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APOLOGÍA DE ANITA BRYANT.

Voy a empezar leyéndoles unas palabras recientes de Lacan,


proferidas bajo la presión del diálogo, no en solitario discurso, y
por ello mismo tanto más «certeras»:

El sicoanálisis es una práctica delirante, pero es lo mejor que por el


momento tenemos para tomarnos con calma la situación incómoda
de ser hombres. O, en todo caso, lo mejor que Freud encontró. El
siempre mantuvo que el analista no debe jamás dudar en delirar.

Y añade aún, más adelante, a una pregunta de J.A. Miller


sobre si la sicoterapia merece la pena o no:

Es cierto. No merece la pena terapizar lo síquico. Freud también lo


pensaba así. Pensaba que no había que apresurarse a curar. No se
trata ni de sugerir, ni de convencer.

Digo todo esto, porque se me había en principio pedido


hablar de sicoanálisis. A lo que yo mismo me negué, sobre todo al
saber que Oscar Masotta habría de hacerlo por su lado, lo que
sería demasiado hablar de sicoanálisis, sobre todo por mi parte,
que no soy sicoanalista.
No quiere esto decir, sin embargo, que no vaya a hablarles
en absoluto de sicoanálisis. Tal vez incluso hable más de lo
debido, o más de lo permitido (por el sentido común, a no dudar).
Lo que sí no haré será hablar «como científico», a lo que muchos
sicoanalistas se sienten obligados al hablar en público.
Presionados, evidentemente, por la muda expectativa del
auditorio, que así los analiza a ellos. Y en no pequeña parte
también por la propia «conciencia de si» que en tal predicamento
aflora.
No teniendo que guardar la palabra de ningún logoteta —
cuyos honores rindo, no obstante, como es evidente—, y yo
mismo erigido en logoteta, según la regla lacaniana (no muy
clara, por lo demás) de que es analista quien de tal a si mismo se
autoriza, voy a pasar de ocupar un lugar que ¿por qué no decirlo?
me resulta grato: el de «malo» del análisis. Lugar simbólico que
corresponde al del supuesto saber cuando desencadena una
transferencia negativa. No para conseguir nada, pues ¿qué puede
conseguirse? Sí, al menos, para sacar de su marasmo habitual al
discurso analítico cuando viene a proferirse en público, lo que
quizás lo convierta en no tan analítico.
Pero, entiéndase bien, y no porque me importe ser
comprendido, sino para mi propia tranquilidad (y en esto entra
ciertamente la seguridad de que el discurso por sí mismo se
demarca, y en ello hace síntoma): delirar en este caso no es
disolverse o desnudarse ante la mirada de un público que no se
necesitan súbditos. Es el paranoico el que habla, no el esquizo.
Voy, pues, a lo que es el título de esta ponencia: la alabanza
de Anita Bryant. ¿Alabanza de una reaccionaria? A Anita Bryant
todas las que aquí escuchan la conocen —y no explicaré más que
de paso este empleo del femenino para el respetable aquí presente,
ni me disculparé por ello. ¿No están todas las que aquí están en
posición de «recibir»? Y si, como sospecho, la actitud no deja de
ser agresiva ¿no es esto menos muestra de un metafórico
penisbeud?
Para aquellos que no conozcan a tan excelsa dama, les
recordaré su ejecutoria: militante del movimiento por la decencia
y principal responsable de la pérdida del referéndum sobre la
equiparación de los derechos de los homosexuales en Florida,
pocas semanas antes del Día Mundial del Orgullo Gay.
Lo bastante para causar el horror de cualquiera de los muchos que
toman lo dicho al pie de la letra, acostumbrados como están a la
consigna. Y no se equivocan ciertamente, pues si algo verdadero
tiene el significante es su literalidad. Si bien está sólo logra
aflorar del «valor», de un campo de conmutaciones.
Si yo digo: ¡Bien por Anita Bryant! inmediatamente se me
juzgará idéntico a ella, peor, traidor por ella, ya que debiendo
sentirme afectado por sus invectivas, tomo partido por ella.
Curiosa, aunque habitual manera de concebir las tomas de partido.
Concibiéndose éstas como apropiación de emblemas, más que
como fruto de una opción racional, en la que ¿por qué no?
también tiene cabida la paradoja.
Sobre todo cuando los emblemas resultan exceder su
contenido por la riqueza del significante, siendo aquél el
representante del sujeto que lo es para otro significante, en este
caso Anita misma, superada por su propio emblema.
¿De qué manera? Agitando un fantasma —y agitad por él—
que nada tiene que ver con la realidad. Y mucho menos con la que
los movimientos gay, los movimientos ciudadanos gay (nótese el
subrayado), representan.
Representan, digo, es decir, presentan de nuevo: en lo
simbólico. He aquí la clave: porque todo se juega en lo simbólico.
Porque, en definitiva, ¿qué son los homosexuales? Los
movimientos gay, ciudadanos recalco (o cívicos), el Front entre
ellos, intentan convencer a la bondad de los homosexuales, de su
inocuidad. Y ¿qué decir de la izquierda? Oigamos a Álvarez-
Solís, un calificado portavoz de ella: «En definitiva los gay no
hacen sino ensanchar el círculo del amor, enriquecer el ámbito de
los contactos» (Interviú, número 60). Lo que suena ni más ni
menos que a aquel chiste de hace años, en el que maliciosamente
se hablaba de «ampliar el círculo de amistades».
O a Juan Goytisolo, quien en un reciente artículo (Triunfo,
número 754) intentaba introducir la normalidad por el «hábil»
procedimiento del juego semántico (un tanto a la manera de la
habilidad de Morgan y de la semántica de Tecglen) voluntarista.
Como si el hecho de redefinir los términos a voluntad bastara para
despojarlos de la ideología inscrita en ellos.
Se me dirá tal vez que argumento en zig-zag con intenciones
falaces. Pero ser verá que no. Como tampoco es inocente el hecho
de confundir argumentación ideológica y proposiciones
científicas (tomadas, además de una ciencia, más que conjetural,
conjurativa) en un campo más lleno de maraña, cuanto
sintomático.
Los homosexuales quieren ser normales. Y la izquierda
también. Anita los quiere amenazantes. Como igualmente la
derecha: la más cerril, la más estúpida.
Pues, ¿en qué pueden resultar amenazantes hoy en día los
homosexuales? El Front, con una falta de perspectiva que nada
tiene que envidiar la de Anita Bryant (no en vano juega aquí lo
especular), señala en el rechazo de la reproducción el núcleo
irreductible de su amenaza objetiva para el cuerpo social, sin
tomar en cuenta que las formas básicas de la reproducción de los
llamados modos de producción —y mucho más en aquellos en los
que el aumento demográfico no solamente no favorece, sino que
entorpece el crecimiento económico— son a saber,
principalmente, la ideología y la economía en sentido estricto.
Primar de esta forma la reproducción biológica supone
situarse por detrás incluso de los que, como Anita Bryant, saben
que la clave está en el aspecto ideológico, por más que ignoren el
porqué, y se sitúan ellos mismos por detrás de las exigencias
ideológicas objetivas del sistema que se dicen celosos defensores.
Supone ignorar la forma como los sistemas sociales se
constituyen ideológicamente, mediante el rechazo hacia el margen
de cuerpos extraños que ellos mismos constituyen como tales, a
partir del núcleo erigido en principio de recurrencia.
Bastaría con alterar de una manera que, evidentemente, no
es casual en cada caso, el orden de integración de los elementos
que constituyen el bricolage social, para encontrarnos con una
homosexualidad perfectamente integrada en el todo social,
perfectamente delimitada en su función simbólica, y, en cambio,
sustituida por otro elemento de rechazo, mediante el cual el
entramado social adquiere consistencia de tejido.
O, incluso, sin sustitución alguna, siendo pensable ¿a qué
dudarlo? una sociedad perfectamente integrada en la
diferencialidad, como las sociedades primitivas lo son en la
uniformidad por clases simbólicas, de edad, clánicas, etc.
Que esta sociedad tenga que ser precisamente la comunista
sería ciertamente pedir demasiada armonía. Y también quitarle
elasticidad a la sociedad capitalista.
Evidentemente, el hecho de que el ghetto tenga que pensarse
de una manera binaria absoluta no es culpa suya, pero resulta
ridículo cuando el ghetto adquiere conciencia política, y
justamente en el sentido de la clase que pretende superarlas-
negarlas a todas. La salida de la conciencia inmediata del ghetto
requiere la consideración de la historia presente como conjunto de
desigualdades, que solamente en su concreta articulación pueden
ser afrontadas de manera práctica (¡ardua palabra!).
Desigualdades que afectan al interior mismo del ghetto.
Pensar la salida de éste, constituido como ha sido desde el
exterior, como una cohesión interna que sólo llega a disolverse
mediante su inmersión en el exterior, es un error político de
consecuencias políticas casi inmediatas, ya que menosprecia la
capacidad de asimilación de ese exterior amenazante, del que el
ghetto no es más que un apéndice reversible.
Nada que resulte menos pensable para quienes, rechazando
en la práctica toda teoría que no tome en directa consideración el
ghetto, se dota sin embargo de una ajustada a sus propias
condiciones, para poder actuar políticamente. Porque aún menos
pensable resulta poder actuar sin marco teórico, sea el que sea.
Así, el Front, los fronts, hablan de una supuesta «disolución
de las categorías», que llevaría a una situación de bisexualidad
generalizada, lo que viene a ser lo mismo que rechazar la castidad
sin negar el sacerdocio, para un clero católico que, en el fondo, lo
único que quiere es ser protestante.
El ideal de los homosexuales resulta así ser el de convertirse
en «seres humanos», lo que sin duda no eran, o apenas, hasta
ayer. Pero, si bien las revoluciones retrasadas en determinadas
áreas de la ideología no tienen más remedio que hacerse por
pasos, confundir las posibilidades prácticas con límites reales no
deja de ser un asunto penoso, y sin embargo necesario.
En efecto, nadie se plantea más que aquello que puede
resolver, y aquí los límites son objetivos. Pero, de ahí a pensar
que de necesidad pueda hacerse virtud, de límites prácticos
limitaciones de la teoría, va un gran trecho.
Hablamos de límites objetivos, y éstos sin duda sólo pueden
plantearse desde un más allá de la teoría, que en esto resulta en
verdad contemplativa, aunque solamente para aquellos que
pueden contemplarla... desde una posición práctica.
La sociedad sin duda es cruel, pero si podemos
atropomorfizarla hasta ese punto, bien podemos decir también que
es compasiva. En sociedades como la nuestra, en la que la
reproducción social se efectúa a nivel de individuos, éstos
resultan arrojados al vacío de la indeterminación, pero, a la vez,
les son ofrecidas una serie de casillas donde poder insertarse. Más
aún, la indeterminación puede llegar hasta el punto de abrirse
como peligro psicótico, por una falla constitutiva a nivel de
estructura, a la vez que la sociedad dispone de una serie de
muletas que evitan la psicotización generalizada, mediante la
provisión de identidades secundarias, emblemas sociales que
ayudan a fortalecer el Ideal del Yo, como apuntalamiento del Yo
Ideal casi fallido.
Hasta hace poco, los más habituales de esos emblemas eran
religiosos, los más generales, complementados por los de clase.
Ambos han entrado en decadencia en la sociedad altamente
diversificada del capitalismo avanzado. Las subculturas y los
partidos han venido a sustituir a los segundos. En cuanto a los
primeros, ¿qué otra cosa que el sexo, religión moderna avalada
por la ciencia?
Parece una broma, y sin embargo no lo es. ¿Qué pretendía
conscientemente la religión? Religar (tal es la definición de los
manuales, ¿no?), religar al hombre con su naturaleza última, con
el fondo de su ser, como dirían los más modernos teólogos. Pues,
¿qué fondo más verdadero que el de las pulsiones, donde la
naturaleza se desata sin trabas?
Y, en una pretendida entrega a lo prístino dionisíaco, la
gente se entrega al ritual de los manuales de sexología. Y concibe
las pulsiones como mecanismos naturales cuya mecánica no hay
más que conocer, para discernir los misterios del propio ser, y
alcanzar la felicidad. Como adecuación a la propia naturaleza:
puede verse lo poco que han cambiado las actitudes filosóficas de
fondo.
Aquí es donde los movimientos gay encuentran su perfecto
punto de inserción. No tanto por su defensa de las pulsiones
homólogas, u homologables, como por su consideración
«realista» de las mismas.
La realidad es a la vez tan sutil y tan bruta, que entre
concebir la realidad como un todo lleno e indiferente, o una nada
en la que la línea de demarcación —¡tan poca cosa!— establece
diferencias, apenas hay otra diferencia que la línea como tal. Y,
sin embargo, ésta es tan categórica como lo es el narcisismo de la
pequeña diferencia: apenas nada, y sin embargo creador de un
abismo entre los sujetos.
Tal es el caso para el sexo, que es a no dudar el campo de la
nada. Y, no obstante, parece lleno... de fantasmas. Tan reales
como sólo pueden serlo éstos. Llénense estos fantasmas de
sustancia, y se tendrán las «pulsiones» concebidas como
realidades.
Si además a una de éstas se la dota de una
supersustancialidad, lo que de soporte tiene siempre la sustancia,
funda entonces una identidad.
Tenemos así el doble movimiento entre lo que la sociedad
arroja al margen para poder constituirse como cuerpo, y lo que
ese margen como perfectamente delimitado desde el centro ofrece
para aquellos que carecen de límites. Se trata del problema de la
elección entre perversión y neurosis, de las que, como bien
sabemos desde Freud, la segunda es el negativo de la primera...
Revelada así sobre un cliché, aparece la neurosis convertida en
perversión.
Pero, teníamos ya un tanto olvidada a Anita Bryant, cuya
alabanza parecía ser (¿lo era?), el objeto de esta ponencia, y cuya
mención viene ahora al caso. Esta, no sólo aparece como lo
inverso simétrico de la pasión moralizadora de los gay, sino sobre
todo, como desveladora de ese carácter constituyente del ghetto,
que paradójicamente los gay rechazan, siendo así que es lo que les
otorga identidad.
¿En qué resulta, pues, ella superior? ¿En qué más alabable
que ellos? Se me dirá que, pretendiendo criticar la falsa
conciencia desde una postura teórica, abogo en cambio por una
posición moral: la de que la perversión connotada como criminal
es preferible a la normalización de las tendencias.
Y no es eso. Es que Anita Bryant se ve agitada, como buena
histérica que es, por un fantasma al que los orgullosos de su
homosexualidad han renunciado. Fantasma que, para ella, se
presenta como amenazante sin más, pero que lo es sobre todo si
llega a desvelarse como puro fantasma, es decir, como carente de
referencia, como falto de objeto.
Para los teóricos de la homosexualidad como motivo de
orgullo, el sexo no hace problema. Existen las pulsiones y existen
sus objetos, centrados, genitalizados incluso, aunque sea sobre la
zona anal. Ni por un momento se les pasa por la cabeza que
incluso la inscripción del cuerpo es una inscripción imaginaria.
Sin hablar ya de la elección del objeto.
Coinciden en esto —de ahí las buenas migas— con toda
aquella izquierda, liberal y no tan liberal, para la que todo
racionalismo se resume en la teología, sea ésta la que fuere, con
tal que exista.
Que un discurso como el que aquí se profesa no pueda dejar
de ser fascista es la más pura evidencia, pues, sin rumbo, ¿cómo
saber dónde ir? Sin tomar en cuenta que el peligro máximo del
fascismo, si alguna vez ocurre de nuevo en su forma política
práctica, es la indistinción de los tres registros que enmarcan la
realidad, y lo que de esa realidad así enmarcada afecta a la
práctica cuando los tres registros pueden ser discernidos: lo real,
lo simbólico y lo imaginario.
La burguesía resulta ser en esto mucho más hábil. Delira, sin
duda, a nivel ideológico, pero sabe perfectamente dónde está el
poder, y cuál es su elasticidad.
No quiere esto decir que la burguesía detente el monopolio
del buen delirio, mientras que la izquierda carga con la lotería del
delirio realista, que no menos lo es. Sí, en cambio, que la
izquierda, en cuanto pretende apropiarse del poder no puede
menos que concebir sus objetivos como reales, mientras que la
burguesía, que lo detenta de hecho, puede permitirse delirar,
como modo de defensa al menos, guardando lo que es patrimonio
de las clases en declive: una verdad a nivel ideológico que sólo
extraida de su núcleo racional puede alumbrar de veras. ¿No era
éste el caso del llamado «socialismo feudal»?
No cabe, sin embargo, engañarse con relación a las alianzas.
El hecho de que sea la izquierda —y fíjense que no digo el
proletariado, en lo que sin embargo no voy a entrar— la que se
apropie de las reivindicaciones gay, no quiere decir que sea ella
quien las realice. Aunque sea sin duda bajo su presión —no la de
los movimientos gay como tales—, síntoma de redistribuir y mala
conciencia a acallar. Presión que, por otra parte, se integra en una
necesidad objetiva, una vez aflorado el síntoma.
Lo que de las reivindicaciones gay es realizable es
justamente lo que es vindicable a nivel de cosa, de objeto. Es
decir, no ya aquello que determinada sociedad niega, sino lo que
la cultura hace posible. Por esto resulta estúpido hablar de la
burguesía como único obstáculo de las revoluciones gay. Hay un
vindicable y un invindicable: Y esto invindicable es lo que excede
a la cultura, sin ser no obstante naturaleza. La locura, ni más ni
menos.
Existe un equívoco con relación a los homosexuales, que sí
que es de carácter absolutamente histórico, y que, en cambio, en
nuestra época se considera absoluto e intemporal, del orden
estructural de la cultura: el de concebir la homosexualidad como
la perversión básica de toda sociedad, la que marca su punto de
fractura. Y, para esto, se citan los casos de cuatro o cinco
homosexuales ajusticiados como tales, sin tomar en cuenta los
miles y miles de ellos asesinados como herejes, brujas,
criminales, etc., etc. Y, en cambio, los igualmente cientos de
homosexuales elevados a los altares, celebrados en los fastos de
las ciencias y las letras, etc.
Una cosa es decir que el contrato homosexual implícito que
funda la cultura no es expresable; y otra muy distinta que el hecho
de que determinados individuos surjan como síntoma de lo oculto
llegue a desvelarlo hasta el punto de la ruptura. El síntoma existe,
pero no es peligroso, y cada cultura tiende a integrarlo a su
manera. El hecho de que en la nuestra no lo haya logrado hasta el
momento en su forma más descarada, es sólo fruto de su gran
movilidad, de su escasa capacidad de simbolización propiamente
dicha, y, en cambio, su gran capacidad de permutación horizontal,
según el primado del intercambio de mercancías que la
constituye. Bastará con que la homosexualidad quede integrada a
ese nivel, para que el problema resulte obviado.
Pero, si la homosexualidad no es la perversión básica, ¿cuál
lo es? Pues ninguna. Sólo faltaría que a estas alturas siguiéramos
buscando un pecado original otro que el ya conocido: la
separación entre naturaleza y cultura, entre necesidad y demanda.
En una palabra: el deseo.
Preguntarse por la cultura es preguntarse por el ser de las
cosas, y éstas, o son o no son. ¿No integra últimamente la
Antisiquiatría incluso a la locura como mito de nuestro tiempo?
No es a esta locura a la que antes me refería: una locura
sustantiva, y por tanto sustentada en el ser, sino la que tiene como
límite la nada. Es decir, el puro enunciado.
Es la locura del puro enunciado la que marca los límites de
lo socialmente soportable, porque el sujeto social aún cree en lo
palpable. Debe creer para soportar la nada en que se mueve. Y en
esto la homosexualidad no sólo no rompe, sino que suelda.
Porque si una forma de elección de objeto hay que niegue la
castración, esa es la homosexualidad, que quiere siempre verlo,
palparlo, devorarlo.
De ahí mi alabanza a Anita Bryant. Frustrada, y sobre todo
frustrante... para los que esperaban encontrar en mis palabras un
chivo expiatorio para su propia reconstrucción narcisista. El
pasmarote que agita contiene aún una utopía, del pasado si se
quiere, distractiva, y por ello mismo aún alabable. Pobres
orgullosos de su gayedad cuando, disuelto el ghetto y ya en el
término de esa «disolución de las categorías» preconizada, se den
cuenta de que tampoco era aquello, y, desnudos, se encuentren
justamente donde debían haber estado al principio.
Pero no quiero pecar de efectismo del anticlimax, y para ello
echaré mano como cierre de un poeta que, como kitch, se halla
objetivamente lexicalizado, anulado para el goce. Tal vez darle la
vuelta al significante para descubrir su verdad allí donde el gusto
ha tenido a bien arrumbarla. Sirva como pista... hacia lo que no se
indica:

—Yo soy un sueño, un imposible,


vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible,
no puedo amarte. —¡Oh, ven, ven tú!
ANEXO.
Archie y Anita, Roger y Lamar.

Cada uno cree en los comunistas de los otros.


(Nerhu a Malraux, Antimémoires.)

La política imaginaria procede a un ocultamiento de la disimetría de


las relaciones de clase mediante la elaboración de una representación
simétrica, especular, de los dos antagonistas.
(Michel Plon, La théorie des jeux: une politique imaginaire.)

Preludio y avanzadilla de lo que en sus aledaños está a punto


de suceder, el Estado dominante exhibe en sus contradicciones las
de sus súbditos y «aliados», que no tienen más que extrapolar
para prevenir, por más que lo habitual sea exorbitar para
proyectarse.
Caso ejemplar de este sacar de órbita con fines de moraleja
o de consigna ha sido el contencioso internacional con Anita
Bryant, por el que la digna matrona de las naranjas de Florida
pasó por los media revestida de las fauces de Godzilla. Otro,
menos afortunado a nivel provincial, pero no menos ejemplar, es
el caso del juez Archie Simonson, de Madison (Wisconsin). Este
pobre hombre, cuyo único pecado fue el de querer mostrarse
liberal en un país donde la modélica mayoría silenciosa deja que
las minorías izquierdistas asuman sus más exagerados rasgos
fascistas por las cuestiones más nimias, reservándose, con
innegable olfato de lo estructural, el derecho de dirimir en lo
fundamental. Este buen hombre, que nos fue presentado por El
Pais como de pasada, tal vez haya perdido a estas horas su puesto
de juez a manos de las feministas americanas.
Poco pueden tener que ver a primera vista un liberal del
Middle West con una conservadora de Florida, estado
conservador si los hay, entre gánsteres, jubilados y «gusanos»,
pero en la aldea global, no solo comunica con todo, sino que,
cuando no simplemente es contemplada como el universo de la
comunicación homogénea, tales conexiones descubren a veces
maridajes insólitos, y hasta swingings inauditos.
Anita Bryant recibió entre nosotros variadas respuestas.
Ninguna, sin embargo, tan cumplida como la de Roger de
Gaimon, nom de guerre del Secretario General de F.A.G.C.
(Diario de Barcelona, 28-7-77). El tono alarmista de dicha
respuesta podría hacer pensar que Anita se encuentra ya entre
nosotros, o que la frágil libertad de que los homosexuales
empiezan a gozar en nuestro país, podría verse de un momento a
otro arrasada por obra de un agente «desestabilizador» venido del
exterior (en alas, claro está, de la CIA, la John Birch Society y el
KKK). Se trata evidentemente de un artificio retórico, pero los
artificios retóricos solamente son tales cuando se usan como tales,
y los insultos mundiales a la inspirada predicadora baptista no
permiten ciertamente pensar que lo sean.
Cierto es que los homosexuales no gozan a nivel mundial de
una perfecta igualdad jurídica que los integre como «minoría
diversa» en el gran todo de la sociedad, y que retrocesos como el
referéndum de Florida supone, a parte del momentáneo y eventual
recrudecimiento de la represión en el área afectada, un
estancamiento en aquellas otras en las que la lucha no está
siquiera en condiciones de plantear referéndums. Decir, en tales
condiciones, al individuo que puede verse conducido a la prisión
de Huelva, o simplemente vapuleado en una esquina por un
policía-ful o un chapero, sin poder presentar una denuncia que no
implique peores consecuencias: «Mira, en todo este jaleo de la
Bryant hay un defecto de planteamiento», sin duda es una
crueldad. Pero ni la teoría, con excepción de las más burdas
religiones, es el paño de lágrimas de los afligidos, ni, lo que es
mucho más importante, una política puede plantearse como un
puro efecto reactivo.
El hecho es, sin embargo, que es precisamente así como los
movimientos gay se plantean su política. Ahí está como muestra
el artículo de Roger de Gaimon, respondiendo como a verduleras
corresponde, en casi idéntico tono, aunque para distinto público.
Y, prueba de la determinación del ghetto, consignas tan
transparentes como las de las llamadas «Feministas Radicales»,
fracción o survival de L.A.M.A.R.: «Contra violación,
castración», «A mujer violada, picha cortada».
Estos son los swingings inauditos de que hablamos.
Partouzes de cama cósmica donde nadie sabe en realidad con
quién se acuesta. ¿Qué tiene que ver Anita Bryant con Pedro «el
loco»? Lo mismo, ni más ni menos que Archie Simonson con
ellos, y las F.R. con el F.A.G.C. Toda una serie de topologías
ilusorias, que al final se reducen a una única compuesta por dos
puntos reflejos: nosotros y los otros. Y, si me apuran, uno sólo
que los contiene a todos, el nosotros del ghetto.
Que en condiciones de ghetto la reacción instintiva deba ser
necesariamente la de la más acabada paranoia, es algo que nadie
objetará, y que desde la libérrima posición que aquí se mantiene,
resulta tan perfectamente alabable, como la del psiquiatra ruso
(por poner un ejemplo de malvado) que inyecta sulfazina al
peligroso disidente para calmarlo, ¿o no? Otra cosa es cuando
hablamos de política. Y no porque ésta implique una axiomática
que negamos en otros campos, sino precisamente por todo lo
contrario: porque es el campo de lo complejo que se jerarquiza en
objetivos en orden a su consecución práctica (lo que no
precisamente implica una consideración de tales objetivos en
cuanto realizables).
Pero, hay un equívoco implícito a la palabra «política», fruto
de su extensión como operador entre distintos niveles, desde el
punto de vista precisamente de la teoría que concibe la realidad a
la vez como desencajada y sobredeterminada: entre la
determinación puramente metonímica y la dominante
estrictamente metafórica, la guía es precisamente la metáfora
política, lo que viene a decir que a cada nivel corresponde una
metáfora-guía, y a la realidad donde estas guías parecen confluir,
el papel de lo imposible (allí donde la política se realiza como arte
de los posibles).
Una política especular, que para nada toma en cuenta estas
sutilezas (¡viva el optimismo de la voluntad!), evidentemente las
resuelve sin más en lo real mediante la confrontación directa, para
lo que no hacen falta más que los puños y las pistolas. Es decir, lo
solventa, porque para resolver las cosas es preciso mostrar
también los sobreentendidos, no sea que éstos salgan por donde
menos se espera. Y sin garantía alguna, además, de que el
mostrarlos en todas sus determinaciones sea algo más que el puro
explicitarlos. Poco se conforman con las palabras, pero no sería
poco que éstas sirvieran al menos como constancia del equívoco.
El F.A.G.C. ha elegido como insigna el triángulo rosa
invertido que los nazis colocaban como distintivo a los
homosexuales. Con un puño cerrado en su interior, claro está,
para marcar que no se trata de una manera de aceptación sumisa.
Anita Bryant, dice el G. del F.A.G.C., es una nazi pero
¿cómo establecen los movimientos marginales que se reclaman de
la izquierda la línea de demarcación del fascismo?
En la manera habitual, mediante la decantación hacia el lado
opuesto del espectro de lo que en un determinado momento
pretendió anularlos a la vez como discurso y como entes. Es decir,
de una manera historicista ingenua, muy en el estilo de la
izquierda «radical», que entiende siempre la historia como
escatología, y sus enseñanzas como «maestras de la vida», al
modo del aprendizaje de las bestias.
Las películas de qualité sobre los nazis han sembrado entre
nosotros la confusión. ¿Implicaba el nazismo la homosexualidad
o no? Según Visconti, con «La noche de los cuchillos largos»,
esta habría acabado, aunque se continuara con otras perversiones.
Tino Brass y la Cavani, en cambio, siguiendo a Malaparte, nos
presenta un espectáculo de travestís y decadentes, para los que la
bota no es más que la continuación del liguero hacia abajo.
Los militantes gay, sin embargo, insisten en que la
homosexualidad era perseguida en la Alemania nazi, contándose
entre los portadores del triángulo rosa el mayor número de
gaseados, después de los judíos y los gitanos. ¿Serían tal vez sólo
un tipo de homosexuales los que desataban la ira persecutoria del
nacional-socialismo?
Stalin, que de esto debía saber un rato, afirmaba, sin embargo, que
homosexualidad y fascismo eran una misma y sola cosa,
valiéndose de tal identificación para restablecer la ley sobre la
homosexualidad. Los comunistas alemanes, por su parte, sacando
consecuencias, llegaron incluso a encontrar la fórmula perfecta:
«Extirpad la homosexualidad y el fascismo desaparecerá».
Un puro asunto de propaganda política, utilizando el más
eficaz pasmarote. Sin duda. Por dejar las cosas así, supone
concluir en otro lado que en realidad el pasmarota existe de la
manera sustantiva que la paranoia gay pretende. Conclusión
perfectamente comprensible en la lógica natural de la ideología,
pero bastante ridícula analizada en un contexto tan apto para el
contraste: ¿existe sustantivamente el judío, o existe simplemente
la pequeña diferencia que lo convierte en un monstruo, para poder
construir el discurso absolutista que nada admite salvo lo
homogéneo?
No es la homosexualidad lo que el fascismo rechaza, es la
diferencia. ¿Quiere esto decir que había una homosexualidad,
conformista por así decir, tipo «salon Kitty» o incluso «república
de Salò», que sí era tolerada por los nazis? Evidentemente. Pero
no solamente como cualquier crimen cometido desde la llamada
«anarquía del poder», sino justamente con la marca adjudicable
desde la arbitrariedad omnipotente, que establece lo conforme y
lo no conforme.
Lo que significa, ni más ni menos, que la supuesta
homosexualidad perseguida que utilizan como bandera los
movimientos gay no es más que la función de lo rechazado, al
mismo nivel que cualquier otra sustancia que pueda prenetrarse de
dicha función. Que ésta en concreto resulte más crucial por
afectar a la constitución misma de la diferencia de los sexos, sería
otorgar a las pulsaciones una labilidad menor de la que el hecho
mismo de las matanzas de judíos demuestra, a la hora de elegir el
objeto de identificación negativa.
Por todo esto no es más que remontarse a una época
modélica, por ejemplar explosión de las contradicciones sociales,
que sin embargo no debe cegar en su concreta configuración. El
hecho de que en la actualidad la izquierda haya asumido la
reivindicación gay, entre otras reivindicaciones de los cuerpos, de
los sentidos y la calidad de vida, ha llevado no obstante a la
reinterpretación de la historia que toda opción partidaria
inconscientemente implica, en la redistribución sincrónica de las
opciones.
De ahí a la proyección de los fantasmas históricamente
configurados no hay siquiera censura que esconda la transición: es
la política imaginaria en pleno, ciega incluso para la historia que
pretende tener por guía (sin duda porque el aprendizaje al modo
animaluno, que siempre es línea, impide toda diferenciación
estructural). Las consignas, como pensamiento certeramente
comprimido, pero falsamente interpretable siempre en el contexto
de lo imaginario, sirven así de identificación, del mismo modo
que los papeles, extraídos de su contexto se interpretan sin más
según el modelo de los fantasmas.
En estas condiciones, la supuesta diferencialidad de la
izquierda, de la que gay participa precisamente como
demostración, se viene por los suelos. ¿No es justamente este
lugar ocupado por la homosexualidad «salon de Kitty» en el
fascismo?
Los unos por los otros, izquierda y derecha se demuestran
iguales en cuanto las reivindicaciones de la diferencia se
convierten en cruciales, y la política reactiva campa por sus
fueros, afortunadamente recubierta por el maniobrerismo de los
líderes, guardianes de la catástrofe contenida, que al menos son
conscientes de que mejor es que nada cambie, antes que dejar que
«lo diferente» se convierte en «lo mismo» con sólo cambiar de
lugar.
Los swingers de la identificación juegan en la actualidad el
mismo papel que las democracias occidentales jugaban con el
nazismo, por remontarnos de nuevo a la época clave: camaradas
de la cama redonda mundial sin saberlo.
Y todo ello sin remedio, porque devorados completamente
por el lenguaje de las consignas que supuestamente marcan la
diferencia, consideran a la manera del esquizofrénico, a éstas
como la realidad misma, mientras ésta se revela,
maravillosamente, como el ruido de fondo permanente del
paranoico.
Diwan, nº 1, enero de 1978.

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