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Se reproduce a continuación el relato Poesía y realidad, de José María


Matheu.
Ganso y Pulpo ha realizado su edición a partir del texto publicado en la
revista La Ilustración ibérica los días 26 de octubre y 2 de noviembre de
1889 (año VII, núms. 356-357).
El texto se corresponde con el identificador editorial GYP-NB0470,
habiéndose podido actualizar su ortografía y gramática de acuerdo con las
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ortográfico, la supresión del acento en monosílabos y la actualización de
aquel léxico técnico y/o extranjerismos que están actualmente integrados en
el idioma. En el plano gramatical ha podido variar el texto en relación a la
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de la raya.
En cuanto a la licencia de esta edición debe tenerse en cuenta que el texto
reproducido es de dominio público (José María Matheu falleció en 1929).
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Ganso y Pulpo
Creación: Barcelona, 14 de mayo de 2020
Poesía y realidad

Por vez primera, el poeta de gabinete, Félix García Gallardo, se hallaba


sentado a la orilla del Cantábrico, sobre las mismas grandes y verdosas
piedras que un cuarto de hora después cubriría el oleaje de la marea. Quería
disfrutar a sus anchas de la impresión de este hermoso cuadro de la
Naturaleza, insólito y nuevo para él. Buscó, pues, un pretexto para separarse
de sus amigos, y, olvidando las entretenidas discusiones alrededor de la
mesa del café o sobre los mullidos del Gran Casino, se vino paso a paso,
como un enamorado, a la soledad de esta parte de la playa que mira al norte.
Desde aquel punto aún alcanzaba a ver, hacia su izquierda, un pedazo del
poniente, y hacia su derecha una inmensa extensión de mar, más agitada y
turbulenta que de ordinario por ser aquella hora de la tarde la de subir la
marea, estas grandes mareas de septiembre.
La brisa era fresca. El sol iba a desaparecer del horizonte, envuelto en
una ligera bruma que le prestaba la apariencia de una luna de color de fuego
sin resplandores ni calor. Nuestro poeta contemplaba extasiado este
espectáculo, y sus ojos negros de miope se cerraban voluptuosamente,
deslumbrados por los reflejos, por los colores, por la irradiación de aquella
sublime poesía, que era muy superior a lo soñado por su fantasía en las
perezosas alucinaciones de su gabinete. ¡Qué inefables encantos, qué
infinitas y nunca escuchadas armonías guardaba en su seno aquel misterioso
mar! Los ojos vulgares, pensaba nuestro poeta, no perciben más que el
movimiento, la superficie, la unidad, olas y más olas. Solo a la mirada del
artista le es concedido adivinar la variedad, es decir, lo infinito. Todas las
olas parecen iguales, y, sin embargo, observad cómo unas se deslizan
mansamente como un arroyo en el declive de una pradera, otras avanzan
coronadas de espuma, ligeras y juguetonas, y se esparcen luego a semejanza
de un ganadillo hambriento por el monte; otras corren a estrellarse como
torrentes, y muchas de ellas mueren en la playa melodiosamente, una tras
otra, con ritmo y rumor constantes, al igual de una nota repetida
indefinidamente por el eco.
Aun embebido en tales pensamientos, no dejaba de ver nuestro poeta, con
perezosa complacencia, que las olas llegaban a mojar sus pies, que la
espuma salpicaba las piedras más cercanas, que la brisa soplaba con mayor
fuerza, y que la ligera bruma que empañaba el poniente se había convertido
en una barra de tonos oscuros y violáceos. Estas señales podían muy bien
significar que al día apacible del otoño seguiría quizás una noche
tormentosa; pero García Gallardo permanecía inmóvil, queriendo disfrutar
hasta el último momento de aquellas inefables armonías de la tarde. A esta
hora melancólica del crepúsculo, parecíale el mar un inmenso lago de
plomo en ebullición que se iba dilatando y creciendo con clamorosa furia,
con inexplicable turbulencia. Sí, diríase que crecía, que salía de algún
abismo, que avanzaba paulatinamente, aumentando al par aquel rumor
sordo de batalla que no cesaba un instante.
Ya el postrer haz de luz se había refugiado en los últimos términos del
cuadro; y como las sombras empezaban a arrojar sus velos, lo mismo el
peñón del castillo que se erguía a su espalda que el lomo verdoso del monte
que se divisaba al otro lado de la ría, habían tomado a los ojos del poeta
proporciones gigantescas, indeterminadas y oscuras. Era, por lo tanto, hora
de retirarse, de salir de aquella inmersión en las sagradas aguas de la
Naturaleza, que por primera vez llegaban a sus labios con su nativa y
virginal frescura. Como preparación encendió un cigarro puro y se puso a
fumar. Por fin se levantó de pronto, y, sea por la escasez de la luz o porque
la marea cubriese ya las piedras, dio un paso en falso, resbaló y se cayó,
casi sin sentir, con una facilidad extraordinaria. Dos olas que chocaron en
aquel punto lo envolvieron en sus desgarraduras y lo arrastraron mar
adentro en vez de empujarlo hacia la orilla, como parecía lo natural.
Debiose este singular accidente a que tres metros más arriba chocaban las
olas contra uno de los diques, y, al ser rechazadas, volvían a bajar con tal
ímpetu que su movimiento se comunicaba a las aguas que habían cubierto
el cuerpo de García Gallardo. Agitó este los brazos, y el propio instinto de
conservación le prestó los desordenados esfuerzos de un mal nadador que
gana la orilla y toca tierra; pero lo imprevisto del caso, el susto, la marea, su
ignorancia completa respecto al nuevo elemento en que se hallaba, hicieron
desde luego que fuese arrollado por las olas.
Dos o tres veces salió a flor de agua: se vio que luchaba, que luchaba en
la sombra como un desesperado. En medio de su estupor y de aquel
doloroso aturdimiento con que se revolvía a uno y otro lado, braceando
inútilmente, se acordó de su madre, de sus amigos, de la adorada mujer que
fue la musa predilecta de aquel invierno… y sintió inexplicable congoja.
Fue aquello a manera de relámpago, en uno de esos momentos en que llegó
a flotar sobre el agua: hizo un supremo esfuerzo, y, aunque débilmente,
ahogada por los rumores crecientes de la marea, se oyó su voz:
—¡Socorro!
No era, sin embargo, este grito de desesperación el que debía decidir de
su destino. En estas inesperadas luchas en donde se combate a muerte, la
victoria depende muchas veces de un pormenor insignificante, de la más
pequeñísima circunstancia. ¿No es esto asombroso? Una barca de
pescadores que se dirigía al puerto vio la luz del fósforo que había
encendido García Gallardo momentos antes de levantarse. Llamoles, sin
duda, la atención que a aquella hora y en tal punto hubiese un hombre
sentado, fumando con toda tranquilidad. Aproximándose algo más, no hubo
de escapar a la vista perspicaz de los pescadores la caída del hombre en el
agua, ni sus esfuerzos, ni sus instantáneas apariciones. En su consecuencia,
se desviaron del rumbo que llevaban, dirigiéronse hacia aquel punto, el más
ágil de ellos se lanzó al agua, buscó en el fondo el cuerpo del poeta, lo
arrastró hacia la barca y lo sacó a flote con ayuda de sus compañeros.
Echado boca abajo, el mísero devolvió parte de lo que había tragado
involuntariamente y recobró el conocimiento a los pocos segundos. Abrió
en seguida los ojos, miró largo rato a los hombres, y no pareció comprender
de qué se trataba ni lo que aquel fuerte balanceo de la barca significaba. ¿Se
hallaba en plena realidad o en el mundo de la fantasía? Pues de aquella
manera tendido sobre el mojado aparejo, en medio de la oscuridad de la
noche que caía, rodeado de tres o cuatro hombres que semejaban sombras,
cabía imaginarse que recorriera uno de aquellos terribles círculos pintados
por Dante en su Infierno. Los condenados surgirían de improviso del
abismo o de la vorágine con sus semblantes pálidos y desfigurados,
perseguidos por espantosos monstruos.
Mas al poco rato un repentino choque de la barca le obligó a volver la
cabeza, y observó que se acercaban los hombres, que lo animaban a
incorporarse, como así lo hizo en efecto, maravillándose de poder
sostenerse de pie ayudado por ellos. Chorreaba agua todavía por todo su
cuerpo, y, como convenía salir cuanto antes de este lastimoso estado,
ordenó traer una jardinera que lo llevó en ocho minutos a su domicilio.
Al cruzar el puerto había recobrado el sentido de la realidad y
comprendido lo que significaban su viaje y su desembarco. Por darle
demasiado valor, luego después, en su casa lo mismo que al reunirse con
sus amigos, disfrazó el percance y lo atribuyó a haber resbalado en la playa,
sin ningún peligro, por casualidad buscada o, cuando menos, prevista. Pero
al día siguiente apareció en un periódico de la localidad la versión más
exacta del hecho, aunque sin poner el nombre del poeta, lo cual bastó para
que fuese conocido y comentado. Motivó la cosa el estar casualmente en el
puerto un noticiero que vio arribar la barca, sacar a García Gallardo del
fondo, acompañarle hasta el coche con aquellas atenciones que se prestan a
un enfermo o a un personaje de viso; por todo lo cual se decidió a interrogar
a los pescadores y no parar hasta saber la verdad de lo sucedido.
No tuvo, pues, otro remedio nuestro poeta que cantar claro, completar la
historia, si bien procuró aminorar el peligro y suprimir ciertos pormenores
que podían mortificar su amor propio. Repuesto ya del susto, a los cinco
días salió con sus amigos a dar un paseo en el mar, y él era el primero que
gritaba, agitando un remo en sus nerviosas manos: —¡Más lejos! ¡Más
lejos! ¡Vayamos más lejos! —Y todo esto para probarles que no tenía miedo
ni se sentía empequeñecido en presencia de este poderoso elemento, de este
mar cuyas amargas fauces conocía algún tanto. En realidad nuestro vate era
un niño, con excesiva vanidad y algo de envidia.
Lo prueba esta pueril desfiguración de su percance, la recompensa casi
regia con que premió la buena voluntad de los pescadores y la sentida
poesía donde ha grabado su vivo y profundo reconocimiento hacia aquella
pobre gente. Titúlase esta poesía El canto del pescador, y empieza, si mal
no recordamos, de este modo:

Antes que en el negro cielo


se apague la última estrella
y brille en oriente aquella
casta luz, que es como el velo,
del alba, pálida y bella;
antes que la golondrina
visite el ahumado techo
o la alta torre vecina;
deja el pescador su lecho
y a la playa se encamina.

Unos días después de publicada en una revista de Madrid, encontrose en la


entrada del Ateneo con el escritor Valdivieso, crítico de bastante nota que
firma Régulus, el cual le saludó con esta gráfica frase, que nuestro poeta no
ha olvidado todavía:
—Muy bien, Sr. García Gallardo: así se escribe. Eso es poesía, y todo lo
demás música celestial. Me ha gustado tanto ese Canto del pescador, que
yo no lo daría ni por todo el primer tomo de sus Nocturnos y baladas.
Muchos fueron por aquellos días los compañeros que le felicitaron en el
primer momento de su entusiasmo, producido por la lectura de la poesía.
Cierto que a los dos o tres días recogieron velas y le criticaron el excesivo
atildamiento de la forma, la poca naturalidad y su escaso sentimiento de la
Naturaleza, defecto de que adolecen algunos poetas de gabinete. Pero, de
todos modos, la poesía ha gustado extraordinariamente, y García Gallardo
no se explica que se la considere como la mejor obra de que puede
envanecerse su pluma.
Reflexionando algún tiempo después sobre esta preferencia del público y
de los escritores, ha llegado a creer que existe una poesía indefinible, tan
verdadera como extraña en sus efectos, que responde invariablemente a los
sentimientos humanos; una poesía que brota de las mismas entrañas de la
realidad para encarnar como idea, imagen y sentimiento en una forma
sencilla, sobria y expresiva. Verdad es también que se necesita poseer una
organización privilegiada para llegar a este maravilloso equilibrio, a esta
fuerza de expresión y de sensación a que llegaron los grandes escritores.
Rara vez el hombre de talento, si no es por un supremo esfuerzo, toca en la
meta, logrando que de las cosas inanimadas surja la divina poesía, viva y
portentosa, como Lázaro de su sepulcro. De todo lo cual deduce García
Gallardo lo insuperable de esta labor y lo difícil que es trasformarse en un
gran poeta, representación de la grandeza, de los sentimientos y
aspiraciones de una época. Y, sin embargo, García Gallardo no ha roto su
pluma: si vuelve otra vez a ahogarse, será en algún mar de tinta, de cuyos
senos saque por visible milagro alguna otra poesía como El canto del
pescador.

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