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LA SOCIEDAD DEL SIGLO XVI.

Cuando Felipe II llegó a Madrid en 1561, le acompañaba un nutrido grupo de


servidores de la Casa Real, los soldados de las tres guardas reales, el personal de los
consejos, tribunales y otros órganos de gobierno, los embajadores extranjeros y un
selecto grupo de banqueros y proveedores de la Corona. Este séquito de alrededor de
3.000 personas se amplió a 20.000 con la llegada a Madrid de sus familiares y criados,
con lo que prácticamente se vino a duplicar la población de la villa, y eso que muchos
funcionarios tuvieron que ser instalados en la vecina ciudad de Alcalá de Henares. Diez
años después, la corte se había convertido en un imán para la población, los recursos y
las rentas del interior peninsular de una Castilla que ya empezaba a notar los efectos de
la crisis del siglo XVII, aunque cabe decir que el declive de algunas ciudades como
Toledo, Burgos o Valladolid se debió más a un cambio en la estrategia económica del
patriciado urbano que a la absorción de sus efectivos humanos por la corte. Desde un
punto de vista económico la conversión de Madrid en la corte del gran imperio español
no fue un impedimento para que otras áreas de su periferia pudieran desarrollarse con
cierta autonomía, pues la absorción de rentas del exterior también tuvo sus limitaciones
y conocieron una cierta especialización a través de la producción de bienes suntuarios
que demandaban gran número de cortesanos. Desde un punto de vista político, la corte
se perfiló como un centro negociador y cohesionador de la clase dirigente castellana, en
la que se estableció un modelo de vida cortesano, con sus maneras artificiales y la
preocupación por el cultivo de una apariencia que buscaba su reafirmación como élite
de poder revitalizando sus diferencias con el resto de las clases populares.
Con la llegada de la corte también se registra una vertebración del espacio
madrileño en torno a tres áreas:
- En el este, el alcázar como residencia regia se convirtió en el epicentro de la
zona residencial cortesana, que se iba a extender prácticamente por lo que había
sido toda la villa vieja.
- En el centro, la Plaza Mayor y sus alrededores se consolidaron como las zonas
económicas más dinámicas de la ciudad, pues desde aquí se articulaban gran
parte de las actividades comerciales.
- En el sur, la zona del Rastro se convirtió en el enclave productivo más
importante de la ciudad.

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Sobre estas áreas y atendiendo a las necesidades básicas de una población
creciente y a la demanda específica de la corte, se desarrollaron las actividades y
ocupaciones que configuran la sociedad del siglo XVI. Esta sociedad, como casi
todas las de la época, estaba organizada por estamentos, conforme a un orden
jerárquico establecido por la ley, el privilegio y la costumbre. Estos estamentos, que
eran más permeables de lo que pensamos, no eran homogéneos, pues en ellos
también se establecían principios de jerarquía entre los distintos grupos sociales que
los componían, cada uno con su perfil social y económico específico, de ahí que
estemos frente a una sociedad con profundas raíces corporativista y gremiales.

La nobleza
Desde que se asentara la corte en Madrid en 1561, el número de caballeros e
hidalgos fue aumentando progresivamente hasta llegar a una cifra cercana a los 3.000 en
15911. Sin embargo, no pasó lo mismo con la nobleza titulada y sólo se establecieron en
la corte aquellos nobles que tenían una relación directa con la Corona, es decir, los que
desempeñaban algún cargo en la Casa Real, en las instituciones del Estado, en el
ejercicio militar, y en otros cargos políticos de la periferia territorial de la monarquía,
acentuándose, de paso, las diferencias entre esta nobleza y la que permanecía afincada
en sus estados2. Además, una pequeña parte de esta nobleza como los condes de
Chinchón, de Puñonrostro, de Barajas y el marqués de Auñón, era originaria de la villa
y procedía de los antiguos linajes bajomedievales vinculados al control del regimiento.
Con anterioridad a Carlos V no residía en Madrid ningún noble titulado, a excepción de
los que venían acompañando al rey cuando se celebraban cortes o se cazaba en los
bosques madrileños.
La semblanza de la primera nobleza madrileña se muestra como un signo
inequívoco de los presupuestos político-sociales que impuso la monarquía de los dos
primeros Austrias, aunque con antecedentes perceptibles en el reinado de los Reyes
Católicos. Esta nobleza había asumido que el control de la discrecionalidad y el
patronazgo eran competencia exclusiva de la Corona, normalmente empleado para
recompensar largos años de servicio. Había asumido la imposición de un cursus
honorum para el desempeño de funciones y cargos públicos, y tuvo que resignarse a la

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El número de hidalgos y caballeros se multiplicó por 15 entre 1530 y 1591.
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Si establecemos como cifra valida los cerca de 55 títulos que debían residir en la corte en 1597, resulta
que representan a la mitad de los títulos que había en Castilla en el año 1600, mientras que la otra mitad
se intuye que permanecía en sus estados.

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predilección que tenía la Corona por los miembros de la baja y la mediana nobleza para
la provisión de los cargos públicos y el servicio de la Casa Real. También, asumió que
miembros cualificados del clero y las universidades tomaran parte en el proceso de la
toma de decisiones de poder, e, igualmente, se resignó a costear con parte de sus
patrimonios los gastos que se derivaban de embajadas, jornadas reales y festejos 3. Rara
vez cuestionaron la autoridad y la voluntad de sus leyes, y miraron con prevención
casos como el del Conde de Ribagorza y la imposición de las pragmática de las
cortesías (1586), que simplificaba y regulaba los tratamientos entre las dignidades del
reino4. Pero esta transformación y este carácter monárquico que adquirió la nobleza
también vino dado por la renuncia voluntaria al uso de las armas y por la aparición de
una nueva nobleza creada por la Corona en detrimento de los antiguos linajes
castellanos5.
De los treinta y siete títulos nobiliarios que residían en la corte en 1597, casi la
mitad de ellos, diecisiete, fueron concedidos por los dos primeros Habsburgo, ocho por
el emperador Carlos V y nueve por Felipe II, sin contar con los que no hemos podido
identificar y sin tener en cuenta, tampoco, a aquellas viudas y viudos de nobles que
residían en la corte y que habían sido intitulados por estos monarcas. En este sentido, el
establecimiento de la corte en Madrid, entonces una villa de realengo entendida como
un feudo del rey, denotaba aún más ese carácter monárquico que había ido adquiriendo
la nobleza. Los condicionantes económicos y los deseos de adquirir una promoción
social satisfactoria dentro del nuevo marco político y social de la monarquía, inclinó a
los nobles a estrechar aún más sus relaciones y vinculaciones con la Corona. Ya es un
clásico de la historiografía el constatar que una gran proporción de la composición de
las rentas señoriales de las grandes casas de Castilla, se debía principalmente a ingresos
procedentes de rentas enajenadas de la Corona. También es sabido, que la estructura de
este ingreso señorial dejó de ser rentable durante el periodo inflacionista que desató la
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Felipe II por Real Cédula de 1595, refrendada por su secretario Juan Vázquez de Salazar, dio facultad al
VI duque de Medinaceli para imponer 100.000 ducados a censo sobre sus Estados y así pagar las deudas
que habían contraído su abuelo y su padre prestando servicios al rey. También son conocidos los
endeudamientos de las casas de los Condestables de Castilla, los duques de Osuna, duques de Pastrana,
etc., por prestar servicios a la Corona, así como las remuneraciones que recibían a cambio.
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Estos presupuestos, enmarcados en un contexto de fortalecimiento de las instituciones de la monarquía,
iniciado en 1385 con la creación del Consejo Real de Castilla, son determinantes para entender las claves
de la transformación de una nobleza feudal en una nobleza cortesana.
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Esta nueva nobleza empezó a sustituir tímidamente a los antiguos señores feudales en la época de
Enrique II, normalmente por medio de la concesión del título de conde a miembros de la familia real, y,
posteriormente, en los sucesivos reinados se fue normalizando esta práctica para premiar la fidelidad de
los vasallos, constatándose una gran proliferación de títulos durante los reinados de Juan II y Enrique IV.
Este ennoblecimiento de servidores y aliados de los soberanos generó una nobleza específica y distintiva
de cada reinado, continuando con los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II.

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crisis económica castellana de finales del siglo XVI. En consecuencia, muchas casas
nobiliarias hubieron de recurrir al crédito –censo consignativo-, debido al escaso
margen de maniobra económica que les dejaban las oligarquías mercantiles y locales de
ciudades y villas. Además, el recurso al crédito vino en un momento de contracción
comercial, de inflación y de disminución de los excedentes agrarios. La Corona
aprovechó esta coyuntura para establecer las bases estructurales de una monarquía
fuerte, pero a cambio permitió que la nobleza se beneficiara de este proceso
manteniendo su base patrimonial, los mecanismos feudales de extracción del excedente
y, sobretodo, participando de las rentas de la Corona merced de la cesión o venta de
jurisdicciones y juros, explotando tributos fiscales como la alcabala y el almojarifazgo,
y mediante el desempeño de cargos cortesanos, políticos y militares, bien vistos
socialmente y remunerados por la Corona. La necesidad de mantenerse en la dirección
política del Estado también fue una cuestión determinante en la transformación de la
antigua nobleza feudal. Si en la Edad Media la nobleza constituía junto al rey y a los
altos prelados la cabeza de la sociedad y la salvaguarda del orden, ahora, en base a este
planteamiento tradicional, la nobleza no podía quedarse fuera del nuevo orden social
establecido en el Estado moderno. La progresiva aparición de organismos colegiados y
cuadros técnicos en las instituciones de gobierno y en sus órganos de dirección, también
funcionaron como un revulsivo para esta nobleza en transición. A pesar de todo, hay
que subrayar que a la monarquía tampoco le interesaba prescindir de la nobleza,
estamento tradicionalmente dirigente y brazo armado de la sociedad, porque se podía
quebrar el orden social sobre el que estaba establecido su poder, y porque a través de
ella se articulaba el poder y se controlaba el territorio, tanto a nivel local como en la
periferia de la monarquía.
El vaciado de las matrículas de confesión y comunión de las parroquias de la
corte para el año 1597 ha arrojado un balance de cuarenta y tres residencias nobiliarias,
incluidas la de Pedro de Médicis, hermano del Duque de Florencia, y la del Príncipe de
África Muley Xeque6. No obstante, sólo 37 de ellas son esencialmente nobiliarias, es
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Estos personajes eran el IV conde de Puñonrostro, el marqués de Almenara, el I marqués de Viana, el V
conde de Bailén, el II conde de la Gomera, el conde de Cocentaina, otros dos condes (sin especificar), la
duquesa consorte de Feria, la IV marquesa de Poza, el VII conde de Cifuentes, el conde consorte de
Fuentes de Val de Apero, la condesa de Almenara, el II marqués de Villanueva del Río, el II marqués de
las Navas, el II marqués de Aytona, el conde consorte de Miranda del Castañar, el marqués consorte de
Miravel, el VI conde de Santiesteban del Puerto, el II duque de Arcos, la condesa consorte de la Puebla de
Montalbán, el caballerizo mayor del rey (sin especificar), el III duque de Pastrana, el VI duque de
Medinaceli, el IV marqués de la Adrada, la condesa de Sástago, el V conde de Lerma, el III Conde de
Chinchón, el IV marqués de Moya, la princesa consorte de Asculi, la condesa consorte de Castellar, la
duquesa consorte de Béjar, el marqués consorte de Auñón, el II marqués de Velada, el IV marqués de

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decir, pertenecientes a legítimos títulos nobiliarios de los reinos de la monarquía, siendo
las demás pertenecientes a viudas y extranjeros7. De estos 37 títulos al menos 28 estaban
directamente relacionados con el servicio del rey (casa real, órganos de gobierno y
administración, embajadas y cargos militares).
A la luz de los resultados que se han obtenido con la localización espacial de las
residencias nobiliarias, se puede decir que la mayoría de los nobles, veintiuno, estaban
afincados en las jurisdicciones parroquiales que se extendían por el centro urbano8. Este
centro entonces estaba un tanto desplazado hacia el oeste y se articulaba en torno a lo
que había sido parte de la villa vieja, es decir, prácticamente coincidía con el perímetro
de la antigua muralla medieval, cuyos restos, tan irresponsablemente, hemos perdido
hace poco. Y es que en este perímetro es donde estaban ubicados tanto el centro
neurálgico del poder de la monarquía (el Alcázar), con sus correspondientes dotaciones
(Casa del Tesoro, Consejos), como la sede del regimiento madrileño.
Muy próximos al centro y lindando con él, estaban las residencias de nueve de
los diez títulos de la parroquia de San Martín, indicando con su ubicación la búsqueda
de esa proximidad hacia los centros del poder y, probablemente, disfrutando de las
ventajas de poder contar en sus casas con agua corriente, porque por allí -actuales calles
de San Bernardo, Torija y la Plaza de Santo Domingo- discurría el antiguo viaje de agua
de Amaniel, que iniciaba su recorrido en los acuíferos del norte y concluía en la
residencia regia.

Cortes, el V duque del Infantado y el III conde de Palma del Río.


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Conviene tomar esta cifra con algunas prevenciones, ya que, por un lado, nos falta la información de tres
matrículas parroquiales donde es probable que hubiéramos encontrado alguna residencia más, y, por otro
lado, es posible que más de un noble, vinculado a algunos servicios de la Corona, residiera en el alcázar
madrileño. También, he encontrado al tesorero del duque de Alba y a un criado del conde de Uceda –no
confundir con la casa ducal de Uceda- en las matrículas parroquiales de Santa Cruz y de San Justo y
Pastor, respectivamente, lo que hace sospechar que estos títulos tuvieran su residencia en las
jurisdicciones parroquiales que nos faltan o en el palacio real. En la parroquia de San Martín ha aparecido
la casa del comendador mayor, en la parroquia de Santa María la casa del capitán de la guarda con
veintidós criados, en la parroquia de San Nicolás la del vicecanciller de Aragón con al menos cuarenta
criados. Estos cargos y el número de sus criados pueden inducir a pensar que estemos frente a otros
títulos nobiliarios que tenían su residencia en la corte, aunque por el momento no he conseguido
identificarlos. Siguiendo los anales de A. León Pinelo, entre los años 1590 y 1598 vemos que títulos
como el duque de Alcalá de los Gazules, el Almirante de Castilla, el marqués de Denia, el conde de
Buendía (sumiller de corps del rey en 1591), el marqués del Carpio, el marqués del Valle, el conde de
Fuensalida, la condesa de Paredes de Nava, la marquesa de Montesclaros, etc., estaban presentes en
muchos eventos importantes de la corte y algunos de ellos desempeñaban funciones en la Casa Real, lo
que hace pensar que probablemente también residieran en la corte.
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En el Madrid de 1597 encontramos que en la parroquia de San Martín residían diez de estos personajes,
en la de Santa María residían seis, en la de San Nicolás cinco, en la de San Sebastián otros cinco, en la de
San Justo y Pastor también cinco en el anexo parroquial de San Luis residían tres, en la de San Juan otros
tres, en la de Santa Cruz dos, en la de San Andrés otros dos, en la de Santiago también dos, y en la de El
Salvador uno.

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En definitiva, se aprecia una tendencia de fijar las residencias nobiliarias allí
donde discurre la vida pública de la corte, donde están afincadas las instituciones del
gobierno y donde tiene su residencia el soberano. Esta tendencia se refuerza aún más
por el carácter de esta nobleza, estrechamente vinculada a los cargos públicos y al
servicio doméstico de la Casa Real.

El clero
La presencia permanente de la corte y el dinamismo urbano de la villa vinieron a
incrementar los desequilibrios jurisdiccionales de la tradicional estructura parroquial de
la villa. Así, de las nueve parroquias que había encerradas en el recinto medieval, sólo
las de San Andrés y San Justo lograron romper el cerco que supuso la antigua muralla y
ampliar su jurisdicción por el caserío de los arrabales. Otra de las viejas parroquias, la
de Santiago intentó un crecimiento similar pero se topó con el poderoso monasterio de
San Martín, que finalmente se anexionó los terrenos que aquella reclamaba como
propios. La parroquia de San Martín, junto a las más alejadas de San Ginés y San
Sebastián, esta última creada en 1541, fueron las que más crecieron por su posición
periférica. Teniendo en cuenta estos aspectos, no nos resulta tan extraño que a finales
del siglo XVI sólo cuatro parroquias (San Ginés, San Martín, San Sebastián y San
Justo) absorbieran al 68 % de la feligresía.
A su vez, en el espacio urbano fueron apareciendo nuevas instituciones
eclesiásticas vinculadas a la monarquía, como la Nunciatura y otras dignidades
eclesiásticas vinculadas al gobierno. Esto sin duda influyó en la composición tradicional
del clero madrileño, pero también tuvo mucho que ver la presencia en la ciudad de
prelados y clérigos pertenecientes a la Capilla Real y a nuevas fundaciones monásticas.
Antes del establecimiento de la corte había un cierto equilibrio entre los
establecimientos del clero secular y regular. Había 14 sedes parroquiales frente a 15
conventos y monasterios, de los que 9 correspondían a órdenes femeninas y el resto eran
masculinas. Además, los templos parroquiales se hallaban establecidos
mayoritariamente en el interior de la villa vieja y los cenobios se habían ubicado
preferentemente en los arrabales. Entre 1561 y 1600 se rompió este equilibrio con la
fundación de 17 nuevos conventos, como el de las Descalzas Reales, de la Merced, de la
Santísima Trinidad, de Doña María de Aragón, de San Felipe, etc, de los cuales 13 eran
masculinos y 4 femeninos. Como consecuencia de esto el clero regular fue teniendo
cada vez más presencia que el clero secular, estimándose en 1500 los regulares de

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ambos sexos que había en los 32 conventos de la corte en el año 1591, frente a los 800
seculares que había repartidos entre las distintas parroquias, curatos, capellanías y
fundaciones.
Por último, el clero contribuyó a fomentar la demanda urbana y junto a otras
élites sociales contribuyó a orientar el mercado madrileño hacia los bienes suntuarios,
por medio de la edificación de cenobios y templos, ampliando algunas iglesias
parroquiales, embelleciendo el interior de los lugares de culto y atesorando costosos
ajuares litúrgicos procedentes tanto de sus propias adquisiciones como, sobre todo, de
donaciones de sus feligreses.

El estado llano
También conocido como tercer estado o estamento de las clases populares, en el
Madrid del siglo XVI estaba compuesto por una gran variedad de grupos sociales que
podemos clasificar en función de las labores que realizaban. Así, había toda una
variedad de gremios y oficios dedicados a los abastos, a la construcción y el mobiliario,
al textil y las fibras, al cuero, al metal, a la producción miscelánea, al comercio, a la
administración, a las profesiones liberales y a los servicios.
De todos estos sectores el dedicado a los abastos era el más importante. El peso
de la alimentación en el consumo de las clases populares, que suponía más de las 3/4
partes de su gasto doméstico, junto con las exquisitas mesas de los grupos pudientes,
hicieron del abasto de productos agropecuarios el sector que movilizó más recursos
tangibles en la economía madrileña. No obstante, los oficios de este sector se dedicaban
más a la transformación y comercialización de los productos que a su producción
primaria, puesto que la ciudad dependía cada vez más del suministro de los productores
rurales. De hecho, el área de abastecimiento de algunos productos se infiere de una
norma dictada por la Sala de Alcaldes de Casa y Corte en 1585, por la que se prohibía la
compra especulativa de todo género de mantenimientos en un radio de ocho leguas,
reducidas a 5 para la fruta y a una legua (5,6 km.) para las hortalizas. Dentro de este
grupo los productores agropecuarios, los labradores y los hortelanos, se concentraban
principalmente en el norte y este de la ciudad, en la periferia y en la parroquia de San
Martín. Los gallineros y los cabriteros estaban repartidos entre las parroquias de San
Ginés -calle de Hortaleza y sus alrededores- y la de San Sebastián, y al igual que los
anteriores, apenas se beneficiaron del floreciente mercado urbano, pues los márgenes
comerciales, rentas y diezmos hacían que sólo vendedores, propietarios y eclesiásticos

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sacaran provecho de él. Los oficios relacionados con la transformación y manipulación
de productos cárnicos, como triperos, desolladores y cortadores, se localizan al sur de la
ciudad, en la zona del Rastro, puesto que aquí se había instalado el matadero de la
ciudad desde comienzos del siglo XVI, y sus ingresos dependían más de un salario que
de las ventas que realizaban. Un nutrido grupo de oficios se dedicaba a la preparación
de platos para mesas ajenas y a la elaboración de conservas, golosinas, embutidos,
ahumados, salazones y forrajes para las caballerías. Los pasteleros eran los que más se
beneficiaban con este negocio, seguidos por confiteros y mesoneros, y en último lugar
por los bodegoneros, aunque estos constituían el único oficio que tenía permiso para
establecerse en la zona residencial de la villa vieja. También los taberneros y los
fruteros se volcaron en la comercialización de abastos, aunque siguiendo pautas
distintas, pues mientras que los primeros se establecieron por toda la ciudad, los
segundos se fueron concentrando en la zona oriental de la plaza Mayor. Y es que el vino
era un buen negocio, aportaba calorías y alegraba no sólo al que lo bebía sino a los
muchos zapateros que ganaban más dinero haciendo odres que zapatos.
Pero al margen de estas cuestiones, lo cierto es que el mercado madrileño estaba
fuertemente intervenido porque tener abastecida la ciudad era una cuestión de orden
público. En consecuencia, era habitual que las autoridades incidieran en el precio de los
mantenimientos acumulando reservas de cereales panificables y organizando el
suministro, tasando precios, introduciendo partidas disuasorias a través de los obligados
(carne, tocino, pescado, aceite, sebo y cera) y prohibiendo el acaparamiento y la reventa
especulativa. Para posibilitar el control de los abastos la Sala de Alcaldes estableció
cuatro repesos, situados en la plaza Mayor, plazas de Santo Domingo y de la Villa y en
la Red de San Luis. Eran unas casetas de madera donde se registraban, pesaban y ponían
los precios a los mantenimientos. Sin embargo, la lucha contra la regatonería (venta
fraudulenta) y contra el negocio paralelo en las despensas de embajadores, nobles,
conventos y cuarteles, fue una constante a lo largo de la época moderna.
El grupo de los artesanos estaba constituido por una gran variedad de gentes y
numerosos oficios que se dedican, fundamentalmente, al acabado de los productos
destinados al mercado urbano. Su trabajo dependía tanto del suministro de materias
primas por mercaderes y tratantes, como de los pedidos que les encargaban los
comerciantes. Son por tanto estos comerciantes, que a veces también se encargan del
suministro de materias primas, los que se llevan la mayor parte de las plusvalías,
escapando de este círculo vicioso sólo aquellos oficios que elaboran productos

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exclusivos para la élite cortesana (sombrereros, chapineros, borceguineros, boteros,
toqueros), que en definitiva representan una excepción, como los cereros y jaboneros.
La mayoría de los artesanos dependía de un salario para la subsistencia. Lo normal era
recibir un jornal por día trabajado (entre 180 y 270 días al año como máximo según los
oficios) o cobrar en razón del número de piezas elaboradas, siendo la destreza del
artesano determinante para uno y otro caso. A finales del siglo XVI la cuantía del
salario solía oscilar entre los 2,7 reales diarios de un peón de la construcción y los 5,5
de un maestro albañil o carpintero, siendo normal que sastres y zapateros cobrasen 4
reales. La mayoría de estos salarios no bastaban por si solos para sacar adelante una
familia, basta con tener en cuenta que si mantener una familia de cuatro miembros
costaba entonces 4,5 reales diarios, es decir, 1.650 reales al año, y si el salario de un
maestro albañil ascendía a 1.485 reales anuales, por los 270 días que como máximo
podía trabajar, resulta a todas luces insuficiente. A este tipo de limitaciones no tenían
que enfrentarse los mercaderes que les suministraban los insumos y luego vendían sus
productos acabados. Los mercaderes tendían a localizarse en el centro y el sur de la
ciudad, en la plaza Mayor, plazas de Santa Ana y Puerta Cerrada, en la zona del Rastro,
así como en calles principales como la de Toledo, Mayor-Platerías y Atocha. Por
encima de este grupo, que también se dedica a contrataciones invisibles de las finanzas
y la real hacienda, había en Madrid un nutrido grupo de banqueros de la Corona, todos
ellos de origen extranjeros, como los alemanes Fugger (o Fúcares) que tuvieron mayor
relevancia con Carlos V, o como los florentinos Ricci o Pedro de Médicis, o los
genoveses Centurione, Spínola y Strozzi, que a finales del siglo XVI dominan el
panorama financiero de la corte.
En cuanto a las profesiones liberales, el reducido número de centros docentes (7
a finales del XVI) y la ausencia de una universidad hace que en Madrid haya pocos
maestros y profesores, siendo más numerosos los preceptores privados, sobre todo
eclesiásticos que educan a los vástagos de familias nobles y pudientes. Los hospitales y
la Casa Real daban trabajo a médicos, cirujanos y sangradores y bastantes personas
ofrecían sus servicios cualificados como intermediarios frente a la administración
(abogados, procuradores, demandadores) o al mundo de las finanzas (administradores y
agentes de negocios). También tienen una significativa presencia las profesiones y
oficios relacionados con el arte la literatura y el teatro, cuyos trabajos son muy
demandados por la élite social y los cortesanos. Madrid contaba entonces con dos
teatros, el Corral del Príncipe, fundado en 1579 en la calle del Príncipe, y el Corral de la

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Cruz, fundado en 1582 en la calle de la Cruz. Por último, un nutrido grupo de oficios se
encargaba de los servicios públicos, como transportistas, arrieros, alquiladores de mulas,
esportilleros, ganapanes, mozos de sillas, aguadores. El correo oficial abierto al público
en 1580, era explotado en régimen de monopolio por la familia Tassis desde comienzos
del siglo XVI.
En estos momentos dos eran los tipos de actividades más pujantes que se
realizaban en la ciudad. Una de ellas era la construcción (casas, palacios, conventos,
empedrados, canalizaciones, puentes), lo que venía a ratificar la importancia que había
tenido para el dinamismo urbano el impacto de la corte. La otra era el servicio
doméstico, pues aglutinaba al colectivo más numeroso de la población madrileña,
estimándose en 25.000 personas para finales de siglo. El criado, herencia del
feudalismo, englobaba tanto las tareas propias del servicio doméstico como otras más
específicas que tienen que ver con los oficios de mayordomo, tinelero, despensero, paje,
escudero, repostero, cocinero, y un largo etc. En el lado opuesto se encontraba el sector
textil, mostrando ya desde finales del siglo XV una debilidad absoluta en la producción
de telas y pese a que el municipio en ocasiones intentó sin mucho éxito estimular sus
actividades.
Por último, mendigos y marginados constituyen un grupo muy importante de la
población. La pobreza describía tres círculos concéntricos: el de los indigentes
inevitables (viudas, huérfanos, minusválidos) abarcaba entre el 4 y el 8 por 100 de la
población urbana; el segundo lo componían aquellos trabajadores urbanos cuyos
ingresos dependían de las variaciones estacionales y coyunturales del trabajo, los
salarios y los precios, comprendiendo a alrededor del 20 por 100 de los trabajadores de
la ciudad; el último círculo lo constituían, por un lado, aquellas personas que aún
teniendo una cierta estabilidad laboral recibían unas plusvalías reducidas o acababan en
otras manos, y, por otro lado, aquellos otros que las crisis personales, en ausencia de
mecanismos compensatorios, colocaban por debajo del umbral de la subsistencia,
pudiendo llegar, en conjunto a alcanzar el 40 por 100 de la población madrileña. A estos
hay que añadirles los numerosos campesinos que periódicamente llegan a la ciudad
espoleados por las crisis agrarias.

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