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cer referencia a dos razones (dos, escribe Alfano, para no ex- tenderme innecesariamente), y la primera me ha llevado a la segunda, derivada la una de la otra con gracia y fluidez. La vida de Monteagudo ha de estimarse superflua en el libro por usted concebido, por lo pronto, debido a que nacié Monteagudo en Tucumén. En una “Historia de Tucumén” seria bien recibido semejante relato biografico, y no sola- mente auspicioso, sino completamente imprescindible seria ese mismo relato en una “Historia de Monteagudo”. Pero aqui, en estas paginas que todavia no son pero que alguna vez serén una “Historia de Mendoza”, la vida de Montea- gudo adquiere una relevancia solamente relativa. Relativa, doctor Vicenzi, usted apreciard, no significa nula. El hecho de haber visto la luz en tierras tucumanas no hace de Monteagudo un personaje cuya incidencia en la his- toria mendocina debamos negar por completo. De seguir coherentemente ese mismo criterio, segiin el cual se ha de determinar a la figura histérica por el lugar en que nacid, acabariamos por llegar a tan aberrante conclusién como la de apartar de la historia cuyana al mismisimo Libertador, su gloria es la de Mendoza, por ser oriundo de la provincia de Misiones, o, segtin se vea, de la provincia de Corrientes. Consideraremos aqui, entonces, escribe Alfano, a Ber- nardo Monteagudo, seleccionando aquellos aspectos de su conflictiva personalidad y de su azarosa vida, en la medida en que afecten el desarrollo de los acontecimientos a los que dedicamos esta parte de la narracién. Omitido sera todo lo 271 otro, doctor Vicenzi, para no demorarlo a usted con detalles y desvios que sé que prefiere evitar. Todos los autores que de Monteagudo nos informan coinciden, ya que no en talento literario ¢ histérico, en des- tacar lo fogoso del cardcter de aquel personaje. Fogoso, he dicho, y agreg rdoroso, intempestivo, implacable, incluso cruel; si son muchos los adjetivos acumulados por mi, doctor Vicenzi, tache lo que no corresponda. Yo me sabré honrado por su correccién. Lo que cuenta, en definitiva, escribe Alfano, adjetivo mas, adjetivo menos, es consignar que la fama de Monteagudo lo consagraba por su extraordinaria firmeza, por no temblarle el pulso a la hora de tomar las decisiones mas drdsticas, por no conocer la excepcién ni la piedad. Todo lo sometia Mon- teagudo a la causa de la revolucién americana, y en aras de tan alto fin, no ahorraba medios. En los dias de mayo del afio de mil ochocientos diez (us- ted deduce, de inmediato, que aludo a la Revolucién de Mayo; al lector comtin, doctor Vicenzi, menos perspicaz, se- guramente, que usted, quiz4s convenga ponerle las cosas més claras), vemos a Monteagudo ubicado en el ala més recalci- trante, en la fraccién a la que se llamé, por asociacién con aquella otra revolucién, la de Paris, la fraccién de los jacobi- nos: a Monteagudo hemos de enlazarlo con Juan José Caste- Ili y con Mariano Moreno, y si toda revolucién pide sangre, no fue Monteagudo, precisamente, quien en menor medida se la proporcioné. 272 Aunque era brutal, escribe Alfano, no era militar. Se en- tregé al combate de las armas porque la patria asi lo deman- daba, lo hizo como lo hizo Manuel Belgrano: por espiritu de sacrificio y por responder al mandato de la causa americana alli donde mds falta hacfa. Pero la carrera de Monteagudo no habia sido la castrense, sino la de las leyes: enredarlo todo con hébil verba, tal era su profesién. Quiero decir con esto, doctor Vicenzi, escribe Alfano, que el enorme prestigio de que gozaba Bernardo Monteagudo no se debfa solamente a su extraordinaria valentia y al hecho de que, una vez lanzado, nada, o casi nada, pudiese detenerlo ya; no, no era solamente eso, se destacaba también Montea- gudo por su elocuencia, por el admirable poder de convic- cién de su cuidada retérica. Lo primero (le recuerdo, por si perdié el hilo, que lo primero era la valentia, el atrevimiento, la firmeza, etcétera) le valid la posibilidad de protagonizar muchas de las acciones més enérgicas de toda la revolucién que Buenos Aires irradié. Lo segundo (le recuerdo, por si, luego de hallado, volvié a perder el hilo, que lo segundo era la elocuencia, la retérica seductora, etcétera) le permitid estar siempre muy cerca de las figuras del poder: Mariano Moreno cuando secretario de la Junta de Gobierno, Carlos Maria de Alvear cuando Director Supremo de las Provincias Unidas, Bernardo O'Higgins cuando Protector de Chile. Y por en- cima de todo ello, en un punto sin duda mds alto y més lu- minoso, cerca de nuestro alto y luminoso Libertador, honra suprema la de ser su segundo, a la hora de guiar desde el 273 gobierno los complicados destinos del Pert. Sin embargo, doctor Vicenzi, y me excuso anticipada- mente por mi amargo tono, imposible parece destacarse y sobresalir sin ganarse por ello celos mal disimulados y arteros rencores (jvaya si esto es lo que nos ensefia, y aqui me exalto, la vida de nuestro mal pagado Libertador, la historia le hizo justicia, pero no sus contempordneos!), Tuvo enemigos Monteagudo, y no digo ya entre los que se esforzaban por perpetuar el dominio colonial, sino entre los mismos patrio- tas. Tales hostilidades le valieron exilios y marginaciones, y fue bajo semejantes circunstancias que dio Bernardo Mon- teagudo con sus pasos en Mendoza. No me propongo afir- mar, usando el término “exilio”, que perteneciera la provin- cia de Mendoza a otra nacién que no fuese, en el medio de mi pecho, la Republica Argentina, si bien, ya lo sabemos, no faltan los mapas en los que Chile saca un notorio bulto en n al Este, y ese bulto no es otra cosa que Mendoza. No discutamos esa cuestidn en estas paginas. Tampoco es mi intencién sostener, utilizando la palabra “marginacién”, que es Mendoza un sitio marginal. Yo po- dria, por cierto, recurriendo a cualquier mapa de la Argen- tina, demostrar que Mendoza se encuentra mas bien al borde direc del territorio patrio. Pero entonces usted me replicaria, en las jugosas notas con las que responde a mis informes, que no menos al borde, aunque del lado opuesto, se encuentra la ciudad de Buenos Aires. Nos trabarfamos asi en una discu- 274 sin del todo inconducente, en presencia de la cual se son- reirfan y se frotarfan las manos los verdaderos enemigos de nuestra nacién, a la que, por parecerse a Europa y por tener los cuatro climas, no pocos envidian. Evitémonos rifias de esa indole, doctor Vicenzi, y sigamos adelante con economia de nuestro tiempo. Exiliado y mar- ginado se vio Monteagudo en momentos en que chocé con el poder politico de Buenos Aires; Lisboa, Londres, Paris, también Mendoza, lo recibieron en esos perfodos de pasajero eclipse. Por Mendoza pasé, la vez primera, rumbo a Chile. En Chile se vinculé con O'Higgins y con el Libertador de media América. Ascendié prontamente a los mds altos car- gos; de sus manos surgieron varias de las proclamas mas efec- tivas y por sus manos pasaron varias de las cuestiones mds importantes. Pero luego sucedié Cancha Rayada, malhadada noche de la que ya nos hemos lamentado en anteriores oportunidades. A la derrota siguié el desbande, escribe Alfano, y cuanto do- cumento consulto, y no he consultado pocos, indica que el que més se desbandé de todos fue Monteagudo. Digdmoslo de una vez, doctor Vicenzi, sin rodeos ni eu- femismos: temiendo las consecuencias de la derrota en Chile, Monteagudo se dirigié a Mendoza, Monteagudo, jlo dire- mos?, se escapd a Mendoza. Allf se enterd, claro que dema- siado tarde ya para disimular la precipitada fuga, de que los grandes capitanes de la independencia chilenoargentina es- taban con vida, y que reorganizaban sus tropas con celeridad 275 y firmeza, con miras a lo que seria, pocos dias més tarde, la gran victoria de Maipo o de Maipu. Si abre usted su caja fuerte, doctor Vicenzi, 0 su cofre de plata con doble cerradura, y consulta mis viejos informes, encontrard una pasajera mencién a Bernardo Monteagudo. En aquel momento le dediqué una consideracién demasiado somera. Hoy, mds maduro como historiador, sin duda al- guna gracias a sus sapientisimos consejos, juzgo necesario de- tenerme mds cuidadosamente en su figura. Nombré alguna vez a Monteagudo por ser él el primer actor en el ya referido episodio, dramatico por cierto, de la ejecucién de los hermanos Carrera. Acontecié ese episodio en Mendoza, por eso lo inclus en su momento, y acontecié por orden directa de Bernardo Monteagudo, por eso vuelvo ahora a traerlo a colacién, aunque no para recordarlo en todo su desarrollo, sino sdlo para refrescarle a usted, doctor Vi- cenzi, la memoria. La eliminacién de los hermanos Carrera, aunque repu- diada por nuestro justisimo Libertador, quien nunca de- rramé sangre de hermanos, trajo alivio, sin embargo, a Ber- nardo O’Higgins, pues él se veia asi libre de unos muy signi- ficativos enemigos internos. Con ese crédito regress Mon- teagudo a Chile, y al poder. Pero el poder para Monteagudo fue, antes que nada, po- der ejecutivo. En Mendoza habia ejecutado a los patriotas chilenos de nombre Carrera. De regreso en Chile, ejecuté a otro patriota de aquel filoso pais: don Manuel Rodriguez, 276 héroe de la noche de Cancha Rayada. Una e¢jecucién lo reivindicé circunstancialmente, aunque la historia la lamen- tarfa; la otra ejecucién no pudo ser nunca més que enérgica- mente repudiada y objetada. Entre ejecucién y ejecucién, se vio Monteagudo rehabilitado y pronto nuevamente despres- tigiado y desplazado. Sin crédito ni respaldo politico, puesto aparte, por su im- prudencia y desmesura, del lugar de las decisiones, debié Monteagudo abandonar Chile por indicacién de nuestro in- contestable Libertador, asi fue como cruzé de nuevo la escar- pada cordillera, y por tercera vez en su ajetreada vida, recalé en Mendoza. No era buena su hora, ya expresamos antes esta observa- cién, y ahora la dejamos suficientemente demostrada. Pese a ello, seguia siendo Monteagudo un héroe de la Revolucién de Mayo, un patriota enérgico y vigoroso, su fama no habia menguado ni habia menguado tampoco el gran respeto que todos, tanto sus aliados como sus enemigos, sentian hacia él. El ocaso de los grandes, que siempre, como ya fue dicho, es pasajero, se encuentra en un punto mds alto que el punto mis alto de la carrera de los mediocres. Si con estas palabras, doctor Vicenzi, he dicho una verdad, me alegro de merecer asi un lugar, aunque pequefio y humilde, en el discurso de la historia, ya que no otra cosa sino verdades es lo que el dis- curso de la historia debe pronunciar. Como la gran figura que era, escribe Alfano, fue acogido 277 en Mendoza Bernardo Monteagudo. Su llegada agité los co- mentarios y los estados de 4nimo de esa ciudad, apocada como a menudo lo son las ciudades de provincia, y cierto admirado revuelo se formé en torno de él. Primero lo recibié el gobernador Luzuriaga. Tuvieron una breve entrevista y una nueva reunién, mas prolongada y de conversacién més minuciosa, quedé acordada para unos pocos dias después. Luego visits Monteagudo a su amigo Gonzalez Balcarce, a quien conocia desde los afios de la Campaiia al Norte, y quien habja sido su protector en Men- doza alguna vez anterior. Después del mediodia, pero pasada también la hora de la siesta, a la que en las indolentes provincias se tiene por sa- grada, se dirigid Monteagudo a la casa de la familia Pringles. No habia tenido ocasién de tratar antes a esta distinguida familia cuyana, pero esta vez era portador de una misiva que los tenia por destinatarios: una breve carta, de letra tosca pero expresidn afectuosa, de quien inmortalizarfa el apellido Pringles para la historia argentina: por Monteagudo les Ile- gaban unas cuantas Iineas escritas por Pedro Pascual desde Chile, donde se preparaba para seguir luchando por la inde- pendencia del continente. Recibida la esquela, y leida entre femeninas lagrimas, in- vitaron a Monteagudo a pasar al jardin. Alli, bajo un tibio sol de fines de octubre, bebieron vino y probaron frutas fres- cas. Disfrutando de tan hermosa jornada, se entregaron a una larga y amena conversacién. Monteagudo era un gran 278 causeur, y con una vida tan rica en experiencias como la suya, no faltaron anécdotas para referir. La tarde pasé tan rdpida como pasan los placeres. Basté esa tarde, doctor Vicenzi, para que Bernardo Mon- teagudo, el fogoso héroe de Mayo, se enamorara rabiosa- mente de Lucia Pringles. En el barrio de Devoto también abundan las arboledas, y entre sus tranquilas calles no faltan plazas y plazoletas. Todo lo cual no le indica a Alfano otra cosa que perros y més pe- rros, vagando por la zona y ensuciando por doquier. En otro momento la cuestién habria perturbado sus suefios; ahora no: ahora Alfano se sabe a salvo. En la celda que ocupa no podria haber més inmundicia que la suya propia. No es que la suya propia le agrade, pero Ilegado el caso siempre le re- sultaria preferible a la ajena, sobre todo si se tratara de perros. De modo que Alfano siente cierto alivio, pero lejos esta de ser feliz. Las largas caminatas por la ciudad de Buenos Aires siempre fueron una de sus costumbres favoritas, tal vez la predilecta. Las porquerias de los perros, sin embargo, em- pafiaban este modesto placer; a veces, es més, lo arruinaban completamente. Ahora se ve Alfano libre por fin de ese in- fecto peligro. Pero la caminata mds extensa que puede llegar a emprender en este momento (el trayecto que va desde la cama hasta el inodoro) no abarca mds que cuatro pasos, y si los pasos son largos (esas enérgicas zancadas que da Alfano 279 cuando se entusiasma) los cuatro pasos se reducen a tres. Las alegrias parecen no ser nunca completas. La celda no resulta confortable. Ni siquiera para Alfano, que nunca fue una persona que se caracterizara por tener de- masiadas exigencias respecto de comodidades en el aloja- miento. No la comparte con nadie, y eso es una ventaja. Pero el lugar es estrecho, muy frio en las noches, muy caluroso en las tardes. La cama es durisima: un bloque de cemento en- cima del cual hay una especie de colchoneta tan delgada como un papel. Es cierto que los médicos aconsejan dormir sobre superficies duras para combatir los problemas en la co- lumna vertebral, pero Alfano a lo largo de los afios se ha ha- bituado a lo mullido, y sobre esta piedra rectangular mal pu- lida le resulta casi imposible dormir. Para cubrirse en las noches, Alfano dispone apenas de una manta corta y agujereada. Las pulgas hallaron hogar y cobijo en esa manta, y Alfano se entretuvo mds de una mafiana atra- pandolas y matandolas una por una, para lo cual fue necesa- rio apretarlas con el borde de la ufia del dedo pulgar contra la yema del dedo indice, con tanta paciencia como solamente el ocio puede proporcionar. El inodoro esté ubicado junto a la puerta de rejas; no hay cortina, pared ni biombo que lo oculte de la vista general. Alfano es timido y le gusta la discrecién. Hacer de sus nece- sidades un virtual espectaculo es cosa que lo perturba y que en principio lo constipé. La sequedad de vientre le duré dias. Casi una semana debié transcurrir antes de que la implacable 280 presién intestinal, que al fin de cuentas es poderosa como la naturaleza, doblegara los pruritos del pudor, que no son mds, en definitiva, que un endeble ardid cultural. La comida, si no fuese insipida, seria fea. Hay almuerzos y hay cenas que Alfano rumia sin poder establecer con clari- dad qué es exactamente la sustancia que se le hace pasta en la boca y luego le baja, no sin dificultades, por la garganta. El color palido y vago, la ausencia de olor o sabor, lo informe de la cosa que le aparece cada vez en el plato de aluminio, le torna imposible formular un veredicto, del tipo: “pollo”, “arroz”, “fideo” 0 “calabacita”. Lo que bebe sin dudas es agua. Un agua demasiado consistente y por lo general agria, que, debiendo ser lo tinico que no tiene por qué tener sabor, lo tiene, y fuerte. Alfano come en la celda, solo. Prefiere eso a las largas me- sas del comedor general, cuya atmésfera de agresividad apa- rentemente festiva lo incomoda y termina por quitarle el apetito. No le gustan sus vecinos, si puede evitar su hiriente compafia, lo hace. Encuentra mejor la soledad, un refran harto conocido sostiene su decisién y él bien lo sabe. Del bafio matutino, sin embargo, no puede prescindir. Alfano no renuncia a sus hdbitos de higiene: se bafia cada mafiana, aunque el agua salga helada, y se afeita con proliji- dad, aunque tenga que hacerlo en seco y con una navaja completamente desafilada. Es éste el peor momento del dia, no por los chuchos de frio que hay que soportar, ni por lo cortajeada que le queda siempre la cara; es el peor momento 281 del dia porque en ese momento tiene que estar Alfano en medio de todos los demas. La sala de duchas es un lugar luminoso, de azulejos blan- cos. Es facil patinar alli, por la lisura del piso. No habria por qué llamarle sala de duchas, todo nombre es arbitrario, pero éste lo es mds: el agua, si hay que ser estrictos, no sale de unas duchas, sino de unos gruesos cafios metalicos, de manera que lo que cae matinalmente sobre el cuerpo desnudo de Alfano no es una suave lluvia de gotitas pequefias, sino un fuerte chorro, ancho y hostil. A la sala de duchas tienen que ir todos juntos; uno al lado del otro se lavan lo mejor que pueden; casi siempre ocurren peleas y nunca se sabe exactamente por qué motivo empezaron. Hay diasen que no hay peleas, éstos son pocos, pero hay. Pero aun en esos dias flotan en el aire las agresiones més hirientes, casi siempre bajo la forma de crueles ¢ implacables burlas. Por ser nuevo en el lugar, o por ser un solitario, Alfano es victima habitual de las pullas en la sala de duchas. Alfano sabe que lo toman de punto, ignora el origen exacto de esa expresién corriente (punto por punto y banca?, ;punto por el signo de puntuacién?, :punto en el sentido de punto arroz, punto cruz, etcétera?), pero sabe que si todos se ensafian en su contra, cosa que evidentemente ocurre, es porque lo han tomado de punto a él. Las bromas son torpes y muy vulgares, a Alfano le cuesta encontrarles alguna gracia. Pero todos los dems evidente- mente se la encuentran, puesto que se rien a carcajadas y sin 282

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