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monarca grande y poderoso.

El otro general pelea para conseguir la libertad de


sus soldados y de su país. Al fin llega el momento de la gran batalla decisiva. El
general bueno instruye cuidadosamente a sus oficiales en cuanto al lugar en que
deben colocar sus tropas. Les indica los lugares donde hay trampas y les enseña
cómo librarse de ellas. Pero ellos no se dan cuenta cabal de lo importante que es
obedecer las instrucciones de su general, y en un momento de descuido se colo­
can precisamente en uno de los puntos indicados como peligrosos. Por lo tanto,
cuando se encuentran con el enemigo, son engañados fácilmente por sus falsas y
astutas maniobras, y éste captura hasta el último hombre del batallón. El enemi­
go cruel encierra a cada prisionero en una obscura y solitaria celda hasta el mo­
mento de su muerte, sin esperanza alguna de liberación. El general es el único
que escapa.
El general bueno que había pensado asegurar la felicidad de sus soldados se
queda con el corazón apesadumbrado. Inmediatamente emprende la obra de
libertarlos. Consulta con su gobierno, cuyo rey es su mismo padre. Es el único
que pueda abrir las puertas de la cárcel enemiga, y así pide el consentimiento del
padre para intentar la peligrosa empresa. Bien sabe él que su enemigo le dará
muerte si se atreve a intervenir en favor de los prisioneros. Pero su corazón com­
pasivo no puede gozar las bendiciones de la vida y de la libertad mientras sus sol­
dados languidecen en la cárcel. Son sus soldados, y él preferiría morir antes que
abandonarlos para que perezcan.
El rey y padre comparte esta simpatía por los prisioneros, pues son sus
súbditos. Pero, ¿cómo puede permitir que su hijo, su único hijo, quien ha sido
su compañero constante en todos los trabajos del reino, el que le sigue en autori­
dad—cómo puede permitir que su hijo sacrifique su vida? ¿Cómo puede entregar­
lo? Sin embargo, no hay otro que pueda abrir las puertas de la cárcel; y él piensa
como su hijo, que se debe hacer algo. Puesto que él puede hacerlo, debe salvar a
sus súbditos. De lo contrario, sería indigno de ser rey. Finalmente da su consen­
timiento. El general entra en la cárcel, consigue poner en libertad a los prisione­
ros, pero él mismo es tomado, juzgado y muerto.
2. La cárcel de Satanás. Como este buen general, el Hijo de nuestro Rey celes­
tial entró en la cárcel de Satanás, la tumba, para libertamos a nosotros sus súbdi­
tos, quienes por causa del pecado habíamos llegado a ser los prisioneros de la
muerte, “escondidos en cárceles” . Era la única manera posible de abrir la puerta
de la cárcel. Satanás mismo nunca hubiera abierto la cárcel a sus presos; no hu­
biera soltado a sus prisioneros “para que volviesen a casa” . Si es que había de
libertarse a estos cautivos, Jesús, el dador de la vida y amante de la libertad, de­
bía entrar en la tumba donde estaban los cautivos. Debía conseguir la llave de la
cárcel.
3. “El consejo de paz”. Al fin de la primera Guerra Mundial, los representan­
tes de todas las naciones se reunieron en un gran consejo de paz para discutir y
elaborar las estipulaciones de la paz. De la misma manera, en los tiempos eternos,
en aquel maravilloso “consejo de paz” entre el Padre y el Hijo, celebrado antes
que el mundo fuese creado, Jesús se ofreció para entrar en la cárcel de Satanás,
en la tumba, a fin de decidir para siempre la cuestión ante los ángeles y los hom­
bres; demostrar fuera de toda duda que la ley de Dios es una perfecta ley de li-
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