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El concepto de individuo, totalmente abstracto, del que se parte para constituir por
mera agregación cumulativa la nación es radicalmente falso. El individuo, en este
sentido, no existe. El individuo, por definición, no es susceptible de generalización
en sentido estricto. La democracia, al concebir al individuo aislado y desligado de
todo grupo social lo deja sin defensa e independencia, inerme ante el Estado y las
organizaciones que de él dependen –los partidos-. El hombre se ve despojado de
su dignidad por la democracia, y debe ir a mendigarla al Estado, convirtiéndose, de
este modo, en un esclavo de las urnas y, en definitiva, del dinero.
Ahora bien, toda sociedad organizada implica una distinción entre gobernantes y
gobernados: alguien que ordena y alguien que obedece. La democracia proclama
que el poder proviene de la multitud anónima de todos los habitantes de un
territorio, por lo que sólo nos quedan dos opciones: o esa multitud es, al mismo
tiempo, gobernante y gobernada – lo cual resulta simplemente absurdo y de
imposible realización práctica- o la multitud delega el gobierno en alguien a quien
reconoce el derecho de gobernarla. Con ello, la democracia regresa al mundo de
donde proviene, el mundo de los mitos que poco tiene en común con el mundo
real.