Hacia las dos de la tarde del año dos mil y algo, en una pequeña oficina de una
pequeña ciudad se cometió un asesinado. El día había transcurrido con mucha
normalidad; habían teléfonos que sonaban; teclas que hacían un ruido monótono; personas que hablaban; cellos que golpeando con fuerza el papel; lo de siempre. Pero a las dos en punto algo alteró la paz de aquella oficina. La puerta se abrió. Era una mujer. El sonido de los teclados cesó por unos segundos. Todos en la sala dirigieron su mirada hacia la mujer que acababa de entrar; era la primera. La mujer abrió su bolso, sacó parsimoniosamente un pequeño revolver, se lo colocó en la boca y disparó. Todos quedaron atónitos. Nadie entendía lo que acababa de suceder. Una de las señoras encargadas del aseo del edificio pegó un grito aterrador. Uno de los oficinistas corrió a revisar si aún estaba viva. Se encontró con un rostro completamente desfigurado. En el suelo, junto a un charco de sangre, había un trozo de papel que decía: No me suicidé, la vida me mató.