Está en la página 1de 66

The Matrix, 

o las dos Caras de la Perversión.

Slavoj Zizek

 Cuando vi The Matrix  en un cine de barrio de Eslovenia, tuve la oportunidad única de


sentarme al lado del espectador ideal para la película, es decir, de un idiota: un hombre
que rozaba la treintena, sentado a mi derecha y, tan absorto en la película, que
constantemente molestaba a los otros espectadores con exclamaciones como: «¡Dios, la
realidad no existe!»... Sin duda prefiero esta ingenua inmersión en la película a las
interpretaciones intelectualoides y pseudosofisticadas que proyectan sobre la ella
refinados matices filosóficos o psicoanalíticos.

Sin embargo, no resulta difícil comprender la atracción que a nivel intelectual ejerce The
Matrix: ¿No es una de esas películas que actúan como una especie de test de Rorschach,
poniendo en marcha un proceso universal de identificación, como el proverbial retrato
de Dios, que parece siempre estar mirándote directamente, lo mires desde dónde lo
mires - una de esas películas en las que se sienten reflejadas casi todas las miradas? Mis
amigos lacanianos me aseguran que los autores del guión deben haber leído a Lacan; los
defensores de la Escuela de Frankfurt ven en la película una encarnación extrapolada de
la Kulturindustrie, con el dominio directo de la Sustancia social (del Capital) alienada-
reificada que coloniza nuestra vida interior y nos utiliza como fuente de energía; los
defensores de la New Age ven en la película una fuente para especular sobre nuestro
mundo como un espejismo generado por una Mente global encarnada en la World Wide
Web. Esta serie de referencias nos remite a La República de Platón: ¿no calca The
Matrix la imagen platónica de la cueva (seres humanos comunes como prisioneros
férreamente atados a sus asientos y obligados a ser espectadores de una oscura
representación de lo que (engañados) consideran que es la realidad? Una diferencia
esencial entre la película y el texto platónico es, por supuesto, que cuando alguna
persona se escapa de la cueva, y asciende a la superficie de la tierra, lo que encuentra ya
no es la brillante superficie iluminada por los rayos de sol de antaño, el Bien supremo,
sino el desolado «desierto de lo real». La principal dicotomía en este caso viene dada
por las posturas de la Escuela de Frankfurt y de Lacan: ¿debemos historizar Matrix
incorporándola a la metáfora del Capital que colonizó la cultura y la subjetividad, o
estamos hablando de la reificación del orden simbólico en sí mismo? Sin embargo, ¿qué
ocurre si la alternativa misma que planteamos es falsa? ¿Qué pasa si el carácter virtual
del orden simbólico «en sí mismo» es la condición misma de la historicidad?

Llegando al fin del mundo

Por supuesto, la idea de un héroe habitando un universo artificial completamente


manipulado y controlado no es, ni mucho menos, original: The Matrix se limita a
radicalizar el tema introduciendo la realidad virtual. En este aspecto, la clave está en la
ambigua relación de la realidad virtual con el problema de la iconoclastia. Por un lado, la
realidad virtual constituye la reducción radical de nuestra experiencia sensorial en toda
su riqueza, ni siquiera a palabras, sino a la mínima serie digital del 0 y el 1 que permite o
bloquea la transmisión de la señal eléctrica. Por otra parte, este mismo artefacto digital
genera una experiencia «simulada» de realidad que llega a confundirse completamente
con la «auténtica» realidad. Esto pone en tela de juicio el concepto mismo de
«auténtica» realidad. Como consecuencia, la realidad virtual es, al mismo tiempo, la
reafirmación más radical del poder de seducción de las imágenes.

¿La más paranoica de las fantasías americanas no es que una persona que vive en una
pequeña e idílica localidad californiana, paraíso del consumismo, de repente empiece a
sospechar que el mundo en que vive es un montaje, un espectáculo organizado para
hacerle creer que vive en un mundo real, mientras, en realidad, todos los que le rodean
no son sino actores y extras de un gigantesco espectáculo? El último ejemplo de esta
fantasía es la película de Peter Weir El show de Truman (1998), con Jim Carrey en el
papel del oficinista de provincias que gradualmente descubre que es el héroe de una
serie de televisión que se transmite las 24 horas. Su ciudad está construida en un
enorme estudio de televisión con cámaras que le siguen constantemente. La «esfera»
de Sloterdijk aparece aquí literalmente bajo el aspecto de la gigantesca esfera metálica
que envuelve y aísla la ciudad entera. La escena final de El Show de Truman podría
interpretarse como una representación de la experiencia liberadora de rasgar el tejido
ideológico de un universo cerrado y la apertura al exterior, antes invisible desde el
interior ideológico. Sin embargo, ¿no es posible que el desenlace «feliz» de la película
(no olvidemos que millones de espectadores de todo el mundo aplauden los momentos
finales del show), con la liberación del héroe y, según se lleva al espectador a pensar, su
reencuentro con su verdadero amor (¡repitiendo la fórmula de la producción de la
pareja!) ideología en su más puro estado? ¿No es posible que la ideología se encuentre
en la creencia misma de que más allá de los límites del universo finito existe una
«auténtica realidad» en la que hay que adentrarse?

Entre los predecesores de esta idea cabe mencionar a Phillip Dick, con su Time Out of
Joint (1959), en la que el héroe vive una modesta vida en una idílica ciudad californiana
a finales de los 50 para ir descubriendo que la ciudad es un montaje llevado a cabo para
mantenerlo satisfecho.... La experiencia que subyace a Time Out of Joint y El show de
Truman es que el paraíso californiano consumista del capitalismo tardío en su propia
hiperrealidad (en cierto modo tan irreal) está carente de sustancia, desprovisto de
inercia material. Es decir, no se trata sólo de que Hollywood recree la apariencia de una
vida real, carente del peso y la inercia de lo material: en la sociedad del capitalismo
tardío, una «vida social real» adquiere en sí misma características de una farsa, con
nuestros vecinos comportándose en la vida «real» como actores y figurinistas. La verdad
final del universo capitalista utilitario y desespiritualizado es la desmaterialización de la
propia «vida real», su transformación en un espectáculo espectral.
Dentro del campo de la ciencia ficción, es preciso mencionar también el Starship de
Brian Aldiss, en el que dentro de una nave espacial gigante miembros de una tribu viven
en un mundo cerrado en un túnel. Este túnel está aislado del resto de la nave por
abundante vegetación y la tribu permanece ignorante de la existencia de un universo
más allá de los límites del túnel; finalmente, unos niños cruzan los arbustos y llegan al
mundo exterior, poblado por otras tribus. Entre otros precursores, quizás con un
enfoque más ingenuo cabe mencionar la película de George Seaton, 36 Horas, rodada a
principios de los sesenta y que narra la historia de un oficial del ejército americano
(interpretado por James Garner). El oficial, que conoce los planes del Día D para invasión
de Normandía, es apresado accidentalmente por los alemanes unos días antes de que se
lleve a cabo la operación. Los alemanes, aprovechando que Garner está inconsciente
desde su apresamiento a causa de una explosión, construyen rápidamente una réplica
de un pequeño hospital americano, y tratan de convencerlo de que ahora vive en 1950,
que América ganó la guerra y que ha perdido la memoria durante los últimos seis años.
Todo ello con la intención de que él les revele los planes de invasión con el fin de
prepararse. Por supuesto pronto aparecen grietas en el mundo tan cuidadosamente
construido…. (¿Lenin mismo no pasó los dos últimos años de su vida en un entorno
controlado bastante parecido para el que, como ahora sabemos, Stalin mandaba
imprimir una edición especial de Pravda censurando todas las noticias referentes a las
luchas políticas y con la justificación de que el camarada Lenin debía descansar y no se
debía perturbar su paz con provocaciones innecesarias?)

La idea latente en estas cuestiones, es, por supuesto, la noción premoderna de «haber
alcanzado el fin del universo»: en aquellos conocidos grabados, los sorprendidos
viajeros se acercan a la pantalla / telón del cielo -una superficie plana con estrellas
pintadas encima- la agujerean y van más allá: exactamente lo mismo que ocurría al final
de El show de Truman. No es sorprendente que la última escena de la película, cuando
Truman asciende por las escaleras pegadas a la pared en la que está pintado el
horizonte sobre «cielo azul» y abre la puerta tenga un toque definitivamente Magritte:
¿no estará volviendo esta sensibilidad con nuevas ínfulas? ¿No indican obras como
el Parsifal de Syberberg, en la que el horizonte infinito también está bloqueado por las
proyecciones (claramente falsas) del fondo, que la era de la perspectiva infinita
cartesiana está llegando a su fin y que hemos de volver a una especie de preperspectiva
medieval renovada del universo? Con gran perspicacia Fred Jameson también señala
fenómenos parecidos en algunas de las novelas de Raymond Chandler y en películas de
Hitchcock. Por ejemplo, la costa del Pacífico enFarewell, My Lovely funciona como una
especie de «final/límite del mundo» más allá del cual yace un abismo desconocido; una
función similar tiene el vasto valle que se extiende ante nosotros frente a los bustos del
Monte Rushmore en la escena en que Eva-Marie Saint y Cary Grant, huyendo de sus
perseguidores, alcanzan la cima del monumento: el valle al que Eva-Marie Saint hubiera
caído si Cary Grant no llega a tirar de ella. Resulta tentador hablar también la famosa
escena de batalla en un puente en la frontera entre Vietnam y Camboya en Apocalypse
Now, en la que el espacio más allá del puente se siente como algo «más allá del universo
conocido». Y tampoco podemos olvidarnos de una de las ideas predominantes entre las
fantasías pseudocientíficas nazis. Según estas fantasías nuestra Tierra no es un planeta
flotando en el espacio infinito, sino una abertura circular, un agujero, dentro de una
masa compacta de hielo eterno, en cuyo centro está el sol. Según algunos informes, los
nazis estaban incluso considerando la posibilidad de instalar telescopios en las islas Sylt
para observar América.

El «Verdadero» Gran Otro

Entonces, ¿qué es Matrix? Simplemente el «gran otro» lacaniano, el orden simbólico


virtual, la red que estructura nuestra realidad. Esta dimensión del «gran Otro» es la de la
alienación constitutiva del sujeto dentro del orden simbólico: el «gran Otro» tira de los
hilos, mientras que el sujeto es una expresión del orden simbólico. En pocas palabras,
este «gran Otro» es el nombre para designar la Sustancia social, para todo aquello por lo
que el sujeto nunca está plenamente en control de las consecuencias de sus actos, es
decir, por lo que, en última instancia, el resultado de su actividad siempre es algo
diferente de lo que había perseguido o anticipado. Sin embargo, llegados a este punto,
es esencial recordar las dificultades con que se topa Lacan en los capítulos clave de su
seminario XI para delinear el proceso que sigue a la alienación y que constituye, de
alguna manera, su contrapunto: la «separación». La alienación DENTRO del gran Otro va
seguida de la separación DEL gran Otro. La separación tiene lugar cuando el sujeto se da
cuenta de que el gran otro es en sí mismo carente de sustancia, puramente virtual,
excluido, privado de la Cosa – y la fantasía intenta llenar estas carencias del Otro y no las
del sujeto. Es decir, intenta (re)constituir la sustancia del gran Otro. Por ello, la fantasía y
la paranoia están indisolublemente unidos, la paranoia es, a un nivel elemental, la
creencia en un «Otro del Otro», un Otro más que, escondido tras el Otro del tejido social
explícito, programa los efectos (que a nosotros nos parecen) imprevisibles de la vida
social y, de este modo, garantiza su consistencia. Bajo el caos del mercado, la
degradación de la moral, etc… yace la estrategia meditada de la trama judía… Esta visión
paranoica se ha visto impulsada por la digitalización de nuestra vida cotidiana en la
actualidad: a medida que nuestra existencia social al completo se exterioriza y
materializa en el gran Otro que es la red informática, es fácil imaginar a un malvado
programador borrando nuestra identidad digital, privándonos así de nuestra existencia
social, convirtiéndonos en antipersonas.

Siguiendo en la misma onda paranoica, la tesis que se expresa en The Matrix es que ese
gran Otro se exterioriza en un ente que existe en la realidad: el megaordenador. Hay –
TIENE que haber- una Matrix porque «las cosas no van bien, se pierden oportunidades,
continuamente hay algo que falla», es decir, la idea detrás de la película es que existe un
ente llamado Matrix que confunde la «verdadera» realidad que se esconde detrás de
todo. Como consecuencia, el problema de la película es que no lleva su «locura» lo
suficientemente lejos, al presuponer que existe una »realidad» auténtica más allá de
nuestra realidad cotidiana que depende de Matrix. En todo caso, y para evitar un
terrible malentendido, hemos de precisar que la idea contraria, es decir, que «todo lo
que existe está generado por Matrix», que NO hay una realidad última, sino sólo una
serie infinita de realidades virtuales que se reflejan unas en otras, no es menos
ideológica. [En las secuelas de The Matrix probablemente descubriremos que el propio
«desierto de lo real» está generado por (otra) Matrix.] Mucho más subversiva que esta
multiplicación de universos virtuales hubiera sido la multiplicación de las realidades
mismas – algo que reprodujese el paradójico peligro que algunos físicos advierten que
entrañan los experimentos sobre alta aceleración que se han llevado a cabo
recientemente. Es bien sabido que los científicos están tratando de construir un
acelerador capaz de conseguir que los núcleos de átomos muy pesados colisionen casi a
la velocidad de la luz. La idea es que esta colisión no sólo divida violentamente el núcleo
en los protones y neutrones que lo constituyen, sino que también los pulverice dejando
tras de sí un «plasma», una especie de sopa energética constituida por partículas quark
y gluon sueltas. Estas partículas, ladrillos a partir de los cuales se construye la realidad,
nunca se habían estudiado en ese estado, ya que sólo se ha dado una vez, muy
brevemente, después del Big Bang. En todo caso, esta posibilidad ha dado pie a un
escenario de pesadilla: ¿qué pasaría si el éxito de este experimento produjese una
máquina diabólica, una especie de monstruo que devore el mundo con la necesidad
inexorable de aniquilar la materia ordinaria que la rodea acabando así con el mundo tal
y como lo conocemos? La ironía sería que este fin del mundo, esta desintegración del
universo serían la prueba final e irrefutable de que la teoría que se está poniendo a
prueba es cierta, ya que absorbería toda la materia a un agujero negro y generaría un
nuevo universo, es decir recrearía perfectamente el escenario del Big Bang.

La paradoja es, por lo tanto, que las dos versiones: (1) un sujeto que flota libremente de
una realidad virtual a otra como un fantasma, consciente de que todas son falsas y (2) la
suposición paranoica de que hay una realidad más allá de Matrix son falsas. Ninguna de
las dos versiones capta lo Real. La película no se equivoca al insistir en que hay una
realidad tras la simulación de Realidad Virtual; Como le dice Morfeo a Neo cuando le
enseña las ruinas del paisaje de Chicago: «Bienvenido al desierto de lo real». Sin
embargo, lo real no es la «verdadera realidad» tras la simulación virtual, sino el vacío
que hace que la realidad sea incompleta/incoherente, y la función de cada Matrix
simbólica es disimular esta incoherencia. Una de las maneras de ocultarla es,
precisamente, declarar que detrás de la realidad incompleta e incoherente que
conocemos hay otra realidad que no está estructurada alrededor del callejón sin salida
de la imposibilidad.

«El gran Otro no existe»

El «gran Otro» también representa el campo del sentido común al que se llega después
de la libre reflexión. Filosóficamente, su última gran versión es la comunidad
comunicativa de Habermas con su ideal de consenso regulador. Y es este «gran Otro» el
que se desintegra progresivamente hoy en día. Lo que tenemos hoy es una especie de
escisión radical. Por un lado el lenguaje objetivo de los expertos y científicos que ya no
se puede traducir al idioma común, accesible para todos, pero que está presente como
fórmulas fetiche que nadie comprende realmente, pero que dan forma a nuestra
imaginería popular y artística (agujero negro, big bang, superstrings, Oscilación
cuántica…). No sólo en las ciencias naturales, sino también en la economía y otras
ciencias sociales, la jerga del experto se presenta como un conocimiento objetivo con el
que no se puede realmente discrepar, y que no se puede traducir en términos de
nuestra experiencia normal. En pocas palabras, la distancia entre el conocimiento
científico y el sentido común no se puede salvar, y es esta misma distancia la que eleva a
los científicos a la categoría de figuras de culto, de «gente que se supone que sabe» (el
fenómeno Stephen Hawking). La otra cara de la moneda son la multitud de estilos de
vida existentes que no se pueden traducir en términos unos de otros: lo único que
podemos hacer es asegurarnos las condiciones para que coexistan en un ambiente de
tolerancia dentro de una sociedad pluricultural. El icono representativo del sujeto actual
sería quizás un programador de ordenadores indio que, durante el día sobresale en su
trabajo y por la noche, al llegar a casa, enciende una vela en honor a la divinidad hindú
local y respeta la tradición que considera la vaca un animal sagrado. Esta división está
perfectamente reflejada en el fenómeno del ciberespacio. El ciberespacio debía unirnos
a todos en una Aldea Global, sin embargo lo que ha ocurrido al final es que nos
bombardean una multitud de mensajes procedentes de universos incoherentes e
incompatibles. En lugar de la Aldea Global, del gran Otro, lo que tenemos es una
multitud de «pequeños otros», de señas de identidad tribales particulares entre las que
escoger. Con el fin de evitar otro malentendido hay que aclarar que aquí Lacan no está,
ni mucho menos, relativizando la ciencia, convirtiéndola en una narrativa arbitraria más
que se encuentra, en último término, a la altura de los mitos de lo Políticamente
Correcto, etc..: la ciencia SÍ «toca lo Real», su conocimiento ES «conocimiento de lo
Real». La dificultad insalvable es que la ciencia no puede desempeñar el papel de «gran
Otro» SIMBÓLICO. La distancia que separa la ciencia moderna de la ontología filosófica
aristotélica regida por el sentido común es insalvable: ya surge con Galileo y llega a su
culminación con la física cuántica, en la que nos enfrentamos a las reglas/leyes que
funcionan, aunque nunca podrán traducirse en términos de nuestra experiencia de la
realidad representable.

La teoría de la sociedad del riesgo y su reflexivización global acierta al subrayar el hecho


de que nos encontramos en las antípodas de la ideología universalista de la Ilustración,
que presuponía que, a la larga, las preguntas fundamentales se pueden resolver
apelando al «conocimiento objetivo» de los expertos: cuando nos encontramos ante las
opiniones diversas sobre las consecuencias de un nuevo producto en el ambiente
(pongamos por caso las verduras genéticamente modificadas) buscamos en vano la
opinión definitiva del experto. La cuestión no es sólo que los auténticos problemas se
confunden como consecuencia de la corrupción de la ciencia derivada de su
dependencia financiera de las grandes compañías y de los organismos estatales. Incluso
aisladas de toda influencia externa, las ciencias no nos pueden dar la respuesta. Los
ecologistas predijeron hace quince años que nuestros bosques morirían, ahora nos
enfrentamos a un exceso en el crecimiento de la madera... Donde esta teoría de la
sociedad de riesgo se queda corta es al exponer la situación irracional en que todo esto
nos deja a los sujetos normales: una y otra vez nos vemos obligados a tomar una
decisión, aunque sabemos que no estamos ni mucho capacitados para decidir, que
nuestra decisión será arbitraria. Aquí, Ulrich Beck y sus seguidores hacen referencia al
debate democrático de todas las opciones y al consenso: sin embargo, esto no resuelve
el dilema paralizante: ¿por qué un debate democrático con la participación de la
mayoría ha de tener mejores resultados cuando cognitivamente la mayoría sigue en la
ignorancia? La frustración política de la mayoría es, pues, comprensible: se les pide que
decidan mientras, al mismo tiempo, reciben el mensaje de que no están en posición de
para decidir realmente, es decir, para medir los pros y los contras objetivamente. Apelar
a las «teorías de conspiración» es buscar una salida desesperada del callejón, un intento
de volver a conseguir un mínimo de lo que Fred Jameson llama «mapeado cognitivo».

Jodi Dean llamó nuestra atención sobre un fenómeno curioso, claramente observable en
el «diálogo de sordos» entre la ciencia oficial («seria», institucionalizada
académicamente) y el vasto mundo de las llamadas pseudo ciencias, desde la ciencia de
los ovnis, hasta los que quieren desvelar los secretos de las pirámides: uno no puede
sino sorprender ante la manera en que los científicos oficiales actúan de una manera
dogmática y desdeñosa mientras que los pseudocientíficos apelan a hechos y
argumentación sin los prejuicios comunes. La respuesta en este caso está en que los
científicos establecidos hablan con la autoridad que les otorga el gran Otro,
representado en las instituciones científicas. El problema está en que , precisamente ese
gran Otro se nos revela una y otra vez como una ficción simbólica consensual. Así,
cuando estamos ante teorías de conspiración, deberíamos seguir paso por paso la
correcta interpretación de la novel de Henry James, Otra vuelta de tuerca: no debemos
aceptar ni la existencia de fantasmas como parte de la (narrativa) realidad ni reducirlos,
de manera pseudofreudiana, a ser una «proyección» de las frustraciones sexuales de
una heroína histérica. Las teorías de conspiración no deben, por supuesto, aceptarse
como «hechos». Sin embargo no debemos tampoco reducirlas a un fenómeno de
histeria de masas. Esta idea sigue basándose en el concepto de un «gran Otro», en el
modelo de una percepción «normal» de una realidad social compartida. No tiene en
cuenta que es precisamente esta idea de realidad la que está en tela de juicio en
nuestro tiempo. El problema no está en que las investigaciones en torno a los ovnis y las
teorías de conspiración constituyan una regresión, al adoptar sus defensores una actitud
paranoica en la que no pueden aceptar la realidad (social); el problema es que esta
misma realidad se está tornando paranoica. La experiencia contemporánea nos enfrenta
una y otra vez a situaciones en las que nos vemos forzados a tomar conciencia de hasta
qué punto nuestra percepción de la realidad y la actitud normal hacia esta realidad está
determinada por ficciones simbólicas, es decir, hasta qué punto el «gran Otro» (que
determina qué ha de considerarse como normal y como una verdad aceptada y cuál es
el horizonte del significado en una sociedad concreta) no está ni mucho menos
fundamentado en «hechos», tal y como estos están representados en el «conocimiento
científico dentro de lo real». Tomemos como ejemplo una sociedad tradicional en la que
la ciencia moderna aún no se ha convertido en el discurso dominante: si, en este espacio
simbólico, un individuo defiende los principios de la ciencia moderna, se le despreciará
como a un «loco». El quid de la cuestión es que no basta simplemente con afirmar que
no está «realmente loco», que es la sociedad limitada e ignorante la que lo coloca en
esta posición. En cierto modo, ser tratado como un loco, ser excluido del gran Otro
social, ES estar loco. La «locura» no es una categoría que pueda fundamentarse
basándose directamente en «hechos» (en cuanto que un loco no puede percibir las
cosas de la manera en que son, ya que está atrapado dentro de proyecciones
alucinógenas), sino en la relación que este individuo mantiene con el «gran Otro». Lacan
generalmente subraya el lado contrario de esta paradoja: «el loco no es sólo un
mendigo que cree ser un rey, también es un rey que cree ser un rey», es decir, la locura
representa la eliminación de la distancia entre lo simbólico y lo real, una identificación
inmediata con el mandato simbólico. Tomemos otro ejemplo que plantea Lacan, cuando
un marido sufre celos patológicos y está obsesionado con la idea de que su mujer se
acuesta con otros hombres, su obsesión no deja de ser una manifestación patológica
incluso si se demuestra que tenía razón y su mujer, en efecto, se acuesta con otros. Lo
que hay que aprender de tales paradojas es evidente: los celos patológicos no dependen
de la veracidad de los hechos, sino de la manera en que el individuo integra estos
hechos dentro de su economía libidinal. Sin embargo, lo que deberíamos afirmar es que
esta misma paradoja también puede interpretarse en la otra dirección: la sociedad (su
campo sociosimbólico, el gran Otro) está «cuerda» o «normal» incluso cuando hay
pruebas de que se equivoca. (Quizás por ello Lacan se llamaba a sí mismo «psicótico»:
era psicótico en cuanto que no era posible integrar su discurso en el campo del gran
Otro.)

Es tentador declarar, a lo Kant, que el error de la teoría de la conspiración es en cierto


modo análogo al «paralogismo de la razón pura», a la confusión entre dos niveles: la
sospecha (del sentido común científico, social, etc. recibido) como una postura
metodológica formal y la positivación de esta sospecha en otra parateoría global que lo
explique todo.

Aislar lo Real

Desde otro punto de vista, Matrix también funciona como la «pantalla» que nos separa
de la realidad, que hace que podamos soportar «el desierto de lo real». Sin embargo,
llegados a este punto, no debemos olvidar la radical ambigüedad de lo Real en Lacan: no
se trata del último referente que ha de ser cubierto/aburguesado/domesticado
mediante la pantalla de la fantasía. Lo real es también y primordialmente la pantalla
misma, concebida ésta como el obstáculo que desde un principio siempre distorsiona
nuestra percepción del referente, es decir, de la realidad exterior. En términos
filosóficos, es en este punto en el que reside la diferencia entre Kant y Hegel: para Kant,
lo real es el mundo de lo noumenal, que percibimos «esquematizado» gracias a la
pantalla que constituyen las categorías trascendentales; por el contrario, para Hegel,
como afirma de forma ejemplar en la introducción a su fenomenología, este salto que
Kant hace entre el noumenos y las categorías trascendentales no existe. Hegel introduce
tres términos: cuando una pantalla nos aísla de lo real, normalmente genera una idea de
lo que es en sí mismo, más allá de la pantalla (de la apariencia), de tal manera que la
distancia entre apariencia y la cosa en-sí-misma siempre es algo ya dado para nosotros.
Como consecuencia, si a la Cosa le restamos la distorsión de la Pantalla, perdemos la
Cosa misma (en términos religiosos, la muerte de Cristo es la Muerte del propio Dios, no
sólo de su encarnación humana). Es por ello que para Lacan, que en este caso se ajusta a
las ideas de Hegel, la Cosa en sí misma es, en última instancia, la mirada, no el objeto
que se percibe. Así, volviendo a Matrix: Matrix misma es lo Real que distorsiona nuestra
percepción de la realidad.

Una referencia al ejemplar análisis de Levi-Strauss sobre la disposición espacial de las


edificaciones en Winnebago, una de las tribus de los Grandes Lagos, sacado de su
Antropología Estructural, puede ser esclarecedor. La tribu se divide en dos subgrupos
(«moieties»), «los que vienen de arriba» y «los que vienen de abajo»; cuando pedimos a
una persona que dibuje en un pedazo de papel o en la arena un plano esquemático de
su aldea ( la disposición espacial de las casas) obtenemos dos respuestas muy diferentes
dependiendo del grupo al que pertenece el individuo. Los miembros de ambos
subgrupos perciben la aldea como un círculo. Sin embargo, para el primer subgrupo,
dentro de este círculo hay otro de casas centrales, de modo que tenemos dos círculos
concéntricos. Para el otro, sin embargo, el círculo está partido en dos por una clara línea
divisoria. Es decir, un miembro del primer subgrupo (llamémoslo «conservador–
corporativista») percibe el plano de la aldea como un anillo de casas dispuesto más o
menos simétricamente en torno a un templo central, mientras que un miembro del
segundo («revolucionario/antagonista») percibe su aldea como dos grupos de casas
separados por una frontera invisible… La idea principal de Levi-Strauss es que este
ejemplo no debería incitarnos a propugnar un relativismo cultural, según el cual la
percepción del espacio social depende del grupo al que pertenece el individuo: esta
ruptura entre dos percepciones «relativas» significa una referencia velada a una
constante (no a una disposición objetiva «real» de las edificaciones, sino a la simiente de
un trauma, de un antagonismo fundamental entre los habitantes de la aldea, que éstos
son incapaces de simbolizar, de explicarse, de «interiorizar», de aceptar: un
desequilibrio en las relaciones sociales que impide que la comunidad se asiente como un
colectivo en armonía. Las dos percepciones del plano son, simplemente maneras no
reconciliables de enfrentarse a este antagonismo traumático, de curar la herida
mediante la imposición de una estructura simbólica equilibrada. No es necesario afirmar
que lo mismo ocurre con la diferencia sexual: ¿no son lo «masculino» y lo «femenino»
como las dos configuraciones de casas de la aldea de Levi-Strauss? Con el fin de disipar
la ilusión de que nuestro universo «desarrollado» no está dominado por la misma lógica,
baste recordar la escisión de nuestro espacio político entre Derecha e Izquierda: una
persona de izquierdas y una de derechas se comportan exactamente del mismo modo
que miembros de los dos subgrupos de la aldea de Levi-Strauss. No ocupan espacios
diferentes dentro del espacio político: cada uno de ellos percibe de manera diferente la
disposición del espacio este espacio. Un individuo de izquierdas la percibe como un
campo dividido por algún antagonismo fundamental, mientras que uno de derechas la
percibe como la unidad orgánica de una comunidad, que sólo ve perturbada su paz por
la intrusión de extraños.

Sin embargo, Levi-Strauss penetra más en el problema y hace una afirmación


fundamental: ya que los dos subgrupos forman, en cualquier caso, una tribu única, que
vive en la misma aldea, esta identidad debe inscribirse simbólicamente de alguna
manera. ¿Cómo, si la articulación simbólica y todas las instituciones sociales de la tribu
son parciales y están excesivamente influidas por esta ruptura fundamental y
constitutiva?: Mediante lo que Levi-Strauss ingeniosamente denomina la «institución
cero», una especie de equivalente institucional al famoso maná, ese significante vacío
que carece de una significación determinada, al tenerla sólo en presencia del significado
en sí mismo (esto entendido como lo contrario a la ausencia de significado). Por tanto, la
institución cero es una institución específica sin función positiva, determinada: su única
función es la puramente negativa de señalar la presencia y actualidad de la institución
social como concepto, entendida en oposición a su ausencia, al caos presocial. Es al
referirse a esa institución cero que los miembros de la tribu son capaces de percibirse a
sí mismos como tal, miembros de una misma tribu. ¿No constituye esta institución,
pues, la ideología en su estado más puro, es decir, la encarnación directa de la función
ideológica de proporcionar un espacio neutral y que englobe todo y en el que el
antagonismo social se borre y todos los miembros de la sociedad se puedan identificar?
Y, ¿no es la lucha por la hegemonía sino una lucha por determinar qué sesgos
dominarán esta institución cero, qué significación particular predominará? Un ejemplo
específico: ¿no es el concepto moderno de nación una de estas instituciones cero que
surgió con la disolución de los vínculos sociales basados en el parentesco directo o las
matrices simbólicas tradicionales? Es decir, el concepto «nación» surgió cuando la
modernización inició su ataque y las instituciones sociales perdieron gradualmente su
apoyo en la tradición naturalizada y adquirieron experiencia dentro del «contrato». En
este sentido es de especial importancia tener en cuenta el hecho de que la identidad
nacional se experimenta como algo, cuando menos, mínimamente «natural», como una
manera de pertenecer cimentada en la «sangre y la tierra», es decir, lo opuesto al
pertenecer «artificial» a las instituciones sociales establecidas (estado, profesión...): las
instituciones premodernas funcionaban como entidades simbólicas «naturalizadas»
(basadas en tradiciones incuestionables). En el momento en que las instituciones se
empezaron a concebir como artefactos sociales surgió la necesidad de una institución-
cero «naturalizada» que sirva de terreno común neutral.

Y, volviendo a la diferencia sexual, es tentador arriesgarse a proponer la hipótesis de


que, quizás, la misma lógica de la institución cero debería aplicarse no sólo a la sociedad
en su unidad, sino también en su escisión antagonista: ¿qué pasaría si la diferencia
sexual se redujera en última instancia a una especie de institución cero de la ruptura
social de la humanidad, la diferencia mínima cero naturalizada? (Una ruptura que, antes
de señalar una diferencia social determinada señala la diferencia en sí). La lucha por la
hegemonía es pues, una vez más, la lucha por decidir cómo las otras diferencias sociales
específicas determinarán el sesgo de esta diferencia cero. Es este el trasfondo el que
uno debe tener en cuenta al interpretar una importante característica (que a menudo se
pasa por alto) del esquema lacaniano de significante: Lacan sustituye el esquema
tradicional presentado por Saussure (sobre la línea la palabra «arbre» y debajo el dibujo
de un árbol) con el siguiente esquema: sobre la línea, dos palabras una al lado de la otra
(«homme» y «femme») y debajo, dos dibujos idénticos de una puerta. Con el fin de
enfatizar el carácter diferencial del significante, Lacan empieza por sustituir el esquema
único con la dicotomía hombre/mujer, con la diferencia sexual. Lo verdaderamente
sorprendente, sin embargo, es el hecho de que, a nivel del referente imaginario, NO HAY
DIFERENCIA (Lacan no nos facilita un índice gráfico de lo que es la diferencia sexual, es
decir, un dibujo esquemático de un hombre y de una mujer, como el que aparece en
casi todos los lavabos públicos hoy en día, sino la MISMA puerta reproducida dos veces).
¿Es posible establecer más claramente que la diferencia sexual no designa ninguna
oposición biológica basada en propiedades «reales», sino una oposición puramente
simbólica con la que nada corresponde en los objetos designados: nada excepto lo Real
de un x sin identificar que no puede ser captado en la imagen del significante?

Volviendo al ejemplo de Levi-Strauss de las dos representaciones del pueblo: es en este


ejemplo en el que percibimos precisamente en qué sentido lo Real interviene a través
de la anamorfosis. Primero tenemos la ordenación «real» y «objetiva» de las casas, y
luego las dos formas de simbolizarla que distorsionan la ordenación de manera
anamórfica. Sin embargo, lo «real» no es esta ordenación sino el núcleo traumático del
antagonismo social que distorsiona la perspectiva que los miembros de la tribu tienen
sobre mismo antagonismo. Lo real es, de esta manera, la X excluida que es responsable
de la distorsión anamórfica de nuestra perspectiva sobre la realidad. (Y, curiosamente,
este modelo de tres niveles es paralelo al modelo de la interpretación de los sueños de
Freud: lo central del sueño no es el pensamiento latente que se desplaza/traduce a la
textura explícita del sueño, sino el deseo inconsciente que se inscribe a través de la
distorsión misma del pensamiento latente en la textura explícita.)

Lo mismo ocurre con el mundo del arte contemporáneo: dentro de este mundo, el
retorno más importante de lo REAL NO se produce con la intrusión brutal e impactante
de excrementos, cadáveres mutilados, mierda, etc. Estos objetos, sin duda, están fuera
de lugar, pero para que estén fuera de lugar, debe existir un espacio (vacío). Es este
espacio el que representa el arte minimalista, empezando por Malevitch. Es en este
punto en el que reside la complicidad entre los dos iconos contrarios de la cúpula
modernista: Kazimir Malevitch y su «The Black Square on the White Surface»
(«Cuadrado Negro sobre fondo blanco») y Marcel Duchamp con su exposición de
objetos prefabricados como si fueran obras de arte. La idea que subyace a la elevación
de Malevitch de un objeto ordinario y cotidiano a la categoría de obra de arte no es una
virtud innata del objeto: es el propio artista quien, al poner en relieve el (o, más
exactamente, CUALQUIER) objeto y situándolo en un espacio concreto, lo convierte en
obra de arte. La naturaleza de la obra de arte no es una cuestión de «por qué» sino de
«dónde». Por tanto, lo que hace Malevitch con su disposición minimalista es retratar
-aislar- este espacio en sí, el espacio (o marco) vacío dotado con la propiedad
protomágica de transformar todo lo que se encuentre dentro de su campo en una obra
de arte. En pocas palabras, no hay Duchamp sin Malevitch: sólo después de que el
ejercicio artístico aísle el marco/lugar-en-sí, vacío de todo contenido, puede permitirse
pasar a la estrategia de lo prefabricado. Antes de Malevitch, un orinal no hubiera dejado
de ser un orinal, aunque lo expusiesen en la más prestigiosa de las galerías.

El surgir de los excrementos dislocados es, por tanto, estrictamente correlativo al surgir
del espacio exento de objetos, del marco vacío como tal. Como consecuencia, lo Real en
el arte contemporáneo posee tres dimensiones que de algún modo reflejan dentro de lo
Real la triada de lo Imaginario-Simbólico y Real. Lo Real es, primero de todo, la mancha
anamórfica, la distorsión de la imagen directa de la realidad como imagen distorsionada,
como semblanza pura que «subjetiviza» la realidad objetiva. Por tanto, lo Real hace las
veces en este caso del espacio vacío, de la estructura de una construcción que nunca
está, que se percibe como tal pero que sólo puede construirse retroactivamente y debe
presuponerse como tal: lo real como construcción simbólica. Finalmente, lo Real es el
objeto excrementicio dislocado, lo Real «en sí mismo». Si aislamos lo Real, así
concebido, no es más que un mero fetiche cuya presencia fascinante y cautivadora
disfraza lo estructural dentro de lo Real, de la misma manera que en el antisemitismo
nazi el «judío» era el objeto excrementicio que oculta lo real «estructural» del
antagonismo social que resulta intolerable. Estas tres dimensiones de lo Real son el
resultado de tres métodos de distanciamiento de la realidad «normal». Un método hace
de esta realidad objeto de una distorsión anamórfica, otro introduce un objeto que no
tiene lugar en esa realidad, otro resta/borra todo contenido (objeto) de la realidad, de
tal modo que lo único que queda es el espacio mismo que estos objetos llenaban, ahora
vacío.

El toque freudiano

La falsedad de Matrix es, quizás, más directamente detectable cuando se designa a Neo
como «el Elegido». ¿Quién es «el Elegido»? El espacio que este ocupa es un espacio
establecido dentro del vínculo social. Existe, primero el Elegido del significante maestro,
la autoridad simbólica. Incluso una de las manifestaciones más terroríficas de la vida
social, recogida en los recuerdos de los supervivientes de los campos de concentración,
aparece el Elegido, aquel individuo que no se doblegó, que, en las condiciones
intolerables que llevaron a los otros a la lucha egoísta por la supervivencia pura,
milagrosamente mantuvo e irradió una dignidad y generosidad «irracional». En términos
de Lacan, estamos ante la función Y’a de l’Un: incluso en este caso, hubo un Elegido, que
sirvió para cimentar un mínimo de solidaridad, mínimo que define el vínculo social
propiamente dicho (entendido este vínculo en contraposición con la colaboración
dentro del marco de una estrategia de supervivencia pura). Hay dos características
esenciales en este caso: primero, este individuo siempre se percibió como uno (nunca
hubo una multitud de ellos, como si, obedeciendo a algún tipo de oscura necesidad, este
exceso del milagro inexplicable de la solidaridad tuviera que encarnarse en un único
ser); Segundo, lo importante no era lo que este ser único hizo por los demás, sino su
presencia entre ellos (es decir, lo que permitió a los demás sobrevivir fue la consciencia
de que, a pesar de que la mayor parte del tiempo ven reducida su existencia a ser
máquinas de supervivencia, hay uno que mantiene una dignidad humana). De manera
similar a las risas enlatadas, tenemos en este caso algo así como dignidad enlatada, en la
que el Otro (el Elegido) retiene mi dignidad por mí, en mi lugar o, más específicamente,
en la que yo mantengo mi dignidad A TRAVÉS del otro: pueden haberme reducido a una
lucha cruel por la supervivencia, pero la conciencia misma de que existe este Elegido
que mantiene su dignidad, me permite a MI mantener un vínculo mínimo con lo
humano. A menudo, cuando este Elegido perdía el control o se destapaba que era un
farsante, los otros presos perdían su deseo de sobrevivir y se convertían en muertos
vivientes indiferentes. Paradójicamente, su disposición a luchar por la supervivencia más
cruda se veía sustentada por esta excepción, por el hecho de que a él no lo habían
rebajado a ese nivel. De esta manera, cuando la excepción desaparecía, la lucha perdía
su fuerza. Lo que esto significa, por supuesto es que este Elegido no estaba definido
exclusivamente por su cualidades «reales» (a este nivel puede haber habido varios
individuos como él, o podría ser, incluso, que no se mantuviese realmente entero, sino
que fuese una farsa, una actuación): el excepcional papel que representaba era el de la
transferencia. Es decir, ocupaba un espacio construido (presupuesto) por los demás.

En The Matrix, por el contrario, el Elegido es aquel que es capaz de ver que nuestra
realidad cotidiana no es real, sino un universo virtual codificado. Es, por tanto, él quien
es capaz de desconectarse de ella, manipularla y suspender sus reglas (volar por el aire,
detener las balas...). La virtualización de la realidad es esencial para la función de este
Elegido: la realidad es una invención cuyas reglas se pueden poner en suspenso, o al
menos reescribirse. Dentro de este concepto reside la idea paranoica de que el Elegido
puede suspender la resistencia de lo real («Si decido hacerlo puedo traspasar un
muro..»., es decir, la imposibilidad que ello entraña para la mayoría de nosotros no es
sino una deficiencia en la voluntad del sujeto). Sin embargo, en este punto la película
vuelve a quedarse corta: en la escena memorable en la sala de espera de la profeta que
decidirá si Neo es el Elegido se ve a un niño que dobla una cuchara con la mente y le
dice al asombrado Neo que la manera de hacerlo no es convencerme de que puedo
doblar la cuchara, sino convencerme de que NO HAY UNA CUCHARA.... Sin embargo,
¿qué pasa CONMIGO? ¿El siguiente paso no debería haber sido aceptar el concepto
budista de que yo MISMO, el sujeto, no existo?

Con el fin de definir lo que es falso en The Matrix, deberíamos distinguir la simple
imposibilidad tecnológica de la falsedad fantasmática: viajar en el tiempo es
(probablemente) imposible, pero los escenarios fantasmáticos son «verdaderos» en la
medida en que representan los callejones sin salida libidinales. Como consecuencia, el
problema de The Matrix no es la ingenuidad científica de sus trucos: la idea de pasar de
la realidad a la realidad virtual a través del teléfono es bastante lógica ya que sólo
necesitamos un espacio/agujero por el que escapar. (Quizás una solución más acertada
hubiera sido el inodoro: ¿el reino donde los excrementos desaparecen después de tirar
de la cadena no es, al fin y al cabo, una de las metáforas del terroríficamente sublime
Más Allá del caos primordial y preontológico en el que desaparecen las cosas? Aunque
racionalmente somos conscientes de lo que pasa con los excrementos, el misterio
imaginario sigue latente - la mierda no deja de ser un exceso que no tiene un lugar en
nuestra realidad cotidiana. Lacan tenía razón cuando afirmaba que la transición de
animal a ser humano se produce en el momento en que el animal se pregunta qué hacer
con sus excrementos, en el momento en que estos se convierten en un exceso que
molesta al animal. Por tanto, lo Real no es en esencia la cosa horriblemente asquerosa
que reemerge del lavabo, sino el agujero en sí, el espacio que permite la transición a un
orden ontológico diferente: la cavidad topológica o la torsión que «curva» el espacio de
nuestra realidad para que percibamos/imaginemos los excrementos desapareciendo
adentrándose en una dimensión alternativa que no forma parte de nuestra realidad
cotidiana. El problema es una falta de coherencia fantasmática más radical que surge
con la mayor claridad cuando Morfeo (el líder afroamericano del grupo de la resistencia
que cree que Neo es el Elegido) intenta explicar al todavía perplejo Neo lo que es
Matrix: bastante previsiblemente lo relaciona con un fallo en la estructura del universo:

«Ha sido así toda tu vida. La sensación de que algo no funciona en el mundo. No sabes lo
que es, pero está ahí, como una astilla clavada en tu mente y te está enloqueciendo. [...]
Matrix nos rodea, está por todas partes, incluso en esta habitación [...] Es el mundo que
ha sido puesto ante tus ojos para ocultarte la verdad. NEO: ¿Qué verdad? MORFEO: Que
eres un esclavo, igual que los demás naciste en cautiverio... en una prisión que no
puedes oler, saborear ni tocar. La prisión de tu mente».

En este punto, surge la principal contradicción en la película: la experiencia de la falta/la


inconsistencia/el obstáculo debe actuar como evidencia del hecho de que lo que
percibimos como realidad es una farsa. Sin embargo, hacia el final de la película Smith,
el agente de Matrix da una explicación diferente, mucho más freudiana:

«Sabía que la primera Matrix fue diseñada para ser un perfecto mundo humano donde
nadie sufriera, donde todos consiguieran ser felices? Fue un desastre. Nadie aceptó ese
programa. Se perdieron cosechas enteras [de humanos funcionando como baterías].
Algunos creían que no teníamos el lenguaje de programación para describir su mundo
perfecto. Yo creo que como especie los seres humanos definen su realidad con el
sufrimiento y la tristeza. Así que el mundo perfecto era un sueño del que sus primitivos
cerebros querían constantemente despertar. Por ese motivo Matrix fue rediseñada así:
en el apogeo de su civilización».

De ello se deduce que la imperfección de nuestro mundo, es, al mismo tiempo, la marca
de su virtualidad y la de su realidad. De hecho, podemos afirmar que el agente Smith
(recordemos que no es un ser humano como los otros sino una encarnación virtual
directa de Matrix, el gran Otro en sí mismo) ocupa el lugar del analista dentro del
universo de la película: la lección que nos enseña es que la experiencia de enfrentarnos
a un obstáculo insalvable es la condición óptima para que los humanos podamos
percibir algo como realidad. La realidad es, en última instancia, resistencia.

Malebranche en Hollywood

Una nueva incoherencia en la película se detecta cuando trata el tema de la muerte:


¿Por qué muere uno «realmente» en la realidad virtual regulada por Matrix? La película
responde con una respuesta oscurantista: «NEO: Si te matan en Matrix, ¿mueres aquí?
[es decir, no sólo en la realidad virtual, sino también en la vida real] MORFEO: El cuerpo
no puede vivir sin la mente». La lógica detrás de esta solución es que tu cuerpo «real»
sólo puede mantenerse vivo (funcionar) en conjunto con la mente, es decir, con el
universo mental en el que estás inmerso: así que si estás en una realidad virtual y te
matan dentro de esa realidad, esta muerte afecta a tu cuerpo real... La respuesta
alternativa más evidente (sólo puedes morir en la realidad) también es insuficiente. La
trampa es decidir si el sujeto está COMPLETAMENTE inmerso en la realidad virtual que
controla Matrix o si sabe o SOSPECHA cuál es la verdadera situación. Si la respuesta es
SÍ, entonces sólo la regresión a un estado de distanciamiento adánico, anterior a la
caída, nos volvería inmortales en el mundo de la realidad virtual. Como consecuencia,
Neo, que ya está liberado de la inmersión total en la realidad virtual debería SOBREVIVIR
a su lucha contra el agente Smith, lucha que tiene lugar DENTRO DE LA REALIDAD
VIRTUAL controlada por la Matriz (de la misma manera en que es capaz de detener
balas, debería haber sido capaz de deshacer los golpes que hieren su cuerpo). Esto nos
lleva al ocasionalismo de Malebranche: la matrix DEFINITIVA es, más que el dios de
Berkeley -de cuya mente depende el mundo-, el dios ocasionalista de Malebranche.

Sin duda, Malebranche con su «ocasionalismo» fue el filósofo que ha proporcionado el


esqueleto conceptual más adecuado para sostener la idea de la realidad virtual.
Malebranche, discípulo de Descartes, abandona la absurda referencia cartesiana a la
glándula pineal para explicar la coordinación entre la sustancia material y la espiritual,
es decir, entre cuerpo y alma; ¿cómo entonces explicar la coordinación entre los dos, si
no hay ningún punto de contacto entre ambos, si no hay ningún momento en que el
alma pueda tener una acción causal sobre el cuerpo o vice versa? Ya que estos sistemas
causales (el de las ideas en mi mente y el de las interconexiones corporales) son
completamente independientes, la única solución es que una tercera sustancia
verdadera (Dios) las coordine continuamente y medie entre ellas manteniendo una
ilusión de continuidad. Cuando pienso en levantar la mano y mi mano posteriormente se
eleva, mi pensamiento es sólo la causa indirecta y «ocasional» de mi movimiento: al
percatarse de que mis pensamientos están dirigidos a levantar la mano, Dios pone en
funcionamiento la otra cadena causal, la material, que lleva a mi mano a elevarse. Si en
el lugar de «Dios» colocamos al gran Otro -el orden simbólico- podemos percibir la
similitud del ocasionalismo con la postura de Lacan. Como Lacan argumentó en su
polémica contra Aristóteles en televisión, la relación entre el cuerpo y el alma nunca
puede ser directa ya que el gran Otro siempre se interpone. El ocasionalismo es, pues,
esencialmente un nombre para la naturaleza «arbitraria del significante», para el
espacio que separa el sistema de ideas del sistema de causalidad corpórea (real). Es a
través del gran Otro que explicamos la coordinación entre los dos sistemas, de tal
manera que, cuando mi cuerpo muerde una manzana, mi alma experimenta una
sensación de placer. El objetivo del antiguo sacerdote azteca es salvar este mismo
espacio cuando organiza sacrificios humanos con el fin de asegurarse de que el sol
vuelve a salir. El sacrificio humano es en este caso una petición a Dios para que
mantenga la coordinación entre las dos secuencias, la necesidad corporal y la
concatenación de eventos simbólicos. A pesar de lo «irracional» que nos puede parecer
el sacrificio organizado por el sacerdote azteca, la premisa en la que se basa se acerca
mucho más a la verdad que nuestra idea intuitiva de que la coordinación entre el cuerpo
y el alma es directa. Es decir, de acuerdo con esta segunda idea, es «natural» que yo
experimente una sensación placentera cuando muerdo una manzana, ya que esta
sensación está producida directamente por la manzana: lo que se pierde es el papel de
mediador del gran Otro que garantiza la coordinación entre la realidad y cómo la
experimentamos mentalmente. ¿No ocurre lo mismo con nuestra inmersión en la
realidad virtual? Cuando alzo la mano para empujar un objeto hacia el interior del
espacio virtual, este objeto, en efecto, se mueve. La ilusión que yo experimento es que
fue el movimiento de mi mano el que provocó el cambio de posición del objeto. Es decir,
al estar inmerso en este mundo, paso por alto el complicado mecanismo de
coordinación informática, paralelo al papel de Dios, que garantiza la coordinación de
ambas series en el ocasionalismo.

Es bien sabido que el botón de «Cerrar puertas» en casi todos los ascensores no es más
que un placebo disfuncional que se coloca allí para dar a las personas la falsa impresión
de que de algún modo participan y contribuyen a aumentar la rapidez con que se realiza
el viaje en ascensor. Al apretar el botón, la puerta se cierra en el mismo momento en
que lo hubiera hecho si sólo hubiéramos apretado el botón del bajo sin intentar
«acelerar» el proceso presionando también el botón de «Cerrar las puertas». Este caso
claro y extremo de falsa participación es una metáfora adecuada para retratar la falsa
participación de los individuos en el proceso político «postmoderno». Se trata del más
puro ejemplo de ocasionalismo. Según Malebranche, estamos apretando botones como
el de «cerrar las puertas» y sólo la actividad incesante de Dios coordina esta acción con
los sucesos que le siguen (las puertas se cierran) mientras nosotros seguimos pensando
que sucedió gracias a que apretamos el botón...

Por eso es esencial mantener la radical ambigüedad en torno a la manera en que el


ciberespacio afectará a nuestras vidas: esto no depende de la tecnología como tal sino
de la manera en que esta se inscribe en la sociedad. La inmersión en el ciberespacio
puede intensificar nuestras experiencias corporales (una nueva sensualidad, un nuevo
cuerpo con más órganos, nuevos sexos...), pero también hace posible a la persona que
manipula la maquinaria que controla el ciberespacio robarnos literalmente nuestros
cuerpos (virtuales), despojándonos de nuestro control sobre ellos de tal manera que se
rompa la relación con ellos como algo «que nos pertenece». Nos encontramos con la
ambigüedad característica de la idea de mediatización: originalmente este término
designaba el gesto mediante el cual un sujeto se veía despojado de su derecho directo e
inmediato de tomar decisiones; el gran maestro de la mediatización política fue
Napoleón, que dejaba a los monarcas de las naciones conquistadas la ilusión de poder,
mientras que, en realidad, no estaban en posición de ejercitar ese poder en absoluto. A
un nivel más general podríamos decir que esta «mediatización» del monarca es lo que
define la monarquía constitucional, en la que la función del monarca se reduce a la del
gesto simbólico de «poner los puntos sobre las íes»: firmar, dotando así de fuerza
performativa a los edictos cuyo contenido determina el gobierno democráticamente
elegido. Y ¿no ocurre lo mismo, mutatis mutandis, con la informatización progresiva de
nuestra vida cotidiana? En este proceso el sujeto también se «mediatiza» cada vez más,
perdiendo sin darse cuenta su poder bajo la falsa ilusión de que éste está aumentando.
Cuando nuestro cuerpo se mediatiza (atrapado en la sistema de los medios electrónicos
se somete a la vez a la amenaza de una «proletarización» radical: el sujeto se reduce
potencialmente a ser puro $, ya que hasta mi experiencia personal puede ser robada,
manipulada o regulada por el «Otro» mecánico. Podemos ver, de nuevo, cómo la
posibilidad de una virtualización radical coloca al ordenador en una posición que es
directamente equivalente a la que ocupa Dios en el ocasionalismo de Malebranche. Al
coordinar la relación entre la mente y (lo que yo siento como) el movimiento de mis
extremidades (en la realidad virtual, podemos imaginarnos perfectamente un ordenador
que se descontrola y empieza a actuar como un Dios Malévolo, alterando la relación
entre la mente y mi percepción del cuerpo como parte de mí. En la realidad (virtual) se
suspende o, incluso, contradice la orden de mi mente de que levante la mano. Como
consecuencia, la experiencia fundamental que es la de mi cuerpo como algo mío, se ve
perturbada... Parece, pues, que el ciberespacio hace realidad la fantasía paranoica
elaborada por Schreber, el juez alemán cuyas memorias analizó Freud: el «universo
interconexo» es psicótico en cuanto que parece la materialización de la alucinación de
Schreber sobre los rayos divinos mediante los cuales Dios controla la mente humana. En
otras palabras, ¿no explica la externalización del gran Otro y su materialización en el
ordenador la dimensión naturalmente paranoica del universo interconectado? O, dicho
de otro modo: lo normal es que en el ciberespacio la capacidad de cargar la conciencia
en un ordenador finalmente libere a las personas de sus cuerpos, pero también libere a
las máquinas de «su» gente...

Montaje de la Fantasía Fundamental

La última incoherencia que encontramos en la película se refiere a las ambiguas


condiciones de la liberación de la humanidad que anuncia Neo en la última escena.
Como resultado de su intervención se produce en un ERROR de SISTEMA de Matrix; al
mismo tiempo Neo se dirige a las personas que aún se hallan atrapadas en Matrix como
el Salvador que les enseñará cómo liberarse de las represiones de Matrix - podrán
romper las leyes físicas, doblar metales, volar por el aire. Sin embargo, el problema es
que todos estos «milagros» sólo serán posibles mientras continuemos DENTRO de la
realidad virtual que mantiene Matrix, rompiendo o alterando sus normas: nuestra
condición «real» es aún ser esclavos de Matrix. En cierto modo estamos simplemente
haciéndonos con poder adicional para alterar las normas de nuestra prisión mental.
¿Qué pasa con la opción de salir de Matrix y adentrarnos en la «auténtica realidad» en
la que somos criaturas miserables viviendo en la faz de una tierra asolada?

Al modo de Adorno, deberíamos afirmar que estas faltas de coherencia son los
momentos de verdad de la película: señalan los antagonismos dentro de nuestra
experiencia social del capitalismo tardío, unos antagonismos que se refieren a
dicotomías ontológicas básicas como realidad y dolor (realidad como algo que perturba
el régimen del principio del placer), libertad y sistema (la libertad es sólo posible dentro
del sistema que, a su vez, es un obstáculo para su realización total). Sin embargo, en
última instancia el mérito de la película es que está a un nivel diferente. Hace años, una
serie de películas de ciencia ficción como Zardoz o La fuga de Logan (Logan’s
Run) preconiza la situación posmoderna actual: el grupo aislado que vive una vida
aséptica en un lugar apartado añora la experiencia del mundo real de decadencia
material. Hasta la llegada del posmodernismo, ‘utopía’ era el esfuerzo por romper con el
tiempo histórico y entrar en otra dimensión atemporal. Con la coincidencia en la era
posmoderna del «fin de la historia» con la total disponibilidad del pasado en memoria
digital, en esta época en que VIVIMOS la utopía atemporal como una experiencia
ideológica diaria, la utopía se convierte en una añoranza de la Historia Real en sí misma,
de la memoria, de retazos del pasado auténtico. La utopía es pues el esfuerzo por salir
de la cúpula cerrada al hedor y la decadencia de la cruda realidad. Matrix exprime esta
inversión combinando la utopía con la distopía: la realidad misma en que vivimos, la
utopía intemporal que escenifica Matrix está orquestada para que podamos ser
reducidos a una condición pasiva como meras baterías vivientes que proporcionen a
Matrix energía.

El impacto especial de la película no reside, pues, en su tesis central (aquello que


experimentamos como realidad es un mundo de realidad virtual artificial generado por
«Matrix», el megaordenador que está directamente conectado a nuestras mentes), sino
en su imagen central: la de millones de seres humanos que llevan una vida
claustrofóbica en cunas llenas de agua y a los que se mantiene vivos con la sola
intención de que generen energía (electricidad) para «Matrix». Así que, cuando algunas
de las personas «despiertan» de su inmersión en la realidad virtual controlada por
Matrix, este despertar no es a un vasto espacio exterior de realidad, sino la consciencia
terrible de este encierro en el que cada uno de nosotros es tan sólo un organismo fetal,
inmerso en el fluido prenatal... Esta pasividad extrema es la realización de la fantasía
que mantiene nuestra experiencia consciente como objetos activos, autoafirmativos, es
la fantasía perversa por excelencia, la noción de que somos los instrumentos de la
jouissance del Otro (Matrix), que nos chupa la sustancia vital como a pilas. Ahí reside el
auténtico enigma libidinal de este dispositivo: ¿Por qué necesita Matrix energía
humana? La solución energética pura es, por supuesto, absurda: matrix podría haber
encontrado fácilmente otra fuente de energía más fiable que no requiriese la
complicada trama de realidad virtual coordinada para millones de individuos humanos
(aquí surge otra incongruencia: ¿por qué Matrix no abstrae a cada individuo en su
propio universo artificial solipsista?). La única respuesta coherente es la siguiente:
Matrix se alimenta de la jouissance humana. Con esto volvemos a la tesis lacaniana
fundamental de que el gran Otro mismo, lejos de ser una máquina anónima necesita un
flujo constante de jouissance. Es esta la perspectiva en la que tenenmos que colocar el
estado de cosas que presenta la película: lo que la película representa como la escena
de nuestro despertar a la realidad de nuestra situación es, en realidad lo opuesto, la
fantasía fundamental que sustenta nuestra existencia.

La conexión íntima entre perversión y ciberespacio hoy en día es algo común. Según el
punto de vista generalizado, el escenario perverso escenifica el «rechazo de la
castración»: la perversión puede percibirse como una defensa contra el motivo de la
«muerte y la sexualidad», contra la amenaza de mortalidad así como la imposición
contingente de la diferencia sexual, Lo que el pervertido representa es un universo en el
que, como en los dibujos animados, un ser humano puede sobrevivir a cualquier
catástrofe; un universo en el que nadie está obligado a morir o a escoger entre uno de
los dos sexos. Como tal, el universo del pervertido es el universo del orden simbólico
puro, del transcurrir del juego del significante, sin las ataduras de finitud de lo Real. En
un primer acercamiento, podría parecer que nuestra experiencia del ciberespacio
concuerda perfectamente con este universo: ¿no es también el ciberespacio un universo
liberado de la inercia de lo real, constreñido sólo por normas autoimpuestas? ¿No
ocurre lo mismo con la realidad virtual de Matrix? La «realidad» en la que vivimos
pierde su carácter inexorable, se transforma en un mundo de reglas arbitrarias
(impuestas por Matrix) que podemos violar si tenemos una Voluntad lo suficientemente
fuerte... Sin embargo, según Lacan, lo que esta idea común descuida es la relación única
entre el Otro y la jouissance de perversión. ¿Qué significa esto exactamente?

En «Le prix du progres», uno de los últimos fragmentos de The Dialectic of


Enlightenment, Adorno y Horkheimer citan el argumento del fisiólogo francés del siglo
XIX, Pierre Flourens, contra la anestesia con cloroformo para uso medico: asegura que
no se puede probar que el anestésico no funcione sólo en nuestro sistema neurológico
mnemónico. En resumen, mientras nos masacran vivos en la mesa de operaciones
sufrimos un dolor terrible sin atenuación, pero, más tarde, al despertar, no lo
recordamos.... Para Adorno y Horkheimer esto es, por supuesto, la metáfora perfecta
del sino de la Razón basada en la represión de la naturaleza misma: el cuerpo, la parte
de la naturaleza dentro del sujeto, siente el dolor sin atenuantes. Sin embargo, debido a
la represión, el sujeto no lo recuerda. Es aquí que la naturaleza encuentra la venganza
perfecta por nuestro dominio: sin saberlo somos nuestras principales víctimas,
masacrándonos vivos.... ¿no es posible interpretar esto como la fantasía perfecta de
interpasividad, de la Otra Escena en la que pagamos el precio por nuestra intervención
activa en el mundo? NO hay un agente libre activo sin este apoyo fantasmático, sin esta
Escena Alternativa en la que el Otro lo manipula totalmente. Un sadomasoquista estaría
muy dispuesto a asumir este sufrimiento como el camino a la existencia.

Puede que esto nos sirva para entender la obsesión de los biógrafos de Hitler con la
relación que éste mantuvo con su sobrina, Geli Raubal, a la que encontraron muerta en
el apartamento de Hitler en Munich en 1931, como si las presuntas perversiones
sexuales de Hitler fuesen «la clave oculta», el íntimo eslabón perdido, el apoyo
fantasmático que explicase el personaje público. Así describe Otto Strasser la escena:
«/.../ Hitler la obligaba a desvestirse (mientras) él permanecía tumbado en el suelo.
Entonces ella se ponía de cuclillas sobre su cara para que él la examinase de cerca, lo
que le provocaba gran excitación. Cuando llegaba a la cima de su excitación, pedía que
le orinase encima, y así conseguía su placer». Resulta clave aquí la absoluta pasividad
del papel de Hitler en esta escena como el apoyo fantasmático que lo llevó a su
actividad política, tan frenéticamente destructiva. No es de extrañar que Geli estuviese
desesperada y sintiese repugnancia ante estos rituales.

Es ésta la mejor manera de entender Matrix: en esta yuxtaposición entre dos aspectos
de la perversión: por un lado la reducción de la realidad al mundo virtual regulado por
reglas arbitrarias que se pueden suspender, por otro, la verdad oculta de esta libertad,
la reducción del sujeto a una pasividad absoluta e instrumentalizada.

El sujeto interpasivo.

Por Slavoj Žižek | 1998

Cuando Gilles Deleuze trata de explicar el cambio crucial en la historia del cine del pasaje de la
imagen-movimiento a la imagen-tiempo, hace una referencia al impacto traumático de la Segunda
Guerra Mundial (que se sintió desde el neorrealismo italiano hasta el film noir americano). Esta
referencia es perfectamente congruente con la crítica global anticartesiana que emergió del
pensamiento Deleuziano: jamás una idea es espontánea por sí misma, o con sus principios
inherentes; eso que nos incita a pensar es siempre un reencuentro traumático violento con lo real
exterior que se impone brutalmente a nosotros, barriendo con nuestras formas habituales de
pensar.
Como tal, un autentico pensamiento es siempre descentrado: no se piensa espontáneamente, se
es forzado a pensar.

¿Eso quiere decir que con respecto a la relación entre el arte y la historia, probablemente nosotros
debamos regresar, quizás a la simple y vieja tesis reduccionista pseudo-marxista (o más bien
sociologizante) del condicionamiento social del arte? ¿Estamos dispuestos a leer las revoluciones
artísticas como expresiones directas de levantamientos sociales? Lo esencial, aquí, es establecer la
distinción entre la realidad (social) y lo real. Nombrar lo real que trastorna nuestras nociones
artísticas: el Holocausto. Ello nos es suficiente para recordar la famosa “Negación de la poesía
después de Auschwitz” de Adorno. Ahora bien, el Holocausto no es simplemente un fenómeno de
la realidad social. Su impacto traumático reside precisamente en el hecho de que no se puede
hacer narración, ni puede ser integrado a nuestro universo simbólico; nunca una tal tentativa
llegaría a revelar el impacto traumático. Lo real en la historia es precisamente lo que se resiste a su
historización.

Esta noción de lo real devuelve de nueva cuenta el rasgo característico de la “novela vaga” de los
documentales de fin de los años ochenta y comienzo de los años noventa, del cual el paradigma es
Shoah de Claude Lanzmann.[1] Estos films se apartan, en efecto, de la referencia ingenua a una
realidad exterior a la ficción cinematográfica, sin caer en la trampa “posmodernista” del libre
juego de simulacros o en la noción misma del referente que se desvanece. Shoah evoca el trauma
del Holocausto como alguna cosa que esta más allá de la representación (no se puede discernir
nada a través de los rastros que se han dejado, los testigos supervivientes, los monumentos
conmemorativos). Sin embargo, la razón de esta imposibilidad de representar no es simplemente
que es “demasiado traumático”, sino más bien que nosotros, los sujetos que observamos, estamos
siempre implicados, que nosotros somos parte prensil del proceso que la engendro (recordemos la
escena de Shoah en la cual los campesinos polacos de un pueblo situado cerca de un campo de
concentración, entrevistados en nuestros días, dicen todavía encontrar a los judíos “extraños”, eso
quiere decir que ellos repiten la misma lógica que condujo al Holocausto...). Shoah esta pues, muy
lejos de una posible ideología pseudo-Rashomon[2] donde la realidad se evapora en la
multiplicación de puntos de vista; el núcleo real en torno al cual gira la película es a la vez más
próximo y mucho más lejano al referente “realista” tradicional. Esta más lejos, ya que se supone
intrínsecamente irrepresentable. Como alguna cosa que evita y se resiste a la integración en una
narración; y es más cercano, ya que el film se elabora a sí mismo como una intervención en lo que
él describe. La trascendencia radical (poner lo real como irrepresentable, fuera del alcance de
nuestra representación) coincide con la inmanencia radical (el hecho de que entre nosotros y lo
real, la distancia que se supone separa el contenido representado del sujeto preceptor-receptor,
no esta claramente establecido). El sujeto interviene directamente, esta integrado en el contenido
irrepresentable que, por consecuencia, el resto es irrepresentable a causa de esta proximidad
demasiado grade con ella misma.

Yo estaría tentado a afirmar que hoy en día, en esta época de permisividad sexual y de
unisexualidad que es la nuestra, la diferencia sexual se relaciona con la igualdad en lo real. Un spot
publicitario ingles reciente para una marca de cerveza muestra este punto, en lo real, lo difícil de la
diferencia sexual a penetrar en nuestras conciencias. La primera parte pone en escena un cuento
de hadas bien conocido. Una muchacha camina a lo largo de un río. Ella se aproxima a un sapo, lo
toma con dulzura en su seno, lo besa y por supuesto, el feo sapo se transforma como por milagro
en un hermoso hombre joven. Pero la historia no ha terminado. El hombre joven lanza a la joven
muchacha una mirada codiciosa, la atrae hacia él, la besa y la joven muchacha se transforma en
una botella de cerveza que él bebe triunfalmente... En lo que concierne a la mujer, su amor
(indicado por el beso) hizo de un sapo un hermoso hombre, una presencia fálica plena y entera (el
matema lacaniano, gran phi); el hombre, al contrario, reduce a la mujer en un objeto partido,
barrado, causa de su deseo (el objet a de Lacan). En razón de esta asimetría “no hay relación
sexual”, es: sea una mujer con un sapo, sea un hombre con una botella de cerveza. Lo que no se
obtiene nunca, es la pareja “natural” de la bella muchacha y el bello hombre. ¿Por qué? Porque el
soporte fantasmático de esta “pareja ideal” habría sido la figura inconsistente “de un sapo
besando a una botella de cerveza” (Bien entendido por las feministas, sería evidente que la
experiencia del amor que hace una mujer en la vida de todos los días, equivale más bien a la
transformación inversa: Ella besa a un bello hombre joven y cuando esta demasiado cerca de él, es
decir, cuando es demasiado tarde, ella se da cuenta de que en realidad es un sapo...)

La lección a sacar es que lo no alcanzado por lo real levanta el velo de la fantasía para ser
confrontado con la dura realidad. Lo real no se discierne a través de la inconsistencia de la
fantasía, que en su carácter antinómico da soporte fantasmático a nuestra experiencia con la
realidad. En esta publicidad para la cerveza, cada uno de los dos sujetos esta implicado en su
propia fantasmatización subjetiva: La muchacha fantasea sobre el sapo que en realidad es un
hombre joven, el hombre sobre la muchacha que en realidad es una botella de cerveza. El gesto
subversivo consiste aquí en “besar simultáneamente y en el mismo lugar la multitud de elementos
fantasmáticos inconsistentes” – alguna cosa semejante con un cuadro estilo “magrittien”,
representaría a un sapo besando a una botella de cerveza y se titularía Un hombre y una mujer o
La pareja ideal (la asociación con el famoso “mono muerto sobre un piano” surrealista es aquí
todo un hecho justificado, ya que los surrealistas practicaban también una cierta forma de
“atravesar la fantasía”; anotaremos al paso, que, en la publicidad reciente para la cerveza
americana Budwieser, se mira efectivamente una lengua de sapo pegada sobre una botella de
cerveza). ¿Y no es el deber ético del artista hoy en día, confrontarnos con el sapo besando una
botella de cerveza cuando nos representa besando nuestra amada?

En nuestros días, la forma predominante del reencuentro violento que, en el encuentro de


nuestros instintos espontáneos, nos forza a pensar, es el impacto tenaz del espacio cibernético,
ciberespacio de la digitalización y de la virtualización de nuestra vida cotidiana. La prueba del
carácter traumático de este impacto tiene, a su vez, con su carácter inconsistente, antinómico de
nuestra manera de reaccionar: el espacio cibernético es a la vez acogido como la apertura de
nuevas posibilidades del pensamiento salvaje y temido como anuncio del fin del pensamiento
propiamente dicho, la reducción del hombre a un animal reaccionando a los estímulos exteriores;
es acogido como la reunión del mundo en una aldea global y temido como anuncio del fin de los
encuentros intersubjetivos auténticos; es acogido como la apertura a nuevas formas de arte y
temido como indicador del fin de la creatividad artística...

El gran eslogan del espacio cibernético es naturalmente la interactividad. Es de ahora en adelante


un lugar común el subrayar que con los nuevos medios electrónicos, la contemplación pasiva de
un texto o de una obra de arte esta terminada; yo no me conformo con mirar fijamente la
pantalla, yo interactuó progresivamente con la pantalla. Entre yo y la pantalla inicia una relación
de dialogo (desde la elección que hago de los programas hasta mi determinación de las salidas o
finales en los enredos de los llamados “relatos interactivos”, pasando por la participación en los
debates en una comunidad virtual). Los que le conceden un gran premio al potencial democrático
de los nuevos medios, acentúan el hecho de que el espacio cibernético trabaja -para un mayor
número de gente- la posibilidad de romper con el rol de observador pasivo, del que solo mira el
espectáculo que otros ponen en escena. Al participar activamente en espectáculos, se puede
asimismo establecer o bien cambiar las reglas... ¿Sin embargo, el reverso de la moneda no sería la
interactividad en el sentido transitivo del término (el otro es activo por mi, en mi lugar; yo actuó a
través del otro, que me devuelve más y más la dependencia de una prótesis digital y me incapacita
de actuar directamente)? El sujeto es poco a poco desposeído, privado de sus aptitudes y sus más
íntimos secretos.

Desde entonces, como resolver esta ambigüedad: ¿interactuar con la maquina o bien dejar que la
maquina interactué por mi? La solución, en este sentido, sería quizá la de cambiar de terreno para
concentrarse sobre otra forma, por supuesto extraña, de descentramiento. El impacto
verdaderamente inquietante de los nuevos medios no reside en el hecho de que las maquinas nos
arranquen la parte activa de nuestro ser, sino, en oposición exacta, en el hecho de que las
maquinas digitales nos privan de la pasividad de nuestra vivencia: ellas son “pasivas por nosotros”
¿Pero como? El mejor medio para abordar este problema consiste en reutilizar la vieja
problemática marxiana del fetichismo de la mercancía. Según la definición marxiana clásica, en el
fetichismo de las mercancías, el asunto de “las relaciones entre las cosas (las mercancías)” está
directamente antes de las “las relaciones entre las personas”: Las personas perciben
(erróneamente) las relaciones sociales en términos de relaciones entre cosas. Esta definición es
más enigmática que no parece ya tocar el misterio de la sustitución y / o el desplazamiento:
¿Cómo es ontológicamente posible que lo más intimo de las relaciones entre las personas se
desplace sobre “relaciones entre las cosas” (o que estas últimas sean sustituto)? Es decir (y esto
vale verdaderamente el ser repetido) que en la noción marxiana del fetichismo, el lugar de la
inversión fetichista reside no en lo que las personas piensan que ellos son, sino en las actividades
sociales mismas que ellas hacen. Un sujeto burgués típico es, en su actividad consciente, un
nominalista utilitarista. En el sentido de su actividad social, en los intercambios sobre el mercado,
él actúa como si las mercancías no fueran simples objetos, sino objetos dotados de poderes
especiales, plenos de “caprichos teológicos”. De otro modo dicho, los personajes son todos en los
hechos consientes de este pasaje, ellos saben perfectamente que el dinero-mercancía no es una
forma reificada de la apariencia de las relaciones sociales. Es decir que son las “relaciones entre las
cosas” en las “relaciones entre las personas”. La paradoja es que, en las actividades sociales, ellos
actúan como si ellos no lo supieran y subsiste la ilusión fetichista. La creencia fetichista, la
inversión fetichista, se encarna en lo que Marx llamo las “relaciones sociales entre las cosas”. En el
fetichismo de la mercancía son las cosas las que creen en nuestro lugar.

Este fenómeno es mucho más extendido de lo que parece. Según una anécdota antropológica bien
conocida, hay supuestos primitivos a los cuales se les atribuye ciertas creencias supersticiosas
(como, por ejemplo, que las tribus descendían de un animal, de un ave o de un pez). Cuando se le
pregunta directamente al sujeto, este responde: “No, por supuesto, nosotros no lo creemos,
nosotros no somos tan ingenuos; pero algunos de nuestros ancestros aparentaban y creían
efectivamente...” Ellos desplazan inmediatamente sus creencias, las transfieren sobre otros. ¿Y
nosotros, no actuamos de la misma forma con nuestros niños? Nosotros nos sometemos al rito de
Santa Claus, por ejemplo, porque ellos creen (se supone que creen) y que nosotros no queremos
decepcionarlos. Los niños, ellos mismos, pretenden creer para obtener los regalos y no
decepcionar a sus padres. Esto muestra una necesidad de encontrar algún otro que “crea
verdaderamente”. ¿No es esto lo que nos empuja a tachar a el otro de “fundamentalista”
(religioso o étnico)? Extrañamente, la creencia parece siempre funcionar bajo la forma de una
semejante “creencia a distancia”. Para que la creencia funcione, se necesita que esta tenga una
última garantía, aunque esta última garantía sea siempre diferida, desplazada, que no este nunca
presente en persona.

El error que sobretodo es necesario evitar aquí es la hipótesis humanista, según la cual esta
creencia encarnada en las cosas, desplazada sobre las cosas o sobre el otro, no es más que la
forma reificada de una creencia humana directa, en cuyo caso la labor de reconstitución
fenomenológica de la génesis de la “reificación” sería la de demostrar como la creencia humana
original ha sido traspasada sobre las cosas o sobre nuestra causa. La paradoja que es necesario
mantener, por oposición a esta tentativa de elaboración de una génesis fenomenológica, es que el
desplazamiento es original y constitutivo. No hay una subjetividad inmediata, viviente y presente
por sí misma que pueda ser atribuida a la creencia en las “cosas sociales” y que fuera a
continuación desposeída. En ciertas creencias, las más fundamentales que son de entrada
“descentradas”, son las creencias del otro. El fenómeno del “sujeto supuesto creer” -me parece
que el término ha sido introducido por Michel de Certeau- es pues universal y estructuralmente
necesario. Desde el principio, el sujeto parlante desplaza su creencia sobre el otro, y es del orden
de la pura apariencia, de suerte que el sujeto “no cree nunca verdaderamente”. Desde el principio,
el sujeto se refiere a algún otro, descentrado, al cual le imputa la creencia, y esto se verifica
igualmente en la vida cotidiana. Es lo que esta en el centro de lo que es la llamada cortesía. Por
ejemplo, cuando encuentro a alguno de mis conocidos, yo le digo: “Encantado de verte, etc.”
Aunque yo sepa que solo lo hago por pertinacia, y él sepa que así lo hago, que me importa muy
poco él, no hay ningún problema. No obstante esto no es hipócrita, eso funciona a través del otro.
Yo soy sincero. Así, deberíamos responder a la banalidad conservadora (todos los moralistas de
derecha, de hoy en día, hablan de banalidad) según la cuál todo hombre honesto tiene la
necesidad profunda de creer en cualquier cosa, diciendo, que todo hombre honesto tiene una
necesidad profunda de encontrar a otro sujeto que crea en su lugar...
A fin de determinar convenientemente el alcance de esta noción de sujeto supuesto creer, haría
falta oponer a esta otra noción, mejor conocida, lacaniana por supuesto, de sujeto supuesto saber.
Cuando Lacan habla del sujeto supuesto saber, se olvida habitualmente de señalar que esta noción
no es la norma, sino la excepción, excepción que vale por su oposición al sujeto supuesto creer
como característica estándar del orden simbólico. ¿Más, no es esto pues el “sujeto supuesto
saber”? En la muy conocida serie de televisión americana, Colombo, nosotros, los espectadores,
sabemos por adelantado quien es el asesino, ya que, como lo sabemos –y es la “revolución” de
esta serie-, nosotros vemos el crimen al momento de cumplirse, antes de la entrada del detective.
Se sabe en el avance quién lo cometió, de suerte que el enigma a resolver no es el saber quien
cometió el crimen, sino el modo en que el policía va a establecer el vinculo entre la apariencia
engañosa (el “contenido manifiesto” de la escena del crimen) y la verdad sobre el crimen (su
“contenido latente”) y como él va a probar la culpabilidad del culpable. El éxito de Colombo
atestigua el hecho de que la verdadera fuente de interés del trabajo policiaco se revela en el
proceso de desciframiento de sí mismo y no el resultado (La triunfante revelación final: “y el
asesino es...” es completamente ausente aquí, ya que, desde el principio nosotros lo sabemos). Y
esto que es todavía más esencial que no solamente nosotros, espectadores, sabemos quien es el
asesino (ya que nosotros vimos el crimen en el momento en que se lleva a cabo), sino,
inexplicablemente, el inspector Colombo, también lo supo inmediatamente, desde que examino el
lugar del crimen, desde ahí encontró al culpable, él estaba absolutamente seguro, él sabía
simplemente todo acerca del culpable. El trabajo que él realizo a continuación no fue el de
resolver el enigma “¿quién es el asesino?” sino el modo en que él probaría la culpabilidad de este.
Esta reversión del orden “normal” tiene connotaciones netamente teológicas. En primer lugar,
creo en Dios, para enseguida, sobre la base de mi creencia, volverme sensible a las pruebas de
verdad de mi fe. Aquí también, Colombo primero sabe, con esta certidumbre misteriosa, pero que
no es absolutamente menos infalible, quien es el personaje que cometió el crimen, para
enseguida, sobre la base de este saber inexplicable, ponerse a reunir las pruebas... Y de manera un
poco diferente, pero en el fondo homologa, es ése en el cual se “visita al psicoanalista” en tanto
que es el sujeto supuesto saber: Cuando el analizante esboza una relación transferencial con el
analista, él esta absolutamente seguro que este último conoce su secreto (todo esto significa
simplemente que el paciente es a priori “culpable”, que él tiene una significación secreta extraída
de sus actos). El analista no es pues el empirista ingles que pone al paciente a probar diversas
hipótesis, que buscaría las pruebas, etc. El encarna la certidumbre absoluta (que Lacan comparo
con la certidumbre del cogito ergo sum de Descartes) de la “culpabilidad” del paciente, es decir, de
su deseo inconsciente. Creo que se llegaría aquí, a oponer Lacan con la actitud típica que se
encuentra en el caso de muchos de mis amigos norteamericanos que hacen análisis en Estados
Unidos. Allí, además, el analista funciona como el sujeto supuesto creer, el cretino ingenuo. Mis
amigos me dicen: “Tengo algunos problemas psíquicos, soy un obsesivo, impotente, así que voy a
ver a un psicoanalista. Esto es una tontería, yo no creo, sino él, el analista, él cree, puede ser: el
me puede ayudar” No, se es ingenuo a través del otro. Ahí esta todo.

Así pues, esta relación de sustitución no se limita a conectar la creencia y el saber. Va igual por
cada una de las actitudes y cada uno de los sentimientos más íntimos del sujeto, llorar y reír
incluidos. Basta con relacionar aquí el viejo enigma de las emociones traspasadas/desplazadas en
la época de las lloronas, estas mujeres a las que se les pagaba en los pueblos supuestamente
primitivos para llorar durante los funerales, o bien en las risas enlatadas (las risas incluidas en la
banda sonora de las series de televisión), o aún la posibilidad de encarnar un personaje en la
pantalla en el espacio cibernético. Cuando yo construyo una falsa imagen de mí, que se pone en
mi lugar en una comunidad virtual en la cual yo participo (en los juegos sexuales por ejemplo, los
hombres tímidos toman con frecuencia el rol de una mujer seductora, a la cual no le importa con
quien acostarse), las emociones que siento y finjo sentir como una parte falsa de mi personalidad
en la pantalla no son simplemente falsas: Aunque (esto que yo siento como) mi verdadero yo no lo
sienta, ellas no son menos verdaderas, en un cierto sentido. Va en el mismo sentido, por ejemplo,
con lo que llaman el molino de oraciones en el Tibet. Este es un fenómeno bastante misterioso: se
pone al interior del molino un papel con la oración, después se le da vueltas; el misterio es que yo
puedo pensar en mis fantaseas sexuales durante o cuando esta girando; objetivamente, ¿qué hago
yo? Rezo. Pero, esto no es valido solo para las sociedades primitivas. Sí nos pasamos al otro
extremo, en Estados Unidos, el can laughter (poder reír), es como se le llama allí a la risa enlatada
(la risa incluida en la banda sonora de la series de televisión), el misterio, entonces es ¿para qué?
Es que, cuando miro tal serie, no rió, me contento en fijarme en la pantalla, fatigado después de
una dura jornada de trabajo. Y esto funciona, es la televisión quien ríe por mi, y después, estoy
aliviado. Esta es pues, la prueba empírica, que no hay mucho progreso en relación con las
sociedades primitivas (Antes de habituarnos a estas risas extrañas, se da, normalmente un
pequeño momento de malestar: mi primera reacción de estas risas es un choque, es un tanto
difícil de aceptar que la maquina dicha pueda “reír por mi”, hay alguna cosa intrínsecamente
obscena en este fenómeno. Sin embargo, uno se habitúa y acaba por encontrarlo “natural”). Es
esta la alusión lacaniana de descentramiento, del sujeto descentrado; mis sentimientos, los más
íntimos, pueden ser radicalmente exteriorizados, puedo literalmente “reír, llorar a través del
otro”.

Aquello que traemos a titulo en esta intervención, a saber el extraño fenómeno de la


interpasividad[3]: ¿El reverso necesario de mi interacción con el objeto, no es la situación del
objeto en sí mismo, es decir, tomo mi propia reacción pasiva de satisfacción (o el problema de la
risa), me privo en tal suerte, que es el objeto en sí mismo quien toma placer en el espectáculo de
mi placer, aliviándome de mi deber de divertirme...? En nuestros días según las recientes
investigaciones norteamericanas, la misma pornografía, cada vez más, es usada de manera
interpasiva. Las películas clase X no son más, antes que todo, destinadas a excitar al usuario en su
actividad masturbatoria solitaria. El simple hecho de mirar la pantalla, donde esta la acción es
suficiente, es decir que basta con observar como los otros logran el placer en mi lugar.

En el dominio político, un ejemplo impresionante y reciente de interpasividad es la “opresión” de


los intelectuales de izquierda multiculturalistas cuando en los hechos, los musulmanes, las grandes
victimas del conflicto yugoslavo, renunciaron a mantener su visión pluralista multi-étnica
claramente definida, así además, los bosnios quisieron su propio espacio étnico. Esta “tristeza”
izquierdista constituye, en mi opinión, un racismo puro multiculturalista. Como si, en el curso de
los últimos cinco años, el occidente liberal no hubiera literalmente animado a los bosnios a crear
su propio territorio étnico. Pero esto no nos interesa aquí, es de saber esto porque la “bosnia
multiétnica” no es la última en estas fechas, de ser parte de la serie de figuras míticas del otro por
el cual los intelectuales de izquierda occidental, tienen en sus actos a sus fantasías ideológicas.
Estos intelectuales son “multiculturalistas” a través de los bosnios, ellos escapan, como se ha dicho
en los Estados Unidos, de los paradigmas mecanicistas cartesianos al admirar la sensatez de los
indígenas de América, etc. De la misma forma que en los últimos decenios, en los años sesenta -
setenta, los que eran revolucionarios admiraban a Cuba, o bien los socialistas democráticos que
suscribieron el mito de la autogestión socialista Yugoslava, etc. En cada caso, se continua llevando
tranquilamente su existencia pequeño-burguesa de universitarios, a la vez que han hecho su deber
progresista a través del otro.

Esta paradoja de la interpasividad que consiste en creer o gozar a través del otro, permite también
abordar a la agresividad de una nueva manera. La agresividad desencadena en un sujeto cuando
otro sujeto, a través del cual el primero cree o goza, hace alguna cosa que perturba el
funcionamiento de esta transferencia. Considérese, por ejemplo, la actitud de ciertos
universitarios de izquierda del Oeste al enfrentar la desintegración de Yugoslavia.. El hecho que los
nacionalistas de la ex-Yugoslavia rechazaran (“traicionaran”) el socialismo perturbó su creencia, es
decir les impidieron persistir de su fe en el socialismo autogestionario “auténtico” a través del otro
que la realizaba, y les hizo desterrar a todos aquellos que no compartieron la actitud “yugo-
nostálgica” tratándolos como nacionalistas protofascistas.

Aquí, el caso de Peter Handke es ejemplar. Durante los largos años, vividos interpasivamente -a
través de los eslovenos (su madre era eslovena)- su vida era auténtica, era libre de la corrupción
de la sociedad consumista capitalista occidental. Para él, Eslovenia era un país dónde las palabras
se relacionaba directamente a los objetos (en las tiendas, según Handke, la leche era llamada
simplemente “leche “, el pan, “pan”; uno evitaba la trampa de las marcas comerciada, etc.). Pura
formación fantasmática. Sin embargo, la independencia de Eslovenia y el hecho de que se
consolidara la integración a la Unión Europea provoco en Handke una violenta agresividad: en sus
escritos recientes, él trata a los eslovenos como esclavos del capitalismo austriaco y alemán, por
haber vendido su herencia al Oeste... Y es, únicamente porque su juego interpasivo se perturbo, es
decir, que los eslovenos no se comportaron de una manera que le permitiera a él ser auténtico, de
una forma interpasiva, a través de ellos. No es pues de asombrarse, por consiguiente que al dar
vuelta hacia Serbia, esta sea saludada como el último vestigio de la autenticidad en Europa,
comparando a los serbios Bosnios de Sarajevo con los indios de América, asegurándoles un lugar
en las colonias blancas. Ahora, son los Serbios quienes se han vuelto los compañeros interpasivos.
En un análisis más agudo, sería necesario establecer la distinción entre los dos tipos de el “otro
que lo hace (o, más bien, sufre o soporta) por mi, en mi lugar”[4]:

- en el caso de Santa Claus (o en el fetichismo de las mercancías), yo desplazo mi creencia sobre el


otro: yo pienso que no creo, sin embargo yo creo a través del otro. El gesto crítico, aquí, consiste
en la afirmación de la identidad: no, eres TU quien cree en Santa Claus a través del otro (en los
antojos teológicos de las mercancías, en Santa Claus...).
- en el caso de las risas pregrabadas (o de las lloronas que se lamentan en nuestro lugar, o de la
rueda de plegarias tibetana), la situación es inversa: yo pienso que yo soy quien goza del
espectáculo, pero es el otro el que lo hace por mí. El gesto crítico consiste entonces en decir: no,
no eres TU quien se rió, es el otro (el aparato de televisión...).

¿La clave de esta distinción no estaría en que nosotros tenemos aquí un caso de oposición entre la
creencia y el goce, entre lo simbólico y lo real? En el caso de la creencia (simbólico), yo niego la
identidad (yo no me reconozco en la creencia que es efectivamente mía); en el caso del goce que
es el orden del real, yo desconozco el descentramiento en eso que yo percibo (sin razón) como “mi
propio” goce. Quizá la actitud fundamental que define al sujeto no es la de la de la pasividad, ni la
actividad autónoma, sino precisamente la de la interpasividad. Es necesario oponer esta
interpasividad en la List der Vernunft (la astucia de la Razón) hegeliana: en el caso de la “astucia de
la Razón”, yo soy activo a través del otro, eso quiere decir que yo puedo permanecer pasivo
mientras los otros actúan a mi lugar (como la idea hegeliana que permanece fuera del conflicto,
permitiendo las pasiones humanas mientras hacen el trabajo por ella); en el caso del
interpasividad, yo puedo ser pasivo a través del otro, eso quiere decir que yo cedo al otro el
aspecto pasivo (del goce), y yo puedo comprometerme a permanecer activo (yo puedo continuar
trabajando por la tarde mientras la videocasetera disfruta pasivamente para mí; yo puedo arreglar
los asuntos financieros acerca de la fortuna del muerto, mientras las lloronas se lamentan por mí),
etc. Esto nos lleva a la noción, que encuentro bastante interesante, de falsa actividad: yo pienso
que soy activo considerando mi posición verdadera, que como la encarnación del fetiche, es
pasiva. Y no nos encontremos nosotros en algo similar a esta actividad falsa, en la paradoja de la
predestinación (el hecho mismo que las cosas sean decididas por adelanto, es decir, que en mi
actitud con el destino, sea solo uno una víctima pasiva, me incita a realizar una actividad frenética
incesante). Esta ha sido la gran paradoja de la ideología espontánea del capitalismo, desde el
principio, esta teoría de la predestinación, es decir, la conciencia de que todo esta decidido ya,
ideología que, en lugar de inmovilizar me empuja a trabajar frenéticamente. De la misma manera
la estrategia típica del neurótico obsesivo también implica una “falsa actividad” (él es activo
frenéticamente a fin de evitar que la cosa finalmente ocurra): por ejemplo, en una situación de
grupo dónde la tensión amenaza con explotar, el obsesivo no deja de hablar, de contar chistes,
para evitar que llegue el momento del molesto silencio que haría que los participantes se dieran
cuenta de la tensión subyacente.

El objeto que da cuerpo al “plus de goce” fascina al sujeto. Él lo reduce a una mirada pasiva
impotente que aspira por el objeto. El sujeto, ciertamente, siente esta relación como alguna cosa
avergonzante, indigna. Ser directamente sometido por el objeto, ser sometido al poder de
fascinación es finalmente alguna cosa insoportable. La manifestación abierta de la pasividad, de
esta actitud de goce, priva de alguna forma al sujeto de su dignidad. Es por consecuencia,
necesario concebir la interpasividad como la forma originaria de la defensa del sujeto contra el
goce: yo concedo el goce al otro, que la soporte (ría, sufra, disfrute, goce...) en mi lugar. Está allí la
estrategia libidinal del perverso, que asume la posición de un puro instrumento en el goce del
otro: para él, el acto sexual (coito) implica claramente una división de trabajo en donde él se
reduce a ser un instrumento de goce de la mujer. El hace el trabajo más duro, cumple con los
gestos activos, mientras que ella, encantada por el éxtasis, lo apoya pasivamente, “los ojos al
techo”... En el curso del análisis, el sujeto debe aprender a asumir directamente su relación con el
objeto que da cuerpo a su goce, a ir más allá de lo que disfruta, por procuración, a su lugar.

La versión elemental de la sustitución por la cual “alguien más lo hace para mí” es la de la
sustitución de un significado por el sujeto. Es en esto en lo que reside el rasgo constitutivo del
orden simbólico: un significado actúa en mi lugar. Sin embargo, la sustitución del objeto por el
sujeto es en cierto sentido aún más originaria que la sustitución del significado por el sujeto.
Porque si el significado es la forma del “ser activo a través del otro”, el objeto es la forma del “ser
pasivo a través del otro”, eso quiere decir que el objeto es en primer lugar el que sufre, él que
soporta en mi lugar, en resumen, él que goza por mí. Lo que es intolerable en mi encuentro con el
objeto, es que en él yo me veo, y en él esta la forma de un objeto que sufre: yo me reduzco a ser
un observador pasivo y fascinado de la escena en dónde yo soporto pasivamente... Lejos de ser un
fenómeno que solo tiene el lugar en las situaciones meramente “patológicas” extremas, la
interpasividad, en la oposición a la interactividad (no al sentido actual de interactuar con el medio,
sino en el sentido de otro que actúa por mí, en mi lugar), es por consiguiente el rasgo que define el
nivel más elemental, el requisito mínimo de la subjetividad. Por ser un sujeto activo, yo debo
deshacerme -para la transferencia sobre el otro- de la inercia pasiva que incluye la densidad de mi
ser sustancial. En este sentido preciso, la oposición significado/objeto esconde la oposición
interactividad/interpasividad: el significado es interactivo, activo para mí, en mi lugar, mientras el
objeto es el interpasivo, sufre por mí. Transferir sobre el otro lo que yo siento en mí mismo de
pasividad es un fenómeno mucho más extraño que uno que es activo a través de otro: en la
interpasividad, yo me descentro de una forma mucho más radical que en la interactividad, ya que
la interpasividad me priva del mismo centro de mi identidad sustancial.

Por consecuencia, la matriz fundamental de la interpasividad deriva de la noción misma del sujeto
como pura actividad de poner(se) (a sí mismo), como la fluidez pura de volverse, vacío de todo ser
positivo firmemente establecido. Sí para funcionar como pura actividad, yo necesito externalizar
mi Ser (pasivo), yo debo ser pasivo a través de otro. Este objeto inerte que es mi Ser, en la cual mi
Ser inerte se externaliza, es de nuevo el objet a de Lacan. En la medida en que la estructura
elemental, constitutiva de la subjetividad, es la estructura histérica, es decir, en la medida en que
la histeria se define por la pregunta: “¿Qué yo soy como objeto (a los ojos del otro, para el deseo
del otro)?”, ello nos confronta a la interpasividad en su estado puro: lo que el sujeto histérico es
incapaz de aceptar, es lo que le provoca una angustia intolerable, es el presentimiento de que el
otro lo discierna en la pasividad de su Ser, como un objeto de intercambio, como un objeto del
cual se goza. Es esto en lo que consiste el axioma ontológico de la subjetividad lacaniana: cuanto
más activo soy, más yo debo ser pasivo en otro lugar, esto significa que es necesario que haya otro
objeto que sea pasivo en mi lugar, en mi nombre. (Este axioma se logra en toda su simplicidad en
el proverbial gerente que, de vez en cuando, se siente obligado a visitar prostitutas para
exponerse a los rituales masoquistas y “ser tratado como un objeto”). El problema teórico que
surge aquí es el que Adorno formuló durante mucho tiempo (y en el que propuso la Angstlose
Passivität (pasividad sin angustia), sin embargo, ¿es posible que el sujeto sea pasivo con respecto a
los objetos, de reconocer la “primacía de los objetos” sin caer en el fetichismo? En términos
lacanianos, sería necesario reformular este problema como sigue: el objet a funciona siempre y
necesariamente como un objeto fetichista, como un objeto cuya presencia fascinante recubre la
falta de la castración (¿petit a sobre moins phi en los matemas de Lacan?).

La paradoja ontológica, incluso el escándalo de estos fenómenos, (cuyo nombre psicoanalítico es


por supuesto es la fantasía) reside en el hecho que subvierten la oposición de lo “subjetivo” y lo
“objetivo.” Evidentemente, la fantasía no es, por definición, “objetiva” (en el sentido ingenuo de
“existir independientemente de las percepciones del sujeto”). Pertenece más bien a “la categoría
bizarra de la objetividad subjetiva – la forma en que las cosas parecen ser verdaderamente,
objetivamente, aunque ellas no parezcan realmente ser así” [5]. Cuando, por ejemplo, en las
formaciones fantasmáticas en serie se relacionan la una con la otra, tanto como permutaciones de
una con la otra, tal serie nunca está completa: es siempre como si la serie verdaderamente vivida
constituyera otras variaciones de la misma fantasía “fundamental” subyacente que no es nunca
experimentada verdaderamente por el sujeto. (En On bat un enfant (Pegan a un niño) de Freud,
las dos fantasías conscientes se relacionan con una tercera, “mi padre me pega”, donde el sujeto
nunca hizo verdaderamente la experiencia y que no puede ser reconstruido retroactivamente
como una referencia presupuesta, como el término intermedio entre las dos otras fantasías.) Uno
incluso puede ir más lejos y afirmar que el sentido del inconsciente freudiano es él mismo
objetivamente subjetivo. Cuándo por ejemplo, nosotros le decimos a alguien que,
conscientemente, tiene buena disposición hacia los judíos, que él, alimenta sin embargo los
profundos prejuicios antisemíticos de las cuales no es conscientes, ¿nosotros no decimos (en la
medida en que cuando estos prejuicios no presentan a los judíos como ellos son verdaderamente
sino como ese alguien se los representa) que él no es consciente de que los judíos son así para él?
Esto nos hace recordar el misterio del fetichismo: cuando, por medio de un fetiche, el sujeto “cree
a través del otro” (es decir cuando el objeto-fetiche cree por él, en su lugar), nosotros también
encontramos esta “categoría rara de lo objetivamente subjetivo”. Esta objetividad del fetiche, es
mi verdadera creencia, es lo que hace que las cosas “parezcan ser verdaderamente”, aunque yo
nunca las haya vivido así. Sobre el fetichismo de las mercancías, el propio Marx usa el término de
apariencia objetivamente necesaria. Así, cuando un marxistas se encuentra a un sujeto burgués
que se inunda en el fetichismo de las mercancías, el reproche que él debe hacer no es: “La
mercancía a ti puede parecerte un objeto mágico dotado de poderes particulares, pero tu no
sabes que en realidad, es simplemente la expresión reificada de las relaciones entre las personas”,
sino: “Las mercancías no son para ti la encarnación de relaciones sociales (el dinero, por ejemplo,
es simplemente una clase de pieza justificativa que te da el derecho para participar en el producto
social) – pero, esto no es verdaderamente así, no es lo que te parece a ti efectivamente - en tu
realidad social, por los medios de tu participación en el intercambio social, tu testificas el extraño
hecho de que una mercancía parece ser un objeto mágico dotado de poderes particulares...”

Es también, una de las formas de precisar el sentido de la tesis lacaniana del descentramiento
constitutivo del sujeto. Lacan no adelanta la idea de que mi experiencia subjetiva sería regida por
los mecanismos objetivos inconscientes que serían descentrados por relación a la experiencia que
yo tenga de mí mismo, y como tal, que ella esta para mi fuera de control (es lo que afirman todos
los materialistas). Lo que él afirma es mucho más inquietante: yo me privo de mi experiencia
“subjetiva” más íntima, yo me privo de lo que las cosas “me parecen verdaderamente ser”, de la
fantasía fundamental que constituye y garantiza el centro de mi ser, aunque yo nunca pueda en
los hechos experimentarla y no pueda nunca asumirla... Según el punto de vista más actual, la
dimensión constitutiva de la subjetividad es la de una experiencia fenomenal (de sí). Yo soy un
sujeto desde el momento en que pueda decirme: “poco importan los mecanismos desconocidos
que dirigen mis actos, poco importa qué son esos mecanismos, nadie puede quitarme lo que yo
veo y lo que yo siento aquí y ahora”. Lacan da la vuelta a esta perspectiva: el “sujeto del
significado lacaniano” emerge cuando un aspecto esencial de la experiencia por sí misma
fenomenal del sujeto (su “fantasía fundamental”) se torna inaccesible a él, es decir que sucumbe a
la “represión original”. En la dimensión más radical, el inconsciente es el fenómeno inaccesible, y
no el mecanismo objetivo que rige mi experiencia fenomenal.

Se obtiene pues una relación que subvierte completamente la noción estándar del sujeto como el
lugar de la experiencia fenomenal (de sí mismo): se obtiene la relación “imposible” entre el sujeto
vacío, no fenomenal, y el fenómeno, que permanece inaccesible al sujeto, un fenómeno que,
precisamente, no puede nunca ser subjetivo, asumido por el sujeto – la relación misma escrita en
la formula lacaniana de la fantasía, $ ◊ a. Y puede ser esto lo que tiende a representar el arte
contemporáneo: estos fenómenos extraños que no pueden ser subjetivos.

Esta abertura que nos separa del centro fantasmático de nuestro ser es manipulado en el grado
más alto por David Lynch, en la escena probablemente más inquietante de su Salvaje de Corazón
(Wild at Herat – Sailor et Lula).

En la habitación de un hotel solitario, Willem Dafoe, que hace el papel de un personaje llamado
Bobby Peru, ejerce una presión brutal sobre Lula, la joven mujer interpretada por Laura Dern: él la
toca y la acosa, invadiendo el espacio de su intimidad, y le repite de una manera amenazante:
“Say: Fuck me! (¡Di: Fóllame!)” Él intenta arrancarle una palabra que manifieste su consentimiento
al acto sexual. La pesada escena dura y cuando, finalmente, exhausta, la pobre Laura Dern, alias
Lula, emite un “Fuck me!” casi inaudible, Willem Dafoe, alias Bobby Peru, se retira de repente y
responde con una sonrisa amistosa y cortes: “gracias por tu oferta, pero no tengo tiempo hoy;
otro día, quizá... “El carácter propiamente inquietante de esta escena se debe al hecho que él
rechaza inesperadamente la forzada oferta de Laura Dern, señalando el triunfo último de Willem
Dafoe, el personaje inquietante, Bobby Peru: de esta manera, humilla a su víctima más que si la
hubiera violado directamente. Aquí el caso es el de una violación que se niega a su realización y,
de esta forma, confronta a la víctima con su fantasía: ésta es estimulada, forzada y despertada
para luego ser abandonada, se fuerza el consentimiento de Laura Dern, luego el rechazo va sobre
ella, es devuelta a ella. Está claro que la joven mujer en la escena está lejos de estar simplemente
indignada por la intrusión brutal de Bobby Peru en el espacio de su intimidad: exactamente antes
de su Fuck me!, la cámara se enfoca en la mano derecha de Laura Dern, que se extiende
lentamente - la señal de su consentimiento, la prueba de que Bobby Peru tuvo éxito, que
consiguió despertar su fantasía. Uno debe estar atento aquí a la manera en que Lynch revierte el
procedimiento estándar de la seducción masculina, al curso en que el avance “amable” de la
seducción verbal se sigue inmediatamente por un pasaje al acto violento, por la penetración
poderosa, seguido de la obtención del consentimiento de la mujer. En David Lynch, la violencia es
enteramente desplazada sobre el proceso verbal de la seducción que funciona como una
alteración pesadillesca del proceso propio de la seducción, cuando, en lugar del acto violento, se
obtienen palabras tiernas y amables...

El otro aspecto interesante de esta escena (eso nos permite explicar su impacto inquietante)
concierne a la reversión subterránea de la división estándar de los roles en el proceso de la
seducción heterosexual. El rostro notablemente asqueroso de Bobby Peru, con los músculos
tensos de una manera obscena (con horribles dientes torcidos y negros, una boca demasiado
grande, los labios espesos y húmedos) escupiendo la saliva. ¿No nos hace recordar la imagen de la
llamada “vagina dentada”? Bobby Peru es puesto de una forma vulgar, como si la abertura vaginal
de su boca hubiera provocado en la joven mujer su Fuck me! Bajo la escena evidente de un
hombre agresivo que se impone a la mujer, hay otro escenario fantasmático que se juega: el de un
adolescente inocente y rubio agresivamente provocado y luego rechazado por una mujer madura,
demasiado madura y también vulgar; en este nivel subterráneo, es pues Bobby Peru quien es la
mujer seductora provocando a un muchacho inocente. Lo que inquieta tanto en la figura de Bobby
Peru, es su ambigüedad sexual: esta cara parece oscilar entre el no castrado poder fálico y la
vagina amenazante, estas dos caras de la sustancia vital presimbólica. En lugar del motivo estándar
del romanticismo, “la joven y la muerte”, qué uno tiene allí, esta el motivo inverso: “la joven y vida
“.

Por consiguiente, mi tesis es que el impacto traumático de esta escena descansa sobre la distancia
que separa al universo simbólico público de su soporte fantasmático. Si uno llama la atención
sobre el hecho de que, a menudo, las mujeres se permiten la fantasía de ser tratadas brutalmente,
o incluso de ser violadas, la reacción políticamente correcta estándar es que uno abre la vía a la
visión machista según la cual cuando una mujer es violada y maltratada, ella consigue lo que
quería efectivamente, y que ella no es lo suficientemente honesta para admitirlo. La este lugar
común es que el hecho de que una mujer tenga la fantasía de ser violada, manipulada o
maltratada, no legitima de ninguna forma su violación por ningún medio: el hecho que la violación
sea parte de la fantasía de la víctima no hace el acto más aceptable, incluso, hace el acto aun más
violento. ¿Por qué? Precisamente a causa de la distancia que separa las identificaciones
imaginarias y simbólicas del sujeto en el núcleo fantasmático de su ser: nunca es posible para mí
asumir plenamente (de integrarlo a mi universo simbólico) el núcleo fantasmático de mi ser;
cuando me acerco demasiado a este núcleo, ocurre lo que Lacan llamó el aphanasis del sujeto: el
sujeto pierde su consistencia simbólica. La actualización forzada, arrancada, del núcleo
fantasmático, su imposición exterior, extraña, quizá arrastre a la violencia más humillante, lo que
lleva a minar mi identidad simbólica. Otra manera de hacer la misma demostración es llamar la
atención en la asimetría radical que existe entre el sadismo y el masoquismo: el sádico y el
masoquista nunca forman la pareja complementaria, en la medida en que cuando el masoquista
pide una dirección detallada en el compañero activo, el que lo inflige el dolor, el sádico no ocupara
nunca esa posición subjetiva. ¿Por qué no se debe privar a la mujer de su derecho fundamental,
humano, para tener la fantasía de ser violada, y maltratada? Porque ese derecho, desde mi punto
de vista, no tiene, precisamente, absolutamente nada que ver con cualquier reconocimiento o
legitimación de una violación en la realidad.

La conclusión general a sacar es que, para ser operativa, la fantasía debe permanecer “implícita”,
debe quedarse a distancia de la textura simbólica que la sostiene. Tomemos el ejemplo notorio de
los homosexuales en el ejército que está causando tantos problemas a los Estados Unidos. ¿Por
qué el ejército, al menos el ejército norteamericano, se rehúsa de una manera tan feroz a aceptar
a los homosexuales públicamente? Hay sólo una respuesta a esta pregunta: porque la economía
libidinal de la comunidad militar en sí misma reposa sobre la homosexualidad repudiada como el
componente crucial de eso que algunos llaman la Vinculación Masculina, propia del espíritu de la
comunidad militar. Me remito a mi propia experiencia en el servicio militar (ya han pasado veinte
años de eso), recuerdo que en el Ejército Popular Yugoslavo (el más homofóbico, en el extremo), la
vida diaria era saturada por rituales con claras connotaciones homosexuales. En mi unidad, por
ejemplo, -pero yo creo que era más o menos una regla general-, para saludar a un amigo, en lugar
de un simple “¡Dígame!”, uno decía: “¡Fuma mi pene!” (Pusi kurak! en serbo-croata); esta fórmula,
completamente regularizada, se privó directamente de toda la connotación obscena; funcionó
como una cortesía, como un acto simple y neutro. El punto crucial, aquí, es que esta dimensión
homosexual, aunque completamente indispensable para el mantenimiento de la comunidad
militar, tenía que permanecer repudiada, censurada, no se admite públicamente; como a tal, es
estrictamente codependiente la homofobía en extremo en la vida militar. Por consiguiente -mi
conclusión es que- la estructura ideológica del poder debe censurar, reprimir, al otro marginal
“subversivo”. Esta es una condición absoluta para el poder, debe censurar la propia censura. La
censura, es siempre otra censura.

La intersección de estos dos niveles, uno, el del texto público y su soporte fantasmático
desaprobado se localiza en la paradoja de lo que Lacan llamó: “la opción forzada”, es decir, uno es
libre de escoger, bajo la condición de elegir la mejor opción. Se relaciona con la paradoja de eso
que llamo “la oferta hecha para ser rechazada”. Si, por ejemplo, en una competencia feroz con un
amigo para mejorar el puesto de trabajo, al final yo fuese el que consigue el ascenso, el puesto en
cuestión, un acto cortes, de mi parte sería, retirarme para ofrecerle el lugar y, de su parte, lo que
él tendría que hacer sería, claro, agradecerme y rechazar mi oferta educadamente: “muchas
gracias, pero el puesto es tuyo, tu te lo mereces...” Un gesto tal “hecho para ser rechazado” nos
restaura quizá la estructura del intercambio simbólico y el estado puro. Hay muchos ejemplos de
estas paradojas. Así, en el nivel político, en el nivel más general, es el que va con respecto a la
actitud de las grandes potencias occidentales -Estados Unidos, Inglaterra, Francia - hacia Rusia.
Uno reconoce a Rusia como una gran potencia, pero a condición de que ella no actué como tal.
Esto no es solamente, en mi sentido, un mecanismo totalitario. Yo creo que, en el nivel más
fundamental de nuestra identificación en una comunidad, siempre hay una tal paradoja de
elección forzada: es siempre una opción fundamental dónde uno es libre escoger bajo la condición
de hacerlo por la mejor opción. La estructura de la opción forzada es claramente discernible en: yo
doy a mi amigo la opción con tal de que escoja la mejor opción, que quiere decir, rechazar mi
oferta... ¿Dónde esta aquí la fantasía? La dimensión de la fantasía no reside tanto en la ilusión de
que la opción no es forzada, mas bien en la textura de las reglas no escritas, implícitas que
efectivamente reducen la opción, que prescribe que es lo que uno debe escoger y es que, en los
análisis ideológicos, es interesante cada vez más. Imaginemos un ejemplo extremo, casi grotesco,
mas regido por un mecanismo universal. Imaginemos, digamos, una convención del Partido
Comunista en la Unión del Soviética de los años treinta o cuarenta. Naturalmente, la prohibición
fundamental era: uno no puede criticar abiertamente a Stalin y el poder comunista. Expresar esto
públicamente era, aún más prohibido: por ejemplo, si alguien dijera algo contra Stalin, él era, por
supuesto, inmediatamente detenido. Pero atención, si alguien dijera públicamente: “En nuestra
sociedad, uno no debe criticar a Stalin”, creo, se le habría detenido más rápidamente de nuevo,
porque era el principio fundamental para el sistema, el de mantener la ilusión de que uno podía
criticar a Stalin, nadie lo podía hacer porque Stalin era de hecho el mejor, y por ello no había nada
que criticar. Era una pura apariencia falsa, y todos lo conocimos. Pero atención, porque, en cuanto
uno anuncie la opción forzada públicamente, se dará la desintegración total.

El problema, por supuesto es que, si ocurre que mi compañero, –regresando al ejemplo antes
mencionado- si el amigo a quien yo hago “la oferta para ser rechazada” finalmente aceptara el
puesto. La situación, entonces, se ubicaría catastróficamente: ello ocasionaría la desintegración de
las apariencias falsas (de la opción libre, bajo la condición de escoger la mejor opción), de eso que
mantiene el orden social. Y quizá ese tal gesto, el de tomar la letra de la opción forzada, como algo
verdadero (tomarla en forma literal), es de alguna formar realizar lo que Lacan llamó “atravesar la
fantasía.”

Título original: Le sujet interpassif ©

http://www2.centrepompidou.fr/traverses/numero3/textes/zizek.html

y http://www.lacan.com/zizek-pompidou2.htm

NOTAS

[1] Ver la comparación con el análisis de Linda Williams en “Mirrors Without Memories - Truth,
History, and the New Documentary” (“Espejos Sin Memoria - Verdad, Historia y el Nuevo
Documental”), Film Quarterly, vol. 46, número 3, primavera, 1993, pp. 9-21.

[2] En el film Rashomon (1950) de Akira Kurosawa

[3] Me apoyo aquí en la contribución de mi amigo Robert Pfaller, el joven filósofo austriaco, en la
convención “Die Dinge lachen an unsere Stelle”, Linz (Austria), 8-10 de octubre de 1996.

[4] Ibid.
[5] Daniel C. Dennett, Consciousness Explains, New York, Little, Brown and Company, 1991, p.132.
(por supuesto, Dennett nombra este concepto de una forma puramente negativa como una
contradictio in adjecto que no tendría ningún sentido.)

--------------------------------------------------------------------------------

El espectro de la ideología

Por Slavoj Žižek

Hasta no hace mucho, el concepto clásico de “ideología” estuvo ciertamente pasado de moda.
Había desaparecido de los textos posmodernos, parecía inaplicable al contexto del capitalismo
tardío, y era incluso cuestionado desde un sector de la misma izquierda. Sin embargo, en el
contexto del resurgimiento de movimientos ideológicos en todo el mundo, se ha reabierto el
debate en torno a las preguntas que la ideología sigue planteando tanto a la teoría social y cultural
como a la práctica política.
¿Crítica de la ideología, hoy?

En virtud de la mera reflexión acerca del modo en que el horizonte de la imaginación histórica está
sujeto al cambio, nos encontramos in medias res, obligados a aceptar la implacable pertinencia de
la noción de ideología. Hasta hace una o dos décadas, el sistema naturaleza-producción (la
relación productiva-explotadora del hombre con la naturaleza y sus recursos) se percibía como
una constante, mientras que todo el mundo estaba ocupado imaginando diferentes formas de la
organización social de la producción y el comercio (el fascismo o el comunismo como alternativas
al capitalismo liberal). Hoy, como Fredric Jameson ha observado con perspicacia, ya nadie
considera seriamente alternativas posibles al capitalismo, mientras que la imaginación popular es
perseguida por las visiones del inminente “colapso de la naturaleza”, del cese de toda la vida en la
Tierra: parece más fácil imaginar el “fin del Mundo” que un cambio mucho más modesto en el
modo de producción, como si el capitalismo liberal fuera lo “real” que de algún modo sobrevivirá,
incluso bajo una catástrofe ecológica global… De manera que se puede afirmar categóricamente la
existencia de la ideología en tanto matriz generativa que regula la relación entre lo visible y lo no
visible, entre lo imaginable y lo no imaginable, así como los cambios producidos en esta relación.

Esta matriz puede descubrirse fácilmente en la dialéctica entre lo “viejo” y lo “nuevo”, cuando un
acontecimiento que anuncia una dimensión una era completamente nuevas es (erróneamente)
percibido como la continuación del pasado o el retorno a él, o-en el caso opuesto. Cuando un
acontecimiento que se inscribe por completo en la lógica del orden existente es (erróneamente)
percibido como una ruptura radical. El ejemplo extremo del último caso se encuentra, por
supuesto, en los críticos del marxismo que perciben (erróneamente) nuestra sociedad capitalista
tardía como una nueva formación social que ya no está dominada por la dinámica del capitalismo
tal como fue descrita por Marx. Sin embargo, para evitar este ejemplo trillado, dirijámonos al
terreno de la sexualidad. Uno de los lugares comunes de hoy es que el llamado “sexo virtual” o
“cibernético” presenta una ruptura radical con el pasado, puesto que en él, el verdadero contacto
sexual con un “otro real” está perdiendo terreno frente al goce masturbatorio, cuyo único sostén
es un otro virtual: el sexo telefónico, la pornografía, hasta el “sexo virtual” computarizado… La
respuesta lacaniana a esto es que primero tenemos que desenmascarar el mito del “sexo real”
supuestamente posible “antes” de la llegada del sexo virtual: la tesis de Lacan de que “no existen
las relaciones sexuales” significa precisamente que la estructura del acto”real” (del acto con una
pareja de carne y hueso) ya es inherentemente fantasmático: el cuerpo “real” del otro sólo sirve
como sostén para nuestras proyecciones fantasmáticas. En otras palabras, el “sexo virtual” en el
que un guante simula el estímulo de lo que vemos en la pantalla, y así sucesivamente, no es una
distorsión monstruosa del sexo real; simplemente vuelve manifiesta la estructura fantasmática
que le subyace.

La percepción errónea opuesta puede ser ejemplificada por la reacción de los intelectuales
liberales occidentales a la emergencia de Estados nuevos en el proceso de desintegración del
socialismo real en Europa oriental: ellos percibieron (erróneamente) esta emergencia como un
retorno a la tradición decimonónica del Estado nación, cuando, en realidad, nos encontramos
exactamente con lo contrario: el “agotamiento” del Estado nación tradicional basado en la noción
del ciudadano abstracto identificado con el orden legal constitucional. Con el objetivo de
caracterizar este nuevo estado de cosas Étienne Balibar se refirió recientemente a la vieja frase
marciana Es giba keinen Staat in Europa: ya no existe un Estado propiamente dicho en Europa. El
viejo espectro de Leviatán como un parásito sobre el Lebenswelt de la sociedad, que la abarca
desde arriba, se desgasta cada vez más desde ambos lados. Por un lado, están las nuevas
comunidades étnicas emergentes: aunque algunas de ellas están formalmente constituidas como
Estados soberanos, ya no lo son en el sentido europeo moderno, puesto que no cortaron el cordón
umbilical entre el Estado y la comunidad étnica. (Es paradigmático el caso de Rusia, país en el que
las mafias locales ya funcionan como una suerte de estructura paralela de poder) Por otro lado,
están los múltiples vínculos transnacionales, desde el capital multinacional hasta los carteles de la
mafia y las comunidades políticas interestatales (la Unión Europea).

Existen dos razones para esta limitación de la soberanía estatal, cada una de las cuales es en sí
misma lo suficientemente apremiante como para justificarla: el carácter transnacional de la crisis
ecológica y de la amenaza nuclear. Esta erosión de autoridad estatal desde ambos lados se refleja
en el hecho de que hoy el antagonismo político básico es el que opone la democracia liberal
“cosmopolita” universalista (que representa la fuerza que corroe el Estado desde abajo) y el nuevo
populismo-comunitarismo “orgánico” (que representa la fuerza que corroe el Estado desde abajo).
Y –como lo señaló nuevamente Balibar- este antagonismo no debe concebirse ni como una
oposición externa ni como la relación complementaria entre dos polos donde uno de ellos
equilibra el exceso de su opuesto (en el sentido de que, cuando tenemos demasiado
universalismo, algo de raíces étnicas le da a la gente el sentido de pertenencia, y así estabiliza la
situación), sino en un sentido genuinamente hegeliano: cada polo del antagonismo es
inherentemente a su opuesto, de modo que tropezamos con él en el momento mismo en que
intentamos captar el polo opuesto por sí mismo, postularlo “como tal”.1

A causa de esta carácter inherente de los dos polos, deberíamos evitar la trampa democrático-
liberal de concentrarnos exclusivamente en los horrorosos hechos y las aun más horrorosas
potencialidades de lo que está ocurriendo hoy en Rusia y en otros países ex comunistas: la nueva
ideología hegemónica del “erurasismo” [eurasism] que predica el vínculo orgánico entre la
comunidad y el Estado como antídoto contra la influencia corrosiva del principio “judio” del
mercado y el atomismo social, el imperialismo nacional ortodoxo como antídoto contra el
individualismo occidental, etc. Para combatir estas nuevas formas de populismo organicista en
forma eficaz deberíamos volver la mirada crítica sobre nosotros mismos y someter el propio
universalismo democrático-liberal al análisis crítico: lo que abre el espacio para el populismo
organicista es el punto débil, la “falsedad” de este mismo universalismo.

Estos mismos ejemplos de la realidad de la noción de ideología, sin embargo, también muestran
claramente las razones por las que hoy nos apresuramos a renunciar a la noción de ideología:
¿acaso la crítica de la ideología no implica un lugar privilegiado, eximido de alguna manera de
participar en la agitación de la vida social, que permite a algún sujeto agente percibir el
mecanismo oculto que regula la visibilidad y la no visibilidad social? ¿Acaso la afirmación de que
podemos acceder a este lugar no es el caso más obvio de ideología? Por lo tanto, en referencia al
Estado actual de la reflexión epistemológica, ¿no es contraproducente la noción de ideología?
Entonces, ¿por qué aferrarnos a una noción con tantas consecuencias epistemológicas
obviamente desactualizadas (la relación de la “representación” entre el pensamiento y la realidad,
etc.)? ¿No es su carácter completamente ambiguo y elusivo una razón suficiente en sí misma para
abandonarla? La palabra “ideología” puede designar cualquier cosa, desde una actitud
contemplativa que desconoce su dependencia de la realidad social hasta un conjunto de creencias
orientadas a la acción, desde el medio indispensable en el que los individuos viven sus relaciones
con una estructura social hasta las ideas falsas que legitiman un poder político dominante.
Parecería surgir justamente cuando intentamos evitarla, mientras que no aparece cuando es
claramente esperable.

Cuando se denuncia un procedimiento como “ideológico por excelencia”, podemos estar seguros
de que su inversión no es menos ideológica. Por ejemplo, entre los procedimientos generalmente
reconocidos como “ideológicos”, se cuenta, sin duda, el hecho de transformar en eterna una
condición históricamente limitada, la identidad de alguna Necesidad superior en un suceso
contingente (desde la fundamentación del dominio masculino en la “naturaleza de las cosas” hasta
la interpretación del sida como un castigo para la vida pecaminosa del hombre moderno; o, en un
nivel más íntimo, cuando encontramos nuestro “verdadero amor”, parece que esto fuera lo que
habíamos estado esperando durante toda la vida, como si, de algún modo misterioso, toda
nuestra vida anterior hubiera conducido a este encuentro…): la contingencia sin sentido de lo real,
entonces, se “internaliza”, se simboliza, se le provee un Significado. ¿No es, sin embargo, también
ideológico el procedimiento opuesto de no reconocer la necesidad, de percibirla erróneamente
como una contingencia insignificante (desde la cura psicoanálitica – en la que una de las formas
principales de la resistencia del paciente es su insistencia en interpretar un sintomático lapsus
linguæ como un mero traspié sin significado- hasta el terreno de la economía -en el que el
procedimiento ideológico por excelencia es reducir la crisis a un suceso externo, contingente en
definitiva, y descuidar, por lo tanto, la lógica inherente al sistema que engendra la crisis-)? En este
sentido preciso, la ideología es exactamente lo contrario de la internalización de la contingencia
externa: reside en la externalización del resultado de una necesidad interna, y aquí la tarea de la
crítica de la ideología es precisamente identificar la necesidad oculta en lo que aparece como una
mera contingencia.

El caso más reciente de una inversión similar se encuentra en la manera en que los medios
occidentales informaron sobre la guerra en Bosnia. Lo primero que impresiona a la vista es el
contraste con la información sobre la guerra del Golfo de 1991, en la que teníamos la
personificación ideológica estándar:

En lugar de ofrecer información sobre las tendencias y los antagonismos sociales, políticos o
religiosos en Irak, los medios terminaron por reducir el conflicto a una pelea con Saddam Hussein,
el Mal Personificado, el delincuente que se autoexcluyó de la comunidad internacional civilizada.
Aún más que la destrucción de las fuerzas militares de Irak, el verdadero objetivo era presentado
como psicológico, como la humillación de Saddam, quien debía perder prestigio. En el caso de la
guerra de Bosnia, en cambio, a pesar de algunos casos aislados de la demonización del presidente
serbio Milosevič, la actitud predominante refleja la de un observador cuasi antropológico. Los
medios se superaron el uno al otro en las clases que nos daban sobre los antecedentes étnicos y
religiosos del conflicto; traumas que vienen de hace cien años se repiten y se representan, de
modo que, para entender las raíces del conflicto, es necesario conocer no sólo la historia de
Yugoslavia, sino toda la historia de los Balcanes desde la época medieval […]. En el conflicto
bosnio, entonces, una simple toma de partido es imposible, sólo se puede intentar comprender
con paciencia los antecedentes de este espectáculo salvaje, ajeno a nuestro sistema civilizado de
valores […]. Ahora bien, este procedimiento contrario implica una mistificación ideológica aun más
ingeniosa que la deminización de Saddam Hussein.2

¿En qué consiste, precisamente, esta mistificación ideológica? Para decirlo de un modo algo crudo,
la mención de la “complejidad de las circunstancias” sirve para librarnos de la responsabilidad de
actuar. La actitud cómoda de un observador distante, la alusión al contexto supuestamente
intricado de las luchas religiosas y étnicas en los países balcánicos, permiten Occidente desligarse
de su responsabilidad hacia los Balcanes: es decir, eludir la amarga verdad de que, lejos de tratarse
de un conflicto étnico excéntrico, la guerra bosnia es un resultado directo del fracaso de Occidente
en comprender la dinámica política de la desintegración de Yugoslavia, del apoyo silencioso de
Occidente a la “limpieza étnica”.

En el terreno de la teoría, encontramos una inversión análoga en relación con la problematización


“deconstructivista” de la noción de la culpa subjetiva y la responsabilidad personal. La noción de
un sujeto moral y criminalmente “responsable” de sus actos obedece a la necesidad ideológica de
ocultar la intrincada y siempre lista textura operativa de las presuposiciones histórico-discursivas
que no sólo proporcionan el contexto para la acción del sujeto, sino que también definen de
antemano las coordenadas de su significado: el sistema sólo puede funcionar si la causa de su mal
funcionamiento se ubica en la “culpa” del sujeto responsable. Uno de los lugares comunes de la
crítica que se hace a la ley desde la izquierda es que la atribución de culpa y responsabilidad
personal nos releva de la tarea de sondear las circunstancias concretas del acto en cuestión. Basta
recordar la práctica de los defensores de la moral de atribuir una calificación moral al mayor
porcentaje de delitos entre los afroamericanos (“disposiciones criminales”, “insensibilidad moral”,
etc.): esta atribución imposibilita cualquier análisis de las condiciones ideológicas, políticas y
económicas concretas de los afroamericanos.

Sin embargo, acaso esta lógica de “culpar a las circunstancias”, llevada a sus extremos, ¿no es
contraproducente en la medida en que lleva necesariamente al inolvidable –y no menos
ideológico- cinismo de la famosa cita de la Ópera de los tres centavos de Brecht: “Wir wären gut
anstatt so roh, doch die Verhältnisse, sie sind nicho so!” [“Nos gustaría ser buenos y no tan
groseros, si tan sólo las circunstancias fueran diferentes”]? En otras palabras, ¿acaso nosotros, los
sujetos hablantes, no estamos siempre-ya ocupados en referir las circunstancias que
predeterminan el espacio de nuestra actividad?

Un ejemplo más concreto de la misma ambigüedad indecidible se encuentra en la crítica


“progresista” corriente del psicoanálisis. En este caso, el reproche es que la explicación
psicoanalítica del malestar y el sufrimiento psíquicos a través de complejos libidinales
inconscientes, o aun por medio de una referencia directa a la “pulsión de muerte”, vuelve
invisibles las verdaderas causas de a destructividad, Esta crítica del psicoanálisis encontró su
expresión teórica definitiva en la rehabilitación de la idea de que la causa final del Trauma psíquico
es el abuso sexual efectivo en ¡a in6ncia: al introducir la noción del origen fantasmático del
trauma, Freud habría traicionado la verdad de su propio descubrimiento.3 En lugar del análisis
concreto de las condiciones sociales reales externas —la familia patriarcal, su papel en la totalidad
de la reproducción del sistema capitalista y demás—, se nos ofrece la historia de los
estancamientos libidinales no resueltos; en lugar del análisis de las condiciones sociales que llevan
a la guerra, se nos ofrece la “pulsión de muerte”; en lugar del cambio de las relaciones sociales, se
busca una solución en el cambio psíquico interior, en la “maduración” que nos habilitaría para
aceptar la realidad social tal como es. En esta perspectiva, la lucha misma por el cambio social es
denunciada como una expresión del complejo de Edipo no resuelto... ¿Acaso esta noción de un
rebelde que, a través de su resistencia “irracional” a la autoridad social, expresa sus tensiones
psíquicas no resueltas no es ideología en su máxima pureza? Sin embargo, como ha demostrado
Jacqueline Rose, la externalización de la causa hacia las “condiciones sociales” no es trenos falsa,
en la medida en que le permite al sujeto evitar la confrontación con la realidad de su deseo.4 A
través de la externalización de la Causa, el sujeto ya no está comprometido en lo que le está
ocurriendo; mantiene con el trauma una simple relación externa; lejos de agitar el núcleo no
reconocido de su deseo, el acontecimiento traumático perturba su equilibrio desde afuera.5

La paradoja en todos estos casos es que el apartamiento de (lo que experimentamos como) la
ideología es la forma precisa en que nos volvemos sus esclavos. El ejemplo contrario de una no
ideología que posee todos los rasgos corrientes de la ideología se encuentra en el papel que
cumplió el Neues Forum en la ex Alemania Oriental. Su destino está marcado por una dimensión
ética inherentemente trágica: presenta una situación en la que una ideología “se toma a sí misma
al pie de la letra” y deja de funcionar como una legitimación “objetivamente cínica” (Marx) de las
relaciones de poder existentes. El Neues Forum estaba constituido por grupos de intelectuales
apasionados que “se tomaban en serio el socialismo” y estaban preparados para arriesgar todo
con el fin de destruir el sistema comprometido y reemplazarlo por la utópica “tercera vía” más allá
del capitalismo y el socialismo realmente existentes”. Su fe sincera y su insistencia en que no
estaban trabajando para la restauración del capitalismo occidental demostraron, por supuesto, no
ser más que una ilusión sin sustancia; podríamos decir, sin embargo, que precisamente como tal
(como una completa ilusión sin sustancia) era, en sentido estricto, no ideológica: no “reflejaba”, de
ninguna forma ideológica-invertida, las relaciones reales de poder.

La enseñanza teórica que debe extraerse de este ejemplo es que el concepto de ideología debe ser
desvinculado de la problemática “representacionalista”: la ideología no tiene nada que ver con la
“ilusión”, con una representación errónea, distorsionada de su contenido social. Para decirlo
brevemente: un punto de vista político puede ser bastante exacto (“verdadero’) en cuanto a su
contenido objetivo, y sin embargo, completamente ideológico; y viceversa, la idea que un punto
de vista político da de su contenido social puede estar completamente equivocada sin que haya
nada “ideológico” en él. Con respecto a la “verdad fáctica”, la posición del Neues Forum –que
tomaba la desintegración del régimen comunista como el punto de partida para inventar una
nueva forma de espacio social que llegara más allá de los confines del capitalismo- era, sin duda,
ilusoria. Frente al Neues Forum, estaban las fuerzas que apostaban todo a una anexión lo más
rápido posible a Alemania Occidental, es decir, a la inclusión de su país en el sistema capitalista
mundial; para ellos, el grupo reunido alrededor del Neues Forum no era mas que un puñado de
soñadores heroicos. Su posición resultó cierta y sin embargo, no dejaba de ser completamente
ideológica. ¿Por qué? La adopción conformista del modelo de Alemania Occidental implicaba una
creencia ideológica en el funcionamiento sin problemas ni antagonismos del “Estado social”
capitalista tardío, mientras que la primera posición, aunque ilusoria respecto de su, contenido
fáctico (su “enunciado”), daba fe, por medio de su “escandalosa” y exorbitante posición de
enunciación, de una conciencia del antagonismo propio del capitalismo tardío. Ésta es una manera
de concebir la tesis lacaniana según la cual la verdad tiene la estructura de un relato de ficción: en
aquellos meses confusos del pasaje del “socialismo realmente existente” al capitalismo, la ficción
de una “tercera vía” era el único lugar en que no se borraba el antagonismo social. Aquí reside una
de las tareas de la crítica “posmoderna” de la ideología: designar los elementos que dentro de un
orden social existente –bajo la forma de una “ficción”, es decir, de relatos “utópicos” de historias
alternativas posibles pero fracasadas- apuntan al carácter antagonista del sistema y, por lo tanto,
permiten que tomemos distancia de la autoevidencia de su identidad establecida.

Ideología: el análisis espectral de un concepto

En todos estos análisis ad hoc, sin embargo, ya hemos ejercido la crítica de la ideología, mientras
que nuestra pregunta inicial concernía al concepto de ideología presupuesto en este ejercicio.
Hasta ahora, nos hemos guiado por una precomprensión “espontánea” que, aunque nos llevó a
resultados contradictorios, no debe ser subestimada sino, por el contrario, desarrollada. Por
ejemplo, implícitamente parecería que, de algún modo, sabemos lo que “ya no” es ideología:
mientras la Escuela de Francfort aceptó la crítica de la economía política como su base,
permaneció dentro de las coordenadas de la crítica de la ideología. En cambio, la noción de “razón
instrumental” ya no pertenece al horizonte de la crítica de la ideología: la “razón instrumental”
designa una actitud que no es simplemente funcional en relación con la dominación social sino,
más bien, actúa como el fundamento mismo de la relación de dominación.6 Una ideología,
entonces, no es necesariamente “falsa”: en cuanto a su contenido positivo, puede ser “cierta”,
bastante precisa, puesto que lo que realmente importa no es el contenido afirmado como tal, sino
el modo como este contenido se relaciona con la posición subjetiva supuesta por su propio
proceso de enunciación. Estamos dentro del espacio ideológico en sentido estricto desde el
momento en que este contenido –”verdadero” o “falso” (si es verdadero, mucho mejor para el
efecto ideológico)– es funcional respecto de alguna relación de dominación social (“poder”,
“explotación”) de un modo no transparente: la lógica misma de la legitimación de la relación de
dominación debe permanecer oculta para ser efectiva. En otras palabras, el punto de partida de la
crítica de la ideología debe ser el reconocimiento pleno del hecho de que es muy fácil mentir con
el ropaje de la verdad. Cuando, por ejemplo, una potencia occidental interviene en un país del
Tercer Mundo porque se conocen en éste violaciones de los derechos humanos, puede ser
“cierto” que en este país no se respetaron los derechos humanos más elementales y que la
intervención occidental puede ser eficaz en mejorar la situación de los derechos humanos, y sin
embargo, esa legitimación sigue siendo “ideológica” en la medida en que no menciona los
verdaderos motivos de la intervención (intereses económicos, etc.). La forma más notable de
“mentir con el ropaje de la verdad” hoy es el cinismo: con una franqueza cautivadora, uno “admite
todo” sin que este pleno reconocimiento de nuestros intereses de poder nos impida en absoluto
continuar detrás de estos intereses. La fórmula del cinismo ya no es la marxiana clásica “ellos no lo
saben, pero lo están haciendo”; es, en cambio, “ellos saben muy bien lo que están haciendo, y lo
hacen de todos modos”.

Pero entonces, ¿cómo podemos desarrollar nuestra precomprensión implícita? ¿Cómo pasamos
de la doxa a la verdad? El primer abordaje que se ofrece es, por supuesto, la transposición
histórico-dialéctica hegeliana del problema en su propia solución: en lugar de evaluar
directamente la adecuación o la “verdad” de las diferentes nociones de ideología, uno debería leer
esta multiplicidad misma de determinaciones de la ideología como una señal de diferentes
situaciones históricas concretas; es decir, uno debería considerar lo que Althusser, en su fase
autocrítica, llamaba la “topicalidad del pensamiento”, la manera en que un pensamiento se
inscribe en su objeto; o, como lo habría expresado Derrida, la manera en que el marco mismo es
parte del contenido enmarcado.

Cuando, por ejemplo, el leninismo-estalinismo adoptó súbitamente el término “ideología


proletaria” a fines de la década de 1920, con el fin de designar no la “distorsión” de la conciencia
proletaria bajo la presión de la ideología burguesa, sino la propia fuerza “subjetiva” impulsora de
la actividad revolucionaria del proletariado, este desplazamiento en la noción de ideología era
estrictamente correlativo de la reinterpretación del propio marxismo como una “ciencia objetiva”
imparcial, como una ciencia que no contiene en sí misma la posición subjetiva proletaria: el
marxismo primero, desde la distancia neutral del metalenguaje, se cerciora de la tendencia
objetiva de la historia hacia el comunismo; luego, elabora la “ideología proletaria” para inducir a la
clase obrera a cumplir su misión histórica. Otro ejemplo de tal desplazamiento es el ya
mencionado pasaje del marxismo occidental desde la crítica de la economía política hacia la crítica
de la razón instrumental: desde Historia y conciencia de clase de Lukács y la primera Escuela de
Francfort, en la que la distorsión ideológica se deriva de la “forma de la mercancía”, hasta la
noción de razón instrumental, que ya no se basa en una realidad social concreta sino que, en
cambio, es concebida como una especie de constante primordial antropológica, incluso cuasi
trascendental, que nos permite explicar la realidad social de la dominación y la explotación. Este
pasaje está enmarcado por la transición desde el universo de la primera posguerra, en el que la
esperanza en el resultado revolucionario de la crisis del capitalismo todavía estaba viva, hacia el
doble trauma de fines de la década de 1930 y la década de 1940: la “regresión” de las sociedades
capitalistas hacia el fascismo y el giro “totalitario” del movimiento comunista.7
Sin embargo, un abordaje como ése, aunque adecuado en su propio nivel, puede hacernos caer
fácilmente en la trampa del relativismo historicista que suspende el valor cognitivo inherente del
término “ideología” y lo transforma en una mera expresión de las circunstancias sociales. Por esa
razón, parece preferible comenzar con un abordaje diferente, sincrónico. En relación con la
religión (que, para Marx, era la ideología por excelencia), Hegel distinguía tres momentos: la
doctrina, la creencia y el ritual; resulta tentador disponer la multitud de nociones asociadas al
término “ideología” alrededor de estos tres ejes: la ideología como complejo de ideas (teorías,
convicciones, creencias, procedimientos argumentativos); la ideología en su apariencia externa, es
decir, la materialidad de la ideología, los Aparatos Ideológicos de Estado (AIE); y, finalmente, el
terreno más elusivo, la ideología “espontánea” que opera en el centro de la “realidad” social en sí
(es altamente cuestionable si el término “ideología” es en alguna medida apropiado para designar
este terreno: un buen ejemplo de esto es el hecho de que, en relación con el fetichismo de la
mercancía, Marx nunca haya utilizado el término “ideología”).8 Recordemos el caso del
liberalismo: el liberalismo es una doctrina (desarrollada desde Locke hasta Hayek) materializada en
rituales y aparatos (la prensa libre, las elecciones, el mercado, etc.) y activa en la experiencia
“espontánea” (de sí mismos) que los sujetos tienen como “individuos libres”. El orden de las
contribuciones de esta compilación sigue esta línea que, grosso modo, se adecua a la tríada
hegeliana en sí-para sí-en y para sí.9 Esta reconstrucción lógico-narrativa de la noción de ideología
se centrará en el acontecimiento repetido de la transformación de la no ideología en ideología: es
decir, de la conciencia súbita de cómo el gesto mismo de apartarse de la ideología nos arrastra
nuevamente a su interior.

1. Entonces, para comenzar, tenemos a la ideología “en sí”: la noción inmanente de la ideología
como una doctrina, un conjunto de ideas, creencias, conceptos y demás, destinado a
convencernos de su “verdad”, y sin embargo al servicio de algún interés de poder inconfeso. El
modo de la crítica de la ideología que corresponde a esta noción es el de lectura de síntomas: el
objetivo de la crítica es descubrir la tendencia no confesada del texto oficial a través de sus
rupturas, sus espacios en blanco y sus deslices; descubrir en “igualdad y libertad” la igualdad y la
libertad de los participantes del intercambio en el mercado que, por supuesto, privilegia al dueño
de los medios de producción, y así sucesivamente. Habermas, quizás el último gran representante
de esta tradición, mide la distorsión y/o falsedad de una estructura ideológica con el criterio de la
argumentación racional no coercitiva, una suerte de “ideal regulador” que, de acuerdo con él, es
inherente al orden simbólico como tal. La ideología es una comunicación distorsionada
sistemáticamente: un texto cuyo significado público “oficial”, bajo la influencia de intereses
sociales (de dominación, etc.) inconfesos, está abruptamente separado de su intención real, es
decir, un texto en el que nos enfrentamos a una tensión, sobre la que no se reflexiona, entre el
contenido del texto explícitamente enunciado y sus presuposiciones pragmáticas.10

Hoy, sin embargo, la tendencia probablemente más prestigiosa en la crítica de la ideología, la que
surgió del análisis del discurso, invierte esta relación: lo que la tradición del Iluminismo descarta
como una mera perturbación de la comunicación “normal” resulta ser su condición positiva. El
espacio intersubjetivo concreto de la comunicación simbólica está siempre estructurado por
diversos dispositivos textuales (inconscientes) que no pueden reducirse a una retórica secundaria.
Aquí no nos enfrentamos con un movimiento complementario del Iluminismo tradicional o del
abordaje habermasiano, sino con su inversión inherente: lo que Habermas percibe como el
apartamiento de la ideología es denunciado aquí como ideología por excelencia. En la tradición
iluminista, la “ideología” representa la noción velada (“falsa”) de la realidad surgida de diversos
intereses “patológicos” (el miedo a la muerte y a las fuerzas naturales, los intereses de poder,
etc.); para el análisis del discurso, la noción misma de un acceso a la realidad sin el sesgo de
dispositivos discursivos o conjunciones con el poder es ideológica. El “grado cero” de la ideología
consiste en percibir (erróneamente) una formación discursiva como un hecho extradiscursivo.

Ya en la década de 1950, en Mitologías, Roland Barthes propuso la noción de ideología como


“naturalización” del orden simbólico; esto es, como la percepción que reifica los resultados de los
procedimientos discursivos en propiedades de la “cosa en sí”. La noción de Paul de Man de la
“resistencia a la teoría (deconstructivista)” corre por los mismos carriles: la “deconstrucción” se
encontró con esa resistencia porque “desnaturaliza” el contenido enunciado al sacar a la luz los
procedimientos discursivos que engendran la evidencia del Sentido. Se puede argumentar que la
versión más elaborada de este abordaje es la teoría de la argumentación de Oswald Ducrot;
aunque no emplea el término “ideología”, su potencial ideológico-crítico es enorme.11 La noción
básica de Ducrot es que no se puede trazar una clara línea de separación entre los niveles
descriptivo y argumentativo del lenguaje: no existe el contenido descriptivo neutral; toda
descripción (designación) ya es un momento de algún esquema argumentativo; los predicados
descriptivos mismos son, en definitiva, gestos argumentativos reificados/naturalizados. Esta
arremetida argumentativa descansa en los topoi, en los “lugares comunes” que operan sólo como
naturalizados únicamente en la medida en que los aplicamos de un modo automático,
“inconsciente”; una argumentación exitosa presupone la invisibilidad de los mecanismos que
regulan su eficacia.

Aquí también deberíamos mencionar a Michel Pêcheux, quien le imprimió un giro lingüístico
estricto a la teoría althusseriana de la interpelación. Su obra se centra en los mecanismos
discursivos que generan la “evidencia” del Sentido. Es decir, una de las estratagemas
fundamentales de la ideología es la referencia a alguna certeza manifiesta: “¡Mira, puedes ver por
ti mismo cómo son las cosas!”. “Dejemos que los hechos hablen por sí mismos” es quizás el
archienunciado de la ideología: la cuestión es, precisamente, que los hechos nunca “hablan por sí
mismos”, sino que una red de dispositivos discursivos los hace hablar. Basta recordar la conocida
película antiabortista The Silent Scream [El grito silencioso]: allí “vemos” a un feto que “se
defiende”, que “grita”, etc.; y, sin embargo, lo que “no vemos” en este acto mismo de ver es que
“vemos” todo esto contra el fondo de un espacio preconstruido discursivamente. La mayor
fortaleza del análisis del discurso reside, quizá, precisamente en la respuesta a esta pregunta:
cuando un inglés racista dice “¡Hay demasiados paquistaníes en nuestras calles!”, ¿cómo –desde
qué lugar– “ve” esto? Es decir, ¿qué hay en la estructuración de su espacio simbólico que lo haga
percibir como un exceso perturbador el hecho de que un paquistaní camine por una calle de
Londres? En otras palabras, aquí debemos tener presente el lema de Lacan de que nada falta en lo
real: toda percepción de una falta o un exceso (“demasiado poco de esto”, “demasiado de
aquéllo”) siempre supone un universo simbólico.12

Mencionemos, finalmente, a Ernesto Laclau y su abordaje innovador del fascismo y el populismo,


cuyo resultado teórico principal es que el significado no es inherente a los elementos de una
ideología como tal, sino que estos elementos funcionan, más bien, como “significantes flotantes”
cuyo significado es fijado por el modo de su articulación hegemónica.13 La ecología, por ejemplo,
no es nunca “la ecología como tal”; siempre está incluida en una cadena específica de
equivalencias: puede ser conservadora (cuando aboga por el retorno a las comunidades rurales
equilibradas y a modos tradicionales de vida), estatista (sólo una fuerte regulación del Estado nos
salvará de la catástrofe que se cierne sobre nosotros), socialista (la causa última de los problemas
ecológicos reside en la explotación capitalista de los recursos naturales, orientada hacia el lucro),
capitalista liberal (deberíamos incluir en el precio del producto el daño provocado contra el
ambiente, y dejar así que el mercado regule el equilibrio ecológico), feminista (la explotación de la
naturaleza se deriva de la actitud masculina de dominación), anarquista autogestiva (la humanidad
podrá sobrevivir sólo si se reorganiza en pequeñas comunidades autosuficientes que vivan en
equilibrio con la naturaleza), y así sucesivamente. La cuestión, por supuesto, es que ninguna de
estas cadenas de equivalencias es, en sí misma, “verdadera”, ninguna está inscrita en la naturaleza
misma de la problemática ecológica: cuál de los discursos logre “apropiarse” de la ecología
dependerá de la lucha por la hegemonía discursiva, cuyo resultado no está garantizado por
ninguna necesidad subyacente o “alianza natural”. La otra consecuencia inevitable de la noción de
articulación hegemónica es que ya sea estatista, conservadora, socialista, etc., la inscripción de la
ecología no designa una connotación secundaria que complemente su significado “literal”
primario; como lo habría formulado Derrida, este complemento (re)define retroactivamente la
naturaleza misma de la identidad “literal”: una cadena conservadora, por ejemplo, arroja luz
específicamente sobre la problemática ecológica en sí (“debido a su falsa arrogancia, el hombre
abandonó sus raíces en el orden natural”, etc.).

2. Lo que sigue es el paso del en sí al para sí, a la ideología en su exteriorización/otredad: el


momento sintetizado por la noción althusseriana de AIE que designa la existencia material de la
ideología en prácticas ideológicas, rituales e instituciones.14 La creencia religiosa, por ejemplo, no
es meramente –ni siquiera principalmente– una convicción interna, pero la Iglesia como
institución y sus rituales (la oración, el bautismo, la confirmación, la confesión) lejos de ser una
mera exteriorización secundaria de la creencia interna, corresponden a los mecanismos mismos
que la generan. Cuando Althusser repite, citando a Pascal, “actúa como si creyeras, ora,
arrodíllate, y creerás, la fe vendrá por sí sola”, delinea un mecanismo reflexivo intrincado de
fundamentación “autopoiética” retroactiva que excede de lejos la afirmación reduccionista de que
la creencia interna depende de la conducta externa. Es decir, la lógica implícita de su argumento
es la siguiente: arrodíllate y creerás que te arrodillaste a causa de tu creencia; o sea, respetar el
ritual es una expresión/efecto de tu creencia interna; en resumen, el ritual “externo” genera
performativamente su propio fundamento ideológico.15
Aquí volvemos a encontrar la “regresión” hacia la ideología en el momento mismo en que nos
hemos alejado aparentemente de ella. Con respecto a este punto, la relación entre Althusser y
Foucault presenta un interés especial. Los equivalentes foucaultianos de los AIE son los
procedimientos disciplinarios que operan en el nivel del “micropoder” y designan el punto en el
que el poder se inscribe directamente en el cuerpo, pasando por alto la ideología: por esa precisa
razón, Foucault nunca utiliza el término “ideología” para referirse a estos mecanismos de
micropoder. Este abandono de la problemática de la ideología produce una debilidad fatal en la
teoría de Foucault. Foucault nunca se cansa de repetir cómo el poder se constituye a sí mismo
“desde abajo”, cómo no emana de una única cúspide: esta apariencia misma de una Cúspide (el
Monarca u otra encarnación de la Soberanía) emerge como el efecto secundario de la pluralidad
de microprácticas, de la compleja red de sus interrelaciones. Sin embargo, cuando se ve obligado a
exponer el mecanismo concreto de esta emergencia, Foucault recurre a la muy sospechosa
retórica de la complejidad, evocando la intrincada red de vínculos laterales, izquierda y derecha,
arriba y abajo... Está claro que Foucault está tratando de tapar agujeros, ya que nunca se puede
llegar al Poder de esta manera; el abismo que separa los microprocedimientos del espectro del
Poder no puede ser franqueado. La ventaja de Althusser sobre Foucault parece evidente;
Althusser avanza exactamente en la dirección contraria: desde el principio, concibe estos
microprocedimientos como parte de los AIE; es decir, como mecanismos que, para ser operativos,
para “apropiarse” del individuo, suponen siempre-ya la presencia masiva del Estado, la relación
transferencial del individuo con el poder del Estado, o –en términos de Althusser– con el gran Otro
ideológico en el que se origina la interpelación.

Este desplazamiento althusseriano del énfasis de la ideología “en sí” a su existencia material en los
AIE mostró su fecundidad en un nuevo abordaje del fascismo: la crítica que Wolfgang Fritz Haug le
hace a Adorno es un buen ejemplo de esto. Adorno se niega a tratar el fascismo como una
ideología en el sentido propio del término, esto es, como “legitimación racional del orden
existente”. La llamada “ideología fascista” ya no posee la coherencia de una construcción racional
que requiere el análisis conceptual y la refutación ideológico-crítica; es decir, ya no funciona como
una “mentira experimentada necesariamente como la verdad” (el signo de reconocimiento de una
verdadera ideología). La “ideología fascista” no es tomada en serio siquiera por sus promotores; su
estatuto es puramente instrumental, y en definitiva, depende de la coerción externa.16 En su
respuesta a Adorno, sin embargo, Haug demuestra en forma triunfal cómo esta capitulación ante
la primacía de la doctrina, lejos de implicar el “fin de la ideología”, afirma el gesto fundador de lo
ideológico como tal: el llamado a la subordinación incondicional y al sacrificio “irracional”.17 Lo
que la crítica liberal percibe (erróneamente) como la debilidad del fascismo es el recurso mismo de
su fortaleza: dentro del horizonte fascista, incluso el reclamo de una argumentación racional que
proporcionaría las bases para nuestra aceptación de la autoridad es denunciado de antemano
como una señal de degeneración liberal del verdadero espíritu de sacrificio ético; como lo formula
Haug, al hojear los textos de Mussolini, no se puede evitar el extraño sentimiento de que
¡Mussolini había leído a Althusser! La denuncia directa de la noción fascista de la “comunidad del
pueblo” [Volksgemeinschaft] como un señuelo engañoso que oculta la realidad de la dominación y
la explotación no tiene en cuenta el hecho crucial de que esta Volksgemeinschaft se materializaba
en una serie de rituales y prácticas (no sólo concentraciones y desfiles masivos, sino también
campañas de gran escala para ayudar a los hambrientos, deportes organizados y actividades
culturales para los trabajadores, etc.) que produjeron performativamente el efecto de
Volksgemeinschaft.18

3. En el paso siguiente de nuestra reconstrucción, esta exteriorización parece “reflejarse sobre sí


misma”: lo que se produce es la desintegración, la autolimitación y la autodispersión de la noción
de ideología. La ideología ya no se concibe como un mecanismo homogéneo que garantiza la
reproducción social, como el “cemento” de la sociedad; se transforma en una “familia”
wittgensteiniana de procedimientos heterogéneos y relacionados vagamente unos con otros cuyo
alcance es estrictamente localizado. En esta línea, los críticos de la llamada Tesis de la Ideología
Dominante (TID) intentan demostrar que una ideología o bien ejerce una influencia crucial pero
restringida a algún estrato social limitado, o bien su papel en la reproducción social es marginal. En
los inicios del capitalismo, por ejemplo, el papel de la ética protestante del trabajo duro como un
fin en sí mismo y demás se limitaba al estrato de los capitalistas emergentes, mientras que los
trabajadores y los campesinos, así como las clases altas, continuaban obedeciendo a otras
actitudes éticas, más tradicionales, de modo que de ninguna manera se le puede atribuir a la ética
protestante la función de “cemento” de toda la estructura social. Hoy, en el capitalismo tardío,
cuando la expansión de los nuevos medios masivos, en principio al menos, permite que la
ideología penetre eficazmente en cada poro del cuerpo social, el peso de la ideología como tal ha
disminuido: los individuos no actúan como lo hacen a causa fundamentalmente de sus creencias o
convicciones ideológicas; es decir, el sistema, en su mayor parte, prescinde de la ideología para su
reproducción y se sostiene, en cambio, en la coerción económica, las regulaciones legales y
estatales, y otros mecanismos.19

Aquí, sin embargo, las cosas vuelven a confundirse, porque en el momento en que miramos más
de cerca estos mecanismos supuestamente extraideológicos que regulan la reproducción social,
nos encontramos hundidos hasta las rodillas en ese oscuro terreno que mencionamos, en el que la
realidad es indistinguible de la ideología. Lo que encontramos aquí, entonces, es el tercer
trastrocamiento de no ideología en ideología: de repente, tomamos conciencia de un para sí de la
ideología que opera en el propio en sí de la realidad extraideológica. En primer lugar, los
mecanismos de coerción económica y regulación legal siempre “materializan” algunas
proposiciones o creencias que son inherentemente ideológicas (la ley penal, por ejemplo, supone
una creencia en la responsabilidad personal del individuo o la convicción de que los delitos son un
producto de las circunstancias sociales). En segundo lugar, la forma de conciencia que se adecua a
la sociedad “postideológica” capitalista tardía –la actitud “sobria”, cínica, que aboga por la
“apertura” liberal en cuestión de “opiniones” (todos somos libres de creer lo que queramos; esto
únicamente incumbe a nuestra privacidad)– pasa por alto las frases ideológicas emocionantes y
sólo sigue motivaciones utilitarias y/o hedonísticas. En sentido estricto, sigue siendo una actitud
ideológica: implica una serie de presupuestos ideológicos (sobre la relación entre los “valores” y la
“vida real”, sobre la libertad personal, etc.) que son necesarios para la reproducción de las
relaciones sociales existentes.
Lo que se presenta entonces a nuestra vista es un tercer continente de fenómenos ideológicos: ni
la ideología en tanto doctrina explícita (las convicciones articuladas sobre la naturaleza del
hombre, la sociedad y el universo), ni la ideología en su existencia material (las instituciones, los
rituales y las prácticas que le dan cuerpo), sino la elusiva red de actitudes y presupuestos
implícitos, cuasi “espontáneos”, que constituyen un momento irreductible de la reproducción de
las prácticas “no ideológicas” (económicas, legales, políticas, sexuales...).20 La noción marxiana de
“fetichismo de la mercancía” es un buen ejemplo de esto: designa no una teoría (burguesa) de la
economía política, sino una serie de presupuestos que determinan la estructura de la práctica
económica muy “real” del intercambio en el mercado; en teoría, un capitalista se aferra al
nominalismo utilitario, y sin embargo, en su propia práctica (de intercambio, etc.) sigue “caprichos
teológicos” y actúa como un idealista contemplativo...21 Por esa razón, una referencia directa a la
coerción extraideológica (del mercado, por ejemplo) es un gesto ideológico por excelencia: el
mercado y los medios (masivos) están interrelacionados dialécticamente; vivimos en una
“sociedad del espectáculo” (Guy Debord) en la que los medios estructuran de antemano nuestra
percepción de la realidad y hacen la realidad indistinguible de su imagen “estetizada”.22

El espectro y lo real del antagonismo

¿Hemos de concluir, entonces, que es intrínsecamente imposible aislar una realidad cuya
coherencia no se mantenga por medio de mecanismos ideológicos, una realidad que no se
desintegre en el momento en que le sustraemos el componente ideológico? Ésta es una de las
principales razones para el progresivo abandono de la noción de ideología; de algún modo, esta
noción se vuelve demasiado “fuerte”, comienza a abarcarlo todo, incluso la base extraideológica
neutral que se supone puede proporcionar el criterio por el cual se puede medir la distorsión
ideológica. Es decir, ¿acaso la conclusión final del análisis del discurso no es que el orden del
discurso como tal es inherentemente ideológico”?

Supongamos que en una reunión política o en una conferencia académica se espera que
anunciemos algunos pensamientos profundos sobre la triste situación de las personas “sin techo”
en nuestras grandes ciudades, y sin embargo no tenemos la menor idea sobre sus problemas
reales. El modo de salir al paso es producir el efecto de “profundidad” por medio de una inversión
puramente formal: “Hoy, escuchamos y leemos mucho sobre la difícil situación de los sin techo en
nuestras ciudades, sobre sus penas y su miseria. Quizá, sin embargo, esta miseria, por muy
lamentable que resulte, no sea más que un mero signo de alguna miseria más profunda: del hecho
de que el hombre moderno ya no tiene una vivienda apropiada, que es cada va más un extraño en
su propio mundo. Aun si construyéramos nuevos edificios, suficientes pata alojar a toda la gente
sin techo, la verdadera miseria sería quizás aun mayor. La esencia de la falta de un techo es la falta
de un techo, un hogar para la esencia en sí; reside en el hecho de que, en nuestro mundo
dislocado por la búsqueda frenética de placeres vacíos, no hay techo, no hay vivienda apropiada,
para la dimensión verdaderamente esencial del hombre”.

Esta matriz formal se puede aplicar a una multitud de temas por ejemplo, lejanía y cercanía; “Hoy,
los medios modernos pueden traer junto a nosotros acontecimientos de los puntos más lejanos de
nuestra Tierra, aun de los planetas cercanos, en una fracción de segundo. Sin embargo, ¿acaso
esta cercanía omnipresente no nos aleja de la auténtica dimensión de la existencia humana?
¿Acaso la esencia del hombre no está más lejos de nosotros que nunca?”. Sobre el recurrente
motivo del peligro: “Hoy, uno escucha y lee mucho sobre cómo la supervivencia de la raza humana
está amenazada por la perspectiva de la catástrofe ecológica (la desaparición de la capa de ozono,
el efecto invernadero, etc.). El verdadero peligro reside, sin embargo, en otra parte: lo que en
definitiva está amenazado es la esencia misma del hombre. Mientras ponemos nuestros esfuerzos
en impedir la catástrofe ecológica en ciernes con soluciones tecnológicas más y más nuevas
(aerosoles ‘amigos del ambiente’, nafta sin plomo, etc.), no hacemos más que agregar combustible
a las llamas, y agravar así la amenaza a la esencia espiritual del hombre, que no puede reducirse
un animal tecnológico”.

La operación puramente formal que produce, en todos estos casos, el efecto de profundidad es
quizá la ideología en su máxima pureza, su “célula elemental” cuyo vínculo con el concepto
lacaniano de significante-amo no es difícil de descubrir: la cadena de significantes “ordinarios”
registra algún conocimiento positivo sobre la falta de techo, mientras que el significante-amo
representa la “dimensión verdaderamente esencial” sobre la que no necesitarnos hacer ninguna
afirmación positiva (por esa razón, Lacar, designa el significante-amo como el “significante sin
significado”). Esta matriz formal atestigua de manera ejemplar el poder contraproducente de un
análisis formal del discurso de la ideología: su debilidad reside en su misma fortaleza, ya que es
obligado, en definitiva, a ubicar la ideología en la brecha entre a cadena significante “ordinaria” y
el significante-amo excesivo que forma parte del orden simbólico como tal.

Sin embargo, aquí deberíamos tener cuidado de no caer en la última trampa que nos hace
deslizarnos hacia la ideología mientras aparentamos alejarnos de ella. Es decir, cuando
denunciamos como ideológico el intento mismo de trazar una clara línea de demarcación entre la
ideología y la realidad, esto parece imponer la conclusión inevitable de que la única posición no
ideológica es renunciar a la noción misma de la realidad extraideológica y aceptar que todo lo que
tenemos son ficciones simbólicas, una pluralidad de universos discursivos, nunca la “realidad”; no
obstante, una solución “posmoderna” rápida e ingeniosa como ésta es ideológica por excelencia.
Todo depende de nuestra persistencia en esta posición imposible: aunque no haya una línea clara
de demarcación que separe la ideología de la realidad, aunque la ideología ya esté operando en
todo lo que experimentamos como la “realidad”, sin embargo debemos sostener la tensión que
mantiene viva la crítica de la ideología. Quizá de acuerdo con Kant, podríamos designar esta
dificultad como la “antinomia de la razón critico-ideológica”: la ideología no es todo; es posible
suponer una posición que nos permita mantener una distancia con respecto a ella, pero este lugar
desde el que se puede denunciar la ideología debe permanecer vacío, no puede ser ocupado por
ninguna realidad definida positivamente. En el momento en que caemos en esa tentación,
volvemos a la ideología.

¿Cómo podemos especificar este lugar vacío? Quizá deberíamos tomar como punto de partida el
hilo que atraviesa nuestra reconstrucción lógico-narrativa de la noción de ideología: es como si, en
cada estadio, la misma oposición, la misma alternativa indecidible entre adentro y afuera, se
repitiera bajo un exponente diferente. En primer lugar, está la división dentro de la ideología “en
sí”: por un lado, la ideología representa la distorsión de la percepción y la argumentación racional
a causa de los “patológicos” intereses de poder externos, la explotación, etc.; por otro lado, la
ideología reside en la noción misma de un pensamiento no perneado por alguna estrategia de
poder no transparente, de un argumento que no se sostiene en dispositivos retóricos no
transparentes…

En segundo lugar, esta misma exterioridad se divide en una “exterioridad interna” (el orden
simbólico, es decir, los mecanismos discursivos descentrados que generan el Significado) y una
“exterioridad externa” (los AIE y los rituales y las prácticas sociales que materializan la ideología).
La exterioridad desconocida por la ideología es la exterioridad del “texto” en sí, así como la
exterioridad de la realidad social “extratextual”. Finalmente, esta misma realidad social
“extratextual” se divide en el exterior institucional, que domina y regula la vida de los individuos
“desde arriba” (AIE), y la ideología que no es impuesta por los AIE, sino que emerge
“espontáneamente”, “desde abajo”, fuera de la actividad extrainstitucional de los individuos
(fetichismo de la mercancía). Para ponerle nombres, Althusser frente a Lukács. Esta oposición
entre los AIE y e1 fetichismo de la mercancía —entre la materialidad que siempre-ya corresponde
a la ideología coma tal (aparatos materiales eficaces que le dan cuerpo a la ideología) y la ideología
que siempre-ya corresponde a la materialidad como tal (a la realidad social de la producción)- es,
en definitiva, la oposición entre el Estado y el Mercado, entre e1 agente superior externo que
organiza la sociedad “desde arriba” y la autoorganización “espontánea” de la sociedad.

Esta oposición, cuya primera manifestación filosófica se encuentra en la pareja de Platón y


Aristóteles, tiene su última expresión en los dos modos de la ideología cínica: el cinismo capitalista
tardío, posprotestante, “consumista”, y el cinismo propio del “socialismo real” tardío. Aunque, en
ambos casos, el sistema funciona solo bajo la condición de que los sujetos mantengan una
distancia cínica y no “se tomen en serio” los valores “oficiales”, la diferencia es notable; invierte la
doxa según la cual el capitalismo tardío, en canto sociedad (formalmente) “libre”, se sostiene en la
persuasión argumentativa y el libre consenso, por mas “manipulado” e inventado que este sea,
mientras que el socialismo recurría a la fuerza cruda de la coerción “totalitaria”. Es como si en el
capitalismo tardío “las palabras no contaran”, ya no comprometieran: parecen perder cada vez
mas su poder performativo; todo lo que se dice se ahoga en la indiferencia general; el emperador
esta desnudo y los medios anuncian este hecho, y sin embargo, a nadie parece importarle
realmente; es decir, la gente continúa actuando como si el emperador no estuviera desnudo...

Tal vez el rasgo clave de la economía simbólica del “socialismo real” tardío haya sido, por e1
contrario, la creencia casi paranoica en el poder de la Palabra. El Estado y el partido gobernante
reaccionaban con sumo nerviosismo y pánico a la menor crítica pública, como si una vaga alusión
critica en un oscuro poema publicado en una revista literaria de baja circulación, o un ensayo en
una revista filosófica académica, poseyera la capacidad potencial de provocar la explosión de todo
el sistema socialista. Dicho sea de paso, este rasgo hace que el “socialismo real” casi se identifique
con nuestra visión nostálgica retrospectiva, ya que da testimonio del legado del Iluminismo (la
creencia en la eficacia social de la argumentación racional) que sobrevivió en él. Esto es, quizá, la
razón por la que fue posible debilitar el “socialismo real” a través de movimientos pacíficos de la
sociedad civil que operaron en el nivel de la Palabra: la creencia en el poder de la Palabra era el
talón de Aquiles del sistema.23

La matriz de todas estas repeticiones es, probablemente, la oposición entre la ideología en tanto
universo de la experiencia “espontánea” [vécu], cuyo poder sólo podemos quebrar por medio de
un esfuerzo de reflexión científica, y la ideología en canto maquina radicalmente no espontánea
que distorsiona la autenticidad de nuestra experiencia vital desde afuera. Es decir, lo que siempre
tendríamos que tener presente es que, para Marx, la conciencia mitológica primordial de la
sociedad preclasista de la que surgieron las ideologías posteriores (fiel al legado del clasicismo
alemán, Marx veía en el paradigma de esta conciencia social primordial en la mitología griega) no
es aún ideología propiamente dicha, aunque (o, tal vez, precisamente porque) es inmediatamente
vécu, y aunque es evidentemente “errónea”, “ilusoria” (incluye la divinizaci6n de las fuerzas de la
naturaleza, etc.); la ideología propiamente dicha emerge solo con la división del trabajo y de
clases, sólo cuando las ideas “erróneas” pierden su carácter “inmediato” y son “elaboradas” por
intelectuales con el fin de sostener (o legitimar) las relaciones de dominación existentes; en pocas
palabras, solo cuando la división entre Amo y Sirviente se conjuga con la división del trabajo en
intelectual y físico. Por esa razón, Marx se negó a categorizar el fetichismo de la mercancía como
ideología: para el, la ideología era siempre del Estado y, según lo formula Engels, el Estado mismo
es la primera fuerza ideológica. En claro contraste, Althusser concibe la ideología como una
relación con el universo experimentada en forma inmediata; como tal, es eterna; cuando,
siguiendo su giro autocrítico, introduce el concepto de AIE, vuelve de algún modo a Marx: la
ideología no surge de la “vida misma”, llega a la existencia solo en la medida en que la sociedad es
regulada por el Estado. (Con mayor precisión, la paradoja y el interés teórico de Althusser residen
en la conjunción de ambas líneas: en su carácter de relación con el universo experimentada en
forma inmediata, la ideología está siempre-ya regulada por la exterioridad del Estado y sus
apararos ideológicos.)

Esta tensión entre la “espontaneidad” y la imposición organizada introduce una especie de


distancia reflexiva en el centro mismo de la noción de ideología: la ideología es siempre, por
definición, “ideología de la ideología”. Basta recordar la desintegraci6n del socialismo real: el
socialismo era percibido como la regla de la opresión y el adoctrinamiento “ideológicos”, mientras
que el pasaje hacia e1 capitalismo/la democracia se experimentó corno una liberación de las
restricciones de la ideología. Sin embargo, ¿no fue esta experiencia misma de “liberación” en el
curso de la cual los partidos políticos y la economía de mercado fueron percibidos como “no
ideológicos”, como el “estado natural de las cosas”, ideológica por excelencia?24 Nuestro
argumento es que este rasgo es universal: no hay ideología que no se afirme a si misma por medio
de su demarcación respecto de otra “mera ideología”. Un individuo sometido a la ideología nunca
puede decir por si mismo “Estoy en la ideología”, siempre necesita otro corpus de doxa para poder
distinguir de ella su propia posición “verdadera”.

El primer ejemplo de esta distinción se encuentra nada más y nada menos que en Platón: la
episteme filosófica frente a la doxa confusa de la multitud. ¿Y Marx? Aunque parezca que él cae en
esta trampa (¿o acaso toda La ideología Alemana no está basada en la oposición entre la quimera
ideológica y el estudio de la “vida real”?), las cosas se complican en su crítica madura de la
economía política. Es decir, ¿por qué Marx elige precisamente el termino fetichismo para designar
el “capricho teológico” del universo de las mercancías? Lo que uno debería tener en cuenta aquí
es que “fetichismo” es un término religioso para aludir a la “falsa” idolatría (anterior) que se
opone a la verdadera creencia (actual): para los judíos, el fetiche es el Becerro de Oro; para un
partidario de la para espiritualidad, el fetichismo designa la superstición “primitiva”, el miedo a los
fantasmas y a otras apariciones espectrales, y así sucesivamente. Y el argumento de Marx es que
el universo de la mercancía proporciona el complemento fetichístico necesario para la
espiritualidad “oficial”: bien puede ser que la ideología “oficial” de nuestra sociedad sea la
espiritualidad cristiana, pero su fundamento real no deja de ser la idolatría del Becerro de Oro, el
dinero.

En resumen, el argumento de Marx es que no hay espíritu sin fantasmas-espíritus, no hay


espiritualidad “pura” sin el obsceno espectro de la “materia espiritualizada”.25 El primero en dar
este paso “desde el espíritu hacia los espíritus” bajo el aspecto de la crítica del puro idealismo
espiritual, de su nihilismo “negativo” sin vida, fue F. W. J. Schelling, el filosofo crucial del idealismo
alemán, injustamente descuidado. En el dialogo “Clara” (1810), introdujo una cuña en la simple
relación especular y complementaria entre el Interior y el Exterior, entre el Espíritu y el Cuerpo,
entre el elemento real y el ideal que, en conjunto, forman la totalidad viviente del Organismo,
llamando la atención sobre el doble excedente que “sobresale”. Por un lado, está el elemento
espiritual de la corporeidad: la presencia, en la materia misma, de un elemento no material pero
físico, de un resto sutil, relativamente independiente del tiempo y el espacio, que proporciona la
base material de nuestro libre albedrío (magnetismo animal, etc.); por otro lado, esta el elemento
corpóreo de la espiritualidad: las materializaciones del espíritu en una suerte de pseudomateria,
en apariciones sin sustancia (fantasmas, muertos vivos). Es claro cómo representan estos dos
excedentes la lógica del fetichismo de la mercancía y de los AIE: el fetichismo de la mercancía
supone la misteriosa “espiritualización” del cuerpo-mercancía, mientras que los AlE materializan el
gran Otto de la ideología, espiritual y sin sustancia.

En su libro reciente sobre Marx, Jacques Derrida puso en juego el termino “espectro” con el fin de
indicar esta elusiva pseudomaterialidad que subvierte las oposiciones ontológicas clásicas entre la
realidad y la ilusión, y otras.26 Y quizás es aquí donde deberíamos buscar el último recurso de la
ideología, el núcleo preideológico, la matriz formal, sobre la que se han sobreimpuesto diversas
formaciones ideológicas: en el hecho de que no hay realidad sin el espectro, de que el círculo de la
realidad se puede cerrar solo por medio de un misterioso complemento espectral. ¿Por qué,
entonces, no hay realidad sin el espectro? Lacan proporciona una respuesta precisa para esta
pregunta: (lo que experimentamos como) la realidad no es la “cosa en sí”, sino que está ya-desde
siempre simbolizada, constituida, estructurada por mecanismos simbólicos, y el problema reside
en el hecho de que esa simbolización, en definitiva, siempre fracasa, que nunca logra “cubrir” por
completo lo real, que siempre supone alguna deuda simbólica pendiente, irredenta. Este real (la
parte de la realidad que permanece sin simbolizar) vuelve bajo la forma de apariciones
espectrales. En consecuencia, el “espectro” no debe confundirse con la “ficción simbólica”, con el
hecho de que la realidad misma tiene la estructura de un relato de ficción porque es construida
simbólicamente (o, como lo formulan muchos sociólogos, “socialmente”); las nociones de espectro
y ficción (simbólica) son codependientes en su misma incompatibilidad (son “complementarias” en
el sentido mecánico-cuántico). Para decirlo en forma sencilla, la realidad nunca es directamente
“ella misma”, se presenta solo a través de su simbolización incompleta/fracasada, y las apariciones
espectrales emergen en esta misma brecha que separa para siempre la realidad de lo real, y a
causa de la cual la realidad tiene el carácter de una ficción (simbólica): el espectro le da cuerpo a lo
que escapa de la realidad (simbólicamente estructurada).27

El “núcleo” preideológico de la ideología consiste, entonces, en la aparición espectral que llena el


hueco de lo real. Esto es lo que no tienen en cuenta todos los intentos de trazar una línea clara de
separación entre la “verdadera” realidad y la ilusión (o de fundamentar la ilusión en la realidad): si
(lo que experimentamos como) la “realidad” debe emerger, algo debe ser excluido de ella; es
decir, la “realidad”, como la verdad, por definición, nunca esta “completa”. Lo que el espectro
oculta no es la realidad sino lo primordialmente reprimido” en ella, el X irrepresentable sobre cuya
“represión” se funda la realidad misma. Podrá parecer que ahora hemos perdido nuestro camino
en oscuras aguas teóricas que nada tienen que ver con las luchas sociales concretas: ¿pero acaso
el mejor ejemplo de ese tipo de “realidad” no se encuentra en el concepto marxista de lucha de
clases? La consecuente consideración de este concepto nos obliga a admitir que no hay luchas de
clases “en la realidad”: la “lucha de clases” designa el antagonismo que impide a la realidad
(social) objetiva constituirse como una totalidad encerrada en si misma.28

Por cierto, de acuerdo con la tradición marxista, la lucha de clases es el principio “totalizador” de
la sociedad; sin embargo, esto no significa que sea una especie de garantía final que nos autoriza a
entender la sociedad como una totalidad racional (“el sentido último de todo fenómeno social es
determinado por su posición dentro de la lucha de clases”): la paradoja final de la noción de “lucha
de clases” es que la sociedad “se mantiene unida” por el antagonismo mismo, que divide, que
impide para siempre su cierre en una Totalidad racional, transparente, armónica, por el mismo
impedimento que cuestiona toda totalización racional. Aunque la “lucha de clases” no aparece
directamente en ningún lugar como entidad positiva, funciona, sin embargo, en su ausencia
misma, como el punto de referencia que nos permite ubicar cada fenómeno social, sin relacionarlo
con la lucha de clases como su sentido último (“significado trascendental”), sino concibiéndolo
coma un intento (más) de ocultar y “remendar” la fisura del antagonismo de clase, de borrar sus
huellas. Lo que tenemos aquí es la paradoja dialéctico-estructural de un efecto que existe solo
para borrar las causas de su existencia, un efecto que, de alguna manera, se resiste a su propia
causa.

En otras palabras, la lucha de clases es “real” en el sentido lacaniano estricto: un “obstáculo”, un


impedimento que hace surgir simbolizaciones siempre nuevas por medio de las cuales uno intenta
integrarlo y domesticarlo (el desplazamiento-traducción corporativista de la lucha de clases en la
articulación orgánica de los “miembros” del “cuerpo social”, por ejemplo), pero que
simultáneamente condena estos intentos al fracaso final. La lucha de clases no es otra cosa que un
nombre para el límite insondable que no se puede objetivar, ubicado dentro de la totalidad social,
puesto que él mismo es el límite que nos impide concebir la sociedad coma una totalidad cerrada.
O –para decirlo de otro modo la “lucha de clases” designa el punto en relación con el cual “no
existe el metalenguaje”: en la medida en que toda posición dentro de la totalidad social es
sobredeterminada, en última instancia, por la lucha de clases, fuera de la dinámica de la lucha de
clases no queda ningún lugar neutral desde el cual ubicar la lucha de clases dentro de la totalidad
social.

Este estatuto paradójico de la lucha de clases puede ser articulado por medio de la distinción
hegeliana crucial entre Sustancia y Sujeto. En el nivel de la Sustancia, la lucha de clases depende
del proceso social “objetivo”; funciona como la indicación secundaria de algún desacuerdo más
fundamental que se encuentra en este proceso, un desacuerdo regulado por mecanismos
positivos independientes de la lucha de clases (“la lucha de clases estalla cuando las relaciones de
producción ya no están de acuerdo con el desarrollo de las fuerzas productivas”).29 Pasamos al
plano del Sujeto cuando reconocemos que la lucha de clases no aparece súbitamente al final,
como efecto de un proceso objetivo, sino que está operando siempre-ya en el centro mismo del
proceso objetivo en sí (los capitalistas desarrollan medios de producción con el fin de disminuir los
valores relativo y absoluto de la fuerza de trabajo; el valor de la fuerza de trabajo en sí no esta
dado objetivamente, sino que resulta de la lucha de clases, etc.). En resumen, no es posible aislar
ningún proceso o mecanismo social “objetivo” cuya lógica más profunda no suponga la dinámica
“subjetiva” de la lucha de clases; o –para decirlo de otro modo– la misma `paz'; la ausencia de
lucha, ya es una forma de lucha, la victoria (temporal) de una de las dos partes en la lucha. En la
medida en que la invisibilidad de la lucha de clases (la “paz de clases”) ya es un efecto de la lucha
de clases –es decir, de la hegemonía ejercida por una de las partes en la lucha–, es tentador
comparar el estatuto de la lucha de clases con el del McGuffin de Hitchcock: “¿Qué es la lucha de
clases? —El proceso antagonista que constituye las clases y determina su relación. -¡Pero en
nuestra sociedad no hay lucha de clases! - Ya ves como funciona!”.30

Esta noción de lucha de clases como antagonismo nos permite comparar lo real del antagonismo
con la polaridad complementaria de los opuestos: quizá la reducción del antagonismo a la
polaridad sea una de las operaciones ideológicas elementales. Basta recordar el procedimiento
New Age habitual de suponer una suerte de equilibrio natural entre opuestos cósmicos (razón-
emociones, activo-pasivo, intelecto-intuición, conciencia-inconsciente, ying-yang, etc.), y luego de
concebir nuestra era como la era que acentuó demasiado uno de los dos polos, el “principio
masculino” de la actividad-razón, la solución, por supuesto, reside en reestablecer el equilibrio
entre los dos principios...

La tradición “progresista” también da testimonio de numerosos intentos de concebir el


antagonismo (sexual, de clase) como la coexistencia de dos entidades positivas opuestas: desde
cierto tipo de marxismo “dogmático” que ubica la ciencia burguesa “de ellos” junto a “nuestra”
ciencia proletaria, hasta cierto tipo de feminismo que ubica el discurso masculino junto al discurso
o la “escritura” femeninos. Lejos de ser “demasiado extremos”, estos intentos no son, por el
contrario, lo suficientemente extremos: su posición de enunciación es un tercer medio neutral
dentro del cual coexisten los dos polos. Es decir, retroceden hacía las consecuencias del hecho de
que no hay un punto de convergencia, no hay un terreno neutral compartido por las dos
posiciones antagónicas sexuales o de clase.31 En cuanto a la ciencia, por supuesto, no es neutral
en el sentido de un conocimiento objetivo no afectado por la lucha de clases y a disposición de
todas las clases. Sin embargo, por esa misma razón es una; no hay dos ciencias, y la lucha de clases
es precisamente la lucha por esta única ciencia, por quien se apropiará de ella. Es lo mismo con el
“discurso”: no hay dos discursos, uno “masculino” y otro “femenino”; hay un discurso dividido
desde adentro por el antagonismo sexual; es decir, que proporciona el “terreno” en el que se
desarrolla la batalla por la hegemonía.

Lo que esta en juego aquí también podría ser formulado como el problema del estatuto de “y”
como categoría. En Althusser, “y” funciona como una categoría teórica precisa: cuando aparece un
“y” en el título de alguno de sus ensayos, esta palabrita señala sin lugar a dudas el enfrentamiento
de alguna noción ideológica general (o, más precisamente, de una noción ambigua, neutral, que
oscila entre su realidad ideológica y su potencialidad científica) con su especificación que nos dice
como hemos de concretar esta noción de modo que comience a funcionar como no ideológica,
como un concepto teórico estricto. Así, “y” divide la unidad inicial ambigua, introduce en ella la
diferencia entre la ideología y la ciencia.

Dos ejemplos serán suficientes. “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”: los AIE designan la
red concreta de las condiciones materiales de existencia de una estructura ideológica; es decir, lo
que la ideología misma tiene que desconocer en su funcionamiento “normal”. “Contradicción y
sobredeterminación”: en la medida en que el concepto de sobredeterminación designa la
totalidad compleja indecidible en tanto modo de existencia de la contradicción, nos permite dejar
a un lado la carga teleológico-idealista que generalmente conlleva la noción de contradicción (la
necesidad teleológica que garantiza de antemano la “eliminación” de la contradicción dentro de
una unidad superior).32 Quizás el primer caso ejemplar de un “y” de este tipo sea la famosa triada
“libertad, igualdad y Bentham” de El capital de Marx: el “Bentham” agregado representa las
circunstancias sociales que proporcionan el contenido concreto de las emocionantes frases sobre
la libertad y la igualdad: el intercambio de mercancías, el regateo mercantil, el egoísmo
utilitarista... ¿Y no encontramos una conjunción analogá en El Ser y el Tiempo de Heidegger? El
termino “ser” designa el tema fundamental de la filosofía en su universalidad abstracta, mientras
que la palabra “tiempo” representa el horizonte concreto del sentido del ser.

Así, “y” es, en cierto sentido, tautológico; une el mismo contenido en sus dos modalidades:
primero, en su evidencia ideológica, luego, en las condiciones extraideológicas de su existencia.
Por esa razón, aquí no se necesita un tercer término para designar el medio en el que los dos
términos, unidos por el “y”, se encuentran uno con otro: este tercer termino ya es el segundo
término, que representa la red (el “medio”) de la existencia concreta de una universalidad
ideológica. En contraste con este “y” matetialista-dialéctico, el “y” ideológico-idealista funciona
precisamente como este tercer término, como el medio común de la polaridad o pluralidad de
elementos. Allí reside la brecha que separa para siempre a Freud de Jung en sus respectivas
nociones de la libido: Jung concibe la libido como una suerte de energía neutral con sus formas
concretas (libido sexual, creativa, destructiva) como sus diferentes “metamorfosis”, mientras que
Freud insiste en que la libido en su existencia concreta es irreductiblemente sexual: todas las otras
formas de la libido son formas de desconocimiento “ideológico” de este contenido sexual. ¿Y no se
repite la misma operación a propósito de “el hombre y la mujer”? La ideología nos obliga a
postular la “humanidad” como el medio neutral en el que el “hombre” y la “mujer” son ubicados
como los dos polos complementarios; contra esta evidencia ideológica, podríamos sostener que la
“mujer” representa el aspecto de la existencia concreta y el “hombre” representa la universalidad
ambigua vacía. La paradoja (de naturaleza profundamente hegeliana) es que la “mujer” –es decir,
el momento de la diferencia específica- funciona como el terreno abarcador que da cuenta de la
emergencia de la universalidad del hombre.

Esta interpretación del antagonismo social (la lucha de clases) como Real, no como (parte de) la
realidad social objetiva, también nos permite contradecir la trillada línea de argumentación de
acuerdo con la cual uno debe abandonar la noción de ideología, puesto que el gesto de distinguir
la “mera ideología” de la “realidad” supone una “visión de Dios” epistemológicamente
insostenible, es decir, el acceso a la realidad objetiva como “es verdaderamente”. Aquí la cuestión
de la adecuación del término “lucha de clases” para designar la forma de antagonismo dominante
en la actualidad resulta secundaria, concierne al análisis social concreto; lo que importa es que la
constitución misma de la realidad social supone la “represión primordial” de un antagonismo, de
modo que el sostén final de la critica de la ideología –el punto de referencia extraideológico que
nos autoriza a denunciar el contenido de nuestra experiencia inmediata como “ideológico”– no es
la “realidad”, sino lo “real” reprimido del antagonismo.

Para aclarar esta extraña lógica del antagonismo en tanto real, recordemos la analogía entre el
abordaje estructural de Claude Levi-Strauss y la teoría de la relatividad de Einstein. Se suele
atribuir a Einstein la relativización del espacio en relación con el punto de vista del observador; es
decir, la cancelación de la noción de espacio y tiempo absolutos. La teoría de la relatividad, sin
embargo, incluye su propia constante absoluta: el intervalo del espacio-tiempo entre dos
acontecimientos es un absoluto que no varía nunca. El intervalo del espacio-tiempo se define
come la hipotenusa de un triángulo rectángulo cuyos lados son la distancia en el tiempo y en el
espacio entre dos acontecimientos. Un observador puede estar en un estado de movimiento tal
que, para él, dos acontecimientos estén separados por determinado tiempo y determinada
distancia; otro puede estar en un estado de movimiento tal que sus dispositivos de medición
indiquen una distancia y un tiempo diferentes entre los acontecimientos, pero el intervalo del
espacio-tiempo entre los dos acontecimientos, de hecho, no varía. Esta constante es lo Real
lacaniano que “permanece idéntico en todos los universos posibles (de observación)”. Y
encontramos una constante análoga en el análisis ejemplar que hace Levi-Strauss de la disposición
espacial de las construcciones en una aldea aborigen sudamericana (en su Antropología
estructural).

Los habitantes se dividen en dos subgrupos; cuando le pedimos a un individuo que dibuje la planta
de su aldea (la disposición espacial de las chozas) sobre un trozo de papel o sobre la arena,
obtenemos dos respuestas bastante diferentes, de acuerdo con el subgrupo al que esa persona
pertenezca: los miembros del primer subgrupo (que llamaremos “corporativista-conservador”)
perciben la planta de la aldea como circular —un aro de casas dispuestas más o menos
simétricamente alrededor del templo central—; mientras que los miembros del segundo subgrupo
(“antagonista-revolucionario”) perciben su aldea como dos conjuntos distintos de casas separados
por una frontera invisible... ¿Dónde reside la analogía con Einstein? El argumento central de Levi-
Strauss es que este ejemplo no debería llevarnos a suscribir un relativismo cultural de acuerdo con
el cual la percepción del espacio social depende de la pertenencia grupal del observador: la
división misma en las dos percepciones “relativas” supone la referencia oculta a una constante; no
la disposición “real”, objetiva, de las construcciones, sino un núcleo traumático, un antagonismo
fundamental que los habitantes de la aldea no pudieron simbolizar, “internalizar”, dar cuenta de
él, llegar a un acuerdo con el: un desequilibrio en las relaciones sociales que impidió a la
comunidad estabilizarse en una totalidad armónica. Las dos percepciones de la planta son
simplemente dos intentos mutuamente excluyentes de arreglárselas con este antagonismo
traumatizo, de curar su herida a través de la imposición de una estructura simbólica equilibrada. (Y
apenas resulta necesario agregar que las cosas son idénticas en relación con la diferencia sexual:
los términos “masculino” y “femenino” son como las dos configuraciones de casas en la aldea lévi-
straussiana...)

El sentido común nos dice que es fácil rectificar el sesgo de las percepciones subjetivas y averiguar
el “verdadero estado de las cosas”: alquilamos un helicóptero y fotografiamos la aldea
directamente desde arriba... De este modo, obtenemos una visión de la realidad no distorsionada,
pero se nos escapa por completo lo real del antagonismo social, el núcleo traumático no
simbolizable que encuentra su expresión en las distorsiones mismas de la realidad, en los
desplazamientos imaginarios de la “verdadera” disposición de las casas. Esto es lo que tiene en la
cabeza Lacan cuando afirma que la distorsión y/o la disimulación son reveladoras por sí mismas: lo
que emerge a través de las distorsiones de la representación fiel de la realidad es lo real; es decir,
el trauma alrededor del cual se estructura la realidad social. En otras palabras, si todos los
habitantes de la aldea dibujaran la misma planta fielmente representada, estaríamos frente a una
comunidad armónica, no antagonista. Para llegar a la paradoja fundamental contenida en la
noción de fetichismo de la mercancía, en cambio, debemos ir un paso más allá e imaginar,
digamos, dos aldeas “reales” diferentes, cada una de las cuales dispone sus viviendas según una de
las dos plantas imaginarias evocadas por Lévi-Strauss: en este caso, la estructura misma de la
realidad social materializa un intento de vérselas con lo real del antagonismo. La “realidad” misma,
en la medida en que es regulada por una función simbólica, oculta lo real de un antagonismo; y es
este real, excluido de la función simbólica, lo que retorna bajo el aspecto de apariciones
espectrales.

Interpretar la espectralidad como aquello que llena el abismo irrepresentable del antagonismo, de
lo real no simbolizado, también nos permite adoptar una distancia precisa respecto de Derrida:
para quien la espectralidad, la aparición del Otro, proporciona el horizonte final de la ética. De
acuerdo con Derrida, la ontologización metafísica de la espectralidad se enraíza en el hecho de
que el pensamiento se horroriza de si mismo, de su propio gesto fundante; que se aleja del
espíritu convocado por este gesto. Allí residen in nuce su lectura de Marx y la historia del
marxismo: el impulso original de Marx consistió en la promesa mesiánica de la justicia qua
Otredad espectral, promesa que es lo que será únicamente como avenir, porvenir, nunca como
simple futur, el giro “totalitario” del marxismo que culminó en el estalinismo tiene sus raíces en la
ontologización del espectro, en la traducción de la Promesa espectral en un Proyecto ontológico
positivo... Lacan va, sin embargo, un paso más allá: el espectro coma tal ya da testimonio de una
retirada, un repliegue: ¿respecto de qué? “La mayor parte de la gente se aterroriza cuando se
encuentra con la libertad, como cuando se encuentra con la magia, con cualquier cosa
inexplicable, especialmente el mundo de los espíritus.”33

Esta proposición de Schelling puede leerse de dos maneras, según como interpretemos la
comparación: ¿en qué sentido preciso la libertad es como un espectro? Nuestra premisa –
lacaniana- es que la “libertad” designa el momento en que se suspende el “principio de la razón
suficiente”, el momento del acto que rompe la “gran cadena del ser”, de la realidad simbólica en la
que estamos incluidos; en consecuencia, no alcanza con decir que tememos al espectro; el
espectro mismo ya emerge de un temor, de nuestra huida de algo aún mas horroroso: la libertad.
Cuando nos enfrentamos al milagro de la libertad, hay dos maneras de reaccionar ante él:

· O BIEN “ontologizamos” la libertad concibiéndola como la aparición terrestre de un estrato


“superior” de la realidad, como la milagrosa, inexplicable intervención en nuestro universo de otro
universo suprasensible que persiste en su Más Allá, y sin embargo es accesible para nosotros,
comunes mortales, solo bajo el aspecto de una confusa quimera;

· O BIEN concebimos este universo del Más Allá, esta duplicación de nuestro universo terrestre en
otro Geisterwelt, como un esfuerzo por aburguesar el acto de la libertad, de enfrentar su impacto
traumático; el espectro es la positivización del abismo de la libertad, un vacío que adopta la forma
de cuasi ser.

Allí reside la brecha que separa a Lacan de Derrida; nuestro deber principal no es hacia el
espectro, cualquiera sea la forma que éste adopte.34 El acto de la libertad en tanto real no solo
transgrede los límites de lo que experimentamos coma “realidad”: cancela nuestra obligación
primordial hacia el Otro espectral. Aquí, entonces, Lacan esta del lado de Marx contra Derrida: en
el acto “dejamos que los muertos entierren a sus muertos”, coma lo formula Marx en El dieciocho
Brumario de Luis Bonaparte.

La problemática de la ideología, su estatuto elusivo según lo prueban sus vicisitudes


“posmodernas”, nos ha devuelto así a Marx, a la centralidad del antagonismo social (la “lucha de
clases”). Como hemos visto, sin embargo, este “regreso a Marx” implica un desplazamiento radical
respecto de la estructura teórica marxiana: una brecha emerge en el centro mismo del
materialismo histórico; es decir, la problemática de la ideología nos ha conducido al carácter
inherentemente incompleto, inacabado del materialismo histórico: algo debe ser excluido para
que la realidad social pueda constituirse. Para aquellos que consideren que nuestra conclusión es
rebuscada, teórica, ajena a las preocupaciones sociales concretas de la teoría marxista de la
ideología, la mejor respuesta puede encontrarse en un trabajo reciente de Etienne Balibar, que
llegó exactamente a la misma conclusión a través de un análisis concreto de las vicisitudes de la
noción de ideología en Marx y en la historia del marxismo:

La idea de una teoría de la ideología fue siempre apenas una manera ideal de completar el
materialismo histórico, de “llenar un hueco” en su representación de la totalidad social, y por lo
tanto una manera ideal de constituir el materialismo como un sistema de explicación completo en
su tipo, al menos “en principio”. 35

Balibar también proporciona la ubicación de este hueco que debe ser llenado por la teoría de la
ideología: se refiere al antagonismo social (“la lucha de clases”) como el límite inherente que
atraviesa la sociedad y le impide constituirse como una entidad encerrada en si misma, completa,
positiva. Es en este preciso lugar donde debe intervenir el psicoanálisis (Balibar evoca, de una
forma algo enigmática, el concepto del inconsciente);36 no, desde luego, del viejo modo
freudianomarxista, como el elemento destinado a llenar el hueco del materialismo histórico y así
hacer posible su completitud, sino, por el contrario, coma la teoría que nos permite conceptualizar
este hueco del materialismo histórico como irreductible, porque es constitutivo:

La “teoría marxista de la ideología” seria, entonces, sintomática de la incomodidad permanente


que el marxismo siente hacia su propio reconocimiento crítico de la lucha de clases.

[...] El concepto de ideología no denota ningún otro objeto más que el de la complejidad no
totalizable (o no representable dentro de un único orden dado) del proceso histórico; [...] el
materialismo histórico esta incompleto y es incompletable en principio, no solo en la dimensión
temporal (puesto que postula la relativa impredecibilidad de los efectos de causas determinadas),
sino también en su “topografía” teórica, ya que requiere la articulación de la lucha de clases con
conceptos que tienen una materialidad diferente (como el inconsciente).37

¿Puede el psicoanálisis desempeñar eficazmente este papel clave de proporcionar el apoyo


faltante a la teoría marxista de la ideología (o, más precisamente, de dar cuenta de la falta misma
en la teoría marxista que se vuelve visible en relación con los estancamientos do la teoría de la
ideología)? El reproche que se le hace habitualmente al psicoanálisis es que, cuando interviene en
el terreno de lo social y/o lo político, en definitiva siempre termina en alguna versión de la teoría
de la “horda”·encabezada por el Líder amado/temido, quien domina a los sujetos a través del
vínculo libidinal “orgánico” de la transferencia, de una comunidad constituida por algún crimen
primigenio y que se mantiene unida por la culpa compartida.38

La primera respuesta a este reproche parece obvia: ¿no fue precisamente este complejo teórico –
la relación entre la masa y su Líder- el punto ciego en la historia del marxismo, lo que el
pensamiento marxista fue incapaz de conceptualizar, de “simbolizar”, el elemento “excluido” que
posteriormente volvió como lo real, bajo el aspecto del llamado “culto de la personalidad”
estalinista? La solución teórica, así como la práctica, al problema del populismo-organicismo
autoritario que bloquea una y otra vez los proyectos políticos progresistas es concebible hoy solo a
través de la teoría psicoanalítica. Sin embargo, esto no implica de ninguna manera que el alcance
del psicoanálisis este de algún modo limitado al gesto negativo de delinear la economía libidinal de
las comunidades protototalitarias “regresivas”: en el complemento necesario de este gesto, el
psicoanálisis también delinea la economía simbólica de como –de vez en cuando, al menos–
podemos romper el circulo vicioso que engendra la clausura “totalitaria”. Cuando, por ejemplo,
Claude Lefort articulo la noción de “invención democrática”, lo hizo mediante una referencia a las
categorías lacanianas de lo Simbólico y lo Real: la “invención democrática” consiste en la
afirmación del lugar vacío puramente simbólico del Poder que ningún sujeto “real” puede llenar
nunca.39 Deberíamos tener siempre presente que el sujeto del psicoanálisis no es algún sujeto
primigenio de pulsiones, sino –como lo señalo repetidamente Lacan– el sujeto cartesiano
moderno de la ciencia. Existe una diferencia crucial entre la “multitud” de Le Bon y la de Freud:
para Freud, la “multitud” no es una entidad arcaica primigenia, el punto de partida de la evolución,
sino una formación patológica “artificial” cuya génesis debe ser expuesta; el carácter “arcaico” de
la “multitud” es precisamente la ilusión que debe disiparse mediante el análisis teórico.

Quizás una comparación con la teoría de los sueños de Freud podría ser útil aquí. Freud señala que
dentro de un sueño encontramos el núcleo duro do lo Real precisamente bajo la forma de un
“sueño dentro del sueño”: es decir, donde la distancia respecto de la realidad parece duplicada.
De un modo parecido, encontrarnos el límite inherente de la realidad social, lo que debe ser
excluido para que emerja el campo coherente de la realidad, precisamente bajo el aspecto de la
problemática de la ideología, de una “superestructura”, de algo que parece ser un mero
epifenómeno, un reflejo, de la vida social “verdadera”. Aquí nos enfrentamos a la topología
paradójica en la que la superficie (la “mera ideología”) se vincula directamente a –ocupa el lugar
de, representa- lo que es “más profundo que la profundidad misma”, más real que la realidad
misma.

Traducción de Mariana Podetti.

NOTAS

1. Véase Étiene Balibar, “Racism as Universalism», en: Masses, Classes, Ideas, Nueva York,
Routledge, 1994, pp. 198-199.

2. Renata Selecl, The Spoils of Freedom, Londres, Routledge, 1994, p.13.

3. Véase Jeffrey Mason, The Assault on Truth: Freud’s Supression of the Seduction Theory, Nueva
York, Farrar, Staruss & Giroux, 1984.

4. Jacqueline Rose, “Where Does the Misery Come From?”, en: Richard Feldstein y Judith Roof
(comps.), Feminism and Psychoanalysis, Ithaca, Nueva York y Londres, Cornell University Press,
1989, pp. 25-39.

5. El título mismo del artículo de Rose – “Where Does the Misery Come From?”, [¿De dónde
proviene la miseria?]- es ilustrativo: una de las funciones de la ideología es, precisamente, explicar
los “orígenes del Mal”, “objetivizar” –externalizar su causa y, así, librarnos de responsabilidad por
ella-.
6. Por esa razón, los “horizontes epocales de la precomprensión” (el gran tema de la
hermenéutica) no pueden ser designados como ideología.

7. Para una reseña concisa de las consecuencias teóricas de este doble trauma, véase Theodor W.
Adorno, “Mensajes en una botella”, en este volumen. En cuanto a la forma en que la crítica del
pensamiento identitario realizado por Adorno anuncia el “deconstructivismo” postestructuralista,
véase Peter Dews, “Adorno, el postestructuralismo y la crítica de la identidad”, en este volumen.

8. En su libro La Philosophie de Marx (París, La Découverte, 1993; trad. esp.: La filosofía de Marx,
Buenos Aires, Nueva Visión, 2000), Étienne Balibar llamó la atención sobre el enigma que supone
la completa desaparición de la noción de ideología en los textos de Marx posteriores a 1850. En La
ideología alemana, la noción (omnipresente) de ideología se concibe como la quimera que
complementa la producción y la reproducción sociales; la oposición conceptual que funciona como
su antecedente es la que distingue el “proceso vital real” y su reflejo distorsionado en las cabezas
de los ideólogos. Las cosas se complican, sin embargo, en el momento en que Marx aborda la
“crítica de la economía política”: lo que encuentra aquí en la forma del “fetichismo de la
mercancía” ya no es una “ilusión” que “refleja” la realidad, sino una extraña quimera que opera en
el centro mismo del proceso real de producción social. Un eclipse enigmático similar puede ser
detectado en muchos autores posmarxistas: Ernesto Laclau, por ejemplo, después del uso casi
inflacionario de ideología en su Politics and Ideology in Marxist Theory: Capitalism, Fascism,
Populism. (Londres, Verso, 1977; trad. esp.: Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo,
fascismo, populismo, Madrid, Siglo XXI, 1978), renuncia por completo a él en Hegemony and
Socialist Strategy (en coautoría con Chantal Mouffe, Londres, Verso, 1985; trad. esp.: Hegemonía y
estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1985).

9. Para evitar un fatal malentendido, debemos insistir en que esta línea de sucesión no debe leerse
como un progreso jerárquico, como una “negación” o “supresión” del modo precedente. Cuando,
por ejemplo, abordamos la ideología bajo el aspecto de los AIE, esto no implica de ninguna manera
la obsolescencia o la irrelevancia del nivel de la argumentación. Hoy, cuando la ideología oficial se
muestra cada vez más indiferente hacia su propia coherencia, un análisis de sus inconsistencias
inherentes y constitutivas es crucial si queremos penetrar su auténtico modo de funcionamiento.

10. Una presentación ejemplar de la posición habermasiana puede leerse en Seyla Benhabib, “La
crítica de la razón instrumental”, en este volumen.

11. Véase Oswald Ducrot, Le dire et le dit, París, Minuit, 1986 [trad. esp.: El decir y lo dicho,
Madrid, 1998].

12. Véase Michel Pêcheux, “El mecanismo del reconocimiento ideológico”, en este volumen. Aquí
debe recordarse que la fuente clave de la crítica de las evidencias ideológicas en el análisis del
discurso es “El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela
en la experiencia psicoanalítica” de Jacques Lacan (en este volumen), texto que introdujo el
concepto de reconocimiento [reconnaissance] como desconocimiento [méconnaissance].
13. Véase E. Laclau, Politics and Ideology, ob. cit.

14. Véase Louis Althusser, “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”, en este volumen.

15. Aquí reside la interrelación entre el ritual que corresponde a los AIE y el acto de interpelación:
cuando creo que me he arrodillado a causa de mi creencia, simultáneamente “me reconozco” en
el llamado del Dios-Otro que me ordenó arrodillarme. Este punto fue desarrollado por Isolde
Charim en su intervención “Dressur und Verneinung”, en el coloquio Der Althusser-Effekt, Viena,
17 al 20 de marzo de 1994.

16. Véase Theodor W. Adorno, “Beitrag zur Ideologienlehre”, en: Gesammelte Schriften: Ideologie,
Francfort, Suhrkamp, 1972.

17. Véase Wolfgang Fritz Haug, “Annäherung an die faschistische Modalität des Ideologischen”,
en: Faschismus und Ideologie 1, Argument-Sonderband 60, Berlín, Argument Verlag, 1980.

18. El análisis del discurso y la reconceptualización althusseriana de la ideología también


habilitaron un nuevo abordaje de los estudios feministas. Sus dos casos representativos son el
análisis del discurso posmarxista de Michèle Barrett (véase su trabajo “Ideología, política,
hegemonía: de Gramsci a Laclau y Mouffe”, en este volumen) y el deconstructivismo pragmático
de Richard Rorty (véase su trabajo “Feminismo, ideología y deconstrucción: una perspectiva
pragmatista”, en este volumen).

19. Véanse Nicholas Abercrombie, Stephen Hill y Bryan S. Turner, “Determinación e


indeterminación en la teoría de la ideología”, y la respuesta crítica de Göran Therborn, “Las nuevas
cuestiones de la subjetividad”, ambos en este volumen. Para una visión general del desarrollo
histórico del concepto de ideología que condujo a esta autodispersión, véase Terry Eagleton, “La
ideología y sus vicisitudes en el marxismo occidental”, en este volumen.

20. Para un abordaje de esta ideología “implícita”, véase Pierre Bourdieu y Ferry Eagleton, “Doxa y
vida cotidiana: una entrevista”, en este volumen.

21. Para la noción de ideología que estructura la realidad (social), véase Slavoj Žižek, “¿Cómo
inventó Marx el síntoma?”, en este volumen.

22. Véase Fredric Jameson, “La posmodernidad y el mercado”, en este volumen.

23. El cinismo como actitud posmoderna es soberbiamente ejemplificado de manera soberbia por
uno de los rasgos clave de la película Nashville de Robert Altman: el estatuto enigmático de sus
canciones. Altman, por supuesto, mantiene una distancia crítica respecto del universo de la música
country que sintetiza la estupidez de la ideología estadounidense cotidiana; sin embargo, nos
equivocaríamos por completo si percibiéramos las canciones reproducidas en la película como una
imitación burlesca de la música country “verdadera”: estas canciones deben ser tomadas bastante
“en serio”.; simplemente tenemos que disfrutarlas. Quizás, el enigma final de la posmodernidad
reside en esta coexistencia de las dos actitudes inconsistentes, no percibidas por la crítica de
izquierda habitual de los jóvenes intelectuales que, aunque son teóricamente conscientes de la
maquinaria capitalista de la industria cultural, disfrutan de los productos de la industria del rock
sin problematizarlos.

24. Nótese el caso de Kieslowski: las películas que filmó en la atmósfera húmeda, opresiva del
socialismo tardío (Decálogo) ejercen una crítica casi desconocida de la ideología (“oficial” y
“disidente”); mientras que en el momento en que se fue de Polonia en búsqueda de la “libertad'
de Francia, asistimos a la intrusión masiva de la ideología (véase el oscurantismo New Age de La
doble vida de Verónica).

25. Dentro del terreno jurídico, esta oposición entre el Geist y el obsceno Geisterwelt adopta la
forma de la oposición entre la Ley escrita, pública, explícita, y su complemento superyoico: es
decir, el conjunto de reglas no escritas/no reconocidas que garantizan la cohesión de una
comunidad. (Con respecto a esta oposición, véase el capitulo 3 de Slavoj Žižek, The Matastases of
Enjoyment, Londres, Verso, 1994 [trad. esp.: Las metátasis del goce. Buenos Aires, Paidós, 2000].)
Basta recordar la institución misteriosamente obscena de las hermandades de las universidades
estadounidenses, estas comunidades a medias clandestinas con sus reglas secretas de iniciación
donde los placeres del sexo, la bebida y otros similares van de la mano con el espíritu de
autoridad; o la imagen de la escuela pública inglesa en la película If de Lindsay Anderson: el terror
impuesto por los estudiantes mayores sobre los más jóvenes, sometidos a los rituales humillantes
del abuso sexual y de poder. Los profesores pueden, así, representar el papel de afables liberales,
que divierten a los estudiantes con sus chistes, entran al aula en bicicleta y demás. El verdadero
sostén del poder reside en otro lugar, en los estudiantes mayores cuyos actos dan testimonio de
una mezcla indistinguible del Orden y su Trangresión, del goce sexual y el ejercicio “represivo” del
poder. En otras palabras, lo que encontramos aquí es una transgresión que funciona como el
sostén final del Orden, una complacencia en la sexualidad ilícita que fundamenta directamente la
“represión”.

26. Véase Jacques Derrida, Spectres de Marx, París, Galilée, 1993 [trad. esp.: Espectros de Marx,
Madrid, Trotta, 1998].

27. Esta brecha que separa lo real de la realidad es lo que abre el espacio para lo performativo en
su oposición a lo constatativo. Es decir, sin el excedente de lo real sobre la realidad que emerge
bajo la forma de un espectro, la simbolización simplemente designaría, señalaría, algún contenido
positivo en la realidad. En su dimensión más radical, lo performativo es el intento de conjurar lo
real, de aburguesar el espectro que es el Otro: el “espectro” es originalmente el Otro como tal,
otro sujeto en el abismo de su libertad. Ejemplo clásico de Lacan: al decir “¡Eres mi esposa!”,
obligo, constriño al Otro; intento que su abismo caiga en la trampa de la obligación simbólica.

28. Esta noción de antagonismo proviene por supuesto, de Laclau y Mouffe, Hegemony and
Socialist Strategy… ob. cit.

29. Lo que se pierde en la noción de las clases sociales como entidades positivas que quedan
atrapadas en la lucha solo de vez en cuando es la paradoja genuinamente dialéctica de la relación
entre lo universal y lo particular: aunque toda la historia hasta hoy sea la historia de la lucha de
clases (como sostiene Marx en el comienzo del capitulo 1 del Manifiesto comunista), en sentido
estricto existe (es tentador escribirlo “ex-siste”) una sola clase, la burguesía, la clase capitalista.
Antes del capitalismo, las clases todavía no eran “para si”, todavía no eran “afirmadas como tales”;
no existían verdaderamente, sino que “insistían” como principio estructurador subyacente que
encontraba su expresión bajo la forma de estamentos, castas, momentos de la estructura social
orgánica, del “cuerpo corporativo” de la sociedad, mientras que el proletariado en sentido estricto
ya no es una clase, sino una clase que coincide con su contrario, una no clase; la tendencia
histórica a negar la división de clases se inscribe en esta misma posición de clase.

30. Debo esta analogía con Hitchcock a Isolde Charim y Robert Pfaller.

31. En el caso de la diferencia sexual, el nombre teológico para esta tercera posición asexual es
“ángel”; por esa razón, la cuestión del sexo de los ángeles es absolutamente crucial para un
análisis materialista.

32. Este aspecto fue desarrollado por Robert Pfaller en su intervention “Zum Althusserianischen
Nominalismos” en el coloquio Der Althusser-Effekt.

33. F.W.J. Schelling, “Clara”, en: Sämtliche Werke IX, Stuttgart, Cotta, 1856-1861, p. 39.

34. O, para expresar de otro modo nuestra distancia respecto de Derrida: ¿acaso Derrida mismo,
en relación con el espectro, no queda atrapado por la lógica del conjuro? De acuerdo con Derrida,
la última “fuente del mal” reside en la ontologización del espectro, en la reducción de su estatuto
indecidible (respecto del par realidad/ilusión) a una “mera apariencia” opuesta a alguna existencia
plena (ideal o real). Todo el esfuerzo de Derrida esta dirigido a asegurar que el espectro siga
siendo el espectro, a impedir su ontologización. ¿No es, entonces, la propia teoría de Derrida un
conjuro destinado a mantener al espectro en el espacio intermedio de los muertos vivos?, ¿Acaso
esto no lo lleva a repetir la paradoja metafísica clásica de la conjunción de la imposibilidad y la
prohibición que él mismo artículo a propósito del complemento (el complemento no puede
engendrar la pureza del Origen, y ésta es la razón por la que debemos luchar contra él): el
espectro no puede ser ontologizado, y ésta es la razón por la que esta ontologización no debe
producirse, una debería luchar contra ella...

35. Etienne Balibar, “Politics and Truth: The Vacillation of Ideology, II”, en: Masses. Classes, Ideas,
ob. cit., p. 173.

36. Si ha de desempeñar este papel crucial, el concepto del inconsciente debe ser concebido en el
sentido estrictamente freudiano, como “transindividual”; es decir, más allá de la oposición
ideológica entre inconsciente “individual” y “coléctivo”: el inconsciente del sujeto esta siempre
fundado en una relación transferencial con el Otro; es siempre “externo” con respecto a la
existencia monádica del sujeto.

37. Balibar, “Politics and Truth...”. ob. cit., pp. 173-174.


38. Se suele agregar de inmediato que esta estructura de la comunidad de la culpa dominada por
la figura paterna amada/temida del Líder ha sido fielmente reproducida en todas las
organizaciones psicoanalíticas, desde la Asociación Psicoanalítica Internacional hasta la école
freudienne de Lacan.

39. Véase Claude Lefort, Democracy and Political Theory, Oxford, Polity Press, 1988.

© FCE SLAVOJ ŽIŽEK Ideología. Un mapa de la cuestión

http://www.fce.com.ar/fsfce.asp?p=http://www.fce.com.ar/detalleslibro.asp?IDL=3046

También podría gustarte