Está en la página 1de 1

-Buenos días, mi nombre es Aurelio, vivo en la casa de enfrente.

-Mucho gusto, Carolina.

Parecía ser una buena mujer. Era alta, con labios delgados, cabello ondulado, nariz finísima y un
par de ojos azules. Me invitó a pasar. Tomamos una taza de café mientras hablábamos del clima,
de los vecinos, de su antigua ciudad, de las mascotas y de la inseguridad. Salí de su casa a eso de
las cuatro de la tarde.

-Rocky –Dije, luego de abrir la puerta de mi vivienda– Rocky, ven acá…

Pero mi perro no respondió. Pensé que estaba jugando con la perrita de la vecina. Fui hasta la
cocina y tomé un poco de jugo que había en la nevera. Me bañé. Encendí la televisión y me quedé
dormido. Al otro día lo primero que hice fue llamar a Rocky, pero éste no respondió. Comencé a
preocuparme. Fui a la casa de la vecina y le pregunté si Rocky había estado jugando con Susan, su
perrita. Me respondió que no, que hacía mucho no lo veía. Mi preocupación aumento. ¿Me lo
habrán robado? ¿Lo habrán atropellado?, pensé. Sentí impotencia. Regresé a casa, me preparé el
desayuno y pensé qué hacer. No se me ocurría nada. Decidí esperar hasta la tarde, si no aparecía
llamaría a la policía. Aunque estaba seguro de que no me prestarían ni la menor atención. Esperé.
Dieron las cinco de la tarde y Rocky aún no aparecía. Me acordé de Carolina. Fui a preguntarle si
de pronto no había visto un perrito blanco, con una mancha negra al final de la cola. Me respondió
que no, que no había visto ningún perro desde que había llegado al vecindario. Le di las gracias y
regresé a casa. Opté por no llamar a la policía pues sabía que sería tiempo perdido (tanto para
ellos como para mí). Me acosté. No pude dormir en toda la noche pensando en cómo encontrarlo.
A la mañana siguiente sonó la puerta. Me levanté de un brinco, pensé que sería alguien con
noticias sobre mi mascota. Abrí. Era Carolina, traía un pastel de carne en sus manos. Lo extendió
hacia mí. “Gracias”, le dije. “Gracias a Rocky”, respondió.

También podría gustarte