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Material de Lectura y Análisis 3

Nación peruana: entelequia o utopía. Trayectoria de una falacia.

IWASAKI, Fernando (1988) Lima: CRESE. pp. 94-105.

(…) Las guerras de independencia no fueron verdaderas revoluciones sociales, porque la naturaleza
fundamental de la sociedad y el Estado permaneció intacta. Durante la república, las formas constitucionales
fueron las de la representatividad y la democracia, pero en esencia se conservó la herencia no democrática,
elitista, corporativa, jerárquica y autoritaria de la tradición íbero-latina:

“la revolución política en América Latina –me refiero a la independencia y a las luchas entre liberales y
conservadores que ensangrentaron nuestro siglo XIX‒ no fue sino una manifestación, otra más, del
patrimonialismo hispano-árabe: combatió a la iglesia como a un rival que había que desplazar; fortaleció al
Estado autoritario y los caudillos liberales no fueron más blandos que los conservadores; acentuó el centralismo,
aunque con la máscara del federalismo; en fin, volvió endémico el régimen de excepción que imperaba en
nuestras tierras desde la Independencia: el caudillismo.” (Paz 1979:60) (sic)

La historiografía tradicional, entonces, representa una corriente secular que viene de muy antiguo en el Perú y
que no puede eludir su responsabilidad en la consolidación de un Estado que, aunque hoy repudien, ellos
mismos enaltecieron en la visión de la historia que crearon: un Estado autoritario y racista construido sobre
privilegios y una ética corporativa.

Las formas estatales andinas (chavín, waris o Incas) debieron ejercer algún impacto sobre la población, pero
sus poderes estaban sustentados en una convergencia tan variada de elementos (tradiciones míticas,
estructuras de parentesco, acceso a los recursos ecológicos, relaciones de reciprocidad, etc.) que la analogía
con regímenes contemporáneos resulta anacrónica y sincrética. Por otro lado, la visión occidental del cronista
contamina la información hasta el punto que hoy tenemos dos versiones opuestas de las características del
Estado inca: el uno, propuesto por Garcilaso, paternal y benévolo, y el otro, tiránico y opresor postulado por
Sarmiento de Gamboa (Pease 1978: 31). Una lectura desprevenida sobre esos temas podría suscitar enfoques
equívocos. La tradición centralista del Estado Peruano no se inicia en sus antecedentes prehispánicos, pero
acaso la continuidad esté dada por la interacción de los hombres andinos con la maquinaria estatal de la
colonia.

Ahora bien, una vez consolidada la ocupación española en los Andes, la metrópoli comenzó a edificar la pesada
estructura burocrática de su modelo estatal corporativo. Sabemos que las mentalidades legales de Castilla
concibieron la incorporación de las indias como una gran expansión que requería unificación conceptual y
legal, y fue por ello que se consideró que la ley debía funcionar como un vínculo lo suficientemente fuerte,
capaz de resistir las tendencias centrífugas de una sociedad colonial codiciosa e indisciplinada (Veliz 1984: 52 y
Parry 1970: 150), de ahí que la responsabilidad de la administración del virreinato recayera en los funcionarios:
“Estos eran necesariamente quienes con más celo siguieron las prácticas burocráticas establecidas confiados
en que, de este modo, las acciones que tomaran obligados por las circunstancias del momento y en ausencia
de directivas claras de la metrópoli, serían eventualmente aprobadas o pasadas por alto.” (Véliz 1984: 78) (sic)

Las dificultades del Gobierno colonial surgieron no solo de su falta de decisión, sino de su gran amplitud y
complejidad. Los funcionarios a sueldo más importantes (virreyes, oidores, oficiales reales, etc.) representaban
solamente una pequeña fracción de los funcionarios coloniales: “El imperio se mantenía unido por cadenas de
papel, cadenas que compensaban con su número lo que les faltaba de fuerza individual. Una burocracia
centralizada requería un cuerpo inmenso de funcionarios oficinescos –escribanos- para manejar el papeleo.”
(Parry 1970: 179)

Sobre esta legión de pequeños burócratas recabó el peso de los procedimientos legales, los cuales fueron
haciéndose interminables y costosos debido a las corruptelas generadas por los bajos sueldos (Phelan 1967:
326). Por eso, desde las primeras décadas del Gobierno colonial comenzaron a manifestarse en Lima las quejas
contra los abusos de escribanos, jueces, relatores y alcaldes de corte, así como de la lentitud de los procesos
judiciales. Sin embargo, aún a pesar de estos problemas, Felipe II estableció la venta de oficios en las colonias
con la finalidad de obtener una renta para impedir que los virreyes y gobernadores usaran los cargos públicos
como premio a su clientela (Parry 1953: 2-4). Empero, dicha medida no contribuyó a frenar las corruptelas,
sino que generó nuevos mecanismos venales a través de la especulación de plazas burocráticas y la reventa de
empleos (Pietschmann 1982: 25). Dado que la venta de oficios se mantuvo a lo largo de todo el proceso
colonial, acaso así surgió la creencia –tan arraigada en la sociedad peruana- de considerar al puesto público
como una forma de propiedad capaz de ser obtenida por compra, soborno o recomendación.

Por otro lado, en la colonia se consagró una forma muy peculiar de producir las leyes. En el primer capítulo
mencionamos las ofertas que recibió la corona, tanto de los indios como de los encomenderos, con respecto al
problema de la perpetuidad de las encomiendas; pues bien, durante el proceso colonial dicho fenómeno se
repitió muchas veces, al punto que bastaba ofrecer al rey una cuantiosa suma de dinero para que este
promulgara el dispositivo, ley o decreto a gusto del solicitante. Como veremos a continuación, este `modo de
producción legal` sobrevivió después de la supresión del sistema colonial y aún medra entre nosotros.

Una vez producida la separación política de España, la nueva república mantuvo las relaciones de clientela, el
complejo andamiaje burocrático, la producción del derecho en función de los privilegios de grupos de poder y
la corrupción generalizada de sus funcionarios. Todo lo anterior sucedió dentro de un Estado que se hizo más
autoritario, monopólico y racista.

Quiroz demuestra de manera irrefutable que la clientela estatal y un grupo de poderosos comerciantes
acapararon el 66% del total de la deuda interna o, dicho de otro modo, que 126 “privilegiados” concentraron
una restitución destinada originalmente a 2,000 individuos (Quiroz 1987: 38-42). Asimismo, también podemos
observar cómo los grandes comerciantes con conexiones extranjeras presionaron con éxito al Estado peruano
y consiguieron así una legislación favorable a sus intereses (Quiroz 1987: 65). Por otro lado, Bonilla revela que
los capitales procedentes de la comercialización del guano solo sirvieron para la expansión y el fortalecimiento
de la densa clientela de los gobernantes de turno, y que estos sectores –convertidos en “consignatarios” –
invirtieron sus capitales en préstamos al propio Estado lo que los convirtió no solo en una clase rentista, sino
en un grupo de presión que manipuló la producción del derecho gracias a su condición de acreedor estatal
(Bonilla 1974:165). Finalmente, Shane Hunt establece que entre 1840 y 1880 la venta del guano generó un
ingreso de 750 millones de pesos, de los cuales el Estado percibió el 60%. ¿Qué uso le dio el Gobierno peruano
a estos capitales?, pues destinó el 53.5% a la expansión de su aparato burocrático y el sobrante para el servicio
de las deudas externa e interna, la construcción de ferrocarriles y otras obras públicas (Hunt 1973: 80-84).
Como es de suponer, un desmesurado crecimiento de la burocracia dentro de semejante coyuntura de crisis
económica, favoreció la corrupción y la venalidad de los funcionarios.

En efecto, el mantenimiento de la empleocracia estatal implicaba un costo cuyo financiamiento debía ser
enfrentado por una economía sumamente deprimida. La república abolió la venta de oficios y estableció
salarios muy bajos para los pequeños funcionarios; de ahí que –para sobrevivir- estos sectores no tuvieran otra
alternativa que convertirse en incondicionales de cualquier Gobierno y hacerse de la vista gorda ante las
corruptelas. Charles Milner Ricketts, cónsul británico en Lima por 1826, informó a su Gobierno sobre esta
situación: “El comerciante honrado hallaba a cada paso prohibiciones y decretos absurdos; se veía forzado a
abandonar sus negocios a menos que participara en el contrabando que otros realizaban; y descubría que
podía acudir a él impunemente, ya que en caso de ser descubierto, el soborno le aseguraba las complicidades
necesarias” (Bonilla 1971: 22).

La inmoralidad en la administración pública era una suerte de espiral en la que más tarde o más temprano
caían todos los ministrantes. A medida que la burocracia se iba expandiendo, aumentaban la telaraña legal y
los puntos de contacto entre el Estado y la sociedad. Por eso, entre el burócrata y el usuario no tardó en
aparecer la figura del intermediario: el notario, como garante, o el tramitador, como conocedor de las
formalidades y procedimientos. Es decir, las relaciones de clientela se reprodujeron al interior de la
administración estatal y el hombre común que acudía a ella se enfrentaba a una disyuntiva: someterse a las
reglas impuestas por el nuevo poder o recurrir al soborno. Como los trámites solían ser interminables y los
honorarios normales por un documento sólo daban derecho a obtenerlo en el tiempo de trabajo usual del
funcionario, entonces el usuario debía realizar un pago extra para así recibir la ayuda, consejo y rápido servicio
del burócrata:

“… en una burocracia de un régimen autoritario o corporativo, el burócrata depende de un `Jefe`, no de la


voluntad del público. Mira al público como `siervos` o `clientes`, no como ciudadanos. Ellos a su vez, se
encuentran en una posición de inferioridad frente al burócrata, que se constituye en el agente indispensable
para llegar a un poder inaccesible a la gente ordinaria. En esta circunstancia, el soborno se convierte en un medio
casi obligado para lograr acceso al `jefe` o al menos para que el burócrata atienda una petición.” (Klaiber 1987:
192) (sic)

Como sabemos, éstas son las características que el Estado peruano ha conservado desde el siglo XIX hasta la
actualidad.

(…)

De acuerdo a una ley universal, todo aumento de la autoridad estatal trae consigo una disminución inmediata
de la libertad individual (Jouvenel 1974: 197). Para el caso peruano, Franklin Pease ha demostrado que esto es
rigurosamente cierto: cada vez que el Estado se fortaleció, la población andina ha llevado una existencia más
precaria, ya sea bajo el gobierno del virrey Toledo, con ocasión de las reformas borbónicas, durante los
regímenes liberales y centralistas del XIX e incluso en los tiempos del oncenio en nuestro siglo (Pease 1978:
194-223). Desde la antropología, Fernando Fuenzalida ha llegado a las mismas conclusiones, ya que sus
investigaciones revelan que cuando el Estado ha dejado un margen de libertad las comunidades andinas han
progresado; en cambio, cada vez que ha existido alguna presión estatal las comunidades indígenas han
ingresado a procesos de colapso y decadencia (Fuenzalida 1982: 353-355). Nosotros queremos agregar algo
más: todo momento de gran agresión estatal ha coincidido con cada una de las cinco etapas de desarrollo de
la Conciencia Histórica Nacional que reseñamos en el primer capítulo. Consecuentemente, el impacto del
Estado sobre la población ha generado resistencias, formas de lucha que dejan entrever una identidad y una
conciencia precaria. Este es el fenómeno que debemos analizar: somos una nación que se ha construido
luchando contra el Estado a través de la historia.

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