pues eso es lo que les sucederá a Nico y a Marta.
Nicolás de la Fuente es un periodista deportivo que, bajo el seudónimo de la escurridiza Verónica Freiy, se ha
convertido en un escritor de éxito de novela romántica. Él siempre ha querido mantener el anonimato, pero su
editorial recibe una oferta que no puede rechazar a cambio de desvelar su identidad, por lo que a Nico no le queda
más remedio que encontrar a una mujer que se haga pasar por él.
Por su parte, Marta Fernández es una pediatra con mal de amores que acaba de averiguar que su novio está
casado.
Los caprichos del destino hacen que Nico y Marta se conozcan y pasen una noche juntos, y lo que para
ambos empieza siendo un rollito se complica cuando se enteran de que son vecinos de escalera.
Descubre en esta divertida comedia romántica que por más que nos empeñemos en blindar nuestro corazón,
al final acabamos rindiéndonos a la evidencia.