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L A V ID A S IL E NCIOSA

THOMAS MERTON

L A V ID A S IL E NCIO S A

DESCLÉE DE BROUWER
BILBAO - 2009
Título de la edición original:
The Silent Life
© 1957 by the Abbey of Our Lady of Gethsemani -
Curtis Brown Ltd, Nueva York
Traducción:
María del Carmen Blanco Moreno

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2009


Henao, 6 - 48009 Bilbao
www.edesclee.com
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Impreso en España - Printed in Spain


ISBN: 978-84-330-2308-7
Depósito Legal: BI-983/09
Impresión: RGM, S.A. - Urduliz
ÍNDICE

PRESENTACIÓN por Francisco Rafael de Pascual . . . 9

PRÓLOGO: ¿QUÉ ES UN MONJE? . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Primera parte
LA PAZ MONÁSTICA

I. Puritas cordis (La pureza de corazón). . . . . . . 21


II. In veritate (En verdad) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
III. In laboribus multis (En muchos trabajos) . . . 43
IV. In tabernaculo Altissimi (En el tabernáculo del
Altísimo) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
V. In unitate (En unión) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

Segunda parte
LA VIDA CENOBÍTICA

I. San Benito. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
II. Los benedictinos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
Solesmes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
La Pierre Qui Vire [primitivos benedictinos] 93
III. Los cistercienses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Tercera parte
LA VIDA EREMÍTICA

I. Los cartujos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131


II. Los camaldulenses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145

EPÍLOGO: EL MONJE Y EL MUNDO . . . . . . . . . . . . . . . . 169

ÍNDICE ANALÍTICO Y DE NOMBRES . . . . . . . . . . . . . . . . 173

8
PRESENTACIÓN

Thomas Merton es un autor que reflexiona sobre


lo que vive, y vive en continua reflexión. De ahí que
algunos temas sean recurrentes y casi repetitivos en sus
libros. De todos modos, en La vida silenciosa se plantean
nuevamente ciertos aspectos de la vida monástica desde
una perspectiva global y a la vez particular, dentro por
supuesto, del ámbito cristiano.
Este libro aportará al lector no solamente unas ideas
clave y fundamentales sobre el porqué y el valor de una
vida en silencio, propia de los monjes cristianos, sino
también los datos necesarios para comprender cómo la
vida monástica ha tomado diversas formas en Occidente
y cuáles son sus características principales.
Para Merton fue importante buscar una forma de vida
adaptada a sus exigencias de soledad; pero hubo de
aprender, tras la iniciación en la vida cisterciense, que la
soledad es parte del debate entre el «yo imaginario y los
proyectos e ilusiones» y el «yo real» que debe ser ilumi-
nado y visitado por «la luz de Dios que se abre paso en
un alma humilde y vacía de sí misma».
A la vez que Merton, especialmente en el Prólogo de
este libro, introduce al lector en los aspectos fundamen-
tales de la vida monástica cristiana, va reflexionando
sobre diversas formas de soledad que han cristalizado en

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modos diversos de vida monástica comunitaria, y sobre
cómo las comunidades monásticas han incorporado a sus
fórmulas de espiritualidad los valores de la tradición.
El contexto histórico en que este libro se escribió
es muy diferente del que vivimos ahora. Merton vis-
lumbraba aires de cambio en las grandes comunidades
monásticas anteriores al Vaticano II, y proponía, indi-
rectamente, formas de renovación, o analizaba los pros y
los contras de las grandes organizaciones monásticas de
Occidente. Hoy día esa problemática está ampliamente
superada, y la situación de las comunidades monásticas
en Occidente es muy diversa, tanto por la reducción de
monjes en los monasterios como por la media de edad
de los mismos que, lógicamente, no permite llevar ya a
cabo muchas de las actividades –litúrgicas, intelectua-
les, «laborales y empresariales»– que se realizaban hace
treinta o cuarenta años. Hoy día las comunidades son
mucho más reducidas, fuera de contadas excepciones;
la renovación eclesial aportada por el Vaticano II ha
llevado a las comunidades monásticas a un retorno a las
fuentes de la espiritualidad monástica, y los esfuerzos de
renovación y adaptación se diversifican en las comunida-
des según las capacidades reales y la situación geográfica
de las mismas.
Por esto, quizás, La vida silenciosa cobra hoy una par-
ticular actualidad, pues así como es bueno para los mon-
jes intentar inteligentemente tomar nota de la evolución
habida en estos últimos años en el mundo cristiano en
general y tratar de ofrecer una respuesta más acomoda-
da a la situación cultural actual, también es importante
para los lectores acercarse a la comprensión del valor o
valores fundamentales sobre los que se asienta la vida
monástica cristiana, sea en sus formas colectivas (ceno-
bitismo) o individuales (eremitismo).

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Las reflexiones de Merton sobre las diversas formas
de vida monástica que aparecen en este libro (y que para
muchos lectores resultarán un tanto «exóticas»), tienen
hoy día un valor importante, como se manifiesta particu-
larmente en el Epílogo del libro –El monje y el mundo–:
«Pero en la soledad de su desprendimiento, tiene una
vocación a la caridad más alta que cualquier otra perso-
na. Porque quien ha dejado todas las cosas posee todas
las cosas, quien ha dejado a todos los seres humanos
habita en todos ellos por la caridad de Cristo, y quien por
amor a Dios ha renunciado incluso a sí mismo es capaz
de trabajar por la salvación de su prójimo con el irresis-
tible poder del mismo Dios».
Si bien estas ideas no han sido nunca del todo ajenas
al pensar de los monjes cristianos, cenobitas o ermita-
ños, hoy día se tornan particularmente significativas
cuando las formas de vida monástica se diversifican y
se abandona una cultura social cada vez más ajena a la
influencia de las tradiciones y fórmulas monásticas, en lo
que se refiere a la contemplación y la búsqueda de nue-
vos caminos espirituales. La meditación, el retiro más
o menos prolongado, los espacios de silencio y soledad,
las sesiones de zen y los «talleres» de silencio se hacen
cada vez más frecuentes en nuestra sociedad ruidosa
y ajetreada. La lectura de estas páginas puede ayudar
mucho a aclarar conceptos en el terreno espiritual y de
búsqueda personal de la auténtica soledad y pureza del
corazón. Es posible que ayuden también a evitar algunos
errores cometidos en el pasado, y, sobre todo, creemos,
aportarán a los lectores más inquietos la ineludible res-
ponsabilidad inherente a todo ser humano: que la autén-
tica soledad se produce cuando se entra en la corriente
en la que fluyen al mismo tiempo los deseos de Dios y los
deseos del hombre, de modo que las acciones, el pensar y

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el querer brotan del centro mismo del alma, centro del
que también brota el Amor de Dios. Esa corriente de dos
aguas, mezcladas y fluyendo al mismo ritmo –a veces en
cascada, otras en remansos quietos y serenos–, lleva al
hombre a la unificación y evita la dispersión.

FRANCISCO RAFAEL DE PASCUAL, cisterciense


Abadía de Viaceli
Pascua de 2008

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PRÓLOGO:
¿QUÉ ES UN MONJE?

Un monje es un ser humano que ha sido llamado por


el Espíritu Santo para abandonar las preocupaciones, los
deseos y las ambiciones de otras personas y consagrar
su vida entera a la búsqueda de Dios. Este concepto es
familiar. La realidad que tal concepto significa es un
misterio. Porque, de hecho, nadie en la tierra sabe exac-
tamente qué significa «buscar a Dios» hasta que se pone
a buscarlo. Ninguna persona puede decirle a otra lo que
esta búsqueda significa a no ser que ésta esté iluminada,
al mismo tiempo, por el Espíritu que habla dentro de su
propio corazón. En definitiva, nadie puede buscar a Dios,
si antes no ha sido encontrado por Él. Un monje es aquel
que busca a Dios porque ha sido encontrado por Dios.
En pocas palabras, un monje es un «hombre de Dios».
Dado que todos los seres humanos han sido creados
por Dios para que puedan encontrarlo, todos ellos han
sido llamados, en cierto sentido, a ser «hombres de Dios».
Pero no todos están llamados a ser monjes. Un mon-
je, por tanto, es una persona llamada para entregarse
exclusiva y perfectamente a la única cosa que necesitan
todos los humanos: la búsqueda de Dios. Es lícito que
otras personas busquen a Dios por un camino menos
directo, que lleven una vida buena en el mundo, que
construyan una familia cristiana. El monje pone estas

13
cosas a un lado, aun cuando puedan ser buenas. Avanza
hacia Dios por el camino directo, recto tramite. Se retira
del «mundo». Se consagra por completo a la oración, la
meditación, el estudio, el trabajo y la penitencia, bajo los
ojos de Dios. El monje se distingue incluso de las otras
vocaciones religiosas por el hecho de que está dedicado
esencial y exclusivamente a buscar a Dios, más que a
buscar almas para Dios.
Afrontemos el hecho de que la vocación monástica
tiende a presentarse a sí misma ante el mundo moderno
como un problema y como un escándalo.
En una cultura fundamentalmente religiosa, como la
de la India o Japón, el monje es, más o menos, una rea-
lidad que se da por supuesta. Cuando toda la sociedad
está orientada más allá de la mera búsqueda pasajera
de los negocios y el placer, nadie se sorprende de que
las personas consagren sus vidas a un Dios invisible. En
una cultura materialista, que es fundamentalmente irre-
ligiosa, el monje es incomprensible porque «no produce
nada». Su vida parece completamente inútil. Ni siquiera
los cristianos se han visto libres de la preocupación por
esta aparente «inutilidad» del monje, y estamos familia-
rizados con el argumento según el cual el monasterio es
una especie de dínamo que, aun cuando no «produce»
la gracia, procura este artículo espiritual infinitamente
precioso para el mundo.
A los primeros padres del monacato no les preocu-
paron tales argumentos, aun cuando puedan ser válidos
en su contexto apropiado. Los padres no pensaban que
la búsqueda de Dios fuera algo que debía ser defendido.
O, mejor dicho, consideraban que si los seres humanos
no comprendían en primer lugar que había que buscar a
Dios, no les serviría de nada ninguna otra defensa de la
vida monástica.

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Entonces, ¿es preciso buscar a Dios?
La ley más profunda del ser humano es su necesidad
de Dios, de vida. Dios es Vida. «En Él estaba la vida, y
la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las
tinieblas, y las tinieblas no la acogieron» (Juan 1,4-5). La
necesidad más profunda de nuestra oscuridad es recibir
la luz que brilla en medio de ella. Por eso, Dios nos ha
dado, como Su primer mandamiento: «Amarás al Señor,
tu Dios, con todo tu corazón, y con toda tu alma y con
todas tus fuerzas». La vida monástica no es sino la vida
de quienes se han tomado más en serio el primer man-
damiento y, según las palabras de san Benito, «no han
antepuesto nada al amor de Cristo».
Pero, ¿quién es Dios? ¿Dónde está? ¿Es el monaquis-
mo cristiano una búsqueda de alguna pura intuición
del Absoluto? ¿Un culto al Bien supremo? ¿Una adora-
ción de la Belleza perfecta e inmutable? El mismo vacío
de tales abstracciones deja frío el corazón. El Santo, el
Invisible, el Todopoderoso es infinitamente mayor y
más real que cualquier abstracción concebida por el
ser humano. Mas Él dijo: «Nadie puede verme y seguir
con vida» (Éxodo 33,20). Y, sin embargo, el monje insis-
te en pedir a gritos con Moisés: «Muéstrame tu rostro»
(Éxodo 33,13).
El monje, por tanto, es un ser humano tan decidido
a buscar a Dios, que está dispuesto a morir con tal de
verlo. Por eso la vida monástica es tanto un «martirio»
como un «paraíso», una vida «angélica» y «crucificada»
al mismo tiempo.
San Pablo resuelve el problema: «Pues el mismo Dios
que dijo: “Del seno de las tinieblas brille la luz”, la ha
hecho brillar en nuestros corazones, para iluminarnos
con el conocimiento de la gloria de Dios que está en la
faz de Cristo» (2 Corintios 4,6).

15
La vida monástica es el rechazo de todo lo que cons-
tituye un obstáculo para los rayos espirituales de esta
misteriosa luz. El monje es un ser humano que deja atrás
las ficciones e ilusiones de una espiritualidad meramente
humana con el fin de sumergirse en la fe de Cristo. La
fe es la luz que lo ilumina misteriosamente. La fe es el
poder que se adueña de las profundidades de su alma, y
lo entrega a la acción del Espíritu divino, el Espíritu de
libertad, el Espíritu de amor. La fe se adueña de él, como
el poder de Dios tomó posesión de los antiguos profetas,
y «lo pone en pie» (Ezequiel 2,2) ante el Señor. La vida
monástica es vida en el Espíritu de Cristo, una vida en
la que el cristiano se entrega totalmente al amor de Dios,
que lo transforma en la luz de Cristo.
«Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el
Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos noso-
tros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un
espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en
esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como
actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Corintios 3,17-18). Lo
que san Pablo dijo de la vida interior de todo cristiano
se convierte, con toda verdad, en el objetivo principal
del monje que vive en su claustro solitario. Al buscar la
perfección cristiana, el monje busca la plenitud de la vida
cristiana, la completa madurez de la fe cristiana. Para él,
«vivir es Cristo».
Para ser libre con la libertad de los hijos de Dios, el
monje renuncia a su propia voluntad, a su poder de tener
posesiones, a su amor al desahogo y la comodidad, a su
orgullo, a su derecho a formar una familia, a su libertad
para disponer de su tiempo según le plazca, a ir donde le
apetezca y a vivir de acuerdo con su propio juicio. Vive
solo, pobre, en silencio. ¿Por qué? Por lo que cree. Cree
en la palabra de Cristo, que ha prometido: «Yo os ase-

16
guro que nadie que haya dejado casa, mujer, hermanos,
padres o hijos por el Reino de Dios, quedará sin recibir
mucho más al presente y vida eterna en el mundo veni-
dero» (Lucas 18,29-30).

Este libro es una meditación sobre la vida monástica,


escrita por alguien que, sin ningún mérito propio, tiene
el privilegio de conocer esa vida desde dentro. Si hay
algo de valor en estas páginas, no procede de un especial
talento del autor, que sólo trata de hablar como portavoz
de una tradición multisecular, y como un indigno des-
cendiente de san Benito y de los primeros apóstoles, a
quienes todos los monjes contemplan como sus padres
espirituales.
Así como no hay nada más desagradable que el inten-
to de hacer propaganda de la vida monástica, así tam-
bién hay pocas cosas más gratificantes que la esperanza
de que se pueda dar a conocer algo del misterio interior
de una vida tan rica en la misericordia y la bondad de
Dios.
En estas páginas consideraremos en primer lugar
algunos de los principales aspectos de la vida monásti-
ca como tal, y luego pasaremos a hablar de las órdenes
monásticas más importantes que florecen en la Iglesia
actualmente. Nuestra intención es dar una idea del espí-
ritu monástico tal como se encuentra entre los cenobitas
(benedictinos y cistercienses) y los ermitaños (cartujos y
camaldulenses).
Al hablar de la nobleza del ideal monástico, y de la
excelencia de esta particular forma de vida, en modo
alguno queremos dar la impresión de que las órdenes
monásticas son por su misma naturaleza superiores a
otras instituciones religiosas, porque, después de todo, la
mayor dignidad del monje reside en el hecho de que ha

17
abandonado la rivalidad y la búsqueda de humana gloria
y se contenta con ser el último de todos. Para expresar-
lo de un modo más exacto: el monje no tiene patrón
mediante el cual se pueda comparar con otros religiosos.
Sus ojos no están vueltos hacia los campos de batalla de
la llanura, sino que miran fijamente al desierto donde
Cristo se aparecerá de nuevo a la derecha del Padre,
viniendo en la gloria sobre las nubes del cielo.
El horizonte monástico es claramente el horizonte
del desierto. Incluso cuando escribe para los cristianos
del mundo, o pinta la imagen de Cristo Rey del universo
para una parroquia o comunidad, el monje tiene su ros-
tro vuelto hacia el desierto. Sus oídos no están sensibi-
lizados con los ecos del apostolado que toma por asalto
la ciudad de Babilonia, sino con el silencio de las lejanas
montañas donde los ejércitos de Dios y del enemigo se
enfrentan en una misteriosa batalla –de la que la batalla
del mundo es sólo un pálido reflejo.
La Iglesia monástica es la Iglesia del desierto, la mujer
que se ha refugiado en el desierto huyendo del dragón que
trata de devorar al Verbo niño. Es la Iglesia que, a través
de su silencio, nutre y protege la semilla del Evangelio
sembrada por los apóstoles en los corazones de los fieles.
Es la Iglesia que, por medio de su oración, fortalece a los
propios apóstoles, tan frecuentemente hostigados por el
monstruo. La Iglesia monástica es la que huye a un lugar
especialmente preparado para ella por Dios en el yermo,
y oculta su rostro en el Misterio del divino silencio, y ora
mientras se libra la gran batalla entre tierra y cielo.
Su huida no es una evasión. Si el monje fuera capaz
de entender lo que ocurre dentro de él, sería capaz de
decir lo bien que sabe que la batalla se libra en su propio
corazón.

18
primera parte

LA PAZ MONÁSTICA
1
PURITAS CORDIS
(LA PUREZA DE CORAZÓN)

Hemos definido al monje como el ser humano que


deja todo con el fin de buscar a Dios. Pero esta definición
no va a significar mucho a no ser que definamos también
la búsqueda de Dios. Y ésta no es una cuestión sencilla.
Pues Dios está al mismo tiempo, como dijo uno de los
padres, en todas partes y en ninguna. ¿Cómo puedo hallar
a Aquel que no está en ninguna parte? Si lo encuentro, yo
mismo no estaré en ninguna parte. Y si no estoy en nin-
gún sitio, ¿cómo podré decir que aún soy «yo»? ¿Existiré
para regocijarme por haber hallado a Dios?
¿Cómo puedo encontrar a Aquel que está en todas
partes? Si es omnipresente, está efectivamente cerca de
mí, conmigo y en mí: quizá resultará ser, de alguna for-
ma misteriosa, mi propio sí mismo. Pero entonces, una
vez más, si Él y yo somos uno, entonces ¿hay un «yo» que
puede regocijarse por haberlo encontrado?
Dios, dice la filosofía, es a la vez inmanente y trascen-
dente. Por Su inmanencia, vive y actúa en las profundi-
dades metafísicas íntimas de todo lo que existe. Está «en
todas partes». Por Su trascendencia, está tan por encima
de todos los seres, que ningún concepto humano y limita-
do puede contener y agotar Su Ser, ni siquiera significar-
lo, excepto por analogía. Está tan por encima de todos los
seres creados, que si siquiera se puede decir que Su Ser

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y el ser finito «son» en el mismo sentido unívoco. Com-
parado con Dios, el ser creado «no es»; y, por otro lado,
en comparación con el ser creado, Dios «no es». Porque
está tan por encima de Su creación que el concepto de
Ser, aplicado a Él, significa algo fundamentalmente dife-
rente de lo que significa cuando se aplica a todo lo demás.
En este sentido, Dios «no está en ninguna parte».
El monje es un ser llamado por Dios a penetrar en
este dilema y en este misterio. Pero es menos complicado
para él, porque normalmente no es un filósofo. No busca
a Dios a través de la especulación, sino por un camino en
el que hay más probabilidades de encontrarlo: el oscuro
y secreto sendero de la fe teológica.
El monje, pues, es un ser que ha oído decir a Dios las
palabras que pronunció una vez por medio del profeta:
«Te desposaré conmigo en fidelidad, y sabrás que yo soy
el Señor» (Oseas 2,22).
Se dice que Dios es «encontrado» por el alma que está
unida a Él por un vínculo tan íntimo como el matrimo-
nio. Y este vínculo es una unión de espíritus, en la fe.
La fe significa aquí la completa fidelidad, la completa
entrega y abandono de uno mismo. Significa la perfecta
confianza en un Dios escondido. Implica la sumisión a la
suave pero inescrutable guía de Su Espíritu, infinitamen-
te oculto. Exige la renuncia a nuestras luces, a nuestra
prudencia, a nuestra sabiduría y a todo nuestro «ser»,
con el fin de vivir en y por Su Espíritu. «Quien se une al
Señor», dice san Pablo, «se hace un solo espíritu con él»
(1 Corintios 6,17).
Ser uno con Uno a Quien no se puede ver es estar
oculto, no estar en ninguna parte, no ser nadie: es ser
desconocido como Él es desconocido, olvidado como Él
es olvidado, perdido como Él está perdido para el mundo
que, sin embargo, existe en Él. Pero vivir en Él es vivir

22
mediante Su poder, llegar de un extremo a otro del univer-
so con el poder de Su sabiduría, gobernar y formar todas
las cosas en Él y con Él. Es ser el instrumento oculto de Su
divina acción, el ministro de Su redención, el cauce de Su
misericordia y el mensajero de Su infinito Amor.
La soledad, la pobreza, la obediencia, el silencio y la
oración monásticas disponen el alma para este mis-
terioso destino en Dios. El ascetismo en sí no produce
la unión divina como su directo resultado. Únicamente
dispone el alma para la unión. Las diversas prácticas del
ascetismo monástico son más o menos valiosas para el
monje en la medida en que lo ayudan a llevar a cabo
el trabajo interior y espiritual que ha de realizar para
dejar su alma pobre, humilde y vacía, en el misterio de la
presencia de Dios. Cuando se emplean mal las prácticas
monásticas, sólo sirven para que el monje se llene de sí
mismo y para que su corazón se endurezca resistiéndose
a la gracia. Por esta razón todo ascetismo monástico
tiene como centro las dos grandes virtudes de la humil-
dad y la obediencia, que no se pueden practicar como es
debido, si no vacían al ser humano de sí mismo.
La humildad separa al monje antes que nada de esa
absorción en sí mismo que le hace olvidar la realidad
de Dios. Lo distancia de esa fijación de su propia volun-
tad que le hace ignorar y desobedecer la Voluntad
eterna, que es la única donde puede hallarse la reali-
dad. Gradualmente, derriba el edificio de los proyectos
ilusorios que el monje ha erigido entre él y la realidad.
Lo despoja de la vestidura de los espurios ideales que ha
tejido para disfrazar y embellecer su sí mismo imagi-
nario. Lo halla y lo salva en medio de un desesperado
conflicto contra el resto del universo. Lo salva en este
conflicto mediante una saludable «desesperación» en la
que renuncia finalmente a su vana lucha por hacer de sí

23
mismo un «dios». Cuando alcanza esta renuncia final, se
sumerge en el centro de su humildad para encontrarse
por fin en el Dios Vivo.
La victoria de la humildad monástica es la victoria de
lo real sobre lo irreal, una victoria en la que los falsos
ideales humanos son descartados y el «ideal» divino se
alcanza, se experimenta, se capta y se posee, no en una
imagen mental, sino en la presente, concreta y existen-
cial realidad de nuestra vida. La victoria de la humildad
monástica es el triunfo de una vida en la que, mediante
la integración del pensamiento y la acción, del idealismo
y la realidad, de la oración y el trabajo, el monje descu-
bre que vive en Dios perfecta, plena y fecundamente. Sin
embargo, Dios no aparece. El monje no cambia exterior-
mente. No tiene aureola. Sigue siendo un ser humano
frágil y limitado. La apariencia exterior de su vida es la
misma de siempre. La oración es la misma, el trabajo
es el mismo, la comunidad monástica es la misma, pero
todo ha cambiado desde dentro y Dios es, para usar la
expresión de san Pablo, «todo en todo».
Gracias a la humildad monástica, el monje deja de
nadar contra la corriente de la vida, renuncia a la sinies-
tra lucha inconsciente que siempre ha mantenido para
afirmarse contra la voluntad de los demás, para resistirse
a los deseos de sus superiores, para imponerse sobre sus
hermanos como un ser distinto y superior. Ya no habla
ni actúa en su propio nombre, sino en el nombre de su
Padre eterno. Como Jesús, encuentra su enjundia y ali-
mento en hacer la voluntad de «Aquel que me envía».
Y con Jesús puede decir: «Y el que me ha enviado está
conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre
lo que le agrada a él» (Juan 8,29).
Esto no significa que el monje se haga incapaz de
pecar. De hecho, su debilidad e impotencia le han mos-

24
trado que le resulta imposible realizar, en la tierra, un
estado de perfección moral absoluta. Como san Pablo,
se ve obligado a decir: «Pues me complazco en la ley de
Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en
mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me
esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros»
(Romanos 7,22-23). Pero también puede declarar con
san Pablo: «Sabemos que en todas las cosas interviene
Dios para bien de los que lo aman» (Rm 8,28) y: «Por tan-
to, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en
mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo.
Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias,
en las necesidades, en las persecuciones y las angustias
sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces es
cuando soy fuerte» (2 Corintios 12,9-10).
La victoria de la humildad monástica es la plena
aceptación de la acción oculta de Dios en la debilidad,
trivialidad e insatisfacción de nuestra vida diaria. Es la
aceptación de que estamos incompletos con el fin de que
Él pueda completarnos a Su manera. Es alegría en nues-
tra vaciedad, que sólo puede ser llenada por Él. Es la paz
en nuestra propia esterilidad, que Él hace inmensamente
fecunda sin que nosotros seamos capaces de comprender
cómo lo hace.
Pero para que la humildad tome posesión de su alma,
el monje tiene que renunciar final y totalmente a toda la
inquietud y agitación con que se esfuerza por ocultarse
sus limitaciones y disfrazar sus defectos como virtudes.
La perfección no es para quienes se esfuerzan por sentir,
parecer y actuar como si fueran perfectos: es únicamen-
te para quienes son plenamente conscientes de que son
pecadores, como el resto de los seres humanos, pero
pecadores amados, redimidos y cambiados por Dios. La
perfección no es para quienes se aíslan en las torres de

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marfil de una imaginaria impecabilidad, sino únicamente
para quienes se arriesgan a empañar su supuesta pureza
interior, sumergiéndose plenamente en la vida como hay
que vivirla inevitablemente en este imperfecto mundo
nuestro: la vida con sus dificultades, sus tentaciones, sus
decepciones y sus peligros. La perfección no es tampoco
para quienes viven sólo para sí mismos y se ocupan úni-
camente del embellecimiento de sus almas. La santidad
cristiana no es meramente un asunto de «recogimiento»
u «oración interior». La santidad es amor: el amor a Dios
por encima de todos los demás seres, y el amor a nuestros
hermanos en Dios. Tal amor exige, en último término, el
completo olvido de nosotros mismos.
Y, no obstante, el monje es tradicionalmente una per-
sona que abandona el mundo, que huye de la compañía
de los seres humanos y trata de purificar su alma vivien-
do solo con los ángeles. ¿No corre con ello el riesgo de
perder todo contacto con la realidad y de aislarse de la
unión vivificadora con sus hermanos en Cristo, la única
mediante la cual puede ser santificado? ¿No es, entonces,
la vida monástica un refugiarse en la esterilidad, una
huida de la responsabilidad de la vida? ¿No disminuye y
limita tan completamente la vida de un ser humano que
éste deja de vivir y pasa los días vegetando inmerso en
una piadosa ilusión?
Hay que reconocer que toda vocación tiene sus riesgos
profesionales, y que el monje que pierde de vista el signi-
ficado de su llamada monástica puede muy bien echar a
perder su vida en una estéril preocupación por sí mismo.
Pero el sentido de la huida del mundo propia del monje
hay que buscarlo precisamente en el hecho de que el
«mundo» (en el sentido en que es condenado por Cristo)
es la sociedad de quienes viven exclusivamente para sí
mismos. Entonces, dejar el «mundo» es abandonarse uno

26
mismo en primer lugar y empezar a vivir para los demás.
El ser humano que vive «en el mundo pero sin ser del
mundo» es aquel que, en medio de la vida, con todas sus
crisis, se olvida de sí con el fin de vivir para las personas
a quienes ama. La finalidad del monasterio es crear la
atmósfera más favorable al desinterés. Si algunos monjes
hacen un mal uso de su oportunidad y se vuelven egoís-
tas, es porque han abandonado físicamente «el mundo»,
pero se han llevado el espíritu del mundo en el corazón.
Estos monjes no buscan a Dios, sino sus propios intere-
ses, su provecho, su paz, su propia perfección.
De este modo llegamos al verdadero secreto de la vida
monástica y la respuesta a la pregunta «¿Qué significa
buscar a Dios?».
Significa vivir en Cristo, encontrar al Padre en el Hijo,
Su Palabra encarnada, compartiendo, por medio de la fe
y la entrega de sí mismo, la obediencia, la pobreza y la
caridad de Cristo.
La vida monástica no está únicamente consagrada al
estudio de Cristo, a la contemplación de Cristo o a la imi-
tación de Cristo. El monje procura convertirse en Cristo,
compartiendo la pasión de Cristo.
Casiano afirma que la vida en el monasterio se vive
«bajo el sacramento de la cruz» (sub crucis sacramen-
to)1.
Pero vivir en el misterio de la cruz es vivir en unión
con Cristo «haciéndose obediente hasta la muerte, y una
muerte de cruz» (Filipenses 2,8).

1. CASIANO cita esta expresión de uno de los Padres del desierto,


el abad Panufio, que se dirige con las siguientes palabras a un
joven cenobita el día en que profesó: «Considera, por tanto, las
condiciones de la cruz, bajo cuyo sacramento tienes que vivir
en este mundo de ahora en adelante, porque no eres tú quien
vive, sino que vive en ti Aquel que por ti fue crucificado», en
Institutiones, iv, 34, MIGNE, PL, 49, col. 195.

27
Muchos detalles de la austera vida del monje pueden
ser suavizados por sus superiores. Puede haber modifi-
cación en su oración diaria, en su trabajo manual, en su
ayuno, en su silencio; pero en una cosa no puede haber
cambio, a saber: en la fundamental obligación del monje
de ser «obediente hasta la muerte». Esto significa que
debe renunciar, si no a la vida en sí, al menos a su tozuda
voluntad de «vivir» y existir como un individuo egoísta
que busca autoafirmarse. Renunciar al placer de las ilu-
siones más queridas acerca de uno mismo es morir de un
modo más efectivo que si uno muriera dejándose matar
por un ideal personal claramente concebido. De hecho,
sabemos que es muy posible que un ser humano entregue
su vida para dar testimonio de su voluntad y sus ilusiones.
Pero la vida monástica requiere la verdadera y completa
renuncia a nosotros mismos. Aun cuando nuestros supe-
riores traten de ahorrarnos nuestra debilidad, Dios no
nos la ahorrará, si Lo buscamos verdaderamente.
Sin embargo, vivir «bajo el sacramento de la cruz»
es compartir la vida de Cristo resucitado. Pues cuando
nuestras ilusiones mueren, dejan espacio a la realidad, y
cuando nuestro falso «yo» desaparece, cuando la oscuri-
dad de nuestra egolatría se disipa, entonces se realizan
en nosotros las palabras del Apóstol: «Levántate, tú que
duermes, y te iluminará Cristo» (Efesios 5,14). Y también:
«Pues el mismo Dios que dijo: “Del seno de las tinieblas
brille la luz”, la ha hecho brillar en nuestros corazones,
para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de
Dios que está en la faz de Cristo» (2 Corintios 4,6).
Esta luz de Dios que resplandece en el alma humilde
que está vacía de sí, es lo que los padres llamaban puri-
tas cordis, pureza de corazón. Casiano afirma que toda
la finalidad de la vida monástica consiste en conducir al
monje a esta pureza interior. Todas las observancias y
virtudes monásticas tienen este objetivo.

28
Éstas son las palabras de Casiano:

«Para obtener esta pureza de corazón debemos hacer


todo cuanto podamos hacer y buscar todo cuanto
podamos buscar. Por esta pureza de corazón bus-
camos la soledad, el ayuno, las vigilias, los trabajos,
las vestiduras pobres, la lectura y todas las demás
virtudes monásticas. Por medio de estas prácticas
esperamos ser capaces de mantener nuestros cora-
zones intactos ante los asaltos de todas las pasiones
y, gracias a estos peldaños, esperamos ascender al
amor perfecto»2.

A continuación hace una profunda observación psi-


cológica, pues asegura que, si descubrimos que no
queremos o no podemos renunciar a alguna práctica u
observancia particular, por causa de alguna otra tarea
meritoria y necesaria, y si descubrimos que cuando no
podemos atenernos a nuestro plan de observancia, nos
entristecemos, nos encolerizamos, nos indignamos o nos
alteramos de algún modo, significa que buscamos estas
cosas por sí mismas, y que, por tanto, perdemos de vista
nuestro verdadero objetivo, que es la pureza de corazón.
Pues, en este caso, las prácticas que seguimos no purifi-
can nuestro corazón de sus pasiones egoístas, sino que
fortalecen esas mismas pasiones en nuestra alma.
La pureza de corazón descrita por Casiano no es tanto
un estado psicológico como un nuevo nivel de realidad.
Es la condición de un alma transformada en perfecta
caridad. Tal alma es elevada por encima de sí y fuera de
sí. No sólo piensa y actúa en un nivel más elevado, sino
que es un ser nuevo, una nova creatura.

2. CASIANO, Conferencia 1, vii, MIGNE, PL, 49, col. 489.

29
Los padres de la Iglesia explicaron este «nuevo ser»
del alma por medio de una doctrina según la cual el ser
humano, creado a imagen de Dios, perdió su semejanza
con Dios al hacerse egocéntrico. Al perder su semejan-
za divina, el ser humano se ha sumergido en la irreali-
dad, pues ya no está unido a la fuente de su realidad. Aún
existe. Aún es la «imagen» de su hacedor. Pero no tiene
en él la vida de la caridad, que es la vida de Dios, porque
Dios es caridad. Como no tiene esta vida en él, es irreal,
está muerto. No es lo que debería ser. Es una caricatura
de sí mismo. Ahora bien, una imagen que es distinta de
lo que representa es necesariamente una deformación.
Y esta deformación es, en realidad, una completa oposi-
ción espiritual a la voluntad y al amor de Dios. Hecho para
llegar a plenitud mediante una perfecta semejanza con
Dios, que es el amor perfecto, el ser humano destruye
sus potencialidades al centrar todo su amor en sí mismo.
Hecho para dar testimonio de la infinita verdad, de la
infinita realidad efectiva y del infinito poder de Dios, en
Quien todas las cosas viven, se mueven y tienen su ser, el
ser humano niega la realidad y se aleja de la verdad, con
el fin de hacerse el centro y la razón de ser del universo.
Para llegar a ser «real» de nuevo, el ser humano debe
purificar su corazón de las tinieblas de la irrealidad y la
ilusión. Pero estas tinieblas abruman su corazón, mien-
tras viva según su voluntad egoísta. La luz sólo puede
brillar en nuestros corazones si renunciamos a nuestra
determinación de rebelarnos contra la infinita voluntad
de Dios, aceptamos la realidad como Él ha querido que
sea y ponemos nuestras voluntades al servicio de Su
perfecta libertad. Cuando amamos como Él ama, somos
puros; cuando queremos lo que Él quiere, somos libres.
Entonces se nos abren los ojos y podemos ver la realidad

30
como Él la ve, y podemos alegrarnos con Su alegría por-
que todas las cosas son «muy buenas» (Génesis 1,31).
El corazón «impuro» del ser humano caído no es sim-
plemente un corazón dominado por la pasión carnal.
«Pureza» e «impureza» en este contexto significan algo
más que castidad. El corazón «impuro» es un corazón
lleno de miedos, ansiedades, conflictos, dudas, ambi-
valencias, vacilaciones, contradicciones internas, odios,
envidias, necesidades compulsivas y apegos apasiona-
dos. Todas estas y otras mil «impurezas» entenebrecen
la luz interior del alma, pero no son ni su impureza
principal, ni la causa de sus impurezas. La corrupción
interior, básica y metafísica, del ser humano caído es
su convicción profunda e ilusoria de que es un dios y
constituye el centro del universo. Hay que observar que
esta convicción tiene una base de verdad, puesto que el
ser humano se ve como la oscura imagen de Dios. ¿Cuál
es esta imagen? San Bernardo dice que es la libertad de
la persona humana. Y así, ésta, al sentir en sí misma
este profundo e inalienable poder de autodeterminación
espiritual, esta libertad para configurar su propio destino
mediante su propia elección, se siente de hecho «divina».
Esta libertad nos viene de Dios, nuestro Padre.
Pero, aun cuando Dios nuestro Padre nos hizo libres,
no nos hizo omnipotentes. ¡No somos dioses por dere-
cho propio, capaces de conseguir todo lo que deseamos,
de crear y destruir mundos, o de exigir la adoración y el
servicio de todos los demás espíritus! Podemos llegar
a ser perfectamente divinos, con toda verdad, si recibi-
mos libremente de Dios el don de Su Luz, Su Amor y Su
Libertad en Cristo, el Logos encarnado. Pero mientras
estemos implícitamente convencidos de que debemos
ser omnipotentes, usurpamos una divinidad que no es
nuestra.

31
No somos, desde luego, tan necios como para ima-
ginar que debemos encontrar en nosotros la absoluta
omnipotencia de Dios. No obstante, en nuestro deseo de
ser «como dioses» –una deformidad perdurable impresa
en nuestra naturaleza por el pecado original–, buscamos
lo que se podría llamar una omnipotencia relativa: el
poder de tener todo lo que queremos, de gozar de todo
lo que deseamos, de exigir que todos nuestros deseos
sean satisfechos y que nuestra voluntad nunca se vea
frustrada ni contradicha. Es la necesidad de que todos
los demás se inclinen ante nuestro juicio y acepten como
ley nuestras declaraciones. Es la sed insaciable del reco-
nocimiento de la excelencia que tan desesperadamente
necesitamos encontrar en nosotros para evitar la des-
esperación. Esta pretensión de omnipotencia, nuestro
secreto más profundo y nuestra vergüenza más íntima,
es de hecho la fuente de todos nuestros pesares, de toda
nuestra infelicidad, de todas nuestras insatisfacciones,
de todos nuestros errores y decepciones. Es una radical
falsedad que pudre nuestra vida moral en sus mismas
raíces, porque hace que todo lo que hacemos sea más o
menos una mentira. Sólo los pensamientos y las acciones
que están libres de la contaminación de esta secreta pre-
tensión tienen alguna verdad, nobleza o valor.
Esta radical exigencia psicológica de omnipotencia
es la profunda impureza que mancha y divide el alma
pura de la persona humana. Esta pretensión, por parte
de un ser limitado, de ser tratado como el Ser Absoluto
y Supremo es la terrible ilusión que nos condena a la
esclavitud de la pasión, la locura y el pecado.
Obviamente, sólo los psicópatas son capaces de mos-
trarse y manifestar abiertamente esta oculta pretensión.
Y esto es lo que hace que sean dementes. Han renun-
ciado a la relativa cordura que exige que mantengamos

32
esta absurda fantasía escondida en lo más profundo de
nuestras almas. Han afirmado el derecho a hacer siem-
pre caso omiso de la realidad y a vivir en un mundo que
corresponde a su ideal imaginario; es decir, se muestran
abiertamente como «dioses», llamando a la existencia
a un universo fabricado por ellos y aniquilando (en la
medida en que pueden) cualquier otra realidad.
Las personas que coincidimos, entre nosotros, en lla-
mar «cuerdas» son las que mantienen su pretensión per-
sonal de perfección y omnipotencia absolutas reprimida
y disfrazada bajo ciertos símbolos mentales aceptados,
y sólo afirman tal pretensión en acciones que resultan
aceptables por su aparente inocencia exterior y su utili-
dad social.
Hay muchos medios aceptables y «cuerdos» de con-
sentir en la pretensión ilusoria de poder divino. Uno
puede ser, por ejemplo, un progenitor orgulloso y
tiránico –o un progenitor lloroso y exigente que se hace
el mártir–. Se puede ser un jefe sádico y autoritario, o
un gruñón perfeccionista. Uno puede ser un payaso, un
temerario o un libertino. Se puede ser rígidamente con-
vencional o insolentemente anticonvencional. Se puede
ser eremita o demagogo. Algunos satisfacen su deseo de
divinidad enterándose de los detalles de la vida de los
demás; otros, juzgando al prójimo o diciendo a los otros
lo que deben hacer. Incluso se puede buscar la santidad y
la perfección religiosa como una satisfacción inconscien-
te de esta profunda y oculta impureza del alma que es el
orgullo del ser humano.
El gran enemigo de la pureza de corazón monástica
es, por tanto, el proyecto básico oculto de ser mejor que
cualquier otra persona, de afirmar la libertad de uno a
expensas de la libertad de todos los demás, de exaltar
la voluntad de uno por encima de las voluntades de los

33
otros, y de elevar el propio espíritu sobre los espíritus
de seres humanos inferiores.
De este proyecto básico y central proceden todos los
demás proyectos e ideales ilusorios. El alma impura es
devorada y dividida por los incesantes esfuerzos que
realiza para afirmar su pretensión radical, a la vez que la
mantiene disfrazada bajo una apariencia aceptable.
La vida de un alma pura llega a ser extremadamente
sencilla. Pero el alma impura es, y tiene que ser, muy
complicada. ¡Hay que hacer tantas cosas! Uno debe
afirmarse y exaltarse y, al mismo tiempo, pensar que
es abnegado y humilde. Tiene que nutrir, a toda costa,
el sentimiento de santidad y nobleza del que dependen
la paz y la dicha personales. Por consiguiente, ha de ser
agudo para advertir todas las debilidades e imperfeccio-
nes de los demás, porque son rivales en potencia. Y debe
ocuparse de que los otros sean «caritativamente» casti-
gados y «suavemente» humillados, para que no levanten
la cabeza tan alto como la nuestra en el camino regio
de la santidad. Uno tiene que ocuparse de que, aun
«renunciando» abiertamente a su propia voluntad, ésta
sea secretamente satisfecha. Uno tiene que cerciorarse de
que se cumplan todos sus deseos sin excepción. En una
palabra, ¡la voluntad de uno tiene que cumplirse en la
tierra como la voluntad de Dios se cumple en el cielo!
Dado que todo esto es manifiestamente imposible,
san Bernardo indica que tal alma está inevitablemen-
te sujeta a la inseguridad y el miedo. Y el miedo es el
«color» que entenebrece el alma y oscurece la imagen
divina, deformándola hasta convertirla en un ídolo y en
una caricatura. El miedo es la «impureza» del alma que
aspira a ser omnipotente.
Por tanto, el ser humano caído es aquel en quien la
imagen divina, o libre albedrío, se ha convertido en escla-

34
va de sí misma haciéndose su propio ídolo. La imagen
de Dios queda deformada por la «desemejanza». Bajo la
tiranía de semejante ídolo, la libertad misma se convierte
en una especie de esclavitud, en la que el ser humano se
trastorna porque trata de desear lo que es imposible, e
intenta verificar y probar su imposible pretensión de ser
un «dios».
¿Cuál es la respuesta? Ya la hemos visto. Es el sacra-
mento de la cruz, la fe y la obediencia de Cristo que, como
dice san Pedro, purifica nuestros corazones3. El orgullo
interior del ser humano caído tiene que ser crucificado
en la cruz de la verdad. El amor a la verdad y a la cruz
derroca el ídolo, reduce al ser humano a su nivel real, le
restablece su libertad, lo libra del miedo, lo fortalece en
la caridad y le permite que viva y actúe como un hijo de
Dios. Porque «la verdad os hará libres» (Juan 8,32).
Y así, san Benito, después de describir los doce grados
de la humildad interior y exterior (cada uno de los cuales
es una participación en el misterio de la obediencia de
Cristo), declara que «cuando el monje haya subido estos
grados de humildad, llegará pronto a aquel amor de Dios
que “siendo perfecto excluye todo temor”»4.
La pureza de corazón, el amor perfecto, es el principio
de la unidad dentro del monje. ¡Libre de ilusiones y pro-
yectos egoístas, salvado de la penosa necesidad de servir
a su inexorable voluntad, el monje empieza a ver cuán
dulce es el yugo del servicio a Cristo y cuán ligera es la
carga de la libertad divina! Sus ojos están abiertos y por
primera vez empieza a verse y a ver a los demás tal como
son. Puesto que ya no está obligado a satisfacer ante todo
sus caprichos y apetitos, descubre que todas las cosas le

3. Castificantes corda vestra in obedientia caritatis (1 Pedro 1,22).


4. Regla de san Benito, capítulo 7.

35
proporcionan alegría y felicidad, porque las saborea en la
libertad de los hijos de Dios. Es decir, puede usarlas sin
pertenecer a ellas, y tenerlas sin ser su esclavo.
La pureza de corazón es también el principio de la
unión del monje con sus hermanos. Es su verdade-
ra unión, porque la caridad monástica no es un mero
«contrato social», un pacto al que se llega mediante el
acuerdo de muchos egoísmos. Es la pureza de corazón
que se alcanza sólo cuando todas las voluntades indivi-
duales de los hermanos se hacen una sola voluntad, la
voluntad común, la voluntad de Cristo. Esta comunidad
de voluntades no se puede alcanzar mediante un acuerdo
comercial, sino que es un abrazo de almas en la pureza
del Espíritu de Dios.
Este abrazo de purezas unidas, de voluntades lim-
pias y desinteresadas, de almas perdidas en la luz de
Dios, es el punto más alto del ideal cenobítico. Todas
las almas llamadas a la unión con Dios se funden entre
sí como hierro al fuego y se transforman en la Luz de
Dios. Entonces Dios mismo vive, actúa y se manifiesta
en ellas. Se reconoce en ellas, abraza en ellas Su propia
bondad al permitirles que la compartan entre sí. Como
el Padre está en el Hijo, así el Hijo está en ellas, y ellas
están unidas entre sí en el Padre y en el Hijo. Ésta es la
consumación del misterio eucarístico que es el corazón
de la vida monástica.
Pero ¿cuándo se realizará tal consumación? ¿Se pue-
de lograr perfectamente en esta tierra? ¿Quién puede
decirlo? Con todo, en cualquier caso, cuando los monjes
viven juntos como es debido, en la caridad de Cristo y la
pureza del Espíritu de Dios, llevando unos las cargas
de otros y ayudándose mutuamente para encontrarse en
Dios, al menos están empezando a construir en la tierra
la ciudad celestial.

36
ii
IN VERITATE
(EN VERDAD)

En las reglas y escritos de los padres oímos en todas


partes los ecos de una palabra que resuena en las profun-
didades más recónditas del corazón monástico: veritas,
verus, vere. Se ha abusado tanto de la palabra «verdad»,
que ha perdido parte de su efecto sobre nuestra mente.
Ya no somos plenamente conscientes de su valor. Lo
verdadero es lo real, lo concreto. Es verdad porque es. Y
eso es lo que busca el monje: la realidad. Busca lo que
es. O, más bien, busca la realidad en Aquel que es infi-
nitamente real, y la verdad en Aquel que es Verdadero.
No busca la verdad simplemente como un concepto o
como un objeto. Busca la verdad existencial que sólo se
encuentra entrando en la misteriosa realidad de la vida
en sí. Busca la verdad que se posee cuando se vive recta-
mente, la realidad que entra en la urdimbre y la trama de
nuestro propio ser, si la hacemos nuestra obrando bien:
«la fe que actúa por la caridad» (Gálatas 5,6).
Un monje es un ser humano que vive «en verdad», dans
le vrai. Su misión en la vida es llegar a ser tan real, bajo
la acción del Espíritu de Aquel que es, que su propia vida
sea un puro «amén», un eco consciente que libremente
responde «sí» a la infinita realidad y bondad de Dios.
El ascetismo cisterciense y, de hecho, todo el ascetis-
mo de los padres monásticos, es sencillamente la recu-

37
peración de nuestro verdadero sí mismo, de la verdadera
«naturaleza» humana, creada para la unión con Dios. Es
la purificación y liberación de la imagen divina en el ser
humano, escondida bajo capas de «desemejanza». Nues-
tro verdadero sí mismo es la persona que debemos ser:
el ser humano libre e íntegro, a imagen y semejanza de
Dios. El trabajo de recuperación de esta semejanza perdi-
da se realiza eliminando todo lo que es ajeno y extraño a
nuestro verdadero sí mismo –despojándonos de la «doble
vestidura» de la hipocresía y la ilusión por medio de la
cual intentamos ocultar la verdad de nuestra miseria a
nosotros mismos, a nuestros hermanos y a Dios.
Para que el monje pueda construir un templo sólido y
perdurable a la gloria de Dios –la comunidad monástica
unida en perfecta caridad–, tiene que trabajar primero
en hacerse real. Tiene que descubrir la verdad sobre sí
mismo. El fundamento del edificio sagrado es la humil-
dad de todas sus piedras vivas. Sólo construyendo sobre
la verdad podemos edificar sólidamente. Y esto significa
no sólo honestidad, sino también abnegación: el esfuer-
zo generoso para barrer de nuestras vidas todo lo que
es inútil, todo lo que es «extraño» y todo lo que Dios no
quiere para nosotros. Sólo entonces podemos ser lo que
debemos ser.
Guillermo de Saint-Thierry afirma:

«El trabajo del ser humano consiste en preparar


constantemente su corazón liberando su voluntad
de deseos extraños, su razón de ansiedades, y su
memoria de las preocupaciones inútiles, e incluso
a veces de las necesarias. Una voluntad descuida-
da producirá pensamientos inútiles; una voluntad
corrompida engendrará pensamientos perversos...
mientras que una voluntad honrada se dedicará a lo

38
necesario para la vida. Pero una voluntad amorosa
engendrará pensamientos capaces de saborear la
bondad de Dios»1.

Si preguntamos lo que los padres monásticos conside-


ran como «extraño» al alma del ser humano, nos dicen
que las cosas materiales y creadas, los valores temporales
vistos como fines en sí mismos, nos son extraños. Porque
nuestras almas son espíritus, creados para los más altos
de todos los bienes espirituales y eternos. Esto no es una
filosofía maniquea o gnóstica. Los padres no establecen
una ruda división entre la materia y el espíritu. Saben
muy bien que esto sólo implicaría una división dentro
del ser humano, ya que éste está constituido por la unión
de cuerpo y alma. Se necesita la perfecta unión de la
materia y el espíritu para que una persona sea verdadera-
mente humana, y no acrecentamos nuestra humanidad o
nuestra santidad simplemente «liberando al espíritu del
cuerpo».
Y así, en cierto sentido, dado que tenemos un cuerpo,
las cosas corporales no nos son extrañas. Estamos en
nuestro elemento connatural, en el mundo creado. Lo
que es extraño a nosotros es el amor a las cosas materia-
les. Una persona no deja de ser humana sólo por estar
en compañía de animales; pierde su humanidad, queda
enajenada de sí, cuando sus deseos y valores son los de
un animal. Y así, el alma que está esclavizada por la
necesidad del placer sensible, de la autoafirmación, o de
la seguridad material, ha asumido una «forma extraña»,
una desemejanza con su verdadero ser, creado a imagen
de Dios.

1. Epistola ad Fratres de Monte Dei, II, 14, MIGNE, PL, 184, col.
347.

39
«¿Por qué marcas tu alma con otra forma extraña,
o más bien con otra deformidad? Efectivamente,
tememos perder lo que nos deleita poseer, y el
temor es como un color. Cuando tiñe a la libertad,
la mancha y la vuelve totalmente desemejante a sí
misma»2.

Todo el objetivo de la vida monástica es purificar la


libertad del ser humano de esta «mancha» de servidum-
bre que ha contraído al hacerse esclavo de cosas que
están por debajo de ella. Por consiguiente, el verdadero
monje es un ser humano perfectamente libre. Libre
¿para qué? Libre para amar a Dios. La libertad, en el
contexto monástico, no implica la capacidad de elegir el
mal en vez del bien, sino la capacidad de preferir el bien
antes que el mal sin dejarse nunca engañar por falsas
apariencias de bien.
Por eso, san Bernardo describe la libertad perfec-
ta como «ser incapaz de desear lo que es malo o de
estar sin lo que es bueno»3. Y se apresura a añadir
que esta perfección sólo se consigue en el cielo, pero
admite que se puede gustar anticipadamente en la vida
presente. Guillermo de Saint-Thierry insiste en ello y
añade una nota importante, a saber, que esta libertad
suprema procede de una perfecta unión de voluntades
con Dios.

2. San BERNARDO, Serm. 82 in Cantica, n. 4, MIGNE, PL, 183, col.


1179 [trad. cast.: Obras completas de san Bernardo V. Sermones
sobre el Cantar de los Cantares, BAC, Madrid 1987, p. 1021].
3. De gratia et libero arbitrio, capítulo 6, n. 20, MIGNE, PL, 182,
col. 1012 [cf. la versión castellana: «ser incapaz de desear el
mal, y capaz siempre de realizar lo que quiere», del «Libro
sobre la gracia y el libre albedrío», en Obras completas de san
Bernardo I. Introducción general y Tratados (1º), BAC, Madrid
1983, p. 455].

40
«Esta unidad de espíritu hace que el ser humano sea
uno con Dios no sólo mediante una unión en la que
ambos quieren la misma cosa, sino por medio de
una unión en la que nuestra voluntad es incapaz
de querer nada que Dios no quiera –aliud velle non
valendi»4.

Toda la vida monástica tiende hacia esta cima de


libertad, y a la luz de esta libertad de espíritu debemos
ver y comprender toda la disciplina del monje, sus aus-
teridades, sus sacrificios, sus reglas, su obediencia y sus
votos. El monje deja el mundo con su falsa libertad y, al
renunciar a la débil voluntad que lo empuja a obedecer
todos sus impulsos y a satisfacer todas sus pasiones, se
disciplina en obediencia a la voluntad de Dios y fortalece
su alma en el amor, que le da un conocimiento más puro
de Dios y lo une más estrechamente en pura caridad con
sus hermanos, hasta que su alma descansa en esa paz
tranquila que es el signo de que ya no hay ningún obs-
táculo significativo que frustre su deseo de verdad. ¿Y
dónde encuentra esta verdad? En el cumplimiento del fin
para el que su naturaleza fue creada: es decir, agradando
a Dios por medio de un amor que responde al libre amor
de Dios con un amor igualmente puro, desinteresado y
libre.

4. Epist. ad Fratres de Monte Dei, II, n. 16, MIGNE, PL, 184, col.
349.

41
iii
IN LABORIBUS MULTIS
(EN MUCHOS TRABAJOS)

En la Regla de san Benito leemos que el monje no


trata con desprecio la creación material. Por el contrario,
descubrimos en ella que las cosas materiales más humil-
des son tratadas con profundo respeto, casi podríamos
decir que con amor. Si el monje ama su monasterio, es
porque es la «casa de Dios y la puerta del cielo» y ve en
él algo de la belleza del cielo oculta entre los árboles del
bosque. En una palabra, los humildes edificios de piedra,
el claustro enclavado en el valle apacible, los sencillos
muebles de madera del monasterio, la desnuda mesita
y el suelo de madera de la celda del monje, lejos de ser
despreciados como «vanas criaturas», son respetados,
valorados e incluso amados, no por ellos mismos, sino
por amor a Dios, a quien pertenecen. Incluso las herra-
mientas con que el monje cultiva la tierra, incluso las
sencillas cazuelas, cacerolas, y los utensilios de cocina,
o la escoba con que barre el claustro, deben ser tratados
con el mismo cuidado (dentro de la debida proporción)
que los vasos sagrados del altar (Regla, capítulo 31).
El amor, la alegría que podemos y de hecho debemos
poner en las cosas creadas, depende enteramente de
nuestro desprendimiento. En cuanto las tomamos para
nosotros, nos adueñamos de ellas y las incorporamos a
nuestro corazón, se las robamos a Dios. Ya no son Suyas,

43
sino nuestras. Y entonces las vemos bajo una nueva luz:
las vemos referidas a nosotros mismos, como si fuéra-
mos la causa primera y el fin último de su existencia,
como si tuvieran que servirnos del modo en que todas las
cosas creadas sirven a Dios, su Creador. Pero, entonces,
esperamos lo imposible. Del mismo modo que las cosas
creadas reflejan la belleza y bondad de Dios, así también
nosotros tratamos ávidamente de encontrar, en nuestros
amigos y en las cosas que amamos, un reflejo de nuestra
excelencia superior. Pero siempre quedamos decepciona-
dos. Nuestras posesiones nos desmienten. Nuestros ami-
gos evaden nuestras expectativas importunas, avergonza-
dos por el hambre impropia de un orgullo que saben que
nunca podrán satisfacer, aun cuando consientan ellos
mismos en ser consumidos por él.
Antes de que un ser humano pueda gustar la verda-
dera alegría en todas las cosas hermosas que Dios ha
hecho, tiene que entrenar al delicado sentido interior
que le permite aprender la lección de sabiduría que estas
modestas criaturas enseñan a quienes tienen oídos para
oír. Nos dicen: «Me puedes usar, y Dios nuestro Padre
me creó para que yo pudiera ser usado por ti. Soy Su
mensajero, enviado para indicarte el camino que condu-
ce hacia Él. Contengo un poco de Su bondad, escondida
en lo más profundo de mi ser. Pero para poder percibir
mi bondad, tienes que respetar mi dignidad como cria-
tura de Dios. Si buscas mancillar la pura integridad de
mi ser, y adueñarte de mí como si pudiera ser totalmen-
te poseída por ti, me destruirás, y la belleza que Dios ha
puesto en mí desaparecerá entre tus manos. Entonces no
obtendrás ningún provecho, me perderás y mancharás
tu propia alma. Pero si me respetas y me dejas tal como
soy, y no intentas apoderarte de mí con una posesión
plena y egoísta, entonces te daré alegría, porque seguiré

44
siendo lo que soy, hasta que, por la voluntad de Dios, sea
transformada por el servicio al que tú me destines. Pero
al ser transformada de este modo, no quedaré destruida,
pues el uso no es destrucción. Si me usas, mi bondad es
elevada hasta el nivel de tu espíritu. Si me usas cuando
sirves a Dios, me consagras a Él, junto contigo. Y así, los
dos, que éramos buenos desde el principio como criatu-
ras de Dios, nos ayudamos mutuamente para llegar a ser
santos en Él».
Esto explica por qué algunos edificios monásticos, y
las cosas fabricadas y usadas en ellos, son tan hermosos.
La pureza del gusto en un monasterio no es únicamen-
te una cuestión de aprendizaje estético. Fluye de algo
mucho más alto: de la pureza de corazón. Las líneas sen-
cillas y castas de una iglesia monástica, edificada tal vez
por manos inexpertas en el yermo, pueden decir infini-
tamente más como alabanza a Dios que las pretenciosas
enormidades de costoso esplendor erigidas más para que
se vean que para orar en ellas.
Los monjes no son siempre, ni siquiera normalmente,
artistas famosos. Es cierto que dentro del ámbito de su
vocación está el estudio y la práctica de diferentes artes.
Pero el valor de sus creaciones residirá siempre en un
nivel espiritual más profundo que el que se puede expli-
car mediante «la virtud del intelecto práctico». El arte del
monje es el fruto de un árbol cuyas raíces son la caridad,
la pobreza y la oración.
Una frase que Eric Gill gustaba de citar es más cierta
en el monasterio que en cualquier otro lugar: «El artista
no es una clase especial de ser humano, pero todo ser
humano es una clase especial de artista»1.

1. Eric GILL, Essays, passim. Este dicho pertenece originariamen-


te a Ananda Coomaraswamy.

45
Todo monje es, o debiera ser, una clase especial de
artista. Nada es más ajeno a la vida monástica que el cul-
to al arte por el arte. El monje no debe ser nunca un este-
ta, sino más bien un «obrero», un «artesano» o artifex.
Naturalmente, san Benito no suponía en modo alguno
que todos los monjes fueran artesanos, pero sí que todos
fueran capaces de hacer algún trabajo útil y productivo.
Si el trabajo consiste en fabricar algo, tanto mejor.
En cuanto vemos que el trabajo monástico se conside-
ra productivo, o incluso creativo, comprendemos inme-
diatamente que el trabajo es más que un mero ejercicio
de penitencia para el monje. El trabajo manual es con
mucha frecuencia un trabajo duro, y es correcto que así
sea. Si Dios ha dotado al ser humano de músculos, está
bien que los use. El laborioso trabajo en los campos y
en los bosques, arar, partir leña, partir piedras, cose-
char: todas estas cosas contribuyen a una sana y bien
integrada vida espiritual. Y cuando el trabajo es difícil o
servil, la abnegación que exige es una penitencia admi-
rablemente efectiva. Pero debería ser siempre algo más
que un mero «ejercicio de penitencia» –un término que
parecería sugerir que el trabajo no tiene más finalidad
que la de la penitencia.
Una insistencia excesiva en el aspecto «penoso» del
trabajo tiende a hacer que uno olvide que el buen trabajo
requiere disciplina de la inteligencia práctica. El monje
no debe apretar los dientes y aceptar la necesidad de
sudar más que lo que ordinariamente le gustaría. Tam-
bién debe ser capaz de pensar, de trabajar sabiamente y
bien, de dirigir sus esfuerzos al cumplimiento de lo que
se ha de hacer. No está únicamente expiando sus peca-
dos personales, sino que está trabajando para sostener a
sus hermanos y a los pobres.

46
«Hacer» cosas o «fabricar» cosas son, en efecto,
actividades. Pero no toda actividad está excluida, por su
misma naturaleza, de una vida de contemplación. Esta
verdad es tan antigua como los padres del desierto. La
tradición dice que a san Antonio le enseñó un ángel a
alternar sabiamente el trabajo y la oración, y que los
padres del yermo eran famosos por los cestos que hacían
y por el ejercicio de otras muchas habilidades intrinca-
das, incluida la práctica de la medicina.
Donde encontramos edificios feos, muebles mal cons-
truidos, puertas que no cierran bien, viñas y árboles fru-
tales torpemente podados, materiales y forraje desper-
diciados, la falta de habilidad y cuidado que estas cosas
representan podría ser sencillamente el fruto de una acti-
tud errónea hacia el trabajo en sí –una falsa orientación
del espíritu monástico.
No es extraño al estado monástico ningún trabajo
útil que pueda ser llevado a cabo dentro del recinto. Se
espera que la mayoría de los monjes caven en la huerta,
amontonen heno, corten leña, pelen patatas, laven los
platos y barran los suelos. Todas las tareas ordinarias
de una comunidad que vive en el campo reclaman con
razón la colaboración de sus miembros.
Algunos de los monjes estarán empleados casi exclu-
sivamente en el «trabajo comunitario». A otros se les
asignarán tareas especiales: de la elaboración de quesos
a la apicultura, de la carpintería a la escritura de libros,
de la cocción del pan a la pintura de frescos. Alguien
tiene que cocinar. Antiguamente, los monjes se turnaban
semanalmente en la cocina, pero se ha descubierto que
es más práctico, y también más misericordioso, designar
permanentemente a uno o varios miembros para este
importante oficio. Cuando se construyen edificios, indu-
dablemente es un arquitecto monástico el que diseña los

47
planos, y los monjes realizan la mayor parte del trabajo,
con una pequeña ayuda especializada de un contratista
venido de fuera. Tiene que haber panaderos, zapateros
y sastres. Puede haber tejedores, encuadernadores y
curtidores. La vida moderna impone un gravoso trabajo
al fontanero y al electricista del monasterio, por no men-
cionar al mecánico.
El trabajo intelectual ha tenido siempre un lugar de
honor en los monasterios, aunque algunas órdenes le
dan menos importancia que otras. La erudición, como
tal, no está en modo alguno fuera de lugar en el claustro,
pero cuando exige muchos viajes y una excesiva corres-
pondencia, tiende a obstaculizar la paz de la soledad
monástica. La Regla de san Benito prevé la enseñanza,
a pequeña escala, e incluso puede esperarse un ministe-
rio apostólico limitado, pero dado que las demandas en
estas esferas suelen aumentar en progresión geométrica,
los monjes sabiamente se resisten a aceptar la responsa-
bilidad de una tarea que no es apropiada para ellos. Pues
nunca debe permitirse que la enseñanza y la predicación,
aun cuando puedan tener de vez en cuando un lugar
accidental en el marco de una vocación monástica, se
conviertan en el fin inmediato de dicha vocación. La vida
monástica tiene su único fin en Dios. No puede ser siste-
máticamente desviada hacia ninguna otra finalidad. Una
comunidad monástica puede mantener una escuela, pero
no puede existir en función de la escuela que mantiene.
Debemos recordar siempre que el silencio, la sole-
dad, el recogimiento y la oración son los elementos más
importantes de la vida monástica. Son los que contribu-
yen más directamente a esa caridad que une al monje
con Dios y sus hermanos. Si, en cierto sentido, se puede
decir que el silencio y la contemplación existen «en
función del» apostolado en las órdenes mendicantes (si

48
bien, incluso cuando se aplica a ellas, esta afirmación
es errónea y engañosa), no se puede afirmar que sirvan,
en el caso del monje, sino para favorecer su unión con
Dios y, de este modo, hacer que sea más fecundo como
un sagrado miembro de la comunión de los santos. Así
pues, todo en el monasterio está organizado con el fin de
producir la atmósfera propicia para una vida de oración.
El aislamiento mismo del monasterio, el trabajo por
medio del cual los monjes tratan de autoabastecerse e
independizarse de los contactos seculares, la lectura y el
estudio que se realizan en el claustro o en la celda, y el
oficio cantado en el coro tienen la función de mantener
el monasterio como lo que debe ser: un santuario donde
Dios es encontrado y conocido, adorado y, en cierto
modo, «visto» en la oscuridad de la contemplación.

49
iv
IN TABERNACULO ALTISSIMI
(EN EL TABERNÁCULO
DEL ALTÍSIMO)

El monasterio es un tabernáculo en el desierto, sobre


el cual la shekinah, la luminosa nube de la divina Presen-
cia, desciende casi visiblemente. El monje es aquel que
vive «en el secreto de la faz de Dios», inmerso en la pre-
sencia divina. Del mismo modo que los hijos de Israel,
ante el mandato de Dios, que hablaba por medio de
Moisés, aportaron materiales y trabajo para que los
expertos trabajadores construyeran el tabernáculo del
Testamento, así también la comunidad monástica, guia-
da por el abad y padre, que habla como el representante
de Dios, pone en común todos sus bienes y esfuerzos en
el trabajo de construcción de un santuario. El monaste-
rio no es nunca únicamente una casa, una vivienda para
los seres humanos. Es una Iglesia, un santuario de Dios.
Es un Tabernáculo del Nuevo Testamento, donde Dios
viene a habitar con seres humanos no sólo en una nube
milagrosa, sino en la humanidad mística de Su divino
Hijo, a Quien la nube prefiguraba.
Los monjes, que trabajan juntos con un espíritu de
abnegación y perfecta solidaridad, no sólo hacen frente
a sus necesidades materiales en esta vida, sino que su
trabajo contribuye también a un fin espiritual común
mucho más importante: su unión en Cristo. Al edificar y
mantener el monasterio, construyen la nueva Jerusalén,

51
un pequeño Cuerpo de Cristo místico, la «Iglesia» de su
monasterio. Porque el edificio de piedras donde cantan
el oficio es simplemente el símbolo exterior y la expre-
sión del edificio de piedras vivas formado por los pro-
pios monjes. Como dijo san Bernardo a los monjes de
Claraval en la fiesta de la Dedicación de su Iglesia:

«No seáis irracionales, como el caballo o el mulo.


¿Qué santidad pueden tener estas piedras para ren-
dirles homenaje? Si son santas, lo son por vuestros
cuerpos… El Espíritu de Dios que vive en vosotros
santifica las almas, éstas comunican su santidad a
los cuerpos y éstos a la casa»1.

Ahora bien, los miembros de la comunidad monástica


edifican este templo espiritual, cuyas piedras son ellos
mismos, por su caridad. Esta caridad no consiste única-
mente en la tarea de llevar unos las cargas de los otros,
de apoyarse mutuamente en su peregrinación hacia la
Jerusalén celestial, sino que consiste en algo que es
mucho más que las obras corporales de misericor-
dia, buen ejemplo, instrucción, etcétera. La comunidad
monástica no existe sólo para que cada individuo pueda
encontrar apoyo, exhortación, corrección y aliento, sino
también, y por encima de todo, para que todos puedan
alcanzar más fácilmente su fin común, que es la unión
con Dios en la soledad.
Por tanto, los monjes se ayudan mutuamente no sólo
para cultivar el trigo y producir el pan del cuerpo, sino
que se llevan unos a otros a los hornos espirituales de la
soledad donde se nutren con el pan caliente y fresco del

1. Serm. 1 in Dedicatione Eccles., n. 1, MIGNE, PL, 183, col. 518


[trad. cast.: Obras completas de san Bernardo IV. Sermones
litúrgicos (2º), BAC, Madrid 1986, p. 575].

52
Espíritu. No sólo pisan las uvas de sus viñas para hacer
vino material, sino que se conducen mutuamente a las
eternas fuentes de silencio en las que beben las aguas
vivas y el abundante vino del Espíritu Santo.
Pero tampoco esta colación espiritual de los monjes
es lo más importante en el monasterio. Lo que es mucho
más importante aún es que la Palabra de Dios se introdu-
ce silenciosamente en medio de ellos y come y bebe con
ellos; la Sabiduría divina no sólo les da vino para beber,
sino que «se deleita con los hijos de los hombres».
Precisamente porque los monjes se ayudan mutua-
mente para vivir del modo más fácil y pacífico en la sole-
dad y el silencio, porque se proporcionan una atmósfera
de recogimiento, soledad y oración, pueden alcanzar el
fin supremo de la vida monástica, que es este banquete
espiritual y oculto, la fiesta en la que la Palabra se sienta
a la mesa con Sus elegidos y encuentra placer y consuelo
en su compañía. Y dice: «He entrado en mi huerto… a
comer de mi miel y mi panal, a beber de mi vino y de mi
leche. ¡Comed, amigos, bebed, queridos, embriagaos!»
(Cantar de los cantares 5,1).
Éste es el significado verdadero, esencial y perfecto de
la vida comunitaria. El monasterio es un «Tabernáculo
del Testamento» o, si se prefiere, otro Cenáculo donde
Jesús se sienta a la mesa con Sus discípulos, y los alimen-
ta con Su propia sustancia, que es la Sabiduría y Gloria
de Dios. El monasterio es primero y ante todo un taber-
naculum Dei cum hominibus, una «puerta del cielo», un
lugar adonde Dios desciende en Su infinita caridad para
dejarse ver y conocer por los seres humanos. Todo lo que
es vital y fecundo en el monasterio deriva su vitalidad del
hecho de que contribuye a este fin esencial.
El silencio del bosque, la paz del viento de la primera
hora de la mañana que mueve las ramas de los árboles,

53
la soledad y el aislamiento de la casa de Dios; estas cosas
son buenas porque donde Dios prefiere revelarse del
modo más íntimo a los seres humanos es en el silencio,
no en la conmoción, es en la soledad y no en la multitu-
des. El humilde trabajo en los campos, y la labor en los
talleres, las cocinas y los hornos, son buenos porque divi-
den y dispersan las cargas de la vida material, distribuyen
los cuidados y las responsabilidades, de modo que ningún
monje tenga demasiadas cosas materiales en qué pensar.
Cada uno hace su aportación a la paz y el recogimiento,
sin una indebida ansiedad. Nadie tiene que preocuparse
por el día de mañana, y el monje, como señaló Casiano
hace mucho tiempo, es capaz de vivir en toda su perfec-
ción el consejo evangélico: «No os preocupéis del maña-
na» y «buscad primero el Reino de Dios y Su justicia»
(Mateo 6,33-34). En la salmodia común cantada en el
coro, el opus Dei está destinado a no ser gravoso, sino
ligero y fácil. El hecho mismo de cantar juntos los salmos
realza el significado de esas grandes profecías que se
cumplen hoy en el Cristo Místico, de Quien el monje es
un miembro articulado y plenamente consciente.
En los lugares regulares comunes del monasterio, el
silencio y el recogimiento con que los monjes trabajan,
estudian y oran juntos mejoran la atmósfera general de
trabajo y oración en silencio. La unión de todas estas
almas en un esfuerzo común, un silencio comunitario
y una firme caridad, hace que el fruto de las oraciones,
méritos y virtudes de cada uno se convierta en la pose-
sión espiritual de todos.
El monje que se siente más desprovisto de virtud y de
gracia puede ser rico en ambas cosas, si tiene la caridad
y la humildad necesarias para compartir las virtudes
de sus hermanos regocijándose en ellas como si fueran
suyas. Y los más fuertes y virtuosos de todos llegan a ser

54
más fuertes aún por la humildad que les hace comprender
que sus virtudes no se deben únicamente a sus esfuerzos,
sino a las oraciones y al aliento de sus hermanos. Esta
manera de hablar no nos debe inducir a imaginar que
el verdadero monje pierde el tiempo comparándose con
su hermano en esta cuestión de la virtud y la gracia.
Por el contrario, su caridad le hace caer en la cuenta de
la inutilidad de tal pensamiento.
Los verdaderos bienes de la vida espiritual son los que
no quedan disminuidos al ser compartidos, sino que, por
el contrario, se poseen del modo más perfecto cuando son
compartidos con otros. La fe común del cuerpo monásti-
co se acrecienta diariamente por la celebración de la misa
y el canto del oficio en común. La misma vida litúrgica, y
la paciencia común con que la comunidad soporta sus
tribulaciones, acrecienta la esperanza de cada miembro a
la vez que aumenta la esperanza de toda la comunidad.
Y la mayor de todas las virtudes, la caridad, que com-
prende todas las demás y engloba, por decirlo así, toda la
vida monástica, crece en todos con cada acto espiritual
vital de cada miembro de la comunidad.
Esta teología de la vida común es, paradójicamente, la
justificación de la presencia de los solitarios en la comu-
nidad monástica. La vocación solitaria es rara hoy en día,
pero esto no significa que no exista en modo alguno, y
menos aún que ya no tenga razón para existir. El eremita
camaldulense puede tener una soledad y una austeridad
mayores si se hace solitario, si vive solo y sin ser visitado
en su ermita. Es totalmente lógico que algún miembro
de una comunidad benedictina o cisterciense reciba la
autorización de su abad, después de un cuidadoso perio-
do de prueba de su vocación, para separarse en cierta
medida de los demás y dedicarse más plenamente a la
oración. Podría estar menos visiblemente ocupado en las

55
manifestaciones exteriores de la vida comunitaria, pero,
si cumple bien su función y llega a ser un agente más
fecundo de la vida en comunidad, entra, por decirlo así,
en el corazón espiritual de ésta, ya que alcanza más per-
fectamente el fin común que toda la comunidad procura
lograr. Al actuar así, ayuda a todos los demás a alcanzar
el mismo fin siguiendo el camino ordinario que es la
vocación y la preferencia de la mayoría.
Cualquiera que sea el lugar del monje individual en
la comunidad monástica, ya sea un hombre de tempera-
mento activo cuya espiritualidad se expresa en obras de
misericordia, ya sea un superior que ayuda al abad en la
tarea de dirección del monasterio, o un padre a quien se
ha encomendado la guía y la formación de las almas, o
un espíritu contemplativo y solitario, cada uno de ellos
contribuye a la vida común de todo el cuerpo cumplien-
do su peculiar función en él.
Lo importante es que cada uno comprenda que su
vida y valor como miembro de un organismo espiritual
depende de la perspicaz libertad y la generosa autoentre-
ga con que coopera con los otros miembros, bajo la auto-
ridad del abad, para llegar al fin común. Esto requiere
más que un mero asentimiento intelectual a una propo-
sición abstracta. Implica vencer esa resistencia interior y
acabar con esa frialdad de corazón que la terminología
ascética llama «voluntad propia». La voluntad propia es
simplemente la determinación de buscar nuestro bien
privado prefiriéndolo al bien que es común a nosotros y
a los demás. Ahora bien, un bien compartido con otros
es, como hemos visto, superior y más espiritual y, por lo
tanto, más perfecto, que el bien del que podemos dis-
frutar sólo gracias a la exclusión de algunos o de todos.
La voluntad propia es, por consiguiente, una voluntad
«exclusiva», que expulsa de nuestra vida a los demás, a

56
fin de poder gozar de valores demasiado pequeños para
ser compartidos por más de unos pocos, o incluso por
nadie. La voluntad propia es inseparable del miedo, la
ansiedad y la esclavitud espiritual. El mecanismo de
la vida comunitaria, que irrumpe constantemente en la
privacidad y la exclusividad de nuestra voluntad propia,
está destinado expresamente a vencer la resistencia con
la que evitamos nuestra plena incorporación espiritual
a la vida social del monasterio. Sin embargo, al mismo
tiempo, la vida común nunca tiene la finalidad de privar
al monje de su verdadera libertad interior, o violentar
su personalidad, y menos aún eliminar y destruir estos
supremos valores. Porque si la voluntad propia nos limi-
ta y nos encierra en una privacidad demasiado reducida
para permitir el crecimiento real de la libertad interior,
está claro que la devoción desinteresada a una causa
común es uno de los medios por los que nuestra libertad
y autonomía personal se pueden desarrollar y madurar
mejor.
Por consiguiente, sería una perversión de la doctrina
monástica imaginar que la vida común tiene únicamente
la finalidad de «quebrar» la voluntad de un ser humano
y disolver su personalidad en una masa informe sin
ningún carácter individual. Hay una enorme diferencia
entre una comunidad y una multitud. Una comunidad
es un organismo cuya vida común está afinada en un
tono más alto que la vida del miembro individual. Una
multitud es una mera masa en la que la vida colectiva
es tan pequeña como el nivel de las unidades más bajas
que la forman. Al entrar en una comunidad, el individuo
asume la tarea de vivir por encima de su nivel ordinario
y, de este modo, perfeccionar su propio ser y existir más
plenamente, esforzándose para vivir por el bien de los
demás, además del suyo. Al descender a la multitud, el

57
individuo pierde su personalidad y su carácter, y tal vez
incluso su dignidad moral como ser humano. El despre-
cio a la «multitud» no es en modo alguno desprecio a la
humanidad. La multitud está por debajo del ser humano.
La multitud devora lo humano que hay en nosotros para
hacernos miembros de una bestia de muchas cabezas.
Por este motivo, el monasterio se construye en el yermo,
para cortar las comunicaciones con el mundo, y con la
prensa y la radio que, con demasiada frecuencia, son
simplemente la voz de la masa ingente que ni siquie-
ra llega a ser humana. Como sociedad especializada y
espiritual, la comunidad monástica tiene que procurar
formarse cuidadosamente en la atmósfera de soledad y
desprendimiento en la que las semillas de la fe y la cari-
dad tienen la posibilidad de echar raíces profundas y de
crecer sin que las ahoguen las espinas o las aplasten las
ruedas de los camiones y los automóviles.
Al describir el mundo pagano que había perdido por
su propia culpa el conocimiento de Dios, san Pablo enu-
mera muchos de los pecados que hacían que aquel mundo
fuera realmente pagano: «llenos de toda injusticia, perver-
sidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homi-
cidio, de contienda, de engaño, de malignidad…, detrac-
tores…, ultrajadores, altaneros, fanfarrones» (Romanos
1,29-30). Como de costumbre, en estas listas de vicios
descubrimos que los pecados enumerados se polarizan
alrededor de un punto central: un egoísmo duro de cora-
zón que se aleja del bien común y de Dios y se centra en
un bien privado y exclusivo, que debe ser defendido con-
tra todo el universo y que, al final, se tiene que perder
porque es sólo una ilusión. Para terminar esta particular
lista que hemos citado, san Pablo añade otros elementos
que constituyen el punto culminante; es significativo que
estas malas cualidades nos resulten poco importantes y

58
leves. El mundo pagano es, afirma el Apóstol, «insensato,
disoluto, desleal, desamorado, despiadado» (Romanos
1,31).
El monasterio se edifica en la soledad con el fin de que
la comunidad monástica pueda llegar a ser exactamente
lo contrario de lo que se acaba de enumerar. El fruto del
espíritu se cosecha en el silencio y el aislamiento: «amor,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad,
modestia, dominio de sí» (Gálatas 5,22-23).
Por su sencillez y pobreza, la vida común del monas-
terio nos despeja y nos libra del frívolo espíritu de un
mundo que se ríe de todo. La austeridad y el duro trabajo
nos unen y fortalecen los músculos de nuestra voluntad
para resistir la disolución con que el hombre mundano
y su sociedad se desmoronan continuamente. Pero es
importante comprender, por encima de todo, que la vida
monástica es una escuela de afecto, fidelidad y mise-
ricordia. Al compartir las oraciones, los trabajos y las
pruebas de nuestros hermanos, y al conocerlos como son,
aprendemos a respetarlos y a amarlos con una discreta
compasión que es demasiado profunda para el sentimen-
talismo. Aprendemos a ser fieles a ellos, a depender de
ellos, y sabemos que tienen derecho a depender de noso-
tros. Intentamos aprender el modo de no defraudarlos.
Por último, perdonamos a los demás sus faltas y pecados
contra nosotros, del mismo modo que somos perdona-
dos por ellos y por Dios. En esta escuela de caridad y de
paz, un ser humano aprende no sólo a respetar y amar a
los otros, sino también, en el sentido más puro, a amar
y respetar su persona por amor a Dios. Sin este sobrena-
tural respeto a uno mismo, que procede del hecho de
saberse sinceramente amado por otro, difícilmente pue-
de el ser humano encontrar en su interior un verdadero
afecto a sus hermanos. Este respeto mutuo profundo se

59
nutre en el monasterio. Es exactamente lo contrario a
los halagos mundanos, porque se basa en un verdadero
e íntimo conocimiento de los otros y de uno mismo. Su
fruto es una paz sólida y perdurable que no termina con
la mera satisfacción de nuestra necesidad natural de com-
pañía y de amigos, sino que purifica nuestro corazón de
la dependencia de las cosas visibles y fortalece nuestra fe
en Dios. Porque, en último término, el calor de la caridad
monástica no es sólo el calor de la naturaleza, sino el del
fuego invisible e infinito que arde en las recónditas pro-
fundidades de la Santísima Trinidad.

«Estos seres humanos no viven gracias a su propio


espíritu, sino por el espíritu de Dios que los conduce
y hace de ellos hijos de Dios, que es el amor y el vín-
culo que los une. Y cuanto mayor es su amor, tanto
más firmemente están vinculados entre sí y más
completa es su comunión. Y a la inversa, cuanto
mayor es su comunión, tanto más firmemente están
unidos y tanto más pleno es su amor. Ahora hablo
de ese amor por el que debemos amar a Dios ante
todo y sobre todo. Y este amor es lo que da forma a
toda vida buena, con el fin de hacerla buena»2.

Obviamente, no todo es siempre consolador y perfecto


en la sociedad monástica. Los caracteres son a menudo
tan bastos como en cualquier otra parte, y las circunstan-
cias contribuyen a veces a exagerar las dificultades más
pequeñas y hacer que parezcan muy grandes. Pero queda
el hecho de que el carácter objetivo de la vida monástica
hace de ella una comunión de afecto fraterno, en la que
no sólo entra en juego la profunda caridad de la voluntad,

2. BALDUINO DE CANTERBURY, De Vita Coenobitica, MIGNE, PL, 204,


col. 553.

60
sino también los más nobles y más puros sentimientos
del corazón humano. La nobleza de estos sentimientos
está en proporción con su sinceridad, y ésta, a su vez,
está purificada y no es ilusoria. Los miembros del cuerpo
monástico se mantienen unidos, no por las admiraciones
y entusiasmos humanos que hacen de los seres huma-
nos héroes y santos antes de tiempo, sino por la sobria
verdad que acepta a las personas exactamente como son,
con el fin de ayudarlas a ser lo que deberían ser.

61
v
IN UNITATE
(EN UNIÓN)

Velando sobre los destinos de todo este cuerpo se


encuentra la persona más importante del monasterio,
la cabeza de quien dependen la acción y la paz de los
miembros. Es el abad, que, por su vocación carismática,
ocupa el lugar de Cristo en la comunidad. Al usar aquí el
término «vocación carismática», no pretendo disminuir
los aspectos jerárquicos y jurídicos del oficio abacial,
sino únicamente hacer hincapié en el hecho olvidado de
que la persona elegida para gobernar una comunidad
es también elegida sobre todo para santificar a sus
miembros y, por consiguiente, es elegida debido a su
superior santidad y conocimiento de las cosas de Dios, y
debido a su habilidad para discernir y probar los espíri-
tus de sus seguidores y para guiar su comunidad a la luz
del consejo divino.
El abad es el superior, un hombre de Dios, especial-
mente dotado de gracias y dones para bien de la comu-
nidad. Como representante de Dios, no sólo ejerce una
autoridad que ha recibido de Dios para gobernar, sino
que es, por decirlo así, un «sacramento» de la paterni-
dad de Dios. Tiene una misión divina. Es «enviado» a la
comunidad por Cristo, como Cristo fue enviado al mundo
por el Padre. Cristo y el Padre están, por consiguiente,
ocultos en su persona, hablan con sus palabras y quieren

63
lo que él ordena. Es enviado para gobernar, enseñar y san-
tificar. Todos estos poderes le son dados al abad para que
los use de acuerdo con la providencia de Dios por el bien
de las almas y de la comunidad que le ha sido confiada.
Debe, por tanto, en primer lugar, comprender lo que es la
Providencia de Dios, ya que él es su instrumento. Esto no
significa una habilidad mágica para acertar y tomar deci-
siones ingeniosas por medio de alguna clase de adivina-
ción. Significa más bien el conocimiento de la ley de Dios,
pues el abad es doctus lege divina. Significa compren-
der el modo con que Dios trata normalmente a los seres
humanos, la ley de Cristo, la ley de la caridad. Significa,
por consiguiente, comprender que del mismo modo que
Dios ejerce su poder creador y santificador para el bien de
las criaturas a las que ama, así también la autoridad no se
da con el fin de aplastar y someter las voluntades huma-
nas, sino con el fin de formarlas y desarrollarlas.
No sin razón dijo Cristo: «Los reyes de las naciones
las dominan como señores absolutos y los que ejercen el
poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores; pero no
así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como
el más joven y el que gobierna como el que sirve» (Lucas
22,25-26).
El príncipe mundano es «llamado bienhechor», como
si los beneficios que otorga a sus súbditos fueran el fruto
de su liberalidad, en vez de un derecho que se les debe.
En la economía salvífica cristiana, el apóstol es aquel que
viene a proporcionar a los seres humanos los beneficios
y privilegios sobrenaturales que Dios quiere que tengan.
En cierto sentido, les restablece la paz, la nobleza, el
amor, la fuerza, que estaban destinados originariamente
para el espíritu del ser humano, se perdieron en la caída
y se recuperaron con la victoria de Cristo. El abad, por
consiguiente, debe saber bien que su función no es limi-

64
tar y doblegar arbitrariamente la libertad espiritual de
sus hijos, y someterlos a la autoridad por la autoridad.
Todo lo contrario: es señalado por Dios para cuidar de
que el don de la divina libertad y sabiduría se desarrolle
en sus almas. Si a veces es severo, su severidad está des-
tinada a hacer que sean fuertes.
El apóstol san Pablo se impacientaba con los corin-
tios, no porque opusieran resistencia a su autoridad,
sino precisamente por lo contrario, porque algunos de
ellos querían formar un partido en torno a él y exaltar
su autoridad por encima de la de los demás apóstoles (1
Corintios 1,12-13). Vio que esta obsesión de la adulación
humana y este deseo de sumisión a un jefe humano era
signo de «infantilismo» en el orden espiritual (1 Corin-
tios 3,1). Su misión era precisamente liberarlos de esa
servil autosumisión a las tradiciones humanas, a la auto-
ridad humana, al liderazgo humano, para que pudieran
desarrollar la libertad que habían recibido de Dios y vivir
«en el Espíritu» como cristianos maduros.
La función del abad en el monasterio es llevar a sus
hijos a esta madurez espiritual que es la libertad y la
sabiduría cristianas. Para ello, debe ser maduro, sabio
y libre. Entonces será capaz de formar hijos dignos de
ayudarlo en su tarea, y, entre ellos, uno suficientemente
sabio para sustituirlo. Por esta razón, la palabra sabidu-
ría aparece con mucha frecuencia en las páginas de san
Benito. Es indudable que, para él, el monje no era un
niño crecido, incapaz de arreglárselas o de hacer algo. El
benedictino tiene la verdadera infancia espiritual de un
alma que es madura porque está guiada por el Espíritu
Santo. Sólo bajo estas condiciones, la casa de Dios es
gobernada sabiamente, como habría querido san Benito,
por hombres sabios: domus Dei a sapientibus sapienter
administretur.

65
Las fiestas del año litúrgico ponen de manifiesto este
misterio de una manera viva y simbólica. La familia
monástica se reúne con una especial solemnidad en la
iglesia abacial. Allí, ante el altar mayor, la comunidad
toma conciencia especialmente de su carácter y vocación
sobrenaturales. Con cierto esplendor que no está en des-
acuerdo con la sobriedad del estado monástico, el abad
toma su mitra, su báculo y las vestiduras pontificales, y
sube a celebrar los sagrados misterios rodeado por sus
hijos, que lo ayudan según sus capacidades. Aquí, la
comunidad se une en su gran tarea de «ser» otro Cristo,
de ofrecer con Cristo el sacrificio eclesial de alabanza y
adoración. Para que este sacrificio sea auténtico y acep-
table para Dios, debe proceder de un organismo místico
unificado e integrado, en el que el mismo Cristo vive y
actúa por su Espíritu Santo. Tal organismo está simbo-
lizado por las solemnes ceremonias pontificales, en las
que el abad, como cabeza y representante de Cristo, se
deja ayudar en el altar por sus sacerdotes y diáconos. Los
miembros más ancianos y maduros, que han recibido el
honor de las órdenes sagradas, permanecen al lado del
abad, mientras éste ofrece el santo sacrificio. Los más
jóvenes se turnan cantando los textos litúrgico y llevando
al altar la materia para el sacrificio. Otro monje joven
ofrece el incienso sagrado. Los más jóvenes, principian-
tes aún en la vida litúrgica, tienen también su papel: uno
sostiene el cirio, otro el libro, y otros el báculo y la mitra
del abad. Y todo el cuerpo del coro monástico acompaña
la misa con cánticos solemnes.
Todo habla aquí de Cristo que vive en su Iglesia,
Cristo el Sumo Sacerdote de toda la creación, la Palabra
en Quien subsisten todas las cosas, el Cordero degolla-
do desde el principio del mundo. Pero, por encima de
todo, todas las cosas hablan elocuentemente del «Cristo

66
monástico», el cuerpo místico de miembros unidos con
su cabeza, en íntima solidaridad y entusiasta amor fra-
terno, que viven sus vidas como un sacrificio de alabanza
en honor del Padre eterno.
La unidad simbolizada aquí no es sólo la unidad jurí-
dica de un cuerpo de miembros sumisos a la autoridad
de su cabeza, sino también la unidad espiritual de un
organismo místico que manifiesta exteriormente la reali-
dad interior y escondida de la comunión de los santos.
Cuando el abad celebra misa pontifical en el altar,
vemos presente no sólo el cuerpo monástico unificado
en un corazón y una voz en la oración, sino todo el
cuerpo místico de Cristo, unido con Cristo en Su adora-
ción al Padre. Y recordamos que la realidad invisible es
mucho mayor que la que vemos. Entendemos de nuevo
el extraordinario secreto y silencio que subyace en las
palabras, los pensamientos y los símbolos de nuestra fe.
Estamos aquí en presencia de la invisible y perfecta
liturgia del cielo, una liturgia incomprensible para nues-
tras mentes, cuyos cánticos son silenciosos, cuyas oracio-
nes están escondidas en Dios; una liturgia de alabanza
que brota de Dios como un río de fuego que quema a Sus
criaturas y las atrae a Su oculta gloria, para enviarlas de
nuevo enriquecidas con una vida que debe acrecentarse
siempre sumergiéndose en el vasto mar del Ser que todo
lo abarca.
Aquí, ante el altar, donde la comunidad se reúne para
el banquete eucarístico, sabemos que los solitarios del
desierto están también presentes. Ésta es su misa, tanto
como la nuestra. Sabemos que los presos y confesores
de la fe, ocultos en las cárceles y minas del perseguidor,
están también presentes. Ésta es su misa, quizá más aún
que la nuestra. Sabemos que las almas sepultadas en el
misterio de la muerte, y no purificadas todavía, están

67
presentes. Es su misa, tanto como la nuestra. Recorda-
mos, finalmente, que todo el cuerpo del monacato, pasa-
do, presente y futuro, está allí de una manera especial, y
que la Iglesia entera está presente, puesto que es su sacri-
ficio. Y toda la Iglesia de Dios se hace una en la caridad
y en el Espíritu de Jesucristo. Esta caridad, que brota del
Espíritu Santo, es la vida, la forma y el principio acti-
vador de la vida monástica: es oculta, silenciosa y está
escondida en el misterio. Pero hay también un elemento
visible, un factor material, que debe ser animado por este
Espíritu escondido.
El elemento material, la carne y el hueso, que dotan
a este espíritu solitario de un poder para actuar en el
mundo de los seres humanos, hay que buscarlo en la
observancia monástica. Los detalles de esta observancia
son diferentes en cada familia monástica, pero su esencia
es siempre la misma. Establece un marco dentro del cual
se llevan a cabo los principales deberes del monje. En
nuestro tiempo, en el que pocos monjes viven realmente
en el desierto, las reglas y usos monásticos crean una
especie de desierto espiritual de silencio, soledad, des-
prendimiento, pobreza, austeridad, trabajo y oración.
Las variaciones en la disciplina monástica depen-
den en gran medida de hasta qué punto cada una de
las reglas intenta acomodarse a las limitaciones de la
persona humana. Las mejores reglas monásticas no son
necesariamente las más austeras, ya que el rigor no es
la única norma válida en el monasterio. Las mejores
reglas son aquellas que están mejor adaptadas a su fin,
que es ayudar a seres humanos de carne y hueso a llevar
de un modo efectivo una vida de oración. Si la regla es
demasiado austera, el monje puede convertirse en una
máquina de penitencia, pero dejará de ser un hombre
de oración. La mayor parte de las veces, la regla lo que-

68
brará en vez de hacer que sea lo que debería ser. Si la
regla no es suficientemente austera, el monje se exigirá
demasiado poco en la oración y la disciplina espiritual,
y se convertirá, de hecho, en un cómodo (aunque quizás
angustiado) ciudadano, en otro miembro inerte de la
clase media.
Las reglas más austeras, y las que tratan de reproducir
lo mejor posible la pureza original de la vida monástica,
hacen más hincapié en la soledad, la penitencia, el silen-
cio, el trabajo manual y la oración contemplativa. Las
reglas menos austeras, aun cuando mantienen una con-
cepción definida, según la cual el monje es un hombre del
desierto, se vuelven, no obstante, en cierta medida hacia
el mundo, con el fin de proporcionar una vida monástica
a la mayoría de las vocaciones para las cuales el ideal
puro resultaría inaguantable. En estas reglas se hace más
hincapié en la oración vocal y litúrgica, en las obras de
misericordia, en la vida común, en el trabajo intelectual,
en la enseñanza e incluso en el ministerio apostólico.
Estas dos tendencias –una solitaria y la otra social– se
unen siempre en toda forma de monaquismo organi-
zado. Cada monasterio mantiene, en cierto grado, una
mezcla de vida solitaria y vida en comunidad.
Los monjes cartujos llevan una vida semieremítica.
Cada monje tiene su celda propia que, si podemos expre-
sarlo así, forma parte de una comunidad de celdas. Los
camaldulenses, que son quizá los más flexibles al mismo
tiempo que los más tradicionales de todos los monjes
occidentales en su observancia, mantienen comunida-
des tanto cenobíticas como eremíticas. Un camaldulense
puede ser un cenobita, un ermitaño o incluso un monje
recluido (o recluso). Así, en una forma de vida se encuen-
tran muchos grados diferentes de soledad, hasta llegar a
la más absoluta y perfecta.

69
Los trapenses-cistercienses y ciertas familias benedic-
tinas como La Pierre qui Vire, mantienen una vida ver-
daderamente cenobítica en la que la soledad está garan-
tizada por la práctica estricta de silencio y clausura.
La Pierre qui Vire representa también verdaderamente
la tradición benedictina, que permite una ermita cerca
del monasterio y supone que el abad tendrá la discreción
suficiente para decir cuál de sus monjes puede estar
capacitado para hacer buen uso de ella.
Los benedictinos de Solesmes, que mantienen el prin-
cipio de soledad y aislamiento del mundo, y guardan
silencio dentro del monasterio, saben, sin embargo, que
tienen una misión especial, heredada de Cluny y San
Mauro, a saber: presentar al mundo el testimonio de un
cuerpo monástico, plenamente consciente de la presencia
y la gloria de Dios. Por eso, la liturgia y la erudición sagra-
da ocupan el lugar más importante en una comunidad
que es casi visiblemente la corte del Rey de los Cielos.
Los cistercienses de la común observancia y algunas
otras grandes congregaciones benedictinas, aun cuando
se mantienen fieles a la erudición y la liturgia, han ser-
vido a la Iglesia en obras de apostolado, predicando y
enseñando, sin perder su orientación esencial hacia Dios
en la soledad.
La austera tradición del monaquismo silencioso y
contemplativo no carece de elementos de humanismo
profundo y vital, pero es, por encima de todo, una tra-
dición de desprendimiento, austeridad, fe y oración. El
estudio, la liturgia, el arte, la agricultura, la educación y
la escritura encajan en el marco de austeridad y soledad
monásticas. Con todo, su lugar es, y debe ser siempre,
secundario.

70
segunda parte

LA VIDA CENOBÍTICA
1
SAN BENITO

Hemos visto algo del espíritu monástico. Ahora vamos


a centrarnos en las diferentes formas en que este espíritu
se encarna, pues la vida monástica no es simplemente
espíritu desencarnado. Se encarna en diferentes formas
de observancia que expresan distintas interpretaciones de
la regla benedictina.
En lo fundamental, el espíritu monástico es uno y el
mismo en todas las ramas de la orden monástica. Las
variaciones casuales que distinguen al cisterciense del
monje de Solesmes, o al benedictino blanco de Prinknash
del ermitaño camaldulense, son suficientemente profun-
das para constituir diferencias específicas en su espi-
ritualidad. Todos procuran glorificar a Dios y salvar su
alma mediante una vida contemplativa, de acuerdo con
la Regla de san Benito y guiados por su espíritu. Las
variaciones en la observancia dependen en gran medida
de hasta qué punto cada familia monástica pone el acen-
to en un aspecto particular de la regla benedictina. Pero
estas aplicaciones particulares de la fórmula benedicti-
na, aun cuando adaptan la esencia de la Regla a ciertos
tiempos especiales, nunca deberían permitirse cambiar
la esencia de la vida monástica como tal.
Algunas familias benedictinas hacen hincapié en la
austeridad de la Regla; otras están más abiertas a su

73
espíritu de humanismo y discreción. Algunas afirman
la naturaleza esencialmente contemplativa y solitaria
del ideal monástico; otras recuerdan el hecho de que,
en la práctica, el propio san Benito y los primeros bene-
dictinos concedieron al apostolado un lugar definido en
la vida del monje. Pero, en efecto, estas dos tendencias
–una solitaria y austera, la otra social y humanis-
ta– deben mezclarse siempre en cierta medida en toda
vida monástica. Las diferentes proporciones en que se
mezclen dependerán de la finalidad particular de cada
observancia. Y este propósito particular será siempre
una manera especial de llegar al único fin que Benito
propuso para todos sus hijos.
El monje es siempre y esencialmente un hombre
de oración y penitencia. Sus horizontes son siempre
y esencialmente los del desierto. Ha dejado todo para
negarse a sí mismo y seguir a Cristo en pobreza, trabajo
y humildad. En una palabra, la vida monástica es la cruz
de Cristo. Si la ciencia, el arte, la literatura, la educa-
ción, la investigación histórica y el ministerio apostólico
entran en esta vida, lo hacen sólo en la medida en que
pueden, en última instancia, encajar en esta perspectiva
que se abre al desierto, a través del cual el monje tiene
que recorrer su camino hacia Dios. Si algunas interpre-
taciones de la Regla son menos austeras que otras, es
porque esperan permitir al ser humano medio vivir como
un contemplativo sin perjuicio para su salud mental o
física. Si algunos monasterios se dedican sabiamente a
la investigación de las Escrituras, los padres, la liturgia
y el canto, es porque saben que éste es el modo más
eficaz de que un cierto tipo de alma pueda alimentar
una vida de oración. Las variaciones en las observancias
monásticas son todas buenas y necesarias, en la medida
en que hacen que la vida monástica sea accesible a todos

74
los tipos de seres humanos. Es muy probable que quien
no está capacitado para formar parte de una familia
encuentre un lugar para él en una de las otras.
Así pues, a pesar de sus diferencias, todas las familias
benedictinas tienen algo en común. Antes de considerar
sus diferencias, veamos por qué decimos que son una.
Tienen un padre común y una regla común. La finali-
dad de la regla es formar a Cristo en el alma del monje,
de la misma manera que fue formado en el alma de san
Benito. La regla, que no es nada más ni nada menos que
el estilo de vida de san Benito, nos muestra la manera
particular en que un monje interpreta y aplica las lec-
ciones del Evangelio de Cristo. Un monje benedictino es
simplemente un hombre que entiende y vive el Evangelio
como lo entendió y vivió san Benito.
¿Quién fue san Benito? ¿Cómo interpretó el Evangelio
y lo aplicó a su propia vida?
La historia nos dice más acerca de lo que san Benito
fue que acerca de lo que hizo. La mayoría de las fechas
de su vida son objeto de discusión. A nosotros nos bas-
ta situarlo en su siglo: el siglo VI. Fue un romano que
estableció la vida monástica sobre un cimiento firme en
Italia, donde ya existía, al final de las grandes invasiones
bárbaras. Su regla, que era un resumen de toda la sabi-
duría acumulada del monacato oriental, llegó a suplan-
tar a todas las demás reglas monásticas en Occidente. El
monacato benedictino desempeñó un papel tan suma-
mente importante en la reconstrucción de Europa des-
pués de las grandes migraciones, que san Benito es
llamado con razón no sólo el Padre del monacato occi-
dental, sino sencillamente el «Padre de Occidente».
Pero ahora fijémonos en el retrato vivo que dejaron de
él su biógrafo –san Gregorio Magno– y su propia regla.
En la regla y en la persona de Benito encontramos el

75
espíritu, la «forma» sin la que ningún monje se puede
llamar verdaderamente benedictino.
El primer rasgo del carácter de san Benito que nos
impacta es su insólita seriedad. El espíritu benedictino es
un espíritu de madurez y profundidad. Incluso de niño,
Benito tenía la sabiduría que normalmente se gana sólo
con años de experiencia. Una prudencia sobrenatural
le dio una aguda percepción de la vaciedad de las cosas
mundanas y se alejó de ellas para consagrar su vida a
Dios. Toda su vida está recapitulada en las palabras con
que san Gregorio lo describe retirándose a la solitaria
cueva de Subiaco: «deseaba complacer sólo a Dios» –soli
Deo placere desiderans.
Por consiguiente, su vida fue sencilla y austera. Dese-
chó todo lo que no era Dios y vivió en soledad bajo los
ojos de Dios (solus in superni spectatoris oculis habitavit
secum)1. Su vida como ermitaño dependió por completo
de la Divina Providencia y, en efecto, esta fe en la Provi-
dencia fue otra de las grandes características de Benito,
que había ordenado distribuir (entre los pobres) todo lo
que poseía en la tierra, para poder reunir tesoros, para
él, en el cielo2. En esto siguió el Evangelio de Cristo en
toda su sencillez literal. «Cualquiera de vosotros que no
renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío»
(Lucas 14,33). «Vended vuestros bienes y dad limosna.
Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inago-
table en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla
corroe» (Lucas 12,33).
Su vida en la cueva de Subiaco fue una lucha para
lograr el dominio de sí mismo, de sus pasiones y de los

1. «Vivía solo, y a solas, bajo los ojos de Aquel que mira desde
arriba». SAN GREGORIO, Diálogos II, MIGNE, PL, 66, col. 136.
2. Ibid., col. 186.

76
malos espíritus. Cuando al fin alcanzó aquella apatheia
(o libertad de la pasión) que lo capacitaba para ser maes-
tro de otros monjes3, Benito se encontró rodeado por los
discípulos que el Espíritu Santo había conducido hasta él
y empezó su vida como abad y fundador monástico.
Perseguido por el odio de hombres envidiosos, tuvo
la posibilidad de practicar en toda su perfección la man-
sedumbre con que Cristo nos mandó amar a nuestros
enemigos4. Por último, en medio de todas las inquietudes
que tenía como abad y apóstol, disfrutó de la más alta
contemplación mística, junto con los dones carismáticos
de los milagros proféticos y el discernimiento de los espí-
ritus. Benito fue, en el sentido más elevado, un «hombre
de Dios», un hombre poseído y transfigurado por el
Espíritu Santo, que vivió y actuó en el Espíritu, que vio y
conoció todas las cosas a la luz del Logos, de tal manera
que finalmente contempló toda la creación reunida, por
decirlo así, «en un solo rayo del sol». Y san Gregorio
comenta: «Para quien ve al Creador, todas las criaturas
se reducen a nada»5.
Éste es, por tanto, el patrón que ha de servir de mode-
lo para la vida de todo monje benedictino. No necesita-
mos, y de hecho no podemos, reproducir en nuestra vida
todos los aspectos exteriores de la vida de san Benito. La
mayoría de nosotros no podemos vivir solos en cuevas, y
pocos de nosotros disfrutaremos de sus dones milagro-
sos. Pero debemos ser hombres de Dios como él; debe-
mos ser transformados por el Espíritu de Dios como él;
tenemos que abandonarnos a la voluntad de Dios como
él lo hizo. Debemos reproducir en nosotros la caridad de

3. Liber a tentationis vitio, jure jam factus est virtutum magister,


ibid., col. 132.
4. Ibid., col. 136.
5. Ibid., col. 260.

77
Cristo como hizo Benito. Y tenemos que anhelar ver a
Dios como él.
¿Cómo se puede conseguir esto? La regla nos da la
respuesta.
La esencia de la regla de san Benito es la renuncia a
la voluntad propia imitando a Cristo que dijo: «Porque
he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la
voluntad del que me ha enviado» (Juan 6,38). La vida
benedictina es seguir a Cristo en obediencia, humildad
y caridad. El monje es otro Cristo, «obediente hasta la
muerte». Pero la finalidad de esta autorrenuncia no es
simplemente someternos a un superior humano. Los
votos y la regla nos someten a Dios, nos enseñan cómo
obedecer a Dios. Su finalidad es ponernos bajo la guía
directa del Espíritu divino. Cuando podemos escu-
char, entender y responder a cada impulso oculto del
Espíritu, nuestras vidas ya no están dominadas por el
miedo. Entonces, como dice san Benito, hacemos todo
«por amor a Cristo, por el mismo hábito bueno y por el
atractivo de las virtudes; todo lo cual el Señor se dignará
manifestar por el Espíritu Santo en su obrero, cuando ya
esté limpio de vicios y pecados»6.
La vida que tenía en mente san Benito cuando
escribió la regla era la vida que él mismo llevaba. ¿Cómo
vivió él?
El monasterio era un pequeño y sencillo edificio, o
grupo de edificios, habitado por una comunidad de doce
o quince monjes. Había una estancia apartada, reserva-
da como oratorio, y otra para los novicios. Al parecer,
san Benito tenía su propia celda. Había una cocina, un
refectorio y un dormitorio común. Dentro del recinto
monástico había un molino, una panadería y varios

6. Regla, capítulo 7, final.

78
talleres donde trabajaban los monjes. La comunidad
se sostenía con el trabajo de los monjes, que de vez en
cuando recibían donativos de benefactores o de viajeros
ricos. No obstante, san Benito estaba más interesado en
ofrecer hospitalidad a los pobres. Pero en cualquier caso,
la hospedería del monasterio era una parte necesaria
de la institución, cuyo fundador veía a Cristo en cada
extraño, lo mismo que en cada miembro de su familia
monástica.
Los monjes se levantaban aproximadamente una
hora después de la media noche, para cantar o recitar un
oficio muy sencillo, que consistía en salmos y lecturas,
sin ninguno de los añadidos y complementos que han
complicado el breviario desde aquellos días. Siete veces
al día se reunían en el oratorio, o en su lugar de trabajo
en los campos, para recitar las horas canónicas. Se tar-
daba unos diez minutos en recitar cada una de las «horas
menores». Los salmos iban seguidos por un momento de
meditación en común, pero san Benito insistía en que
ésta fuera breve. Lo que más nos impresiona cuando cap-
tamos el significado de la legislación de san Benito para
la liturgia monástica es el hecho de que quería que todo
fuera sencillo y breve, según las palabras de Cristo: «Y, al
orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figu-
ran que por su palabrería van a ser escuchados» (Mateo
6,7). No obstante, la regla permite que cada monje pro-
longue su oración en privado, de acuerdo con la inspi-
ración del Espíritu Santo7. En otras palabras, la oración
litúrgica comunitaria no debe convertirse en mera rutina
tediosa, y la oración contemplativa personal queda a la
libre elección de cada alma particular. De esta manera,
san Benito se aseguraba de que, cuando el monje llevara

7. Regla, capítulo 20.

79
a cabo su obligación principal, la alabanza de Dios en
coro, lo hiciera con una mente despejada y atenta a las
palabras que recitaba.
El resto de la jornada monástica estaba dividido entre
la lectura (lectio divina) y el trabajo manual. Se podía
trabajar entre cinco y ocho horas al día, con dos o tres
horas de lectura y meditación.
Las comidas de la comunidad, en las que no se servía
carne, eran sencillas, pero, comparadas con la dieta de
los padres del desierto, eran abundantes, y se disponía
de bastante tiempo para dormir.
Así pues, éste es el cimiento original sobre el que se
construye toda la observancia benedictina. Como vemos,
este marco es particularmente notable por su sencillez y
equilibrio. Podemos entender fácilmente por qué, siglo
tras siglo, los monjes intentan siempre desechar las com-
plicaciones y los añadidos que se han ido acumulando
sobre esta sencilla estructura original, y retornar a la
simplicidad de la vida vivida por el propio san Benito. Al
mismo tiempo, también resulta fácil ver que las adapta-
ciones serán siempre necesarias, y que los seres humanos
siempre estarán cambiando o modificando el orden ori-
ginal del horario benedictino.

80
ii
LOS BENEDICTINOS

La primitiva observancia benedictina experimentó


pronto modificaciones. Primero, los monjes entraron en
contacto con el «monacato urbano», es decir, con grupos
de monjes, o más bien de canónigos, cuya única finali-
dad era proporcionar coros a las grandes basílicas roma-
nas. El único objetivo de la existencia de estos grupos era
alabar a Dios en el oficio divino. No tenían nada de los
trabajos, la oscuridad y la soledad del monje. En algunos
monasterios, la vida benedictina asumió muy pronto
el carácter exclusivamente litúrgico de estos grupos,
especialmente cuando los mismos benedictinos fueron
invitados a reemplazar a los canónigos en las basílicas y
catedrales de las grandes ciudades de la cristiandad. Los
oficios se alargaron, se añadieron ceremonias litúrgi-
cas, el trabajo se redujo o dejó de existir, y el monje se
hizo intensamente consciente de su función como dele-
gado para realizar con toda solemnidad el culto público
de la Iglesia. De ahí surgió la concepción según la cual el
monje existía propter chorum, para el coro y nada más.
La liturgia, que era el más importante deber del monje,
se convirtió finalmente en toda su vida.
Así pues, un siglo después de la muerte de san Benito,
empezaron los grandes viajes misioneros de los monjes
benedictinos. San Agustín fue enviado a Inglaterra; pron-

81
to, otros partieron de Inglaterra hacia Alemania. El ardor
del celo misionero, el peregrinationis amor que hizo salir
a san Willibrordo de su claustro de Ripon, pasó a ser una
paradójica característica de los santos que habían hecho
el voto benedictino de estabilidad (es decir, el voto de
vivir y morir en el monasterio donde habían profesado).
Esta adaptación de la fórmula benedictina fue no
sólo legítima, sino también providencial, y parece estar
anticipada en ciertas cláusulas de la regla1. Los monjes
habían sido elegidos para la obra de propagación de la fe
cristiana y de preservación de lo que se podía preservar
del orden y la cultura romanos. Pero su vocación debía
seguir siendo –como siempre lo había sido– esencialmen-
te contemplativa, sedentaria y silenciosa.
El efecto combinado de estas dos influencias –la litúr-
gica y la misionera– sobre la vida benedictina se hizo
sentir en distintos grados en diferentes monasterios.
No hemos de imaginar que todos los monjes empeza-
ron a pasar todo su tiempo en el coro o en el púlpito.
Pero desde principios del siglo VII el monje empezó a
ser un miembro de una gran comunidad, consagrada a
la ejecución de una liturgia más espléndida que la que
conoció Benito, propietaria de grandes extensiones de
terreno, cultivadas por siervos o empleados contrata-
dos, y dedicada más al estudio, a escribir y a enseñar
que a cualquier otra cosa excepto la oración litúrgica.
San Beda es el ejemplo más encantador y consumado
de esta santidad benedictina –Newman ha dicho de él
que «en su persona y en sus escritos es el verdadero tipo
del benedictino». San Beda tenía una concepción de la

1. San Benito permite el uso de vestiduras más calientes en cli-


mas más fríos que el de Italia, y prevé que sus monjes puedan
vivir en países donde no se cultiva la viña ni puede obtenerse
vino. Véanse los capítulos 55 y 40 de la Regla.

82
vida monástica propia de él. Lo que buscaba, dijo, era
«permanecer dentro del recinto del monasterio y servir a
Cristo en toda seguridad y libertad». Y añadió: «Siempre
fue mi deleite, además de observar la disciplina regular y
cantar el oficio en coro, estar siempre aprendiendo, ense-
ñando o escribiendo»2. No se debe pensar que esto estaba
en modo alguno contaminado por lo que hemos venido
a criticar como «activismo». Beda era un contemplativo,
que dijo: «No hay más que una teología, que es la con-
templación de Dios, y todas las demás obras meritorias
y estudios de virtud se sitúan correctamente en segundo
lugar, después de ella»3.
Después de que san Benito de Aniano intentara codi-
ficar y establecer firmemente este tipo de vida benedic-
tina como «normativo» para todo el monacato cristiano,
y después de que su tentativa fracasara parcialmente,
Cluny fue fundado en 910. Cluny iba a convertirse en la
mayor renovación conocida en la Cristiandad, pero sus
primeros pasos fueron oscuros y humildes, como los
de cualquier reforma monástica. El ideal ascético que
hizo posible la existencia de Cluny fue estimulado, por
un lado, por el espectáculo de la decadencia monástica
en todas partes y, por otro lado, por el miedo al fin del
mundo, que se esperaba que tuviera lugar en el año 1000.
Se pretendía que Cluny fuera ante todo una renovación
de la austeridad benedictina. Se hacía hincapié en la
obligación del monje de separarse del mundo y vivir en
soledad. Se ponía el acento en el hecho de que la vida
monástica es una vida de oración ininterrumpida. Para
los monjes de Cluny, la oración ininterrumpida significa-
ba una casi continua oración vocal en el coro.

2. MIGNE, PL, 90, col. 37.


3. Comentario a san Lucas, capítulo 10, MIGNE, PL, 90.

83
La reforma se extendió pronto a muchas de las mayo-
res abadías de Europa. Se hicieron nuevas fundaciones
por todas partes. La orden monástica se había salvado.
Y no sólo eso, sino que se encontraba en condiciones de
llegar al punto más elevado de su desarrollo. Los dos mil
monasterios cluniacenses se convirtieron, bajo san Hugo
(1049-1109), en el baluarte del poder papal y el apoyo
principal de san Gregorio VII en las amplias reformas
realizadas en la Edad Media. Con todo, la importancia
política de Cluny no debe hacernos olvidar la santidad de
vida propia de aquellos monasterios. Durante doscientos
años, el esplendor arquitectónico y litúrgico de Cluny
fue sólo la vestidura de una santidad interior que era,
incuestionablemente, extraordinaria. El arte románico,
las espléndidas iglesias monásticas que aún se conservan
en Borgoña, Auvernia y Languedoc, dan testimonio de la
inigualada vitalidad interior del monacato cluniacense.
Podríamos sentir la tentación de imaginar que el ideal
cluniacense era simplemente la racionalización de un
cristianismo poderoso y mundano, feliz al pensar que las
riquezas y el esplendor eran la manifestación terrena de
las glorias del cielo. Pero tenemos que mirar más atenta-
mente y comprender que Cluny era verdadera y puramen-
te benedictino, lo cual quiere decir que la piedra angular
de todo el edificio era, una vez más, la humildad. Lejos de
pensar en una gloriosa carrera, como si estuviera proba-
blemente destinado a ser un futuro obispo, el cluniacense
comprendía perfectamente que el monje había elegido
el último lugar en la Iglesia y había renunciado a todos
los honores eclesiásticos. Como los padres del desierto,
había dejado el mundo con sus pompas para entablar la
oscura batalla con los poderes del mal, que el monje debe
librar, como hizo Cristo, en el desierto. Despojado de toda
esperanza de grandeza jerárquica, el papel del monje en

84
la vida de la Iglesia es, en el mejor de los casos, invisible.
Nunca «será» nada ni nadie a los ojos de los demás, por-
que su vida está escondida con Cristo en Dios.
En Cluny se insistió sobre todo en el silencio monás-
tico, que es la garantía de toda disciplina y regularidad.
Como en Cluny reinaba el silencio, era visto por todos
como un «paraíso» de la perfecta observancia monástica
y alabado, como tal, incluso por los cartujos.
Por consiguiente, los monjes de Cluny no dudaban en
afirmar que su vida era verdaderamente contemplativa.
Su contemplación, nutrida íntegramente por la liturgia y
los Salmos, era esencialmente una conciencia de Dios,
de la divina Sabiduría, que vivía y se manifestaba en la
comunidad monástica. La abadía no es sólo la Corte de
Cristo, el Gran Rey, sino más bien el Cuerpo de Cristo. Es
el mismo Cristo. En otras palabras, la vida contemplativa
de Cluny, litúrgica y cenobítica hasta los tuétanos, era la
profunda conciencia de la caridad de Cristo, vivo y activo
en los corazones de todos los que vivían en esta ingente
comunidad. La «Santa Iglesia de Cluny» era un monaste-
rio contemplativo por ser un «paraíso de caridad». Bajo
ninguna otra condición podría haberlo sido.

SOLESMES

Todo lo mejor del espíritu de Cluny vive aún en


los monasterios benedictinos de las congregaciones de
Beuron, Bélgica y Solesmes.
Después de que la orden benedictina fuera práctica-
mente aniquilada por la revolución francesa, volvió a la
vida en 1833, cuando un sacerdote secular francés compró
las ruinas de la abadía de Saint-Pierre, Solesmes, y se esta-
bleció en ellas con tres compañeros, llevando el sello de la
congregación de San Mauro, y el antifonario del antiguo

85
monasterio maurista de Saint-Germain des Près. Dom
Prosper Gueranger, estudioso y liturgista, tenía una clara
y profunda intuición de las necesidades del cristianismo
del siglo XIX y fundó la congregación de Solesmes para
continuar una tarea muy especial en la Iglesia de Dios.
El culto litúrgico de la Iglesia declinó cuando la verda-
dera comprensión de la liturgia casi se había extinguido.
Divorciada de su fuente más íntima y más profunda, la
piedad cristiana era a veces poco más que una mezcla de
devociones individuales. El canto gregoriano, si es que
se cantaba, se entendía tan mal que se convirtió en una
pura caricatura de la música sacra.
Aun cuando era un contemporáneo de los románticos,
el retorno de Dom Gueranger a la antigüedad cristiana
consistió en algo mucho más profundo que el diletantis-
mo o el sentimiento. Fue más que un mero anticuario.
Sintió la necesidad de despertar de nuevo la profunda
conciencia de que la vida de la Iglesia es la vida de Cristo,
la oración eclesial es la oración de Cristo, su canto es el
canto de Cristo. Era un retorno a la mística de Cluny y
san Benito. La «Iglesia» monástica es un cuerpo místico
de seres humanos cuya función es perderse por completo
en los grandes misterios litúrgicos, olvidarse de sí y de
sus preocupaciones para quedar totalmente absortos en
el sensus Christi, el conocimiento del «amor de Cristo,
que excede a todo conocimiento, y quedar llenos de toda
la plenitud de Dios» (Efesios 3,19). El monje de Solesmes
es, ante todo y sobre todo, un «hombre de Iglesia», un vir
Ecclesiae, que contempla a Cristo en el misterio de la
Iglesia, «para que la multiforme sabiduría de Dios sea
ahora manifestada a los principados y a las potestades en
los cielos, mediante la Iglesia» (Efesios 3,10).
Dom Gueranger expresó este ideal con las siguientes
palabras:

86
«Olvidarnos de nosotros mismos y vivir en un con-
tinuo recogimiento, sumergir celosamente nuestras
almas en la belleza de los misterios, interesarnos
por todos los aspectos de la economía sobrenatural
según la inspiración del Espíritu de Dios, el único
que puede enseñarnos a orar. Las palabras de Dios
y de los santos, cuando las repetimos una y otra vez
y profundizamos cada vez más en su significado,
tienen la gracia suprema de librar dulcemente al
alma de la preocupación por sí misma, para atraerla
e introducirla en el misterio de Dios y de Su Cristo.
Una vez que estamos allí, sólo tenemos que mirar y
amar con toda sencillez».

Tampoco en este caso nos queda ninguna duda acerca


del carácter esencialmente contemplativo de la voca-
ción benedictina. De acuerdo con la exhortación de sus
Constituciones, el monje de Solesmes busca en el monas-
terio «oración, retiro, la laboriosa vida del claustro, con
el fin de poder habitar con Dios y tener en su mente las
cosas de la eternidad».
¿Qué significa «la laboriosa vida del claustro»? Aquí
Dom Gueranger no está repudiando la concepción tra-
dicional de la quietud monástica y la tranquilidad con-
templativa, pero se trata de un sosiego fecundo donde
el estudio y la investigación producen resultados impor-
tantes para toda la Iglesia. «Toda la vida monástica está
completamente orientada hacia la contemplación, y los
hermanos tienen que dedicarse especialmente a los estu-
dios que nutren y favorecen en sus corazones el espíritu
de oración»4.

4. Declarationes ad Sanctam Regulam, capítulo xx.

87
En el monasterio también se llevan a cabo labores
manuales. Los monjes se dedican a las tareas domésticas
habituales y a veces trabajan en los huertos o en los cam-
pos. Pero su principal trabajo es intelectual. Es probable
que una comunidad de la congregación de Solesmes esté
formada por un «equipo» de estudiosos e investigadores
ocupados en algún proyecto importante: por ejemplo, la
nueva edición de la Vulgata, que están llevando a cabo
lentamente los monjes de San Jerónimo, en la ciudad
eterna; la edición de la Vetus Latina, en Beuron; o los
años de investigación sobre el canto gregoriano en Soles-
mes, desde los días de Dom Gueranger.
Solesmes es famoso, y no es necesario hablar al
mundo de la fecundidad del trabajo realizado allí. Pero
hay que entender claramente que Solesmes es más que
una universidad monástica. Si actualmente tiene lugar
un resurgimiento de la vida contemplativa de la Iglesia,
debemos comprender que ello se ha debido tanto a los
benedictinos de Solesmes y de Maria Laach como a
los trapenses y cartujos.
Con demasiada frecuencia, los que se llaman contem-
plativos miran con desprecio los trabajos de los estudio-
sos enclaustrados. Pero la contemplación cristiana no
es nada si no está nutrida por la revelación de Dios, de
Su sabiduría en el Misterio de Cristo. La contemplación
cristiana es impotente, estéril e ilusoria, si no está nutrida
por los sacramentos y la teología de la Iglesia. Han sido
los benedictinos de Solesmes, Beuron y otras congre-
gaciones los que han vuelto a poner a las otras órdenes
monásticas en contacto directo con el gran Misterio de
Cristo, como fue revelado en la Escritura y contemplado
por los padres y la liturgia de la Iglesia.
Tampoco debemos subestimar la disciplina, el «asce-
tismo» que implica este trabajo intelectual del monje. A

88
diferencia del estudioso universitario, que puede aspirar
a una limitada «fama» como autor de alguna significativa
tesis doctoral, es probable que el monje de Solesmes no
sea nada más que un trabajador oscuro y anónimo en un
proyecto comunitario por el que nunca recibirá felicitacio-
nes. Su individualidad está inmersa en el trabajo realiza-
do por la comunidad; ahora bien, si está inmersa, no está
perdida. Está sublimada y transfigurada espiritualmente,
pues también aquí es cierto que todo aquel que se humilla
será ensalzado y todo aquel que pierda la vida por amor
a Cristo la encontrará. Aquí precisamente descubrimos la
humildad que Pedro el Venerable consideró característica
de Cluny, la humildad que constituye todo el fundamento
de la espiritualidad de san Benito: la renuncia a uno mis-
mo por el bien común, el anonadamiento de sí mismo por
la gloria de Dios y del «Cristo total».
Esto no implica la renuncia a la responsabilidad, ni la
huida de la vida, sino su plena aceptación, sin preocupar-
se en modo alguno por algo tan secundario e intrascen-
dente como el aplauso humano.
Lo que se ha dicho del espíritu de Solesmes se puede
aplicar, con alguna modificación, a las otras grandes
congregaciones benedictinas dedicadas al estudio, la
enseñanza y el trabajo misionero.
Las grandes abadías benedictinas del Medio Oeste
de los Estados Unidos son grandes edificios que ponen
de manifiesto el origen alemán o suizo de las dife-
rentes comunidades. La archiabadía de Saint Vincent,
fundada en 1846, en Latrobe, Pennsylvania, es la más
antigua y venerable representación de la familia bene-
dictina en los Estados Unidos. Está a la cabeza de la
congregación casinense norteamericana, que cuenta
con dieciséis abadías en Minnesota, Kansas, Carolina
del Norte, Illinois, Oklahoma, Florida, Dakota del Norte,

89
Washington, Colorado, New Hampshire, Ohio, New Jersey
y Saskatchewan.
La archiabadía de Saint Meinrad, en Indiana, funda-
da en 1853 por el monasterio suizo de Einsiedeln, presi-
de la congregación suiza norteamericana, con sus nueve
casas en Missouri, Arkansas, Luisiana, Oregón, Illinois,
Wisconsin, Dakota del Sur y Columbia Británica.
Estas dos congregaciones nacieron cuando Norte-
américa era aún territorio de misión, y su espíritu es,
por consiguiente, apostólico. Los benedictinos han sido,
y son todavía, misioneros entre los indios. También han
erigido universidades, escuelas y seminarios que han for-
mado generaciones de sacerdotes norteamericanos.
La abadía de Saint John, fundada en 1856, cerca de
Saint Cloud, Minnesota, representa lo mejor de la tradi-
ción norteamericana del apostolado benedictino. Aislada
en medio del bosque, entre dos lagos tranquilos, Saint
John es un centro de estudio, oración, educación y apos-
tolado litúrgico. Los huertos y tierras de labranza son
cultivados por los hermanos y los clérigos, mientras que
los sacerdotes de la comunidad enseñan en el instituto,
la universidad y el seminario diocesano, mantenidos por
la abadía. En Saint John se publican dos importantes
revistas, Worship y Sponsa Regis, y los monjes mantie-
nen también una pequeña editorial, la Liturgical Press.
Los abades de Saint John siempre han puesto empeño
en no rechazar nunca un llamamiento para ayudar a las
misiones. Por eso, Saint John mantiene ahora monasterios
dependientes, con escuelas o misiones, en Puerto Rico, en
las Islas Bahamas, en Japón y en México. Los monjes
norteamericanos, vestidos como civiles de acuerdo con
las leyes mexicanas, enseñan a dos mil estudiantes en un
instituto de Tepeyac, un barrio de Ciudad de México.

90
Una de las facetas más interesantes del apostolado
de Saint John se manifiesta en los talleres de Atención
Pastoral y Psicoterapia realizados durante el verano.
En ellos, sacerdotes católicos del clero secular y de las
órdenes religiosas, junto con ministros de varias confe-
siones protestantes, se reúnen en instructivas sesiones
dirigidas por destacados psiquiatras y psicoanalistas de
todo el país.
Tanto celo activo y tan fecunda labor no alteran en
nada el carácter fundamentalmente benedictino de la
vida en nuestras abadías norteamericanas. Aquí encon-
tramos el mismo espíritu de culto y de trabajo que carac-
terizaba a la orden cuando san Gregorio envió a los mon-
jes benedictinos con la misión de re-cristianizar las Islas
Británicas. Tal vez haya menos silencio y contemplación
que los que pudo haber en los monasterios de la Primitiva
Observancia, pero la atmósfera sigue siendo la de una
comunidad verdaderamente benedictina, íntimamente
unida por la caridad de Cristo y el espíritu de humildad
y oración que son esenciales en la orden.
Los Estados de Minnesota y Dakota del Norte están
salpicados de parroquias fundadas por los benedictinos,
y la región que rodea a Saint John se parece a algunas
zonas de Alemania y de Austria, pues casi todos los
pueblos están dominados por la alta torre de una iglesia
construida por los monjes en los años inmediatamente
posteriores a su llegada.
Un miembro aislado de la congregación misionera
de Sankt Ottilien es la abadía de Saint Paul en Newton,
New Jersey. Por último, existen dos casas independientes,
ahora fundaciones de la «Primitiva Observancia Benedic-
tina», una en Elmira, Nueva York, y la otra en Weston,
Vermont. Nos referiremos de nuevo a ellas más adelante.

91
La congregación benedictina inglesa mantiene una
casa de estudios, el priorato de Saint Anselm, en el cam-
pus de la Universidad Católica de Washington, D.C., y el
priorato de Saint Gregory, con su distinguida facultad de
Portsmouth, Rhode Island.
La congregación inglesa, de la que Downside es un
buen ejemplo, añade a este espíritu esencialmente bene-
dictino una modalidad propia que no es menos benedic-
tina y que puede remontarse al místico benedictino del
siglo XVII, Dom Augustine Baker. Aquí encontramos
un énfasis diferente, un retorno a esa oración interior
original y silenciosa que ha sido siempre tan esencial
en la espiritualidad monástica. Dom Baker reaccionó
con fuerza ante la irrupción de técnicas y meditaciones
metódicas en la vida monástica. Habiendo casi perdido
el juicio, y su vocación, por estar obsesionado con estas
cosas, se opuso enérgicamente contra la composición
de lugar, las consideraciones y resoluciones metódicas,
y el ramillete espiritual. Y, en cambio, predicó que la
«introversión» u «oración espiritual pura e interior» era
la obligación principal de la vida monástica. Reconoció
claramente que había una diferencia esencial entre mon-
jes y canónigos. El canónigo está destinado a celebrar
el culto divino en público, como ministro público de la
Iglesia. Pero el monje canta el oficio divino como parte
de su vida de oración interior y contemplativa. La voca-
ción del canónigo es cantar el oficio para la edificación
de los fieles, y la vocación del monje es contemplar a
Dios. Hay una enorme diferencia entre los dos, y aun
cuando un canónigo no está en modo alguno automáti-
camente excluido de la contemplación, el monje que sólo
se considera canónigo no cumple con su vocación. Como
escribía Baker:

92
«El estado monástico no fue instituido para la edi-
ficación de los demás [a través de la liturgia]... Las
almas religiosas verdaderamente monásticas huyen
de la visión del mundo, y se adentran en yermos y
soledades, para pasar sus vidas en soledad, en peni-
tencia y recogimiento, y purificar sus almas, no para
dar ejemplo e instrucción a otros. Y han de buscar
tales soledades con el fin de disponerse para otra
soledad interior mucho más provechosa, en la que,
al eliminarse el contacto con las criaturas, la única
conversación es la que se mantiene entre Dios y el
alma»5.

Es cierto que Baker carecía del pleno sentido de la


liturgia y de su relación con la oración contemplativa.
Pero, en realidad, no hay contradicción entre su insisten-
cia en la unión con Dios silenciosa, interior y solitaria, y
la contemplación inspirada por la liturgia. Al final, las
dos son lo mismo. Una es el fruto de la otra. Por medio
de los salmos y de la misa, el monje se adentra en una
comprensión interior del Misterio de Cristo, y llega a
una comunión con el Padre, en el Hijo, a través del poder
del Espíritu Santo, y ésta es la contemplación que consti-
tuye la finalidad principal de la vida monástica.

LA PIERRE QUI VIRE [PRIMITIVOS BENEDICTINOS]

Al volver a tratar sobre los benedictinos de la Primi-


tiva Observancia –que tienen congregaciones en casi
todos los países donde florece la orden–, encontramos
otra modalidad de la vida monástica. Como sugiere su
nombre, la Primitiva Observancia es más estricta, más

5. Holy Wisdom, sect. iii, cap. 4, n. 7.

93
austera. La vida litúrgica continúa siendo el corazón de
la observancia, pero la insistencia es diferente. En lugar
de poner el acento en el esplendor y la belleza para
gloria de Dios, los monjes tratan más bien de honrarle
mediante la simplicidad y pobreza de su culto. La iglesia
es sencilla y austera. Las vestiduras y los objetos del cul-
to son sencillos, incluso toscos. En el santuario hay más
cerámica que oro o plata, más lana que seda.
Se hace más hincapié en el trabajo manual. El mon-
je puede ser un estudioso, pero sus conocimientos no
alcanzan normalmente el nivel de la erudición. Estudia
las riquezas de la Escritura y la Tradición, pero ya no
como especialista, como una autoridad en el campo que
ha elegido. El monje de la Primitiva Observancia es más
un contemplativo que un estudioso, aun cuando también
pueda ser un erudito. Si escribe, es para compartir con
otros los frutos de la contemplación más que para publi-
car los resultados de la investigación científica.
La vida es más solitaria, más silenciosa. Los monaste-
rios de la Primitiva Observancia se han de buscar lejos de
los lugares adonde va todo el mundo, en tranquilos bos-
ques y apartados valles. Las reglas del silencio son más
severas. Hay pocas recreaciones, o ninguna. El ayuno y la
abstinencia desempeñan un papel más importante en
la vida del monje.
Se puede afirmar con razón que la vida sencilla y aus-
tera de la Primitiva Observancia se acerca a la vida que
vivió el propio san Benito, y por consiguiente, goza de un
atractivo especial. En realidad, en nuestra época son cada
vez más numerosas las vocaciones que se vuelven hacia la
Primitiva Observancia, al menos en Europa. En América,
la Primitiva Observancia no es aún bien conocida.
La abadía de La Pierre qui Vire, cabeza de la congre-
gación francesa de la Primitiva Observancia, es mayor

94
que cualquiera de las abadías francesas actuales, ya sean
benedictinas o cistercienses. El hecho de que esta flore-
ciente y fervorosa comunidad atraiga tantas vocaciones
habla elocuentemente del equilibrio y la integridad de su
observancia. Los primitivos benedictinos tienen, en rea-
lidad, todas las ventajas de la austeridad trapense y de la
discreción benedictina. Situada en el punto medio entre
la observancia de Solesmes y la observancia de la Trapa,
La Pierre qui Vire es una comunidad en la que se encuen-
tran el silencio y la pobreza de los trapenses, junto con la
erudición, el buen gusto y el sentido de los valores monás-
ticos y litúrgicos que constituyen el sello de Solesmes. Es
una vida cenobítica en la que el monje puede gozar aún
de la intimidad de su propia celda. Es una vida austera en
la que el régimen es ligeramente más benigno que el de
los trapenses y, por consiguiente, puede ser llevada por
alguien que podría no ser capaz de soportar los rigores de
la vida trapense. Hay trabajos y sacrificios, pero las tareas
no son tan prolongadas y arduas como para embotar las
capacidades contemplativas del monje.
Al mismo tiempo, en La Pierre qui Vire hay un apos-
tolado de la escritura y el arte; pero este apostolado está
integrado en la vida contemplativa del monje, de modo
que le permite nutrir su espíritu gracias al contacto con
todo cuanto está vivo del pasado y del presente. Lo man-
tiene al corriente de la evolución del arte, las letras y el
pensamiento, sin arrastrarlo al remolino de las contro-
versias y modas intelectuales. Es bueno para el monje ser
capaz de tomar nota inteligentemente de lo que sucede
en el mundo artístico e intelectual fuera del monasterio,
y ofrecer su comentario discreto y cristiano, desde el
ventajoso punto de su soledad.
La cuestión o, mejor dicho, el problema del arte sacro
no ha sido ignorado por el monacato moderno. En algu-

95
nos monasterios, el estudio del arte no ha producido
nada más que un cierto diletantismo piadoso, un com-
plejo de eclécticos amaneramientos que no han contri-
buido en nada a despertar ni un sentido de la sacralidad,
ni un sentido del arte. En La Pierre qui Vire, los monjes
han tenido más éxito. Uno siente que hay una innega-
ble vitalidad, y una verdadera «santidad» en la obra
de L’atelier du Coeur Meurtry; pero son numerosas las
personas que se sienten edificadas por el modo en que
esta obra está enraizada, por decirlo así, en las mismas
piedras sobre las cuales está construido el monasterio.
Aquí encontramos, en primer lugar, un programa de
esfuerzo comunitario, con una perspectiva esencialmen-
te medieval, ya que centra toda su atención en las cosas
que hay que hacer y en la intención con que se hacen, más
que en el artista individual y en sus emociones subjeti-
vas al hacerlas. Aquí, como en el trabajo que edificó los
monasterios del siglo XI y las catedrales de los siglos XII
y XIII, no se da publicidad a la personalidad del artesa-
no. El artista funciona como miembro de un grupo que
trabaja por amor a Dios, y por amor a las cosas que se
han de ofrecer a Su servicio, más que por la fama del
artista individual.
Este programa exige que la obra de arte sea el fruto
espontáneo de una profunda y prolongada meditación.
También debe brotar de una paciente experimentación
en la que uno ha llegado a conocer plenamente los mate-
riales con que trabaja. El artista monástico, según esta
concepción, es un ser humano plenamente consciente de
lo que hace, de por qué lo hace y de las cosas con que lo
hace. Incluso fabrica sus propios pigmentos, a partir
de los minerales de la tierra de su monasterio. Pinta cua-
dros de la Palabra encarnada con colores fabricados con
materiales del suelo que cultiva con sus propias manos:

96
y lo más probable es que los cuadros sean para su pro-
pia iglesia monástica, o quizás para la iglesia de alguna
parroquia o convento cercano.
Es indudable que las obras fabricadas en el taller se
venderán. Pero el artista trabaja más como un contem-
plativo que como un profesional. Como todos los verda-
deros artistas, el monje que pinta un fresco o talla una
imagen de madera piensa sobre todo en la rectitud, en la
bondad de lo que está haciendo, más que en agradar al
comprador, en adecuarse a las exigencias teóricas de tal o
cual escuela, o en halagar el gusto de un público que pue-
de no preocuparse de lo que es bueno o malo en arte.
Vemos aquí una expresión perfectamente válida del
espíritu benedictino, un proyecto en el que el arte se
convierte en un medio para la salvación del artista y
de las personas para quienes trabaja. Aquí los monjes
usan las cosas materiales que Dios les ha dado para ala-
bar a Dios con la obra de sus manos. Aquí la humildad
benedictina está preservada por el sentido de las propias
limitaciones y de las limitaciones del material. No se
intenta en modo alguno hacer que un material económi-
co parezca costoso. No hay falsificación. Lo que es pobre
glorificará a Dios por el esplendor de su pobreza.
Zodiaque, una revista de arte sacro, publicada por los
monjes, abarca dentro de sus perspectivas la escultura
románica de Vézelay o Autun, el arte primitivo de África
y Polinesia, y los modernos experimentos de Braque,
Leger, Manessier y Bazaine. Una vez más, el punto de
vista es profundamente contemplativo. Evitando todas
las complejidades de las doctrinas académicas, ya sean
piadosas o estéticas, el ojo del monje va directamente al
corazón espiritual de lo «sagrado» en el arte. Tampoco
duda en desenmascarar los fingimientos o infidelidades
de la beatería rutinaria.

97
Resulta realmente curioso que La Pierre qui Vire
fuera fundada por un sacerdote secular con vocación
misionera. Cuando Dom Jean Baptiste Muard murió
en 1854, cuatro años después de fundar su monasterio,
había realizado un largo viaje, tanto geográfica como
espiritualmente.
Cuando era un joven sacerdote, soñó con fundar una
sociedad misionera, que incluyera tanto a ermitaños y
monjes recluidos (o reclusos) como a predicadores.
A la edad de 39 años, pensaba dar forma a su nueva
sociedad según la regla de san Francisco. Se puso en
camino hacia Italia, con el fin de estudiar la vida religio-
sa. Llegó al monasterio de Subiaco, donde le permitieron
vivir como ermitaño en las ruinas de una de las doce fun-
daciones originales de san Benito, una pequeña capilla
encaramada en medio de un risco. Allí decidió que la
regla de su fundación sería la regla de san Benito. El
padre Muard regresó a Francia y estableció su noviciado
en el monasterio trapense de Aiguebelle. Luego compró
un terreno boscoso en el Morvan, una zona agreste de
Borgoña llamada. El monasterio fue construido sobre
una ladera granítica, en medio de un bosque. Dom Muard
tenía todavía la idea de convertirlo en un centro de acti-
vidad misionera, y de hecho los monjes fueron conocidos
por los campesinos como «predicadores trapenses». No
obstante, al final Dom Muard abandonó su plan, y La
Pierre qui Vire ha sido desde entonces un monasterio de
contemplativos cuya irradiación apostólica es silenciosa
y alcanza fuera del monasterio más por sus oraciones
que por la palabra escrita.
Hasta fechas recientes, Norteamérica sólo ha cono-
cido a los benedictinos de las grandes congregaciones
misioneras que hemos mencionado, institutos que han
tenido un papel muy importante en la cristianización de

98
los Estados Unidos. En Canadá hay también un monas-
terio de la congregación de Solesmes –Saint-Benoît-
du-Lac– que ha mantenido discretamente la distinguida
tradición de liturgia, investigación y canto que hemos
aprendido a asociar con el nombre de Solesmes. Bella-
mente situado en una zona boscosa de la provincia de
Québec, Saint-Benoît-du-Lac fue durante mucho tiempo
el único representante de la vida benedictina enclaustra-
da y contemplativa en Norteamérica.
La primera aparición de primitivos benedictinos en
este continente tuvo lugar en México cuando Dom Gre-
gorio Lemercier fundó su monasterio de la Resurrección
en Cuernavaca, Morelos. Esta pequeña comunidad,
formada íntegramente por indios mexicanos (excepto el
superior), es uno de los experimentos más destacables y
valientes en la historia monástica moderna. Es posible
que los monjes de Cuernavaca, que luchan con todo en
contra, viven en condiciones muy primitivas, en verda-
dera pobreza y sencillez, y dependen del trabajo de sus
manos y de la Providencia de Dios, estén más cerca de
san Benito que los demás de este lado del Atlántico.
Desde 1950, la Primitiva Observancia ha aparecido
también en los Estados Unidos. Dom Damasus Winzen,
fundador de Mount Saviour, en una arbolada colina en
las cercanías de Elmira, Nueva York, profesó en Maria
Laach, en el Rin. Formado por Dom Ildefons Herwegen
y nutrido por las más puras fuentes de la tradición
monástica, estudioso de la Escritura y de los padres de
la Iglesia, Dom Damasus ha procurado volver a la primi-
tiva sencillez de san Benito. Al hacerlo, ha roto en cierta
medida el ideal de Maria Laach, que es primariamente
una «Kulturabtei», una casa de erudición y liturgia.
Mount Saviour es otra cosa. Dom Damasus está tratando
de retornar al monaquismo más primitivo, en el que el

99
monje era pura y simplemente un monje, y no un sacer-
dote o un clérigo. Según su plan, en el monasterio ha de
haber sólo unos pocos sacerdotes, y ningún hermano
lego. La mayor parte de la comunidad está compuesta
por monjes; es decir, religiosos tonsurados, que han asu-
mido la obligación de cantar el oficio en el coro, pero que
pasan su vida dedicados a trabajos manuales más que al
estudio, a predicar retiros, a oír confesiones, y a otras
actividades más propias de los sacerdotes. Obviamente,
se ha de preservar por encima de todo el equilibrio
benedictino entre la oración coral, el trabajo manual y
la lectura meditativa, pero la mayoría de los «religiosos
de coro» no pensarán nunca en la solicitud litúrgica o
pastoral propia del sacerdocio.
Por supuesto, es muy importante que las grandes
comunidades monásticas como el monasterio trapense
de Gethsemani, por ejemplo, tengan muchos sacerdotes
en el coro. Pero sigue existiendo una necesidad muy
grande de la clase especial de vida monástica planifi-
cada en Mount Saviour. En realidad, esa vida no se
puede encontrar en ninguna otra parte. Muchos de los
que solicitan ser admitidos como hermanos legos en los
monasterios trapenses están buscando, de hecho, la vida
monástica pura, la vida del monje que no es clérigo. Con
todo, la vida de un hermano lego no suele llegar a este
nivel. Al mismo tiempo, la experiencia muestra que, en
la organización monástica convencional, algunos jóvenes
monjes de coro pierden la vocación cuando dejan el novi-
ciado e inician los estudios clericales.
Resulta claro que el experimento de Mount Saviour
tiene la finalidad de llenar una grave laguna en la vida
monástica actual.
El otro monasterio primitivo benedictino de los Esta-
dos Unidos se encuentra en Weston, Vermont. Depende

100
del monasterio de la Dormición de Jerusalén, y sus
miembros llevan también una vida de monástica de
sencillez, trabajo y oración, sin ningún ministerio apos-
tólico. Una característica peculiar de esta comunidad es
que, en cualquier momento, a sus miembros se les puede
pedir que vayan a su abadía madre en Tierra Santa. El
monasterio de la Dormición es el santuario construido
sobre el lugar donde se cree que Nuestra Señora «se dur-
mió» en el Señor y descansó antes de su Asunción.

101
iii
LOS CISTERCIENSES

Se suelen empezar los estudios sobre la espiritualidad


cisterciense con una introducción histórica, recordando
que, el domingo de Ramos de 1098, Roberto de Molesme
y sus compañeros abandonaron su monasterio bene-
dictino y se retiraron a los bosques de Cîteaux con el
fin de seguir la regla de san Benito «al pie de la letra».
La expresión «al pie de la letra» es el punto de partida
de acalorados debates, en los que los cistercienses son
acusados de fariseísmo, literalismo, fanatismo, o bien
elogiados por su austera integridad. El resultado de tales
debates ha oscurecido siempre algunas de las caracterís-
ticas principales del carácter cisterciense. Ciertamente,
los cistercienses querían volver a la austera sencillez de
la vida benedictina, pues creían que san Benito había
codificado eficazmente la renuncia y la caridad de los
primeros cristianos. Veían en la regla de san Benito la
formula perfectae penitentiae1 (la fórmula de perfecta
penitencia, o de perfecta conversión) que permitiría al
monje vivir el Evangelio y ser transformado en Cristo.
Una mirada ocasional a cualquiera de los escritos de
los padres cistercienses, o a los documentos legales más
antiguos de la orden, mostrará que la austeridad cister-

1. Exordium Magnum, Dist. 1, cap. 1. Cf. Waters of Siloe, p. 19.

103
ciense no era considerada un fin en sí misma, sino un
medio para abandonar el «hombre viejo», corrompido
por el pecado, y renovar la imagen de Dios, implantada
por el Creador en el alma de Su criatura, por medio de la
perfecta semejanza con Cristo en la caridad.
Así pues, la reforma cisterciense tenía como objetivo
restablecer la pura caridad de los primeros cristianos
mediante una vida común sencilla y austera, en la que
los monjes, «pobres con Cristo pobre» –pauperes cum
paupere Christo–, viviendo en comunidad, compartiendo
su pobreza, trabajo, oración y alabanza, llegarían a la
unión con Dios amándose unos a otros como Cristo los
había amado. Por consiguiente, esta vida era sobre todo
profundamente contemplativa –una vida «en el Espí-
ritu»–; la comunidad monástica era una Ciudad de Dios
en construcción, y sus miembros eran piedras vivas,
trabadas por la caridad para ser «morada de Dios en el
Espíritu» (Efesios 2,22)2. La vida cisterciense es esen-
cialmente una vida de contemplación en común, donde
la humildad, pobreza y caridad de la vida comunitaria
se consideran sobre todo como medios para disponer
al alma remotamente para la unión con Dios en mística
sabiduría.

2. Este tema está desarrollado con la mayor claridad en los ser-


mones de san Bernardo para la Dedicación de la Iglesia de
Claraval (MIGNE, PL, 183, 517). La Iglesia visible hecha de pie-
dras no es sino el sacramento (el símbolo) de la Iglesia invisible
y real, que es la comunidad monástica como tal, formada por
almas a imagen de Dios, en las que las ceremonias realizadas
por el obispo en la dedicación son realizadas místicamente por
Cristo, a través de la acción del Espíritu Santo. Su responsabi-
lidad es cooperar con esta acción, trabajando para producir la
unidad dentro de sí mismas, la unidad con sus hermanos por la
caridad, y la unión con Dios, que quiere habitar perfectamente
en el templo de cada alma individual y en el gran templo que
es edificado con todas sus almas en Una.

104
Si se olvidan estas connotaciones esenciales de cari-
dad y contemplación, el Exordium Parvum y los otros
documentos fundamentales de la política cisterciense no
podrán brindarnos su verdadero significado. De hecho,
es muy fácil discutir sobre el grado de austeridad querido
originariamente por los padres cistercienses, perderse
en detalles nimios sobre el vestido, la alimentación y las
fuentes de ingresos, y finalmente pasar por alto comple-
tamente «la única cosa necesaria» para llegar a ser un
verdadero cisterciense, que es la caridad contemplativa.
La caridad no es, por supuesto, monopolio de ningu-
na orden religiosa. Es el alma de toda perfección religio-
sa. Al determinar la naturaleza del espíritu cisterciense,
debemos decidir cuál es la modalidad peculiar de la cari-
dad para un cisterciense. Hemos visto que la caridad de
una vida de trabajo y pobreza, vivida en común, tiene la
finalidad de preparar al monje para la unión contempla-
tiva con Dios. ¿Cuáles son algunos de los demás aspectos
de la vida cisterciense?
Los monjes viven en comunidad, es cierto; pero hay
una insistencia constantemente recurrente en la sole-
dad. La comunidad está oculta en el desierto, lejos del
mundo. En el Exordium Parvum, Cîteaux es presentado
como una ermita (eremus), en contraste con el cenobio
de Molesme. Esto no significa que los primeros padres
de Cîteaux se consideraran eremitas. Con la posible
excepción de san Roberto de Molesme (que varias veces
se había retirado de un cenobio para convertirse en
ermitaño), los padres cistercienses se mantuvieron todos
firmes en su devoción a la vida común. Pero el hecho de
que la comunidad se retirase y viviera en soledad era una
función esencial de la pobreza y la humildad cistercien-
ses. En uno de los más remotos monasterios de la orden,

105
fundado en una isla del Atlántico, Isaac de l’Étoile dirigió
a sus monjes estas palabras:

«Por esta razón, mis queridos hermanos, os hemos


traído a esta alejada, remota y árida soledad; y
lo hemos hecho sabiamente, para que aquí seáis
humildes, y nunca podáis haceros ricos. Sí, aquí, en
esta soledad, apartados en el mar y sin tener casi
nada en común con el resto del mundo, desprovistos
de todo consuelo humano y mundano, habéis llega-
do a ser totalmente silenciosos en el mundo. Pues, en
efecto, aquí, dondequiera que dirijáis vuestra mira-
da, veis que no os queda más mundo que esta pobre
y pequeña isla, el último extremo de la tierra»3.

El monje que vive en soledad está completamente ale-


jado del alcance de los benefactores ricos que han arrui-
nado otros monasterios con su bienintencionada genero-
sidad. Está obligado a trabajar, y a trabajar duramente,
para mantenerse. También está obligado a compartir los
frutos de su trabajo con los demás pobres que lo rodean.
Ama la pobreza y la soledad, no por sí mismas, sino por
amor a Cristo. Ve a Cristo místicamente presente en el
pobre, y busca la unión con Cristo por medio de la identi-
ficación con Él en el pobre. Al compartir los esfuerzos de
los pobres, al distribuir con ellos los frutos de su trabajo,
el monje establece una especie de unidad mística con el
«Cristo pobre». Esta concepción es la clave de toda la
teología cisterciense del trabajo, y por ello el cisterciense
trabaja con sus manos –no para ejercitarse, ni por amor
a la agricultura, o por mera autosuperación ascética–.
Isaac continúa, dirigiéndose al Señor:

3. Isaac de l’Étoile, Serm. xiv (Segundo sermón del cuarto domin-


go después de la Epifanía), MIGNE, PL, 194, col. 1757.

106
«Oh, Señor, aquí se ha agregado soledad a la soledad
y se ha añadido silencio al silencio. Pues para que
podamos ser más capaces de estar contigo y nos
acostumbremos a ello, guardamos silencio entre
nosotros. Pero, hermanos míos, debemos dar gracias
a Dios y alabarlo por Su misericordia, porque hemos
esperado en Él y Su misericordia ha descendido
sobre nosotros. Él se ha dignado darnos este destie-
rro como un lugar idóneo para nosotros, de modo
que tengamos libertad para leer, orar y meditar, y,
no obstante, nos veamos obligados a trabajar. Así, no
nos falta la oportunidad de dar algo a los pobres»4.

San Bernardo permite que los cistercienses busquen


a veces la soledad física y se alejen del resto de sus her-
manos, para entrar en la oración solitaria y silenciosa:
«¡Oh, alma santa!, permanece solitaria y resérvate exclu-
sivamente para el Señor, a quien has elegido para ti
entre todos… A ratos no está mal que te separes también
corporalmente, cuando puedas hacerlo con discreción,
en especial durante la oración»5. Al dar este consejo, el
abad de Claraval cita el ejemplo de Cristo que se apartó
de Sus discípulos para orar solo en la montaña. Pero, en
general, la soledad cisterciense no se valora puramente
por las oportunidades de silencio y pacífica oración que
ofrece. Está en función de la pobreza y es más o menos
relativa. La libertad y el recogimiento interiores que el

4. Ibid.
5. Et corpore interdum non otiose te separes cum opportune potes,
prassertim tempore orationis [cf. el texto de la edición crítica
de las obras de san Bernardo realizada por dom Jean Leclercq:
«Interdum et corpore non otiose te separes, cum opportune
potes, prassertim in tempore orationis»]. Serm. 40 In Cantica,
n. 4 [trad. cast.: Obras completas de san Bernardo V. Sermones
sobre el Cantar de los Cantares, BAC, Madrid 1987, p. 557]. Cf.
nuestro análisis de este punto, Waters of Siloe, pp. 343 ss.

107
cisterciense busca no se procuran únicamente por medio
del retiro, sino a través de la paciencia, la obediencia,
la mortificación y el trabajo –y todo esto constituye la
suerte del pobre.
No podemos entender del todo a los padres cistercien-
ses, si no caemos en la cuenta del hecho de que tenían
una mentalidad jurídica y su sentido de la Ley les propor-
cionaba un extraordinario espíritu práctico. En ningún
lugar, ni siquiera en el propio san Benito, encontramos
una estructura jurídica tan bien desarrollada como en la
fundación de la orden cisterciense. En realidad, por esta
razón no sólo es la primera orden religiosa, en el sentido
estricto de la palabra, sino que, por su estructura organi-
zativa, fue elegida por el papa jurista Inocencio III para
que sirviera como modelo a todas las demás órdenes,
El jurista de la orden era un inglés, san Esteban
Harding, autor del Exordium Parvum y redactor de
la Carta de Caridad. Lo llamo jurista para subrayar el
hecho de que tenía un sentido extremadamente bien
desarrollado del Jus, de la Ley y el Derecho, más que
un mero conocimiento de las prescripciones legales. En
realidad, Esteban Harding no sólo poseía una agudeza
mental instintiva y prudente para discernir las exigen-
cias de la voluntad de Dios, tal como se expresan en los
sagrados cánones, sino que era también un ser raro y
realmente admirable, un místico de la Ley. Es decir, que
había llegado a la síntesis casi milagrosa de la Ley y la
Caridad, a la capacidad de ver las prescripciones de los
sagrados cánones intactas e íntegras en el Amor por el
que son dictadas y en el que se cumplen. Como dijo otro
cisterciense, Adán de Perseigne, «la ley es amor que vin-
cula y obliga» (Lex est amor qui ligat et obligat). El mismo
Esteban señaló en el Exordium Parvum que los padres y
papas que habían establecido las normas por las que

108
los monjes deben vivir de su trabajo, habían hablado
como «órganos del Espíritu Santo»6.
Al intentar restablecer la primitiva vida benedictina,
san Esteban Harding no trataba únicamente de pacificar
su conciencia conformando su vida perfectamente con
el código escrito mediante el cual se había comprometi-
do a vivir. Profundizaba mucho más en la realidad de las
cosas: y aquí también podemos observar que en ninguna
parte del Exordium Parvum emplea san Esteban la expre-
sión «letra de la regla». Por el contrario, de lo que habla
es de la rectitudo regulae y la puritas regulae, la «rectitud
de la regla» y la «pureza de la regla». Estas palabras no
abarcan sólo la letra, sino también el espíritu; e indican
que san Esteban entendía que la regla no era sólo un
criterio externo, al cual debían ajustarse las acciones
del monje, sino una vida que, si se vivía, transformaría
al monje desde dentro. Y así, de hecho, en vez de forzar
con violencia a los monjes de Cîteaux para que aceptaran
servilmente la letra de la regla, tal y como estaba escrita,
sin añadir ni quitar nada, san Esteban llevó a cabo real-
mente una adaptación de la regla a las condiciones del
siglo XII que constituye la obra de un genio religioso. De
hecho, hay muchas cosas en la observancia cisterciense
que no se encuentran en la «letra» de la regla, pero que
pertenecen a su «rectitudo» y «puritas». Una de ellas es
la institución de los hermanos legos, otra es la exclusión
de los niños oblatos del monasterio, de modo que los
monjes no se vieran cargados con la responsabilidad de
educar niños. El horario cisterciense se diferenciaba lige-
ramente del horario de san Benito; el añadido principal
era una misa conventual diaria, y a veces dos. Esteban

6. Exordium Parvum, capítulo 15.

109
prescribió también la institución del Oficio de difuntos,
tomado de Cluny. Pero rechazó todos los demás «oficios
menores», letanías, procesiones, y otros añadidos que
hacían el oficio cluniacense tan largo y –como admitió
incluso Pedro el Venerable– tan tedioso.
Los cistercienses prefirieron reducir el oficio a su sen-
cillez originaria, con el fin de tener tiempo en abundan-
cia para trabajar en los campos. También en este caso se
redujo la liturgia a las proporciones que correspondían a
la vida de los pobres y de los agricultores.
En todo encontramos a los primeros cistercienses
preocupados por la realidad de la vida monástica. Eran
incansables en su búsqueda de lo genuino y lo auténti-
co. Esteban Harding no se ahorró dificultades y gastos
para hacer posible que dos hermanos viajaran a Metz y a
Milán con el fin de conseguir los textos puros del canto
gregoriano que cantarían en el oficio. El mismo Harding
inició una revisión de la Vulgata para que el texto de las
lecturas fuera más correcto.
San Bernardo construyó sobre este sólido cimiento
la más elevada estructura mística que se haya levantado
dentro del recinto benedictino. Él habló también de la
«Ley». Él fue también un místico de la «Ley». Pero fue
más allá que Esteban Harding y se adentró en las profun-
didades del mismo Dios, descubriendo que también Dios
tiene una «Ley», que es Su infinita caridad, Su libertad,
Su generosidad. Vio que esta Ley de Dios entró en el
mundo no sólo creando todas las cosas e implantándose
en sus naturalezas, sino sobre todo en la encarnación de
la Palabra que iba a redimir al ser humano caído por la
suprema expresión de Su infinita libertad, en la que Él,
que no tenía pecado, tomó sobre Sí los pecados de los
seres humanos, por puro y gratuito amor, y por ellos

110
se hizo «obediente hasta la muerte y muerte de cruz»
(Filipenses 2,8).
La Ley de la divina Libertad, escondida y activa en la
Persona de Cristo, irrumpió en el mundo del pecado don-
de el ser humano languidecía como prisionero de una ley
muy diferente, la ley de la codicia y el egoísmo. Cristo
mostró al hombre el camino para huir de la esclavitud de
su egocentrismo, y le dio poder para realizar esa huida
por la gracia que fluye de la cruz a las libres voluntades
de los hombres, fortaleciendo su libertad, de modo que
puedan no sólo evitar el mal y elegir el bien espiritual y
eterno, sino también hacerse semejantes al propio Dios
por la perfección de un sacrificio de puro amor que
reproduce en sus vidas el sacrificio de la cruz.
Por tanto, el monasterio cisterciense es, a los ojos
de san Bernardo, una escuela de Cristo. Esto equivale
a decir que es una escuela de puro amor y de perfecta
libertad. Es un lugar donde el alma descubre de nuevo su
nobleza e integridad innatas como hija de Dios, y apren-
de a ejercitar esa libertad y amor por los que fue creada a
imagen y semejanza de Aquel que es la misma Caridad.
El Ordo (orden u observancia) de la vida cisterciense
constituye el necesario pedagogo y guardián del alma del
monje. Le muestra los límites dentro de los cuales debe
confinar su actividad exterior y corporal, con el fin de
no apartarse de la esfera de influencia del Espíritu Santo.
El Ordo del cisterciense es, por consiguiente, abyección
y humildad, pobreza y obediencia voluntarias, pero es
también paz y alegría en el Espíritu Santo, dice san
Bernardo7. Y continúa:

7. Epistola 142, # 1. MIGNE, PL, 182, col. 297 [trad. cast.: Obras
completas de san Bernardo VII. Cartas, BAC, Madrid 1990,
p. 512].

111
«Nuestro Ordo, nuestra observancia, es ser sumi-
so al maestro, al abad, a la Regla, a la disciplina.
Nuestro Ordo es amar el silencio, ejercitarse en los
ayunos, las vigilias, la oración, el trabajo manual
y sobre todo mantenerse en el camino más excelso:
el amor. En una palabra, progresar en todo esto
de día en día, y perseverar así hasta el final de la
vida»8.

La fidelidad a la austera observancia cisterciense es la


condición que permite al monje abrir su alma a la ense-
ñanza silenciosa e interior de Cristo. Al observar la regla
y obedecer al abad, se pone a los pies de Cristo, el único
maestro verdadero de la vida interior, y ocupa su puesto,
por decirlo así, en la clase del Espíritu Santo – audito-
rium Spiritus–. La mera presencia física en el monaste-
rio no es suficiente para convertir a un ser humano en
discípulo de Cristo. La mera escucha de las instrucciones
de un abad, aun cuando sea el mismo san Bernardo, no
hará de él un santo. Tampoco el cumplimiento exterior
de las prescripciones de la regla realiza la obra real de la
perfección monástica. Esa obra se tiene que realizar en el
alma del monje, gracias al Espíritu Santo, que habla sólo
a los humildes. Por eso dice san Bernardo: «¡Qué loco
e insensato quien confía en las realidades humanas, en
ciertas actitudes religiosas o en la sabiduría, y se olvida
de la humildad!»9.

8. Ibid [trad. cast.: Obras completas de san Bernardo VII. Cartas,


BAC, Madrid 1990, pp. 512-513; en vez de «nuestro Ordo,
nuestra observancia», la versión castellana traduce: «nuestra
Orden»].
9. Sermón 26, MIGNE, PL, 182, col. 610 [trad. cast.: Obras comple-
tas de san Bernardo VI. Sermones varios, BAC, Madrid 1988,
p. 217].

112
San Bernardo es muy práctico en su idea de la humil-
dad. Ésta no es la autocomplacencia de un alma que se
siente perfecta a la vista de Dios y oscura a los ojos de los
demás. Ésta es una parodia de la verdadera humildad,
que no existe sin compunción, es decir, sin un sen-
timiento abrasador de nuestra imperfección. Con todo,
al mismo tiempo, la verdadera humildad es tranquila y
pacífica. Acepta nuestras limitaciones, y no se sorpren-
de de la imperfección, y ni siquiera del pecado. El ser
humano orgulloso se asombra cuando comete una falta y,
por ser orgulloso, no se puede perdonar ninguna imper-
fección. Porque los orgullosos no se perdonan nada. Disi-
mulan ante su propia mirada lo que no pueden soportar
en sí mismos y, si no pueden esconderlo, se mueren de
vergüenza. Pero el humilde, como dice san Bernardo,
saca provecho de sus debilidades y pecados. Si quebranta
la regla, comprende que

«es bueno caer, si mediante la censura de un justo


el que ha caído se incorpora, y su pecado cae al
suelo. Pues entonces el Señor se eleva sobre el peca-
do, pasando sobre él y pisoteándolo para que no se
levante de nuevo»10.

Según la mentalidad de san Bernardo, la regla de san


Benito se debe observar con generosidad y discreción
al mismo tiempo. El verdadero monje no puede pasar
por alto prescripciones y observancias como si fueran
triviales. Si hace caso omiso de ellas, corre el riesgo de
perder su verdadero sentido de los valores espirituales, y
de convertirse en una persona mundana y materialista,
en un monje sólo de nombre. Por otro lado, no todos los
puntos de la regla son igualmente importantes. El monje

10. Serm. 54 In Cantica, n. 6, MIGNE, PL, 182, col. 1052.

113
tiene que aprender a discernirlos mediante «el secreto
instinto de un alma devota y sincera»11. Este «instinto»,
que es una intuición práctica relacionada ya con la «sabi-
duría», enseña al monje a observar cuidadosamente las
prescripciones que son más importantes, sin despreciar
las que tienen menos importancia.
La discreción enseñará al monje la diferencia entre los
preceptos y los remedios contenidos en la regla. Pero él
no puede ver la diferencia entre ellos si todo le parece un
precepto, y si imagina que le es posible observar la regla
continuamente, sin transgredirla a veces por debilidad o
inadvertencia. Este punto es importante porque, cuando
no se entiende, lleva al monje a la ilusión o a la desespe-
ración. La regla de san Benito no debe ser observada de
la manera en que los fariseos observaban la ley mosaica.
Por el contrario, está destinada a recordarnos nuestra
fragilidad humana y a mantenernos en la humildad. Nos
santifican no sólo los preceptos que cumplimos, sino
también los que infringimos inadvertidamente, siempre
y cuando hagamos uso de los remedios que proporciona
la regla.
La mirada profunda y ascética de san Bernardo, que
fue no sólo un psicólogo sino también un santo, dotado
con el don carismático del discernimiento de espíritus,
vio hasta qué punto algunas almas eran propensas a
pervertir las austeridades de la regla y a convertirlas en
instrumentos de vanidad farisaica. Éste es el riesgo pro-
fesional que debe asumir todo aquel que abrace la vida

11. «Intimo quodam devoti sincerique animi sapore…». De Praecep-


to et Dispensatione, capítulo 7, n. 16. MIGNE, PL, 182, col. 869
[trad. cast.: «Libro sobre el precepto y la dispensa», en Obras
completas de san Bernardo II. Tratados (2º), BAC, Madrid 1984,
p. 259; la versión castellana reza: «con una disposición de áni-
mo muy entonada y sincera»].

114
monástica. La tentación no se presenta en la forma de
una hipocresía obvia y consciente, sino que más bien se
manifiesta en una ansiedad inconsciente, un espíritu de
miedo y envidia reprimida, que lleva al monje a buscar
la seguridad y la fuerza en sus propias prácticas, ora-
ciones y experiencias. Para sentirse seguro en su propia
observancia, tiende a subestimar la observancia de los
otros.
Éste es el problema que san Bernardo afronta al
comienzo de su Apología, donde lamenta la rivalidad
monástica entre Cîteaux y Cluny. San Bernardo afirma
que, si hay cistercienses que han intentado infravalorar
la observancia de Cluny como «blanda» y relajada, deben
ser sobremanera compadecidos. Porque si dicen tales
cosas, significa que no tienen espíritu de monjes. Y, en
ese caso, sus ayunos, vigilias, trabajo y pobreza carecen
de valor. Si nos gloriamos secretamente de estas cosas,
como si por sí solas nos hicieran hombres grandes y san-
tos, entonces estamos haciéndolas implícitamente «para
ser vistos por los hombres». Estamos buscando una glo-
ria temporal. Merecemos el reproche de san Pablo, que
dijo: «Si solamente para esta vida tenemos puesta nues-
tra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos
de compasión!» (1 Corintios 15,19).
San Bernardo añade un comentario característico:
«Como para pensar que fuimos incapaces de encon-
trar otro camino más cómodo para precipitarnos en el
infierno. Y si tuviéramos que caer en él sin remedio,
¿por qué no suavizar más aún ese mismo camino por el
que tantos van caminando? Me refiero al camino ancho
que lleva a la muerte. Así, por lo menos, iríamos desde
el placer y no desde el llanto a las penas eternas». Y
añade: «¡Desgraciados los que llevan la cruz de Cristo
y no siguen a Cristo, porque participan efectivamente

115
de Sus sufrimientos, pero se resisten a imitar Su humil-
dad!»12.
Por consiguiente, la regla no existe únicamente para
hacer posible que realicemos acciones difíciles y adqui-
ramos virtudes insólitas, sino también, y sobre todo, para
mostrarnos el modo de sacar provecho de nuestras faltas.
Las austeras observancias de la vida monástica no están
destinadas a que parezcamos grandes a nuestros ojos y a
los ojos de los demás, sino a mostramos nuestras debili-
dades y a enseñarnos a ser compasivos con las flaquezas
y limitaciones de los otros. La verdadera finalidad de la
regla no es cegarnos a la realidad y cortar nuestro con-
tacto con nuestros hermanos, sino abrir nuestros ojos a
la universal debilidad e impotencia del ser humano, y
mostrarnos la necesidad que tenemos unos de otros y de
la misericordia de Dios. Así pues, la humildad benedicti-
na enseñará al monje a no ocultar sus fragilidades bajo
una rígida y puntillosa conducta exterior, sino a usarlas
como medios para llegar a la unión con Dios a través de
la humildad y la compasión, y por encima de todo, a tra-
vés de una fe cada vez mayor en la misericordia divina.
Por esta razón, san Benito, después de enumerar todos
los «instrumentos de buenas obras» que el monje usará
en el taller ascético de su monasterio, asigna el último
lugar –que en cierto sentido es el más importante– a la
confianza en la misericordia de Dios –de Dei misericordia
numquam desperare13.
En el lenguaje del ascetismo medieval, el reconoci-
miento clarividente y la madura aceptación de nuestras

12. Apología, capítulo 1, n. 2, MIGNE, PL, 182, col. 899 [trad. cast.:
«Apología dirigida al abad Guillermo», en Obras completas
de san Bernardo I. Introducción general y Tratados (1º), BAC,
Madrid 1983, p. 253].
13. Regla, capítulo 4.

116
limitaciones reciben el nombre de «compunción». La
compunción es una gracia espiritual, una percepción de
nuestras profundidades que, de un vistazo, descubre las
falsas ideas que tenemos sobre nosotros mismos, desecha
nuestros autoengaños y fantasías, y nos muestra exacta-
mente cómo somos. Pero, simultáneamente, es un movi-
miento de amor y libertad, una liberación de la false-
dad, una alegre y agradecida aceptación de la verdad,
con la resolución de vivir en contacto con la profunda
realidad espiritual que se ha abierto a nuestra visión: la
realidad de la voluntad de Dios en nuestras vidas.
El monje, por tanto, desea reconocer sus limitaciones
e intenta admitir sus faltas con una ardiente compunción
que lo purifica del pecado. De hecho, la compunción
puede ser una gracia mística, un fuego: «El fuego que es
Dios consume pero no atormenta, arde con suavidad y
destruye con gozo. Es llama devoradora, pero abrasa de
tal manera los vicios que comunica al alma una especie
de unción». San Bernardo concluye que esta perfección
mística de la humildad es el signo de la presencia y la
acción de Cristo, que purifica el corazón del monje desde
dentro. «Reconoce, por tanto, al Señor en ese poder que
te transforma y en ese amor que te inflama»14.
El fruto de la humildad y la compunción es paz interior,
la cual no es más la comprensión de nuestro verdadero sí
mismo de lo que verdaderamente somos, en Cristo. Nos
establece en una fe sólida, y enraíza todo nuestro ser, no
en las arenas movedizas de nuestros talentos y cualida-
des, sino en el profundo y firme suelo de la misericordia
de Cristo. Entonces, como dice san Bernardo: «Cuando

14. Serm. 57 In Cantica, n. 7, MIGNE, PL, 183, col. 1053 [trad. cast.:
Obras completas de san Bernardo V. Sermones sobre el Cantar de
los Cantares, BAC, Madrid 1987, p. 725].

117
haya encontrado la verdad en sí mismo o, mejor dicho,
cuando se haya encontrado a sí mismo en la verdad, pue-
de decir: “Yo me fiaba, y por eso hablaba…”»15.
Ésta es la perfección de lo que san Bernardo llama
«disciplina», el inicio de la vida interior. Sin disciplina y
humildad, el monje no puede crecer y llegar a ser espiri-
tualmente maduro. Sólo puede pasar a la etapa siguiente,
en la que aprende a vivir en paz con los demás, si antes ha
aprendido a vivir en paz consigo mismo. Y si no ha dado
este paso previo, menos aún puede ascender a la suprema
e ininterrumpida tranquilidad de la oración mística.
Aquí debemos observar que, aun cuando es teórica-
mente posible que cualquier monje llegue a la unión
mística con Dios, san Bernardo sabe bien que, en la prác-
tica, muchos permanecerán fijos en grados inferiores de
la vida espiritual. Cada uno debe permanecer donde es
capaz de encontrar la paz. Algunos hallan la paz sólo en
activas obras de penitencia. Otros encuentran su paz
en la obediencia y la oscuridad de la vida comunitaria.
Otros están en paz cuando pueden servir a los demás en
obras de misericordia. La diferencia entre estos estados
depende no sólo de la elección y los esfuerzos del indivi-
duo, sino de una especial llamada de Dios16.

15. De Gradibus Humilitatis, n. 15, MIGNE, PL, 182, col. 949 [trad.
cast.: «Tratado sobre los grados de humildad y soberbia»,
en Obras completas de san Bernardo I. Introducción general y
Tratados (1º), BAC, Madrid 1983, p. 193].
16. «Non omnibus in uno loco frui datur grata et secreta Sponsi
praesentia, sed ut cuique paratum est a Patre ipsius. Non enim
nos eum telegimus, sed ipse elegit nos, et posuit nos, et ubi quis-
que positus est, ibi est», Serm. 23 In Cantica, n. 9, MIGNE, PL,
183, col. 889 [«No a todas se les concede gozar en el mismo
lugar de la dulce e íntima presencia del esposo, sino tal como
su padre lo ha dispuesto para cada una. No lo elegimos noso-
tros a él, fue él quien nos eligió a nosotros y nos destinó. Cada

118
Algunos recibirán gracias de contemplación única-
mente para ellos, otros se verán llenos de sabiduría para
ellos y para los demás. Éstos recibirán alguna función
carismática en la comunidad, para dirigir y guiar a sus
hermanos en los caminos de la unión con Dios. Pero
pocos son llamados a tal estado, porque pocos tendrán
la necesaria combinación de discreción y sabiduría con-
templativa.

«Son pocos los que saben presidir bien, y muy


pocos los que gobiernan con humildad. Cumplirá
fácilmente ambas cosas el que haya alcanzado la
discreción, madre de todas las virtudes, porque se
embriagará con el vino del amor hasta despreciar su
propia gloria, olvidarse de sí mismo y no buscar sus
intereses [anteponiéndolos a los de los demás]; todo
lo cual se consigue dentro de la bodega del vino, bajo
el magisterio exclusivo y maravilloso del Espíritu
Santo. Pues la virtud de la discreción, sin el fervor de
la caridad, es totalmente inútil, y el fervor exagerado
lo derrumba todo si no lo modera la discreción»17.

La mística cisterciense es plenamente realista. No es


la búsqueda de exaltadas experiencias subjetivas, sino
la búsqueda de Cristo. Lo busca en la fe, Lo encuentra
en Su misericordia, Lo conoce en la perfecta caridad.
La vida cisterciense es la tentativa de sondear todas las
profundidades de la teología del Evangelio y la Carta de
san Juan, que dijo: «Y todo el que ama ha nacido de Dios

uno está allí donde le fue asignado»; trad. cast.: Obras comple-
tas de san Bernardo V. Sermones sobre el Cantar de los Cantares,
BAC, Madrid 1987, p. 725].
17. Serm. 23 In Cantica, n. 8, MIGNE, PL, 183, col. 888 [trad. cast.:
Obras completas de san Bernardo V. Sermones sobre el Cantar de
los Cantares, BAC, Madrid 1987, p. 725].

119
y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios,
porque Dios es Amor» (1 Juan 4,7-8). Y Jesús dijo: «Éste
es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros
como yo os he amado… El que tiene mis mandamientos
y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será
amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él»
(Juan 15,12; 14,21). Sea o no llamado al secreto éxtasis
de la unión mística, todo monje cisterciense está invitado
al «banquete de bodas» de la perfecta caridad.
San Bernardo encuentra simbolizado y prefigurado
todo esto en las bodas de Caná, que representan la vida
cristiana, y especialmente la vida monástica. Llenamos
las tinajas de agua para la «purificación», cuando somos
fieles a las austeras observancias de la orden: silencio,
ayuno, vigilias, salmodia, trabajo manual y pureza de
corazón ascética18. Entonces viene Cristo mismo, y por la
acción de Su Espíritu Santo, transforma el agua de nues-
tra observancia en el vino de la caridad. Compartimos
unos con otros el vino de la caridad, mientras nuestros
corazones arden de compasión y son transportados
con alegría espiritual, cuando empezamos a descubrir
a Cristo en los otros. Pero la boda propiamente dicha es
la boda de Cristo y la Iglesia. Cada uno de nosotros, indi-
vidualmente, es llamado a la «boda mística» que nos une
a Cristo personalmente y como grupo, como la «Iglesia»;
pues, como dice san Bernardo: «Todos nosotros somos,
al mismo tiempo, la única esposa, y el alma de cada
uno es una esposa personal suya»19. La perfección del

18. Serm. 55 De Diversis [trad. cast.: Obras completas de san Bernardo


VI. Sermones varios, BAC, Madrid 1988, pp. 350-355].
19. Sermón 2 para el domingo primero después de la octava de
Epifanía, n. 2, MIGNE, PL, 183, col. 158 [trad. cast.: Obras
completas de san Bernardo III. Sermones litúrgicos (1º), BAC,
Madrid 1985, p. 329].

120
matrimonio consiste en amar a Dios como Él nos ha ama-
do. «Qui perfecte diligit, nupsit»20.
El hecho de que Cristo desea ardientemente este
matrimonio con Su Iglesia, y de que bajó del cielo y
murió en la cruz para hacer de ella Su mística Esposa, es
la plena razón de la llamada al claustro cisterciense. La
vida cisterciense es una constante purificación de amor,
en el individuo y en la comunidad, de modo que Cristo
pueda encontrar en la tierra la caridad desinteresada que
refleja la alegría y la pureza del cielo.
La devoción cisterciense a la Palabra encarnada y a
la bienaventurada Virgen María debe ser vista en este
contexto. Jesús es la Palabra hecha carne, que se hizo
accesible a nuestras mentes y corazones de carne, puesto
que sin la encarnación y la cruz nunca habríamos enten-
dido la caridad de Dios para con los seres humanos. Pero
el amor a Cristo como ser humano es sólo el principio
de un ascenso que descubre en Él a la Palabra, consus-
tancial con el Padre, y la Cabeza de Su Cuerpo Místico,
la Iglesia. María es la fuente de compasión y gracia que
permanece silenciosa e invisible en medio de la comuni-
dad cisterciense, como hizo en otro tiempo en las bodas
de Caná, suplicando al Señor que tenga misericordia de
nosotros cuando llegue a faltarnos el vino del espíritu,
el vino de la compasión, la caridad y la fe.
Ha sido necesario desarrollar estas ideas teológicas
con cierta extensión, porque sin ellas la vida cisterciense
nunca tendrá realmente sentido. Si no recordamos que
el cisterciense ingresa en el monasterio sobre todo para

20. «Quien ama perfectamente, se desposa», Serm. 83 In Cantica,


n. 3, MIGNE, PL, 183, col. 1182 [«Si perfecte diligit, nupsit» =
«Quien ama perfectamente, se desposa»; texto latino y versión
de la trad. cast.: Obras completas de san Bernardo V. Sermones
sobre el Cantar de los Cantares, BAC, Madrid 1987, p. 1029].

121
buscar a Cristo e imitar y reproducir en su vida la per-
fecta caridad de Cristo, sus ayunos, trabajos, pobreza y
soledad se convierten únicamente en proezas ascéticas
que podemos admirar o no, según nuestra disposición.
Sobre todo, si el monje no conoce la razón de su voca-
ción, no puede encontrar la paz de la vida monástica que
se le promete cuando entra en el monasterio. Porque la
paz de la vida monástica no depende de logros ascéticos
o místicos, sino de la fe en la misericordia de Dios, la des-
interesada compasión para con nuestros hermanos y el
puro amor al Padre, en unión con la caridad de Cristo.
Es evidente que estas cosas no son peculiares de los
cistercienses. Son propias de la vocación monástica como
tal, y comunes a todos los cristianos. Pero la razón deter-
minante de la vida comunitaria cisterciense es purificar
al monje de egoísmo de la manera más completa y eficaz.
Resulta claro, por tanto, que el ascetismo de la vida en
comunidad es un instrumento delicadamente equili-
brado que sólo produce sus resultados si es manejado
con un cierto respeto. Este respeto no puede existir en
un corazón duro. La vida común no santifica a aquellos
seres humanos que se han dejado convertir en máquinas.
Deben seguir siendo seres humanos, y han de mantener
un cierto afecto mutuo, para que puedan practicar la
verdadera caridad. Deben tener interés los unos por los
otros y, a la vez, tienen que respetar las necesidades más
íntimas de las almas de sus hermanos. Deben aprender a
mostrar compasión unos por otros sin ser impertinentes,
ayudarse mutuamente sin molestarse y sostener al débil
sin ser indiscretos o paternalistas. El verdadero cister-
ciense es aquel que no sólo sabe cuándo guardar silencio
y cómo guardarlo, sino cuándo hablar y cómo hablar,
cuándo mostrar comprensión y cómo mostrarla.

122
Hasta aquí hemos tratado los aspectos interiores de
la vida cisterciense. Ahora bien ¿y su marco exterior y
material? ¿Qué hacen los monjes? ¿Cómo viven?
Los cistercienses intentan sencillamente mantenerse
lo más cerca posible del plan original de san Benito. Se
levantan en las primeras horas del nuevo día (a las 2:00 o
2:15) y empiezan inmediatamente a cantar el oficio canó-
nico de Vigilias. Éste va seguido de media hora de medi-
tación y del oficio de Laudes. Después viene un período
de hora y media o dos horas, al amanecer, en el que los sa-
cerdotes del monasterio dicen sus misas en privado, los
hermanos y estudiantes reciben la comunión, y todos se
dedican a la lectio divina (lectura meditativa). Se toma un
ligero desayuno de pan y café antes de Prima, que se canta
a las 6:15. Ésta va seguida por el capítulo diario, donde los
monjes se reúnen para escuchar una charla espiritual del
padre abad y acusarse de sus faltas contra la regla.
Después del capítulo, hay otro período de lectio divi-
na seguido de Tercia y la misa conventual, que se canta
íntegramente todos los días. Luego hay dos horas de tra-
bajo manual por la mañana y dos o dos horas y media
por la tarde. Los monjes trabajan en los campos o en los
talleres, ya que el trabajo intelectual es poco habitual en
un monasterio trapense. A las 11:30, después del oficio
de Sexta, se toma el almuerzo, y ya se sabe lo rigurosa
que es la dieta trapense. En las raciones generales de
la comunidad no se sirve carne, pescado ni huevos. Esto
queda reservado exclusivamente para los enfermos. Los
demás se alimentan de leche, queso y verduras. Si los
trapenses no comen carne ni pescado, al menos tienen la
reputación de cocer muy bien el pan y fabricar un queso
excelente. Muchos de los monasterios de Norteamérica
venden su pan y su queso al público, y en gran medida se
sostienen de esta manera.

123
El trabajo diario del trapense termina por la tarde,
cuando el monje vuelve a su lectura y después canta
Vísperas y Completas antes de acostarse, a las siete,
como las aves.
La anterior distribución del día cisterciense difiere
ligeramente de lo que solía ser familiar. El Capítulo
General de 1954 redujo el número de las oraciones voca-
les recitadas en común. El oficio parvo de la Virgen María,
que se solía cantar en coro todos los días, junto con el
oficio canónico, ha sido reemplazado por una antífona y
una colecta cantadas antes de cada hora canónica. Aparte
de esto, el horario es más o menos el mismo de siempre,
pero ahora se dispone de un poco más de tiempo para la
lectio divina.
Las austeridades tradicionales de los trapenses han
sido también moderadas en cierta medida en los últimos
años, pero no se trata de mitigación. La leche y el queso
se permiten ahora incluso en cuaresma (antes estaban
prohibidos), y se ha añadido un cuarto de hora al sueño
del monje. El día trapense continúa siendo, en general,
un día laborioso, con mucho trabajo duro y largas horas
de coro. El entorno monástico es de gran simplicidad y
pobreza, y en él tiene poca cabida la comodidad corpo-
ral. Los monjes están sujetos a una estricta regla de silen-
cio. Nunca conversan entre sí; hablan únicamente con
sus superiores y sólo cuando es necesario. Raramente
salen del monasterio; a veces pasan años, e incluso toda
la vida, sin ver el pueblo más cercano. En el monasterio
no se reciben periódicos ni se escucha la radio, y a los
oídos de los monjes sólo llegan escasos fragmentos de las
noticias del mundo.
En una palabra, el monje cisterciense puede arreglár-
selas sin muchas cosas que para otros son verdadera-
mente necesarias. Su felicidad no está disminuida en

124
modo alguno. Por el contrario, estos monasterios silen-
ciosos son bien conocidos actualmente como el hogar de
seres humanos ciertamente felices. Es indudable que
la vida es difícil, pero la fe y el sacrificio personal que
la hacen posible llenan también el corazón del monje de
una paz que el mundo no puede dar.
La verdadera privación de la vida cisterciense es psi-
cológica e interior y, por esta razón, a nadie que tenga
una psicología débil o tendencias neuróticas se le debe
animar a entrar en un monasterio trapense. Para poder
vivir logradamente en el silencio del claustro cisterciense,
uno ha de tener la madurez suficiente para afrontar los
problemas reales de la vida interior en vez de evitarlos y
camuflarlos. Tales problemas tienen que ser resueltos en
la oscuridad de la fe, en el silencio de la verdadera humil-
dad y en la pobreza de un espíritu que esté dispuesto a
vaciarse de la autocomplacencia y a estar contento cuan-
do no vea en sí mismo nada que pueda admirar.
Es bien sabido que la estricta vida cisterciense ha
atraído a muchas vocaciones en la moderna Norteamé-
rica, y se puede decir sin exageración que no todos los que
han entrado en los monasterios cistercienses sabían pre-
cisamente lo que buscaban, y que muchos no han encon-
trado exactamente lo que buscaban. Quienes pensaban
que querían una vida sacrificada tal vez hayan encontra-
do quizás sacrificios que no esperaban. Quienes querían
vivir en la simplicidad y la caridad del Evangelio, han
encontrado la oportunidad de hacer lo que buscaban.
La familia cisterciense está actualmente dividida en
dos grandes grupos. Los cistercienses de la estricta obser-
vancia, o trapenses, son una orden religiosa homogénea
y unificada. Los cistercienses de la común observancia
son un grupo ligeramente cohesionado de congregacio-
nes que siguen diferentes observancias.

125
Uno de los monasterios más interesantes adherido
actualmente a la común observancia es la antigua abadía
de Boquen, en Bretaña, restablecida en 1936 por Dom
Alexis Presse. Estudioso y amante de la austeridad, con
el alma tenaz y enérgica de un bretón, Dom Alexis empe-
zó a vivir como un ermitaño en las ruinas de esta vieja
abadía, perdida en el yermo, lejos de todo camino transi-
tado. Cuando el cartero del pueblo más cercano encontró
en su saca una carta dirigida al abad de Boquen, pensó
que le habían gastado una broma. Pero Dom Alexis dio a
conocer pronto su presencia. Al poco tiempo, se le unie-
ron compañeros, y empezaron a restaurar el monasterio
en ruinas.
Boquen es ahora el centro de la observancia cister-
ciense más estricta y austera, que ha rechazado todas las
adaptaciones, tanto rigurosas como suaves, hechas en los
usos cistercienses desde el siglo XII. Desde Boquen hacia
abajo, la común observancia pasa por el abanico de todas
las interpretaciones imaginables del estilo de vida cister-
ciense. Es indudable que una de las más satisfactorias
es la observancia que se sigue en el monasterio suizo de
Hauterive, donde, en el espíritu originario de Cîteaux y
con el equilibrio genuino del horario cisterciense, la vida
contemplativa se vive sin excesiva austeridad, pero en
soledad y paz.
Hay grandes monasterios de la común observancia
también en Baviera, Austria y Suiza. Asimismo, Hungría,
antes de la llegada del comunismo, era uno de los baluar-
tes de la común observancia cisterciense. El monasterio
principal de la «Sagrada Orden Cisterciense» en Norte-
américa es una fundación de la abadía húngara de Zirc:
el priorato de Spring Bank, en Wisconsin.
El rápido desarrollo de los cistercienses de la estricta
observancia en los Estados Unidos durante los últimos

126
veinte años constituye un raro e importante fenómeno en
la historia monástica. Todavía no ha llegado el momento
de valorar la importancia del movimiento. Cuantitativa-
mente, ha superado su punto más alto. Pero la historia
monástica no está hecha de números y estadísticas, y todo
depende de la calidad espiritual del residuo. Ha habido
literalmente centenares de vocaciones en las grandes
abadías estadounidenses de Gethsemani y Spencer, y en
sus fundaciones más importantes. De esos centenares,
como era de esperar, más de la mitad no permanecieron
en el monasterio. La generación de aquellos que se que-
daron está alcanzando actualmente su madurez religiosa
y dispuesta a desempeñar un papel activo en los destinos
monásticos de Norteamérica.
Sigue habiendo nuevas fundaciones. La abadía de
Our Lady of the Valley (Nuestra Señora del Valle), en
Rhode Island, que sufrió los estragos de un incendio
en 1950 y fue trasladada a un nuevo monasterio, espa-
cioso y hermoso, en Spencer, Massachusetts. Our Lady
of Guadalupe, fundada en Nuevo México en 1947, se
trasladó a Oregón en 1955, en busca de mejores condi-
ciones. En 1949, Gethsemani estableció una fundación
en Carolina del Sur, en una plantación grande y antigua
donada por Henry R. Luce y Clare Booth Luce. Mepkin
es uno de los más tranquilos y hermosos monasterios de
la orden. Aun siendo pequeño y prácticamente descono-
cido, va creciendo pacíficamente al ritmo de una funda-
ción cisterciense que no tiene ninguna prisa por llegar
a ser enorme. Otra fundación nueva de Gethsemani se
estableció en Genessee Valley, New York, en 1951. Our
Lady of the Genessee está demostrando ser, en muchos
sentidos, una comunidad extraordinaria que es joven,
enérgica y entusiasta desde todos los puntos de vista. La
más reciente de las fundaciones de Gethsemani se esta-

127
bleció en California en julio de 1955. Our Lady of New
Clairvaux se encuentra en Sacramento Valley, en Vina
Ranch, un lugar célebre que ha sido testigo de algunos
acontecimientos importantes en la historia del norte
de California desde la fiebre del oro. Cuando este libro
va camino de la imprenta, se recibe la noticia de que
Spencer ha establecido otra fundación en Snow Mass,
Colorado. Los otros monasterios trapenses norteameri-
canos están en Iowa, Georgia, Utah, Missouri y Virginia.
También se ha fundado un convento de monjas trapen-
ses en Wrentham, Massachusetts.

128
tercera parte

LA VIDA EREMÍTICA
i
LOS CARTUJOS

En sentido estricto, los cartujos no son ni han sido


nunca considerados como una rama de la familia bene-
dictina. San Bruno, fundador de la Grande Chartreuse,
pasó algún tiempo en un priorato dependiente de la
abadía benedictina de Molesme, cuando estaba discer-
niendo su vocación. Pero aquellos a los que él condujo al
accidentado desierto de los Alpes, al norte de Grenoble,
iban a ser ermitaños en el sentido estricto de la palabra,
ermitaños que harían volver a la vida algo de la olvidada
pureza de la vida contemplativa, tal como se había lleva-
do en otro tiempo en los desiertos de Egipto.
Sin embargo, hay varios rasgos en el carácter cartu-
jano que, de hecho, lo asemejan mucho al espíritu de
san Benito. En primer lugar, los cartujos, al insistir en
el silencio y la soledad quizá más que nadie en la Iglesia
occidental, han vivido siempre como ermitaños en comu-
nidad. Los portavoces de la orden señalan que la vida car-
tujana combina las ventajas de la soledad eremítica y las
de la vida comunitaria. Lanspergius, por ejemplo, dice:

«Entre los cartujos existen las dos vidas, eremítica


y cenobítica, tan bien atemperadas por el Espíritu
Santo que cualquier cosa que pudiera, en cualquiera
de ellas, ser un peligro para el monje, ya no existe,
y hemos preservado y aumentado los elementos que

131
promueven la perfección. La soledad, tal como se
encuentra en una cartuja, no tiene peligro, pues los
monjes no tienen autorización para vivir de acuerdo
con sus caprichos; están bajo la ley de obediencia y
bajo la dirección de sus superiores. Aunque están
solos, pueden, sin embargo, recibir ayuda y aliento
siempre que éstos resulten necesarios. Y, no obs-
tante, son anacoretas, de modo que, si observan fiel-
mente el silencio, permanecen en sus celdas como
si estuvieran en las profundidades de un desierto
deshabitado. La soledad de los cartujos es mucho
más segura que la de los primeros anacoretas, y tan
completa como la de éstos»1.

Como san Benito en su regla, los cartujos dividen su


tiempo entre el trabajo manual, el canto del oficio divi-
no, y la lectura o el estudio espirituales. Por último, su
espíritu es idéntico al de san Benito en su sencillez, su
humildad y su combinación de austeridad y discreción.
Decir esto equivale a decir simplemente que entre
los cartujos encontramos la misma tradición monástica
auténtica que en san Benito y, aun cuando hay diferen-
cias significativas de modalidad entre las dos órdenes,
ningún libro sobre el monacato occidental estaría com-
pleto si no mencionara a los cartujos.
De hecho, la Iglesia ha considerado siempre, y a veces
ha declarado abiertamente, que los cartujos han sido
la única orden monástica que ha preservado fielmen-
te el verdadero ideal monástico en toda su perfección
durante siglos en que las otras órdenes decayeron. El
hecho de que los cartujos no hayan necesitado nunca
una reforma es proverbial desde hace mucho tiempo.

1. LANSPERGIUS, Enchiridion, 49.

132
Cartusia numquam reformata quia numquam deformata:
«La Cartuja no ha sido nunca reformada porque nunca
ha sido deformada». Los entusiastas elogios que Pío XI
vertió sobre la orden en 1924, al aprobar sus nuevas
Constituciones, no han sido igualados en ningún docu-
mento similar. A juicio del papa Pío XI, la vida solitaria es
«la forma de vida más santa» (sanctissimum vitae genus).
Y dice de los cartujos:

«Apenas es necesario expresar la gran esperanza y


expectativa que nos inspiran los monjes cartujos, al
ver que observan la regla de su orden no sólo exac-
tamente sino también con generoso ardor, y puesto
que esa regla lleva fácilmente a quienes la observan
al más alto grado de santidad, es imposible que esos
religiosos no lleguen a ser y permanezcan como los
más poderosos intercesores ante nuestro Dios, sobre-
manera misericordioso, por toda la cristiandad»2.

Los cartujos, por consiguiente, ocupan un lugar de


especial eminencia entre las órdenes monásticas, no sólo
debido a la intrínseca perfección de su regla de vida, sino
también debido a la extraordinaria fidelidad de la orden
a esa regla.
¿Cuáles son las peculiaridades especiales del modo de
vida cartujano?
Aun permaneciendo dentro del marco monástico
tradicional, la vida cartujana transcurre casi íntegra-
mente en la soledad de la celda del monje. La Cartuja es
una unidad suficientemente compacta que más debería
llamarse monasterio que eremitorio. No obstante, los
monjes viven en ermitas. De hecho, cada celda es una

2. Constitución Apostólica Umbratilem, 8 de julio de 1924.

133
ermita. Las celdas están unidas por un claustro común,
y el aspecto que presenta la Cartuja habitualmente es el
de una pequeña aldea bien organizada, con una iglesia
y un conjunto de grandes edificios en un extremo, y una
serie de casitas apiñadas alrededor del rectángulo del
gran claustro. Cada celda tiene su huerto cercado, y el
monje no ve ni oye lo que sucede en la celda contigua.
De hecho, vive en completa soledad. Su casita es relati-
vamente espaciosa. En la planta baja tiene una leñera y
un taller donde ejercita su oficio, si lo tiene. Hay tam-
bién un porche cubierto, por donde camina si el lugar
está cubierto de nieve, lo cual sucede con frecuencia,
dado que la Cartuja está construida preferentemente
en las montañas. En el primer piso tiene –sentiríamos
la tentación de pensar– demasiadas habitaciones. Una
de ellas, el Ave Maria, casi no se usa; es una especie de
antesala de la verdadera celda, donde el monje pasa la
mayor parte del tiempo. Pero debido a una encantadora
y antigua costumbre, esta antesala, dedicada a la Virgen
Madre de Dios, y que contiene su imagen, es un lugar
donde el monje se detiene para orar cuando entra en su
celda y cuando sale de ella. La mística cartujana estima
que la vida de soledad del monje está escondida dentro
del Corazón de la Virgen Madre.
La verdadera «celda» está formada por un dormitorio
y una pequeña sala, con dos alcobas: una es un oratorio
y la otra es un lugar de estudio. En la primera, el monje
se arrodilla para meditar o recita las horas diurnas del
oficio canónico con todas las ceremonias que se realizan
cuando los monjes están juntos en el coro. En la otra
tiene una mesa, una estantería con libros, la Biblia, uno
o dos volúmenes de los padres, algún libro de teología,
alguna lectura espiritual favorita –quizás Ruysbroeck, san
Juan de la Cruz o la Imitación de Cristo–. Y junto a estos

134
libros se puede encontrar casi cualquier otro, si el monje
tiene algún interés especial, o si reconoce en él la necesi-
dad de alguna lectura liviana. En una celda cartujana se
puede hallar cualquier libro, siempre y cuando sea serio
y pueda encajar razonablemente de algún modo en la
vida de contemplación del monje. No es necesario que el
monje se encierre, él mismo, enteramente, dentro de los
límites de la piedad convencional.
Aquí, en este lugar central, el monje estudia, medita,
descansa, come y recita buena parte del oficio diario y
otras oraciones fijas.
En general, sólo sale tres veces de la celda en veinti-
cuatro horas.
Primero, se levanta después de haber dormido unas
cuatro horas, hacia las diez y media de la noche, y, des-
pués de recitar algunas oraciones preliminares en su cel-
da, va al coro donde, con los otros monjes, canta el largo
y lento oficio de Vigilias. Pío XI elogia el coro cartujano,
al igual que alaba todos los demás elementos de la orden,
y nos ofrece una imagen de los monjes que cantan con
solemnes tonos masculinos, voce viva et rotunda, sin el
acompañamiento de un órgano. Otros informes afirman
que el canto cartujano tiene algo del carácter de una
lamentación. Los benedictinos y cistercienses que visi-
tan la Cartuja observan a veces que «los cartujos nunca
tienen práctica de canto, porque dificulta su soledad»,
y esto implica que a esos visitantes no les ha resultado
agradable el canto cartujano. Cualesquiera que sean los
méritos de estas diferentes perspectivas, los cartujos han
sido siempre muy sinceros a la hora de preferir su sole-
dad a cualquier otra cosa, y han mirado incluso el placer
de un canto hermoso como un lujo prescindible, si para
adquirirlo hay que pagar el precio de las prácticas de
canto y otras distracciones del cenobio.

135
Después de la Vigilia, que dura entre dos y tres horas
cada noche, el cartujo vuelve a su celda para completar
el descanso nocturno. Se levanta a recitar Prima en su
celda en las primeras horas de la mañana, y después va
de nuevo a la iglesia para cantar la misa conventual. Si es
sacerdote, dirá su propia misa en una capilla adjunta a la
iglesia; y, si no es sacerdote, ayudará a misa y recibirá
la comunión. A continuación volverá de nuevo a su celda
y pasará allí el resto del día, hasta las Vísperas, en las
que, por última vez, volverá a cantar el oficio en coro. Esto
tiene lugar a media tarde.
En pocas palabras, el cartujo pasa diecinueve o veinte
horas al día dentro de los límites de su casita y su peque-
ño huerto, sin ver a nadie, sin hablar con nadie, a solas
con Dios.
Naturalmente, puede haber excepciones. El monje
puede tener un empleo u oficio que le obligue a hablar
de vez en cuando. Puede recibir alguna visita, ocasional-
mente. Una vez a la semana hay un spatiamentum de tres
horas –un paseo por el terreno que rodea la Cartuja–, en
el que todos deben participar. En estos paseos, los mon-
jes no sólo hacen ejercicio, sino que hablan entre sí, y la
conversación, aun cuando siempre sea elevada, no es
necesariamente lúgubre y aburrida. En otras palabras,
es una interrupción necesaria de la soledad del monje.
En ciertos días de fiesta, los monjes cantan todas las
horas diurnas en coro, y comen en un refectorio común.
También se dirige un sermón (en latín) a la comunidad
reunida en capítulo.
Es claro que la vida cartujana es notable ante todo por
su decidida insistencia en el silencio y la soledad. Todas
las órdenes monásticas reconocen que el monje está lla-
mado a vivir, en cierto sentido, en soledad con Dios. Los
cartujos toman esta obligación tan literalmente como

136
pueden. Aunque coinciden con san Benito en que «nada
se ha de preferir a la obra de Dios (el oficio divino)», lo
interpretan de una manera característicamente eremíti-
ca. Durante mucho tiempo, los cartujos no tuvieron misa
conventual, y a los sacerdotes de la orden raramente se
les concedía permiso para decir misa, porque la soledad y
el silencio de la celda eran considerados más importantes
incluso que la misa. Tal actitud se entiende hoy con difi-
cultad, pero debemos recordar que el cartujo, aun cuando
pueda ser un sacerdote, es siempre y primariamente un
solitario. Su función principal en la Iglesia no es tanto
celebrar los misterios litúrgicos como vivir, en silencio y
a solas, el misterio de la vida de la Iglesia «escondida con
Cristo en Dios» (Colosenses 3,3). Y en los primeros días de
la orden, cuando estas restricciones estaban vigentes, la
idea de «decir misa» siempre implicaba aparentemente
la celebración de la misa con una comunidad presente.
El espíritu de los cartujos se puede deducir fácilmente
de la vida que llevan. Es un espíritu de soledad, silencio,
sencillez, austeridad y vida a solas con Dios. La intransi-
gencia de la huida cartujana del mundo y del resto de la
humanidad está orientada a purificar el corazón de todas
las pasiones y distracciones que necesariamente afligen
a quienes están implicados en los asuntos del mundo –o
incluso en la vida ocupada y relativamente complicada
de un monasterio cenobítico–. Toda la legislación que
rodea al cartujo, y lo ha rodeado durante siglos como
un muro impenetrable, está destinada a proteger su
soledad contra esas laudables y aparentemente razona-
bles empresas que tan a menudo tienden a corromper la
pureza de la vida monástica.
Por ejemplo, los cartujos han sido siempre inflexibles
en el rechazo de dignidades y muestras de favor y aten-
ción del resto de la Iglesia. Mientras que los benedictinos

137
y cistercienses se sienten con razón orgullosos de que sus
abades tengan la dignidad pontifical y puedan celebrar
misa con toda la pompa de un obispo, los cartujos han
rechazado sistemáticamente tales favores. De hecho, se
han negado a permitir que sus casas fueran elevadas al
grado de abadías, precisamente con el fin de evitar las
consecuencias que pudieran derivarse de ello.
Con el fin de no atraer la atención y de evitar un
exceso de visitantes y postulantes, los cartujos han insis-
tido en mantener sus monasterios pequeños y oscuros.
Sienten un especial desagrado hacia cualquier forma de
publicidad y, si son ensalzados como la más perfecta de
todas las órdenes de la Iglesia, la proclamación del hecho
no ha sido realizada por los cartujos, sino por otros.
Los cartujos no han prestado nunca mucha atención a
la aparente santidad de sus miembros. Siempre han pen-
sado que es más importante ser santos que ser llamados
santos –otro punto en el que coinciden con san Benito3–.
Por consiguiente, los cartujos no han dado nunca ningún
paso para procurar la canonización de sus santos. Ni
siquiera tienen un Menologium, o catálogo privado de
los miembros más santos de la orden. Cuando muere un
monje excepcionalmente virtuoso, el más elevado honor
público que recibe en la orden es un lacónico comenta-
rio: laudabiliter vixit, que se podría traducir como: «Lo
hizo todo bien». Por último, el cartujo ni siquiera tiene
la distinción personal de una tumba marcada con su
nombre. Es enterrado en el cementerio, bajo una cruz sin
nombre, y se desvanece en el anonimato.

3. Los cartujos tienen el siguiente adagio: «Non sanctos patefacere


sed multos sanctos facere». «Hacer santos, no propaganda de
ellos». Y san Benito exhorta al monje de este modo: «No querer
ser llamado santo antes de serlo, sino serlo primero para que lo
digan con verdad» [Regla, capítulo 4, 62].

138
Los cartujos no han alentado nunca ninguna forma de
trabajo que pudiera ponerlos en contacto con el mundo
exterior. No predican retiros, no atienden parroquias y
cuando, a veces, se han ganado buena reputación como
directores espirituales, sus superiores han intervenido
para poner fin a esa actividad. El único trabajo del cartu-
jo que podría darle fama es escribir. Desde el principio,
los cartujos se dedicaron a copiar manuscritos y a escri-
bir libros. Con todo, también en este caso hay que hacer
algunas salvedades importantes. El escritor más grande
de la orden, el lacónico Guigo, amigo de san Bernardo,
fue prácticamente el único escritor cartujano durante
siglos. Sus «meditaciones» son meros aforismos, que se
pueden contener en las páginas de un volumen muy
pequeño. Más tarde, escritores como Denis de Ryckel,
fueron mucho menos reservados. Pero cuando se
estudian los cuarenta y tantos volúmenes de Dionisio el
Cartujano, se tiene la impresión de que escribir era para
él una actividad como la de hacer cestos para los primeros
solitarios: una acción mecánica que lo mantenía ocupado
y que no estaba referida particularmente a un público
que pudiera admirarlo. Dionisio podía escribir un libro
sobre cualquier tema, del mismo modo que una piadosa
ama de casa podía tejer un jersey o un par de calcetines.
Uno percibe que, cuando había terminado un libro, le
daba igual lo que ocurriera con él, y se habría sentido
igualmente contento si lo quemaban o si lo imprimían.
Parece que este mismo espíritu guió a todos los nume-
rosos escritores cartujanos cuyos nombres se conocen y
cuyas obras han desaparecido o sobreviven sólo en forma
de manuscrito. Son desconocidos, nadie los lee nunca y
la razón es que no escribieron realmente para ser leídos.
Trabajaron como el padre del desierto en Casiano, que,

139
al final de cada año, solía quemar todos los cestos que
había hecho y empezaba de nuevo. Actualmente, si un
cartujo escribe algo para que se publique, nunca aparece
con su nombre.
En suma, los cartujos nunca han pensado que la
perfección de la vida espiritual y la verdadera pureza de
corazón se podían preservar únicamente con lo que se
llama la «práctica de la soledad interior». Las antiguas
Costumbres de la Orden, las Consuetudines escritas en
el siglo XII por el prior Guigo de la Grande Chartreuse,
terminan con un hermoso panegírico de la soledad,
la soledad física4. Aquí leemos que en ningún lugar
mejor que en la verdadera soledad descubre el monje
la escondida dulzura de los salmos, el valor del estudio
y la lectura, el intenso fervor en la oración, el delicado
sentido de las realidades espirituales en la meditación, el
éxtasis de la contemplación y las lágrimas purificadoras
de la compunción. La finalidad de la soledad cartujana
se encuentra en estas palabras y en su contexto. Como
todos los demás monjes, el cartujo es el hijo y seguidor
de los antiguos profetas, de Moisés y Elías, de Juan el
Bautista y del propio Jesús, que ayunó en el desierto y
pasó muchas noches orando solo en la montaña. La
finalidad de la soledad cartujana es poner el alma en un
estado de silencio y receptividad que abra sus profundi-
dades espirituales a la acción del Espíritu Santo, que da a
conocer los misterios del Reino de Dios y nos muestra las
insondables riquezas del amor y la sabiduría de Cristo.
En un comentario a este capítulo de Guigo, Dom
Innocent Lemasson lo resume y define el espíritu cartu-
jano en los siguientes términos:

4. Consuetudines Guigonis, capítulo 80, MIGNE, PL, 153, col. 758.

140
«Los principios de la vida cartujana son quietud
[quies] o descanso de las cosas y deseos mundanos,
soledad que nos saca de la compañía de los seres
humanos y del espectáculo de vanidades, silencio de
palabras inútiles, y la búsqueda de realidades supe-
riores [superiorum appetitio], es decir, buscar y delei-
tarse en las cosas de lo alto. Todas las demás cosas
son omitidas [por Guigo en este texto] porque las
considera secundarias con respecto a la verdadera
sustancia de la vocación cartujana, que es obedien-
cia, ofrecida en la quietud, el silencio y la soledad»5.

Desde los primeros días, los cartujos entendieron que


esta vocación era muy poco común y que la vida cartu-
jana nunca sería popular ni bien entendida. En el mis-
mo comentario que acabamos de citar, Dom Lemasson
observa que sólo Dios puede hacer monjes y ermitaños,
y que los recursos humanos para aumentar el número
de las vocaciones de cartujos sólo servirían para arrui-
nar la orden. De hecho, los cartujos han sido siempre
la más exigente de todas las órdenes en la admisión de
candidatos, argumentando que «hay muchos llamados
a la fe, pero muy pocos predestinados a ser cartujos»6.
Como resultado, tal vez hayan parecido extremadamente
exclusivos y esnobs, en comparación con otras órdenes,
pero de hecho la gran prudencia con que han actuado
siempre en esta materia de las vocaciones ha sido una de
las razones principales por las que la orden no ha necesi-
tado nunca una reforma.
Si nos detenemos un momento para mirar un poco
más detenidamente esta gracia singular de los cartujos,

5. Comentario sobre las Consuetudines, capítulo 80, MIGNE, PL,


153, col. 756.
6. Dom LEMASSON, loc. cit., col. 759.

141
veremos que no se puede explicar únicamente por la fide-
lidad a sus Constituciones y a los principios de sus fun-
dadores. Es verdad que los cartujos han sido excepcio-
nalmente leales a su ideal tradicional; pero no es menos
cierto que la mera fidelidad a una regla puede acabar
deformando y eventualmente destruyendo la vida para la
que fue escrita la regla, a no ser que esté constantemente
apoyada por el espíritu interior que inspiró la regla.
Los cartujos han sido preservados no sólo por su
rígida disciplina exterior, sino por la flexibilidad interior
que la ha acompañado. Han sido salvados no sólo por
la voluntad humana que se aferra firmemente a una ley,
sino sobre todo por la humildad de los corazones que se
abandonaron al Espíritu que dictó la Ley. Al contemplar
a los cartujos desde fuera, uno podría sentir la tentación
de considerarlos orgullosos. Pero cuando uno sabe un
poco más acerca de ellos y de su vida, comprende que
sólo un ser humano muy humilde podría soportar la
soledad cartujana sin volverse loco. Porque la soledad
de la Cartuja tendrá siempre un efecto devastador
sobre el orgullo que trata de estar a solas consigo
mismo. Tal orgullo se derrumbará y se convertirá en
esquizofrenia en el ininterrumpido silencio de la celda.
De todas formas, es cierto que la gran tentación de todos
los solitarios es algo mucho peor que el orgullo, a saber:
es la locura que está más allá del orgullo, y el solitario
debe saber cómo conservar su equilibrio y su sentido del
humor. Sólo la humildad puede darle esa paz. Fuerte
con la fuerza de la humildad de Cristo, que es al mis-
mo tiempo la verdad de Cristo, el monje puede hacer
frente a su soledad sin sostenerse con hábitos mentales
mágicos o iluminados inconscientes. En otras palabras,
puede aguantar la purificación de la soledad que lenta e
inexorablemente separa la fe de la ilusión. Puede man-

142
tener el terrible examen del alma que lo desnuda de sus
vanidades y autoengaños, y puede aceptar pacíficamente
el hecho de que, una vez que las falsas ideas acerca de
sí mismo han desaparecido, no le queda prácticamente
nada más. Pero entonces está dispuesto para el encuen-
tro con la realidad: la verdad y la santidad de Dios, que
él debe aprender a afrontar en las profundidades de su
propia nada.
Por consiguiente, lo que uno encuentra en la Cartuja
no es una colección de grandes místicos y hombres con
dones espirituales deslumbrantes, sino almas sencillas
e inquebrantables cuya mística ha sido engullida por
una fe demasiado grande y demasiado simple para las
visiones. Los dones más espectaculares han sido dejados
para espíritus inferiores, que se mueven en el mundo de
la acción.
Cuando los cartujos desembarcaron en Norteamérica
por primera vez en 1951, se pudo decir que la Iglesia de
los Estados Unidos había alcanzado la mayoría de edad.
La fundación cartujana de Whitingham, Vermont, se
encuentra aún en la fase experimental, pero es una fase
de una simplicidad tan primitiva que uno siente que los
fundadores la recordarán con gran felicidad en los próxi-
mos años.
Todavía no hay una verdadera cartuja en Whitingham.
Sólo hay una granja aislada, llamada «Sky Farm», donde
se alojan huéspedes y postulantes. En el bosque, más
apartadas, hay un grupo de pequeñas casas; son cuatro
en total. Éstas son las celdas. Están construidas en el
emplazamiento probable de la futura cartuja, y no tienen
nada de la complejidad y la seguridad independiente de
la verdadera casita cartujana. Allí los ermitaños viven en
paz, observando la austera regla cartujana, modificada
sólo con los cambios exigidos por la naturaleza provi-

143
sional de su vivienda. Mientras tanto, los postulantes
se presentan de vez en cuando, se les prueba durante
unos pocos meses y después son enviados a Europa para
hacer el noviciado. En los últimos cuatro años, práctica-
mente ninguno de los elegidos ha sido capaz de cumplir
los requisitos de la orden o soportar las penalidades
del ayuno, el frío y la soledad en el helado silencio de un
invierno alpino. Pero de vez en cuando, un supervivien-
te hace los votos y se convierte en cartujo profeso. La
piedra angular de la comunidad norteamericana es uno
de los fundadores de Whitingham, un antiguo bene-
dictino que enseñaba psiquiatría en la Universidad Cató-
lica de Washington. Dom Thomas Verner Moore dejó
Washington para viajar a España en 1948, fue recibido
como novicio en la Cartuja de Miraflores, cerca de Burgos,
y ha sido indudablemente uno de los espíritus que han
guiado la fundación norteamericana.
La Cartuja tendrá que afrontar en los Estados Unidos
las grandes tentaciones que este país ofrece a todas las
órdenes monásticas: publicidad, tecnología, popula-
ridad, comercialismo, máquinas y el horrible impulso
de tirarlo todo por la borda para conseguir la fama y
la prosperidad (encubriéndolas como «apostolado del
ejemplo»). Uno siente que los cartujos están equipados,
mejor que cualquier otra orden, para resistir este ata-
que del mundo contra el espíritu monástico. Toda la
estructura monástica norteamericana podría finalmente
depender de que lo hagan exitosamente.

144
ii
LOS CAMALDULENSES

Todo lo que se ha dicho en estas páginas apunta al


hecho de que la vida monástica es, sobre todo, una vida
de profunda fecundidad y paz espiritual, que nos da, ya
en la tierra, un anticipo de la paz del cielo. Pero también
hemos comprendido que la paz de la vida monástica no
es una paz material, ni un estado de cómoda inercia,
garantizada por la ausencia de toda preocupación y
responsabilidad. A propósito de la paz que satisface al
cuerpo más que al alma, Cristo dijo solamente: «No he
venido a traer paz, sino espada» (Mateo 10,34). La paz
del monje es proporcional a su desprendimiento de las
cosas de la tierra. No es la paz de quien ve cumplidos
de manera satisfactoria todos sus deseos y necesidades
terrenos, sino de quien, en cierta medida, ha llegado a
ser independiente de las cosas materiales, concentrando
toda su vida en la búsqueda del Reino de Dios. Es libre,
con la libertad de los hijos de Dios. Su paz no es de este
mundo. Está escondida con Cristo en Dios.
La vida monástica es tanto más escondida cuanto más
humilde, solitaria y pobre. El espíritu monástico es sobre
todo un espíritu de soledad, de separación del mundo.
El ermitaño está, por naturaleza, alienado del ministerio
apostólico de la predicación, así como de las prelacías
y dignidades que lo mantendrían ante los ojos de los

145
demás. Si es, como los apóstoles, un «espectáculo para
los ángeles y para los hombres», sólo puede serlo como
un ejemplo de pobreza, del que el mundo tiende a apar-
tarse sin comprenderlo. Por consiguiente, todo monje
alberga en el corazón la aspiración a una soledad, pobre-
za y humildad cada vez mayores. Si las disposiciones
de la divina Providencia pueden implicarlo, durante un
tiempo, en un trabajo que lo sitúa ante el público, sabe
que esta disposición es puramente accidental, y que la
esencia de su vocación sigue siendo la misma: es siempre
una llamada a la soledad, a la renuncia a sí mismo. Es
una llamada al desierto.
San Benito, en su profunda sabiduría, comprendió
que no todos los seres humanos podían seguir su ejemplo
y pasar inmediatamente de las ciudades turbulentas a los
rocosos valles del yermo. No todos los hombres son capa-
ces de vivir solos en cuevas. Y no es necesario vivir en
una hendidura de la roca para llegar a ser un monje san-
to. Al escribir la regla para los cenobitas, donde se pone
todo el acento en la humildad y la obediencia, y donde
el espíritu del desierto se mantiene y se hace accesible a
todos, san Benito consiguió trasplantar el ideal monás-
tico del desierto egipcio al suelo europeo. Y no sólo eso,
sino que aseguró la supervivencia permanente del ideal
del desierto. Sólo pudo hacerlo mitigando algunas de las
austeridades de los eremitas de la Tebaida y suavizando
prudentemente los rigores del cenobitismo pacomiano.
El monasterio benedictino es esencialmente una familia
más que un campamento militar, aun cuando el propio
san Benito no se asusta de usar de vez en cuando alguna
metáfora marcial.
Pero nunca debemos suponer, como se supone
a veces, que, al adaptar prudentemente las observan-
cias de los monjes egipcios a las necesidades europeas,

146
san Benito repudió de alguna forma el primitivo ideal
monástico. Por el contrario, hay que buscar la razón de
ser de su adaptación en el mismo ideal que intentó con-
servar. La regla de san Benito, que tan a menudo cita lite-
ralmente las tradiciones monásticas de Oriente, y que se
basa tan fundamentalmente en Casiano, el popularizador
del monacato oriental, fue escrita para monjes que deben
vivir en la línea directa de la pura y antigua tradición.
El monje que hace voto de obediencia bajo la regla de
san Benito es, por tanto, el verdadero descendiente tanto
de san Antonio, que vivió en el desierto, como de san
Pacomio y de san Basilio. De hecho, ingresa en la vida
monástica como cenobita; pero no hay nada en la natu-
raleza misma de su vocación que excluya una profunda
admiración hacia los antiguos ermitaños, o que impida
su deseo de compartir algo de su solitaria contemplación
de Dios. Por el contrario, si el monje fuera a cortar todos
los vínculos espirituales que lo unen a los padres del
desierto, se aislaría de la más pura fuente original de su
espíritu monástico. Se privaría del sustancioso alimento
que el mismo san Benito consideró necesario para su
alma. Pero para que este alimento aproveche al alma, el
monje tiene que hacer lo que hizo el mismo san Benito,
y distinguir los elementos esenciales de la vida monás-
tica (el espíritu de renuncia a uno mismo para buscar a
Dios) de los elementos secundarios (las mortificaciones
corporales extraordinarias y la práctica del ascetismo
extremo).
El hecho de que san Benito considere a los cenobitas
como la «raza más fuerte» (fortissimum genus) entre
los monjes, no significa que excluya o menosprecie a los
anacoretas. Por el contrario, como representante de la
auténtica tradición en esta cuestión, da por sentado que
algunos monjes, después de probar el cenobio durante

147
bastante tiempo, querrán retirarse a la soledad y reci-
birán permiso para ello. Esta implícita orientación de
la regla de san Benito hacia la soledad eremítica, que
con tanta frecuencia se niega o se subestima, nos lleva
al punto en que debemos considerar, de un modo más
detallado, la rama eremítica de la familia benedictina.
Uno de los vástagos más antiguos y venerables del pri-
mitivo tronco benedictino es la orden de la Camáldula.
Esta orden asume explícitamente la tarea de proporcio-
nar un refugio a la pura vida contemplativa, en la sole-
dad. Nacida del intenso resurgimiento del fervor monás-
tico que se extendió por Europa en los siglos X y XI, la
Camáldula fue fundada en 1012 por san Romualdo, en
un alto valle de los Apeninos, más allá de Arezzo. Como
caso único en el monacato occidental de la época actual,
la ermita camaldulense presenta el aspecto de una
antigua laura, una aldea de celdas separadas, apiñadas
alrededor de la iglesia. A diferencia de la típica Cartuja,
cuyas celdas están todas contiguas y dan a un claustro
común, la Camáldula insiste celosamente en el hecho de
que todas las celdas estén separadas entre sí, al menos
por una distancia de seis o nueve metros. Los ermitaños
viven, leen, trabajan, comen, duermen y meditan en
sus celdas, pero se reúnen en la iglesia para las horas
canónicas. El silencio y la soledad, esenciales para la
verdadera vida de contemplación, no son aquí una mera
cuestión de «espíritu» y de «ideal», sino que también per-
tenecen a la letra de la regla. Pues la Camáldula, como
la Chartreuse, comprende que el «silencio interior» y la
«soledad interior» no bastan, por sí solos, para garanti-
zar una vida puramente contemplativa. El silencio inte-
rior puede ser muy bien el refugio del monje dedicado
a una vida más o menos activa, que busca a Dios en
los momentos de recogimiento. Pero la mejor manera

148
de fomentar el silencio interior es preservar el silencio
exterior, y la mejor forma de tener soledad interior no es
estar solo en medio de una multitud, sino estar simple y
llanamente solo.
La finalidad de esta soledad es permitir al monje vivir
en soledad con Dios en una atmósfera que es especial-
mente propicia para la profunda oración interior. Nunca
se ha cuestionado, en la tradición cristiana, el hecho de
que la atmósfera más propicia para la verdadera con-
templación es la soledad de la celda del ermitaño. La
oración comunitaria y litúrgica es muy importante en la
vida de la Iglesia y del monje, pero no satisface por sí sola
la profunda necesidad del íntimo contacto con Dios
en la oración solitaria, una necesidad que constituye la
vocación peculiar del alma contemplativa. La oración
litúrgica nos dispone remotamente para la gracia de
la contemplación. Y este don de Dios, como todos los
demás dones divinos, se otorga a las almas como una
efusión de las infinitas riquezas que Dios nos ha dado, en
Cristo, en el santo sacrificio de la misa. Pero el verdadero
cumplimiento de este don especial no es habitualmente
posible hasta que nuestra comunión eucarística se pro-
longa en una adoración silenciosa y solitaria. Toda la
vida del ermitaño es una vida de adoración silenciosa.
Su misma soledad lo mantiene siempre en presencia de
Dios, si es fiel a la gracia de su estado escondido. Todo su
día, en el silencio de su celda, o de su huerto que da a un
bosque, es una comunión prolongada. Incluso antigua-
mente, cuando la comunión era menos frecuente, la vida
del eremita no podía dejar de ser eucarística en el amplio
sentido de una vida de alabanza y acción de gracias por
los dones de Dios –una vida nutrida por la constante
conciencia de la gran realidad de Dios y de Su acción en
el mundo, en Cristo.

149
San Pedro Damián, a quien la Camáldula considera
con razón como uno de sus grandes portavoces y testi-
gos, fue profundamente consciente del lugar del eremita
en la unidad del Cristo Místico. Él afirma que la unidad
de la Iglesia, en la que todas las almas de los fieles están
fundidas en un Ser por el fuego de la divina caridad, está
también presente en cada alma individual, de tal modo
que dondequiera que un miembro de Cristo está presen-
te, el Cristo total está presente en él.

«La Iglesia de Cristo está tan vinculada en sus


miembros, unidos entre sí mediante la caridad, que
en muchos es una sola, y en cada individuo está
misteriosamente presente como un todo. Así, toda
la Iglesia es llamada con razón Esposa de Cristo; y
se cree correctamente que cada alma individual, en
virtud del misterio de este sacramento, es toda la
Iglesia»1.

El santo ilustra estas afirmaciones comparando la


unidad de Cristo en Su Cuerpo Místico con su unidad en
Su Cuerpo sacramental. Del mismo modo que en todos
los altares del mundo no hay más que un Cuerpo de
Cristo, y un cáliz de Su preciosísima Sangre, así el Cristo
total está presente en cada miembro individual de la
Iglesia. En virtud de estos principios, san Pedro Damián
demuestra cómo el sacerdote ermitaño, al recitar el
oficio a solas en su oratorio de la montaña, puede y, de
hecho, tiene que decir: «Dominus vobiscum», y respon-
der él mismo: «Et cum spiritu tuo». Toda la Iglesia está
presente en la celda donde él está solo.
El hecho de que esta integración mística en el Cristo
total se acreciente por la soledad es la justificación teo-

1. Liber qui dicitur Dominus Vobiscum, capítulo 5.

150
lógica de la vida eremítica. Y la alegría del ermitaño en
su vocación de pura soledad y renuncia es un río que
fluye continuamente, a través de los secretos canales
de la comunión de los santos, para alegrar la ciudad de
Dios y fortalecer los brazos de quienes trabajan y luchan
por Dios en las plazas del mercado de las ciudades leja-
nas. Este elevado sentimiento de unidad en Cristo es
también la fuente del espíritu «eucarístico» del eremita
y el surtidor de su acción de gracias. Aun cuando en su
soledad pueda tener momentos de terrible oscuridad
y aislamiento, aunque el sentido de su propia pobreza y
soledad ante Dios pueda crecer con el paso de los años,
el ermitaño nunca pierde su profundo sentido de solida-
ridad sobrenatural con todo el Cuerpo Místico de Cristo.
¿Por qué había de perderlo? A diferencia del apóstol, a
menudo turbado y cegado por la confusión que lo rodea
en todo momento, el ermitaño puede, por el don de Dios,
llegar a una profunda comprensión del hecho de que está
presente por sus oraciones y por su caridad en los cora-
zones de seres humanos a los que nunca verá en la tierra.
Oscuramente recibirá la certeza de la fecundidad de su
apostolado escondido, que es más eficaz por ser única e
íntegramente sobrenatural –un puro producto de virtud
teológica y de oración dirigida por el Espíritu Santo.
Una de las características peculiares de la Camáldula
es el hecho de que el ermitaño camaldulense puede reci-
bir permiso para convertirse en un recluido (o recluso).
Después de cinco años de profesión solemne, un ermita-
ño que esté bien cualificado y haya sido probado puede
recibir permiso para vivir absolutamente solo en su
celda, sin ser molestado, sin salir para juntarse con los
demás monjes en la Iglesia o en sus reuniones comunes,
excepto tres veces al año: el día de san Martín (en
noviembre) y el domingo de Quincuagésima, días de

151
recreación que preceden a las dos cuaresmas monásti-
cas, y durante los tres últimos días de semana santa. En
todas las demás ocasiones, los monjes recluidos perma-
necen en sus celdas y sus huertos cercados, dicen misa en
su oratorio privado, si son sacerdotes, y nunca se comu-
nican con los otros ermitaños, ni hablando ni por escrito,
excepto si cuentan con un permiso especial. Cuando oyen
las campanas para las horas canónicas, las recitan en sus
celdas, y además de las oraciones que dicen los demás,
recitan también cincuenta salmos y dedican el doble del
tiempo a la meditación. Pero, en general, el número de
oraciones y prácticas prescritas no se aumenta, ya que se
supone que el monje recluido, por ser maduro, solitario y
capaz de responder por sí mismo a las inspiraciones de la
gracia divina, se abandonará a la guía del Espíritu Santo
en una vida de santa libertad, sujeto, por supuesto, al con-
trol de un sabio director y obedeciendo al prior.
La singular ventaja de una vida como ésta es que hace
posible una pura vida contemplativa de real soledad y
sencillez, sin formalismo y sin prescripciones rígidas e
inflexibles de detalles menores, aun cuando esté plena-
mente protegida por el control espiritual y la obediencia
religiosa. El ermitaño y el monje recluido, por ser ver-
daderos hijos de san Benito y vivir bajo una auténtica
interpretación de su Santa Regla, no están nunca exen-
tos en principio de la obediencia que los mantiene en
contacto directo con la acción santificadora y formativa,
ejercida por Cristo a través de la jerarquía de Su Iglesia.
La unión con los representantes visibles de Cristo única-
mente fortalece y protege la acción espiritual interior del
Espíritu Santo, que realiza Su secreta labor en el alma
del ermitaño con la mayor libertad porque la obediencia
ha suprimido los obstáculos a Su acción. Por otro lado, el
prior, que es también un ermitaño y un hombre de Dios,

152
sabe cómo ejercer su autoridad de tal manera que aliente
la libre respuesta de cada alma a su llamada individual.
Los fundadores de la Camáldula y san Pedro Damián
son a veces acusados de una excesiva severidad que va
más allá de los límites de la discreción benedictina. Es
cierto que los primeros ermitaños de la Camáldula inten-
taron reproducir, en sus escondidas celdas, algo más que
la soledad y contemplación de los padres del desierto.
Fueron grandes amantes de la austeridad, y la energía
con que practicaron la penitencia física podría parecer-
nos excesivamente violenta. Era una energía característi-
ca de aquellos tiempos. Con todo, su excesivo rigor no es
esencial en el modo de vida camaldulense.
Para valorar el verdadero espíritu de la Camáldula,
tenemos que mirar no sólo los escritos de san Pedro
Damián, o la vida de san Romualdo, sino también y sobre
todo las Constituciones escritas por el beato Rodolfo, que
son las únicas que pueden dar una imagen acabada de la
vida camaldulense y de su espíritu.
Aquí vemos, en primer lugar, una observancia que es
austera, pero no extrema. Se caracteriza, por el contra-
rio, por un espíritu de notable discreción y amplitud de
perspectiva. En una época que produjo muchos monu-
mentos de legislación monástica, éste es uno de los
documentos más admirables y, al mismo tiempo, uno
de los menos conocidos. Ciertamente merece ser situa-
do en el mismo nivel que las Consuetudines de Guigo el
Cartujano, o los Usos de Cîteaux. Anterior a estos dos
documentos, es menos estrictamente jurídico en su tono.
Muchos de los capítulos son puramente ascéticos. Otros
son teológicos. El efecto que produce el conjunto es de
equilibrio, sensatez y buen sentido sobrenatural. Refleja
de inmediato el verdadero espíritu del Evangelio de
Cristo y la sabiduría de los más importantes padres del

153
desierto, que, lejos de ser extremistas, destacaban sobre
todo por su prudencia, en singular contraste con el celo
desmedido de sus contemporáneos menores.
Las Constituciones del beato Rodolfo legislan, no sólo
para el eremitorio de la Camáldula, sino para un monas-
terio de cenobitas cercano, destinado a actuar como
punto de contacto con el mundo exterior. Los camaldu-
lenses preservan todavía esta combinación de comuni-
dades cenobítica y eremítica. El monasterio de cenobitas
recibe y prepara a los novicios para la ermita. Cuida de
los huéspedes y da de comer a los pobres. Proporciona
alimento y otras cosas necesarias a la ermita, y recibe a
los ermitaños cuando éstos están enfermos y necesitan
cuidados médicos. No obstante, no hay que pensar que
los camaldulenses tienen una vocación dividida, una
vida en la que uno puede ser eremita o cenobita por
elección. El monasterio de cenobitas está al servicio de
una finalidad provechosa, y ha de haber necesariamente
algunos monjes encargados de su funcionamiento y que
realicen el trabajo que esto exige. Pero en la Camáldula
uno es sólo cenobita por accidental necesidad y eremita
por elección. La vida solitaria es la verdadera esencia de
la vocación y se supone que nadie permanece más de tres
años fuera de la ermita.
Al mismo tiempo, la ermita tiene todas las ventajas
más importantes de la vida en comunidad. Sobre todo,
está basada sobre un fundamento jurídico sólido que
protege al eremita contra la inestabilidad de la naturaleza
humana, pues le proporciona guía y apoyo, pero no afecta
a la libertad de espíritu sin la cual la vida verdaderamente
contemplativa no podría desarrollarse. Simultáneamente,
el marco de las costumbres y de la obediencia monástica
no es nada más que un marco. Dentro de este marco, el
ermitaño tiene que tomar las riendas de su vida y cumplir

154
con determinación, en el silencio y la soledad, la obra
para la que Dios le ha destinado. No es posible realizar
esto sin gran energía, valentía perseverante, profunda fe
y real madurez espiritual. Cuando san Benito llamó al
cenobitismo la división «más fuerte» de la familia monás-
tica, quería decir que la vida cenobítica era más fuerte
como institución y que sus miembros podían encontrar
una fuerza y un apoyo peculiares en la presencia y la vida
de su comunidad. En la situación ideal, la vida eremíti-
ca no es una institución en ningún sentido. Es una vida
vivida en soledad con Dios, bajo la luz y la guía de Dios
únicamente. La Camáldula, siguiendo el espíritu de san
Benito, hace que este extraordinario ideal sea más acce-
sible, al ofrecer al menos los elementos esenciales de una
estructura institucional. Pero, a fin de cuentas, la fuerza
del eremita no se tiene que buscar en ninguna regla,
obediencia o guía impuesta sobre él desde fuera. Debe
ser uno de esos raros seres humanos fuertes con una
consistencia espiritual interior propia y que le permite
funcionar en la soledad, sin el estímulo del ejemplo ni el
miedo a la crítica. A un ser humano no le resulta sencillo
vivir constantemente en un alto nivel de integridad cuan-
do únicamente es visto por Dios. Para ello necesita tanto
una gran fe como una excepcional fuerza de carácter.
No obstante, el eremita camaldulense puede contar
con esta fuerza interior, porque pertenece a la gran
familia benedictina y está formado por el espíritu y la
tradición viva del más grande de los monjes. Por tanto,
su vida es sencilla y fuerte, y tiene profundas raíces en
la sabiduría de la Iglesia. Uno siente incluso que la pri-
mitiva austeridad de la soledad camaldulense atraería
sobremanera a san Benito, si viviera hoy. Probablemente
no resulte exagerado decir que el padre de los monjes
occidentales se sentiría más a gusto en una simple ermi-

155
ta de la montaña que en muchos de los mayores y más
espléndidos monasterios de las ciudades de la llanura.
En toda vida religiosa, el espíritu es mucho más
importante que la letra. Pero cuanto más solitaria se
hace una vida, tanto más importante es su espíritu y
tanto menos importante resulta la letra de la regla. La
vida eremítica es casi exclusivamente espíritu. Por esta
razón, la letra de su legislación es, por lo general, extre-
madamente sencilla. Las costumbres primeras de la
Camáldula, a las cuales nos hemos referido ya, no son
una excepción. Por este motivo son extraordinariamen-
te adaptables a todos los lugares (siempre y cuando
sean solitarios) y a todos los tiempos. Los elementos
secundarios aparecen con claridad como tales, y uno
ve fácilmente que nada esencial a la vida se pierde, por
ejemplo, debido a la disminución de la gran cantidad de
oraciones vocales recitadas en los primeros días, la miti-
gación del ayuno extremo y la discreta moderación de la
casi continua flagelación practicada en el siglo XI.
La finalidad principal de la vida de los camaldulenses
es la unión con Dios a través de la oración solitaria en el
silencio de la celda. Todo se orienta hacia esa finalidad.
Todo lo que hace el ermitaño debe promover esa puritas
cordis que hace posible la unión contemplativa. Los dos
grandes medios para esa finalidad son el silencio y la
meditación. Ambos, dice el beato Rodolfo, son vitalmen-
te importantes. Ninguno de ellos sirve de nada sin el otro.
«Porque el silencio sin la meditación es la muerte, es
como un ser humano enterrado vivo. Pero la meditación
sin el silencio es pura frustración, es como la lucha del
ser humano enterrado vivo en su sepulcro. Pero el silen-
cio y la meditación juntos aportan gran descanso al alma
y la llevan a la perfecta contemplación»2.

2. Constitutiones, capítulo 44.

156
El silencio que se requiere para esta meditación interior
es, en primer lugar, un silencio de la lengua, un silencio
del cuerpo, un silencio del corazón. La lengua renuncia
al lenguaje inútil y malo. El cuerpo queda en silencio
cuando abandona las acciones inútiles y perjudiciales. El
corazón queda en silencio cuando está purificado de los
pensamientos inútiles y malos. Pues ¿de qué serviría per-
manecer en silencio con la lengua, si se tiene un tumulto
de vicios que provocan una tempestad en las acciones y en
la mente? La finalidad de este silencio no es meramente
negativa. Tiene una fuerza positiva y constructiva en la
vida de oración. De hecho, es una de las armas ascéticas
mejores y más eficaces, porque es una de las más positi-
vas. El silencio construye la vida de oración que, como el
Templo de Salomón, es un edificio que debe crecer sin
el ruido de herramienta alguna de hierro. «La casa de
Dios crece en sagrado silencio, y un templo que nunca
se derrumbará se construye sin ruido». Y el legislador
continúa: «Si uno guarda silencio y es humilde, no teme-
rá lo que pueda hacerle la carne. Pues donde el Celestial
Morador descansa en paz, el traidor no puede prevalecer».
En el alma silenciosa es donde la sabiduría establece su
morada y allí permanece para siempre. (In silenti et quies-
centi vel meditanti anima permanet sapientia)3.
Del mismo modo que san Antonio del desierto situó
la discreción en el punto más alto de su lista de virtudes,
como la madre de todas ellas, así también el ermitaño
camaldulense aprenderá a vivir con un espíritu de sobrie-
dad y moderación. La sobrietas que consideramos aquí es
demasiado grande para encajar en los estrechos límites de
una categoría escolástica. Desborda los límites de la tem-
planza, e incluye la prudencia, la justicia y la fortaleza.

3. Constitutiones, capítulo 44.

157
Como la humildad benedictina, es realmente un organis-
mo integrado de buenos hábitos que gobierna y ordena
todas nuestras acciones en función de su finalidad apro-
piada. Por tanto, la sobriedad del ermitaño camaldulense
no sólo modera sus apetitos corporales, sino que domina
los apetitos de su alma, y lo dirige en todas las cosas
por un camino de simplicidad y sabiduría. De hecho, la
sobriedad no sólo refrena la gula, sino también el excesivo
celo por el ayuno. No sólo nos enseña a guardar silencio,
sino que nos enseña a hablar en el momento preciso. No
sólo nos estimula a las valerosas vigilias y las noches de
oración, sino que también templa nuestro celo para la
penitencia y nos dice cuándo debemos dormir. En pocas
palabras, la sobriedad es una virtud por la que «refrena-
mos las pasiones de la carne, pero no destruimos nuestra
naturaleza». «Porque hemos de matar los deseos carnales
cuando luchan contra nuestra alma, pero no debemos
destruir los órganos de los sentidos que son útiles para
el alma. Pero si vivimos sobria, piadosa y justamente en
este mundo, gracias a la sobriedad cubriremos nuestras
necesidad, gracias a la justicia ayudaremos a nuestros
semejantes, y gracias a la piedad serviremos a Dios»4.
Esta mención del cuidado de nuestro prójimo nos
recuerda que la caridad fraterna no está de ningún
modo excluida de la vida eremítica. No puede estarlo, y
la acusación de san Basilio según la cual el ermitaño no
tiene oportunidad de practicar esta virtud sobremane-
ra importante no es totalmente exacta. El ermitaño ha
reconocido siempre su obligación para con el prójimo,
que no es sólo la obligación de orar por los demás, sino
también de realizar obras de misericordia corporales y
espirituales en determinados momentos.

4. Constitutiones, capítulo 41.

158
Esto nos lleva de nuevo a la existencia del cenobium,
el monasterio tradicionalmente unido a la ermita. El
capítulo 38 de las Constitutiones considera razonable que
cada eremita desee cumplir su turno en la vida activa,
sirviendo a los pobres y los enfermos, y atendiendo a los
huéspedes. Aquí se impone también la sobriedad. Sería
un error que el monje deseara demasiada actividad, pero
también sería un error que no deseara ninguna activi-
dad. Por el contrario, una cierta cantidad de actividad
moderada hará más fecunda su vida solitaria y le permi-
tirá retornar a su oración con una mente sosegada y un
renovado entusiasmo por la vida interior.
La actividad exterior de la caridad de que hablamos
aquí va dirigida a huéspedes del mundo exterior y es,
claro está, completamente distinta del trabajo ordinario
manual o intelectual que el ermitaño realiza cada día en
su celda. Es también distinta de la cantidad normal de
servicio que el ermitaño realiza cuando toma parte en la
simplificada rutina de vida y oración común que existe
todavía en la comunidad de ermitas. Está claro, por
tanto, que el ermitaño camaldulense no vive en un ais-
lamiento absoluto, y que tiene múltiples oportunidades
de ejercitar la caridad, sin estar agobiado por deberes y
actividades exteriores.
Las Constitutiones ponen el acento en el hecho de
que el sentimiento humano, sobrenaturalizado por un
espíritu de misericordia y compasión, es extraordina-
riamente necesario para los eremitas: Pietas solitariis
valde necessaria est5. Tienen que ser amables, mansos,
bondadosos y humanos. La razón de la insistencia en
esta virtud es, naturalmente, que el riesgo profesional de
la soledad es precisamente una creciente insensibilidad

5. Constitutiones, capítulo 42.

159
hacia los valores humanos. Esto tiene que ser considera-
do necesariamente como un riesgo, no como una virtud.
No es recomendable que el solitario se haga meramente
«duro». Por el contrario, si su corazón se endurece, el
camino hacia la santidad quedará bloqueado ante él. La
puerta estrecha no está abierta para los seres humanos
que no tienen compasión humana y son incapaces de
sentir afecto sobrenatural.

«Pietas [dice nuestro autor] es una amable disposi-


ción de corazón que, con ternura misericordiosa, es
paciente y se compadece de las debilidades de los
demás. Pues los solitarios con frecuencia se mues-
tran excesivamente austeros y duros con los otros,
bajo el pretexto de la severidad eremítica, como si
ellos no fueran como todos los demás».

El lugar de adiestramiento donde se practica y


adquiere esta virtud es, una vez más, la rudimentaria
vida en comunidad que existe todavía entre los ermita-
ños de la Camáldula. La amabilidad no se aprende sin
el contacto con la debilidad humana, e incluso en la
ermita es obligatorio, sobre todo, practicar la caridad
que es el cumplimiento de toda la Ley. No hay perfec-
ción cristiana sin compartir la tierna compasión y la
paciencia que el Salvador del mundo mostró hacia los
débiles, los no dotados, los no amados y los desafortu-
nados pecadores.
No obstante, aun cuando estas virtudes tienen que
ser subrayadas en la vida del solitario porque son inse-
parables de la vocación de un cristiano, no son la esencia
peculiar de su vocación. La especial vocación del eremi-
ta es siempre la soledad y la contemplación, y la mayor
parte de su tiempo la pasa en la celda, donde no tiene
oportunidad de practicar estas otras obras virtuosas. La

160
paciencia y la estabilidad en el silencio de su celda son
las más importantes y fundamentales de sus virtudes
específicas, junto con el silencio y la meditación, sin los
cuales su celda no sería más que una tumba. De hecho,
cuando un solitario pierde el verdadero espíritu de su
vocación, su celda ya no puede contenerlo. Lo expulsa,
como el mar arroja un cuerpo muerto a la orilla6.
De ahí la importancia de la ocupación constante y
fecunda. Esta ocupación debe ser, preferentemente, inte-
rior y espiritual, y no ha de requerir una gran cantidad de
movimiento. Se dedica tiempo, por supuesto, a la limpie-
za de la casa y el cultivo del huerto, pues cada celda inclu-
ye dentro de su cerca un huerto suficientemente grande,
y las Constitutiones hablan de los ermitaños que salen al
bosque en busca de leña. Actualmente, los ermitaños de la
Camáldula también salen al bosque en busca de hierbas y
resinas para producir un licor, cuya venta contribuye a su
sostenimiento. Las principales ocupaciones del solitario
en su celda, además de la oración meditativa, son la lectu-
ra, el estudio, la recitación de los salmos y otras sencillas
ocupaciones que no son incompatibles con la vida solita-
ria, como el escribir o dibujar, la confección de rosarios
o la elaboración de productos artesanales. Se prefieren
las ocupaciones más espirituales, porque no alteran la
«tranquilidad de la ermita» con agitación indebida, pero
en general se disfruta de cierta libertad y el espíritu de la
vida camaldulense es flexible, para no paralizar la acción
del Espíritu ni aplastar la debilidad humana debido a un
confinamiento demasiado rígido.
Cuando se adquiere y se vive plenamente este espíritu,
produce una alegría que no tiene comparación en la tie-
rra. «Al ermitaño tranquilo y perseverante, su estancia en

6. Consuetudines, 36.

161
la celda le aporta una refrescante dulzura, y un bendito
silencio que parecen un anticipo del paraíso»7.
De todas las órdenes descritas en este volumen, la
camaldulense es numéricamente la más pequeña. Toda-
vía estamos esperando en vano una fundación de ermita-
ños camaldulenses en los Estados Unidos. Hace cincuen-
ta años había una en Brasil, pero ya no existe.
Los camaldulenses están divididos en dos grupos;
uno de ellos mantiene tanto ermitas como monasterios
cenobíticos, y el otro conserva exclusivamente la forma
de vida eremítica y no tiene cenobium. La primera con-
gregación, cuya sede está en Camaldoli, se llama «Monjes
Ermitaños Camaldulenses». Tiene monasterios y ermitas
en varias partes de Italia. El segundo grupo, llamado
«Ermitaños Camaldulenses del Monte Corona», tiene
ermitas en Italia, España y Polonia.
Hasta hace poco había también un yermo camaldu-
lense en el sur de Francia, pero fue cerrado antes de la
segunda guerra mundial. Desde entonces se han encarga-
do de ella los carmelitas descalzos, que han restablecido
su antigua costumbre de reservar lugares solitarios como
«desiertos» o eremitorios para realizar periódicos retiros
en soledad. Aquí, los frailes pueden retirarse durante unos
meses o un año, y renovar en la soledad el contacto con
Dios que es tan esencial para un apostolado fecundo.
El mundo de los hombres ha olvidado las alegrías
del silencio, la paz de la soledad que es necesaria, hasta
cierto punto, para la plenitud de la vida humana. No todas
las personas son llamadas a ser eremitas, pero todas ne-
cesitan el silencio y la soledad suficientes en su vida para
poder oír la profunda voz interior de su verdadero

7. Constitutiones, 36.

162
sí mismo, al menos ocasionalmente. Cuando esa voz
interior no se oye, cuando la persona no puede alcanzar
la paz espiritual que procede del perfecto acuerdo con
su verdadero sí mismo, su vida es siempre miserable y
agotadora. Pues la persona sólo puede vivir felizmente
durante mucho tiempo si está en contacto con las fuentes
de la vida espiritual, que se hallan ocultas en las profun-
didades de su alma. Si uno se encuentra constantemente
exiliado de su hogar, sin ningún acceso a su soledad
espiritual, deja de ser una verdadera persona. Ya no vive
como un ser humano. Ni siquiera es un animal sano.
Se convierte en una especie de autómata, que vive sin
alegría porque ha perdido toda espontaneidad. Ya no se
mueve por lo que le dicta su interior, sino únicamente
por lo que se le impone desde fuera. Ya no toma decisio-
nes por sí mismo, sino que deja que otros las tomen por
él. Ya no influye sobre el mundo exterior sino que deja
que éste influya en él. Está impulsado en la vida por una
serie de choques con las fuerzas exteriores. Su vida no es
ya la de un ser humano, sino la existencia de una bola de
billar sensible, un ser sin propósito y sin una respuesta
profundamente válida a la realidad.
A menudo se señalan la serena y sobria belleza del
ideal monástico, y particularmente la austera sencillez y
alegría de la soledad contemplativa, como un contraste
que condena al mundo del pecado. Y esto es verdad. De
hecho, la humildad del monje es un reproche a la inso-
lente autosuficiencia del hombre moderno, ya sea totali-
tario o capitalista. La pobreza y abnegación del monje,
su mansedumbre, su obediencia y su soledad, condenan
la insaciable codicia, la lamentable falta de autodo-
minio, la cobarde dependencia de la persona dejada a
merced de la sociedad moderna.

163
Pero, al proponer al mundo la santidad de la vida
monástica como ejemplo, la Iglesia no trata meramente
de humillar y reprochar a los pecadores. De hecho, ésta
no es nunca su actitud. La Iglesia es una madre bonda-
dosa. Su autoridad intenta desarrollar a las personas,
para ayudarlas a crecer y a buscar la felicidad, no para
castigarlas, reprenderlas y quitarles hasta los últimos
restos de vitalidad y alegría que aún conservan en sus
almas. Por consiguiente, la vida monástica es siempre un
testimonio de la alegría, la vitalidad y la fecundidad de la
vida de la Iglesia. En este sentido, más que en cualquier
otro, el monaquismo pondrá de manifiesto siempre los
inagotables depósitos de santidad de la Iglesia. Porque
santidad y vida son una misma cosa: la santidad es el
valor especial de la vida que llega al alma de la persona
directamente de Dios. La santidad es la vida vivida en
su plenitud, en unión con el Dios vivo. La vida lleva a
perfección los más profundos recursos de la naturaleza
humana, antes de elevar a la persona a la perfección de
la unión sobrenatural y mística.
Los padres del desierto sabían esto bien. Uno de
ellos, el abad Isaías, explica la tradicional doctrina de los
padres de este modo: el ser humano, creado a imagen de
Dios, fue hecho para la perfecta unión con Él. Habiendo
perdido la capacidad de la unión por el pecado de Adán,
la recobró en Cristo. A través de Cristo, el ser humano
retorna a la perfección original querida por Dios para
la naturaleza humana. La vida cristiana es, por tanto,
un retorno al «paraíso», un restablecimiento parcial de
la alegría y la paz de la vida contemplativa de Adán en
el Edén. Al salvar al ser humano, la pasión de Cristo ha
sanado también su cuerpo y todas sus facultades y, en
efecto, el poder santificador de la cruz se ha derramado
sobre el mundo entero, y el ser humano es nuevamente

164
capaz de encontrar a Dios en sí y en todo lo demás. Esta
doctrina patrística es la base de todo lo que hemos visto
en nuestra consideración del modo de vida monástico.
El abad Isaías afirma:

«No quiero que ignoréis, hermanos, que, cuando


Dios creó al ser humano en el principio, lo puso en
el paraíso con todas las facultades de su alma en
perfecto orden y de acuerdo con su naturaleza. Pero,
después que el ser humano escuchó al animal
seductor, todas sus facultades se volvieron contra
su naturaleza y fue derribado de su propia digni-
dad. Pero Nuestro Señor, impulsado por Su gran
caridad, declaró Su misericordia a la humanidad.
La Palabra se hizo carne, es decir, se hizo un ser
humano perfecto, semejante a nosotros en todas las
cosas, excepto en el pecado, para que, por Su santo
Cuerpo, pudiera llamarnos de nuevo a la perfección
original de nuestra naturaleza. Pues al mostrar al
ser humano Su misericordia, lo introdujo de nuevo
en el paraíso... Nos ha dado un santo modo de servir
a Dios, y una ley pura, de modo que el ser humano
pueda ser devuelto al estado natural en que fue crea-
do por Dios»8.

Este «retorno al paraíso», este retorno a la perfección


de la caridad en que el ser humano fue creado por Dios,
es el verdadero fin de la vida monástica. Y en todas las
grandes reglas, y en todos los documentos tradicionales
de los grandes monjes del pasado, este retorno se ve como
un ascenso a la contemplación divina. Del mismo modo
que Moisés en la soledad del monte Horeb introdujo a
sus rebaños en lo profundo del desierto, y vio allí la zar-

8. Oratio XI, De Mente secundum naturam.

165
za ardiente, y oyó la Voz que habló, y aprendió, por la
Voz, el inefable y Santo Nombre de Dios, así también el
monje se adentra en el desierto por medio del silencio y
la perfecta soledad. Allí descubre la «zarza ardiente» que
es su propio espíritu, encendido con el fuego de Dios,
pero no consumido. A fin de contemplar este tremendo
misterio, tiene que imitar a Moisés y quitarse las «sanda-
lias» –es decir, tiene que elevarse por encima de todas las
concepciones de Dios, pues el Dios al que se acerca no es
un mero «objeto» capaz de ser contenido dentro de los
límites de un concepto–. Es el Dios Vivo, que arde como
una llama intangible dentro de la sustancia de nuestro
espíritu, que deriva toda su vida de Él. Es experimenta-
do únicamente por el alma que arde con Su Llama. La
Llama de Dios es la Llama de la vida pura, del Ser infini-
to, de la Realidad Absoluta. Sólo conocen a Dios los que
han abandonado toda falsedad, toda ilusión, todo fingi-
miento y toda simulación. Más aún, se han abandonado,
se han elevado por encima de sí mismos, están fuera de
sí. Y al alzarse por encima de ellos mismos, se han con-
vertido más perfectamente en sí mismos, pero no ya en
sí, sino en Él.
La voz que oyen no es ya la voz de una intuición filo-
sófica, no es ya el eco de las palabras de la revelación
divina, sino la sustancia misma de la realidad –la Reali-
dad no como un concepto, sino como una Persona.

«Y tú, quienquiera que seas, que vives en soledad,


y llevas una vida solitaria después de haber llevado
tus rebaños, es decir, tus simples pensamientos y tus
humildes afectos, a las profundidades de tu amo-
rosa voluntad, hallarás allí la zarza de tu humildad
–que hasta ese momento sólo había producido espi-
nas y abrojos–, resplandeciente con la luz de Dios.

166
Porque glorificarás y llevarás a Dios en tu propio
cuerpo. Éste es el divino fuego que nos alumbra
sin quemarnos, resplandece pero no nos consume...
Y la zarza que arde sin consumirse es la naturaleza
humana, encendida con el fuego del amor divino e
intacta, porque no se ha visto afectada por el menor
toque de destrucción»9.

9. B. Rudolfi Constitutiones, capítulo 1.

167
EPÍLOGO:
EL MONJE Y EL MUNDO

El monasterio no es un museo ni un asilo. El monje per-


manece en el mundo del que ha huido, y permanece como
una fuerza poderosa, pero escondida, en ese mundo. Más
allá de todas las obras que puedan asociarse accidental-
mente a su vocación, el monje actúa en el mundo simple-
mente por ser monje. La presencia de los contemplativos
es, para el mundo, lo que la presencia de la levadura es
para la masa, porque, hace veinte siglos, el mismo Cristo
afirmó claramente que el Reino de los Cielos es semejante
a la levadura oculta en tres medidas de harina.
Aun cuando no abandone nunca su monasterio, y
nunca dirija una palabra al resto de los seres humanos, el
monje está inextricablemente implicado en el sufrimien-
to común y en los problemas de la sociedad en que vive.
No puede escapar de ellos, ni lo desea. No está exento del
servicio en la lucha de las grandes batallas de su tiempo,
sino que más bien, como soldado de Cristo, ha sido ele-
gido para librar esas batallas en un frente espiritual, en
el misterio, por medio de la abnegación y la oración. Lo
hace, unido con Cristo en la cruz, unido a todas las per-
sonas por las que Cristo murió, y consciente de que «su
lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los
principados, contra las potestades, contra los dominado-
res de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal
que están en el aire» (Efesios 6,12).

169
El mundo de nuestro tiempo se encuentra en un
estado de confusión. Está llegando al punto más alto de
la mayor crisis de la historia. Nunca antes había existi-
do un trastorno tan completo de toda la raza humana.
Estamos bajo la influencia de tremendas fuerzas, espi-
rituales, sociológicas, económicas, tecnológicas y, por
último, políticas. La humanidad está al borde de una
nueva barbarie, pero al mismo tiempo sigue habiendo
posibilidades de una inesperada y casi increíble solución,
la creación de un nuevo mundo y una nueva civiliza-
ción diferentes de todo lo que se ha visto hasta ahora.
Nos hallamos frente a frente con el Anticristo o con el
Milenio, nadie sabe con cuál.
En este mundo cambiante, el monje es el baluarte de
la Iglesia invariable, contra la cual no prevalecerán las
puertas del infierno. Es verdad que la Iglesia cambia,
porque es un cuerpo vivo, un organismo que crece. Donde
hay vida, ha de haber cambio. La orden monástica tam-
bién debe cambiar, desarrollarse, crecer.
Ante Dios, ante el ser humano, ante el mundo de la
concupiscencia que es su antagonista, el monje tiene que
cargar con una tremenda responsabilidad de seguir sien-
do lo que se le llama, un monje, un hombre de Dios, y no
sólo alguien que ha huido del mundo, sino que es capaz
de representar a Dios en el mundo que el Hijo de Dios ha
salvado por Su muerte en la cruz.
El monasterio no puede ser nunca meramente el
refugio de aparente arquitectura gótica, erudición clásica
y piedad convencional. Si el monje no es nada más que
un burgués bien establecido, con cómodos prejuicios de
clase media, y todos los puntos ciegos habituales, descu-
brirá que no ha dedicado su vida a Dios, sino al «servicio
de la corrupción», y se desvanecerá con todo cuanto es
evanescente.

170
Por otro lado, su vocación le prohíbe descender a la
llanura y participar en las batallas que se siguen librando
allí. Las elecciones que el mundo le ofrece, las oportu-
nidades de alinearse con una facción o con otra, sólo
pueden ser vistas como tentaciones. Su vocación lo llama
exclusivamente a lo trascendente. Está, y debe seguir
estando siempre, por encima de todas las facciones
humanas. Esto significa que es probable que se convierta
en la víctima de todas ellas. No debe renunciar a su posi-
ción exclusivamente espiritual con el fin de proteger su
vida, o para mantener un techo sobre su cabeza.
No obstante, la vida monástica no puede ser nunca
tan «exclusivamente espiritual» que excluya toda encar-
nación. Esto sería también una traición. El monje está
obligado a permanecer real, y únicamente puede ser real
si está en contacto con la realidad. Pero la realidad está,
para él, encarnada en la creación de Dios, en el resto de
la humanidad, en sus penas, sus batallas y sus peligros.
Cristo, la Palabra, se hizo carne para vivir, sufrir, morir
y resucitar de la muerte en todos los seres humanos y, de
este modo, librarlos del mal, espiritualizando el mundo
material. El monje permanece, por tanto, en un caótico
mundo de carne donde él y su Iglesia proclaman incan-
sablemente la primacía del espíritu, pero lo hacen dando
el testimonio de la realidad de la encarnación de la
Palabra. Para el monje, y para todo cristiano, «vivir es
Cristo». La comunidad monástica, como hemos dicho,
vive de –y para– una caridad que mantiene la lumen
Christi, la luz de Cristo, alumbrando en las tinieblas de
un mundo increyente. El monasterio es un Tabernáculo
donde el Altísimo habita con los seres humanos, santifi-
cando su sociedad y uniéndolos a Él en Su Espíritu. La
comunidad monástica está dedicada a la incesante rea-
lización de todas las obras de misericordia, especialmen-

171
te las obras de misericordia espirituales. El monasterio
permanece, a la vista del mundo, como un sacramento
incomprensible de la misericordia de Dios. Incompren-
sible y, por tanto, incomprendido. ¿Qué tiene esto de
asombroso? Ni siquiera el propio monje puede apreciar
plenamente su vocación y mucho menos entenderla. No
obstante, la misericordia de Dios está en él. Sin ella, no
sería nada. Esto es algo que debe saber, si es realmente
un monje.
Si el monje está, en cierto sentido, por encima de las
divisiones de la sociedad humana, esto no significa que
no tenga un lugar en la historia de las naciones. Siempre
ha apoyado, y siempre apoyará, cualquier movimiento
social y cultural que favorezca el desarrollo del espíri-
tu humano. Los benedictinos han sido famosos por su
humanismo y todo el mundo sabe que los monjes preser-
varon las tradiciones culturales de la antigüedad. Donde-
quiera que una sociedad favorezca la verdadera libertad,
los monjes serán una parte integral de esa sociedad,
porque el monasterio es el hogar donde habita la liber-
tad trascendente y espiritual. Como tal, reproduce en la
tierra la caridad divina, de la que todas las libertades y
comuniones humanas no son más que la sombra.
Por este motivo es importante para el monje, por enci-
ma de todo, ser lo que se le llama, un monje, un solitario,
un ser humano que se ha hecho «solitario» por su des-
prendimiento de todas las cosas. Pero en la soledad de
su desprendimiento, tiene una vocación a la caridad más
alta que cualquier otra persona. Porque quien ha dejado
todas las cosas posee todas las cosas, quien ha dejado
a todos los seres humanos habita en todos ellos por la
caridad de Cristo, y quien por amor a Dios ha renunciado
incluso a sí mismo es capaz de trabajar por la salvación
de su prójimo con el irresistible poder del mismo Dios.

172
ÍNDICE ANALÍTICO
Y DE NOMBRES

Adán, 164 Benito, san, 7, 15, 17, 35, 43,


Adán de Perseigne, 108 46, 48, 65, 73-82, 86, 89,
Agustín de Canterbury, san, 94, 98-99, 103, 108-109,
81 113-114, 116, 123, 131-132,
Aiguebelle, abadía de, 98 137-138, 146-148, 152, 155
Anacoretas (véase también Benito de Aniano, san, 83
Ermitaños), 132, 147 Bernardo de Claraval, san,
Antonio, san, 47, 147, 157 52, 107
Arezzo, 148 doctrina de, 30, 57, 164-165
Auditorium Spiritus, 112 Beuron, abadía de, 85, 88
Augustine Baker, Dom, 92 Boquen, abadía de, 126
Autun, 97 Braque, 97
Auvernia, 84 Bruno, san, 131

Bahamas, islas, 90 Camaldoli, 162


Balduino de Canterbury, 60 Camaldoli, monjes ermitaños
Basilio, san, 147, 158 de, 162
Bazaine, 97 Camaldulenses, ermitaños, 162
Beda, san, 82-83 Camaldulenses, ermitaños de
Benedictinos, 7, 17, 70, 74, Monte Corona, 162
81, 85, 88, 90-91, 93, 95, Cartujos, 8, 17, 69, 85, 88,
98-99, 135, 137 131-133, 135-144
casinenses norteamerica- Casiano, 27-29, 54, 139, 147
nos, 90 Cîteaux, 103, 105, 109, 115,
ingleses, 108 126, 153
primitivos, 7, 93, 95, 99 Claraval (véase también
Sankt Ottilien, 91 Bernardo, san), 52
Solesmes, 70, 73, 85-89, Cluny, 70, 83-86, 89, 110, 115
92, 99 Coomaraswamy, Ananda, 45
suizos norteamericanos, 90 Cuernavaca, 99

173
Descalzos, carmelitas Japón, 14, 90
(desiertos), 162 Juan Bautista, san, 140
Dionisio el Cartujo, 139 Juan de la Cruz, san, 134
Dormición, abadía de la, 101
Downside, abadía de, 92 La Pierre qui Vire, abadía de,
7, 70, 93-96, 98
Einsiedeln, abadía de, 90 La Trapa, 95
Elías, 140 Languedoc, 84
Elmira (N.Y.), priorato, 91, 99 Lanspergius, 131-132
Ermitaños, 11, 17, 98, 131, Latrobe, 89
141, 143, 147-148, 152- Leger, 97
154, 160-162-172 Lemasson, Dom Innocent,
Exordium Magnum, 103 140-141
Exordium Parvum, 105, 108- Lemercier, Dom Gregorio, 99
109 Luce, Henry R. y Claire B.,
127
Francisco, san, regla de, 7,
12, 98 Manessier, 97
Maria Laach, abadía de, 88,
Genessee, abadía de, 127 99
Gethsemani, abadía de, 6, Martín, san, 151
100, 127 Mendicantes, órdenes, 48
Gill, Eric, 45 Menologium, 138
Grande Chartreuse, 131, 140 Mepkin, abadía de, 127
Gregoriano, canto, 86, 88, 110 Miraflores, cartuja de, 144
Gregorio Magno, san, 75 Moisés, 15, 51, 140, 165-166
Gregorio VII, san, 84 Molesme, abadía de, 103,
Guadalupe, abadía de, 127 105, 131
Gueranger, Dom Prosper, Monte Corona (ermitaños
86-88 camaldulenses de), 162
Guigo el Cartujo, 153 Morvan, 98
Guillermo de Saint-Thierry, Mount Saviour, priorato,
38, 40 99-100

Hauterive, 126 New Clairvaux, abadía de,


Herwegen, Dom Ildefons, 99 128
Hugo de Cluny, san, 84 Newman, John Henry,
cardenal, 82
Inocencio III, 108
Isaac de l’Étoile, 106 Our Lady of the Valley,
Isaías, abad, 164-165 abadía de, 127-128

174
Pablo, san, 15-16, 22, 24-25, Sky Farm (fundación cartuja
58, 65, 115 de), 143
Pacomiano, cenobitismo, 146 Solesmes, abadía de, 7, 70,
Pacomio, san, 147 73, 85-89, 95, 99
Padres del desierto, 27, 47, Spatiamentum, 136
80, 84, 147, 153, 164
Spencer, abadía de, 127-128
Pedro Damián, san, 150, 153
Sponsa Regis, 90
Pedro el Venerable, 89, 110
Pío XI, 133, 135 Subiaco, 76, 98
Portsmouth, priorato de, 92
Presse, Dom Alexis, 126 Tebaida, 146
Prinknash, abadía de, 73 Tepeyac, 90
Puerto Rico, 90 Trapenses (véase
Cistercienses), 70, 88, 95,
Quebec, 176 98, 100, 123-125, 128

Recluidos, reclusos, 98, 152 Umbratilem, 133


Resurrección, Monasterio de
la, 99
Verner Moore, Dom Thomas,
Ripon, 82
Roberto de Molesme, san, 144
103, 105 Vetus Latina, 88
Rodolfo, beato, 153-154, 156 Vina Ranch, 128
Romualdo, san, 148, 153 Vulgata, 88, 110
Ruysbroeck, 134
Weston (Vermont), priorato
Saint Anselm, priorato, 92 de, 91, 100
Saint-Benoît-du-Lac, abadía Whitingham, 143-144
de, 99 Willibrordo, san, 82
Saint Cloud, 90
Winzen, Dom Damasus, 99
Saint John, abadía de, 90-91
Worship, 90
Saint Meinrad, abadía de, 90
Saint Vincent, abadía de, 89 Wrentham (convento
San Mauro, congregación de, cisterciense), 128
70, 85
Sankt Ottilien, congregación Zirc, abadía de, 126
de, 91 Zodiaque, 97

175
caminos
Director de Colección: F RANCISCO J AVIER S ANCHO F ERMÍN
1. MARTÍN BIALAS: La “nada” y el “todo”.
2. JOSÉ SERNA ANDRÉS: Salmos del Siglo XXI.
3. LÁZARO ALBAR MARÍN: Espiritualidad y práxis del orante cristiano.
5. JOAQUÍN FERNÁNDEZ GONZÁLEZ: Desde lo oscuro al alba.
6. KARLFRIED GRAF DUCKHEIM: El sonido del silencio.
7. THOMAS KEATING: El reino de Dios es como... reflexiones sobre las pará-
bolas y los dichos de Jesús.
8. HELEN CECILIA SWIFT: Meditaciones para andar por casa.
9. THOMAS KEATING: Intimidad con Dios.
10. THOMAS E. RODGERSON: El Señor me conduce hacia aguas tranquilas. Espi-
ritualidad y Estrés.
11. PIERRE WOLFF: ¿Puedo yo odiar a Dios?
12. JOSEP VIVES S.J.: Examen de Amor. Lectura de San Juan de la Cruz.
13. JOAQUÍN FERNÁNDEZ GONZÁLEZ: La mitad descalza. Oremus.
14. M. BASIL PENNINGTON: La vida desde el Monasterio.
15. CARLOS RAFAEL CABARRÚS S.J.: La mesa del banquete del reino. Criterio
fundamental del discernimiento.
16. ANTONIO GARCÍA RUBIO: Cartas de un despiste. Mística a pie de calle.
17. PABLO GARCÍA MACHO: La pasión de Jesús. (Meditaciones).
18. JOSÉ ANTONIO GARCÍA-MONGE y JUAN ANTONIO TORRES PRIETO: Camino de
Santiago. Viaje al interior de uno mismo.
19. WILLIAM A. BARRY S.J.: Dejar que le Creador se comunique con la criatura.
Un enfoque de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.
20. WILLIGIS JÄGER: En busca de la verdad. Caminos - Esperanzas - Soluciones
21. MIGUEL MÁRQUEZ CALLE: El riesgo de la confianza. Cómo descubrir a Dios
sin huir de mí mismo.
22. GUILLERMO RANDLE S.J.: La lucha espiritual en John Henry Newman.
23. JAMES EMPEREUR: El Eneagrama y la dirección espiritual. Nueve caminos
para la guía espiritual.
24. WALTER BRUEGGEMANN, SHARON PARKS y THOMAS H. GROOME: Practicar la
equidad, amar la ternura, caminar humildemente. Un programa para
agentes de pastoral.
25. JOHN WELCH: Peregrinos espirituales. Carl Jung y Teresa de Jesús.
26. JUAN MASIÁ CLAVEL S.J.: Respirar y caminar. Ejercicios espirituales en repo-
so.
27. ANTONIO FUENTES: La fortaleza de los débiles.
28. GUILLERMO RANDLE S.J.: Geografía espiritual de dos compañeros de Ignacio
de Loyola.
29. SHLOMO KALO: “Ha llegado el día...”.
30. THOMAS KEATING: La condición humana. Contemplación y cambio.
31. LÁZARO ALBAR MARÍN PBRO.: La belleza de Dios. Contemplación del icono
de Andréï Rublev.
32. THOMAS KEATING: Crisis de fe, crisis de amor.
33. JOHN S. SANFORD: El hombre que luchó contra Dios. Aportaciones del
Antiguo Testamento a la Psicología de la Individuación.
34. WILLIGIS JÄGER: La ola es el mar. Espiritualidad mística.
35. JOSÉ-VICENTE BONET: Tony de Mello. Compañero de camino.
36. XAVIER QUINZÁ: Desde la zarza. Para una mistagogía del deseo.
37. EDWARD J. O’HERON: La historia de tu vida. Descubrimiento de uno mismo
y algo más.
38. THOMAS KEATING: La mejor parte. Etapas de la vida contemplativa.
39. ANNE BRENNAN y JANICE BREWI: Pasión por la vida. Crecimiento psicológico
y espiritual a lo largo de la vida.
40. FRANCESC RIERA I FIGUERAS, S.J.: Jesús de Nazaret. El Evangelio de Lucas (I),
escuela de justicia y misericordia.
41. CEFERINO SANTOS ESCUDERO, S.J.: Plegarias de mar adentro. 23 Caminos de
la oración cristiana.
42. BENOÎT A. DUMAS: Cinco panes y dos peces. Jesús, sus comidas y las nues-
tras. Teovisión de la Eucaristía para hoy.
43. MAURICE ZUNDEL: Otro modo de ver al hombre.
44. WILLIAM JOHNSTON: Mística para una nueva era. De la Teología Dogmá-
tica a la conversión del corazón.
45. MARIA JAOUDI: Misticismo cristiano en Oriente y Occidente. Las enseñan-
zas de los maestros.
46. MARY MARGARET FUNK: Por los senderos del corazón. 25 herramientas para
la oración.
47. TEÓFILO CABESTRERO: ¿A qué Jesús seguimos? Del esplendor de su verdade-
ra imagen al peligro de las imágenes falsas.
48. SERVAIS TH. PINCKAERS: En el corazón del Evangelio. El “Padre Nuestro”.
49. CEFERINO SANTOS ESCUDERO, S.J.: El Espíritu Santo desde sus símbolos.
Retiro con el Espíritu.
50. XAVIER QUINZÁ LLEÓ, S.J.: Junto al pozo. Aprender de la fragilidad del
amor.
51. ANSELM GRÜN: Autosugestiones. El trato con los pensamientos.
52. WILLIGIS JÄGER: En cada ahora hay eternidad. Palabras para todos los días.
53. GERALD O’COLLINS: El segundo viaje. Despertar espiritual y crisis en la
edad madura.
54. PEDRO BARRANCO: Hombre interior. Pistas para crecer.
55. THOMAS MERTON: Dirección espiritual y meditación.
56. MARÍA SOAVE: Lunas... Cuentos y encantos de los Evangelios.
57. WILLIGIS JÄGER: Partida hacia un país nuevo. Experiencias de una vida
espiritual.
58. ALBERTO MAGGI: Cosas de curas. Una propuesta de fe para los que creen
que no creen.
59. JOSÉ FERNÁNDEZ MORATIEL, O.P.: La sementera del silencio.
60. THOMAS MERTON: Orar los salmos.
61. THOMAS KEATING: Invitación a amar. Camino a la contemplación cristiana.
62. JACQUES GAUTIER: Tengo sed. Teresa de Lisieux y la madre Teresa.
63. ANTONIO GARCÍA RUBIO: Aún queda un lugar en el mundo.
64. ANSELM GRÜN: Fe, esperanza y amor.
65. MANUEL LÓPEZ CASQUETE DE PRADO: Regreso a la felicidad del silencio.
66. CHRISTOPHER GOWER: Hablar de sanación ante el sufrimiento.
67. KATTY GALLOWAY: Luchando por amar. La espiritualidad de las bienaven-
turanzas.
68. CARLOS RAFAEL CABARRÚS: La danza de los íntimos deseos. Siendo persona
en plenitud.
69. FRANCISCO JAVIER SANCHO FERMÍN, O.C.D.: El cielo en la Tierra. Sor Isabel
de la Trinidad.
70. THOMAS MERTON: Paz en tiempos de oscuridad. El testamento profético de
Merton sobre la guerra y la paz.
71. XAVIER QUINZÁ LLEÓ, S.J.: Dios que se esconde. Para gustar el misterio de
su presencia.
72. THOMAS KEATING: Mente abierta, corazón abierto. La dimensión contem-
plativa del Evangelio.
73. ANSELM GRÜN - RAMONA ROBBEN: Marcar límites, respetar los límites. Por el
éxito de las relaciones.
74. TEÓFILO CABESTRERO: Pero la carne es débil. Antropología de las tentacio-
nes de Jesús y de nuestras tentaciones.
75. ANSELM GRÜN - FIDELIS RUPPERT: Reza y trabaja. Una regla de vida cristiana.
76. MANUEL LÓPEZ CASQUETE DE PRADO: Las dos puertas. La reconciliación inte-
rior en la experiencia del silencio.
77. THOMAS MERTON: El signo de Jonás. Diarios (1946-1952).
78. PATRICIA McCARTHY: La palabra de Dios es la palabra de la paz.
79. THOMAS KEATING: El misterio de Cristo. La Liturgia como una experiencia
espiritual.
80. JOSEPH RATZINGER -BENEDICTO XVI-: Ser cristiano.
81. WILLIGIS JÄGER: La vida no termina nunca. Sobre la irrupción en el ahora.
82. SANAE MASUDA: La espiritualidad de los cuentos populares japoneses.
83. EUSEBIO GÓMEZ NAVARRO: Si perdonas, vivirás. Parábolas para una vida
más sana.
84. ELIZABETH SMITH - JOSEPH CHALMERS: Un amor más profundo. Una introdu-
ción a la Oración Centrante.
85. CARLO M. MARTINI: Los ejercicios de San Ignacio a la luz del Evangelio de
Mateo.
86. CARLOS R. CABARRÚS: Haciendo política desde el sin poder. Pistas para un
compromiso colectivo, según el corazón de Dios.
87. ANTONIO FUENTES MENDIOLA: Vencer la impaciencia. Con ilusión y esperanza.
88. MARÍA VICTORIA TRIVIÑO, O.S.C.: La palabra en odres nuevos, presencia y
latido. Una mirada hacia el Sínodo de la palabra.
89. ROBERT E. KENNEDY, S.J.: Los dones del Zen a la búsqueda cristiana.
90. WILLIGIS JÄGER: Sabiduría de Occidente y Oriente. Visiones de una espiri-
tualidad integral.
91. DOROTHEE SÖLLE: Mística de la muerte.
92. THOMAS MERTON: La vida silenciosa.
Este libro se terminó de imprimir
en los talleres de RGM, S.A., en Urduliz,
el 21 de abril de 2009.

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