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Al igual que otras vías de conocimiento que resultan ser malos atajos, la
hipnosis se ha envuelto de un fuerte atractivo fruto de la rapidez con la
que permite pasar a un estado de consciencia alterado, la facilidad con
la que se obtienen contenidos aparentemente nuevos y con la que lo
extraño se impone como fuente de saber. Consciente de que lo raro o
excéntrico no es necesariamente verdadero, Freud la abandonó al
percatarse de cuán difícil era elaborar ese material y discernir qué
hablaba realmente ahí del Inconsciente –pero también, probablemente,
cuán fácil le sería a alguien sin escrúpulos usurpar la transferencia para
ejercer un poder simbólico sobre el paciente. Sin sorpresa, la hipnosis,
también llamada mesmerismo en el siglo XIX, ha aprovechado a
distintos charlatanes al sancionar su posición imaginaria con los efectos
vivenciales que proporciona. Más allá de la espectacularidad –de gusto y
ética discutibles– de los cuerpos obedientes a la sugestión, la eficacia
terapéutica de hacer hablar o actuar bajo efecto hipnótico o siquiera la
propiedad hermenéutica de asumir como manifiesto y verdadero el
sentido latente de un enunciado sin analizar son muy cuestionables.
Por eso hace falta, más que una dirección que se nos impone y que nos
imponemos como civilización de cuerpos domesticados, el sentido
particular que le pertenece a cada uno por su forma y posición, por sus
propiedades y sus virtudes entendidas como aquellas fuerzas que le
permiten a uno ubicarse y expandirse desde ahí, con sus posibilidades
de moción y desplazamiento. Por eso, además, el sentido está siempre
en relación con el otro: dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio
a la vez, y saber cada uno de su no-compleción y de cómo tener sentido
es tan importante como decidir si el encuentro con el otro en un mismo
espacio tomará la forma del juego o del conflicto, del amor o de una
lucha a muerte. La dirección posibilita un zarandeo pero hace falta un
sentido para bailar.
Que la verdad emerge en primer lugar como intuición, como algo del
Inconsciente que a-soma en un sentir aún incompleto, es algo que
sugerí hace unos tres años en el breve artículo «Tres relaciones de
diferencia»:
Lo que Lacan llama la función del Nombre del Padre («nom du Père»)
informa la relación que uno tiene con la ley, pero también la agilidad
con la que se dialoga con lo no-conocido, o que favorece la toma de
dirección hacia el objeto de deseo –porque justo ahí el Nombre del
Padre que es también un No («non») no es efectivo, no hace función.
Insisto en la fórmula lacaniana del «nom du Père» con sus múltiples
posibilidades de lectura no porque señala a la equivocidad como algo
siempre a punto de estallar en la palabra, en la cadena significante, sino
porque, como en el ejemplo que pone Jacques Derrida de la
«différance» (que se lee como «différence» pero difiere en una letra), la
homofonía se resuelve en la grafía. Esto lo utiliza como argumentación
para reivindicar, contra la interpretación pragmática de los actos de
habla que John Searle propuso respecto de la teoría de J. L. Austin, su
aporte al deconstruccionismo desde un ensalzamiento de la escritura
como lugar particular de la ausencia.
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Descapitalizar las relaciones pasa por entender, por ejemplo, que las
personas importantes, capitales, cambian a lo largo de la vida. Ni son
siempre las mismas personas las que están en nuestra vida ni esas
personas siguen siendo las mismas. Las relaciones, como el valor, se
oxidan. En la danza podemos experimentar esa descapitalización no
como una decapitación simbólica, un perder la cabeza, sino a través de
la transferencia de su peso y actividad hacia el resto del cuerpo, o en las
inversiones de peso, sin perder de vista la participación de argumentos
coreofásicos, es decir, de la verbalización acerca del movimiento como
ejercicio intuitivo de instrucción de nuevos intentos.
Dejaré para otro momento, si no las he tratado ya, las críticas mal
fundadas de que el psicoanálisis es largo o costoso, puesto que tanto su
duración como la apuesta simbólica son elementos clave de su puesta en
juego. Si hablamos de la necesaria destitución subjetiva, encontramos
un interesante símil en la técnica terapéutica psicocorporal de Cuerpos
Desa(r)mados de Dominik Borucki, cuyo nombre y praxis apuntan a ese
desarme de lo defensivo que no es sino aquella destitución.
Uno ya nace inmerso en lenguaje e incluso ese ga-ga del «enfant» (el que
no habla aún) es un significante no posicionado subjetivamente pero sí
positivizado. Referirse al «bebé remaneciente en los cuerpos [de los
bailarines que Ohad Naharin elige para su compañía] – ser sin
autoconsciencia, disponible y sin domesticar» (Friedes-Galili 2012)
responde a una idealización de un estado supuestamente puro, previo al
lenguaje, casi como si el lenguaje fuera un elemento de perversión del
sujeto cuando el mismo método Gaga para bailarines implica el dominio
previo de una codificación. Esta observación no tiene valor de objeción;
de hecho, ¿ no será tan habitual que un coreógrafo desconozca a Lacan
como que un psicoanalista desconozca Laban?
«La danza tiene que ver con sensaciones, no con una imagen de uno
mismo.» Ohad Naharin (Perron 2006).
Por supuesto, contra más popularidad, Gaga podrá llegar a padecer una
creciente institucionalización, lo cual equivaldría a un anquilosamiento
que Ohad Naharin viene rechazando de forma contundente al evitar,
mediante la parsimonia de materiales publicados, que ese método se
convierta en un saber referencial. Nos encontramos de caras con el
problema de las ciencias del sujeto y concretamente con el quid de la
transmisión del psicoanálisis. Dicho esto, sabemos que para transmitir
un saber y el goce que eso conlleva es necesario algún apoyo en el
lenguaje (porque no hay otro).
«flotar; vibrar (shake); dibujar círculos con distintas partes del cuerpo;
imaginar que el suelo se está volviendo más y más caliente;
transformarse en un hilo de espagueti en una olla con agua hirviendo;
conectar con el placer; sentir como si amasaras con tus manos; imaginar
pequeñas explosiones que se van sucediendo en el interior de tu cuerpo;
percibir y explorar en espacio detrás del cuello (u otra parte); temblar
como si hubiera un terremoto bajo tus pies; moverte como si la carne se
hubiera derretido y solo quedaran huesos; imaginar un punto en tu
barbilla u otra parte – ¿dónde puedes llevar ese punto?» (Morris 2010)
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«Las Lunae son “las lunas [en] la base de nuestros dedos, ... esos
pequeños talones, cinco en cada mano y cinco en cada pie ... dentro de
nuestras manos y dentro de nuestros pies. (…) [Naharin] enfatiza la
importancia de los puños y las manos como conductos para
movimientos delicados que son esenciales en el desarrollo de nuestro
bienestar mental y salud física.
«Los bailarines muestran Oba, el concepto de movimiento viajando a
través del cuerpo. Él les pide, “¿podéis hacer vuestro cuerpo un poco
denso y luego dejar alguna cosa blanda viajar por vuestro cuerpo
denso?” Naharin comenta que el ejercicio trabaja grupos de músculos
que los bailarines normalmente no utilizan, pero su eficacia “no tiene
que ver con fuerza muscular, tiene que ver con longevidad y equilibrio y
salud” Este comentario revela una inclinación filosófica en su trabajo,
reminiscente de la visión holística de Feldenkrais de que el bienestar
mental es fruto de un cuerpo que se controla (Feldenkrais Guild UK
2010).
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Negativo
Singularidad
Esta idea de que los sujetos modifican los espacios temporales anticipa
la descripción de una posibilidad que empecé por designar acción
geodésica y que actualmente me parece más claro llamar acción glifo:
una acción está quizás necesariamente enraizada en el trauma cultural;
en cambio, no toda acción adquiere vigencia de glifo, es decir, de letra
entendida como carácter, como unidad de escritura que se materializa
perfectamente y que en las artes en escena puede ser testimoniada por
el espectador pero que no necesariamente requiere testimonio aunque
sí exige eficiencia. Una acción, y además la acción como la entiende
Grotowski, es por definición eficiente. Los efectos de la acción glifo son
efectos de significado de una singularidad que se posiciona como es:
mortal, vulnerable, contradictoria; es decir, desde su lugar de tragedia.
El primero, al que ya he hecho referencia, tiene que ver con que en los
ideales de la danza contemporánea tienden a desdibujarse las exigencias
de virtuosismo o, mejor dicho, ese virtuosismo no se traduce en la
exactitud cómo se mimetizan unos patrones de referencia. El lenguaje es
tendencialmente expansivo y abierto a la particularidad, con lo que se
aleja del saber referencial que es la gramática clásica del movimiento
(chassé, cabriole…) y se acerca más a las propiedades del cuerpo que
baila y al estilo que puede desarrollar. Se pueden generar resistencias
de otro tipo: la tensión entre la comodidad de acudir a movimientos que
ya se dominan (significantes cinéticos familiares), de transitar o resolver
frases a través de acuerdos conocidos, y el riesgo de dejarse atravesar
por lo desconocido y potencialmente ridículo, de suspender las riendas
de la seguridad y el decoro. Es en ese espacio arriesgado del
desequilibrio y la torpeza, de la solución buscada sin saber bien cómo,
de la continuidad tendencialmente azarosa que se libera el potencial de
improvisación que está mucho más presente en la danza
contemporánea. En este aspecto, es evidente que la búsqueda de lo
bonito y formalmente armonioso juega en contra de la espontaneidad
porque se opone a lo feo y grotesco pero también a lo nuevo y
sorprendente, a la revelación y a lo carnavalesco.
Pero hay al menos otro argumento que permite reconocer una cercanía
mucho mayor entre la danza contemporánea y el psicoanálisis que entre
éste y el ballet clásico, mucho más fijo y referencial. La danza
contemporánea, como su nombre indica, es coetánea de quienes
participan de su creación y gozan de su realización. Así el ballet clásico
fue en su día lo más nuevo, así como lo que hoy es contemporáneo será,
en un futuro no lejano, ingenuo, irrelevante o pasado de moda. Pero eso
es lo que invita a distinguir entre lo moderno, que se desactualiza
justamente por su falta de relevancia, y lo contemporáneo, que busca en
permanencia el rescate de un presente emparedado entre las influencias
que lo preceden y aquello por conocer y por provocar. Si hay algo que
el marco de la danza contemporánea puede habilitar es el cuerpo como
causa de lo eventual.
Por ello, para quienes quedan marcados por su ausencia, nunca es tarde
ni absurdo buscar los cuerpos suprimidos por las dictaduras, que son la
máxima expresión social de la represión. Y nunca habrá pasado tiempo
suficiente para olvidar su destino ni el de las víctimas de limpieza étnica,
que es la forma extensa de homicidio por un determinado territorio. Por
consiguiente, tampoco la expresión máxima de limpieza étnica que fue
el Holocausto –pues su objetivo fue incluso más allá de un territorio,
tratando de exterminar todo un grupo allá donde estuviera– puede
jamás ser relativizada, y sí, esa expresión patológica conserva una íntima
relación con la danza. En primer lugar, porque la metástasis del odio
puede recomenzar en cada baile a dos que se convierte en lucha; en
segundo, porque negarle un espacio a un individuo, al igual que a un
pueblo, es ordenar su desaparición.
Hacía algún tiempo que Marc Naya me había hablado del trabajo de
Pere Sais sobre la obra de Jerzy Grotowski. Marc me dejó el opúsculo de
Grotowski «Qué significa la palabra teatro?» y luego me leí la edición
inglesa de Hacia un teatro pobre, del mismo autor, y Trabajar con
Grotowski sobre las acciones físicas de Thomas Richards, uno de los
colaboradores más cercanos del dramaturgo polaco. Me fascinaron,
como a un niño, las fotografías en blanco y negro, sobre todo las que
ejemplifican algunos «corporales», prácticas que se incluyen en el
Training o entrenamiento del actor. Me fascinaba el nombre mismo de
corporales, habiendo hablado Bauzá y Muñoz en su seminario, hacía
entonces uno o dos años, de los incorporales en el ámbito del
estoicismo. Si los incorporales son aquello que se pierde en la
traducción verbal de un idioma a otro, correspondiendo al aspecto del
significante que es irreductiblemente cultural, los corporales se me
aparecieron como el nombre de un campo de significación que solo se
puede abrir si el cuerpo físico también se abre a ello.
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En otra ocasión («On evil as a narrative condition»; Acerca del mal como
condición narrativa) expliqué por qué la estructura misma de la
narrativa requiere del desequilibrio, siendo la novela moderna,
fundamentalmente, un desarrollo de la estructura de la tragedia clásica.
El desequilibrio es alguna forma de mal, o señala o está apuntalada en
ella. En catalán, la palabra para enfermo es «malalt», que suena como
mal alto, un mal importante; y tanto que lo es! El cuerpo es mucho más
susceptible de enfermarse si busca su firmeza en la rigidez antes que en
la fluidez, y en la atrofia y el estatismo en lugar del dinamismo y la
creatividad. No discutiré la cuestión filosófica de la necesidad o siquiera
la dimensión ontológica del mal, ni de la teodicea, a la que me referí
hace años. Aquí me interesa escuchar al Inconsciente en moción,
apreciar sus pequeños desastres y atender a algunas de sus sorpresas
desde perspectivas que me resultan más cercanas. Por eso la pregunta
que me hago ahora es más bien ¿qué busca aquél que danza hasta las
últimas consecuencias? ¿Desafiar a los dioses? ¿Un final feliz?
Pero también hay preguntas sin respuesta, entre las cuales quisiera
distinguir al menos dos tipos. Hay preguntas que cuestionan un orden –
entiéndase como autoridad o sistema–porque remiten a una razón
injusta o irresponsable o protegida por una excepción a la ley – o todas
esas cosas a la vez. ¿Quién me va a creer? ¿Dónde está mi hijo? ¿Cuándo
encontraré a alguien que me quiera? Estas y muchas más preguntas dan
cuenta de límites que el sujeto experimenta en lo real y qué parecen
someterle a un torbellino existencial, pero su anclaje en una falta
concreta es todavía perfectamente tangible.
Hay otro tipo de preguntas, u otro nivel de pregunta más bien, que hace
de ese torbellino el lugar mismo del sujeto, que elige de algún modo
estar en la pregunta. ¿Qué pasará cuando yo me muera? ¿Dónde está
dios? ¿Por qué el ser y no la nada? No me gustan estos ejemplos ni los
anteriores porque, al ser «ejemplos», ya están desenraizados de una
experiencia concreta, la del sujeto singular. Los ejemplos y «lo ejemplar»
siempre excluyen al sujeto; tarde o temprano, lo excluyen. Ningún
ejemplo tiene la fuerza de aquella pregunta con la que una misma se
depara, la que una misma es llevada a hacer, pero no llevada como
objeto sino fantasmaticamente, por su propia estructura.
Hay preguntas sin respuesta pero toda pregunta tiene un sujeto; y si
aparentemente no lo tiene es porque al menos un poder se esconde
detrás suyo, luego es una impostura y una maldición. Pero al sujeto
crítico, a ese que es llevado a situarse en el remolino para no solamente
habitar la pregunta sino para incorporarla, para hacerse cuerpo de ella,
a ese sujeto la ley recuerda que no hay justicia, que el Nombre del Padre
es tan adorable como terrorífico, tan protector como abominable, tan
reconfortante como castrador.
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Para cada «dónde estoy» y «hacia dónde voy» hay un «por qué yo» y un
«cómo he venido a parar aquí». La catarsis no resuelve por sí misma el
desequilibrio inicial, ni en el sentido de la hybris en la tragedia griega,
ni en el sentido de lo que hace síntoma. Por supuesto hay prácticas
capaces de producir una catarsis e incluso ahondar en ella, de
explotarla, como las constelaciones familiares y otras formas afines al
psicodrama, pero su valor terapéutico es como mínimo dudoso ya que
no elaboran los efectos de la estructura como tal ni reconocen al sujeto
con sus inoportunos objetos-resto, que caen bajo la categoría de lo
irreconocible.