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El Misterio de la Encarnación

Pbro. José Andrés Bravo H.


Director del Centro Arquidiocesano de Estudios de la Doctrina Social de la Iglesia.
Universidad Católica Cecilio Acosta.
Arquidiócesis de Maracaibo.

Cerca de celebrar la esperada fiesta de Navidad, los invito a contemplar el


acontecimiento que hizo pleno el tiempo: la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de la
joven María de Nazareth. Así se da cumplimiento al designio eterno de Dios (Rom 16,25-
27). La mayor significación de este misterio está en el hecho de que “en Cristo y por Cristo,
Dios Padre se une a los hombres. El Hijo de Dios asume lo humano y lo creado restablece la
comunión entre su Padre y los hombres. El hombre adquiere una altísima dignidad y Dios
irrumpe en la historia humana, vale decir, en el peregrinar de los hombres hacia la libertad y
la fraternidad, que aparecen ahora como un camino hacia la plenitud del encuentro con Él”
(Puebla 188).
El acontecimiento se realiza en una mística visita del mensajero de Dios a una sencilla
joven de un pequeño pueblo de Galilea, llamado Nazaret. Aunque el buen rey David quiere
construir un monumental Templo como habitación de Dios, Éste prefiere habitar entre
nosotros en el seno limpio y puro de una muchacha que, declarándose sirvienta del Señor, se
convierte, por la gracia del Espíritu Santo, en la humilde Madre del Salvador. Sin embargo,
siendo pobre la familia de María, goza de la estirpe mesiánica, la del rey David que se
comunica por su prometido, el carpintero José. Por eso, a Jesús suelen llamarlo Hijo de
David, porque hace realidad aquella promesa hecha al propio David de que su reino será
eterno (2Sam 7,16).
Este encuentro del Ángel y María, tan simple a los ojos del mundo, es un acto de
grandeza humana. Si como imagen del Creador, la persona humana adquiere una alta
dignidad por la participación divina, esta dignidad aumenta aún más cuando el Hijo del eterno
Padre participa de nuestra naturaleza humana. Es un maravilloso intercambio de dones, Dios
ofrece a su Hijo para que nosotros nos ofrezcamos al Padre y restablezcamos la comunión
que habíamos perdido por el pecado. En el Hijo encarnado, se realiza la comunión de lo
divino con lo humano. La reconciliación de la Persona divina con las personas humanas.
Para el Apóstol, la encarnación de Cristo, haciendo crecer la dignidad humana, es un
gesto de humillación y entrega que se concreta en la total ofrenda de amor en la cruz: “…A
pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó
de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como
un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”
(Flp 2,6-8). Es la revelación plena del amor del Padre que no quiere que ningún hijo se pierda,
sino que viva eternamente. Este misterio explica por qué Jesús vive la entrega contante de su
existencia que lo conduce al amor mayor, el sacrificio de la cruz, que le gana la victoria al
pecado por el triunfo de la vida.
¿Cómo responder nosotros a tan grande amor? He aquí la cuestión fundamental de
nuestra fe en el Hijo encarnado. La respuesta de fe es el acercamiento cada vez más sincero
a Jesús. Recibirlo en nosotros para que, en y por nosotros, Él siga revelando a la humanidad
su amor. Debemos dejar que actúe por nuestras obras. Así como lo hizo en su encarnación,
siga sanando a los enfermos, sirviendo a los más pobres, bendiciendo a los niños,
dignificando a las mujeres, acogiendo al que no tiene donde vivir, compartiendo con
generosidad para que no sufran los necesitados, practicando la justicia, educando para la paz,
valorando a las familias. En fin, que, por nuestras acciones y testimonio, Jesús siga actuando
su salvación, encarnado en el mundo concreto en el que vivimos.
La Iglesia, sacramento de salvación, es la presencia encarnada del Hijo. Por eso,
“solidarios con los sufrimientos y aspiraciones de nuestro pueblo, sentimos la urgencia de
darle lo que es específico nuestro: el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. Sentimos
que esta es la fuerza de Dios (Rom 1,16) capaz de transformar nuestra realidad personal y
social, y de encaminarla hacia la libertad y la fraternidad, hacia la plena manifestación del
Reino de Dios” (Puebla 181).

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