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Escritura creativa en las ondas

Tema 1:
Las palabras como germen de la escritura

© Escuela de Escritores
Escuela de Escritores: Escritura creativa en las ondas

Tema 1

Las palabras como germen de la escritura

Las palabras, como los rayos X, atraviesan cualquier cosa, si


uno las emplea bien. Huxley, Un mundo feliz

Las palabras, herramientas naturales del escritor

El lenguaje verbal, las palabras, constituyen el tesoro con el que los humanos venimos al
mundo, y una de las características principales que nos diferencian del resto de las
especies. Los seres humanos nacemos con la capacidad de comunicarnos y lo hacemos
desde el momento en el que nacemos. Los bebés se comunican con sus padres a través
de gestos y sonidos. Los niños escuchan las palabras y las van almacenando en su
interior, hasta que son capaces de repetirlas. Comenzamos pronunciando palabras
sueltas, después construimos frases, más tarde párrafos y ya estamos listos para escribir.
La comunicación, el lenguaje, las palabras son para nosotros secuencias familiares, algo
tan cercano como la capacidad de respirar o la necesidad de alimentarnos. Vivimos
rodeados de palabras: escuchamos palabras que vienen de las personas que caminan por
la calle, palabras que salen de la radio, de la TV, de los libros..., y este material tan
básico es lo único que necesitamos para escribir.

Hay quien dice que aquí reside la primera dificultad: en la cercanía de las palabras. Los
escritores no necesitamos cincel, ni óleos, ni una cámara, ni saber utilizar bien el
compás y la escuadra. Para escribir solo necesitamos palabras y precisamente porque
estas están ahí, al alcance de todos, porque son gratuitas y las tenemos tan cerca, es
por lo que se hace tan difícil escribir. Sin embargo, yo hoy me animo a cambiar este
punto de vista. Gracias a que conocemos las palabras desde que nacemos, gracias a que
surgen en nosotros de forma natural, gracias a que las llevamos dentro y están al
alcance de todos, escribir está también al alcance de todos: basta con tener ganas de
hacerlo. Este es, por lo menos, el primer paso para comenzar a escribir. ¿Queréis
probarlo? Pues vamos a ello.

Palabras y magia

Palabras y magia fueron en un principio una y la misma cosa, e incluso hoy las
palabras siguen reteniendo gran parte de su poder mágico. Con ellas podemos darnos
unos a otros la mayor felicidad o la más grande de las desesperaciones, con ellas
imparte el maestro sus enseñanzas a sus discípulos, con ellas arrastra el orador a
quienes le escuchan, determinando sus juicios y sus decisiones. Las palabras apelan a

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las emociones y constituyen, de forma universal, el medio a través del cual influimos
en nuestros congéneres.
Introducción al psicoanálisis
FREUD, Sigmund

Freud nos muestra que palabras y magia son una misma cosa. Y es verdad: una palabra
es capaz de transportarnos a la infancia, de poner en marcha nuestra memoria y hacer
aflorar recuerdos que conscientemente no sabíamos que teníamos dentro, nos puede
llevar de viaje, provocar una emoción, hacernos llorar o soltar una carcajada; incluso
puede crear un puente al futuro, despertar nuestra imaginación, hacernos volar. Es tal el
poder de las palabras que, a la hora de escribir y tratar de combinarlas, surge ante
nosotros un universo lleno de posibilidades, de historias, personajes, de temas que
contar. Así que, una vez que contamos con las palabras y con las infinitas posibilidades
de combinarlas, para comenzar a escribir y darnos cuenta de que es posible hacerlo
―crear historias, otros mundos, personajes, vivir otras vidas― , vamos, como primer
paso a dejar que fluyan las palabras, a dejar que salgan sin ponerles barreras, ni límites,
sin ocultarlas. Vamos a permitir a las palabras que fluyan con libertad para poder jugar
con ellas, bucear en ellas. Si permitimos que las palabras nos sorprendan es probable
que nos abran la mente y nos muestren mundos nuevos que ni siquiera sabíamos que
existían.

Mundos nuevos

Hablábamos antes de las infinitas posibilidades creativas que ofrecen las palabras y de
darles la opción de que nos sorprendan. Para ello, resulta un buen ejercicio mirarlas
como si fuéramos niños. ¿Habéis visto alguna vez un niño tocando, por ejemplo, por
primera vez una manzana? Desde el momento en el que le muestras la manzana al niño,
esta se convierte en todo un mundo para él. En seguida extiende los brazos para cogerla
y en cuanto se la das, la toca, la huele, la chupa, se la acerca a la cara, al oído, y puede
que, después, intente ponérsela en el pie como si fuera un zapato o sentarse sobre ella
como si fuera un trono, incluso puede reírse con solo mirarla o tirarla al suelo y llorar
después. Ese niño que entra en contacto por primera vez con la manzana, entiende la
manzana como algo mucho más amplio, más lleno de significados que nosotros, que ya
tenemos etiquetada a la manzana como una pieza de fruta, un postre, algo sano que
crece en los árboles...

Cuando sacamos a la manzana de su contexto habitual y la ponemos en otro que no le


corresponde es cuando somos capaces de mirar la vida de forma original, y así, de esta
forma, podremos enriquecer a los lectores y también a nosotros mismos. Esta mirada de
niños que observan el mundo por primera vez es la mirada con la que los escritores
necesitamos ver las palabras, para sorprendernos de ellas, de sus posibilidades y usos.

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¿No sería una buena idea que las manzanas sirvieran como zapatos?, ¿que en lugar de ir a
las zapaterías, probarnos números, pagar..., uno pudiera ir al árbol y coger sus propias
manzanas, y ponérselas en los pies? No estaría nada mal que camináramos rodando y que
apenas tuviéramos que hacer esfuerzo para desplazarnos. Sería sencillo caminar sobre
manzanas y siempre estaríamos sanos y fuertes: el alimento de la manzana nos entraría
por los pies y...

Conceder libertad a las palabras, dejar que se trasladen a otros mundos, que vivan otras
vidas, ofrece un espacio enorme de libertad y creación al artista.

Palabras concretas y palabras abstractas

En ese espacio de libertad y creación del artista, es importante distinguir entre palabras
concretas y palabras abstractas. Las primeras, las concretas, son palabras como mesa,
toro, libro, piano o sartén; es decir, palabras que tienen una representación en nuestra
mente. Las segundas, las abstractas, son palabras como amor, paz, justicia, tolerancia,
egoísmo o dolor, palabras que, por el contrario, no tienen una representación mental.

Esta diferencia es importante y es bueno tenerla en cuenta a la hora de escribir. ¿Para


qué? Pues muy sencillo, ahora os lo voy a contar; pero antes he de aconsejaros que
llenéis vuestra maleta de escritores de palabras concretas, veréis qué bien funcionan a
la hora de narrar. Cuando leemos, nos gusta que el narrador nos meta en la historia, que
podamos verla como si estuviéramos viendo una película o una fotografía. Y esto lo logra
el escritor mostrando, no explicando. Bien, pues a mostrar es a lo que nos van a ayudar
las palabras concretas. Me explico...

Todos sabemos, por ejemplo, lo que es el amor, quizás porque lo hemos sentido; sin
embargo, ¿alguien ha visto el amor?, ¿podría decirme alguien qué forma tiene, qué color,
aroma...? Hasta donde sé, nadie ha visto al amor caminando por la calle, ni se puede
entrar a una tienda a comprar amor, ni está expuesto en ninguna casa, ni siquiera en el
mar o en el bosque. Por el contrario, todos podemos ver una mesa ―aunque la mesa que
tú tienes ahora mismo en la cabeza seguro que no tiene nada que ver con la que tiene
Marta o con la que tiene su abuelo o el vecino de arriba, ya que las palabras están
asociadas a la experiencia de cada uno―; por eso, gracias a la magia de las palabras
concretas, lograremos que las historias se proyecten también en la mente del lector,
como si estuviera viendo una película o una fotografía.

Visibilidad

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Para que nos quede más claro esto de la visibilidad y de lo útiles que resultan las
palabras concretas, voy a poner un ejemplo. Me gustaría que observarais la diferencia
que provoca en vosotros, como lectores, el comienzo de un cuento y el de otro:

Imaginad un día frío, sobre el que cae un manto de invierno. Una mañana gélida de
tiempos remotos. Pensad en una cocina anticuada y grandiosa. Una cocina con algún
tipo de ornamentación acorde con la época de la construcción de la casa en la que
cabe algún emplazamiento donde poder tomar asiento. Escuchamos un ruido que
podría desagradar a un delicado tímpano.

Una mujer longeva, ajada por el paso del tiempo, está en la cocina. Lleva unos
zapatos peculiarmente extraños y un jersey desfasado sobre un vestido fresco y
ridículo. Es pequeña y tiene deformadas algunas zonas corporales con motivo de una
enfermedad que tuvo cuando en su juventud. Su rostro es alargadamente personal y
sus rasgos dan muestras, a partes iguales, de timidez y de delicadeza. De pronto
unas palabras manan de su boca.

Y otro:

Imaginad una mañana de finales de noviembre. Una mañana de comienzos de


invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina de un viejo caserón de
pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también
contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante.
Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.

Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la


cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego
de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una
prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su
rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol
y el viento; pero también es delicada, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez
y expresión tímida.

―¡Vaya por Dios! ―exclama, y su aliento empaña el cristal―. ¡Ha llegado la


temporada de las tartas de frutas!

Ahora cada uno de vosotros puede hacer la siguiente experiencia: cerrar los ojos y tratar
de recordar los detalles de uno y de otro. ¿De cuál de los dos textos recordáis más
detalles?

Supongo que entre uno y otro principio os quedaréis con el segundo, que pertenece al
relato "Un recuerdo navideño" (dentro del libro Tres cuentos, del escritor Truman
Capote), es probable que recordéis el caserón de pueblo, la estufa negra, la chimenea,

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las mecedoras, las zapatillas de tenis..., antes que una cocina grandiosa con
ornamentación acorde con la época y emplazamientos para sentarse o un jersey
desfasado y un vestido ridículo. Y no solo eso, sino que me arriesgo a decir que casi os ha
dado pena que os haya sacado de pronto de esa cocina, justo cuando empezabais a oler
la tarta de frutas. Capote, nos sumerge en el texto y al leerlo tenemos la sensación de
haber estado allí, al lado de la estufa negra, gracias a la riqueza de detalles concretos
que pone ante nuestros ojos. Como si estuviera dibujando con palabras la escena para
que podamos trasladarnos allí. Podemos sentir el frío y casi palparlo en el vaho de los
cristales, y hasta podríamos decir que casi hemos tocado a la anciana que está en la
cocina.

Naturalidad

Las grandes palabras abstractas eclipsan una de las características de la escritura: la


naturalidad. Un error frecuente al comenzar a escribir es considerar que la literatura
consiste en buscar en el diccionario las palabras más complicadas, las más difíciles y
menos usadas, para que el texto suene más culto y sabio, como si esto fuera lo que
diferencia a un buen escritor de otro que no lo es tanto. Si bien es cierto que es
importante para el escritor tener un vocabulario rico y un amplio abanico de palabras de
las que echar mano, también es bien importante ser naturales al narrar.

Hubo una corriente, llamada Modernismo, en la que realmente esto era así: los textos
eran recargados, igual que la ornamentación de las catedrales y edificios de la época
(las mañanas eran gélidas, las mecedoras, emplazamientos en los que tomar asiento...).
Sin embargo, si partimos de la base de que una historia pretende, sobre todo,
comunicar, quizás consideremos que es probable que la literatura como mejor funciona
es cuando no resulta fingida, cuando consigue llegar al lector y darle en el corazón. Y
para ello, no se trata tanto de seleccionar las palabras más raras o extravagantes, ya
que escribir no es alardear ni exhibir todas las palabras que uno sabe, sino de escoger
aquellas que doten de más sentido al texto, las que más fuerza le den a lo que se quiere
comunicar.

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