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Llevaba puesto el
sombrero de paja que utilizaba para ir a misa los domingos; una camiseta blanca, que de
tanto usarla se había vuelto transparente; un pantalón de gabardina negro y unos zapatos,
sin embetunar, del mismo color. Nos dijo que iba al cementerio a visitar a Remedio. No le
creímos, estábamos acostumbrados a que todos los sábados se inventara una excusa para
No fue sino hasta el lunes cuando la preocupación empezó a rondarnos por la cabeza;
El martes, a eso de las ocho de la mañana, mi hermana Antonieta salió a buscarlo por todas
partes; cantinas, burdeles y galleras. No lo encontró. A mediodía, con el sol hirviendo sobre
nuestras cabezas, fuimos a la casa de don Ernesto, uno de los amigos de mi papá, a
preguntarle si lo había visto. Cuando llegamos estaba almorzando. Nos dijo que lo había
de la casa rumbo al panteón. Cuando pasamos junto “La Colina de los Polochos”
encontramos una fila de más o menos quince personas, estaban recogiendo agua de una
pequeña quebradita que bajaba de esa lomita. Algunos creían que recoger esa agua era una
completa cochinada, que eso era puro orín de policía, pero no había más opción. Muchos
barrios se habían quedado sin agua a causa del terrible verano que ya iba a completar los
dos meses.
En aquella fila nos encontramos a varios compañeros de Gilberto, nos acercamos a ellos y
les preguntamos si habían visto en los últimos días a mi papá. Ninguno nos dio razón.
En la tumba de Remedios encontramos su sombrero. Estaba caliente, como todo a esa hora
(las dos de la tarde). Sentí que un viento helado me soplaba el pecho y me desplomé sobre
la lápida. Mi cara se volvió casi tan trasparente como el cristal (según lo que me contó mi
hermana, tiempo después). Tenía mucho miedo pero no sabía de qué. Antonieta quería
seguir buscando, quería bajar al pueblo para preguntarle a todo el mundo si había visto a mi
padre, pero yo le dije que no podía seguir, que me quedaba ahí. Ella me dijo un par de
palabras y se quedó esperando una respuesta como no le entendí lo que había preguntado
Pasaron unos treinta minutos. Un hombre grande y acuerpado entró casi corriendo por el
portón, nunca antes lo había visto. Se me acercó y me dijo con voz de mando: Venga
conmigo, es urgente. Yo no dije nada, sólo lo seguí. Me llevó hasta “La Colina de los
Polochos”. Bajo un árbol de limón estaba mi hermana, desmallada, junto a ella había una
niña aindiada echándole viento con un cuaderno. Me acerqué. Le pregunté qué había
pasado, pero no alcanzó a responderme cuando el hombre que me habían llevado hasta ahí
me dijo nuevamente que lo siguiera. Le hice caso. Subimos la colina. Un policía se acercó y
le dio las gracias, este se alejó rápidamente. El Policía me miró con ojos entre tristes y
compasivos, me dio dos palmaditas en la espalda y sin decir nada me dirigió hasta un
charco de agua cristalina. Ahí estaba mi papá, tirado de bruces; con la mitad del cuerpo en