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Inconsciente en moción

HACIA UN COMPARATISMO ENTRE DANZA Y PSICOANÁLISIS


– A PARTIR DE LA EXPERIENCIA DEL COLECTIVO MONTAG –

Estudié literatura en la universidad. Como mucho de lo que me sucedió


en el mundo académico, y que persiste en gran parte en él y en el
entorno científico, la forma de disecar el objeto de estudio es tal que
parece inevitable poner entre paréntesis no solo al sujeto sino también a
su disfrute. El lugar de estudio se convierte entonces en un patíbulo, y
el goce se vuelve, las más de las veces, negativo, disfórico. Esto parece
contrariar el mandato de la productividad, excepto en lo que se refiere
al goce concreto del amo y a su eficacia: contra más sacrificio y
contrariedad por parte de quienes sirven, más heroicidad en el
sometimiento, y más ahínco servicial. Así pues, en mis tiempos de
estudiante de carrera, nadie parecía fijarse en mi progresivo disgusto
compartido, sin sorpresa, por casi todos mis compañeros: disgusto por
lo literario, que era lo que justamente me había llevado a elegir aquél
curso, aquella carrera, aquél objeto de estudio que había sido, además,
objeto de deseo.

Nunca terminé de hacer las paces con la literatura, aunque su estudio


me hizo encontrar otro cauce para mi deseo: la teoría literaria y la
estilística. Tras el máster en estudios comparatistas, y gracias a un
excelente profesorado, pude seguir estudiando lo que verdaderamente
quería: el sentido. El sentido en todos sus sentidos –estético, tópico,
hermenéutico– cobró importancia definitiva en mis elecciones vitales
posteriores: en el doctorado en humanidades, me dediqué a la pregunta
por el sentido en una de sus vertientes más radicales, señaladamente la
hermenéutica negativa, la que nace de los textos sobre lo inefable, lo
que en los estudios de la mística venimos a llamar lo apofático; en el
psicoanálisis, se trata del sentido en una lógica y también, y quizás sobre
todo, en una tópica: el sentido como orientación, comprendido del
modo más amplio; y en la danza, que me llegó casi veinte años después
de que unas clases de educación física delatasen un nulo virtuosismo, y
de que la causa militar, en aquél entonces de obligado cumplimiento,
afortunadamente me haya despreciado, en la danza, digo, se trata, para
mí, del sentir.
Quiero, por eso, contextualizar los vínculos que se me van destapando
entre el psicoanálisis y la danza y compartirlos con quienes, como yo,
echan de menos al cuerpo en la teoría analítica, lo que explica que su
relación con la corporeidad sea ella misma problemática y muy
incompleta. En la praxis analítica, el discurso del cuerpo topa con la
represión institucionalizada, el veto por anatema del “pasaje al acto”,
leído por antonomasia como la prohibición del sexo con los analizantes.
En mi caso –porque de eso se trata en psicoanálisis: del hablar de uno–
pude demostrar que ni siquiera esa situación, que en las condiciones de
civilización en que me encuentro se produce todavía de forma muy
excepcional, es incompatible con el éxito del proceso clínico. Digo éxito
porque digo proceso: en ningún momento parece admisible desestimar
la puesta en juego de una práctica sexual explícita que, suspendidas las
añadiduras morales y semánticas, es tan o tan poco discursiva como la
práctica verbal de la asociación libre y del corte analítico.

Precisamente, si el cuerpo es discurso, ¿por qué no dejar que hable?


Éste es el primer éxito del análisis y de todos el más fundamental: la
materialización óptima de las condiciones de habla en lo que concierne
al sujeto del Inconsciente. Es de Ello que hay que tomar la palabra.

Ya he hecho esas aportaciones en otros lugares, especialmente en el


artículo «El goce del analista»). Aquí me referiré a la danza –un discurso
protagonizado por el cuerpo– centrándome en una dimensión o aspecto
que de algún modo puede estar presente en todo discurso pero que la
danza, en algunas circunstancias, pone en juego de forma deliberada,
consciente y elaborada como tal, a saber: la improvisación. La primera
técnica por la que tuve contacto con la danza fue el contacto-
improvisación (del inglés Contact Improvisation) que, pese a su nombre,
tiene muchas veces más de codificado que de improvisación,
fenomenológicamente hablando. En el contacto-improvisación, el
movimiento no sigue un guión coreográfico previo pero se desarrolla a
partir de una serie de convenciones que lo son hasta el punto de
constituirse en materia de enseñanza y formato de festivales y otros
encuentros. Quienes lo practican comparten allí ese espacio
experimental pero también, en gran medida, de entrenamiento, ya que
la disposición de improvisar parece sobreseer ante el principio de
repetición de las fórmulas convencionales. Esto no quiere decir que la
improvisación no requiera de una técnica; más bien requiere de una
técnica ampliada: un saber del orden del lenguaje –y sus reglas que
permiten la articulación discursiva– al que se aúna el conocimiento
experimental, y no diré empírico porque se trata de convocar a la vez la
experiencia vital y la capacidad de experimentar con el lenguaje. La
improvisación es el cuerpo en situación poética.

Hay algo muy parecido entre los momentos en que, al improvisar, el


cuerpo llega a una situación inesperada, y aquellos lugares oníricos
donde el Inconsciente avanza hasta un punto que es una amenaza para
el Yo. También es cierto que recuerdo y puedo elaborar mucho más al
detalle mis sueños cuanto más el baile impregna mi cinética cotidiana,
desde la alternancia en la forma de estar sentado hasta el caminar
pasando por la manera cómo me sujeto yendo el metro lleno o la
preparación de la comida. Aunque no puedo afirmar el porqué de esa
relación entre el recuerdo del sueño y la vital omnipresencia del baile,
ella me trae de vuelta a una de las primeras sugerencias de mi
psicoanalista respecto de la posibilidad de recordar los sueños: una vez
despierto, no cambiar la posición del cuerpo, hacer el proceso
analéptico (retroceder mentalmente en las escenas u objetos del sueño)
y escribirlo o grabarlo enseguida. Una vez despierto el cuerpo e
instalada la consciencia vigilante, el sujeto del Inconsciente vuelve a
quedar al descubierto, expuesto a la intemperie de la lógica yoica, que
inunda su enunciado y hace incomprensible lo soñado. Por eso es
necesario registrar el sueño sin adornarlo ni prestarle una consistencia
lógica que le es ajena –con toda su aparente incoherencia, extrañeza y
falta de sentido. Esa extrañeza es la que aún puede convocarnos a un
encuentro del sentir desde otra lógica, y es algo de esa extrañeza lo que
toma el escenario cuando, improvisando –bailando como quién soñara–,
descubro una aparente falta de sentido que revela asimismo un sentido
nuevo.

Hacer equivaler la improvisación a un soñar despierto resulta impreciso


ya que al improvisar no me percato de ningún tipo de ensoñación; más
bien se activa un tipo de atención concreto y muy determinado por las
cualidades de ocupación de un espacio por un cuerpo, y por su
inscripción en el tiempo exterior, la duración, a través de un tiempo
interno que es el ritmo. Esa co-centración, digamos, en que desde el
centro físico se perfila un argumento cinético dialogante con otros
centros, da lugar a la emergencia de una consciencia ampliada por el
cuerpo, que es su extensión sensible. Algo muy distinto sucede en los
movimientos que se producen en el cuerpo cuando sueña. Si hablamos
de cuerpo soñante y de cuerpo hablante para distinguir la cualidad
somática de esa misma extensión sensible –según el cuerpo se halla
dormido o despierto–, la improvisación es claramente un fenómeno del
cuerpo hablante, pero de un cuerpo que, en su capacidad de habla,
puede disponerse a una ampliación sensitiva que lo acerca al caudal
creativo del Inconsciente.

Los movimientos del cuerpo durante el sueño no tienen necesariamente


que ver con la actividad somnílocua (hablar en voz alta en sueños) ni
sonámbula (caminar), ni siquiera solamente con vigorosos cambios de
posición en la superficie donde se duerme; además del dinamismo
inherente a la continuidad de las funciones vitales y del rápido
movimiento ocular en la fase hipnótica más profunda, hay toda una
serie de pequeños movimientos que desde fuera se pueden percibir
como tics o reacciones del cuerpo a un estímulo desconocido para quien
lo observa externamente y que quizás será olvidado por el soñante al
despertar. El largometraje Sleep de Andy Warhol, donde el padre del
Pop Art graba a su amigo íntimo John Giorno durante más de cinco
horas, permanece paradigmático respecto de la fascinación por el
cuerpo durmiente.

Aunque los movimientos improvisados no puedan imitar a los del


cuerpo soñante –o durmiente, en la perspectiva que quién lo observa–, y
aún bajo hipnosis tampoco se podría hablar de improvisación sino de
sugestión, improvisar no consiste en seguir una supuesta casualidad que
nunca lo es verdaderamente. Improvisar es partir de lo conocido y
seguir sin provisión.

¿A qué desconocido me lleva el Inconsciente? Esa es la pregunta que el


cuerpo formula aún sin saberlo. Inadvertidamente o no, ese movimiento
despierto pero con una mirada distinta, recentrada, procura y reafirma
un estado psíquico potencialmente anegoico que favorece una rebaja de
la represión y de la actividad psíquica dominada por el superyó y por las
reglas y factores condicionantes del discurso. Así la improvisación se
abre paso al Inconsciente: a través de la palabra del cuerpo hablante, lo
que sería la «parole» frente a la «langue» en la división clásica de
Benveniste. Por la palabra conocida, provisto de lo familiar («das
Heimlich») que llevo incorporado, me desproveo gradualmente, en la
improvisación, de mi lengua defensiva, y me abro a ser atravesado por lo
extraño e imprevisto, lo inhóspito («das Unheimlich»).

Si echo mano de la lengua de Martin Heidegger es porque él formula la


pregunta fundamental sobre el acaecer del objeto como tal: «por qué el
ser y no la nada?» Una vez más, se trata de la pregunta por el sentido:
estético, tópico y hermenéutico. Del ser no se puede hablar; el ser se
dice, siempre, como otra cosa, y es esa apuesta definitiva por ser no-
nada el sostén esencial de la improvisación: ella siempre creará si es
verdadera. Pero el sentido de la pregunta también es tópica porque
Dasein necesita una superficie sobre la que aparecer, de tal modo que la
escena de improvisación –al igual que la escena coreográfica pero de un
modo mucho menos determinado y sin pretexto– deviene «mise en
abyme», representación homeopática del mal de algún universo además
de su redención efímera. El sentido hermenéutico no podía dejar de
estar presente en esa pregunta por el ser –en lugar de la nada– que
remite de forma contundente al periclitar de cualquier verdad que se
dice: si se dice, puede no ser sentida y quedarse como efecto de sentido
listo para el aplauso de aquél que cree haber comprendido algo. Sin
embargo, eso que se pretende comprender no se descubre sino cuando
la certeza es destituida. Ese misterio sería la verdad.

A semejanza de otras artes y en particular de corrientes como el


expresionismo abstracto en la pintura, la danza contemporánea permite
suspender considerablemente la máscara de entendimiento que se
apone a todo lo figurativo. Aquello que es legible como representando a
un objeto queda colapsado en presencia de quien lo lee, por lo que el
arte figurativo se deja atrapar más fácilmente por el efecto de sentido.
La abstracción, en cambio, parece preservar mejor la potencia del acto
creativo y concentrar asimismo el gesto subversivo del sinsentido
aparente. Por ello, en su realización más abstracta, la danza se niega al
pacto tranquilizador del consentimiento. Si a la abstracción sumamos el
carácter de improvisación, o viceversa, entonces el acto en escena puede
no ser exento de violencia. Se trata de la violencia de entregar el cuerpo
al significante, de no poder decir sino, solamente, de ser dicho.

Desde la perspectiva del performer, el cuerpo disponible en acto, esa


violencia pasa por el lugar de máxima visibilidad que ocupa; luego, por
la exposición al ridículo, al rechazo o, peor, a la veneración. En efecto,
el aplauso bajo todas sus formas supone un fuerte llamado yoico y no
siempre es fácil rehuir la tentación del reconocimiento, aún cuando no
es sino otro espejismo de representación. La visibilidad es la traducción
directa de la posición del performer respecto del discurso: es visto, es
dicho. Así entendido, el performer sí es un representante de la falta en
el sujeto porque muestra que, sin la mirada del otro, pierde el sentido; y
muestra también que esa extensión de la consciencia que es su cuerpo
se pierde hasta cierto punto en la superficie del escenario sobre el que
se recorta.
La rebaja de la represión y por consiguiente la relativización del
dominio del Yo que se dan o al menos se esperan de la improvisación
pueden ser facilitadas por una suspensión del juicio («epojé») más o
menos lograda sobre la estructura fantasmática: menos lograda, quizás,
si resulta de un estado meditativo porque, al igual que con los estados
hipnóticos, hay que abandonarlos primero para comprenderlos después;
más lograda, sin embargo, si es el efecto de un corte analítico. El corte,
operación fundamental en un psicoanálisis que nombra intervenciones
tan distintas cuantos los analizantes escuchados, no encuentra
paralelismo directo o equivalente en la improvisación a menos que
imaginemos una relación entre al menos dos bailarines –y quizás no más
de tres– donde uno o dos actúan una función que incide o se proyecta
sobre el cuerpo del otro. Esa función incisiva estaría informada por la
necesaria y deseable escucha del cuerpo del otro y supondría una cierta
asimetría de principio, en la que un cuerpo estaría predominantemente
en una posición de analizante y el otro en la de analista.

En la improvisación en danza, la ausencia o la presencia secundaria del


discurso verbal, que podría parecer inmediatamente comprensible, hace
que una práctica que podría ser analítica pueda entonces tener lugar en
un escenario, incluso delante de un público que, al no controlar el
sentido del acto, no funcionaría como elemento inhibidor o disuasorio
respecto de la libre asociación de significantes cinéticos por parte del
analizante o analizantes en escena. No he podido experimentar esta
posibilidad todavía en estos términos exactos, pero la emergencia del
colectivo Montag es indisociable de este tipo de experimentos, del
reconocimiento de sus fallos y del riesgo de sus logros.

Si en el discurso en transferencia se abren paso la inteligencia del sujeto


del Inconsciente y la verdad que gobierna al singular, en la
improvisación esa inteligencia se pone en juego en la medida en que es
puesta en escena. De un modo no desemejante al de la escena analítica
tradicional, el sujeto del Inconsciente puede encontrar una vía de
enunciación sobre una superficie física y hacia unos oyentes. La verdad
de lo singular, esa, se verifica, para quién improvisa, en el porvenir de
su juego (lo imponderable del acto de improvisación) y, para quién oye,
en el porvenir de su escucha.

Hablo de escuchar y no de ver por eso de no ubicar la asimetría entre


escena analítica y escena de improvisación al nivel del sentido que se
supone estar más activo (escucha o visión) sino más bien en el estatuto
que adquiere la escucha en cada una de ellas. Si en la sesión de análisis
se trata, habitualmente, de un cuerpo que sostiene el discurso verbal de
otro desde su sentido de la escucha, pero se dejan entre paréntesis
(¿reprimidos?) los demás sentidos y formas de sentir, en la
improvisación se trata de cuerpos que escuchan de una forma
habitualmente no cualificada en términos intelectuales pero sí desde
otra apertura mucho más variable y a la vez con unos horizontes de
expectativa (o representaciones de finalidad) muy determinados.

¿Quiere esto decir que la improvisación podría sustituir al psicoanálisis


clásico? Ciertamente no; pero sí indica que el énfasis en la actividad
intelectual que es la escucha analítica no puede justificar, apoyado en el
atajo argumental de que todo es lenguaje, la violencia de no atender al
cuerpo significante si no es mediante la palabra. En un psicoanálisis hay
dos cuerpos presentes; el caso es que, a día de hoy, siguen estando
prácticamente muertos.

Los paralelismos entre el psicoanálisis y la improvisación en danza


pueden ser experimentados y, una vez experimentados, también pueden
ser descritos hasta donde el lenguaje lo permite. De hecho, la posición
del performer, como la de cualquiera que habla, es una posición de
analizante. Sin embargo, no cabe esperar del lenguaje algo así como una
traducción fiel de lo sucedido durante la improvisación. Agotar
conceptualmente el contenido de una improvisación es tan improbable
como que el psicoanálisis ya tenga suficiente consideración por el
cuerpo del analizante.

Algo de lo que se pierde al no considerar ese volumen con sus


propiedades dinámicas o al ignorar o demonizar la relación física entre
analista y analizante viene haciendo síntoma justamente en el modo de
hacer psicoanalítico. Me refiero al privilegio neurótico de la defensa que
no deja de contribuir a una percepción sesgada del psicoanálisis como
una disciplina aburguesada, un proceso costoso e interminable, e
incluso como un pasatiempo para «gente bien» que, en algunos casos,
cree no estar bien. Este es un grave sesgo que sitúa al psicoanálisis bajo
el mismo prisma que ha domesticado a la psicología transformándola a
menudo en un apartado de las ciencias empresariales y a sus facultades
en líneas de producción de recursos humanos y de una generación
prácticamente incapaz de escuchar y de empatizar.

El psicoanálisis debe estar al alcance de todos quienes puedan querer


hacerlo. En este sentido me siento muy cercano a Sandor Ferenczi, que
vio la urgencia de extender la práctica del psicoanálisis al mayor número
tras el horror de un Holocausto que se va cuestionando y relativizando,
lo cual, en sí mismo, es una pésima señal. Hoy día otros horrores se
extienden, y quizás los inconformistas sean los mismos judíos y otras
tantas minorías cuyo movimiento se busca extinguir, de una forma u
otra, mediante la mordaza, el miedo, la ridiculización o el olvido.

Un régimen de terror y enfermedad se impone, rígido y totalizador, y la


respuesta del psicoanálisis, más allá de una condena del DSM, manual
de la psiquiatría oficial en EEUU, sigue siendo un relativo inmovilismo,
una dependencia respecto de las fórmulas conocidas, un ataque más
feroz a la novedad razonada desde la clínica que a las instituciones que
apremian la repetición de lo conocido. Por esto último intento también
trasladar textualmente esa relación entre improvisación y psicoanálisis,
deseando que otras voces se levanten del silencio para articular nuevas
relaciones experimentadas, puestas a prueba y finalmente susceptibles
de ser compartidas para ampliar el campo del análisis, ese amplio lugar
de escucha y actualización de lo simbólico que resulta ser un centro vital
de ciencia y creación.

Desde luego es curioso verificar que los mecanismos presentes en dos


de las primeras técnicas utilizadas por Beurer y Freud revelan potentes
intuiciones acerca de lo que ofrece la improvisación entendida como
campo de epifanía de esa extensión de consciencia que es el cuerpo. Me
refiero a la hipnosis y a la abreacción, a las que no pretendo hacer una
crítica extensa sino una presentación respecto de sus límites y de cómo
éstos señalan el interés de proporcionar espacios de improvisación, más
integradores y habitualmente más seguros, a la vez que catalizadores de
movimiento y de nuevas elaboraciones de sentido.

Al igual que otras vías de conocimiento que resultan ser malos atajos, la
hipnosis se ha envuelto de un fuerte atractivo fruto de la rapidez con la
que permite pasar a un estado de consciencia alterado, la facilidad con
la que se obtienen contenidos aparentemente nuevos y con la que lo
extraño se impone como fuente de saber. Consciente de que lo raro o
excéntrico no es necesariamente verdadero, Freud la abandonó al
percatarse de cuán difícil era elaborar ese material y discernir qué
hablaba realmente ahí del Inconsciente –pero también, probablemente,
cuán fácil le sería a alguien sin escrúpulos usurpar la transferencia para
ejercer un poder simbólico sobre el paciente. Sin sorpresa, la hipnosis,
también llamada mesmerismo en el siglo XIX, ha aprovechado a
distintos charlatanes al sancionar su posición imaginaria con los efectos
vivenciales que proporciona. Más allá de la espectacularidad –de gusto y
ética discutibles– de los cuerpos obedientes a la sugestión, la eficacia
terapéutica de hacer hablar o actuar bajo efecto hipnótico o siquiera la
propiedad hermenéutica de asumir como manifiesto y verdadero el
sentido latente de un enunciado sin analizar son muy cuestionables.

Un equivalente posible en el movimiento bajo hipnosis sería el


sonambulismo y, en el movimiento en vigilia, ciertas danzas que buscan,
de forma más o menos intencional, alcanzar un éxtasis o llegar al trance
meditativo. La potencia vivencial queda sometida al más estricto
empirismo y por ello requiere de una autorización imaginaria a nivel de
sus significantes, hablando defensivamente de revelación,
autoconocimiento, etcétera, cuando la relación con el otro no va más
allá del espejismo referencial que Lacan mostró de forma muy clara en
el esquema L. Para el psicoanálisis, Freud comprendió muy pronto que
es preferible un abandono paulatino, pero en estado de máxima
consciencia, de las resistencias al discurso por parte del analizante, un
estado desde el que también es más factible operar. Los efectos mayores
de la operación analítica pueden tardar mucho tiempo en incorporarse
porque el recorrido de un análisis encuentra, para cada cuerpo, los
lugares comunes de su propia estructura. De hecho, ésta parece aún la
mejor opción de recorrido porque no es otra cosa que la familiaridad de
esos lugares el material con el que se puede elaborar, desde el cuerpo de
uno, su sentido particular (el de su fantasma, en sentido lacaniano).

La otra técnica que constituyó la base del método catártico de Breuer y


Freud, que evolucionaría hacia el método del psicoanálisis basado en la
asociación libre, fue la abreacción, que nombra tanto la descarga
emocional asociada al recuerdo de lo reprimido (lo disfórico retorna por
anamnesis) como el alivio de la tensión acumulada en torno a ciertas
representaciones, al verbalizar el sujeto las situaciones originarias o
causantes. La abreacción podría ser un término de los estudios
literarios, más concretamente de la narratología, ya que Freud lo utiliza
a veces como sinónimo de catarsis, que es la función evasiva de los
afectos generados o despertados por la peripecia y la catástrofe en la
tragedia clásica. Aparentemente, se trata de una técnica benigna pero no
tanto porque suponga un logro terapéutico sino porque constituye un
avance en la etiología: al conocer la causa, se puede mejorar la dirección
de la cura, que no es sino el espacio mismo por donde transitar.

Socialmente, la catarsis goza de un gran prestigio y eso es evidente en


las representaciones culturales y en el auge de las prácticas catárticas
que prometen, no pocas veces, efectos terapéuticos. No es difícil quedar
atrapado en la catarsis: ella tiene de espectacular lo que la hipnosis, solo
que uno cree ser más consciente del espectáculo al vivirlo en primera
persona. Las constelaciones familiares, por ejemplo, y otras formas de
psicodrama, están diseñadas de tal forma que la catarsis se vuelve el
centro mismo de la experiencia, quizás su finalidad. Pero ¿qué hacer con
ese material? Es aquí donde ese espacio ambiguo que no protege al
sujeto de enunciación, convirtiéndolo en carne de «reality show», y no
siempre marca con claridad los límites de lo escénico se desentiende de
las dificultades que la teoría analítica plantea no porque sea intelectual
sino porque justamente no dimite de la tarea de pensar y hacer pensar.

Tanto la hipnosis como la abreacción han sido superadas por técnicas


que parecen funcionar mejor desde un punto de vista clínico y por
consiguiente son más consistentes a nivel teórico: en lugar de la
hipnosis, la producción consciente de un discurso que poco a poco va
cediendo a la necesaria destitución del sujeto fiado en la transferencia;
en lugar de la abreacción, la intelección de lo vivido al ritmo que el
discurso del analizante imprima a su propia danza estructural.

La improvisación cobra aquí su sentido de ampliación en el espacio de


la extensión de consciencia que es el cuerpo: se trata de permitir que el
fraseo se amplíe también desde ese volumen en una cuarta dimensión
apta a representar el encuentro de lo reprimido con la invención del
presente. Eso sí: si participa alguna mirada que no está en posición
analítica, ella tampoco debe limitar ningún movimiento. No está todavía
claro que eso se pueda sostener.

En este estudio comparatista entre danza y psicoanálisis, vemos que los


paralelismos entre improvisación en danza y psicoanálisis pueden ser,
además de experimentados, descritos. El lenguaje que permita hacerlo
debe ser tan poco referencial cuanto sea posible si queremos conservar
el principio teórico del psicoanálisis, la clínica de la singularidad,
también llamada la del caso por caso. Lejos de ser una ciencia
anticuada, el psicoanálisis es la nueva ciencia del sujeto, la que inaugura
el modelo de conocimiento del cual ni la mirada ni la causa del deseo
están excluidos. La teoría analítica informa acerca de lo que es el
principio teórico: una visión de conjunto en la que el conjunto no
circunscribe de forma cerrada los elementos que puede contener. Se
trata entonces de una visión de clases, aunque esta expresión puede
llevar a muchos malentendidos. Propongo, pese a que ninguna
expresión es enteramente objetiva, hablar de la teoría como una visión
vertical (que no jerárquica).
Para lograr una visión vertical desde la que comparar la improvisación,
sobre todo en danza, y el psicoanálisis, echaré mano de la estilística, que
es el campo de estudio de los aspectos del lenguaje que particularizan
los modos del habla. La estilística se ha desarrollado sobre todo en los
estudios literarios y concretamente en la poética entendida como
estudio de la poesía, donde florecen tropos o figuras de estilo de todo
tipo: figuras fonéticas (aliteración), morfológicas (anáfora, zeugma),
sintácticas (anacoluto, hipérbaton, quiasmo), semánticas (eufemismo,
ironía). Hay figuras intermedias como el polisíndeton, que es
morfológica pero también fonética, ya que introduce un caso particular
de aliteración. También hay cuestiones como la asonancia de la rima
que suponen efectos estilísticos fonéticos y semánticos. La forma
compositiva, el grado de adhesión a una forma establecida o la
subversión de la misma son cuestiones interpretativas por parte del
sujeto de enunciación que recuerdan problemáticas que encontramos
de formas semejantes en la danza. Se trata, una vez más, de la
continuidad o ruptura respeto del canon que aseguran su renovación.
Actualizarse es subvertir, tanto en la improvisación como en un análisis,
y la estilística es la prueba de ello.

Sin embargo, el objeto de este estudio no es la poesía –un corpus de


enunciados en general muy elaborados desde la consciencia– sino la
improvisación en danza y el psicoanálisis, donde la ley común, si
podemos llamarla así, es la asociación libre. Esta libertad se espera de
un modo más acusado en la sesión de análisis pero al improvisar ella se
da también, solo que queda acentuada la extensión de consciencia que
es el cuerpo –esto si no nos referimos a la improvisación sobre guión
sino al sentido más espontáneo que tiene improvisar. Que la única ley
sea la libertad de asociación se debe a que la verdad del Inconsciente no
está sometida a ley. La estilística no sirve para cercenar la libertad
asociativa sino para poder leer algo de lo que el sujeto del Inconsciente
dibuja al hablar en la sesión de análisis y, en lo que me ocupa en este
estudio, al improvisar.

Antes de hacer algunas propuestas a partir del proyecto de creación del


colectivo Montag, intentaré trazar algunas líneas de relación («rapport»)
entre las cualidades estilísticas reconocibles en el lenguaje poético y los
tropos que asimismo se pueden reconocer en el recorrido improvisado
de ese volumen que es el cuerpo hablante.
Al menos de momento, no seguiré una orientación clínica para el
trazado de relaciones entre cualidades de estilo en poesía y tropos en la
improvisación.

En primer lugar, no lo haré porque el proyecto de un saber clínico


referencial desconoce la diferencia radical del sujeto a la que llamamos
singularidad. Así pues, un manual de trastornos o un guía de
interpretaciones de sueños son discursos que nada tienen que ver con el
psicoanálisis.

En segundo lugar, como el saber de un sujeto no vale para otro y por lo


tanto no hay referencialidad que valga, la función de analista tiene que
orientarse a través de otro saber que es el del sujeto del Inconsciente.
Este sujeto es el que sabe improvisar sobre y a partir del discurso del
analizante de la forma más libre de complejos, de perplejidades y de
prejuicios porque lo hace a la manera de un «cuerpo desarmado», como
dice Dominik Borucki.

En tercer lugar, mi intención no puede ser terapéutica o al menos no


puede serlo a priori: en un psicoanálisis, los efectos terapéuticos son
efectos secundarios. Concretando, son efectos secundarios del
conocimiento. Ese conocimiento aparece discursivizado o no y, en
ambos casos pero sobre todo cuando no llega al discurso verbal, es
importante hacer posible otra dimensión de emergencia como es el
cuerpo hablante.

Mi intención es seguir pensando y probando las condiciones de


incorporación del saber de uno. Evidentemente, el síntoma es en cierto
modo una incorporación, la toma en cuerpo de un saber, pero de un
saber reprimido o de algo que perturba el orden de la represión, de lo
civilizado, de lo sano, de lo que contribuyó a establecer el imaginario de
salud, estabilidad e identidad del sujeto. Sin embargo, incorporar el
saber de uno en un análisis es también dejar espacio de habla al mal que
aqueja, y así incorporar la consciencia de la causa de ese mal para que la
ella pueda retomar cuerpo de otra forma y en otro lugar.

La escena analítica, ya sea la consulta tradicional o un escenario donde


el cuerpo pueda improvisar más ampliamente, es un lugar donde se
concentran otros dos: el lugar de donde viene la causa y el lugar hacia
donde va la intención, el que indica el deseo. En este sentido, saber del
mal en lugar de solamente quejarse de sus efectos es de por sí un
principio de cura, un cuidado de uno que se piensa y se siente.
Es posible cambiar de posición o moverse de un lado a otro sin hacerse
la pregunta por la causa ni saber hacia dónde va uno. Sin embargo, ese
dinamismo seguirá en estricta observancia del principio de placer
mientras no se haga la pregunta fundamental sobre de dónde y hacia
dónde, es decir, sobre la causa y el deseo. El movimiento sin pregunta
es un movimiento sin sentido, con tan solo una dirección en el espacio.
Dejarse así llevar es estar perdido, y así es como entiendo la advertencia
de Pina Bausch: «Bailad, bailad o estáis perdidos».

Por eso hace falta, más que una dirección que se nos impone y que nos
imponemos como civilización de cuerpos domesticados, el sentido
particular que le pertenece a cada uno por su forma y posición, por sus
propiedades y sus virtudes entendidas como aquellas fuerzas que le
permiten a uno ubicarse y expandirse desde ahí, con sus posibilidades
de moción y desplazamiento. Por eso, además, el sentido está siempre
en relación con el otro: dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio
a la vez, y saber cada uno de su no-compleción y de cómo tener sentido
es tan importante como decidir si el encuentro con el otro en un mismo
espacio tomará la forma del juego o del conflicto, del amor o de una
lucha a muerte. La dirección posibilita un zarandeo pero hace falta un
sentido para bailar.

Las condiciones de incorporación del saber de uno son indisociables de


las líneas de relación entre los tropos en improvisación y la estilística
propiamente dicha. Para entenderlo hay que considerar siempre el
sentido fuerte de incorporación (el inglés «embodiment» parece hacerlo
un poco más explícito). Repito: no se trata de incorporar un saber a
modo de una formación del Inconsciente como es el síntoma, en que un
saber reprimido se somatiza; se trata, eso sí, de integrar como cuerpo –y
no solo conceptualizar– algo que se intuye como verdad del sujeto,
como aquello sin lo cual el sujeto no sería uno.

Que la verdad emerge en primer lugar como intuición, como algo del
Inconsciente que a-soma en un sentir aún incompleto, es algo que
sugerí hace unos tres años en el breve artículo «Tres relaciones de
diferencia»:

«La idea de que aquello que no es conceptualizable no puede ser sabido


es falsa y no hace sino forcluir a la intuición, que es un conocimiento
pendiente de escritura pero, en todo caso, un conocimiento. Hasta
cierto punto, tal como encontramos en la negación de la metáfora una
marca de agua de la psicosis, la negación de la intuición insinúa el
acuerdo de la neurosis; y el caso es que donde el modo psicótico adhiere
a la promesa de seguridad que ofrece el sentido literal, el modo
neurótico se apunta a la certeza imaginaria de lo conceptual y de aquello
que retiene como verificable. Tenemos así dos lecturas en falso: una que
no reconoce la figura de estilo para poder sostenerse en su verdad
vulnerable, otra que necesita reconocer (o añadir) su estilo a la palabra
que viene del otro para poder representársela como verdadera.

Esto no quiere decir que desde la psicosis se pierde necesariamente el


alcance de las connotaciones o el goce de la estilística, sino que es un
modo del habla en el que las figuras fonéticas, morfológicas y sintácticas
suelen funcionar mejor que las que son predominantemente semánticas,
como la ironía. En este sentido el uso en análisis de la lítotes puede, por
su particular ambigüedad, permitir indagar más finamente cuán
acentuada es la tendencia a la literalidad en una determinada
interpretación. En una improvisación, el uso de la lítotes puede consistir
en un movimiento que, por indicación de un elemento escénico o por
las acciones inmediatamente anterior y posterior, tiene lugar para luego
ser negado. Sería un equivalente posible del «no voy a decir que…».

Es falso que no haya hermenéutica psicótica ya que una lectura que


adhiere a la letra, como suele darse en psicosis, sigue siendo una
lectura. En cambio, en neurosis es necesario construir la verdad a partir
de la recuperación del otro, de la forma que sea, bajo figuras de
repetición como pueden ser la aliteración, la anáfora, el polisíndeton, y
de una elaboración e incluso transformación de ese discurso mediante
figuras semánticas. En la terminología de Algirdas J. Greimas
(Sémantique structurelle, 1966: 166), son los casos más complejos de
estilística semémica.

En improvisación, la psicosis requiere de un posicionamiento de otro u


otros para poder operar desde su economía de la literalidad, es decir,
para que uno aproveche como literal algo que para otro será metafórico.
La dificultad en psicosis no tiene que ver con comprender la anáfora o
la aliteración en el otro, ya que ella aparece como tal aunque no se le dé
ese nombre o no sea reconocida como tal; el obstáculo psicótico reside
más bien en no saber cuándo parar o dejar de usarla. Es por ese motivo
que, en términos macroscópicos, se afirma que la creatividad es para la
psicosis lo que el síntoma en neurosis. Una y otra conllevan un
sufrimiento y regalan unos beneficios. Pudieran unos hacer síntoma
para contar con más medios de hacer sentido y quisieran otros despedir
las trabas que se imponen a sus procesos creativos. Pero quizás los
mundos no estén tan separados: el arte, señaladamente, es un lugar de
coincidencia de distintos modos del habla. Cuestionar el psicoanálisis es
posible y deseable; pero es deshonesto poner en tela de juicio un saber
subjetivo que no se deja generalizar para luego imponer otro que trata a
los pacientes como usuarios bajo el velo de la modernidad. Es
prioritario hacer avanzar el psicoanálisis desde su centro inalienable que
es el Inconsciente, y una de las posibilidades hacia las que físicamente
se expande es el cuerpo, su extensión hablante.

¿Con qué improvisa la psicosis? La psicosis se caracteriza por ser el


modo del habla en el que no está establecido o no se ha consolidado el
conocimiento de la ley. Quisiera demostrar, mediante un debate
recuperado hace poco, que la psicosis –a la que muchos persiguen como
una patología o un peligro pero, en cualquiera de los casos, como un
desorden– debe ser reconocida como parte del síntoma que tulle al
sujeto y paraliza las dinámicas colectivas que podrían direccionar la
realidad hacia un cambio estable.

Lo que Lacan llama la función del Nombre del Padre («nom du Père»)
informa la relación que uno tiene con la ley, pero también la agilidad
con la que se dialoga con lo no-conocido, o que favorece la toma de
dirección hacia el objeto de deseo –porque justo ahí el Nombre del
Padre que es también un No («non») no es efectivo, no hace función.
Insisto en la fórmula lacaniana del «nom du Père» con sus múltiples
posibilidades de lectura no porque señala a la equivocidad como algo
siempre a punto de estallar en la palabra, en la cadena significante, sino
porque, como en el ejemplo que pone Jacques Derrida de la
«différance» (que se lee como «différence» pero difiere en una letra), la
homofonía se resuelve en la grafía. Esto lo utiliza como argumentación
para reivindicar, contra la interpretación pragmática de los actos de
habla que John Searle propuso respecto de la teoría de J. L. Austin, su
aporte al deconstruccionismo desde un ensalzamiento de la escritura
como lugar particular de la ausencia.

Un retorno al debate sobre la noción de intencionalidad en los actos de


habla –que alcanzó su cenit en esa carta de odio de Derrida a Searle que
fue Limited Inc– como el que hace Raoul Moati (Derrida/Searle:
Deconstruction and Ordinary Language) permite entender que su autor no
solo pretende oponer una interpretación y unos intereses personales
sino defender el legado de la fenomenología del que sin duda es
heredero, pero no por ello su único ni más fiel representante. Del otro
lado encontramos al pragmatismo de Searle quién, lejos de crear una
máscara teórica desde la que legitimar una interpretación única muestra
que, en virtud del enunciado, la intencionalidad es necesariamente
performativa.

Es prioritario relativizar el legado de la deconstrucción con la misma


vehemencia con la que Paul Ricoeur (De l’interprétation, Essai sur Freud)
identifica el resentimiento como motor de la hermenéutica nietzscheana
y lo rechaza. A través de la celebración del hermetismo y de una retórica
conceptista de las que son paradigmáticos Umberto Eco y Paul de Man,
el deconstruccionismo dio pábulo, en su día, al relativismo retórico
frente al contexto crítico –y mucho más documentado y dialogante– del
posestructuralismo. No es en la escuela de Yale sino en los desarrollos
de Michel Foucault y Luce Irigaray donde encontramos más afinidades
con los debates posteriores y las reivindicaciones feministas y queer,
especialmente las que se dan fuera del asilo universitario. Hago este
inciso para recordar que de una institución clasista como la académica
no es expectable esa integración de la que tanto se habla en nuestro
capitalismo. La universidad es un lugar central para la exclusión de la
psicosis así como de toda neurosis que se manifiesta como rebeldía,
disidencia, insumisión.

No sorprende que en esos espacios institucionales se tienda a asfixiar la


creatividad, ya que de ella nacen posibilidades no previstas que resultan
un desorden y un gasto para el sistema. Me refiero especialmente a las
escuelas y programas de estudios que más deberían estimular la
creatividad y estar en la vanguardia del cuidado de la diferencia, un
cuidado no asistencial que es del orden del conocimiento, del interés y
del desarrollo. El reto es lograr el equilibrio en la distribución del
conocimiento entre el deseo de cada alumno y la disciplina de
organización, que no necesariamente la de estudio, pero también el
equilibrio entre la vocación de profesionalización en las escuelas y la de
transmisión de conocimientos como respuesta a un deseo concreto de
saber. Esto no significa construir escuelas con una finalidad y otras con
otra, aunque en realidad sea lo que tiende a suceder, con el efecto social
de jerarquización según el prestigio curricular y la exclusión de muchos
deseos que nunca satisfarán el cuerpo social ni al que desea.

Es aquí donde se abre paso, como necesidad estructural, la renovación


de la enseñanza artística como pedagogía, es decir, como
acompañamiento de los procesos creativos que van cosidos a los
procesos de crecimiento, como plantea la escuela Montag; al igual que
es necesaria la improvisación en cuanto movimiento performativo
tendencialmente incondicionado. Sin espacios como los que permiten la
asociación libre (por ejemplo, la escena de una sesión de análisis) o la
improvisación en danza, no es posible soñar ni mucho menos realizar
un cuerpo social equilibrado.

Sin duda, la psicosis que hunde al sujeto en la paranoia del crecimiento


–ahora llamada sostenibilidad– es el mismo nombre del modo de habla
de quienes hacen de la creatividad su código de relación con los límites
del peligro, la prohibición y su inverso, la obligación. La creatividad
como forma contigua a la ley es clave para crecer –subjetivamente– en el
proceso de improvisación. Por eso sería quizás buena idea relajar los
preceptos de un modelo económico que a tantos sigue excluyendo y
destruyendo y abrazar otros riesgos que no prometen liquidez ni
generan liquidación pero sí aprovechan cada pequeño desequilibrio
para reiniciar, a cada impulso, la solvencia de lo común.

***

Hablar del inconsciente en moción es hablar de sus posibilidades


dinámicas. Las analogías motrices pueden resultar muy útiles para
expresar aquellas posibilidades: expansión, contención, agilidad,
ligereza, mecanismo, desencadenante, móvil, sentido, dirección,
orientación, y otras. Extensión e intensión serían propiedades
topológicas antes que analogías espaciales, ya que el cuerpo es
efectivamente la «res extensa», la extensión en el espacio del sujeto del
inconsciente.

Un buen ejemplo de la contigüidad de la «res extensa» e «intensa» son


los sueños. Ellos ofrecen traducciones de la realidad concéntrica del
Inconsciente, la «res intensa», y es debido a la intensión del contenido
onírico que no podemos seguir a Freud cuando propone claves de
sentido o, más directamente, significados que están desligados del
sujeto que sueña. Sin embargo, dos de los primeros descubrimientos
del formalizador del psicoanálisis merecen la mayor atención: primero,
el hecho de que el sueño sea la escenificación de un deseo (más que su
realización en el sentido en que lo completaría satisfaciéndolo);
segundo, la constatación de que, en los sueños analizados, los nombres
son tratados como cosas y las representaciones de unos y otros
comparten escenario a través de un mismo lenguaje que difícilmente
supera el filtro del despertar. El velo de la lógica que predomina en
estado de vigilia impide apreciar de qué habla el inconsciente en los
sueños, ya que es el cuerpo, realidad extensa, el que rehúye la verdad
intensa del inconsciente.

El cuerpo es domesticado por la mayoría de discursos incluso antes de


nacer, es educado para la obediencia a la autoridad ajena y desenraizado
de lo impensable. El cuerpo social ha sido sometido con éxito a la
creencia en el bien común, es decir, en que se sabe qué es mejor para el
otro y que el otro sabe qué es mejor para mí. Así es cómo muchos
analizantes esperan que el psicoanalista les diga qué pueden hacer
cuando la pregunta implícita pero determinante es «¿hay algo que no
puedo decir?». La alienación del sujeto parte de esa falta de raíz en lo
impensable, de la posibilidad de moverse uno en la lógica destemplada y
desconocida de una tierra incógnita a la vez que rebosante de sorpresa
y, para el cuerpo social, insultantemente nueva.

Sin embargo, todo ese conocimiento requiere un renacimiento, un


regreso a lo reprimido entendido como moción opuesta al regreso de lo
reprimido. Éste es sintomático, patogénico, mientras el regreso a lo
reprimido implica establecer un encuentro con el devenir del sujeto
atravesado por las claves lógicas de su historia y de su estructura, ese
conjunto de posiciones y posibilidades, funciones y movimientos que se
enlazan, en Lacan, en la noción de fantasma. Hablar del inconsciente en
moción no significa solo hablar sino hablar en moción, hablar
moviéndose, dar lugar al habla del cuerpo, algo que puede suceder de
una forma concreta y explícita en la danza.

Mi hipótesis para el psicoanálisis es que la travesía del fantasma


adquiere nuevas cualidades cuando el cuerpo amplía su presencia en el
escenario, o incluso cuando el escenario analítico se amplía para dar
cabida a una expresión ampliada del sujeto. El desconocimiento de la
lengua del otro no puede, desde luego, ser una excusa para no llevarlo a
práctica, ya que justamente se trata de suspender la creencia de que
entiendo lo que dice el otro. Por eso tiene sentido profundizar en cada
caso lo que apenas he sugerido en cuanto a las relaciones entre figuras
de estilo en poesía y tropos de movimiento en la danza. Unas y otras
particularizan el modo del habla de un hablante concreto que se
despliegan en la asociación libre de movimiento o palabra, es decir,
respectivamente, la improvisación a partir de la «res extensa» del cuerpo
o de la «res intensa» del inconsciente que asoma a la superficie.
Además de las figuras, hay analogías no necesariamente estilísticas que
importa investigar. Así como la interpretación de los sueños no se puede
regular ni tampoco se puede prescribir o cerrar el sentido de un poema,
carecen de fundamento las hipótesis deterministas de que hay
explicaciones psíquicas para enfermedades físicas, sobre todo en la
medida en que esas explicaciones se vuelven peligrosamente
referenciales. Intentar fijar relaciones semánticas entre un malestar y
una causa culturalmente asociada a algo que lo simboliza –como una
enfermedad coronaria a un desamor, por ejemplo– implicaría fabricar
una verdad preexistente al otro, un supuesto saber que lo ignora en
cuanto sujeto que tiene algo que decir. Sin embargo, pese a que esas
analogías imaginarias ignoran al sujeto en cuanto tal, hay afinidades
significantes que, desde la improvisación en danza, también pueden
arrojar luz sobre las operaciones que debe realizar la función analítica e
inspirar, a la vez, el desarrollo de nuevos movimientos en la danza.

Si a esto juntamos la dificultad de escuchar el inconsciente en moción


en el otro tanto en palabra como en movimiento, entonces algo más se
tiene que activar también en el cuerpo del analista: hasta donde pueda,
la escucha analítica tiene que seguir la danza del otro.

El cuerpo que escucha es el signo del cambio de siglo: del XX del


lenguaje –que se acercó a su fin alabando al fantasma de la escritura
(Derrida, Steiner) y a la escritura del fantasma (Lacan)– al XXI del
cuerpo. Quince años desde su inicio son tiempo suficiente para
constatar que emerge bajo el signo de lo trans: cuerpos que atraviesan
géneros, géneros que contagian saberes incorporados, la ciencia que
encarna en los cuerpos sensibles.

Antes he sugerido la posibilidad de abrazar riesgos alternativos capaces


de reiniciar la solvencia de lo común desde el desequilibrio. No se trata
de ninguna revolución social, como a menudo pretenden las promesas
de cambio, sino de cada impulso generador de la consciencia de que la
intensión del inconsciente es contigua al cuerpo, por el que se extiende.
El desequilibrio de uno afecta al de otro y el equilibrio de uno sostiene
el de otro. Quienes conocen el debate sobre lo común y los
movimientos que practican su reconocimiento sabrán a qué me refiero
cuando hablo de la solvencia de lo común ya que además he introducido
la noción de solvencia frente a la de liquidez. En efecto, el crecimiento
del sujeto no solamente no depende del crecimiento económico sino
que en cierto modo le es inversamente proporcional. Quiero decir que
no hace falta vivir miserablemente sino distribuir ecuánimemente; no
hay que hacer sacrificios pero sí rescatar lo sagrado en nuestra relación
con la tierra. Lo sabían los primeros agricultores y los presocráticos, lo
rescató de Heráclito Martin Heidegger, y Rudolf Otto nos recuerda que
la raíz de lo sagrado (das Heilige, the Holy) es la idea del uno, así que en
vez de buscar la unidad simbólica en aquella alteridad idealmente
complementaria o «media naranja» es con la tierra y a través de ella que
nos podemos reconciliar e inventar nuevas relaciones, tanto sexuales
como políticas y económicas, todas ellas susceptibles de ser investidas
de nuevos significantes no verbales y verbales en la improvisación.

La economía es una ecología. Para trascender el primado del riesgo y de


la enfermedad hay que inhumar preceptos y desacostumbrar cierta
moral del trabajo. Si un día fuera prohibido trabajar, entonces alguien
querría hacerlo. Podría ser que nadie verdaderamente quisiera trabajar
sino que simplemente queramos la paga de ese trabajo o el goce que
supone la actividad remunerada. Si en la gran improvisación de un
nuevo orden dejamos de trabajar, eso se refleja ya en el lenguaje verbal
porque no digo que estoy trabajando sino que estoy haciendo lo que
estaré haciendo, que soy aquél que soy. En toda actividad hay una
excelencia que no es la del mercado, ni es un valor de referencia si ese
valor no conlleva la adhesión a lo que más deseo. No importa hacer tan
bien como el otro, quizás no se pueda; sí es decisivo hacerlo tan bien
como uno pueda, es decir, en la medida de lo que uno quiere.

¿Por qué es importante reflexionar sobre estos modelos para


profundizar en la improvisación en danza? Para que el camino iniciado
no se pierda del cuerpo cuando éste se encuentre de nuevo inmerso en
la coreografía del deber.

***

Siento que es el momento de recapitular las líneas centrales de mis


reflexiones en los últimos cinco años en el contexto de este ensayo sobre
el inconsciente en moción. Considerando que nuestras relaciones están
determinadas por la idea de valor tal como la viene significando el
capitalismo, lo haré en torno a cuatro movimientos: descapitalizar,
desinteresar, desbeneficiar y desequilibrar.

Descapitalizar las relaciones pasa por entender, por ejemplo, que las
personas importantes, capitales, cambian a lo largo de la vida. Ni son
siempre las mismas personas las que están en nuestra vida ni esas
personas siguen siendo las mismas. Las relaciones, como el valor, se
oxidan. En la danza podemos experimentar esa descapitalización no
como una decapitación simbólica, un perder la cabeza, sino a través de
la transferencia de su peso y actividad hacia el resto del cuerpo, o en las
inversiones de peso, sin perder de vista la participación de argumentos
coreofásicos, es decir, de la verbalización acerca del movimiento como
ejercicio intuitivo de instrucción de nuevos intentos.

Desinteresar la economía implica liberar los intercambios de interés.


Digo los intercambios, no la moneda, porque son aquellos los que
permiten la generación de deuda. La deuda es el fruto de una relación
de desigualdad y por eso hay que abolirla como cualquier otra forma de
esclavitud. Así entendido, el desinterés implica replantear qué son
objetos personales. Ese replanteamiento puede ser actuado en la danza
en grupo, donde emerge esa forma particular de cuerpo social y artístico
al que se llama precisamente cuerpo de baile.

Desbeneficiar significa, en este contexto de transformación, la pérdida


voluntaria de privilegio, ya sea el prestigio o la monogamia, ambos
formas de poder. Mi insistencia en reconocer el paradigma de las
comunidades domésticas tiene que ver con la contestación de las
desigualdades basadas en la consanguinidad y en los nombres del padre.
Pero no solo se trata de monarquías y otras formas de hacer hereditario
al poder, sino de la fobia a la diferencia sexual y demás síntomas de
patriarcado. En este sentido, la danza proporciona ámbitos mucho más
dialécticos respecto de los discursos de situación donde suele quedar
atrapado el cuerpo. Potencialmente suspendido de la asignación de
género, ni femenino ni masculino, accede al campo abstracto de lo
abierto. Lo imprevisto, la apertura a lo sorprendente, el dejarse
conducir son tantas otras posibilidades que abre el desbeneficio.

Desequilibrar es una moción pareja a la incorporación de las violencias,


del conflicto como resultado final o transitorio de las posiciones
propiamente políticas. En la danza, tal como vinieron señalando
Stanislawski en las acciones físicas, luego Grotowski en las mociones, y
desde entonces vienen rescatando Thomas Richards, Pere Sais, Sergio
Sierra y otros, el desequilibrio es fuente de la diversificación de los
puntos de apoyo, del reconocimiento y dinamización de la estructura.

Las reflexiones que hagamos sobre la relación entre la danza y la vida, o


sobre cómo los estilos de una y otra se implican mutuamente, solo se
enraízan y trascienden la objetividad inconsecuente cuando se
incorporan literalmente, es decir, cuando cogen cuerpo en la
subjetividad del hablante, en el estilo singular que determina la cualidad
de sus acciones. Por eso es central el concepto de moción tal como lo
introdujeron Grotowski –en el marco de la formación del performer que
es, ni menos ni más, aquél que hace– y Freud, cuando rescata el término
Regung para hablar del móvil o motivo interno que causa un
movimiento, o sea un cierto cambio en la forma de ocupar el espacio, y
en muchos casos una determinada relación a objeto.

La relación a objeto, que es la forma como quiero nombrar la


posibilidad de descubrimiento del «objeto a» (causa del deseo), es un
hecho de moción, tanto si hay desplazamiento como si no, pudiendo
tratarse solamente de un cambio postural, gesto, o del habla, e incluso
de una postura aparentemente estática pero intrínsecamente dinámica
como es el caso de la «primal position» en la práctica grotowskiana de
Mociones. ¿Por qué podría descubrirse o presentarse un objeto a en la
«primal position»? En primer lugar, el reto que supone su práctica
continuada revela la adhesión a un deseo del que uno decide no
retirarse. Uno se queda en su deseo, y ese quedarse es lo que permite la
continuidad del movimiento y, llegada la oportunidad, la determinación
de actuar. Eso es justamente lo libidinal en la medida en que libido es
«la manifestación dinámica de la vida psíquica en la pulsión sexual» –
esto en los términos de Freud en 1922 (Psicoanálisis y teoría de la libido)
que, del mismo modo que no solemos poner fecha a los textos de Marx o
Voltaire, no debería hacer falta situar defensivamente en un pasado del
que algo siempre nos quedará por aprender.

Tengamos en cuenta, en nuestro horizonte último, la implicación entre


sí de las varias dimensiones y cuerpos. Si esa consciencia rige la danza,
la realidad vital no tarda en cambiar. De los cuatro movimientos a los
que me he referido antes –descapitalizar, desinteresar, desbeneficiar y
desequilibrar– voy a centrarme en el primero y en el último, los más
directamente asociados a la moción como Motion y Regung.

Todo movimiento viene de algún lugar, parte de alguna posición. Así


pues, toda moción tiene causa: uno no baila porque sí. La danza es la
respuesta enigmática a una pregunta olvidada. Entiendo la danza como
un cierto movimiento del cuerpo, o mejor dicho un movimiento cierto,
preciso, ya sea improvisado o no. La improvisación es el modo en el que
la respuesta se da a conocer en su forma más imprevisible, pero ella es
solo la señal de algo que está presente en toda danza, por muy
encorsetada que sea. Tampoco la represión, signo-corsé de nuestra
civilización, deja de fallar, y es a menudo en sus fracasos que se
descubre lo sublime inaudito.

Una de las formas principales como el inconsciente se mociona es la


libre asociación. Como los cuerpos son realizaciones extensas de la
consciencia, parece evidente que la improvisación en danza responde al
anhelo de expandir las posibilidades de la libre asociación.

Una de las pocas críticas que se hacen al psicoanálisis y que me parecen


defensables es la de que hace falta una cierta cualidad intelectual para
hacerse responsable del propio discurso a un nivel tal que el sujeto se
pueda operar. Se me ha criticado el hermetismo de muchos de mis
textos teóricos que, sin embargo, nada tienen de hermético. Otra cosa es
que mi público suelan ser sujetos que se analizan desde hace tiempo e
incluso ejercen la función de analistas. Sin esa experiencia y el no-saber
que ello implica acepto que mis textos sean incomprensibles, y ese
puede ser un problema para muchos lectores. Ahora bien, los beneficios
del psicoanálisis, distintos de los que proporciona una psicoterapia, me
parecen tan sustanciales que creo que merece la pena investigar formas
de proporcionarlos a sujetos que no buscan o incluso rehúyen la labor
pensante del proceso analítico, o a quienes algo les impide gozarlo.

Dejaré para otro momento, si no las he tratado ya, las críticas mal
fundadas de que el psicoanálisis es largo o costoso, puesto que tanto su
duración como la apuesta simbólica son elementos clave de su puesta en
juego. Si hablamos de la necesaria destitución subjetiva, encontramos
un interesante símil en la técnica terapéutica psicocorporal de Cuerpos
Desa(r)mados de Dominik Borucki, cuyo nombre y praxis apuntan a ese
desarme de lo defensivo que no es sino aquella destitución.

El anhelo de abrir la libre asociación a las posibilidades del cuerpo


físico responde a un deseo de expansión de conocimiento que se viene
confundiendo muchas veces con dimensiones imaginarias de un saber
condenado a la alienación si no se dan las condiciones necesarias a la
segunda operación de constitución del sujeto, concretamente la
separación. Es en este punto, generalmente no explicitado, que se
genera el conflicto entre el discurso terapéutico y el discurso analítico,
como si los efectos terapéuticos no se produjeran como parte del
proceso analítico o como si la racionalización consciente y el intelecto
crítico estuvieran reñidos con las prácticas terapéuticas.

Percibo que actualmente esta división está mucho más presente de lo


que a muchos les gusta asumir porque, grosso modo, quienes se dedican
a la terapia tienden a simplificar o incluso no quieren saber nada de,
pongamos por caso, Lacan, quién hizo una de las actualizaciones más
completas del estudio de los procesos del inconsciente hasta la fecha.
Por su parte, quienes nos dedicamos al psicoanálisis tendimos a reducir
la vivencia del cuerpo propio y del otro a la ventanilla del discurso
verbal y a mirar con superioridad hacia prácticas que en algunos casos
materializan intuiciones acerca de algo que el psicoanálisis, si no se
sigue actualizando, no podrá comprender y, en el peor de los casos (que
ocurre), irá rechazar.

Estas consideraciones dan cuenta de una división que impide una


separación. La división es entre la razón subjetiva y el cuerpo gozoso o,
si se quiere, entre mente y cuerpo tal como lo desgarran, cada uno por
su parte, psicoanálisis y terapia. La separación es la que le permite al
sujeto dejar de demandar al otro aquello que no hace singular. Dicho de
otra manera, es la capacidad actuada por el sujeto desmadrado y
separado de simbolizar su diferencia radical y ser consecuente con ella.

Si no es así, la improvisación se queda corta en cuanto proceso de


ampliación del sujeto del inconsciente. Eso no quiere decir que esté
«mal» pero sí que se queda confinada a los límites de lo intratable, y es
justamente ese umbral lo que interesa cruzar. Por eso sigo haciendo la
pregunta por la posición «¿dónde me encuentro?» y cada respuesta
posible en el cuerpo es ya una moción.

¿Qué tratamiento da la teoría psicoanalítica a la moción? Freud habla de


«moción pulsional» (Triebregung) reconociendo, por la afinidad de los
términos, el carácter activo de la moción. La pulsión (Trieb) es actividad
del inconsciente, movimiento de la libido hacia un objeto, y moción
(Regung) parece aportar el matiz expresivo de movimiento interno
(Wunschregung, Affektregung –como señalan Laplanche y Pontalis). Si
unos términos como presión (Drang), inercia (Trägheit) o pulsión (Trieb)
y nociones derivadas pudieron parecer desactualizadas por remitir a la
física y a la mecánica, eso tuvo que ver más con la falta de
reconocimiento del cuerpo fáctico por la teoría analítica que con la
pérdida de relevancia de esos términos. Hay un cuerpo físico que
sostiene casi toda la actividad consciente e inconsciente.

Sin embargo, esa defunción corporal no se produjo solo en el


psicoanálisis y sería un espejismo creer que el psicoanálisis fue siquiera
su promotor. Es muy improbable que Freud o el mismo Charcot, con
quién estudió en el psiquiátrico de la Salpêtrière en París, se fijara en el
discurso de «las histéricas» y no en sus movimientos, sus convulsiones.
Pero los albores del siglo XX atestiguaron además un despertar de la
lingüística que, de Trubetskoy a Hjelmslev pasando por Saussure y
Martinet, se desarrolló bajo el impulso de los estudios de poética. Freud
era conocedor de estos avances que más tarde recogería y ampliaría
Lacan, accediendo a ambas fuentes –el psicoanálisis y la lingüística, que
atravesaba la antropología estructural de Lévi-Strauss–, entre otras.

Así como la poesía estimuló la investigación lingüística abriendo paso a


la constatación de que el inconsciente está estructurado como un
lenguaje, las artes plásticas propulsaron giros en la comprensión de la
realidad psíquica y social gracias a movimientos tan determinantes como
el surrealismo, el expresionismo abstracto y el hiperrealismo, mientras
el informalismo y el «art brut» abrieron camino a la salida de los marcos
estrictos del cuadro, en el caso de la pintura, y del museo. Esa salida no
es sin relación con el auge, en la danza contemporánea, de la escuela de
Martha Graham en la compañía Batsheva y su posterior desarrollo bajo
la dirección artística de Ohad Naharin, quién vendría a elaborar un
lenguaje al que llamó kaka y, más tarde, Gaga. Se trata de un tipo de
entrenamiento significativamente novedoso aunque muy informado por
el sistema Laban y el método Feldenkreis, según observa Diane Gittings
en su tesis «Building bodies with a soft spine».

Este título (en castellano: «Construyendo cuerpos con una columna


suave») no deja de llamar mi atención tanto por una posible referencia
implícita al kundalini yoga como por el guiño que de forma más
explícita hace al término bodybuilding. Frente a esta actividad, Gittings
presenta el Gaga como una posibilidad de construir cuerpos desde un
lugar que no es el de la rigidez. Esto parece significar, además, una
diferencia central respecto de la formación en ballet clásico,
frecuentemente asociada a un goce doloroso. Efectivamente, varios
testimonios tanto por parte de bailarines profesionales o avanzados
como de participantes en la modalidad más inclusiva (también conocida
como Gaga.people) que yo mismo practico en el Institut del Teatre de
Barcelona, coinciden en la idea de hacer desde el placer.

Lo que podría remitir al principio de placer, articulación básica de la


teoría freudiana acerca de las motivaciones o fuerzas causantes de la
actividad humana, que buscaría cierta estabilidad y regulación a través
de dicho principio, hace sin embargo una propuesta que me resulta
mucho más amplia. Esa propuesta no parte del registro defensivo ni de
una organización psíquica necesariamente neurótica, que es aquella de
que Freud más se ocupó, sino de la investigación de posibilidades ya
inscritas en cada cuerpo pero susceptibles de desarrollo en marcos que
esperan ser explorados y explotados.

Como planteamiento fundamental, el método Gaga hallado por Ohad


Naharin parece favorecer significativamente algo muy semejante a lo
que Freud llamó inicialmente abreacción, pero esta vez desde el
lenguaje corporal, elaborado colectiva y directamente en un cuerpo
social, sin explorar formaciones del inconsciente de forma explícita,
mediante la improvisación sobre un imaginario compartido, y siguiendo
las sugerencias de un solo cuerpo hablante (el método prescinde del
habla de los participantes durante la sesión, al igual que excluye los
espejos del espacio de entrenamiento).

Pensamiento sin cuerpo es rigidez. Cuerpo sin pensamiento es


estupidez. Así que tanto si hablamos del espíritu crítico como de las
articulaciones, es fundamental despertar para situarse, cuidar para
confiar y así actuar. Esto nos sitúa ante una nueva analogía con las bases
de la posición de analista y analizante, la transferencia y la
contratransferencia, y el acto analítico, por lo que seguiré demostrando
algunos puntos de contacto entre el método Gaga y el psicoanalítico, y
cómo ellos pueden llegar a sugerir que la improvisación, como forma
extensa de asociación libre, es clave tanto en lo que concierne a
procesos de autoconocimiento como artísticos y terapéuticos, al menos,
naturalmente, en la situación desde la que puedo escribir.

La fluidez en la columna y las extremidades que se reconoce, como una


marca de agua, en los practicantes del método Gaga y muy
particularmente en los profesionales –según detalla Diane J. Gittings, a
cuya tesis me remito– no es una consecuencia de estos entrenamientos
sin más. En lo que concierne a la práctica de Gaga en el entorno
profesional, es necesario disponer de una formación previa,
habitualmente en ballet clásico, con lo que Gaga no reemplaza el
aprendizaje de un cierto código sino que se sobreimprime entre el
cuerpo y el lenguaje codificado como una práctica que contraría el
apelmazamiento de la técnica, la identificación excesiva del estilo con el
código transmitido.

Este modo particular de sobreimpresión presenta un homeomorfismo


notable con la praxis psicoanalítica, muy concretamente en la clínica de
la neurosis, donde se trata en parte de hacer el corte sobre significantes
que se quedaron fijados e inmovilizados, generando zonas de rigidez,
causando síntomas a raíz de cierres en falso. Gaga viene a decir que el
Nombre del Padre está ahí para ser puesto en juego y ludibrio, no para
negarlo o hacer como si no existiera. Se entiende en este marco que
Ohad Naharin haya observado que los bailarines de Cedar Lake (a
diferencia de los de Batsheva, se entiende) se lo toman –al Gaga–
demasiado en serio. Los psicoanalistas conocemos el riesgo de tomarse
demasiado en serio aquello que tiene mucho que ver con dejar hablar la
tontería, el juego y el desarme: la «bêtise», decía Jacques Lacan.

Sin espontaneidad no hay análisis porque quedan comprometidas la


transferencia y la libre asociación, del mismo modo que la rigidez del
ballet clásico –pese a su importancia en la deformación controlada del
cuerpo físico– encuentra en un método como Gaga su contrapunto de
flexibilización, reapertura y armonización:

«Con Gaga descubrimos nuestros patrones de movimiento y entramos


en sintonía con nuestras vulnerabilidades y lugares de atrofia en
nuestros cuerpos. Nos volvemos más eficientes en nuestro movimiento y
eso nos permite ir más allá de los movimientos familiares. Conectamos
nuestra alegría de bailar con nuestro poder explosivo. Los bailarines se
vuelven realmente grandes intérpretes y también inventores de
movimiento.» (Ohad Naharin in Perron, «A Conversation with Ohad»,
Dance Magazine, diciembre 2006).

Hablando de tontería, ¿de dónde viene el nombre Gaga? En Out of


Focus, de Tomer Heymann, Ohad cuenta que estaba harto de decir «mi
lenguaje de movimiento» y creyendo que se merecía «un nombre
propio» y que tampoco quería que fuera «el método de Ohad Naharin»,
empezó a llamarle kaka, que en hebreo (idioma materno de Ohad)
quiere decir lo mismo que caca en castellano –mierda– pero luego lo
cambió a gaga porque, según él, es un sonido (una cadena de sonido)
susceptible de aparecer justo después de mamá o papá. Gittings añade
aquí una lectura según la cual los movimientos Gaga «aparecen antes de
que se les ponga cualquier sentido consciente. Esto es equivalente a la
manera no consciente de sí cómo un niño se mueve antes de que su
comportamiento sea socialmente y culturalmente condicionado.

Uno ya nace inmerso en lenguaje e incluso ese ga-ga del «enfant» (el que
no habla aún) es un significante no posicionado subjetivamente pero sí
positivizado. Referirse al «bebé remaneciente en los cuerpos [de los
bailarines que Ohad Naharin elige para su compañía] – ser sin
autoconsciencia, disponible y sin domesticar» (Friedes-Galili 2012)
responde a una idealización de un estado supuestamente puro, previo al
lenguaje, casi como si el lenguaje fuera un elemento de perversión del
sujeto cuando el mismo método Gaga para bailarines implica el dominio
previo de una codificación. Esta observación no tiene valor de objeción;
de hecho, ¿ no será tan habitual que un coreógrafo desconozca a Lacan
como que un psicoanalista desconozca Laban?

Gittings refiere, siguiendo a Friedes-Galili, que Naharin elige bailarines


que ya tienen un dominio de la técnica clásica o contemporánea además
de Laban, «un complejo estudio analítico de cinética que emplea
imágenes para crear consciencia somática e incorporación de emociones
que pueden ser directamente aplicados a la performance.» La autora
añade que el entrenamiento previo del bailarín profesional suele incluir
«clases de ejercicios estáticos diseñados para mantener el cuerpo fuerte
y libre de lesiones, los cuales pueden ser yoga, técnica Alexander,
Pilates, o Feldenkrais, que alinea el cuerpo a través de imágenes» según
detalla con base en sus fuentes del Royal Ballet School (2012) y London
Contemporary Dance School (2013).

Sin embargo, aquél estado imaginario del bebé libre de lenguaje


simplemente no puede existir porque el lenguaje preexiste al sujeto así
como la danza preexiste al movimiento. El inconsciente en moción es la
puesta en verdad de lo que aparece en la estructura del sujeto como
diferencia sexual.

Gittings se refiere a la «agradable música de fondo» («complimentary


background») que suena en los entrenamientos Gaga pero no cabe duda
que ese fondo musical es en realidad un elemento que contribuye a
unos paisajes psíquicos determinados. La música subraya o influencia
más bien el tono y la cualidad de las propuestas que se van generando a
partir de las pautas. Además del instructor, y a menos que sea parte de
una instrucción muy específica, nadie habla durante los entrenamientos.
La instrucción de no hablar, que Gittings parece confundir con una
prohibición, se entiende junto a la de prescindir de los espejos o, al
menos, mantenerlos cubiertos. Se trata de suspender el juicio de la
imagen reflejada y la embestida del discurso verbal para apoyar una
moción del cuerpo lo menos condicionada posible por esa simbolización
doble – de imago y palabra.

A veces puede haber una invitación a investigar a través del ruido, es


decir, de la producción de sonidos que no tienen una intención
significadora consciente. Por un lado, Gittings lo relaciona con la
creencia de Jean Newlove (practicante de Laban) de que «las emociones
extremas suelen dar lugar a sonido y si no lo hacen entonces otra
emoción más fuerte está en juego para suprimir al sonido»; por otro
lado, hay una cierta idealización del bebé, es decir, del cuerpo previo al
aprendizaje de la lengua y anterior a la constitución subjetiva. Esa
idealización sugiere una sospecha relativamente al proceso educativo,
vale a decir, al movimiento de civilización que, sin duda, es la represión;
pero también demuestra la caída en imaginario de un proceso que no
puede rehuir lo simbólico y topa necesariamente con lo real. Hablar de
«conexión con el self de niño interior» equivale a reproducir los
prejuicios de los sincretismos exotéricos (del llamado «new age» y
posteriores) respecto de la racionalidad ampliada de las ciencias del
sujeto (entre las cuales, de forma inaugural, el psicoanálisis).

Esto parece indicar que el entreno Gaga podrá verse favorablemente


complementado por la práctica analítica, ya que carece de un dispositivo
simbólico suficientemente complejo y consistente como para permitir
una intelección del movimiento subjetivo a la vez que una realización
dinámica de la singularidad, o sea la puesta del inconsciente en moción.
Sin ese dispositivo, el Gaga entendido como «marco de trabajo creativo
provee un aumento de consciencia física, flexibilidad y energía
(«stamina»), repostando la alegría del movimiento en los bailarines en un
medio socialmente positivo» (Lekinski 2010 en Gittings), pero sigue sin
resolver la cuestión de la expresión social del lazo analítico, fundamental
para sostener al cuerpo social. Vuelvo, pues, a la supresión u ocultación
de los espejos en estos entrenamientos. El reconocimiento del espacio
del cuerpo y de sus posibilidades dinámicas se da a través de la
exploración de los límites de ese espacio y de sus posibilidades. Esa
exploración no se hace a través de una imagen especular sino de una
reintroducción de la experiencia de contigüidad con el espacio limítrofe
–contiguo–, ya se trate de otro cuerpo u otra superficie. Además de las
propuestas que invitan explícitamente a orientar lo que es delante,
detrás, encima o debajo a partir de un centro «que puede explotar en
cualquier momento» y que no necesariamente es Lena, los espejos están
claramente desaconsejados:

«La danza tiene que ver con sensaciones, no con una imagen de uno
mismo.» Ohad Naharin (Perron 2006).

«Gaga veta los espejos, lo que libra al danzante de hacer comparaciones


externas. Ellos pueden experimentar con la amplitud de movimiento del
cuerpo a través de instrucciones verbales más que demostraciones
visuales, encontrando una expresividad interior y una profundidad
emocional que trasfieren hacia su performance.» (Gittings 9)

Naharin, quién a raíz de un proceso de recuperación empezó a


desarrollar lo que hoy se conoce como Gaga sin recurrir a espejos, habla
incluso de una tiranía del reflejo:

«Abolid los espejos; romped vuestros espejos en todos los estudios.


Ellos arruinan el alma e impiden que entremos en contacto con los
elementos, los movimientos multidimensionales y el pensamiento
abstracto, y saber dónde estamos en cualquier momento sin tener que
mirarnos a nosotros mismos (without looking at yourself: sin mirar a
nuestro self).»

Aunque Gaga, como vemos, no se enfrenta a la formación clásica como


un sustituto sino que se le presenta como un complemento –extensible,
como práctica exploratoria para cualquiera que lo desee– es innegable
que introduce una dimensión simultáneamente no judicativa y crítica:
«es imposible estar ‘equivocado’ mientras la mente esté totalmente
metida en un proceso de observación interior (looking inward)». Eso
hace de esta práctica un complemento relevante no solo para bailarines
formados en ballet clásico sino también para aquellos analizantes que
buscan despertar nuevas asociaciones y sentidos en toda su extensión de
significantes incorporados.

¿Qué ofrece concretamente Gaga que proporciona de un modo especial


ese despertar de nuevas asociaciones y sentidos? Por supuesto insiste en
no asignar un valor de bien o de corrección que no sea en función de la
estructura de cada cuerpo y subjetividad. Ese no enjuiciamiento es la
predisposición que se espera de una formación contemporánea en
movimiento, aunque a menudo me he encontrado tics disciplinarios en
el entorno de la danza contemporánea e incluso y sobre todo en la
práctica de los estilos supuestamente más relajados o de moda. Muchas
veces, estos obedecen a patrones de marca o escuela y derechos de autor
tendencialmente rancios, excluyentes y contrarios a la mayor libertad de
expresión y consciencia de cuerpo.

Por supuesto, contra más popularidad, Gaga podrá llegar a padecer una
creciente institucionalización, lo cual equivaldría a un anquilosamiento
que Ohad Naharin viene rechazando de forma contundente al evitar,
mediante la parsimonia de materiales publicados, que ese método se
convierta en un saber referencial. Nos encontramos de caras con el
problema de las ciencias del sujeto y concretamente con el quid de la
transmisión del psicoanálisis. Dicho esto, sabemos que para transmitir
un saber y el goce que eso conlleva es necesario algún apoyo en el
lenguaje (porque no hay otro).

«Los conceptos lingüísticos abstractos facilitan una plataforma


universalmente entendible desde la que desarrollar ideas creativas
(imaginative) en movimiento», sostiene Gittings, quién recoge de Morris
algunas instrucciones y evocaciones habituales en estos entrenamientos:

«flotar; vibrar (shake); dibujar círculos con distintas partes del cuerpo;
imaginar que el suelo se está volviendo más y más caliente;
transformarse en un hilo de espagueti en una olla con agua hirviendo;
conectar con el placer; sentir como si amasaras con tus manos; imaginar
pequeñas explosiones que se van sucediendo en el interior de tu cuerpo;
percibir y explorar en espacio detrás del cuello (u otra parte); temblar
como si hubiera un terremoto bajo tus pies; moverte como si la carne se
hubiera derretido y solo quedaran huesos; imaginar un punto en tu
barbilla u otra parte – ¿dónde puedes llevar ese punto?» (Morris 2010)

Las variantes son múltiples. En los entrenamientos Gaga.people a los


que acudo, Ariadna Montfort invita de forma recurrente a flotar, a sentir
las explosiones internas desde Lena y otros puntos, y a «conectar con el
placer»; pero también ha propuesto algunas veces «llenar los espacios
negativos», introdujo la sugerente imagen de la carne de pollo muy
hervida que se desengancha de los huesos, nos dijo que voláramos al
final de la que fue mi primera sesión de Gaga (es cierto: fue de lo más
parecido a la sensación de volar que he tenido en sueños).

Lo más importante, sin embargo, no es coleccionar imágenes y


prescribirlas aunque en este caso, y a diferencia de la praxis analítica, se
trabaje en grupo y no esté priorizada la socialización entre instructora y
practicantes y entre éstos. En ambos casos, se trata de un saber no
referencial apoyado en un lenguaje abstracto que, a su vez, activa y da
soporte a un imaginario compartido. Esto implica que hay un trabajo
previo de enlazamiento entre conceptualización del movimiento y
dinamización de la intuición creativa, es decir, una elaboración conjunta
de intelecto y corporeidad. Además de esta osmosis, la transmisión de
ese saber no referencial también implica una escucha del grupo al
servicio de la mayor eficacia en el uso de las imágenes. Hablar de
imaginario compartido no es lo mismo que hablar de inconsciente
colectivo porque no se trata de un discurso ontológico acerca de un
saber primero o un arquitexto sino de una contingencia que es fruto del
encuentro y acentuada, además, a día de hoy por la globalización.

Pero si al nivel muy concreto de las clases o entrenamientos podemos


hablar de la activación de un imaginario compartido –y esta activación
es necesariamente un proceso simbólico, atravesado por la forma de
verbalizarlo, vale a decir, por el lenguaje–, a un nivel más teórico,
«Naharin rechaza publicar el método Gaga y declara que se volvería un
manual prescriptivo, algo que es contrario a su filosofía» (Heymann
2007, Gittings). Esto no impide que el lenguaje o, si se quiere, la lengua
del método Gaga –empezando por el balbuceo mismo del significante
que le da nombre: ga-ga– sea efectivamente un lenguaje abstracto. Lo es
en al menos dos sentidos: se abstraen localidades (Lena, Lunae) o
posibilidades del cuerpo físico (Biba, Oba) o cualidades de movimiento
(Latzoof, Groove) hacia nociones semánticas susceptibles de transmitir
propuestas válidas para un conjunto muy diversificado de cuerpos; y se
abstrae un lenguaje a modo de singularidad de pensamiento, de tal
modo que la experiencia personal de Ohad se vuelve transmisible y
beneficiosa para un gran número, y de forma no menos significativa.

A este paradigma ampliado de transmisión de un saber encarnado le


llamaré el paso de lo somático a lo semántico (nociones como Latzoof y
Oba) y a lo simétrico (el beneficio de otros a través de la
conceptualización de la experiencia singular sin caer en la historia
ejemplarizante, la moraleja, el mito del líder).

***

Sigue, a título complementario de las reflexiones anteriores sobre Gaga,


mi traducción de algunos pasajes de la tesis de Gittings donde se
profundiza en el sentido de algunos términos habituales en los
entrenamientos Gaga.

«Flotar (en hebreo: Latzoof; en inglés: floating) es un subrayado de otras


instrucciones que añade textura a la dinámica de los movimientos. Un
ejemplo dado por Evan Namerow, crítico de danza y bloguero asiduo de
Dancing Perfectly Free, que tuvo una clase en Nueva York en 2008, fue
su experiencia de que la parte superior del cuerpo flotara mientras
caminaba con velocidad e intención (Namerow 2008).
«Naharin utiliza frecuentemente el verbo ‘to Groove’, que los alumnos
describen como una forma muy placentera y comunicativa de transmitir
el flujo de energía a través del cuerpo y canalizarlo hacia otros. El
Grooving es una larga sesión de improvisación estimulada por
sugestiones verbales del profesor. Los estudiantes usan combinaciones
de movimientos Gaga, dándose rienda suelta hasta que se muevan sin
pensamiento consciente, sensibilizando el cuerpo a través de una
consciencia de “carne blanda [y] manos sensibles” (Gaga people.dancers
2013), y por la sintonización de los estudiantes con su ritmo interior. El
Grooving también puede incluir el dar y recibir energía de una pareja a
una determinada distancia en el espacio de entreno.

«Los bailarines muestran Lena; ‘un lugar entre nuestro ombligo y


nuestra ingle... una fuente de energía, ... subiendo por nuestro cuerpo
en dirección a algo que viene del centro en forma de balón... y
conducimos esa dirección para crear moción”. A medida que van
probando, moviéndose sin embargo con gran fluidez, observo elementos
del entrenamiento original de Martha Graham [seguido por] Naharin
(Horosko 2002). Su referencia al lugar de Lena en el abdomen es
reminiscente de la “casa de la verdad pélvica” de Graham (Bannerman
2010), la raíz de todo el movimiento Graham. La preocupación de
Graham de que los hombres no poseyeran la anatomía necesaria para
sentirse volando internamente (to feel themselves pulling up internally)
es, sugiero, negada por el uso de imágenes libres de género por parte de
Naharin.

«Naharin describe entonces Biba como un estiramiento para llevar “tus


rodillas, hombros, costillas, cabeza... lejos de tus isquiones”

«Biba es la versión Gaga del concepto [Laban] de “conectividad centro-


distal y cabeza/parte de atrás” (Penfield y Steel 2005), alentando los
bailarines a pensar acerca de su relación con el espacio en términos de
su actitud interior hacia una forma externa.

«Las Lunae son “las lunas [en] la base de nuestros dedos, ... esos
pequeños talones, cinco en cada mano y cinco en cada pie ... dentro de
nuestras manos y dentro de nuestros pies. (…) [Naharin] enfatiza la
importancia de los puños y las manos como conductos para
movimientos delicados que son esenciales en el desarrollo de nuestro
bienestar mental y salud física.
«Los bailarines muestran Oba, el concepto de movimiento viajando a
través del cuerpo. Él les pide, “¿podéis hacer vuestro cuerpo un poco
denso y luego dejar alguna cosa blanda viajar por vuestro cuerpo
denso?” Naharin comenta que el ejercicio trabaja grupos de músculos
que los bailarines normalmente no utilizan, pero su eficacia “no tiene
que ver con fuerza muscular, tiene que ver con longevidad y equilibrio y
salud” Este comentario revela una inclinación filosófica en su trabajo,
reminiscente de la visión holística de Feldenkrais de que el bienestar
mental es fruto de un cuerpo que se controla (Feldenkrais Guild UK
2010).

«El mismo Naharin demuestra Ashi moviendo su pelvis y rodillas


manteniendo su peso en la parte externa de sus pies. (…) Sus huesos
parecen hechos de goma a medida que demuestra Tashi, que moviliza
todo su cuerpo. Mientras sus pies se mantienen imantados (glued) al
suelo, todo su cuerpo se mueve pivoteando su peso alrededor de sus
tobillos y talones. Si bien es difícil ver la diferencia entre Ashi y Tashi,
él asegura al público que cada elemento involucra un grupo de
músculos distinto para crear fuerza y libertad en las articulaciones.

«Temblar (Quaking) tiene un sentido específico en Gaga que no hay que


confundir con agitar (shaking) que “carece de una consciencia de las
extremidades ... algo que haces con tu cuerpo, mientras que temblar es
algo que te sucede a ti” (Scopatz 2011).

***

¿Qué lugar ocupa el movimiento en un mundo donde la salud se vuelve


un producto exclusivo? Tanto desde la danza como desde el
psicoanálisis, que es la clínica del significante, podemos ver en la
enfermedad el resultado de una in-firmeza, un desequilibrio. El
castellano «caer enfermo» o el francés «tomber malade» señalan eso
mismo. Hay algo entre el sostenerse y el estar bien, y entre el caer y
ponerse enfermo, y no solo en los términos de la caída adámica y del
discurso religioso de la culpa sino de la danza de la vida en su recorrido
inexorable.

El equilibrio, nombre que viene de libra (balanza), es la concesión


recíproca de fuerzas distintas que se nivelan de algún modo. Tal como
Freud ya había observado respecto de lo que identificó como «pulsiones
de muerte» y de forma más amplia con todo lo que no responde al
principio de placer, una cosa, sin embargo, es el equilibrio de los
órganos y sistemas internos, incluido el sistema de pensamiento; otra es
el equilibrio externo del cuerpo como masa –el equilibrio como
estabilidad o estatismo. Llamaré liberación (inspirado por el inglés
«release») a la salida de ese estado de equilibrio externo. A cada
respiración, el cuerpo se libera del equilibrio estático. El aparente
desequilibrio externo que supone respirar es imprescindible para el
equilibrio interno, este sí determinante para la salud y longevidad del
cuerpo. Más que poder tolerarlo, el cuerpo necesita el aparente
desequilibrio contante del dinamismo de las funciones vitales, de las
que la danza es una extensión consciente y diferenciada en el espacio.

Liberación y longevidad aparecen así relacionadas como argumentos


somáticos de no-enfermedad, es decir, como valores del cuerpo sano,
entero. No solo el pensamiento queda más condicionado y sus objetos
son menos variados cuando uno siente tristeza o sufre cualquier ánimo
disfórico; también el cuerpo se vuelve menos ágil, menos flexible, e
incluso más inmunodeprimido y proclive a lesiones si las tensiones no
se liberan y se mantienen hábitos y actividades contrarias al
mantenimiento de cierta homeostasis. Tanto la liberación como la
longevidad implican formas blandas de consciencia de la propia
mortalidad pero hay otras propuestas más exigentes que colindan con el
riesgo voluntario y el paso de la metonimia a la sinécdoque. El riesgo
voluntario o temeridad es la somatización del contrario de eufemismo:
un cuerpo que se reafirma susceptible de morir y se arriesga
innecesariamente. La metonimia se refiere aquí a que la danza toma
cualidades o referentes de la vida por contigüidad con ésta, y la
sinécdoque a que dichas cualidades se vuelven continuas, por ejemplo
en el experimento coreopornográfico Quintet de David Bloom.

Sin embargo, un riesgo innecesario no es necesariamente opuesto al


interés o fuerza vital, «élan vital» (Henri Bergson). El hecho de su no
necesidad puede ser sencillamente el correlato que hace que sea un
hecho de deseo. Como sabemos, el deseo colinda a menudo con
pulsiones de muerte. En el caso del paso de la metonimia a la
sinécdoque, tampoco se da necesariamente una entrada en lo sublime
del arte de lo que tiene que ver con la supervivencia de la especie, como
puede ser la comida, la excreción o los afectos, por no decir
directamente el sexo, sino que también –y quizás sobre todo– es la danza
la que invade los espacios y actividades de supervivencia, cotidianizados,
no para embellecerlos ni siquiera para darles otro sentido sino
simplemente para movilizarlos y ajustar lo útil a la tarea civilizadora de
actualizarse. Esa es una prioridad si no queremos estar muertos
mientras aparentamos vivir.
Tras este paso por el Gaga y las posibilidades que añade al lenguaje de
la danza y quizás sobre todo a la investigación e improvisación en danza,
rescato estas dos últimas nociones que he propuesto –liberación y
longevidad– para reintroducir, si es que la he dejado en algún momento,
la relación entre improvisación y psicoanálisis. Como hemos ido
observando, ellas se hallan fuertemente implicadas desde la pregunta
por el lugar de una misma: «¿dónde me encuentro?». A partir de ese
encuentro de la posición del sujeto, cualquier respuesta tiene la forma
de una moción, y toda moción es una nueva posibilidad que encierra un
sentido o abre otro nuevo.

Moverse es fundamentalmente hacer sentido. De ahí a los procesos de


búsqueda y transformación del sujeto hay un paso. Para el sujeto que
sufre, la enfermedad aparece como un condición restrictiva,
conservadora, inmovilizadora, aunque fenoménicamente se le aparezca
como un proceso que rápidamente lo llevará a un estado peor, como
con cualquier proceso que se anuncia galopante, expansivo,
cancerígeno. Aquí no nos podemos permitir ningún tipo de fantasía
como los que se predican desde discursos de lo «alternativo» que
contribuyen a desacreditar los saberes clínicos y a exponer a peligros
innecesarios aquellos que llegan a creerse sus quimeras.

La salud preventiva tiene sus propios límites y sin duda el psicoanálisis


y la danza son, desde mi experiencia, parte de una vida sana y feliz,
siendo que sano quiere decir que me reconozco en una falta de ser
irremediable –pero que puede ser gozada; y feliz significa que construyo
un camino singular al que insisto en dar continuidad porque es el mejor
que conozco. No vale entonces venderle nuestro camino a nadie, ya sea
la psicología, el feminismo, el vegetarianismo, el capitalismo o cualquier
otra creencia que conlleva la tentación de la racionalidad, la de que
estoy en lo cierto y el otro debe pensar como yo. Casi todo discurso
exitoso es una moral porque el éxito viene con la adhesión del otro a lo
que predico desde mi realidad; pero toda moral es usurpación.

Esto tiene una relación directa y fulminante con la danza


contemporánea en la medida en que, frente al postulado clásico de
llevar el cuerpo a unas posibilidades expresivas extremas dentro de un
marco referencial (el código de Terpsícore), la danza contemporánea
proporciona un marco de exploración de los límites de cada cuerpo para
llevar esa extensión de la consciencia a un ámbito de expansión
subjetiva, cosa que no podía ser más ajena al precepto moral y más
cercana al ideal realizable de salud del que vengo hablando.
Si la enfermedad es la memoria rígida de una emoción intensa, como
Freud parece haber intuido perfectamente al describir la abreacción,
entonces la movilización de la memoria a partir de un movimiento tan
poco condicionado como sea deseable –por un cuerpo formado en el
deseo de crecer como consciencia extensa– solo puede apuntar en la
dirección de la liberación de lo rígido y lo estático, y favorecer, tanto
cuanto permitan otras contingencias, una vida larga y autónoma.

Es posible recoger de lo analizado que la relación entre psicoanálisis y


danza –y muy en concreto entre los elementos de libre asociación e
improvisación, respectivamente– es una relación de continuidad. El
psicoanálisis, cuando el sujeto es movilizado, se extiende como danza
espontánea, y la improvisación adquiere tono intelectual mediante el
ejercicio asistido de autoconocimiento que es el análisis.

He dicho que la danza es la respuesta enigmática a una pregunta


olvidada. En efecto, yo me danzo en la pregunta por la causa y, cuando
bailo desde el Inconsciente, me pienso en el espacio. Ahora bien, se
puede caer en la tentación de la facilidad e imaginar en un momento
dado que estoy bailando –o hablando– desde el Inconsciente. Quienes
llevan tiempo haciendo un análisis pueden ser más conscientes de la
dificultad de acceder a eso que justamente está reprimido, pero no es
fácil: la razón de la represión aparece casi siempre de la mano de algún
beneficio. En esto se basan el principio de civilización y los postulados
educativos. La educación es una seducción bien intencionada, tan bien
intencionada que uno puede llegar, como Medea, a matar a los propios
hijos con la consciencia tranquila de deber cumplido. No tiene ningún
sentido hablar de psicoanálisis y danza a día de hoy si no es para
detener esta masacre del sujeto.

¿Qué es innegociable en psicoanálisis?

«El supuesto de que existen procesos anímicos inconscientes; la


admisión de la doctrina de la resistencia y de la represión; la apreciación
de la sexualidad y del complejo de Edipo; he ahí los principales
contenidos del psicoanálisis y las bases de su teoría, y quien no pueda
admitirlos todos no debería contarse entre los psicoanalistas.»

En estos términos se expresaba Sigmund Freud en la entrada


«Psicoanálisis» en el Handwörterbuch der Sexualwissenschaf hace casi cien
años, en 1923. ¿Qué quieren decir, o qué podemos leer todavía? Freud
señala tres elementos que, según él, distinguen lo que es psicoanálisis
de lo que no lo es. El primero es «el supuesto de que existen procesos
anímicos inconscientes», es decir, la existencia misma del Inconsciente,
de algo que se distingue de la consciencia, de los procesos yoicos y del
ámbito de todo lo que se pretendería controlar. El segundo elemento,
«la doctrina de la resistencia y la represión», señala el dominio de la
neurosis, el modo de habla más observado por la teoría analítica y, en
principio, el modo dominante en la sociedad que conocemos. Este
segundo elemento puede ser considerado el negativo, aquello que hace
frente al sujeto, o a lo que el sujeto se enfrenta o con que se encuentra,
su otro colindante, del que a menudo el primer modelo es el nombre
del padre: la ley. Finalmente, el tercer elemento que Freud considera
básico y de obligada admisión es «la apreciación de la sexualidad y del
complejo de Edipo». En este punto, sigo a Lacan en la lectura del
complejo de Edipo como formación del Inconsciente de Freud, por lo
que, en este caso, el elemento innegociable no es tanto la teorización del
Edipo como modelo explicativo del complejo familiar y del marco de
identificación del deseo sino el hecho de que las formaciones del
Inconsciente para uno son un elemento irrenunciable en su proceso de
separación, es decir, su constitución subjetiva tras la alienación.

Propongo quedarnos con tres significantes fundamentales: inconsciente,


negativo, singularidad. Creo que ellos recogen satisfactoriamente, si son
contextualizados, los elementos que Freud considera imprescindibles y
sin los cuales no se puede hablar verdaderamente de psicoanálisis. Ver
cómo aparecen o reaparecen en la danza me permitirá trazar un
proyecto de investigación válido para el sujeto desde la máxima
extensión conocida de sus procesos inconscientes, a saber, su cuerpo.

***

El inconsciente, el negativo, la singularidad, ¿cómo aparecen –o


reaparecen– en la danza? Colocaré cada uno de estos elementos al lado
de alguno de los conceptos que he acuñado o desarrollado en los
últimos años y, además, de uno de los tres segmentos básicos que
forman parte del método Montag de investigación en movimiento. Este
método nace con el arte performativo y la experiencia fundacional del
colectivo que lleva el mismo nombre pero es a la vez un código abierto
al cuestionamiento de la pedagogía y a la renovación y socialización del
arte en escena.
Inconsciente

El inconsciente se ha visto sometido al primado del espacio sobre el


tiempo por parte de un discurso teórico que no ha superado el
estructuralismo. Como resultado, se verifica una correspondiente
hipertrofia de la topología como modelo explicativo y se subestima el
carácter dinámico de la estructura –llámesele histórico sin perder su
dimensión subjetiva. Este aparente descompaso de la teoría
psicoanalítica respecto de los desarrollos que se han producido en los
estudios literarios, en el pensamiento crítico y por supuesto en la
creación artística ha sido prácticamente letal para la reputación del
psicoanálisis. Los efectos de esta hecatombe se han cebado incluso en lo
que Lacan rechazaba llamar humanidades pero que, hoy por hoy,
confieso añorar en la universidad, tal como he afirmado al empezar
estos escritos. La inercia de un psicoanálisis institucionalizado, luego
enfermo, ha podido así patrocinar, con su desidia, la deshumanización
de las letras y la agonía del sujeto de la ciencia.

Es por eso, justamente, que introduzco la noción de tiempo patológico


en «El goce del analista», uno de los artículos que más ataques me ha
proporcionado: «No en vano se habla de escansión para nombrar el
corte en el tiempo lógico del discurso del analizante (…). Hablar de
tiempo lógico es hablar del tiempo imaginario que se aprecia desde la
posición extrínseca de quién escucha.» Sin embargo, si afirmo su
carácter imaginario también subrayo la importancia de la función de
analista: «El tiempo patológico [del analizante] se reafirma (…) como el
encuentro inesperado del propio fantasma en la voz del otro, pero de un
otro excepcional con el que está en transferencia.» Lo que entonces
sugería y ahora reafirmo es que el tiempo patológico aparece al
reconocer el sujeto la propia estructura en el otro, articulada en el
discurso del otro; dicho de otra manera, el tiempo patológico es una
dimensión que un psicoanálisis institucionalizado no puede reconocer
porque en el momento en que se funda la institución se pasa por alto el
carácter irrepresentable de una voz, de cada voz.

Una traducción posible del tiempo patológico en la danza es el tiempo


indeterminado entre dos acciones determinadas, es decir, el momento
no coreografiado entre dos marcos coreografiados. A esto llamo el
movimiento abierto. La improvisación es parcial porque se da entre un
marco de salida y otro de llegada, ambos escritos con antelación. Esos
marcos marcan, justamente, una apertura a lo imprevisto, lo
espontáneo, lo aparentemente erróneo o inoportuno, marcas frecuentes
–aunque no obligadas– de la emergencia del inconsciente.

Negativo

La noción de negativo atraviesa casi toda mi investigación y, de modo


muy particular, mi tesis sobre hermenéutica negativa (2010). El inicio
del análisis me permitió leer esa tesis como un efecto de mi neurosis,
aunque ello no invalide sus hipótesis principales, que pude elaborar
más tarde en el ámbito del pensamiento analítico y en mi activismo
político en una dialéctica con el pluralismo agónico de Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe.

En Montag he reapropiado el negativo para la investigación en


movimiento a través del núcleo telar. El núcleo telar tiene que ver con la
idea de tejer desde un núcleo que se puede describir clínicamente como
un nudo pero que me interesa mucho más abordar como práctica de un
cuerpo hacia un objeto que puede ser –y quizás es deseable que sea–
otro cuerpo. El movimiento es de por sí dis-positivo: despliega la
posición de uno, la lleva a tomar otra posición respecto de lo contiguo,
sea espacio libre o lleno. Dis-positivo es, como el nombre indica,
negativo: cada posición se niega o se abandona o se desapega en su
salir-de y su ir-hacia a la vez que se rescata constantemente en esa
misma moción. El movimiento es la acción mínima de la alteridad y
hacia ella. Si la identidad prefiere la inmovilidad y lo monolítico, la
diferencia tiende a la moción y a la sorpresa, incluso al desastre. El
núcleo telar es la puesta del inconsciente en moción entendida como
cuerpo dispuesto, dis-positivizado: negativo hecho carne.

Singularidad

No me parece exagerado decir que el complejo de Edipo se le manifiesta


a Freud como contenido de obligada admisión –para cualquier
psicoanalista– porque es constituyente de su fantasma, y el fantasma es
la verdad temporal del sujeto. Digo que es temporal por los motivos que
he mencionado antes: aunque no se ha demostrado que el sujeto es
inmortal, tampoco se ha demostrado que sea mortal ni que la estructura
no sea dinámica. De hecho, en la línea de la distinción entre ipseidad y
mismidad propuesta por Paul Ricœur, hay motivos desde el análisis
discursivo para considerar que la estructura es, fuera de toda duda,
dinámica. Esto no implica el cuestionamiento de la singularidad sino
más bien su radicalización: así como los cuerpos evolucionan prestando
un sentido dinámico al inconsciente al que dan cuerpo y extensión,
también el fantasma parece sufrir sutiles alteraciones formales según,
entre otros aspectos no descritos, los efectos del trauma cultural, al que
me refiero en relación a la teoría de los fenómenos saturados de Jean-
Luc Marion.

La experiencia del perfume, del vino, de la carne del otro (¿y de la


propia?) u otras de difícil realización conceptual ya están comandadas
por una escritura indeleble, por lo que son interpretaciones, aunque de
una consistencia hermenéutica extremadamente fina. Esa escritura que
preside o comanda la experiencia y proporciona la intuición es objeto de
una reflexión compleja que admite distintas formas de acercamiento,
pero yo le llamaría, para entendernos de un modo muy aproximativo,
trauma cultural. Se trata, como la obra de un estilo (nombre del antiguo
instrumento de escritura) o bisturí, de una hendidura, pero de una
hendidura que atraviesa momentos y épocas para fijarse, en multitud de
formas, en los sujetos que viven y modifican esos espacios temporales.

Esta idea de que los sujetos modifican los espacios temporales anticipa
la descripción de una posibilidad que empecé por designar acción
geodésica y que actualmente me parece más claro llamar acción glifo:
una acción está quizás necesariamente enraizada en el trauma cultural;
en cambio, no toda acción adquiere vigencia de glifo, es decir, de letra
entendida como carácter, como unidad de escritura que se materializa
perfectamente y que en las artes en escena puede ser testimoniada por
el espectador pero que no necesariamente requiere testimonio aunque
sí exige eficiencia. Una acción, y además la acción como la entiende
Grotowski, es por definición eficiente. Los efectos de la acción glifo son
efectos de significado de una singularidad que se posiciona como es:
mortal, vulnerable, contradictoria; es decir, desde su lugar de tragedia.

Bajo el paraguas de la danza contemporánea se halla una multitud de


prácticas de movimiento y, por parte de su público, unos horizontes de
expectativa. Prácticas y horizontes se organizan socialmente en códigos
sobre cómo mostrar y leer la danza. Esos códigos, casi siempre al
servicio de la comercialización de la danza, delimitan la noción central
de espectáculo a partir de una visibilidad ceñida por un sistema de
producción y regulada por unas leyes y una moral. Estas condiciones
imponen de por sí un desprestigio de la improvisación y de todo
espectáculo cuyas funciones rehúyan el mimetismo de lo ya conocido, lo
que se espera. Por temor vitalista al desbordamiento, tendemos
inexorablemente al control.
Aunque cuando hablo de improvisación en danza pienso en
contemporánea, el ballet clásico no es ajeno a espacios de
improvisación, como recuerda un artículo en Pointe (agosto-septiembre
2012) sobre «Etesian», una obra coreografiada por Helen Pickett:

«Muchos bailarines de ballet tienen que improvisar en algún momento


en sus carreras, especialmente desde que más compañías han venido
añadiendo obra contemporánea a sus repertorios. Pero mientras sus
parientes de la danza moderna parecen deslizar sin cómodamente hacia
la espontaneidad coreográfica, los bailarines de ballet a menudo
experimentan auto-juicio, resistencia e inhibición. (…) Si los bailarines
abordan su trabajo desde un punto de vista de bien hecho/mal hecho, se
acaban juzgando muy estrictamente y se turba su imaginación. «Ellos
ven qué está mal en lugar de ver posibilidades», afirma [Helen] Pickett.
Los bailarines deberían más bien intentar cambiar a un paradigma de
pensamiento en el que el proceso tiene prioridad sobre el resultado.
«Permitir que la elección sea una parte activa de tu trabajo no solo
fortalece la confianza, sino que también construye identidad», añade.»

Si me preguntan, de todos modos, por qué creo que la danza


contemporánea se encuentra más cerca del psicoanálisis que el ballet
clásico, debo recuperar dos argumentos fundamentales.

El primero, al que ya he hecho referencia, tiene que ver con que en los
ideales de la danza contemporánea tienden a desdibujarse las exigencias
de virtuosismo o, mejor dicho, ese virtuosismo no se traduce en la
exactitud cómo se mimetizan unos patrones de referencia. El lenguaje es
tendencialmente expansivo y abierto a la particularidad, con lo que se
aleja del saber referencial que es la gramática clásica del movimiento
(chassé, cabriole…) y se acerca más a las propiedades del cuerpo que
baila y al estilo que puede desarrollar. Se pueden generar resistencias
de otro tipo: la tensión entre la comodidad de acudir a movimientos que
ya se dominan (significantes cinéticos familiares), de transitar o resolver
frases a través de acuerdos conocidos, y el riesgo de dejarse atravesar
por lo desconocido y potencialmente ridículo, de suspender las riendas
de la seguridad y el decoro. Es en ese espacio arriesgado del
desequilibrio y la torpeza, de la solución buscada sin saber bien cómo,
de la continuidad tendencialmente azarosa que se libera el potencial de
improvisación que está mucho más presente en la danza
contemporánea. En este aspecto, es evidente que la búsqueda de lo
bonito y formalmente armonioso juega en contra de la espontaneidad
porque se opone a lo feo y grotesco pero también a lo nuevo y
sorprendente, a la revelación y a lo carnavalesco.

Pero hay al menos otro argumento que permite reconocer una cercanía
mucho mayor entre la danza contemporánea y el psicoanálisis que entre
éste y el ballet clásico, mucho más fijo y referencial. La danza
contemporánea, como su nombre indica, es coetánea de quienes
participan de su creación y gozan de su realización. Así el ballet clásico
fue en su día lo más nuevo, así como lo que hoy es contemporáneo será,
en un futuro no lejano, ingenuo, irrelevante o pasado de moda. Pero eso
es lo que invita a distinguir entre lo moderno, que se desactualiza
justamente por su falta de relevancia, y lo contemporáneo, que busca en
permanencia el rescate de un presente emparedado entre las influencias
que lo preceden y aquello por conocer y por provocar. Si hay algo que
el marco de la danza contemporánea puede habilitar es el cuerpo como
causa de lo eventual.

Danza contemporánea es la que me habla a día de hoy, la que habla de


los mitos tal como los puedo leer de nuevo en la actualidad. Podemos
exagerar el argumento hasta deformarlo: ¿para qué insistir demasiado en
los clásicos si su conversación preferida es la que mantienen entre ellos?
El único acercamiento que me interesa a los clásicos es subversivo, el
inoportuno, el que responde a la misma lógica desinstaladora que
caracteriza el inconsciente. ¿Acaso miran los clásicos a lo
contemporáneo? Lo clásico habla de un mundo ido y su justificación
recurre a supuestos universales para esgrimir el argumento de su
actualidad: hablar de valores, recordar a los grandes de la historia,
enaltecer un pasado nacional, etcétera. Sin embargo, aunque el
contemporáneo también hace una reinterpretación de aquello que lo
antecede, hay necesariamente una mirada hacia fuera –o se espera que
esa mirada esté– que permite entrar en una comunicación mucho más
directa y factible con el espectador.

Contemporáneo no quiere decir moderno. Hacer esta distinción es


como tomar una escala para entender las diferencias entre, por ejemplo,
volver a representar el Cascanueces de forma creativa y relevante o
tomar de Martha Graham su figura-firma del pulso en la frente en una
obra contemporánea, de forma consciente y significativa. Desde mi
punto de vista, el primer gesto es del orden de la subversión:
dependiente del contexto que subvierte e independiente de cualquier
período histórico o escuela de pensamiento, puesto que es una
posibilidad de escritura (o, si se quiere, de lo Simbólico de cara a lo
Real). La referencia a Graham, a diferencia de la lectura subversiva del
Cascanueces, es antes del orden de la citación fragmentaria, con la que
podemos identificar el discurso referencial posmoderno. No pretendo
aquí relativizar el planteamiento ni las formulaciones acerca de lo
moderno propuestas por Lyotard y Calinescu pero sí sugiero que lo
posmoderno no dejó de ser una modernidad en el sentido en que surgió
como una reacción a aquello que lo precedía. El resentimiento es
moderno pero ¿qué fue el posmodernismo sino un relativismo
resentido? El posmodernismo llegó armado con la artillería teórica del
posestructuralismo, la deconstrucción y encontró su motivación o
traducción social en movimientos hacia la liberalización de los cuerpos e
identidades a la vez que de la reapropiación del suelo.

¿Qué tienen que ver con la improvisación el posicionamiento de los


feminismos ante la pornografía en los 90 o las acciones Outrage
revelando públicamente la homosexualidad de figuras asociadas al
poder? ¿Qué relación pueden tener con la danza el Movimiento de los
Sin Tierra en Brasil, la reivindicación de la memoria histórica en países
sometidos a dictaduras como Argentina y España, pero también la
culminación del capitalismo en China o del antisionismo en Europa?
Por supuesto son preguntas que abren grandes debates si uno se siente
interpelado por ellas; mi objetivo aquí es remitir a la relación de escala
que ellas suponen entre el cuerpo –entendido como extensión del
inconsciente– y lo social –como resultado coreográfico de discursos
ideológicos.

Entendido bajo esta luz, mi cuerpo es susceptible de quedarse fijado y


enfermarse, de volverse más vulnerable y ser sometido. A otra escala, lo
que solemos llamar sociedad es un cuerpo que obedece a la regulación
de voluntades, al aparente determinismo de ciertas escrituras, a la
inevitabilidad de lo Real. Así pues, el carácter cuestionable de las
acciones de Outrage por parte de la llamada comunidad LGBT o el
cisma feminista por las distintas interpretaciones del discurso
pornográfico son síntomas en el cuerpo social que aparecen gracias a
sujetos conscientes de que el comportamiento supuestamente natural
responde antes a la prescripción de los movimientos. La estructura de la
improvisación se mantiene entonces en estos sucesos políticos, digamos
así, tanto en una posición aparentemente conservadora como es la que
condena o intenta prohibir la pornografía como en otra aparentemente
disruptiva como es la que señala el dedo a supuestos cómplices de la
represión institucionalizada de la diferencia sexual. Esta noción de
improvisación, a la escala del cuerpo social, muestra así cuán falaz
resulta distinguir entre conservadurismo y progreso, entre legítimo e
ilegítimo, y cuán relativas y eficientes son las posiciones de poder. La
improvisación es un poder nada despreciable.

También la danza trasciende, por vía de una acción no siempre


consciente, al cuerpo social. Tanto es así que el trabajo de suelo en la
danza no es sin relación simbólica con la reivindicación de sus tierras
por parte de quienes las trabajan. Tampoco lo es la recuperación de la
memoria histórica, hacia cuyo esfuerzo de elaboración podemos tender
un puente desde el trabajo de la memoria corporal. Esa memoria se
halla sitiada por las huellas del desamor o del descuido al igual que un
cuerpo social está sujeto al trauma cultural. Digo «está», no «estuvo»,
pues el trauma, como el duelo, puede ser elaborado pero, a diferencia
de éste, es indeleble.

Por ello, para quienes quedan marcados por su ausencia, nunca es tarde
ni absurdo buscar los cuerpos suprimidos por las dictaduras, que son la
máxima expresión social de la represión. Y nunca habrá pasado tiempo
suficiente para olvidar su destino ni el de las víctimas de limpieza étnica,
que es la forma extensa de homicidio por un determinado territorio. Por
consiguiente, tampoco la expresión máxima de limpieza étnica que fue
el Holocausto –pues su objetivo fue incluso más allá de un territorio,
tratando de exterminar todo un grupo allá donde estuviera– puede
jamás ser relativizada, y sí, esa expresión patológica conserva una íntima
relación con la danza. En primer lugar, porque la metástasis del odio
puede recomenzar en cada baile a dos que se convierte en lucha; en
segundo, porque negarle un espacio a un individuo, al igual que a un
pueblo, es ordenar su desaparición.

La danza pudo haber surgido como consecuencia de la adaptación al


medio, como especialización del caminar, como juego. No sabemos si
surgió como forma de lucha pero sin duda puede ser una forma de
sublimar la pulsión que rige la lucha. Esa sublimación puede ser
liberadora si tiende a la expresión artística o a la pacificación del
conflicto, pero puede ser represora si encubre una injusticia. Por
ejemplo, se puede instrumentalizar la danza como actividad económica
para blanquear dinero, o hacer uso ideológico de ella para invisibilizar la
lucha de clases, que es inevitable en un cuerpo social despierto.

Por eso es tan importante que la transmisión y la práctica de la danza


puedan darse de forma socialmente no excluyente. Una escuela que no
evalúa los cuerpos a priori sino que acompaña y apoya su progresión es
una forma social de dar lugar a todo cuerpo. ¿Acaso son tan dispares, a
nivel cualitativo, la selección de candidatos a una escuela de danza y la
tría de presos a las puertas de los campos de concentración? Me temo
que ambas parten del eugenismo.

En la danza como en las demás actividades, hablamos de exclusión


cuando no se le da al otro la oportunidad suficiente de estar incluido.
Esto no es solamente del interés de quienes, en el orden actual, están
protegidos por algún discurso donde se les reconoce mérito,
superioridad o excelencia; tarde o temprano, la pérdida de diversidad
sexual y cognitiva, al igual que la pérdida de biodiversidad, repercuten
negativamente en las posibilidades de cada sujeto. Por supuesto, hay
lugares desde los que es más factible dar esa oportunidad. Muy
concretamente, la danza contemporánea responde a un paradigma
mucho más inclusivo que aquél impuesto por el ballet clásico en cuanto
a estándares de movimiento y de cuerpo, donde nos acercamos
innecesariamente a la selectividad y al rasgo racial, que abren camino a
la competitividad, la lucha, la pulsión de eliminar al otro.

La exclusión de unos individuos o grupos está profundamente ligada a


la exclusión del sujeto. Aunque esa exclusión se produzca desde los
discursos del poder y se ejerza desde fuera, es al individuo que incumbe
la patologización. Por este error –o terror– de perspectiva, se le llama
sociópata o se le identifica algún trastorno adaptativo al síntoma de un
mal que excede claramente el ámbito del sujeto y que quizás ni le
concierne. Esta inculpación del individuo se ejerce a la par de la quita
de responsabilidad del sujeto. Así el endeudamiento, que es el principio
del genocidio económico, es una maniobra de un colectivo hacia
muchos individuos, pero aún ese colectivo está plagado de
individualidades. La devaluación de lo singular es a la vez producto y
motor del cuerpo social desequilibrado. Por eso mismo no quiero dejar
de escribir una vez más sobre el desequilibrio.

He escrito sobre un desequilibrio necesario a la liberación entendida


como abandono de un equilibrio rígido, como soltura del cuerpo físico;
ahora quiero escribir sobre una experiencia profunda donde el
desequilibrio físico tuvo su lugar sintomático en presencia de un
desequilibrio –de orden psíquico, naturalmente, pero también quizás
espiritual: un equilibrio que represento para mí mismo como un
calibrado deficiente de distintos niveles de realidad; como una mala
aleación.
***

Hacía algún tiempo que Marc Naya me había hablado del trabajo de
Pere Sais sobre la obra de Jerzy Grotowski. Marc me dejó el opúsculo de
Grotowski «Qué significa la palabra teatro?» y luego me leí la edición
inglesa de Hacia un teatro pobre, del mismo autor, y Trabajar con
Grotowski sobre las acciones físicas de Thomas Richards, uno de los
colaboradores más cercanos del dramaturgo polaco. Me fascinaron,
como a un niño, las fotografías en blanco y negro, sobre todo las que
ejemplifican algunos «corporales», prácticas que se incluyen en el
Training o entrenamiento del actor. Me fascinaba el nombre mismo de
corporales, habiendo hablado Bauzá y Muñoz en su seminario, hacía
entonces uno o dos años, de los incorporales en el ámbito del
estoicismo. Si los incorporales son aquello que se pierde en la
traducción verbal de un idioma a otro, correspondiendo al aspecto del
significante que es irreductiblemente cultural, los corporales se me
aparecieron como el nombre de un campo de significación que solo se
puede abrir si el cuerpo físico también se abre a ello.

La dureza con la que Richards describe su proceso de aprender de


Grotowski me predispuso para la lectura de la tesina de Pere, donde
encontré una sistematización de elementos a los que, sin embargo, aún
me faltaba, y sigue faltando, dar cuerpo. Pero ese dar cuerpo era
justamente lo que yo venía buscando desde el psicoanálisis, que fue a su
vez una respuesta a la pregunta de corte heideggeriano que presidió mi
tesis doctoral: ¿por qué el sentido y no el sinsentido? Otra pregunta la
apoyaba e inauguraba todo mi planteamiento: ¿cómo leer lo que se
resiste a ser leído? –que no deja de ser la pregunta fundamental de la
hermenéutica negativa. Al dar cuenta de una consciencia del sinsentido
–sinsentido para el otro, separado por la cultura–, los incorporales
habían prefigurado para mí el sentido de los corporales propuestos por
Grotowski, pero un sentido cuyo medio natural o hábitat expresivo era
un cierto sinsentido. A todo eso faltaba y falta aún dar cuerpo, proceso
que pasó hace muy poco por el curso de prácticas originarias del
performer que decidí hacer luego de volver a hablar con Marc y conocer
personalmente a Pere.

No haré ninguna arqueología de los ejercicios corporales ni hablaré de


la relación entre las acciones de Grotowski y las acciones físicas de
Stanislawski; estoy seguro que Pere u otros que dedican mucho más
tiempo a ello pueden hablar con la propiedad de haberlo probado
repetidamente. Tampoco puedo hablar de las Mociones, habiendo leído
muy poco sobre ellas y practicado menos aún, aunque sí lo suficiente
para intuir la necesidad de repetirlas tanto como cualquier camino
donde lo que menos importa es llegar rápidamente al final o siquiera
concebir un final. Prefiero hablar de algunos momentos reveladores,
para mí, en su carácter de imprevista presencia ante un destino. Repito:
una imprevista presencia ante un destino, un encuentro súbito y sutil
con lo inevitable –porque sentí como libertad la elección de lo
inevitable.

En una de esas situaciones, el día siguiente al primer tiempo de canto,


interpelé a Pere ante los demás sobre el sentido de unas palabras que yo
había entendido como que «aunque no se conozcan [los cantos
vibratorios], hay que saber cantarlos». Lo sentí desde el lugar que, hasta
hace poco, ocupaba ante el hecho social psicoanalítico, o la relación
social entre psicoanalistas para ser más claro, una relación que, salvando
pocas excepciones, me resulta desinteresada en el peor sentido de la
palabra y fuertemente desconsiderada hacia el goce del otro. También
quiero decir que esto no me sorprende tras las reacciones que he ido
recibiendo a «El goce del analista». Es relativamente fácil teorizar sobre
el goce; gozar y luego hablar de ese goce puede ser mucho más
complicado. Era a mi herida por haber decidido experimentar ese goce
de analista a lo que yo me enfrentaba al confrontar a Pere. Sé que no lo
hice desde ningún resentimiento pero sí desde alguna sospecha, como si
él pudiera estar comportándose como un guía o maestro en el sentido
vertical de la palabra, es decir, como un amo o representante de un
saber. Pero esto se aclaró fácilmente al explicarme, también en
presencia de los demás participantes, la importancia de no entender lo
que se canta para guardarse uno de creer que ya lo ha entendido cuando
sabe qué significan las palabras en su lengua. Esto, evidentemente,
volvió muy claro el paralelismo entre los cantos vibratorios y el discurso
del analizante, y entre la vibración (o reverberación, o repercusión) de
aquellos cantos y la que, al producirse en mí cuando escucho ciertas
secuencias, me vuelve sensible –luego apto– al momento de escandir o
de operar cualquier otro corte analítico. Incluso al hablar de la «gracia
de no entender aquello que se está cantando» no pude dejar de escuchar
una remisión a la otra Gracia, la que nos hace vivos y hablantes
«gratuitamente».

Esa gratuidad o Gracia viva de la vida y también de la muerte se me


presentó con la profundidad de un abismo en un momento en que
salimos a explorar el entorno y a «danzar con la topografía». Íbamos
subiendo a una montaña. La subida no me produjo vértigo pero la
subida misma, a veces por caminos hechos y vaciados por otros, con
anterioridad, otras veces por caminos no marcados o izándonos a rocas
donde yo no hallaba puntos de apoyo, esa subida se me fue haciendo
más y más oscura en la medida en que me afrontaba al miedo a no saber
cómo ni por dónde bajar, miedo a caerme, miedo al desequilibrio. En
un momento dado, Pere sugirió un cambio en el orden de la fila india y
yo fui segundo, detrás de él. La posición baja del cuerpo, que aún me
sería mucho más útil en la bajada, y la flexibilidad de las articulaciones,
muy especialmente el desentumecimiento de los pies y los hombros
facilitada por el trabajo previo de Corporales, junto a algunos elementos
de Systema, me permitieron sin duda alguna seguir adelante con
bastante torpeza – pero también con una agilidad de otro tipo que me
resultó novedosa, y una confianza inusitada en el que iba delante de mí
abriendo camino.

En esos momentos, toda la parafernalia teórica sobre la posición del


amo, especialmente con respecto al saber, me resultó infinitamente más
lejana que el pueblo, acongojado a los pies de la montaña, al que el
crepúsculo iba desdibujando. Le dije: «Tengo miedo. Siento mucho
miedo.» Entendí que no se trataba tanto de una confesión literal sobre
mi miedo a caer sino de mi necesidad de decir que puedo tener miedo y
que puedo confesarlo. Ese poder tiene dos sentidos: mi posibilidad e
incluso mi libertad de temor y la posibilidad y el espacio que se me
ofrecen para poder vivirlo, decirlo y transformarlo.

Pere me regaló una de sus enigmáticas sonrisas –por las que le


agradecería una y otra vez– y me instó: «sigue, respira (dicho esto inspiró
sonoramente), deja el peso contra la tierra; si te caes, la tierra nos
acoge». Estas palabras tuvieron un efecto claramente performático para
mí no solo porque iban acompañadas de un gesto determinado, una
forma de respirar, una invitación a apoyar una mano en su hombro para
no romper la fila y así mantener el contacto, sino además porque no se
me ocurrió no obedecer a ellas: no eran un orden al modo de autoridad
sino un acto que solo hacía falta repetir. Esto me hace volver a mi
creencia de que la danza es la respuesta enigmática a una pregunta
olvidada. Sobre todo en la bajada, fue muy evidente el carácter danzado
de mi interpretación de los apuntes de Pere (pasos pequeños y rápidos,
casi juguetones, posición baja del cuerpo, peso hacia atrás: «si deslizas
hacia atrás, la tierra te recibirá»). Fue, en cierta medida, una
improvisación y un baile iniciático.
La bajada empezó tras una parada para contemplar el paisaje y volver a
practicar el Turning, en el que recordé las señales del Turning realizado
el día anterior: el color llamativo de la camiseta de Marc y sus zapatillas,
que marcaron para mí, como puntos de libro, la importancia vital de
buscar una sincronía impecable en el movimiento del grupo. Esa
búsqueda, puesta al servicio de un unísono en el Turning, informó sin
embargo la improvisación relativa de la bajada del día siguiente; la
informó e inspiró su afinación coreográfica y mi posición –lo diré:
intelectual y espiritual– respecto del guía; porque el guía se me reveló
allí como una función de la topografía, muy alejada, pues, de cualquier
amago de imposición o impostura. El guía es, sencillamente, el que va
delante en un camino lineal o, en el espacio escénico, el que va primero,
el que pone en moción. Esto se me figura como una verdad absoluta ya
que el que pone en moción es, ni más ni menos, el Inconsciente, y solo
puede jugar su función aquél que verdaderamente se pone, a su vez, en
manos de Ello.

***

Si la moción es todo intento de respuesta a la pregunta por la posición


«¿dónde me encuentro?», el desequilibrio reinaugura, a cada instante, la
pregunta «¿hacia dónde voy?». Ante el desequilibrio, la caída aparece
como la respuesta por defecto. Pero tal como recuerda el método Gaga,
ésa no es, ni mucho menos la única respuesta: «do not be shaped by
gravity», propone Ohad Naharin: no nos dejemos moldear por la
gravedad. Que no sea la gravedad, la atracción magnética de un centro
tan previsible, la que esculpa nuestra forma y determine el final.

Justamente, el final no está determinado, y si vengo haciendo un


recorrido por el lugar del movimiento, la presencia del cuerpo en el
psicoanálisis, el sentido de la moción, el desequilibrio como liberación y
como calibrado de los niveles de realidad y sus consecuencias, no es
solo, como he dicho antes, para sentir como libertad la elección de lo
inevitable. La libertad también es la irreverencia, no entendida desde el
desafío neurótico al Padre o a cualquier poder o instituto, no entendida
como descarga inconsecuente de una libido destructiva, no entendida
desde la compulsión deconstructiva del posestructuralismo que persiste,
anacrónico, en cierto feminismo conservador (véanse los feminismos
religiosos, incapaces de discernir que la ética democrática es
específicamente occidental; cfr. Wassyla Tamzali, «El burka como
excusa»). La libertad no pasa solamente por anticiparse de algún modo a
la fatalidad eligiendo aquello que, de otro modo, nos pillaría
desprevenidos; la libertad también pasa por intentar cambiar la solución
de cada movimiento, y es en la trama fina de esas oportunidades que en
cada uno se pone en juego el espacio de transgresión.

¿Quién aprovecha mejor sus oportunidades? Probablemente, quienes


son capaces de fluir: el cuerpo más fluido se va volviendo amo de sus
desequilibrios. En cambio, cada movimiento no fluido puede
convertirse en una mala oportunidad y la rigidez es un pésimo
prenuncio. Una de las formas de rigidez es el silencio forzoso, como se
advierte en el Edipo de Sófocles: el silenciamiento parece más ominoso
que el incesto mismo al que se silencia, y la ausencia de un gesto
voluntario de revelación permite que el desequilibrio latente, llamado
hybris, se precipite con la anagnórisis –que en este caso es el
reconocimiento del parentesco– en la peripecia. La solución, está claro,
es catastrófica pero aún así remite a la causa del desequilibrio: con la
ceguera física de Edipo se traducirá en su cuerpo la invisibilidad
discursiva a la que estaba sujeta su relación con la madre.

En cambio, en Los Persas de Ésquilo, una de las tragedias más antiguas


de cuyo texto completo disponemos, se halla otro modelo formal,
interesantísimo: como los griegos ganaron la batalla, hay que desplazar
la perspectiva para poder contar la historia de tal modo que se lleva al
público a empatizar con el dolor del enemigo. Así se suscitan las
emociones fuertes que el público espera de una tragedia, y la catarsis
sigue teniendo sentido porque aquello que se despierta en el espectador
no es su simpatía por un lado del conflicto en el mundo referencial sino
algo más profundo que es su capacidad de compasión. Los Persas
suponen, si no un cambio de paradigma, al menos una novedad extrema
que pervive hoy día relativamente a muchas narrativas de guerra y
conflicto: la heroicidad no es del orden de la victoria o del mérito, sino
de la compasión, y no es propiedad de un pueblo o raza sino el mejor
destino de quienes viven situados en el conflicto, muchas veces a pesar
suyo.

En otra ocasión («On evil as a narrative condition»; Acerca del mal como
condición narrativa) expliqué por qué la estructura misma de la
narrativa requiere del desequilibrio, siendo la novela moderna,
fundamentalmente, un desarrollo de la estructura de la tragedia clásica.
El desequilibrio es alguna forma de mal, o señala o está apuntalada en
ella. En catalán, la palabra para enfermo es «malalt», que suena como
mal alto, un mal importante; y tanto que lo es! El cuerpo es mucho más
susceptible de enfermarse si busca su firmeza en la rigidez antes que en
la fluidez, y en la atrofia y el estatismo en lugar del dinamismo y la
creatividad. No discutiré la cuestión filosófica de la necesidad o siquiera
la dimensión ontológica del mal, ni de la teodicea, a la que me referí
hace años. Aquí me interesa escuchar al Inconsciente en moción,
apreciar sus pequeños desastres y atender a algunas de sus sorpresas
desde perspectivas que me resultan más cercanas. Por eso la pregunta
que me hago ahora es más bien ¿qué busca aquél que danza hasta las
últimas consecuencias? ¿Desafiar a los dioses? ¿Un final feliz?

¿Cuántas veces hemos escuchado, y hasta dicho, con un deje de


resignación, que hay preguntas sin respuesta? Tal como ésta, no todas
las preguntas se hacen para ser contestadas. Existen las preguntas
retóricas, también llamadas académicas, que cumplen una función
retórica de reafirmación: no están hechas para ser contestadas por nadie
más porque quién las formula ya deja implícita una respuesta clara.
Todas las preguntas que llevan implícita la respuesta solo son preguntas
en la medida en que llevan, en la escritura, el signo de puntuación
correspondiente o la marca de la pregunta indirecta, o aún, en la
oralidad, la prosodia o musicalidad típicas de una pregunta.

Pero también hay preguntas sin respuesta, entre las cuales quisiera
distinguir al menos dos tipos. Hay preguntas que cuestionan un orden –
entiéndase como autoridad o sistema–porque remiten a una razón
injusta o irresponsable o protegida por una excepción a la ley – o todas
esas cosas a la vez. ¿Quién me va a creer? ¿Dónde está mi hijo? ¿Cuándo
encontraré a alguien que me quiera? Estas y muchas más preguntas dan
cuenta de límites que el sujeto experimenta en lo real y qué parecen
someterle a un torbellino existencial, pero su anclaje en una falta
concreta es todavía perfectamente tangible.

Hay otro tipo de preguntas, u otro nivel de pregunta más bien, que hace
de ese torbellino el lugar mismo del sujeto, que elige de algún modo
estar en la pregunta. ¿Qué pasará cuando yo me muera? ¿Dónde está
dios? ¿Por qué el ser y no la nada? No me gustan estos ejemplos ni los
anteriores porque, al ser «ejemplos», ya están desenraizados de una
experiencia concreta, la del sujeto singular. Los ejemplos y «lo ejemplar»
siempre excluyen al sujeto; tarde o temprano, lo excluyen. Ningún
ejemplo tiene la fuerza de aquella pregunta con la que una misma se
depara, la que una misma es llevada a hacer, pero no llevada como
objeto sino fantasmaticamente, por su propia estructura.
Hay preguntas sin respuesta pero toda pregunta tiene un sujeto; y si
aparentemente no lo tiene es porque al menos un poder se esconde
detrás suyo, luego es una impostura y una maldición. Pero al sujeto
crítico, a ese que es llevado a situarse en el remolino para no solamente
habitar la pregunta sino para incorporarla, para hacerse cuerpo de ella,
a ese sujeto la ley recuerda que no hay justicia, que el Nombre del Padre
es tan adorable como terrorífico, tan protector como abominable, tan
reconfortante como castrador.

Pero notemos que mientras el Nombre del Padre se puede heredar, su


Cuerpo no se hereda jamás. Todos los esfuerzos teológicos y filosóficos
en la tradición del cristianismo, la llamada religión de la encarnación,
son inútiles para la empresa de identificar al hijo con el padre desde el
lugar del cuerpo. Los reformistas parecen intuirlo al destituir la
identidad del pan con el cuerpo de Cristo pasando de la identidad real a
la identidad simbólica, o ni siquiera a una identidad, pero al centrarse
en las figuras masculinas del padre y del hijo y eludiendo a la madre y a
los santos, concentran su esfuerzo en un nuevo desequilibrio sobre el
que fundar la moral protestante de la familia y del capitalismo es un
error incomprensible.

Esto no nos ha alejado de la comprensión de la catarsis y su lugar en la


improvisación en danza como moción del Inconsciente. Más bien al
revés, sirve de introducción al abordaje místico de la cuestión, con el
que concluiré este breve ensayo.

***

Para cada «dónde estoy» y «hacia dónde voy» hay un «por qué yo» y un
«cómo he venido a parar aquí». La catarsis no resuelve por sí misma el
desequilibrio inicial, ni en el sentido de la hybris en la tragedia griega,
ni en el sentido de lo que hace síntoma. Por supuesto hay prácticas
capaces de producir una catarsis e incluso ahondar en ella, de
explotarla, como las constelaciones familiares y otras formas afines al
psicodrama, pero su valor terapéutico es como mínimo dudoso ya que
no elaboran los efectos de la estructura como tal ni reconocen al sujeto
con sus inoportunos objetos-resto, que caen bajo la categoría de lo
irreconocible.

El caso es que lo irreconocible es el motivo oculto de la tragedia.


El mal menor es el fundamento práctico de todo mal mayor, de todo
«mal alt», de toda enfermedad psíquica, y desconocerlo es la tentación
de las terapias gestálticas y cognitivas en general, que se guardan de
complicar demasiado una clínica que, antes que por lo subjetivo, se
mueve por objetivos. No sorprende que las psicoterapias breves se
eternicen ni que la clientela habitual de las terapias persista en una
lógica de fidelización que delata su inspiración capitalista. Sin duda,
cierta psicología ha sabido aprovechar la gran oportunidad de traicionar
su vocación científica, tomando asiento en las escuelas de negocios y en
ese síntoma del deseo exiliado que son los «recursos humanos». La
psicología ha preferido también, en muchos casos, ubicarse en la
posición del amo usurpando a un sujeto al que no le interesa escuchar.

La catarsis no resuelve el desequilibrio inicial; no puede hacerlo


restaurando el equilibrio inicial sino rescatando uno nuevo que, en
cualquier caso, hay que saber intuir desde un marco de comprensión
del sujeto que solo se puede alcanzar –y no siempre– desde una escucha
cualificada y sostenida por el analizante.

A todo esto, el psicoanálisis sigue incompleto: ¿será la improvisación en


danza una forma de discurso del cuerpo susceptible de dar voz al
Inconsciente? En la escena clínica del psicoanálisis, la libertad de
expresión supone abrir un espacio de transgresión que es también, por
eso, un espacio para el heroísmo: para no fracasar solo, para fracasar
bien, para aprender el fracaso y prevenirlo. Hablar de éxito es,
inevitablemente, una trampa, y quisiera creer que la psicología no lo
sabe tan bien cuanto el psicoanálisis y que es ignorancia lo que lleva a
situar tantas veces al paciente en ese extendido engaño.

Incluso fuera de la neurosis hemos encontrado motivos para sospechar


que la improvisación en danza puede ser una buena vía de voz: la
búsqueda de la psicosis es la de un cuerpo que busca una palabra y cuya
mayor dificultad es no disponer, de entrada, de esa palabra primera para
preguntar. Entonces pregunta con su cuerpo.

Angela di Foligno es un caso paradigmático de la búsqueda del cuerpo.


No es el único caso, y solo es paradigmático en el sentido en que se halla
en un lugar en el que confluyen distintas tradiciones, desde la talmúdica
hasta la mística cristiana de las beguinas pasando por el amor cortés tal
como lo canta la poesía trovadoresca en las cantigas de amigo. Se trata
de una búsqueda del cuerpo mediante el cuerpo del otro, el amado. En
ese sentido –en que la búsqueda de lo propio pasa inexorablemente por
el otro y la respuesta tiene que llegar (de fuera)– es histérica. «¿Adónde
se fue mi amado?» es su pregunta explícita pero la que resuena es otra:
«¿Dónde está mi cuerpo?».

Angela, esa mujer cuyo grito fecundó en mí un llamado cuando yo


preparaba la tesis sobre hermenéutica negativa, esa mujer aún sigue
llamando pero ahora, en el lugar del síntoma, va encontrando su goce
en el cansancio, en el liberador dolor crónico de los estiramientos. Es
gracias al testimonio de Angela y al de otros que bailo para encontrar el
cuerpo que todavía no está; o que bailo con el cuerpo que no se ve, o
que ya no está. Y gracias a Angela sé que el baile que busco es el de mi
fantasma. ¿Puede haber mal en eso? ¿O bien?

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