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Mucho de esto sucede en el foro gay que frecuento. Un espacio que, si bien ha sido
concebido para el intercambio de opiniones sobre la llamada “cuestión gay” –carátula
bajo la cual podrían comprenderse desde la experiencia sexual más reciente, las
fantasías eróticas o alguna apreciación filosófica sobre el romance homosexual,
pasando por los tips profilácticos de rigor- no ha sido impermeable a la lógica de la
polarización.
Esto, sin embargo, no pareciera entrañar motivo de alarma alguno. Después de todo,
no sólo de sexo vive el gay. Tal concepción implicaría, invariablemente, una visión
“ghetizante” al interior de los propios actores. En tanto ciudadano, el hombre que se
define como gay halla, en la discusión política, un terreno fértil para expresar sus
afinidades partidarias, sin que esto implique encontrar banal una aportación en el
plano de las fantasías sexuales o los asuntos cotidianos.
Por supuesto que el ámbito “forístico” –como cualquier espacio de sociabilidad- lejos
ha estado de ser un Edén donde todos sus miembros intercambiaban opiniones en
armonía. Claro que, aquí y allá, el surgimiento de liderazgos –algunos longevos, otros
más efímeros- ha suscitado rivalidades y, por ende, posicionamientos de uno y otro
lado. Y estas tomas de posición, en varias oportunidades, han conllevado el
respectivo baneo –sanción, en la juerga forera- del usuario siempre que éste replicaba
a su eventual oponente con agravios personales.
Sin embargo, en los últimos tiempos, a tono con la creciente politización de la vida
cotidiana, en el foro ha comenzado a proliferar un repertorio de nuevos temas
invariablemente relacionados con la coyuntura política: un discurso presidencial; la
apertura de una exposición oficial; un escándalo de corrupción. Pero la novedad no
termina en el flamante repertorio temático, sino que viene acompañado de una
retórica antinómica, en sintonía con la más estricta lógica “amigo versus enemigo”.
De este modo, de un lado se encuentran todos aquellos usuarios que, mediante una
ingente cantidad de threads nuevos, básicamente se dedican a militar por un sector
político específico como si de una epopeya se tratase. La gesta, en este sentido, es
heroica, nacida para hacer historia, para marcar una bisagra entre un “antes”
dominado por el capricho de ciertos factores de poder, y un “después” glorificado
bajo los rimbombantes titulares de los medios de comunicación.
Esta retórica elogiosa –que algunos aventuran tildar de “burda propaganda”- se ve
contrapesada por otro grupo de usuarios que, sin embanderarse abiertamente bajo
otro espacio político, dedican sus energías a refutar los argumentos de los partisanos
oficialistas, a veces con exposiciones ideológicamente sólidas, otras veces con meras
increpaciones al viento que poco aporte tienen más que el de hacer notar, en su
malestar, de qué lado (no)están.
Pues en eso pareciera resumirse la cuestión: se está “con” o se está “contra”. Y, más
allá desde dónde se enuncie la dicotomía, es unánime la valoración negativa que se le
atribuye al contrario. Por ende, de acuerdo a esta lógica de lucha simbólica, la gracia
o desgracia de un determinado miembro dependerá menos de su capacidad
argumentativa para hacerse valorar, y más de la capacidad de tal o cual grupo por
imponer su verdad (La verdad).
Esta realidad probablemente se deba al hecho de que los seres humanos hemos sido
educados para discriminar (más allá de lo incómoda que pueda sonar esta aseveración
a oídos políticamente correctos). Discriminar es diferenciar, distinguir. En ese
sentido, desde chicos se nos educa para agruparnos con nuestros semejantes (en
cualquiera de las variables socio-culturales que puedan imaginarse). Esto, que en la
niñez puede perseguir una impronta meramente normativa, no obstante constituye un
mecanismo basal en la construcción de nuestra identidad como sujetos de ciudadanía.
Así, no es raro encontrar, en cualquier ámbito social, identificaciones con un
determinado grupo. En tanto adultos autónomos, elegimos ciertas cosas y rechazamos
otras hacia las cuales no sentimos afinidad. Discriminamos, para poder crecer. Que el
término haya caído en desgracia merced a los excesos de esta misma impronta
cultural es menos una causa cuanto una consecuencia inherente a nuestra educación.