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La oración como actualización de la fe

La oración siempre está estrechamente relacionada con la realidad de la fe, es un


encuentro del hombre con Dios en la fe, es, en definitiva, la forma en que se actualiza la
fe. La oración y la fe no son realidades separadas, ni sólo coexistentes. Si la fe es la
adhesión a Cristo y el abandono en E1, la oración es el acto de este abandono; es la
ofrenda que se hace de uno mismo a Cristo. Ofrenda que se hace con el fin de que El
nos reciba de una manera especial y nos transforme. Si la fe es el reconocimiento de
nuestra impotencia, y la espera de que todo nos llegue de Dios, la oración es el llamado
existencial de la pobreza espiritual, y del vacío interior del hombre, que pide que el
Espíritu Santo lo llene con su presencia y con su poder. A medida que se desarrolla la fe,
la oración se hace más pura y más ferviente. Como actualización de la fe, marcada por el
dinamismo de la conversión, la oración, al igual que la Eucaristía, conduce al hombre
hacia la transformación y la conversión.

El ejemplo de Cristo

Cuando leemos las páginas del Evangelio, rápidamente nos damos cuenta de que
la Buena Nueva nos desorienta. Los contenidos del Evangelio son tan distintos a
nuestras tendencias naturales, que nos parece que son una incesante paradoja. El
Evangelio, así como la vida del propio Cristo, echan por tierra nuestras nociones
humanas comunes y corrientes.

La humanidad lo esperó miles de años. Todos estaban con la atención puesta en


ese acontecimiento de la historia del mundo, que sería la llegada del Mesías, la llegada
de Aquél que iba a realizar la obra de la Redención. Y después de una espera tan larga,
la llegada de Jesús fue revelada solamente a unos pastores y a los reyes magos. Luego
durante treinta años, vivió aislado y sin actuar, al menos sin actuar de la manera que se
esperaba del Mesías. El mundo puede considerar, según sus criterios, que esos años
fueron un tiempo perdido. Cuando alguien es esperado durante miles de años, se
espera también que dé el máximo de sí. Sin embargo, las multitudes estaban esperando,
mientras que Cristo «malgastaba» treinta años en Nazaret. Y cuando concluyó aquel
«tiempo perdido», nuevamente otro acontecimiento nos desconcierta, Jesús aparece a
orillas del Jordán, proclamado por el Espíritu Santo, e inmediatamente se retira y se va
al desierto. Eso tampoco lo entendemos. Desearíamos tomarlo de la mano, como lo hizo
Pedro el Apóstol, y decirle: ¿Señor qué haces, allí hay multitudes que te están
esperando, y Tú quieres ir otra vez a orar, después de haber estado orando treinta
años? Sin embargo, Aquél que más tarde diría: « La mies es mucha, y los obreros pocos»
(Lc 10, 2), dejó la mies y se fue al desierto a orar cuarenta días sin interrupción. ¿Puede
no sorprendernos esa conducta?

San Marcos, el Evangelista, escribió: « de madrugada, cuando todavía estaba muy


oscuro, se levantó, salió fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración» (Me 1,
35). Fijémonos en ese detalle: «cuando todavía estaba muy oscuro», es decir, que
todavía era de noche. Cristo deseoso de orar se despojaba de su propio sueño. Y
nuevamente asombrados, desearíamos preguntarle: ¿de verdad, Señor, necesitas tanto
esa oración, que tienes que dedicarle parte de la noche a costa de tu salud? La jornada
de trabajo apostólico de Jesús era agotadora. También por la noche llegaba gente de la
ciudad o de sus alrededores, llevándole a enfermos y poseídos. Es difícil decir cuándo
terminaba su trabajo cotidiano, posiblemente a media noche, ya que la gente no quería
dejarlo. Y después de un día y una noche tan extenuantes, Jesús aún se despojaba de
parte de su corto sueño.

Cuando hablamos del asedio del que era objeto Jesús de manera constante,
debemos hacer hincapié, asimismo, a que este asedio estaba estrechamente ligado a su
aislamiento durante la oración. Y en esto está escondida una indicación muy importante
para ti: para que el asedio que sufras por parte de la gente pueda ser fructífero, primero
tienes que aprender a estar en la soledad, tienes que aprender a valorar los momentos
de desierto en tu vida. Hay que ver el gran valor que esto desempeñó en la vida de los
santos. Baste recordar la gran necesidad de soledad en el desierto que tuvo Juan el
Bautista; o cuán decisivo fue el período en Manresa, en la vida de San Ignacio de Loyola;
o en la ermita de Subiaco, en la vida de San Benito.

El hombre contemporáneo, contaminado por el « activismo» , cree que tiene que


dar cada vez más, pero ¿qué puede dar? Se podría pensar que Cristo, tan
estrechamente unido al Padre, no necesitaba orar. El, sin embargo, lo hacía a costa de
su sueño. Y siempre ocurría así: el asedio de la gente era siempre el resultado de su
aislamiento para ir al encuentro con Dios. Si tú no te aíslas para practicar la oración y el
recogimiento, y huyes de la gente sólo para dedicarte a tus asuntos, entonces,
«conocerás otro asedio, el de tu propio egoísmo. Ese también será para ti un desierto,
pero no un desierto vitalizador; cobro fue el desierto de Cristo y de los santos; será un
desierto de destrucción y no de vida» (A. Pronzato).

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