Voy a empezar leyéndoles unas palabras recientes de Lacan,
proferidas bajo la presión del diálogo, no en solitario discurso, y por ello mismo tanto más «certeras»:
El sicoanálisis es una práctica delirante, pero es lo mejor que por el
momento tenemos para tomarnos con calma la situación incómoda de ser hombres. O, en todo caso, lo mejor que Freud encontró. El siempre mantuvo que el analista no debe jamás dudar en delirar.
Y añade aún, más adelante, a una pregunta de J.A. Miller
sobre si la sicoterapia merece la pena o no:
Es cierto. No merece la pena terapizar lo síquico. Freud también lo
pensaba así. Pensaba que no había que apresurarse a curar. No se trata ni de sugerir, ni de convencer.
Digo todo esto, porque se me había en principio pedido
hablar de sicoanálisis. A lo que yo mismo me negué, sobre todo al saber que Oscar Masotta habría de hacerlo por su lado, lo que sería demasiado hablar de sicoanálisis, sobre todo por mi parte, que no soy sicoanalista. No quiere esto decir, sin embargo, que no vaya a hablarles en absoluto de sicoanálisis. Tal vez incluso hable más de lo debido, o más de lo permitido (por el sentido común, a no dudar). Lo que sí no haré será hablar «como científico», a lo que muchos sicoanalistas se sienten obligados al hablar en público. Presionados, evidentemente, por la muda expectativa del auditorio, que así los analiza a ellos. Y en no pequeña parte también por la propia «conciencia de si» que en tal predicamento aflora. No teniendo que guardar la palabra de ningún logoteta — cuyos honores rindo, no obstante, como es evidente—, y yo mismo erigido en logoteta, según la regla lacaniana (no muy clara, por lo demás) de que es analista quien de tal a si mismo se autoriza, voy a pasar de ocupar un lugar que ¿por qué no decirlo? me resulta grato: el de «malo» del análisis. Lugar simbólico que corresponde al del supuesto saber cuando desencadena una transferencia negativa. No para conseguir nada, pues ¿qué puede conseguirse? Sí, al menos, para sacar de su marasmo habitual al discurso analítico cuando viene a proferirse en público, lo que quizás lo convierta en no tan analítico. Pero, entiéndase bien, y no porque me importe ser comprendido, sino para mi propia tranquilidad (y en esto entra ciertamente la seguridad de que el discurso por sí mismo se demarca, y en ello hace síntoma): delirar en este caso no es disolverse o desnudarse ante la mirada de un público que no se necesitan súbditos. Es el paranoico el que habla, no el esquizo. Voy, pues, a lo que es el título de esta ponencia: la alabanza de Anita Bryant. ¿Alabanza de una reaccionaria? A Anita Bryant todas las que aquí escuchan la conocen —y no explicaré más que de paso este empleo del femenino para el respetable aquí presente, ni me disculparé por ello. ¿No están todas las que aquí están en posición de «recibir»? Y si, como sospecho, la actitud no deja de ser agresiva ¿no es esto menos muestra de un metafórico penisbeud? Para aquellos que no conozcan a tan excelsa dama, les recordaré su ejecutoria: militante del movimiento por la decencia y principal responsable de la pérdida del referéndum sobre la equiparación de los derechos de los homosexuales en Florida, pocas semanas antes del Día Mundial del Orgullo Gay. Lo bastante para causar el horror de cualquiera de los muchos que toman lo dicho al pie de la letra, acostumbrados como están a la consigna. Y no se equivocan ciertamente, pues si algo verdadero tiene el significante es su literalidad. Si bien está sólo logra aflorar del «valor», de un campo de conmutaciones. Si yo digo: ¡Bien por Anita Bryant! inmediatamente se me juzgará idéntico a ella, peor, traidor por ella, ya que debiendo sentirme afectado por sus invectivas, tomo partido por ella. Curiosa, aunque habitual manera de concebir las tomas de partido. Concibiéndose éstas como apropiación de emblemas, más que como fruto de una opción racional, en la que ¿por qué no? también tiene cabida la paradoja. Sobre todo cuando los emblemas resultan exceder su contenido por la riqueza del significante, siendo aquél el representante del sujeto que lo es para otro significante, en este caso Anita misma, superada por su propio emblema. ¿De qué manera? Agitando un fantasma —y agitad por él— que nada tiene que ver con la realidad. Y mucho menos con la que los movimientos gay, los movimientos ciudadanos gay (nótese el subrayado), representan. Representan, digo, es decir, presentan de nuevo: en lo simbólico. He aquí la clave: porque todo se juega en lo simbólico. Porque, en definitiva, ¿qué son los homosexuales? Los movimientos gay, ciudadanos recalco (o cívicos), el Front entre ellos, intentan convencer a la bondad de los homosexuales, de su inocuidad. Y ¿qué decir de la izquierda? Oigamos a Álvarez- Solís, un calificado portavoz de ella: «En definitiva los gay no hacen sino ensanchar el círculo del amor, enriquecer el ámbito de los contactos» (Interviú, número 60). Lo que suena ni más ni menos que a aquel chiste de hace años, en el que maliciosamente se hablaba de «ampliar el círculo de amistades». O a Juan Goytisolo, quien en un reciente artículo (Triunfo, número 754) intentaba introducir la normalidad por el «hábil» procedimiento del juego semántico (un tanto a la manera de la habilidad de Morgan y de la semántica de Tecglen) voluntarista. Como si el hecho de redefinir los términos a voluntad bastara para despojarlos de la ideología inscrita en ellos. Se me dirá tal vez que argumento en zig-zag con intenciones falaces. Pero ser verá que no. Como tampoco es inocente el hecho de confundir argumentación ideológica y proposiciones científicas (tomadas, además de una ciencia, más que conjetural, conjurativa) en un campo más lleno de maraña, cuanto sintomático. Los homosexuales quieren ser normales. Y la izquierda también. Anita los quiere amenazantes. Como igualmente la derecha: la más cerril, la más estúpida. Pues, ¿en qué pueden resultar amenazantes hoy en día los homosexuales? El Front, con una falta de perspectiva que nada tiene que envidiar la de Anita Bryant (no en vano juega aquí lo especular), señala en el rechazo de la reproducción el núcleo irreductible de su amenaza objetiva para el cuerpo social, sin tomar en cuenta que las formas básicas de la reproducción de los llamados modos de producción —y mucho más en aquellos en los que el aumento demográfico no solamente no favorece, sino que entorpece el crecimiento económico— son a saber, principalmente, la ideología y la economía en sentido estricto. Primar de esta forma la reproducción biológica supone situarse por detrás incluso de los que, como Anita Bryant, saben que la clave está en el aspecto ideológico, por más que ignoren el porqué, y se sitúan ellos mismos por detrás de las exigencias ideológicas objetivas del sistema que se dicen celosos defensores. Supone ignorar la forma como los sistemas sociales se constituyen ideológicamente, mediante el rechazo hacia el margen de cuerpos extraños que ellos mismos constituyen como tales, a partir del núcleo erigido en principio de recurrencia. Bastaría con alterar de una manera que, evidentemente, no es casual en cada caso, el orden de integración de los elementos que constituyen el bricolage social, para encontrarnos con una homosexualidad perfectamente integrada en el todo social, perfectamente delimitada en su función simbólica, y, en cambio, sustituida por otro elemento de rechazo, mediante el cual el entramado social adquiere consistencia de tejido. O, incluso, sin sustitución alguna, siendo pensable ¿a qué dudarlo? una sociedad perfectamente integrada en la diferencialidad, como las sociedades primitivas lo son en la uniformidad por clases simbólicas, de edad, clánicas, etc. Que esta sociedad tenga que ser precisamente la comunista sería ciertamente pedir demasiada armonía. Y también quitarle elasticidad a la sociedad capitalista. Evidentemente, el hecho de que el ghetto tenga que pensarse de una manera binaria absoluta no es culpa suya, pero resulta ridículo cuando el ghetto adquiere conciencia política, y justamente en el sentido de la clase que pretende superarlas- negarlas a todas. La salida de la conciencia inmediata del ghetto requiere la consideración de la historia presente como conjunto de desigualdades, que solamente en su concreta articulación pueden ser afrontadas de manera práctica (¡ardua palabra!). Desigualdades que afectan al interior mismo del ghetto. Pensar la salida de éste, constituido como ha sido desde el exterior, como una cohesión interna que sólo llega a disolverse mediante su inmersión en el exterior, es un error político de consecuencias políticas casi inmediatas, ya que menosprecia la capacidad de asimilación de ese exterior amenazante, del que el ghetto no es más que un apéndice reversible. Nada que resulte menos pensable para quienes, rechazando en la práctica toda teoría que no tome en directa consideración el ghetto, se dota sin embargo de una ajustada a sus propias condiciones, para poder actuar políticamente. Porque aún menos pensable resulta poder actuar sin marco teórico, sea el que sea. Así, el Front, los fronts, hablan de una supuesta «disolución de las categorías», que llevaría a una situación de bisexualidad generalizada, lo que viene a ser lo mismo que rechazar la castidad sin negar el sacerdocio, para un clero católico que, en el fondo, lo único que quiere es ser protestante. El ideal de los homosexuales resulta así ser el de convertirse en «seres humanos», lo que sin duda no eran, o apenas, hasta ayer. Pero, si bien las revoluciones retrasadas en determinadas áreas de la ideología no tienen más remedio que hacerse por pasos, confundir las posibilidades prácticas con límites reales no deja de ser un asunto penoso, y sin embargo necesario. En efecto, nadie se plantea más que aquello que puede resolver, y aquí los límites son objetivos. Pero, de ahí a pensar que de necesidad pueda hacerse virtud, de límites prácticos limitaciones de la teoría, va un gran trecho. Hablamos de límites objetivos, y éstos sin duda sólo pueden plantearse desde un más allá de la teoría, que en esto resulta en verdad contemplativa, aunque solamente para aquellos que pueden contemplarla... desde una posición práctica. La sociedad sin duda es cruel, pero si podemos atropomorfizarla hasta ese punto, bien podemos decir también que es compasiva. En sociedades como la nuestra, en la que la reproducción social se efectúa a nivel de individuos, éstos resultan arrojados al vacío de la indeterminación, pero, a la vez, les son ofrecidas una serie de casillas donde poder insertarse. Más aún, la indeterminación puede llegar hasta el punto de abrirse como peligro psicótico, por una falla constitutiva a nivel de estructura, a la vez que la sociedad dispone de una serie de muletas que evitan la psicotización generalizada, mediante la provisión de identidades secundarias, emblemas sociales que ayudan a fortalecer el Ideal del Yo, como apuntalamiento del Yo Ideal casi fallido. Hasta hace poco, los más habituales de esos emblemas eran religiosos, los más generales, complementados por los de clase. Ambos han entrado en decadencia en la sociedad altamente diversificada del capitalismo avanzado. Las subculturas y los partidos han venido a sustituir a los segundos. En cuanto a los primeros, ¿qué otra cosa que el sexo, religión moderna avalada por la ciencia? Parece una broma, y sin embargo no lo es. ¿Qué pretendía conscientemente la religión? Religar (tal es la definición de los manuales, ¿no?), religar al hombre con su naturaleza última, con el fondo de su ser, como dirían los más modernos teólogos. Pues, ¿qué fondo más verdadero que el de las pulsiones, donde la naturaleza se desata sin trabas? Y, en una pretendida entrega a lo prístino dionisíaco, la gente se entrega al ritual de los manuales de sexología. Y concibe las pulsiones como mecanismos naturales cuya mecánica no hay más que conocer, para discernir los misterios del propio ser, y alcanzar la felicidad. Como adecuación a la propia naturaleza: puede verse lo poco que han cambiado las actitudes filosóficas de fondo. Aquí es donde los movimientos gay encuentran su perfecto punto de inserción. No tanto por su defensa de las pulsiones homólogas, u homologables, como por su consideración «realista» de las mismas. La realidad es a la vez tan sutil y tan bruta, que entre concebir la realidad como un todo lleno e indiferente, o una nada en la que la línea de demarcación —¡tan poca cosa!— establece diferencias, apenas hay otra diferencia que la línea como tal. Y, sin embargo, ésta es tan categórica como lo es el narcisismo de la pequeña diferencia: apenas nada, y sin embargo creador de un abismo entre los sujetos. Tal es el caso para el sexo, que es a no dudar el campo de la nada. Y, no obstante, parece lleno... de fantasmas. Tan reales como sólo pueden serlo éstos. Llénense estos fantasmas de sustancia, y se tendrán las «pulsiones» concebidas como realidades. Si además a una de éstas se la dota de una supersustancialidad, lo que de soporte tiene siempre la sustancia, funda entonces una identidad. Tenemos así el doble movimiento entre lo que la sociedad arroja al margen para poder constituirse como cuerpo, y lo que ese margen como perfectamente delimitado desde el centro ofrece para aquellos que carecen de límites. Se trata del problema de la elección entre perversión y neurosis, de las que, como bien sabemos desde Freud, la segunda es el negativo de la primera... Revelada así sobre un cliché, aparece la neurosis convertida en perversión. Pero, teníamos ya un tanto olvidada a Anita Bryant, cuya alabanza parecía ser (¿lo era?), el objeto de esta ponencia, y cuya mención viene ahora al caso. Esta, no sólo aparece como lo inverso simétrico de la pasión moralizadora de los gay, sino sobre todo, como desveladora de ese carácter constituyente del ghetto, que paradójicamente los gay rechazan, siendo así que es lo que les otorga identidad. ¿En qué resulta, pues, ella superior? ¿En qué más alabable que ellos? Se me dirá que, pretendiendo criticar la falsa conciencia desde una postura teórica, abogo en cambio por una posición moral: la de que la perversión connotada como criminal es preferible a la normalización de las tendencias. Y no es eso. Es que Anita Bryant se ve agitada, como buena histérica que es, por un fantasma al que los orgullosos de su homosexualidad han renunciado. Fantasma que, para ella, se presenta como amenazante sin más, pero que lo es sobre todo si llega a desvelarse como puro fantasma, es decir, como carente de referencia, como falto de objeto. Para los teóricos de la homosexualidad como motivo de orgullo, el sexo no hace problema. Existen las pulsiones y existen sus objetos, centrados, genitalizados incluso, aunque sea sobre la zona anal. Ni por un momento se les pasa por la cabeza que incluso la inscripción del cuerpo es una inscripción imaginaria. Sin hablar ya de la elección del objeto. Coinciden en esto —de ahí las buenas migas— con toda aquella izquierda, liberal y no tan liberal, para la que todo racionalismo se resume en la teología, sea ésta la que fuere, con tal que exista. Que un discurso como el que aquí se profesa no pueda dejar de ser fascista es la más pura evidencia, pues, sin rumbo, ¿cómo saber dónde ir? Sin tomar en cuenta que el peligro máximo del fascismo, si alguna vez ocurre de nuevo en su forma política práctica, es la indistinción de los tres registros que enmarcan la realidad, y lo que de esa realidad así enmarcada afecta a la práctica cuando los tres registros pueden ser discernidos: lo real, lo simbólico y lo imaginario. La burguesía resulta ser en esto mucho más hábil. Delira, sin duda, a nivel ideológico, pero sabe perfectamente dónde está el poder, y cuál es su elasticidad. No quiere esto decir que la burguesía detente el monopolio del buen delirio, mientras que la izquierda carga con la lotería del delirio realista, que no menos lo es. Sí, en cambio, que la izquierda, en cuanto pretende apropiarse del poder no puede menos que concebir sus objetivos como reales, mientras que la burguesía, que lo detenta de hecho, puede permitirse delirar, como modo de defensa al menos, guardando lo que es patrimonio de las clases en declive: una verdad a nivel ideológico que sólo extraida de su núcleo racional puede alumbrar de veras. ¿No era éste el caso del llamado «socialismo feudal»? No cabe, sin embargo, engañarse con relación a las alianzas. El hecho de que sea la izquierda —y fíjense que no digo el proletariado, en lo que sin embargo no voy a entrar— la que se apropie de las reivindicaciones gay, no quiere decir que sea ella quien las realice. Aunque sea sin duda bajo su presión —no la de los movimientos gay como tales—, síntoma de redistribuir y mala conciencia a acallar. Presión que, por otra parte, se integra en una necesidad objetiva, una vez aflorado el síntoma. Lo que de las reivindicaciones gay es realizable es justamente lo que es vindicable a nivel de cosa, de objeto. Es decir, no ya aquello que determinada sociedad niega, sino lo que la cultura hace posible. Por esto resulta estúpido hablar de la burguesía como único obstáculo de las revoluciones gay. Hay un vindicable y un invindicable: Y esto invindicable es lo que excede a la cultura, sin ser no obstante naturaleza. La locura, ni más ni menos. Existe un equívoco con relación a los homosexuales, que sí que es de carácter absolutamente histórico, y que, en cambio, en nuestra época se considera absoluto e intemporal, del orden estructural de la cultura: el de concebir la homosexualidad como la perversión básica de toda sociedad, la que marca su punto de fractura. Y, para esto, se citan los casos de cuatro o cinco homosexuales ajusticiados como tales, sin tomar en cuenta los miles y miles de ellos asesinados como herejes, brujas, criminales, etc., etc. Y, en cambio, los igualmente cientos de homosexuales elevados a los altares, celebrados en los fastos de las ciencias y las letras, etc. Una cosa es decir que el contrato homosexual implícito que funda la cultura no es expresable; y otra muy distinta que el hecho de que determinados individuos surjan como síntoma de lo oculto llegue a desvelarlo hasta el punto de la ruptura. El síntoma existe, pero no es peligroso, y cada cultura tiende a integrarlo a su manera. El hecho de que en la nuestra no lo haya logrado hasta el momento en su forma más descarada, es sólo fruto de su gran movilidad, de su escasa capacidad de simbolización propiamente dicha, y, en cambio, su gran capacidad de permutación horizontal, según el primado del intercambio de mercancías que la constituye. Bastará con que la homosexualidad quede integrada a ese nivel, para que el problema resulte obviado. Pero, si la homosexualidad no es la perversión básica, ¿cuál lo es? Pues ninguna. Sólo faltaría que a estas alturas siguiéramos buscando un pecado original otro que el ya conocido: la separación entre naturaleza y cultura, entre necesidad y demanda. En una palabra: el deseo. Preguntarse por la cultura es preguntarse por el ser de las cosas, y éstas, o son o no son. ¿No integra últimamente la Antisiquiatría incluso a la locura como mito de nuestro tiempo? No es a esta locura a la que antes me refería: una locura sustantiva, y por tanto sustentada en el ser, sino la que tiene como límite la nada. Es decir, el puro enunciado. Es la locura del puro enunciado la que marca los límites de lo socialmente soportable, porque el sujeto social aún cree en lo palpable. Debe creer para soportar la nada en que se mueve. Y en esto la homosexualidad no sólo no rompe, sino que suelda. Porque si una forma de elección de objeto hay que niegue la castración, esa es la homosexualidad, que quiere siempre verlo, palparlo, devorarlo. De ahí mi alabanza a Anita Bryant. Frustrada, y sobre todo frustrante... para los que esperaban encontrar en mis palabras un chivo expiatorio para su propia reconstrucción narcisista. El pasmarote que agita contiene aún una utopía, del pasado si se quiere, distractiva, y por ello mismo aún alabable. Pobres orgullosos de su gayedad cuando, disuelto el ghetto y ya en el término de esa «disolución de las categorías» preconizada, se den cuenta de que tampoco era aquello, y, desnudos, se encuentren justamente donde debían haber estado al principio. Pero no quiero pecar de efectismo del anticlimax, y para ello echaré mano como cierre de un poeta que, como kitch, se halla objetivamente lexicalizado, anulado para el goce. Tal vez darle la vuelta al significante para descubrir su verdad allí donde el gusto ha tenido a bien arrumbarla. Sirva como pista... hacia lo que no se indica:
—Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz; soy incorpórea, soy intangible, no puedo amarte. —¡Oh, ven, ven tú! ANEXO. Archie y Anita, Roger y Lamar.
Cada uno cree en los comunistas de los otros.
(Nerhu a Malraux, Antimémoires.)
La política imaginaria procede a un ocultamiento de la disimetría de
las relaciones de clase mediante la elaboración de una representación simétrica, especular, de los dos antagonistas. (Michel Plon, La théorie des jeux: une politique imaginaire.)
Preludio y avanzadilla de lo que en sus aledaños está a punto
de suceder, el Estado dominante exhibe en sus contradicciones las de sus súbditos y «aliados», que no tienen más que extrapolar para prevenir, por más que lo habitual sea exorbitar para proyectarse. Caso ejemplar de este sacar de órbita con fines de moraleja o de consigna ha sido el contencioso internacional con Anita Bryant, por el que la digna matrona de las naranjas de Florida pasó por los media revestida de las fauces de Godzilla. Otro, menos afortunado a nivel provincial, pero no menos ejemplar, es el caso del juez Archie Simonson, de Madison (Wisconsin). Este pobre hombre, cuyo único pecado fue el de querer mostrarse liberal en un país donde la modélica mayoría silenciosa deja que las minorías izquierdistas asuman sus más exagerados rasgos fascistas por las cuestiones más nimias, reservándose, con innegable olfato de lo estructural, el derecho de dirimir en lo fundamental. Este buen hombre, que nos fue presentado por El Pais como de pasada, tal vez haya perdido a estas horas su puesto de juez a manos de las feministas americanas. Poco pueden tener que ver a primera vista un liberal del Middle West con una conservadora de Florida, estado conservador si los hay, entre gánsteres, jubilados y «gusanos», pero en la aldea global, no solo comunica con todo, sino que, cuando no simplemente es contemplada como el universo de la comunicación homogénea, tales conexiones descubren a veces maridajes insólitos, y hasta swingings inauditos. Anita Bryant recibió entre nosotros variadas respuestas. Ninguna, sin embargo, tan cumplida como la de Roger de Gaimon, nom de guerre del Secretario General de F.A.G.C. (Diario de Barcelona, 28-7-77). El tono alarmista de dicha respuesta podría hacer pensar que Anita se encuentra ya entre nosotros, o que la frágil libertad de que los homosexuales empiezan a gozar en nuestro país, podría verse de un momento a otro arrasada por obra de un agente «desestabilizador» venido del exterior (en alas, claro está, de la CIA, la John Birch Society y el KKK). Se trata evidentemente de un artificio retórico, pero los artificios retóricos solamente son tales cuando se usan como tales, y los insultos mundiales a la inspirada predicadora baptista no permiten ciertamente pensar que lo sean. Cierto es que los homosexuales no gozan a nivel mundial de una perfecta igualdad jurídica que los integre como «minoría diversa» en el gran todo de la sociedad, y que retrocesos como el referéndum de Florida supone, a parte del momentáneo y eventual recrudecimiento de la represión en el área afectada, un estancamiento en aquellas otras en las que la lucha no está siquiera en condiciones de plantear referéndums. Decir, en tales condiciones, al individuo que puede verse conducido a la prisión de Huelva, o simplemente vapuleado en una esquina por un policía-ful o un chapero, sin poder presentar una denuncia que no implique peores consecuencias: «Mira, en todo este jaleo de la Bryant hay un defecto de planteamiento», sin duda es una crueldad. Pero ni la teoría, con excepción de las más burdas religiones, es el paño de lágrimas de los afligidos, ni, lo que es mucho más importante, una política puede plantearse como un puro efecto reactivo. El hecho es, sin embargo, que es precisamente así como los movimientos gay se plantean su política. Ahí está como muestra el artículo de Roger de Gaimon, respondiendo como a verduleras corresponde, en casi idéntico tono, aunque para distinto público. Y, prueba de la determinación del ghetto, consignas tan transparentes como las de las llamadas «Feministas Radicales», fracción o survival de L.A.M.A.R.: «Contra violación, castración», «A mujer violada, picha cortada». Estos son los swingings inauditos de que hablamos. Partouzes de cama cósmica donde nadie sabe en realidad con quién se acuesta. ¿Qué tiene que ver Anita Bryant con Pedro «el loco»? Lo mismo, ni más ni menos que Archie Simonson con ellos, y las F.R. con el F.A.G.C. Toda una serie de topologías ilusorias, que al final se reducen a una única compuesta por dos puntos reflejos: nosotros y los otros. Y, si me apuran, uno sólo que los contiene a todos, el nosotros del ghetto. Que en condiciones de ghetto la reacción instintiva deba ser necesariamente la de la más acabada paranoia, es algo que nadie objetará, y que desde la libérrima posición que aquí se mantiene, resulta tan perfectamente alabable, como la del psiquiatra ruso (por poner un ejemplo de malvado) que inyecta sulfazina al peligroso disidente para calmarlo, ¿o no? Otra cosa es cuando hablamos de política. Y no porque ésta implique una axiomática que negamos en otros campos, sino precisamente por todo lo contrario: porque es el campo de lo complejo que se jerarquiza en objetivos en orden a su consecución práctica (lo que no precisamente implica una consideración de tales objetivos en cuanto realizables). Pero, hay un equívoco implícito a la palabra «política», fruto de su extensión como operador entre distintos niveles, desde el punto de vista precisamente de la teoría que concibe la realidad a la vez como desencajada y sobredeterminada: entre la determinación puramente metonímica y la dominante estrictamente metafórica, la guía es precisamente la metáfora política, lo que viene a decir que a cada nivel corresponde una metáfora-guía, y a la realidad donde estas guías parecen confluir, el papel de lo imposible (allí donde la política se realiza como arte de los posibles). Una política especular, que para nada toma en cuenta estas sutilezas (¡viva el optimismo de la voluntad!), evidentemente las resuelve sin más en lo real mediante la confrontación directa, para lo que no hacen falta más que los puños y las pistolas. Es decir, lo solventa, porque para resolver las cosas es preciso mostrar también los sobreentendidos, no sea que éstos salgan por donde menos se espera. Y sin garantía alguna, además, de que el mostrarlos en todas sus determinaciones sea algo más que el puro explicitarlos. Poco se conforman con las palabras, pero no sería poco que éstas sirvieran al menos como constancia del equívoco. El F.A.G.C. ha elegido como insigna el triángulo rosa invertido que los nazis colocaban como distintivo a los homosexuales. Con un puño cerrado en su interior, claro está, para marcar que no se trata de una manera de aceptación sumisa. Anita Bryant, dice el G. del F.A.G.C., es una nazi pero ¿cómo establecen los movimientos marginales que se reclaman de la izquierda la línea de demarcación del fascismo? En la manera habitual, mediante la decantación hacia el lado opuesto del espectro de lo que en un determinado momento pretendió anularlos a la vez como discurso y como entes. Es decir, de una manera historicista ingenua, muy en el estilo de la izquierda «radical», que entiende siempre la historia como escatología, y sus enseñanzas como «maestras de la vida», al modo del aprendizaje de las bestias. Las películas de qualité sobre los nazis han sembrado entre nosotros la confusión. ¿Implicaba el nazismo la homosexualidad o no? Según Visconti, con «La noche de los cuchillos largos», esta habría acabado, aunque se continuara con otras perversiones. Tino Brass y la Cavani, en cambio, siguiendo a Malaparte, nos presenta un espectáculo de travestís y decadentes, para los que la bota no es más que la continuación del liguero hacia abajo. Los militantes gay, sin embargo, insisten en que la homosexualidad era perseguida en la Alemania nazi, contándose entre los portadores del triángulo rosa el mayor número de gaseados, después de los judíos y los gitanos. ¿Serían tal vez sólo un tipo de homosexuales los que desataban la ira persecutoria del nacional-socialismo? Stalin, que de esto debía saber un rato, afirmaba, sin embargo, que homosexualidad y fascismo eran una misma y sola cosa, valiéndose de tal identificación para restablecer la ley sobre la homosexualidad. Los comunistas alemanes, por su parte, sacando consecuencias, llegaron incluso a encontrar la fórmula perfecta: «Extirpad la homosexualidad y el fascismo desaparecerá». Un puro asunto de propaganda política, utilizando el más eficaz pasmarote. Sin duda. Por dejar las cosas así, supone concluir en otro lado que en realidad el pasmarota existe de la manera sustantiva que la paranoia gay pretende. Conclusión perfectamente comprensible en la lógica natural de la ideología, pero bastante ridícula analizada en un contexto tan apto para el contraste: ¿existe sustantivamente el judío, o existe simplemente la pequeña diferencia que lo convierte en un monstruo, para poder construir el discurso absolutista que nada admite salvo lo homogéneo? No es la homosexualidad lo que el fascismo rechaza, es la diferencia. ¿Quiere esto decir que había una homosexualidad, conformista por así decir, tipo «salon Kitty» o incluso «república de Salò», que sí era tolerada por los nazis? Evidentemente. Pero no solamente como cualquier crimen cometido desde la llamada «anarquía del poder», sino justamente con la marca adjudicable desde la arbitrariedad omnipotente, que establece lo conforme y lo no conforme. Lo que significa, ni más ni menos, que la supuesta homosexualidad perseguida que utilizan como bandera los movimientos gay no es más que la función de lo rechazado, al mismo nivel que cualquier otra sustancia que pueda prenetrarse de dicha función. Que ésta en concreto resulte más crucial por afectar a la constitución misma de la diferencia de los sexos, sería otorgar a las pulsaciones una labilidad menor de la que el hecho mismo de las matanzas de judíos demuestra, a la hora de elegir el objeto de identificación negativa. Por todo esto no es más que remontarse a una época modélica, por ejemplar explosión de las contradicciones sociales, que sin embargo no debe cegar en su concreta configuración. El hecho de que en la actualidad la izquierda haya asumido la reivindicación gay, entre otras reivindicaciones de los cuerpos, de los sentidos y la calidad de vida, ha llevado no obstante a la reinterpretación de la historia que toda opción partidaria inconscientemente implica, en la redistribución sincrónica de las opciones. De ahí a la proyección de los fantasmas históricamente configurados no hay siquiera censura que esconda la transición: es la política imaginaria en pleno, ciega incluso para la historia que pretende tener por guía (sin duda porque el aprendizaje al modo animaluno, que siempre es línea, impide toda diferenciación estructural). Las consignas, como pensamiento certeramente comprimido, pero falsamente interpretable siempre en el contexto de lo imaginario, sirven así de identificación, del mismo modo que los papeles, extraídos de su contexto se interpretan sin más según el modelo de los fantasmas. En estas condiciones, la supuesta diferencialidad de la izquierda, de la que gay participa precisamente como demostración, se viene por los suelos. ¿No es justamente este lugar ocupado por la homosexualidad «salon de Kitty» en el fascismo? Los unos por los otros, izquierda y derecha se demuestran iguales en cuanto las reivindicaciones de la diferencia se convierten en cruciales, y la política reactiva campa por sus fueros, afortunadamente recubierta por el maniobrerismo de los líderes, guardianes de la catástrofe contenida, que al menos son conscientes de que mejor es que nada cambie, antes que dejar que «lo diferente» se convierte en «lo mismo» con sólo cambiar de lugar. Los swingers de la identificación juegan en la actualidad el mismo papel que las democracias occidentales jugaban con el nazismo, por remontarnos de nuevo a la época clave: camaradas de la cama redonda mundial sin saberlo. Y todo ello sin remedio, porque devorados completamente por el lenguaje de las consignas que supuestamente marcan la diferencia, consideran a la manera del esquizofrénico, a éstas como la realidad misma, mientras ésta se revela, maravillosamente, como el ruido de fondo permanente del paranoico. Diwan, nº 1, enero de 1978.