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A lain Didier-W eill

Invocaciones
Dionisos, Moisés,
San Pablo y Freud

Ediciones Nueva Visión


Buenos Aires
Título del original en francés:
Jnvocations. Dyonisos, Móise, saint Paul et Freud
© Calmann-Lévy, 1998

Traducción de Horacio Pons

Esta obra se publica en el marco del programa Ayuda a la Edición


Victoria Ocampo del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia
y el Servicio Cultural de la Embajada de Francia en la Argentina.

I.S .B .N . 950-602-378-6
© 1999 por Ediciones N u e v a Visión S A IC
Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina
Queda hecho el depósito que m arca la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
LA PULSION INVOCANTE,
LA MUSICA Y LA DANZA
¿QUE ES LA DANZA?

Vocación. Invocación

¿Por qué el hombre no se conforma con hablar? ¿Por qué


también es preciso que cante? Si hay un parentesco entre el
habla y el canto, ¿cuál es?
La vocación de hacernos humanos nos es transmitida, en
el origen, por una voz que no nos pasa la palabra sin pasarnos
al mismo tiempo su música: el lactante recibe la música de
esa “sonata materna” 1 como un canto que, de entrada,
transmite una doble vocación: ¿escuchas la continuidad
musical de mis vocales y la discontinuidad significante de
mis consonantes?
Por escuchar esa doble vocación, el mundo que le será dado
conservará para el lactante la huella de un continuo y un
discontinuo en que tendrá que desplegar su vida: en tanto
que en el mundo del discontinuo conocerá el campo de la
ley que discrimina todas las cosas -el bien del mal, la
izquierda de la derecha, el antes del después-, el del conti­
nuo, con el que se topará en el instante en que suene la
música, se dará a él como la entrada en un nuevo mundo cuya
novedad, siempre igualmente renovadora, se caracterizará

1 Pascal Quignard, L a Haine de la musique, París, Calm ann-Lévy,


1996.
por una súbita puesta entre paréntesis de los límites espa-
ciotemporales que recibe del orden de la ley.
Gracias a ese mundo nuevo que se abre a nuevos posibles,
ya no necesita permanecer en el lugar que le había asignado
la ley simbólica: llamado a dejarlo por la música, se despla­
zará para habitar de una nueva manera una cuarta dimen­
sión, ya no estructurada por la ley de la palabra. ¿El empuje
que va a guiarlo y orientarlo en ese nuevo mundo no obede­
cerá ya a ninguna ley?
No, ciertamente: aun si al responder al llamado de la
música ingresa en un entusiasmo dionisíaco, el movimiento
que lo anime no será incoherente sino guiado.
De ese guía interior que lo empuja a “alguna parte”
queremos hablar al formular la hipótesis de la existencia de
una dirección específica, que orienta ese empuje particular
que definiremos como pulsión invocante.
Curiosamente, aunque haya identificado esta cuarta pul­
sión como “la experiencia más cercana a lo inconsciente”,2
Lacan no hizo más que rozarla. ¿Por qué no se extendió de
manera tan profunda sobre la voz como sobre el objeto
mirada? Sin duda porque, al igual que Freud, era mucho más
sensible al universo plástico que al universo sonoro de la
música.
A causa de una preocupación didáctica, nos inclinaremos
en un primer momento a presentar la invocación musical
separada de la invocación significante que, por ejemplo,
embarga al niño cuando éste, al articular su “fort-da”,
“ingresa en el encantamiento”.3
La otra cara por la que el significante se apodera de la
invocación musical es aquella mediante la cual el lenguaje,
al sustraerse a la prosa, se hace poesía: ¿no es ésta lo que
arranca al significante del código lexical para elevarlo al

2 Jacques Lacan, Le Séminaire. Livre xi. Les quatre concepts fonda-


mentaux de lapsychanalyse, París, Seuil, 1973, p. 96 [traducción castella­
na: E l Seminario de Jacques Lacan. Libro 11. Los cuatro conceptos
fundamentales del psicoanálisis. 1964, Buenos Aires, Paidós, 1986].
3Ibid., p. 60.
punto desde el que el sin-sentido \pas-de-sens], propio de la
música, deja oír lo que tiene de inaudito?’
Al respecto, debemos moderar lo que decíamos cuando
señalábamos que Lacan no se había dejado interrogar por la
música: para él, la atención prestada a la poesía era el
camino por el que lograba manifestar su no sordera a lo real
musical.
Si la apuesta de la existencia de una pulsión invocante es
decisiva, es porque ésta permite repensar de manera nove­
dosa la articulación de la antinomia en que está preso el
psicoanálisis en cuanto es ese “tercero que aún no está
clasificado [...], se apoya en la ciencia por un lado, y toma por
modelo el arte por el otro”:4en efecto, en la medida en que la
ciencia sólo pudo nombrar su campo al hacer el duelo de
la causa final aristotélica, la pulsión invocante es tal vez
aquello por lo cual esas dos causas pueden dejar de estar
desunidas.
He aquí que en el instante en que suena la música, una
extraña metamorfosis se apodera de mí: hasta ahí, en mi
relación con el Otro, yo podía pasarme el tiempo marcando
mis límites para indicarle el umbral que no debía violar para
no hollar mi territorio íntimo, y resulta que ahora Otro se
dirige a mí y solicita un oyente inaudito a quien deja oír esta
pasmosa noticia: “En ti, estoy en mi casa”.
Mientras que en mi vida cotidiana sentiría como una
violación inaceptable que alguien pretendiera tener seme­
jante influjo, he aquí que no sólo escucho que la música me
señala que está en su casa en mí, sino que también oigo en
mi interior una voz inaudita que le responde: “Sí, es cierto,
estás en tu casa”.
¿Quién dice ese “sí”? Se trata de una presencia cuya
extrañeza absoluta se debe a que no tiene nombre, y no es
otra que la del sujeto de lo inconsciente.

’ Considérese el empleo de este “inaudito” -in o u i en el origin al- desde


el punto de vista de su etimología: “no oído” (n. del t.).
4 J. Lacan, Le Séminaire. Livre xxi. Les non dupes errent, inédito, se­
sión del 9 de abril de 1974.
¿A quién dice sí?
A esa extranjera absoluta que es la música, a la que no
responde según el modo freudiano de la identificación: “Eres
idéntica a mí”, sino con una doble negación que corresponde
a una identificación metafórica: “Sí, no eres extraña al
extranjero que soy”. En este impulso a dar como respuesta
ese “sí” a la alteridad de la música señalamos el primer
tiempo de la pulsión invocante.
Tiempo paradójico desde el comienzo, porque en el instan­
te mismo en que puedo creer que voy a escuchar la música,
me veo desmentido en mi pretensión al enterarme de que no
soy yo quien la escucha sino que es ella el buen entendedor,
ella quien me entiende. *
¿Que entiende qué?
Que entiende la pregunta silenciosa del extranjero desco­
nocido por ese campeón del desconocimiento que es el yo y,
sobre todo, desconocido por sí mismo, ya que ese extranjero
no es otro que el sujeto inconsciente de sí mismo.
Ahora bien, la música resulta ser la oyente que escucha el
llamado silencioso de ese sujeto y, al hacerlo, lo arranca de
su latencia. Al decir “sí” a ese arrancamiento, el sujeto de lo
inconsciente, pasado desde siempre al olvido, se trasmuta en
pasante, desde entonces inolvidable y que en lo sucesivo
hará hablar de sí al bailar.
Pero antes de ser el agente que actuará la música bailán­
dola, ese sujeto atraviesa un tiempo lógico previo en el que
es arrancado de su latencia en un movimiento de éxtasis que
lo lleva a la escena de la ex-sistencia. ¿Por qué ese arrebato
es también anonadante? Porque en el instante mismo en que
se franquea ese umbral, desaparece algo fundamental: el
campo de la demanda de amor que hasta ahí empuj aba al sujeto
a ser, con respecto al Otro, un demandante, un mendigo
incesantemente a la búsqueda de una prueba de su existencia.
¿Por qué una demanda tal de reconocimiento está estruc­
turalmente condenada a la insatisfacción?

* Debe tenerse siempre presente la am bivalencia del francés entendre,


que significa tanto oír, escuchar, como entender, comprender (n. del t.).
En la causación del sujeto por el significante, aquél
adviene como un efecto cuya paradoja obedece a que
aparece como un producto que conjuga el hecho de estar
determinado y sobrepasar toda determinación. Si en cuan­
to determinado el sujeto está representado por un signi­
ficante presente, pese a ello sigue siendo indeterminado
puesto que, en la reserva de éstos, falta “el” significante
que podría nombrarlo.
Todo ocurre como si el Otro careciera de la palabra que
habría podido nombrar el “yo” Yje”\de lo inconsciente, como
si en él hubiera, en suma, un silencio, una falta de palabra
[;mot] en el nivel de la cual no pudiera sino decir “¡chitón!”
[“motus”] a ese producto de sentido que es el sujeto.
En tanto que el sujeto aprehende al Otro de manera
religiosa, a saber, como un ser parmenídeo, idéntico a sí
mismo, se capta por su parte como criatura privada de la
amplitud del ser que, según su concepción creacionista,
imputa a ese Otro: es así que, en la medida en que carece del
ser que se le habría concedido si hubiera tenido un nombre,
el “yo” [“je ”) de lo inconsciente, en suspenso de ser un “no yo”
[“pasje”], se vuelve hacia el Otro, lugar de su causalidad, en
esta pregunta-demanda: “Me pregunto qué deseas, te pre­
gunto qué soy”.5
Es así como el sujeto se embarca en el “¿Por qué me has
creado si tú, que eres poseedor del ser, no me has transmitido
ni el ser ni el nombre del ser?” cuando, en su demanda,
espera una respuesta a su “¿por qué?”
Mientras la espere, estará condenado a un desamparo en
aumento que no apaciguará el hecho de que la lengua le
otorgue un apellido, un nombre de pila y un pronombre que
le permitan enunciar la palabra “yo” [“je ”]', cuanto más se
empeñe en enunciados por los que pueda recalcar, gritar
su nombre, su apellido y su pronombre, más recibirá de
éstos su eco: “Somos impotentes para darte una garantía
cualquiera sobre la existencia de tu ‘yo’ [je ’]
Aun cuando el Otro, al dirigirse al sujeto como “tú”,

5J. Lacan.
parezca designar cierto real, esta designación podrá permi­
tir que el sujeto sepa que existe para el Otro pero, sin
embargo, no le dejará creer en lo que sabe. Que sea posible
no creer en lo que uno sabe es uno de los sentidos del
tormento amoroso: el hecho de que yo sepa del amor de mi
pareja no significa que sea capaz de creer en él.
Ahora bien, cuando suena la música -y ése es su milagro-,
se comprueba que el “yo” [“je ”\que, en cuanto no yo, no sabe
qué escucha, cree en ello.
¿Por qué el hecho mismo de pensar en mi existencia pone
en seguida en peligro la creencia posible en ella? Si el saber
del yo \je\ que se piensa pensante puede otorgarle la capaci­
dad de pensar causalmente el yo \je\ de existencia como un
“luego soy”, ¿por qué no puede darle al mismo tiempo la de
creer en su existencia?
Porque lo propio de esa creencia posible es aparecer como
la respuesta misma del sujeto al hecho de que se constituye
como estructuralmente inconsciente de su causa significan­
te. No se instituye más que como un proyecto que sólo puede
asumir por la simplicidad radical de un “sí” originario, que
no puede ser acto de saber sino de fe.
¿Por qué el yo que piensa: “luego soy” no puede concebir un
“sí” semejante en el significante? Porque, estructurado por
la denegación, el único “sí” al que puede tener acceso es el
efecto de un “no de no” que difiere radicalmente de la
simplicidad del consentimiento originario que es la Be-
jahung.6
Al respecto, podemos decir que el único pensamiento al
que el sujeto de lo inconsciente -que por otra parte es capaz
de pensar de manera mucho más vasta que el yo- no puede
tener acceso es el del “luego” [“done”]: en el instante en que
suena la música, el sí mediante el cual el sujeto le responde
instantáneamente significa, por su instantaneidad misma,
que para él no se trata, como para el yo, de pensar: “Pienso,

6 Sigm und Freud, “L a Dénégation”, traducción de B. This, en Le Coq


Héron 52, 1975 [traducción castellana: “L a negación”, en Obras comple­
tas (O C ), M adrid, Biblioteca Nueva, 1967, t. n ].
luego soy allí donde pienso”, sino de advenir como un “Soy ahí
donde no pienso”.7
Ese “soy” sin porqué es entonces el efecto de la Bejahung
originaria mediante la cual la causación del sujeto es traduci­
ble por: “Sí, yo no soy extraño a esa extranjera que es la música”.
Esta afirmación de un “soy” capaz de no pensar la causa­
lidad de un “porque” se produce en la medida en que la
música, al no desplegarse más que con el tiempo, no solicita
la consistencia del yo que, al estar espacialmente estructu­
rado, se encuentra, por eso mismo, como abandonado y
anonadado. Es el efecto del anonadamiento del yo el que, al
desbaratar su función denegadora, crea las condiciones de la
acogida posible, por parte del sujeto, del llamado significan­
te del tiempo de donde viene la música.
Esa “palabra de llamada” plantea varias preguntas: ¿hay
que decir que este llamado despierta o suscita al sujeto?
¿Decir, en suma, que crea ex nihilo a un sujeto que no esta­
ba ahí, o que arranca de su olvido a un sujeto que ya no estaba
ahí debido a la represión?
Por el momento, diremos que el impacto de la música no
consiste en rememorar sino en conmemorar el tiempo mítico
de ese comienzo absoluto por el que un “real” que padeció el
significante advino como esa primera cosa humana, das
Ding, en el nivel de la cual lo que era absolutamente exterior
-la música de la voz materna- encontró el lugar absoluta­
mente íntimo en el que van a poder danzar unas notas.
A partir de ahí, la música va a bailar en lo “éxtimo” en que
se convirtió el cuerpo humano. Aunque éste permanezca
físicamente inmóvil, será movido por la surrección del empu­
je que va a hacer de él un cuerpo danzante. ¿Acaso no basta
una nada para que la música que baila en el sujeto se
convierta en música que el sujeto baila? Mediante el movi­
miento de su pie o su cabeza, que marcan el tempo, el oyen­
te revela que su cuerpo está habitado por una invocación.
El gran enigma de esta metamorfosis es que, por ella, el

7 J. Lacan, Ecrits, París, Seuil, 1966, p. 157 [traducción castellana:


Escritos, 10a edición, México, Siglo xxi, 1984].
sujeto queda brutalmente sustraído al universo de la de­
manda que, debido a la duda radical en que se encontraba en
cuanto a su existencia de “no yo” [“pas je ”], lo empujaba a no
cesar de preguntar al otro: “¿Por qué me has privado así de
ser? ¿Qué quieres entonces de mí?”
Esa sustracción súbita a la demanda se revela por la
aparición de un nuevo sujeto que de improviso no duda más.
¿Cómo se manifiesta esa cesación de la duda? Por el hecho de
que el sujeto parece notoriamente no esperar ya del Otro una
respuesta a su “¿Por qué existo, qué debo hacer para existir,
dónde debo ir?” Todo sucede, en efecto, como si en el instante
mismo en que empieza a bailar, él supiera dónde tiene que
ir, sin que en lo sucesivo tenga que preguntar a nadie ni por
qué debe ir allí ni cómo hacerlo.
Sencillamente, va a alguna parte, como si lo guiara un
punto virtual que denominaremos punto azul: punto en que
se espera la producción de la “nota azul”.8
Distinguiremos por lo tanto la demanda de la pulsión
invocante. La demanda es entonces una exigencia absoluta
planteada al Otro para que se manifieste aquí y ahora. Si el
sujeto se encuentra en una situación de dependencia absolu­
ta con respecto al Otro, es porque le ha concedido la facultad
de satisfacerlo absolutamente o no satisfacerlo. La invoca­
ción danzante, muy por el contrario, es un movimiento que
sustrae al sujeto de esa dependencia: invocante, éste es
guiado, orientado hacia un “punto azul” que aún no está
presente, pero se sitúa en un futuro posible desde el que lo
llama como pura posibilidad.
La posibilidad de creer en la existencia de ese punto de
atracción posee el extraño poder de hacer que los gestos
torpes e imprecisos del sujeto evolucionen hacia un movi­
miento súbitamente habitado por la destreza y la precisión,
como si con la desaparición de la duda pudiera desaparecer
la indecisión que parasitaba sus movimientos y aparecer una
especie de nueva decisión: la de ir hacia.

8 A lain D idier-W eill, Les Trois Temps de la loi, París, Seuil, 1996,
capítulo 4.
Lo más sobrecogedor en este abandono de la indecisión es
que en lo sucesivo otorga al movimiento del cuerpo danzante
el carácter gracioso de la belleza que plantea de inmediato
esta cuestión: ¿cómo debemos comprender la significación
del carácter poco agraciado que, al salir de la infancia, con
tanta frecuencia se apodera del cuerpo humano? Si quere­
mos captar esa falta de gracia, esa torpeza del cuerpo que
aparece con la adolescencia, diremos como primera aproxi­
mación que es definible por el hecho de que el sujeto deja de
estar “en su casa” dentro de su cuerpo y, a la inversa, éste
deja de estar en la suya en el sujeto.
Ya esté incómodo en un cuerpo demasiado grande, enva­
rado en uno demasiado pequeño o paralizado por uno que
juzga feo, el sujeto se siente ajeno a un cuerpo que ya no
habita y que ya no lo habita.
Esta metáfora de la habitación nos lleva a decir que
estamos en presencia de un locatario que dejó de estar ligado
a su propietario por un contrato con el poder de señalar que
entre uno y el otro hay una continuidad.
Esta discontinuidad en que tanto el sujeto como el cuerpo
están exiliados es, a nuestro juicio, el origen mismo del
dualismo griego, no ajeno al cristianismo paulino, que tiende
a situar el cuerpo como la tumba del alma.
Pero esta perspectiva dualista en que el alma es locataria
de una tumba está en contradicción con lo que nos enseña la
experiencia de la danza: desde el momento en que suena y
arranca al sujeto de su latencia, la música tiene la propiedad
de subvertir todas las relaciones dualistas, porque por una
parte advierte al sujeto que se ha convertido en el lugar en
que ella baila en él -como si ella fuera entonces de su
propiedad-, y por la otra que él puede bailar en ella como si
ésta fuera su propietaria.
Esta continuidad inducida por la música entre el cuerpo,
el espíritu y el sujeto nos plantea una cuestión sobre la
estructura del síntoma: ¿el sufrimiento psíquico creado por
éste no es la percepción endopsíquica de una alienación de
libertad provocada por la discontinuidad del cuerpo del
espíritu y del sujeto?
Sufrimiento del síntoma

Al parecer, el dolor propio del síntoma es el efecto de una


desventaj a que, al actuar sobre el sujeto y el cuerpo, despoj a de
sus posibilidades tanto a uno como al otro: desde un punto de
vista objetivo, esa desventaja es definible por el hecho de que
el sujeto y el cuerpo quedan privados de su meta, que para
uno está ligada a la capacidad de desplazarse en el habla y,
para el otro, en el espacio.
De hecho, la esencia del sufrimiento sintomático nos
enseña que no está vinculada al efecto objetivo de una
pérdida de función: el sufrimiento de la pérdida hemipléjica
de las funciones locomotrices del cuerpo o del habla es
profundamente diferente del generado por el síntoma cuan­
do advierte al sujeto que una causa interna psíquica lo priva
del acceso al movimiento de la palabra o los cuerpos. Al
respecto, podemos decir que la esencia del sufrimiento
sintomático proviene de la percepción endopsíquica de una
imposibilidad de devenir en el suceder y que la significación
dada a ésta es la que, por su negación misma, da sentido a la
palabra “libertad”.
Si la tonalidad del sufrimiento del sujeto parkinsoniano y
la de quien está parasitado por tics de origen psíquico no son
iguales, es porque, en el segundo caso, el sujeto tiene la
percepción endopsíquica de un determinismo inconsciente
con respecto al cual sabe que habría podido no obedecerlo. El
hecho de que lo no imposible se haya convertido en prohibido
para él hace que el sujeto comprenda que al perder acceso a
una elección inconsciente,9lo perdió también al sentido de
esta cosa que se le presenta retrospectivamente -en cuanto
perdida- como espectro de la libertad. Allí radica lo esencial
del sufrimiento sintomático.

9 Esta cuestión de la “elección inconsciente” fue objeto de un coloquio


organizado en M arsella en 1997 jjor A. Feissel y M . Bensoussan y
publicado en la mism a ciudad por Éditions du H asard. L a s líneas que
siguen dan cuenta de ciertos puntos debatidos en él.
Las tres caras del síntoma:
pérdida de lo inaudito,
de lo invisible, de lo inmaterial
A Jean-Pierre Klein 10

Postulamos que el dolor del síntoma es efecto de la percep­


ción endopsíquica de la pérdida de continuidad entre lo real,
lo simbólico y lo imaginario. Esta desaparición de las tres
intersecciones que son lo inaudito (R/S), lo invisible (S/I) y lo
inmaterial (L/R) produce tres tipos de dualismos que encar­
nan las tres caras del síntoma.
Cuando el sujeto va a dejar de estar en continuidad con el
significante, pierde esa tierra de asilo que le es propia y que
es el terreno de lo inaudito. Vedada su estancia en ese más
allá del sentido, está condenado al silencio: silencio del
autismo, silencio del tímido o silencio del charlatán, en la
medida en que el parloteo de una cierta prosa está ahí para
recubrir el silencio de lo poético.
Cuando la imagen del cuerpo pierde su continuidad con el
significante, deja de ser “invisibilizada” por el ascendiente
de la palabra que tiene el poder de recordar la existencia de
un inimaginable en la imagen corporal. Con ello, el cuerpo,
privado de su relación con ese ilimitado que es lo invisible,
se vive, como en exilio, en la estrechura del mero límite de su
imagen visible.
A llí se encuentra la raíz de múltiples sufrimientos que
inducen a un sujeto a sentirse incómodo en su imagen:
perdido en un cuerpo demasiado gordo, envarado en un
cuerpo demasiado pequeño, sufre por sentirse poco agra­
ciado.
Por último, cuando es la materialidad del cuerpo la que
está en discontinuidad con el sujeto, la materia corporal, al
dejar de ser aligerada por una presencia parlante, pierde el
espíritu de levedad que la sustraía a la gravedad terrestre y

10 J.-P. Klein, “L ’ange, la béte et le danseur”, en A rt et Thérapie 55,


1997.
responde a la presión de ésta a través del síntoma de la
depresión.
Vemos así que en el dolor sintomático hay tres caras, y que
cada una de ellas corresponde a cierto tipo de exilio propio de
todo dualismo: exilio del sujeto con respecto al significante,
a su imagen y a la materialidad de su cuerpo.
El enigma absoluto que ahora se trata de explicar, si
queremos intentar dar una definición un tanto rigurosa de
esa vaga palabra que es “libertad”, es éste: en la medida en
que vivimos en un mundo de lenguaje clivado entre una
discontinuidad sonora aportada por la palabra -cuyo primer
soporte son las consonantes—y un movimiento de continui­
dad sonora -cuyo primer soporte son las vocales-, ¿cómo
debemos dar cuenta del hecho de que el campo semántico de
la música tiene el poder de hacer estallar las discontinuida­
des dualistas entre el cuerpo, el espíritu y la palabra para
sustituirlas por un mundo de continuidad que vamos a
interrogar?
Si esta investigación sobre la metamorfosis inducida en el
cuerpo por la música nos interesa,11 es porque nos da una
puerta de entrada a la significación enigmática que para lo
inconsciente tiene la libertad: ¿por qué, cuando baila, el
hombre no tiene el presentimiento sino el sentimiento de ser
libre?

11 Es esta cuestión la que justifica la tradición chamánica y, hoy, la


eclosión de la musicoterapia.
A France Scott-Billm ann12
y Jacqueline A ssa bgu i13

Lo inaudito: continuidad del sonido


y del sujeto de lo inconsciente

Si queremos calificar el modo de continuidad que se institu­


ye entre el sujeto y el sonido originario, diremos que corres­
ponde al tiempo originario en que un real primordial padece
el significante según una intersección primigenia real-sim­
bólico.
Ese “padecer” primal remite quizás a la pasión originaria
del primer encuentro: encuentro a través del cual un sujeto
suponible se arranca de su indeterminación en la medida en
que a lo inaudito del sonido que vibra para él como un
llamado no puede sino responder: “Sí, lo inaudito es sin duda
esa patria en que puedo habitar y por la cual puedo ser
habitado”.
Ese “sí” por el cual un sujeto se enuncia como causado por
el sonido no es un saber sobre su causa: es un puro goce que
testimonia que un real ha llegado a la ex-sistencia.

Lo invisible:
la continuidad del sonido y el cuerpo

El sujeto extáticamente salido de su latencia va a actuar esa


salida por intermedio de su cuerpo, que toma de inmediato
el relevo de aquélla por el movimiento que lo lleva a bailar.
Con la aparición del movimiento, se opera una metamor­
fosis: al encarnarse en un cuerpo cuyos movimientos van a
explorar sus propios límites, el espíritu de la música deja de
ser invisible para hacerse visible. Pero esta visibilidad tiene

12 F. Scott-Billmann, “Q uand la danse guérit”, en La Recherche en


danse 7, 1994.
13J. Assabgui, La Musicothérapie, París, P. Grancher, 1991.
de paradójico el hecho de que sólo se produce por conducto de
un cuerpo velado cuyo taparrabos nos informa sobre lo
siguiente: sólo eres visible porque lo real ha cobrado el im­
puesto que te recuerda que, si ganaste la visibilidad, es
debido a que una parte de ti conquistó la invisibilidad.
En tanto que la visibilidad se otorga por el hecho de que
la imagen tiene el poder de imaginarizar lo real del cuerpo, la
invisibilidad obedece a que esa imagen posee una doble
propiedad: si tiene ascendiente sobre el cuerpo, al que puede
velar (I/R), goza por otra parte de la propiedad, enunciada en
el segundo mandamiento mosaico, de estar bajo el influjo de
lo simbólico (S/I) que se afirma como ese más allá de la
imagen que es lo invisible. Así, por intermedio de la parte de
invisibilidad que induce en la imagen (S/I), el espíritu de la
música en cuanto inaudito (R/S) tiene el poder de actuar
sobre la parte visible del cuerpo (I/R), deduciendo de su
especularidad algo no especular.
Todo sucede como si el sonido, luego de haber hecho
padecer al sujeto de lo inconsciente dándole la morada de lo
inaudito, hiciera padecer también a la parte visible del
cuerpo al proporcionarle como lugar de habitación lo invisi­
ble. Pero mientras que lo inaudito del sonido actúa directa­
mente sobre el sujeto de lo inconsciente, sólo lo hace sobre el
cuerpo por conducto de su imagen visible en cuanto la
negativiza: otorga así un lugar de invisibilidad en que lo
inaudito, como ilimitado, podrá encontrar su sitio al danzar
en un cuerpo a la vez limitado e ilimitado.
El movimiento humano14tiene así el poder de anudar una
antinomia: en cuanto obrado por un cuerpo, se despliega en
un espacio estructurado a la vez por el límite que aquél
recibe de su visibilidad y por lo ilimitado que le aporta el
hecho de que su imagen esté agujereada por un real invisible.
El movimiento es entonces aquello por lo cual lo inaudito
puede encontrar un límite visible en el que puede encarnar­
se, en la medida en que ese visible está en continuidad con

14 P. Lory, “Mouvem ent et danse dans la mystique m usulm ane”, en A rt


et Thérapie 55, 1997.
un lugar invisible en el que le es posible hallar una tierra de
acogida para dejar bailar lo que tiene de ilimitado.
Pero esta noción de un cuerpo puesto en movimiento por
la encarnación de una sonoridad inaudita plantea implícita­
mente la idea de una anterioridad del sonido con respecto al
movimiento.
Ahora bien, situar lo originario en el sonido elimina la
complejidad de lo real enjuego, visto que la existencia misma
de la posibilidad de una danza en sujetos sordos de nacimien­
to plantea esta cuestión: ¿la ejecución del gesto no será el
acto primordial que permite escuchar, por el hecho mismo de
bailar, una música interior?
La idea de la existencia de una música interior, inaudible
para los oídos, no es en absoluto una novedad: la filosofía
griega conoció su expansión cuando Platón y Aristóteles
retomaron la meditación que había llevado a Pitágoras a
enunciar que lo real del mundo, estructurado por los núme­
ros y las relaciones entre los sonidos musicales, era, debido
a ello, de orden musical.
Con esa noción de armonía universal, Pitágoras suponía
la existencia de una música producida por los astros que se
mueven en el cosmos según leyes numéricas armónicas que
sólo la insuficiencia de nuestra naturaleza nos impide per­
cibir. La escucha de sonidos indiscernibles por la percepción
auditiva no está únicamente confirmada por la existencia de
quien baila pese a ser sordo, sino también por la de un sordo
que se llamaba Beethoven y transcribía una música que no
escuchaba con sus oídos.
¿Qué responderíamos a Pitágoras, que sin duda habría
dicho del sordo danzante o del sordo oyente que era Beetho­
ven que tanto uno como el otro eran buenos entendedores de
la música de las esferas?
Que tenía razón, con la salvedad de que se impone una
distinción: que un sordo pueda bailar o que otro sordo pueda
escuchar no significa que respondan a un mismo real -la
música de las esferas-, sino más bien que lo hacen a dos
reales que, al mismo tiempo que distintos, están sin embargo
en continuidad.
Para pensar esta continuidad, nos inclinaremos a decir
que se funda sobre ese punto originario común que es la
conquista del tiempo: si la música es lo que permite escu­
char la existencia del ritmo temporal, la danza es lo que
muestra el paso del ritmo en ese tiempo. ¿Cómo se manifiesta
la continuidad entre el instante del oír y el instante en que
el gesto muestra? Por el hecho de que el gesto de la danza es
estrictamente sincrónico con las notas musicales escucha­
das: en efecto, contrariamente a lo que pasa en el campo de
la palabra en que el hablante está siempre desfasado en su
respuesta al Otro, al que sólo responde luego de un tiempo de
latencia, por fugitivo que sea, en el campo de la danza el
danzante, en la concreción de su gesto, está perfectamente
en fase con lo que ha oído de inaudito.
A la inversa, si cuando vemos bailar a un sordo escucha­
mos al instante —como si fuéramos Beethoven en persona-
esa música inaudible que es la música de las esferas, es
porque hay una clara continuidad entre lo real del cuerpo
invisible llevado a la existencia por el movimiento, y lo real
inaudito de lo inconsciente llevado a la existencia por el sonido.
Ya sea el movimiento del cuerpo humano o el de un cuerpo
celeste el que pueda dejar oír una música, o ésta la que pueda
inducir al cuerpo humano o la esfera celeste a moverse, en
uno y otro caso hay, en el seno de un tiempo que llamaremos
primordial, un encuentro en el que el cuerpo y el espíritu ya
no están en una relación de discontinuidad dualista -que
constituye el cauce del movimiento poco agraciado-, sino de
continuidad, en la que identificamos la raíz del gesto lleno
de gracia.
Ulteriormente nos inclinaremos a suponer que lo que
sustrae al sujeto del tiempo primordial ahistórico -que las
sociedades chamánicas llaman tiempo sagrado- es el acto
psíquico que definiremos como represión originaria, me­
diante el cual el sujeto ingresa en el tiempo profano, histó­
rico: el precio a pagar para entrar en un mundo histórico en
que el cuerpo humano adviene a la vez habitado por un sexo
y una palabra, es el de un dualismo que llevará a aquél a
vivirse en exilio con respecto al significante.
Tendremos que decir en qué sentido ese exilio es el de la
libertad. Al respecto, señalaremos que un modo de compren­
der qué es el acto de sublimación es la forma en que un sujeto
puede llegar a recuperar un tiempo primordial que, si es un
tiempo de desexualización, como dice Freud, no corresponde
sin embargo a la desexualización de la que éste habla.
Mientras que para él “desexualización” significa sustracción
psíquica a un primum movens que es lo sexual, para nosotros
-y en esto seguimos la enseñanza de Lacan-, la aparición del
objeto sexual no es, como en el caso de Freud, originaria, sino
adquisición secundaria producida luego de la acción de esa
causa material que es el significante primordial.
El tiempo primordial del que hablamos es el de la creación
del tiempo, el generador de un tiempo que acaece en la
historia para poder medirse en segundos, horas y siglos,
susceptibles de inscribirse tanto en un reloj como en el
calendario.
La enseñanza que el psicoanálisis recibe de la psicosis nos
autoriza a decir que, en caso de forclusión, el comienzo
absoluto de la cosa humana puede no producirse. Su condi­
ción de producción implica la transmisión por la madre del
“espíritu” del significante.15Lo que hemos dicho hasta aquí
nos autoriza a señalar que ese espíritu puede pasar tanto a
través del sonido, por conducto de la sonata materna, como
de los gestos de una madre sordomuda. Si, como lo supone­
mos, hay continuidad entre lo real inaudito de lo inconscien­
te y lo real del cuerpo, esto implica que los gestos del cuerpo
materno, al transmitir la parte de invisibilidad de éste,
tienen el poder de transmitir, al mismo tiempo, lo real
inaudito de lo inconsciente: el “tercer oído” -el del sujeto de
lo inconsciente- oye tanto el sonido que hay en el movimiento
como el movimiento que hay en el sonido.
En el mundo monoteísta, la tradición mística sufí es sin
duda la que nos permite prolongar muy particularmente la
noción de tercer oído. Los trabajos de Jean During reseñan

15 “Espíritu” [“esprit”] se emplea aquí en el sentido de “salida espirituo­


sa” [“mot d ’esprit”, ocurrencia, agudeza, chiste].
en esta perspectiva las ocurrencias que los místicos sufíes
otorgaban a la noción de una audición espiritual denomina­
da samá.
Así, el sabio en quien se despierta la “audición del corazón”
es quien escucha el canto silencioso de los minerales, las
plantas y los animales, de la misma forma que la armonía de
las esferas, pues el samá no necesita oídos externos.16
Lo que para nosotros, que nos interesamos en el mecanis­
mo de la forclusión, es fundamental en la noción desamó, es
la idea de que el alma humana sólo puede escuchar el verbo
que se le dirige si éste está habitado por una melodía.11
¿La forclusión no será lo que puede inducirse en el recién
nacido cuando la voz materna que se dirige a él está despo­
jada de musicalidad? Pienso, por ejemplo, en la psicoanalis­
ta de una niña autista, que me decía haber advertido que
cuando la madre hablaba de esa niña, lo hacía con una “voz
de falsete”, es decir, desprovista de ese hálito profundo que,
cuando viste la palabra, le otorga una musicalidad.

La inmaterialidad:
continuidad del sujeto y el cuerpo

¿Qué es lo que va a conferir al cuerpo que baila ese espíritu


de ligereza que, al sustraerlo a la gravedad de su peso, le da
la capacidad de echarse a volar? ¿En qué aspecto ésta
cuestión del vuelo, sea la de Leonardo da Vinci o la de
Nietzsche, es específicamente humana?
Para definir el efecto inducido en lo real del cuerpo por su
encuentro con lo inaudito y lo invisible, diremos que consiste
en inmaterializar su materialidad grávida.
Tres factores concurren a sustraer el cuerpo a esa ley de
lo real que condena su materialidad grávida a la caída de los
cuerpos: la forma visible que recibe, por el hecho mismo de
que esté velado, contribuye a una primera separación de lo

16 J. During, M usique et extase, París, A lbin Michel, 1988, pp. 50-51.


17Ibid., p. 38.
informe, que no está dotado de ningún poder ascensional. La
forma que el mármol adquiere en ese vaso o la madera en ese
velador, ¿no contribuye a que la gravedad no actúe de la
misma manera sobre el mármol que sobre el vaso, sobre
la madera que sobre el velador?
Si el vaso parece pesar menos que el mármol, ¿no es
porque el gesto del marmolero supo hacer olvidar la fuerza
de gravedad a la que estaba sometido aquél al hacer trans­
misible una fuerza ascensional que casi inmaterializó la
materia prima confiriéndole un esbozo de levedad?
En efecto, no se trata más que de un esbozo, porque el velo
que da una forma visible al cuerpo lo abre al mismo tiempo
a una parte de invisible por la cual el cuerpo especular se
umbilica en un real no especular que no está en relación con
lo espacial sino con el ritmo. Lo invisible es la puerta hacia
ese más allá de lo visible que es la pulsación sobre la que va
a bailar el cuerpo que, por mediación de su invisibilidad, se
topa con lo inaudito: lo encuentra, sea porque oye la dimen­
sión inaudita del sujeto de lo inconsciente y ese oír lo hace
bailar, sea porque su movimiento deja oír la música de las
esferas, inaudible para el oído pero no para ese oyente de lo
inaudito que es el sujeto de lo inconsciente.
Lo cierto es que, entre el cuerpo y lo inaudito del sujeto,
hay una puesta en continuidad mediante la cual la materia
corporal, habitada por lo inaudito, se pone en vibración, se
inmaterializa.
El continuum
espíritu-materia-suj eto
y el punto azul
A M arc-Alain Ouaknin, hombre, ¿qué?'8

Así, esa triple puesta en continuidad subvierte los aspectos


dualistas del síntoma en que se anudaban el cuerpo sexuado
y el sujeto hablante, antes de que la danza los metamorfo-
seara:
• debido al dualismo espíritu-sujeto, el sujeto hablante,
exiliado de lo inaudito, había perdido simbólicamente la
libertad de advenir en el lugar al que volvió bailando;
• debido al dualismo del cuerpo y el espíritu, el primero
estaba exiliado en el límite de su imagen visible, ya que
había perdido la libertad de morar en el lugar ilimitado de la
invisibilidad;
• debido al dualismo entre el cuerpo y el sujeto, el primero,
sustraído a lo inaudito generador de posible inmaterialidad,
estaba exiliado en su materialidad física que, a través de la
depresión, lo condenaba a la ley física de la presión terrestre.

Es así como, por la realización de ese continuum entre


inaudito, invisibilidad e inmaterialidad, cada uno de estos
tres parámetros que anudan la mixtura que es el humano
cesa de no ser libre de alcanzar el lugar en que se lo espera
para existir.
Por el hecho mismo de su puesta en continuidad, los tres
caminan a un mismo paso: el paso de danza.
¿Ese otro tiempo que el determinado por el reloj no es el de
la sublimación? Si en el plano de ese tiempo primordial el
presente y el porvenir ya no se encuentran en una relación
de causalidad, es porque el segundo ya está presente en el
instante: lo está, en el instante mismo, en el tiempo presen­
te y lo está como ese don que es un presente.

18 Agradezco a M arc-A lain O uaknin haberm e permitido renovar el


cuestionamiento que recibí de “la nota azul”.
Esto significa que el presente dionisíaco, reencontrado en
el paso de danza, extrae su sentido de un empuje invocante
por el cual el cuerpo y el espíritu sólo se mueven en cuanto
los atrae un punto que mora en un futuro indefinido.
La existencia de dicho “punto azul” está sustraída a todo
saber posible, puesto que ese punto encarna la causa abso­
luta del sujeto y éste, en tanto inconsciente, es fundamental­
mente inconsciente de su causa. Aunque inaccesible a través
del saber, el punto es en cambio aquello por lo cual el sujeto
tiene acceso a la posibilidad de ser soberanamente guiado,
puesto en movimiento hacia.
Como esa causa puede dejar de estar detrás del suj eto para
ponerse delante de él, en un tiempo venidero, el sujeto puede
no errar y tener libertad de decir: “ya voy” a ese “punto azul”
cuya vocación es invocar su venida, para que sus gestos
pierdan el carácter desagraciado que tal vez se manifieste
cuando no están guiados por dicho punto y adquieran el
carácter agraciado de un cuerpo danzante, signo irrefutable
de que expresan la libertad de un “ya voy” auténticamente
orientado.
Así, pues, bailo y me inclino a descubrir que el mestizaje
que me instituyó como obra de un cuerpo, de una imagen y
de una palabra produjo un mestizo de nuevo tipo, en la
medida en que la discontinuidad que mantenía en exilio ese
cuerpo, esa imagen y esa palabra fue sustituida por un nuevo
modo de vecindad topológica por intermedio de una puesta
en continuidad de lo real, lo simbólico y lo imaginario.
Si en lo sucesivo avanza con un mismo paso lo que en mí
compete a las intersecciones de lo inaudito, lo invisible y lo
inmaterial, se trata de comprender de qué está hecho el
tejido temporal que estructura esa marcha.
Si por una parte me mueve la presencia de un ritmo cuyo
tempo convoca el retorno repetitivo de un tiempo que con­
siente con ello en otorgar el presente de su presencia, por el
otro me impulsa un llamado muy otro que el del presente:
el movimiento por el cual el sonido, el cuerpo y el sujeto se
conjugan no es sólo expresión de un entusiasmo sin otra
finalidad que la instantaneidad dionisíaca, sino de un movi-
miento guiado que indica una especie de decisión interior de
dirigirse hacia.
¿Hacia dónde? Ahí reside el enigma: digamos que todo
sucede como si el sujeto, ni bien puesto a bailar, entrara en
la búsqueda, transmitida por la expresión misma de sus
gestos, de un punto virtual desde el que presuntamente se lo
aguarda: aquél manifiesta que responde a esa espera por el
movimiento de un dedo, de una pestaña, de la nuca. ¿Cómo,
sin estar loco, puede suponer la existencia de semejante
punto de atracción?
“Punto azul” es la denominación que hemos dado a éste, ya
que lo articulamos con la capacidad del sujeto, dividido por
la tensión producida entre la armonía y la melodía, de
alcanzar cierta nota -aún no presente- en cuyo nivel podría
resolverse la tensión entre la sincronía armónica y la diacro-
nía melódica. La transferencia a esa ausente -que llamamos
nota azul-19es así la posibilidad de un acto de esperanza, en
la medida en que lo que todavía no está allí podría dejar de
no estarlo. La música, al poder transmitir a veces esa nota
azul -tal como la bautizara Delacroix en una carta dirigida
a Chopin-, nos enseña que la esperanza que puede llevarnos
a aguardar el convite de esta nota prometida tal vez no sea
vana.
En cambio, la experiencia me enseña que si quisiera
apoderarme de ella tarareándola o cantándola a mi antojo,
sería vano esperar que pudiera entregarme lo que me prome­
tía de significancia: la alteridad sienta de tal modo a esta
nota que no puede encontrarme y yo no puedo reencontrarla
más que si me llega de una exterioridad absoluta sobre la
cual no puedo tener influencia alguna.
Lo cierto es que la transferencia a esa ausente me da las
alas y sobre todo el valor de aceptar que me arrebate del
mundo especular en el que yo estaba hasta entonces, para
hacerme franquear el umbral que, sin ella, acaso no me
habría atrevido a pasar: umbral del mundo de la danza en

19 J. Lacan, Le Séminaire. Livrexxiv. L ’insu que sait de l’une bévue s’aile


á mourre, inédito, sesión del 21 de diciembre de 1976.
que sólo puedo atreverme a entrar si suelto las amarras que
me retenían al universo espaciotemporal en que estaba hace
apenas un segundo. El nuevo mundo hacia el que acepto
transportarme cuando, al sonar la música, ya no puedo
quedarme quieto, es un mundo que deja de estar limitado por
la orientación témporo-espacial que recibía de la ley simbólica.
La primera significación del acto de la danza consiste en
habitar de inmediato por el movimiento ese nuevo espacio
tiempo estructurado por la amplitud de lo ilimitado: al bailar
ese puro exceso que es lo ilimitado, el sujeto, haciendo caso
omiso de sus límites, se extralimita y descubre lo que ya no
es: deja de estar limitado por la ley especular (se vuelve
invisible), por la ley de la gravedad (se vuelve inmaterial) y,
por último, por el tiempo de la causalidad histórica, para
hacer la experiencia de un tiempo absolutamente otro. Va a
dejar de habitar en el tiempo mensurable para estar habita­
do por la dimensión de un tiempo absoluto.
Para captar la especificidad de ese tiempo absoluto que
genera la música, hay que comprender cómo subvierte el
tiempo maquinal contado por esa máquina que es el reloj:
mientras que en el tiempo histórico el presente se precipita
hacia el porvenir, en el tiempo absoluto lo que está por venir
está ya en el presente, como si no hubiera distinción entre el
futuro desde el que parpadea la nota azul y el ritmo que
recuerda el presente.
En tanto que el paso del bailarín es guiado simultánea­
mente por el presente del ritmo -causa material- y el
llamado de la nota azul -causa final-, el paso que, por
ejemplo, corre tras los honores, se guía por esas dos causas
pero en cuanto no son simultáneas. Cuando Frangois Mitte-
rrand decía que para ser capaz de convertirse en presidente
de la república no había que pensar más que en eso, durante
treinta años, desde el momento en que, a la mañana, uno se
ataba los cordones de los zapatos, se refería a esto: durante
treinta años, cada gesto de mi vida sólo encontró su sentido
en la espera de un acontecimiento histórico objetivo. Duran­
te treinta años me acerqué a él a través de una multitud de
actos que terminaron por causar el efecto esperado.
Es esta cronología histórica de causas a efectos lo que
desaparece en la relación del hombre que baila guiado por el
punto azul: en el instante en que danza, la nota azul, aunque
objetivamente ausente, está simbólicamente presente para
él. Así, pues, esta presencia no es, como el acontecimiento
histórico esperado por Mitterrand, el efecto producido por
una causa que es el obrar del sujeto: muy por el contrario, es
la causa inmediata del efecto que es el sujeto.
El tiempo absoluto no es el tiempo en que el ambicioso
resiste por una causa final, sino aquel en que el sujeto no
tiene que aproximarse estratégicamente a esa causa, porque
es ella la que se acerca a él para erigirlo en su prójimo: en el
nivel en que la causa y el efecto son indisociables, surge
el tiempo que, al romper con el determinismo del antes y el
después, introduce en la función de un más allá del tiempo
histórico.
En tanto el pensamiento religioso objetiva y discrimina
tiempo histórico y tiempo ahistórico al denominarlos profa­
no y sagrado, el psicoanálisis, en la medida en que pueda
dejarse instruir por la existencia del clivaje entre el sonido
musical y la palabra, puede escapar a ese dualismo pensan­
do precisamente el punto de continuidad entre tiempo histó­
rico y tiempo ahistórico. Una de las maneras de abordarlo
desde un punto de vista psicoanalítico consiste en pensar el
lazo entre la transferencia actualizada por la rememoración
histórica y la función de la transferencia ligada a la estructura.
¿Por qué uno no podría actuar sin el Otro? Porque no basta
con que el analizante, debido a la transferencia histórica,
pueda revisitar su historia singular: hace falta, además,
que, cuando se ve obligado a señalar sus puntos de repeticio­
nes traumáticas, pueda sustraer la repetición al poder
alienante del superyó. Si existe esa posibilidad de sustrac­
ción, es porque el sujeto, en su modo de revisitación del
tiempo, puede hacer un viaje que, luego de llevarlo a revivir
su historia y su trauma, va a empujarlo a reencontrar el
punto del tiempo anterior al tiempo histórico: punto desde
el que subsiste en él una parte de indeterminado que no está
regida por el determinismo de su historia.
La curación del síntoma es posible porque en el sujeto
mora una parte semejante de indeterminación, a la que
puede tener acceso por la intercesión de una nueva relación
con el tiempo, vuelto accesible por la posibilidad de una
transferencia ahistórica.
Definimos entonces la posibilidad que tiene el sujeto de
escapar a su determinismo histórico encarnado en su sínto­
ma por la posibilidad de volver a esa casilla de partida del
tiempo “absoluto” donde mora un indeterminado infinito, en
el nivel del cual la partida puede volver a jugarse de otra
manera que con un síntoma.
Si la transferencia al tiempo ahistórico permite desanu­
dar el síntoma, es por la puesta enjuego de la pulsión de vida
y la pulsión de muerte. No se trata aquí de la función de
destrucción que Freud atribuye a esta última, sino de la
de hacer tabla rasa con todas las significaciones ya cono­
cidas -que Lacan compara en este sentido a la del Espíri­
tu Santo-,20 a fin de que pueda aparecer un ser viviente
radicalmente nuevo. El poder de anulación del sentido ya
adquirido, que abre el campo de una nueva promesa signi­
ficante, ¿no es lo que pone enjuego el “punto azul”, a partir
del cual la pulsión invocante nos parece en lo sucesivo
susceptible de incluirse en la teoría freudiana?
La toma en consideración de una continuidad entre el
tiempo histórico y el tiempo absoluto nos permite repensar
la cuestión del fin del análisis: cuando hayan caído todas las
ilusiones ligadas a la historia del sujeto, éste, en su desilu­
sión, ¿se inclinará a un pesimismo que lo incite a soportar la
vida como una carga?
Si eso es lo que a veces sucede, ¿no será porque la pérdida
de la transferencia que el sujeto había establecido histórica­
mente con tal o cual ilusión provoca una soledad que se torna

20 J. Lacan, Le Séminaire. Livre iv. La relation d ’objet, París, Seuil,


1994, p. 8: “E l Espíritu Santo es la entrada del significante en el mundo.
Es, con toda seguridad, lo que Freud nos aportó con la denominación de
instinto de muerte” [traducción castellana: E l Seminario de Jacques
Lacan. Libro 4. L a relación de objeto. 1956-1957, Buenos Aires, Paidós,
1997],
cruel porque aquél no encontró el camino de una transferen­
cia al tiempo absoluto? Vive entonces en un tiempo histórico,
tras haber dejado de ser vivificado por un renuevo de signi­
ficancia que la puesta enjuego de la pulsión invocante habría
podido producir.
FREUD, DIONISOS
Y LA TRAGEDIA
A M aria Daraki y Jean Paris

Hay en la relación de Freud con Edipo una zona de oscuridad,


un velo que queremos levantar.
El Edipo del que nos habla Freud es el lugar de un
encuentro entre dos estructuras que hay que discernir: la de
lo mítico y la de lo trágico.
Discernimiento que Freud, en verdad, no hizo, en la
medida en que al extraer de la tragedia de Sófocles el mito
de Edipo, puso en el mismo plano el campo del mito y el de
lo trágico, sin tomar en cuenta que a través de Sófocles
recibía algo completamente distinto de un mito, a saber, el
efecto del discurso trágico nacido en el siglo v antes de nuestra
era, en Atenas, como consecuencia de la evolución, escalonada
a lo largo de varias centurias, de un rito muy complejo reserva­
do al más oscuro de los dioses griegos, Dionisos.
Si postulamos que la inteligibilidad del Edipo aumenta
tan pronto como se intenta articular el mito con lo trágico, es
porque el conflicto edípico representado por el mito mantie­
ne lazos de elevada significación con el conflicto puesto en
escena de manera despojada por la estructura trágica que,
en una tensión irreductible, opone al coro y el actor, separa­
dos uno del otro por esa línea de demarcación, esa hiancia,
que es la aparición del escenario de la tragedia.
Este, en efecto, es el lugar vacío que surgió el día que
Tespis tuvo la idea de arrancar de la plenitud de un coro
que cantaba al unísono la pasión dionisíaca de uno de sus
miembros, para oponerlos uno al otro, en un cara a cara
absolutamente inédito.
El acta de nacimiento del actor está ahí, en esa separa­
ción al término de la cual un sujeto apartado de su origen
—mientras el coro canta el ditirambo- va a dejar de cantar,
visto que se pone a hablar.
Si la significación de esta separación, por conducto del
escenario, entre el canto colectivo originario y la palabra
del actor, exige que los psicoanalistas que recogen cotidiana­
mente el legado freudiano vuelvan a pensarla, es porque el
Edipo del que nos habla Freud no es sólo el héroe de la
leyenda de quien mata a su padre y se acuesta con su madre,
sino también el actor que frente al coro que canta hereda el
dispositivo trágico, sobre el que es fundamental comprender
en qué sentido sucede al coro ditirámbico que cantaba y
bailaba la pasión de Dionisos. Es imposible, en efecto,
penetrar en la esencia de la estructura trágica si no se
entiende cómo, y por qué, la palabra del héroe trágico nace
en la medida en que se arranca un día de la dimensión de una
música sagrada.
En este aspecto, queremos examinar cuáles son las conse­
cuencias para la teoría psicoanalítica del hecho de que Freud
no haya recogido, como pudo hacerlo un Nietzsche, la cues­
tión que la palabra trágica recibía de su cuna musical
originaria.
Lo que nos autoriza a decir que señalamos en la atención
de Freud por el mito de Edipo cierto desvío de su mirada
hacia la especificidad misma de la estructura trágica, es que
su gran curiosidad por las divinidades griegas, de la que nos
deja numerosos testimonios, parece evitar a la más extra­
ña de ellas, que resulta ser Dionisos. Si tenemos en cuenta
la deuda fundadora que contrae con la tragedia, ¿cómo
tenemos que comprender que fuera precisamente de Dioni­
sos, el dios que la transmitió, de quien no hablará jamás?
Ese silencio freudiano en lo que se refiere a la causación
de lo trágico nos cuestiona en más de un concepto.
Freud, que denunció con la intrepidez que conocemos las
manifestaciones notorias y latentes de la censura social, ¿se
habrá alineado, sin saberlo, junto a los grandes censores
occidentales que, desde Platón y Aristóteles hasta los Padres
de la Iglesia, compartieron con respecto a ese dios una
desconfianza lo bastante profunda para proponer vedar lo
que daba a oír? En este aspecto, tendremos que examinar el
sentido de la decisión conciliar21 que empujó a la Iglesia a
fundar el desarrollo de la música clásica en la aceptación del
modo musical de Apolo (modo dórico) y el rechazo categórico
del dionisíaco (modo frigio).22
Que ese modo frigio -que permitía escuchar una distancia.
musical especial, bautizada “tritón diabolicutn” .porla.Iglfí-
sia-háya podidoser recuperado por ungueblp somgtidO-a La
esclavitud que Hallo el sostén de una extraña esperanza en.

'Que a ese poder se deba, entre otras cosas, la génesis del


discurso trágico, es un hecho que suscitó el asombro de Nietzs-
che y merece seguir suscitando el nuestro, si realmente quere­
mos admitir esta pregunta, que Freud no hizo suya: ¿qué
relación subterránea hay entre la música y la palabra? ¿De
qué manera un modo musical, cuando lo transmite la lira de
Apolo, deja oír una consonancia conciliable con la censura
cristiana? A la inversa, ¿cuál era la disonancia que permitía
escuchar la flauta de Dionisos, que no era compatible con la
censura de los filósofos griegos y cristianos? ¿El carácter
patente de esta incompatibilidad entre Dionisos y la sabiduría
griega no lo pone de relieve, de manera espectacular, la
brevedad de la vida de la tragedia, cuyo discurso abandonó
la escena luego de un siglo de existencia?
La ignorancia voluntaria de Freud de un Dionisos musical
inspirador del ditirambo23 es una cosa. Otra es el hecho de
que no haya tomado en cuenta la función reservada a ese dios

21 D el Concilio de Trento.
22 G. Rouget, “S u r l’étude des modes donen et phrygien”, en L a M u s i­
que et la transe, París, G allim ard , 1980, pp. 267-349.
23 H. Jeanmaire, S u r la question du dithyrambe et de Vorigine du
théátre, París, Payot, 1970, pp. 220-320.
en la génesis del nuevo tipo de religiosidad que se instaló en
Atenas hacia el siglo vi, al término de un conflicto, que habría
podido ser insuperable, entre dos pensamientos religiosos
opuestos en todo: nueva religión de los Olímpicos, victoriosa
sobre la antigua religión ctónica que, por intermedio de la
contrarrevolución dionisíaca, retorna de manera irreprimi­
ble en ese siglo vi. Freud, admirador del surgimiento de la
razón griega, ¿se inclinó, como debían hacerlo los intelectua­
les griegos de esa misma centuria, a considerar el trance
dionisíaco como un retorno al oscurantismo místico que el
culto de los Olímpicos proponía superar? Es posible que,
venerador de la razón, se haya visto obligado a considerar
que la emergencia del logos era el resultado de una especie
de guerra de religión entre lo racional y lo irracional místico,
que había terminado con la victoria del primero sobre el
segundo. Acaso sea la concepción, heredera de la ideología de
las Luces, de una victoria de la claridad apolínea sobre la
oscuridad dionisíaca lo que desvió a Freud de ese “nacimien­
to de la tragedia” con respecto al cual Nietzsche supo recono­
cer que no era precisamente el efecto de la represión de uno
de los hermanos por el otro sino, al contrario, de un encuen­
tro en el que Apolo traducía mediante formas visibles la
música de su hermano Dionisos.
Con esta censura que desataba los hilos subterráneos
tejidos entre el Edipo del mito y el Edipo trágico afiliado a
Dionisos, Freud se ahorraba la tarea de concebir el complejo
de Edipo de una manera infinitamente más amplia.
Al respecto, vamos a tratar de mostrar que la considera­
ción de la filiación del Edipo trágico con Dionisos -persona­
jes que por otra parte eran consanguíneos, pues la madre de
este último (Semele) era hermana del bisabuelo de aquél
(Polidoro)- probablemente hubiera llevado a Freud a am­
pliar su concepción tocante a la culpa en femenino y a la
sublimación.

La aparición de la tragedia griega no es la creaciones nihilo


de genios singulares llamados Esquilo, Sófocles y Eurípides:
la situamos como un efecto de estructura que surge, de
manera fechable, cuando la democracia, en su nacimiento,
descubre en la historia griega que la razón, en el mismo
momento en que se emancipa orgullosamente, logra escapar
de manera extraña del camino que habría podido darle la
expresión de un comité de salvación pública. Por una especie
de acto de humildad, llega a inclinarse ante la existencia de
un punto en cuyo nivel los ritos de la antigua religión le
enseñan que una parte de lo real está sustraída al poder
omnipotente del logos y persiste por ello como inarticulable.
Las Euménides, la tragedia de Esquilo, nos muestra de qué
manera la ciudad no se impone, en el debate trágico, sin una
profunda reverencia final al adversario vencido. Cuando,
contra las Erinias, diosas de la venganza imprescriptible de
los crímenes de sangre, que reclaman la muerte de Orestes,
el tribunal de la ciudad decide amnistiar al culpable, no lo
hace sino entronizando a aquéllas como “Euménides”, a las
que desde entonces se les rendirá un culto. Y, como lo señala
María Daraki: “En ese texto soberbio, la última palabra no
corresponde a la ‘razón’: la tragedia culmina con un largo
grito ritual en lo sagrado y lo inarticulado”.24
¿Cómo es posible que Dionisos haya sido ese dios bilingüe
poseedor del poder de hablar la lengua de lo arcaico de modo
tal que fuera traducible en el logos? Esa es nuestra pregunta.
Nos parece también que es la que podía hacerse Lacan
cuando se interrogaba sobre el proceso que estaba enjuego
en la articulación entre la singularidad de “lalengua” mater­
na y la universalidad del lenguaje.
Para los analistas, es imposible escapar a la interrogación
sobre el surgimiento del discurso de la razón, aparecido
cerca de tres mil años antes de nuestra era, aunque sólo sea
porque ese tiempo de surgimiento en que el logos se arranca
de lo irracional anticipa, de una manera notoria, el aforismo
mediante el cual Freud define la ética analítica: “A llí donde
era lo irracional, que advenga el yo \je] del logos”.
La noción de un “milagro” griego, para dar cuenta de la

24 M . D araki, Dionysos, París, Arth aud, 1985, p. 233.


aparición del logos, nos instruye de entrada sobre lo que
sigue siendo misterioso en esa mutación de la historia
humana. De todas formas, diferentes investigadores con­
temporáneos aportan alguna claridad a esta cuestión.
Existe una interpretación evolucionista según la cual la
razón apareció en relación con el antiguo pensamiento má­
gico religioso, en una dialéctica de continuidad, así como el
pensamiento adulto sería una prolongación natural y armo­
niosa del pensamiento infantil.
A esta interpretación se opone la concepción estática que
considera que el antiguo pensamiento contenía en germen el
nuevo, que se habría actualizado súbitamente, como la
planta actualiza lo que está latente en el grano.
Los trabajos de María Daraki,25 que prolongan los de H.
Jeanmaire y L. Gernet, ponen en evidencia que, en realidad,
no hubo ese pasaje natural, como si un pensamiento antiguo
diera a luz espontáneamente uno nuevo, sino, en cambio, un
pasador -Dionisos- que hizo posible la articulación entre la
religión ctónica de la tierra y la religión uraniana olímpica.
Hay qué comprender, en efecto, que no había ninguna
razón lógica para pasar de una a la otra, porque la religión
de la tierra que manejaba todos los ámbitos de la existencia
-vida, reproducción, sexualidad, muerte- funcionaba en
una autarquía perfecta que se bastaba a sí misma. Ese
pensamiento autárquico no podía más que oponerse a la
rebelión olímpica que, al instituir a los doce Olímpicos como
protectores de la ciudad griega, estableció la preeminencia
de una ley escrita que introdujo una historicidad destructo­
ra de la estructura ahistórica del sistema autárquico gober­
nado por los ritos ctónicos.
Antes de estos investigadores modernos, Nietzsche -en E l
nacimiento de la tragedia- manifestaba su intuición de un
Dionisos al que había correspondido, en el momento mismo
en que la razón griega, en su forma de luminosidad apolínea,
se arrancaba de los ritos antiguos, la responsabilidad de
confrontar el logos victorioso con lo que superaba su poder
característico: la dimensión musical en cuanto vehiculizada
por el coro ditirámbico.
La razón por la cual la palabra de Nietzsche sobre la
música exige tan apremiantemente la atención del psicoana­
lista, es que durante toda su vida habló de la danza de
Dionisos sin bailar él mismo; el hecho de que haya comenza­
do a hacerlo, como reencarnación de ese dios, en el momento
mismo en que, embargado por la locura, dejó de hablar, nos
plantea esta cuestión: semejante dualismo -hablar sin bai­
lar o bailar sin hablar-, ¿no es una manera de captar la
esencia de la alienación humana?
Para Nietzsche, el milagro griego obedece al instante
enigmático en que se produce el advenimiento de un suceso
que habría podido no producirse: en efecto, nada predisponía
a que un día se encontraran los campos semánticos regidos
por los dos hermanos que eran Apolo y Dionisos; ¿por qué el
mundo de la apariencia, el mundo de las formas, gobernado
por el dios escultor, dejó en cierto momento de seguir un
camino paralelo al mundo de la desmesura de Dionisos? ¿Por
qué se entrecruzaron un día los caminos de ambos dioses?
La originalidad de Nietzsche se debe a que presenta el
fenómeno de la apariencia como encarnación visible de la
esencia invisible de lo real transmitido por la música. Propo­
ne incluso comprender que habría en ésta un llamado diri­
gido al mundo de la apariencia: “El dionisismo, comparado
con el apolinismo, aparece aquí como la fuerza artística
eterna y original que convoca a la existencia al mundo de las
apariencias”.26Y concluye su ensayo con esta frase soberbia,
en la que sitúa la música ditirámbica como un llamado que
se mantiene en suspenso mientras no lo hace suyo el encuen­
tro de una alteridad: “Qué grande tuvo que ser vuestro
Dionisos, para que el dios delio haya debido usar tamaño
encanto para curar vuestro delirio ditirámbico”.27El encan­

26 Friedrich Nietzsche, La Naissance de la tragédie, París, G allim ard,


p. 162 [traducción castellana: E l nacimiento de la tragedia, o Grecia y el
pesim ism o, M adrid, Alian za, 1973].
27 Ib id ., p. 168.
to del que se valió Apolo debe comprenderse entonces como
lo que permitió a Dionisos encontrar, en la forma propuesta
por aquél, la posibilidad de hacer transmisible su desmesu­
ra, en lo sucesivo susceptible de encarnarse a través del
canto del coro y la palabra de un actor.
Pero tratemos de prolongar la intuición de Nietzsche: si en
la tragedia Apolo es el dios que permite traducir de manera
mesurada, en imágenes y palabras, algo más originario, más
desmesurado que él, preguntémonos por qué Dionisos pudo
erigirse en pasador de un pasado inmemorial por intermedio
de la música.
Se trata por lo tanto de prolongar nuestro cuestionamien-
to sobre lo real cuyo pasador es, para nosotros, la música, y
dejar que Dionisos nos enseñe.

La dificultad de esta enseñanza se debe al hecho de que ese


dios, al no hablar, no se ofrece a los ciudadanos mediante
contratos escritos sino que se les aparece a través de cierto
número de manifestaciones que, a primera vista, pueden
parecer incoherentes entre sí, pero en realidad proceden de
una lógica profunda que se trata de hacer surgir.
Dionisos tiene demasiadas facetas para ofrecer, como su
padre Zeus, un rostro inmutable. Es el dios de la música, del
ditirambo, de la tragedia, pero también el dispensador
exuberante del alimento vegetal, cuya donación contraviene
radicalmente la ética griega del trabajo. Por último, es el dios
que conduce el cortejo infernal que, anualmente, invade una
Atenas petrificada por la aparición de los muertos que salen
de las profundidades de la tierra para mezclarse, durante
tres días, con los de arriba.
Esta multiplicidad de las acciones de Dionisos no es ajena
a la multiplicidad por la que viene al mundo, ya que es
desmembrado por los Titanes antes de renacer.

Si Prometeo transmitió a los hombres el fuego que transfor­


mó sus alimentos, Dionisos les entrega el fuego de la música
que va a nutrirlos de danzas y cantos hasta el día en que,
luego de una evolución ritual extendida a lo largo de varios
siglos, ese canto y esa danza den a luz el más extraño de los
hijos: la tragedia.
Para comprender la significación del acta de nacimiento
histórica de ésta, debemos remontarnos en el tiempo para
captar el sentido del acontecimiento original por el cual
Dionisos se topa con la historia. En esencia, es un dios que
más que disponer el encuentro, lo propone; en tanto que
cuando un Olímpico se presenta, por tal o cual razón, a un
humano, éste se entera de inmediato que tiene que vérselas
con un dios, no sucede lo mismo con Dionisos, porque se
puede o no reconocer su divinidad.
Dionisos se opone fundamentalmente a los doce Olímpicos
porque, al menos antes de que se impongan sus ritos, no es
convocable institucionalmente.28Su presencia no es domes-
ticable y, cuando se la introduce en rituales institucionaliza­
dos, como las Antesterias, se da siempre como esencialmente
sorprendente, insólita, como si la institución no tuviera el
poder de embotar, de desactivar el desorden fundamental
que el dios introduce en el orden civil. Sin embargo, el poder
específico de Dionisos jamás resplandece más plenamente
que cuando no se anuncia, cuando no se lo prevé, pues
entonces se manifiesta como el dios que llega, cuyo modo de
acción privilegiado es la parusía. Cuando se lo reconoce, ese
reconocimiento se propaga como una epidemia; cuando no,
su venganza es terrible: Penteo o las Miníades encarnan los
destinos trágicos de quienes se negaron al entusiasmo dioni-
síaco.
Cuando Marcel Detienne señala, con mucha pertinencia,
que el régimen de Dionisos se manifiesta por intermedio de
lo “súbito” y lo “espontáneo”, no podemos dejar de pensar en
la manera en que este dios viajero, al acercarse a una ciudad,
va a tomar literalmente posesión de sus mujeres.
Tenemos que recordar esta toma de posesión, que respon-

28 M arcel Detienne, Dionysos mis á mort, París, G allim ard, 1977


[traducción castellana: L a muerte de Dionisos, M adrid, Taurus, 1982].
[
i

figurándolo en un cuerpo místico colectivo a través del cual


Dionisos revivía. Ese cuerpo místico obtenido mediante la
comunión colectiva sería el ancestro del futuro coro de la
tragedia.
El quinto acto es el estado de éxtasis en que todas son
poseídas por el dios, con la condición de que no falte ninguna.
El día en que un miembro del grupo se separe de ese
cuerpo místico,30 este órgano colectivo se convertirá en
doliente por carecer de una de sus partes: será el nacimiento
del coro de la tragedia, que padece inexorablemente por
estar separado de ese miembro perdido, que será el actor
trágico definitivamente culpable del sufrimiento del coro.
Ese acto ritual va a ser reemplazado por la instituciona-
lización de una forma lírica, el ditirambo, nombre místico de
Dionisos (di, dios; tir, saltado, engendrado; ambos, canto).
En el origen, el ditirambo es un ritual que parece ser una
recuperación del rito de las bacantes por los hombres, de
modo tal que las mujeres quedan privadas de ese peligroso
ámbito. Se trata de una danza mezclada con cantos, realiza­
da por cincuenta coristas que se agitan de una manera
tumultuosa en torno de un altar consagrado a Dionisos,
sobre el cual se efectúa un sacrificio cruento luego del
ditirambo.
Hay una evolución progresiva de este ditirambo ritual,
que va a dejar de ser un misterio desarrollado entre iniciados
para convertirse en un espectáculo, de tal modo que en lo su­
cesivo, para que los espectadores puedan entender lo que
sucede, será necesaria la presencia de un jefe de coro, el
exarca, que va a dialogar con sus integrantes.
En el origen, el exarca improvisaba una serie de estancias
tras las cuales el coro entonaba un estribillo, pero luego esta
improvisación se hizo cada vez menos espontánea y el exarca
pasó a cantar textos poéticos escritos por poetas como Arión,
Arquíloco y sobre todo Píndaro.
El paso del ditirambo a la tragedia se produce cuando el
exarca es reemplazado por el hypocrites -el que lleva la

30 J. Paris, conferencia dada en France Culture, abril de 1994.


máscara-, antepasado del actor. Esta transformación se
efectúa con Tespis, que inventa al protagonista. A continua­
ción, Esquilo introducirá un segundo actor, el deuteragonis-
ta, y Sófocles un tercero.
En tanto que en el marco del ditirambo literario, el exarca
y el coro, en una relación que Jeanmaire califica de apolínea,
constituyen una unidad, con la aparición del hypocrites se
produce una ruptura de orden dionisíaco por la cual las
relaciones entre el coro y el actor se transforman por comple­
to: el hypocrites, portador de un gran nombre (rey o héroe
mítico), se separa del coro anónimo y deja de relatar la vida
del héroe para representarla, creando una ilusión, un entu­
siasmo apasionado que suscita la desconfianza de algunos
gobernantes, como Solón, que se preguntan qué pasaría si la
catarsis provocada en los espectadores no se interrumpiera
con el final del espectáculo.
Si el deseo que está en el origen del movimiento que dio a
luz al hypocrites remite en un principio al entusiasmo de las
ménades, es legítimo que nos preguntemos cuál es su
estructura.
Al respecto, las bacantes de Eurípides nos enseñan que
cuando Penteo, rey de Tebas, se enfrenta al desencadena­
miento del entusiasmo que se apoderó de las mujeres de la
ciudad, no encuentra otra interpretación que la sexual: para
él, los excesos de las ménades no pueden ser más que
expresiones de un deseo sexual no saciado.
Cuando los Padres de la Iglesia, quince siglos más tarde,
condenen el mocfo frigio -porque hace sonar una quinta
disminuida que denominan “triton diaboíicum”- . lo harán
porque, como Penteo, consideran que ese“triton diabolicum”
tiene el poder de volver a las mujeres locas de deseo.
¿Significa esta recusación del modo dionisíaco que aquéllos
descubren, como lo pretenden, que el entusiasmo femenino
no es en realidad más que la pantalla de un goce sexual
inconfesado o, al contrario, que comprueban que semejante
entusiasmo remite, de hecho, a un real no sexual, de orden
místico, inconcebible para ellos? En efecto, si ese real existe,
si la identidad de la muj er ya no se define exclusivamente por
su relación de privación con el falo, la amenaza recae sobre
la identidad misma del hombre: mientras que hasta enton­
ces éste se creía identificado por el hecho de ser portador de
lo que faltaba en ella, he aquí que descubre, angustiado, que
ella podría carecer de algo completamente distinto: ¿faltante
de una falta no sexual?
En cierto modo, podemos comprender la angustia de
Penteo: ¿cómo entender que un semitono cromático pueda
transformar a una honrada madre de familia en bacante
desgreñada, no guiada por un deseo de adulterio sino de un
“alter” más allá del falo? Puesto que la extrañeza fundamen­
tal de esa alteridad a la que apunta la ménade obedece a que
la otra parte que ésta invoca es el lugar del que surge esencial­
mente Dionisos: el ámbito subterráneo de los infiernos.
Para comprender la significación de la tiasa* de las
bacantes, hay que captarla, en efecto, en sus dos caras: si por
su lado visible remite a las colinas del Helicón donde se
reunían las atenienses poseídas por el dios, más profunda­
mente alude al hecho de que el cortejo que escoltaba a
Dionisos era, en realidad, un cortejo infernal31que, surgido
del averno, acompañaba la carroza naval donde tenía su sede
el dios cuando, durante los tres días de la fiesta de las
Antesterias,32 se arrancaba del mundo subterráneo para
invadir ritualmente Atenas luego de haber emergido de las
olas. En esa fiesta extraordinaria en que se abolía todo lo que
había sido habitualmente dictado por las leyes selladas con
los Olímpicos, Dionisos invadía Atenas, que se hacía mujer
para él, porque al término de los tres días, la que era
simbólicamente la reina de la ciudad iba a acoplarse sexual-
mente con el dios.
¿Existe un símbolo más explícito del anudamiento de la
pulsión de muerte, simbolizada por Dionisos el infernal, y
la pulsión de vida, simbolizada por ese acomplamiento sexual?

* D an za dionisíaca (n. del t.).


31 Heráclito, fragm ento 18: “quien rige los Infiernos y Dionisos son un
mismo dios”.
32 Véase M. D araki, Dionysos, op. cit.
Este entrelazamiento de ambas pulsiones es el de dos
caras del falo, disociadas por el ritual: si aquél, en su función
sexual, se pone en juego el último día de la fiesta, en el
acoplamiento de la reina y Dionisos, un falo muy distinto
-un falo ctónico no velado- es el que se enarbola en el cortejo
infernal cuando surge de las profundidades. Ese falo ctónico,
no sexual, es entonces el símbolo de la exuberancia vital
mediante la cual Dionisos concede el surgimiento de todo lo
que es don excesivo: don de la danza, pero también don
gracioso del alimento y el vino nuevo almacenado en cánta­
ros enterrados, que a la sazón se exhuman y dan acceso a ese
líquido oscuro que, procedente de abajo, es portador de un
resabio infernal.
Dionisos sobrepasa los límites por esta cara infernal. En
efecto, es el único dios griego que conoce la muerte y la
resurrección. Ese saber que no comparte con los Olímpicos
hace de él un dios aparte que, al circular entre lo bajo y lo alto,
da testimonio de su poder de franquear límites. En nuestra
opinión, la cuestión de esta contigüidad entre la vida y la
muerte es decisiva, porque nos da una clave fundamental
para captar la esencia de la música dionisíaca. Si, como lo
atestiguan numerosos comentaristas, entre ellos María
Daraki y Louis Gernet, el entusiasmo de las ménades no
tiene significación sexual, es porque la falta que anima a la
danzante no remite a la ausencia instaurada por la castra­
ción, sino a esta otra, muy distinta, que es el “nihilo”, de
donde “ex nihilo” surgió la vida antes de su sexualización por
la represión originaria, de la que el falo extrajo su significación.
Este primer empuje donde sorprendemos la emergencia
deTa pulsTóiTinvocante nos parece así el efecto de la simbo­
lización primordial por el sonido de los bastidores origina­
rios de los que surge el ser viviente.
En tanto que ese surgimiento se hará por el habla cuando
el sujeto pase por la castración, a nuestro juicio se hace por
la danza en el tiempo originario en que la pulsión expresa
una relación con una ausencia que es otra que la del falo, en
la medida en que precede al descubrimiento del trauma
sexual.
Nuestra investigación sobre Dionisos, que nos enseña que
son las mujeres quienes escuchan el llamado entusiasmante
del dios, nos hace dar aquí con Lacan cuando enseña que una
mujer, contrariamente a un hombre, puede tener una rela­
ción privilegiada con esa falta distinta de la fálica que es la
falta en el Otro (SA)-
Lo que llamamos “vida” es ese empuje progresivamente
estructurado por un significante originario -el significante
del Nombre-del-Padre- que actuaría según dos tiempos
lógicos diferentes que explicitaremos más extensamente en
el próximo capítulo, pero de los que nos valemos ahora como los
dos tiempos del Nombre-del-Padre que son Dionisos y Apolo.
Según Lacan, la lectura de la Biblia le habría permitido
descubrir diferentes nombres del padre que, por ciertas
razones, habría preferido mantener ocultos.33
La tradición bíblica y profética aísla en esta perspectiva
dos funciones diferenciables del Nombre-del-Padre. La “ruah”
de Dios y el “Davar” de Dios.
La “ruah” de Dios -e l Espíritu- es la fuerza que embarga
en silencio al profeta en cuanto se le anuncia violentamente
que tiene una misión que cumplir. Pero ese anuncio es
silencioso mientras el profeta no sale de la posesión por el
“Espíritu” tomando, uno u otro día, la palabra por la cual
pasará a ser, ya no quien muestra que está poseído por el
espíritu, sino el que lo demuestra a quien pueda escuchar sus
palabras. En esa diferencia entre el espíritu de las palabras
y las palabras espirituosas, ¿cómo captar esa cosa que no
tiene otro nombre que “Espíritu”? La respuesta de Lacan a
esta pregunta propone comprender que el Espíritu es la
encarnación misma de lo que Freud denominó pulsión de
muerte. Esta respuesta nos satisface en la medida en que,
efectivamente, el Espíritu puede entenderse como el impul­
so a anular todo lo ya sabido, todo lo ya adquirido, a fin de
brindar su oportunidad al surgimiento vivo de lo inédito.

33 E rik P o rg e , LesN om sd u p 'ere chez JacquesLacan, Ram onville, Eres,


1997, p. 99 [traducción castellana: Los nombres del padre en la obra de
Lacan, Buenos Aires, N u e v a Visión, 1998].
El llamado musical recibido por las mujeres de la ciudad,
que tiene el poder de aniquilar todas las definiciones identi-
tarias que les adjudicaba la ley escrita, nos impulsa a
identificar ese poder con el de la pulsión de muerte y el
Espíritu. Así como en el próximo capítulo nos preguntare­
mos por qué Freud se vio obligado a disociar dos Moisés -el
inspirado por el espíritu y el racionalista-, por el momento
nos preguntamos por qué, tan impresionado por Edipo rey,
disoció el Edipo mítico del actor trágico que, al representar
ese papel, tenía que asumir a través del espíritu de la música
dionisíaca la conjunción de la pulsión de vida y la pulsión de
muerte.
Para que Freud reconociera en lo trágico la salida dialéc­
tica de ambas pulsiones habría hecho falta, tal vez, que
asumiera, más plenamente de lo que lo hizo, la herencia
romántica que, por intermedio de Goethe y Schiller, le
transmitió la noción de pulsión.
En este aspecto, es sorprendente -como lo hace notar
Madeleine Vermorel-34que Freud, en “Concepto psicoanalí-
tico de las perturbaciones psicopatógenas de la visión”,
artículo de 1910, se ponga bajo la autoridad de Schiller
cuando diferencia las pulsiones sexuales y las del yo que
tienen por meta la autoconservación del individuo: “Todas
las pulsiones orgánicas que están en acción en nuestra alma
pueden clasificarse, según las palabras del poeta, en ‘ham­
bre y amor’”.
Este homenaje a Schiller se reitera en E l malestar en la
cultura, de 1929: “Al principio, mientras me encontraba
hundido en una completa perplejidad, la proposición del
poeta filósofo Schiller al enunciar que el hambre y el amor
regulan el funcionamiento de los engranajes del mundo me
proporcionó un primer punto de apoyo”.
Ese par, “hambre-amor”, que le da el primer punto de
apoyo buscado para diferenciar pulsión sexual y pulsión del
yo, representa de hecho una parte muy limitada de la

34 M . Vermorel, Freud, judéité, lumiére, romantisme, G inebra, D ela-


chaux-Niestlé, 1995, col. Cham p psychanalytique, p. 138.
reflexión de Schiller en esta materia. En efecto, en sus
Cartas sobre la educación estética del hombre35 hay al
respecto un desarrollo mucho más elaborado, que habría
permitido pensar el par pulsional en acción en la tragedia;
Schiller distingue dos caras en la pulsión: inspirado tal vez
en Aristóteles, opone una pulsión materia a una pulsión
forma; la primera, llamada sensible, es la expresión del
determinismo biológico, en tanto que la segunda concierne a
la naturaleza espiritual de la persona -die Person-, que
engloba, como lo aclara M. Vermorel, la relación del hombre
con la razón práctica y la razón pura.
La gran originalidad de Schiller consiste en formular la
hipótesis de una tercera pulsión: pulsión intermedia cuya
función será articular la “forma y la materia” de tal manera
que la primera esté presente en la segunda y ésta sea
dominada por ella sin perder sus características específicas.
Schiller denomina pulsión juego a esta pulsión intermedia.36
Requiere su actividad en la expresión de una fuerza incons­
ciente y libre animada por un movimiento de transformación
que procura el hallazgo de la forma y el logos. En la medida
en que el hallazgo de la forma es la expresión de una libertad
estética fundamental inconsciente, Schiller sostiene frente a
Goethe, en 1801, lo siguiente: “La obra de arte no es sólo un
producto de la reflexión. Lo que hace al artista poético es lo
inconsciente unido a la reflexión”.37Si esta pulsión interme­
dia a la búsqueda de la pulsión forma merece nuestra
atención, es porque parece anticiparse perfectamente a la
interpretación nietzscheana de la tragedia, visto que a
Dionisos le estaría reservada la desmesura de un empuje
originario que no podría incitar a bailar si no se hiciera cargo
de él la mesura apolínea, que tiene el poder de traducir el

35 Citado en ibid., p. 136.


36 Véase Jean Florence, A r t et Thérapie, San Luis de Bruselas, Publi-
cations des facultés universitaires, 1997, que permite cuestionar la
relación de esta pulsión juego con la de Gestaltung concebida por Prinz-
horn (capítulo 2).
37 Citado por M. Verm orel, Freud, ju d éité..., op. cit., p. 138.
movimiento de ese exceso vital en un movimiento moderado
por la belleza de la forma.
Por ello, estimamos que la pareja Dionisos-Apolo puede
ponerse en relación con esas dos funciones del Nombre-del-
Padre que son el “Espíritu” y el “verbo”.
Dar cuenta teóricamente del proceso de paso de un nom­
bre del padre al otro implica introducir en nuestra reflexión
la dimensión de la represión originaria, que interpretamos
así: el paso al logos entraña la represión originaria del
espíritu de la música. Por esa expresión entendemos un
proceso de Aufhebung que no es el olvido [oubli] de la
represión secundaria -que consiste en echar a la mazmorra
[oubliettes] un elemento reprimido- sino, muy por el contra­
rio, un olvido que calificamos de inolvidable, en la medida en
que lo que haya desaparecido no dejará de conmemorarse,
en cuanto cosa desaparecida. ¿El actor que aparece en el
escenario no deja de transmitir a los espectadores la ausen­
cia de ese lugar vacío que son los bastidores de los que ha
surgido? Si hay “presencia”, ¿no es porque esa cosa ausenta­
da que son los bastidores se vuelve precisamente inolvida­
ble?
¿Qué es la “presencia” de la que es depositario un verda­
dero actor? Lo sepa o no, es la adquirida por quien puede dar
el paso decisivo, que asegura el pasaje de Dionisos a Apolo,
desde la desmesura de lo real, transmitida por la música, a
la mesura de la existencia apolínea. Ese pasaje de una
esencia bailable a una existencia hablable va a retener
nuestra atención: por un lado, porque nos veremos obligados
a reconocer que es una metáfora de la represión originaria,
por el otro porque es el paso mediante el cual el actor trágico
hace dos cosas: primero, se separa del coro que canta;
segundo, se acerca al logos y la ciudad.
La disociación entre el actor y el coro es un acto complejo
en el nivel del cual se separan, de manera entremezclada, el
canto de la palabra y el de la música. La división concierne
ante todo a la nominación: el actor es el portador del nombre
-que es siempre un gran nombre, héroe de leyenda o rey-, en
tanto que el coro es anónimo; su anonimato requiere el
patronímico del actor, por el cual se lo nombra indirectamen­
te. Por otra parte, debido a la separación con respecto al
actor, se ha convertido en faltante, pero es inocente de esa
falta, mientras que aquél es culpable. En nombre de esa ino­
cencia, el coro tiende a defender la letra de la ley de la ciudad
sin aventurarse a cuestionarla. Ese no cuestionamiento le
confiere una posición superyoica que Lacan describe como la
del eterno partidario del orden establecido [“béni-oui-oui”].
Esta línea de división entre el coro y el actor sólo cobra todo
su sentido cuando se la refiere a la manera en que, en lo
sucesivo, van a distribuirse la palabra y la música.
A primera vista, la línea de distribución es simple: el
actor, al separarse del coro, deja de cantar para hablar frente
a él, al que se concede el canto. Pero en un segundo examen,
la división es más compleja y pone en evidencia que la
música insiste por el lado del actor y parece, al contrario,
desistir en cierto modo por el del coro. El hecho de que insista
en el actor resulta patente cuando sabemos que ciertas
partituras38serán cantadas por éste. Que desista por el lado
del coro lo manifiesta el hecho de que el corifeo, su jefe,
dialoga con el actor, pero sobre todo la circunstancia de que
el canto del coro, en la medida en que sostiene la ley, deja de
ser el vector de la música dionisíaca para convertirse en el
de una música conforme al ethos de la ciudad. Ahora bien,
una música semejante tiene que haberse liberado necesaria­
mente de su fuente dionisíaca originaria -modo frigio-,
porque ésta sería inconveniente para la moral. La razón por
la cual el canto del coro debe cambiar de registro modal desde
el momento en que sostiene la ley de la ciudad es comparable
-aunque no idéntica- a la razón por la que una marcha
militar no podría hacer avanzar a la tropa al ritmo de un
blues o una bossa-nova.
Esta danza cruzada entre la música y la palabra es la
encarnación por la cual el actor, delegado de Dionisos,
introduce en medio de los hombres, entre la lengua arcaica
de la antigua religión presentada por el coro que canta y la

38 El melodrama.
aparición del logos contemporáneo de la victoria de los
Olímpicos, una interpenetración de la que Dionisos, divini­
dad bilingüe, es el agente entre los dioses.
Puesto que Dionisos no se detiene ante ninguno de los
límites, ninguna de las distinciones que, dependientes del
poder de los dioses olímpicos, aseguran la estabilidad de lo
real. No es que viole los límites, sino que a su contacto, la
noción misma de límite pierde su sentido: todo sucede como
si las distinciones operadas por el poder de nominación del
lenguaje perdieran consistencia cuando él se acerca; la vida
y la muerte, lo masculino y lo femenino, el aquí y la otra
parte, el ser y la apariencia pierden su índole oposicional,
como si, desde el lugar tercero desde el que actúa Dionisos,
dios de la música, un más allá del sentido afirmara su
ascendiente sobre el sentido social y político.
Estamos entonces en condiciones de ingresar en la inteli­
gibilidad de la culpa trágica: en tanto que el traspaso de los
límites que efectúa Dionisos no tiene ninguna significación
trágica para los dioses, el que realiza ese delegado en la
tierra que es el actor tiene como consecuencia fundamental
la aparición del espíritu trágico. En el paso que, por una
parte, aparta al actor del coro y, por la otra, lo hace avanzar
en dirección de la ciudad, se concreta la subversión del límite
que hasta entonces los separaba. El coro y la ciudad, que
estaban en relación de discontinuidad, se ponen en continui­
dad, habida cuenta de que lo que le falta a uno -el habla- y
lo que le falta a la otra -la música- se relacionan gracias al
paso separador del actor, que definiremos como pasaje de la
culpa trágica.
Sin ser un representante del pensamiento antiguo tan
poderoso como Dionisos, el actor trágico comparte con él
ciertos poderes específicos: como el dios, conjúgala paradoja,
por una parte, de dar testimonio de la Ley de la ciudad al
someterse, al final de la tragedia, a la sanción del tribunal,
y por la otra de ponerla en tela de juicio en nombre de la
invocación explícita -como lo hace Antígona- o implícita de
una ley no escrita que es la de la música. Vinculamos con la
pulsión invocante esta posibilidad de invocar un más allá de
la ley, pues la palabra del actor sigue estando habitada por
el entusiasmo originario que insufla el hálito de ese nombre
del padre que es Dionisos. En efecto, en tanto el canto del
coro se pone en armonía apolínea con la ley que gobierna el
logos, la palabra del actor, si ya no canta explícitamente, está
sostenida, sin embargo, por una musicalidad dionisíaca de la
que no ha hecho, como el coro, el duelo: debido al poder ilimitado
de la música, sobrepasa todas las leyes escritas y hace trans­
misible la parte de real que la ley no puede tomar a su cargo.
Ese real que remite al ascendiente de la pulsión de muerte
es asumido por el actor, no de manera divina como Dionisos,
que muere tres veces, sino de manera humana, al tener
acceso a la inmortalidad debido a que cumple su ser para la
muerte: ¿Edipo, Antígona y Clitemnestra se habrían vuelto
inmortales para la comunidad humana si no hubiesen muer­
to de manera trágica?
El actor griego que representaba a Edipo rey ante la
ciudad ateniense era el vector de dos tipos de culpa de
estructura diferente: la primera, referida a la culpa del acto
delictivo del héroe mítico, es, podríamos decir, la parte
emergida de un iceberg cuya parte sumergida remite a una
culpa muy distinta, de orden estructural, que el surgimiento
del discurso trágico hace inteligible.
En este aspecto, nos parece que si el actor, llámese Edipo,
Antígona o Creonte, tiene un fin trágico, es porque más allá
del delito singular del que es culpable, paga el precio de una
operación por la cual Dionisos, dios apolítico por excelencia,
al entrar en relación con las divinidades de la política, crea
una articulación inédita entre lo sagrado y el mundo laico de
la ley. Articulación a cuyo término, con el coro desacralizado
y la ciudad sustraída al poder absoluto de una ley escrita que
la música impugna, el héroe está en condiciones de asumir
por su sacrificio expiatorio la venganza de uno y otra.
En la medida en que cancela la represión en que se había
precipitado la religión antigua tras la victoria de los Olímpi­
cos, el actor es un pasador de lo antiguo a lo nuevo: en ese
título, habría podido ser el objeto de la reflexión de Freud,
quien, en Moisés y la religión monoteísta, se pregunta cómo
hay que comprender el enigmático tiempo de latencia nece­
sario para que un reprimido arcaico vuelva a salir a la
superficie para finalmente imponerse.39

La pregunta ahora planteada es ésta: ¿qué es una voz que no


perdió su vocación para la invocación? ¿Una voz que, como la
del actor trágico, puede pasar sin discontinuidad del acto de
habla al de canto debido a una continuidad íntima?
Este enigma aparece con todo su vigor cuando, en el último
acto de Edipo rey o de Antígona, acogemos con una especie
de evidencia extraña el hecho de que en el instante en que se
revela que todo está perdido para el héroe, que ya no hay
ninguna esperanza, él se pone a cantar invocando. En ese
momento en que ya no puede invocar a nadie, ¿a quién invoca
por medio de las vocales “o” o “a”, que abren y sostienen la
invocación cantada de Edipo?40

Oh mis tinieblas, oh mi vida, ¿dónde te has hundido?


¡Ah!... ¡Oh!... ¡Miseria!

Y la de Creonte:

Oh, hijo mío, segado en tu flor nueva...


¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!... Estoy ebrio de horror.
¡Ah! Que en pleno corazón me hayan golpeado...

Si estas palabras, sostenidas por la flauta, no fueran un


recitativo cantado sino un texto hablado, ¿cómo reacciona­
ríamos? Esta pregunta genera al instante una segunda:
¿cómo es posible que un sujeto que se lanza a cantar sin
dirigirse directamente a sus semejantes no sea juzgado loco
por éstos, mientras que si habla solo sí pasa por tal?
Sin duda es porque al hombre que canta se le atribuye

39 S. Freud, Moise et le monothéisme, París, G allim ard, 1948 [traduc­


ción castellana: Moisés y la religión monoteísta, en O C , t. mj.
40 Sófocles, Théátre complet, París, G arnier-Flam m arion, 1964 [tra­
ducción castellana: Esquilo y Sófocles, Tragedias, 2a edición, Buenos
Aires, E l Ateneo, 1950].
instantáneamente la posibilidad de invocar una alteridad
que no esté forcluida. Mientras que ni bien hablamos esta­
mos cerca del malentendido con el Otro, tan pronto cantamos
se instaura con éste, instantáneamente evocado, una relación
transferencia! en la que se lo postula como buen entendedor.
El hecho de que el acto de canto tienda, por una pura razón
de estructura, a ser bien entendido por el Otro, en tanto que
el acto de habla tiende a producirle un malentendido, fuente
de desamparo, nos devuelve al enigmático canto de Edipo
que surge en el momento del desenlace de la tragedia,
cuando ya no queda nada por decir porque se ha dicho todo.
El hecho de que el recurso al canto suij a en el instante en que
ya no hay que esperar nada de palabra alguna, hace que nos
preguntemos: cuando ya no cabe esperar nada del sentido,
¿el sonido no se revela como el último recurso mediante el
cual puede invocarse lo “inesperado”? 41
¿Qué pasa con ese inesperado, como no sea el hallazgo de
esa última alteridad invocable que es el espíritu de la
música, que, en su perseverancia, tiene el poder de enseñar
al hombre que cuando su yo [je] de existencia, determinado
por su historia singular, está a punto de desaparecer, puede
aparecer ese yo \je] anterior a la existencia histórica que es
el yo (je] invocante del tiempo absoluto?
En verdad, esta subjetividad absoluta tal vez se refiera
menos a un yo [je] que a un tú receptor pasivo, al mismo
tiempo que pasible de acaecer como una pura escucha que no
disocia el sonido del sentido.
Schopenhauer fue sin duda el primero que sistematizó la
intuición según la cual el sonido y el sentido podrían no estar
disociados sino intrínsecamente asociados. Intuición indi­
rectamente transmitida a Freud, pues nutrió toda la concep­
ción romántica de la pulsión y toda la concepción nietzschea-
na de un “ello” que piensa en nosotros a partir del poder de
conmoción del sonido.
Es indiscutible que la idea que empujó a Nietzsche a

41 “Inesperado” evocado por A n n e Dufourm antelle en “L ’ínespéré”, en


Le Religieux, París, Revue Che Vuoí, 1997.
friterpretar el nacimiento de la tragedia como efecto del
pensamiento apolíneo desarrollado a partir del poder de
c o n m o c ió n del sonido dionisíaco es una prolongación de la
intuición fundamental de Schopenhauer, para quien
la música adquiere la dignidad de un estatus metafísico.
para él, en efecto, hacer o escuchar música es filosofar sin
eaberlo: “Si enunciáramos y desarrolláramos como concepto
loque expresa la música, tendríamos por ese hecho mismo la
explicación razonada y la exposición fiel del mundo expresa­
do como concepto, o al menos algo equivalente. Esa sería la
verdadera filosofía”.42
Que un “ello” pueda pensar el sentido a partir de la
escucha de ese puro no sentido que es el sonido nos lleva a
esta pregunta: ¿de qué manera lo “bien escuchado” [“bien
entendu”} de un sonido que resuena puede trasmutarse en el
fbien entendido” [“bien entendu”] de un sentido que razona?43
Una vez más opondremos al dualismo del sonido y el
sentido, que remite a la actividad dualista de nuestros oídos,
la noción de un tercer oído cuya función subversiva de
traspaso de los límites sería, en suma, dionisíaca y trágica: el
actor trágico es quien introduce entre lo que por un lado deja oír
el coro que, mediante su canto, conmemora los ritos antiguos
y, por el otro, el logos de Atenas, una tercera forma de escuchar.
Cuando Nietzsche le escribe a Peter Gast,44un año antes
de hundirse en la locura, que “sin música la vida sería un
error”, es porque para él la escucha de la música es el
“trastornador descubrimiento de sí mismo” 45que el hombre
trágico siempre puede volver a hacer. Y sí en el momento en
que descubren que todo está perdido Edipo o Creonte entran
en el encantamiento musical, es porque al restablecer lazos
con la música lo hacen con el poder que ésta tiene de hacerles
descubrir la existencia de ese “sí mismo”.

42 A. Schopenhauer, Le monde comme volonté et comme représentation,


c ita d o por G. Liebert, Nietzsche et la musique, París,
p u f , 1992, p. 12.

43Ibid., p. 10.
44 Ibid.
45 Ibid., p. 42.
Este, en efecto, no es el objeto que el melancólico persigue
con su odio, debido a que una forclusión originaria le hizo
imposible el anudamiento primigenio del sonido y el sentido.
En tanto que al dar muerte, con su suicidio, al objeto que el
Otro dejó decaer, el melancólico quiere destruir el acto
mismo por el cual ese Otro se manifestó como realmente
ausente, el hombre trágico, mediante su canto, testimonia
que su exclusión no es de orden melancólico: el hecho de que
no se suicide remite, casi simétricamente, al de que el
melancólico ya no pueda cantar.
Poder cantar implica una relación con la voz que es de otro
orden que el de la voz que habla: hablar implica una relación
con el objeto voz que, constituido como un sucedáneo [tenant-
lieu] del Otro, permite sustituir la demanda de éste por un
deseo causado por el objeto de la falta. Al vocalizar su “fort-
da”, el nieto de Freud proclama victoriosamente que ya no
está en la demanda del Otro, porque ha pasado a desear un
objeto causal cuya falta simboliza el juego de dos fonemas.
Este olvido del Otro asegurado por la voz que habla es
precisamente, en nuestra opinión, lo que no induce la voz que
canta, y sin duda es ésa la razón por la cual el hombre
que canta solitariamente no pasará, como el que habla solo,
por loco. Cantar es en este aspecto el único acto humano del
que puede decirse que encarna una invocación a la cual el
Otro responde, no a posteriori como lo hace el fuego del cielo
cuando viene a autentificar el llamado del profeta, sino de
manera instantánea: cuando la voz canta, a través de la del
sujeto se deja oír en seguida la voz del Otro.
Nada evoca mejor esa alteridad de la voz que la de la diva
que, cuando asciende hasta los sonidos sobreagudos, logra
transmitirnos una estupefacción que nos señala que lo que
nos pasó es un real inaudito que sobrepasa lo que pueden
dejar oír las palabras. Como lo hace notar con mucha justeza
Jean-Michel Poizat,46lo que especifica la agudeza de la voz
de la diva es que el acceso a las notas más altas implica una

46J.-M . P oizat,L ’Opéra ou le cri de l’ange, P arís, A .-M . Métailié, 1986.


^gación de la articulación de las escansiones a las que las
'u~ias, al contrario, están especialmente sometidas. La
agudeza obtenida por la desaparición de las discontinuida­
des consonánticas y la exaltación de la continuidad de las
jpocales introduce una subversión del sentido del lenguaje,
aues éste está estructurado por escansiones. Desde luego, no
es una casualidad que sea la voz de la diva, y no la de la
oontralto, la que se califica de “divina”, de la misma manera
que nadie supondría en los Serafines que cantan en el cielo
la gloria de Dios una voz de barítono.
fí! La voz aguda sienta bien a la invocación de lo divino
porque, al aniquilar las escansiones que dan sentido al
habla, verifica una atracción que nos recuerda que, en el
origen, la voz es pura sonoridad más allá de todo sentido.
Nuestra gratitud hacia la diva es gratitud para con un ser
que se atreve a dejarse poseer por esa voz venida de otra
parte, que nos hace inolvidable lo que algún día tuvimos que
olvidar para convertirnos en seres hablantes.
Retomamos así la hipótesis de que la esencia de la música
consiste en inducir entre el Otro y el suj eto una sincronicidad
estructural que se encarna tanto en el acto de bailar como en
él del canto: así como no hay ninguna latencia entre el
instante en que el sonido se deja oír y aquel en que el cuerpo
danzante habitado por él lo interpreta, tampoco la hay entre
el instante en que el sujeto invoca al Otro cantando y aquel
en que, tan pronto como canta, es él quien adviene como
invocado por el Otro.
Mediante ese anudamiento entre el sujeto invocante y el
sujeto invocado, nos retrotraemos al tiempo primero previo
al olvido del Otro (represión originaria) en que la cosa
humana se produce primordialmente como “tú” invocado:
“¿Dónde estás?”
El sonido originario de la voz del Otro está, por decirlo así,
en suspenso mientras no descubre dónde está el buen enten­
dedor que pueda responder a ese “¿dónde estás?” dirigiéndo­
le una especie de saludo de reconocimiento, perfectamente
legible en la risa del recién nacido a quien nos atrevemos a
hablarle sin hacernos los tontos. Esa risa es el primer
testimonio de la existencia del tercer oído por el cual se
anudan el sentido y lo real humano que padecen uno del otro.
El hecho de que ese “tú”,junto al cual el Otro (si no ha sido
forcluido) tiene que encontrar un buen entendedor, pueda
trasmutarse en un “yo” [“je ”] que, a su turno, debe hallar un
buen entendedor para existir, plantea la cuestión del pasaje
del “tú” al “yo” [“je ”].
En ese pasaje de un “tú” receptor del sonido originario a un
“yo” [“je ”] emisor de la primera palabra, suponemos la
existencia de un tiempo de traducción que nos invita a
comprender el habla como la traductora de su hermana la
música, a menos que digamos, tras los pasos de Nietzsche,
que Apolo es el traductor de su hermano Dionisos.
Que la traducción sea traición tal vez encuentre ahí su
verdadera cuna: si el “yo” [“je ”] no adviene como hablante
sino cuando olvida la música que al dirigirse al “tú” lo
constituía como receptor viviente, ¿qué relación mantendrá
ese “yo” [“je ”] hablante con lo musical? ¿Hablará como ese
“hombre teórico” fustigado por Nietzsche porque, al no
querer otra cosa que el conocimiento, rechaza reconocer
cualquier deuda con la música? ¿O lo hará como el actor
trágico, para quien el origen musical sigue siendo inolvidable?
La dificultad es de orden lógico: si el paso al habla requiere
necesariamente el olvido de la música, ¿cómo dar cuenta de
la elección inconsciente por la que el sujeto puede volver o no
a ese olvido fundador? ¿Por qué, en este caso, estará ese
olvido estructurado como un olvido del olvido en el discurso
del amo o como un olvido inolvidable en el discurso trágico?
Otra manera de plantear la cuestión: ¿cómo es posible que el
actor trágico, que toma la palabra porque ha consentido en
separarse del coro cantante, no olvide pese a ello el canto del
habla?
Ingresemos en esta dialéctica del olvido y el no olvido con
la hipótesis de que el acto de separación del actor y el coro es,
de hecho, una metáfora del acto de separación que se lleva a
cabo en el proceso de la represión originaria.
Los cuatro tiempos
de la pulsión invocante

El primer tiempo corresponde al empuje inicial salido del


injerto originario por el cual el sonido, el sentido y el cuerpo
forman un continuum puesto en movimiento por la causali­
dad externa que es el sonido musical que encuentra -cuando
no hay forclusión- un destinatario caracterizado por ser un
buen entendedor del sonido. La exuberancia del movimiento
dionisíaco que, en esa fase, excede todos los límites apolí­
neos, se guía por un punto virtual que da una orientación a
la pulsión invocante. La danza debe comprenderse como
afirmación del ser viviente que celebra ese ex nihilo que son
los bastidores infernales, mundo de abajo del que brota
Dionisos para sorprender a los vivos. Esos bastidores exte­
riores no son aún los internos que ulteriormente ahondará la
castración originaria.
En ese estadio, el ser vivo todavía no está realizado como
“yo” [“je ”], pues la causalidad externa que lo anima no se ha
convertido aún en la causalidad interna necesaria para la
producción de un sujeto de lo inconsciente.
El segundo tiempo es un tiempo de interrupción de la
pulsión correspondiente al descubrimiento, por parte del
sujeto, del agujero real de la privación materna. El sujeto
está traumatizado, ya que no dispone aún del recurso de la
palabra, única que puede simbolizar el traumagujero [trou-
matisme].
Tercer tiempo: la pulsión invocante cuyo empuje simboli-
zador fue interrumpido por el traumagujero volverá a poner­
se enjuego, debido a la posibilidad propia del Otro de insistir
en su manifestación simbólica. Para arrancarse del trauma­
gujero, el sujeto debe recibir un significante especial que
posee un poder del que la música carece: fundada en el ritmo,
ésta, en efecto, hace pulsar la ausencia-presencia en una
sucesividad diacrónica que no tiene el poder de simbolizar la
ausencia encarnada por la privación materna, dado que, en
el caso del traumagujero, ya no se trata de una ausencia que
sucede a una presencia, sino de una ausencia en la presencia
de un cuerpo.
La posibilidad de salir del traumagujero requiere por lo
tanto la introducción de otra cosa que el sonido musical: un
significante especial -que hemos denominado significante
petrificante-47que, al hacerse cargo de la pulsión de muerte
y la pulsión de vida, permite al infans sustituir el agujero
externo del traumagujero (agujero real en lo simbólico) por
uno interno (agujero simbólico en lo real) que introduce en la
castración originaria.
De ese significante puede decirse que es el pasador del
espíritu del lenguaje y, en ese título, convoca a la cosa
humana que era elcontinuum “cuerpo-espíritu-sonido”, ani­
mado por el sonido musical, a trasmutarse en cosa hablante
que encuentre en sí misma su causalidad. Esta causalidad
interna, producida por lo que la teoría freudiana denomina
represión originaria, se realiza por la asunción de ese signi­
ficante petrificante cuando halla un buen entendedor para
su mensaje: “fíat el agujero”.
Este agujero, instituido por la represión originaria, ya no
será entonces el agujero en el Otro en el que bailaba lo que
llamamos continuum dionisíaco, sino agujero en el sujeto a
partir del cual el nuevo sujeto va a dejar de bailar en la falta
del Otro (40, para hablar en lo sucesivo de la suya propia (3).
Así, el paso del sonido a la palabra quedará consumado
cuando el agujero ex nihilo, sobre el que baila Dionisos, sea
sustituido por el agujero internalizado de la ausencia fálica
que llegará con la nominación. En tanto que la música no
podía más que significar la ausencia en su triple morada
-lo inaudito, lo invisible, lo inmaterial-, la palabra va a
nombrarla: “fort-da”.
Ese pasaje a la nominación conjuga una ganancia y una
pérdida: la primera es la entrada en el lenguaje y la ética, la
segunda es pérdida de acceso a la continuidad del cuerpo y
el espíritu que permitía acceder a la danza. En efecto, el
resultado de la castración originaria es, como lo hemos visto,

4' A . D idier-W eill, Les Trois Temps de la loi, op. cit., capítulo 3.
%1 de inducir un sufrimiento de orden dualista en el cual el
cuerpo y el sujeto se descubren, ambos, en exilio con respecto
a su patria significante.
El principal efecto de la represión originaria consiste en
sustituir el estado de contemporaneidad en que el sujeto
estaba con el Otro cuando era esa pura sonoridad en la que
bailaba o cantaba, por un estado de separación radical que le
informa que el Otro, al dejar de ser su contemporáneo
Sonoro, exige de él que, para tener una posibilidad de
reencontrarlo, pase en lo sucesivo por el largo desvío pulsio-
nal de la sublimación: la meta de la pulsión invocante es el
reencuentro del punto virtual de la nota azul en el nivel de
la cual el cuerpo y el sujeto dejaron de ser contemporáneos
del lugar de su causación significante.
La represión originaria realiza fundamentalmente la con­
junción de una doble desaparición, al término de la cual el
Otro y el sujeto quedan barrados: esa doble barra (A y ¡£)
introduce al sujeto en una doble ausencia, ausencia del Otro
que cae en el olvido y ausencia del sujeto en sí mismo, que
adviene en la medida en que se olvida y olvida al Otro.
Pero este olvido no es autístico, porque no dejará de
hablarse: el sentido profundo de la palabra es que adviene en
cuanto habla de ese olvido, y en cuanto éste habla por su
mediación.
Que la palabra hable no quiere decir que sepa de qué
habla: la que evocamos aquí no es una palabra que se emplee,
como sucede casi siempre, al servicio del saber; muy por el
contrario, es una que no hace otra cosa que nombrar un real
que, al sustraerse a todo saber, sólo puede ser designable por
una palabra. ¿Qué es lo que escapa tan fundamentalmente
a todo saber posible, si no lo real subsumido en la palabra
“ausencia”? Al hacer nombrable la “ausencia” mediante una
palabra, no se produce ningún saber: cuando se hace como si
lo real fuera únicamente innombrable, se simula olvidar el
hecho de que es incognoscible.
Cuando el nieto de Freud juega con su bobina nombrando
la ausencia y la presencia, lo que produce no es un acto de
conocimiento sobre la primera, sino de reconocimiento: reco-
noce que esa ausentización de la bobina simboliza una muy
distinta, aquella por la cual el Otro hizo su salida desde el
olvido de la represión originaria.
El juego de ese niño está en el principio de todos los juegos
humanos que ponen en escena un deseo causado por un
objeto cuya aparición sólo extrae su sentido de su inminente
desaparición. Ese objeto puede asumir múltiples formas, la
pelota, la carta que el mago hace desaparecer, la baza
magistral que se revela tanto más sorprendente cuanto que
estaba bien oculta o la apuesta que, en el poker o la ruleta,
simboliza que lo que se pierde puede centuplicarse.
En todos los casos, el objeto es el símbolo encarnado que el
sujeto constituyó al separarse de una parte de sí mismo. Esta
parte perdida es aquello por lo cual el sujeto y el Otro, más
allá de su separación, están unidos: lo que se perdió del
sujeto (el falo) y lo que se perdió del Otro son lo que hace que
la falta de uno y la del otro estén en continuidad. Ese objeto,
bautizado a por Lacan, conjuga la paradoja de encarnar, en
cuanto sucedáneo del Otro, una alteridad a-sexual que,
portadora de la falta fálica, posee el brillo fálico.
Cuando el objeto se hace bobina con la que el niño juega al
fort-da, conmemora el acto original por el cual el sujeto, en
una especie de autosacrificio, amputa una parte de sí mismo
según un corte que, en el caso del niño de la bobina, se sitúa
en el nivel de la mano. Este corte, ubicado en el nivel del
píe en el caso del futbolista o en el de la raqueta en el tenista,
es el lugar de separación con respecto al objeto que, al
apartarse, induce la causa de la erección del deseo cuya
significancia fálica se encarna en la erección del pie, la mano
o la raqueta.
Tirante porque el objeto se aleja al constituirse como
perdido, el falo se afloja si aquél se aproxima al sujeto hasta
el punto en que éste, faltante entonces de falta, puede
experimentar angustia. Vale decir que el sujeto, si está
completamente bajo el influjo del falo, podrá consagrar su
vida a jugar al fort-da: se pasará el tiempo alejando el objeto
a fin de poder correr tras él para acercarse y volver a
empezar. Lo que olvida, al ser el agente de un alejamiento
que crea las condiciones de un acercamiento posible, es que
el alejamiento del Otro no es comparable al del objeto,
porque en su caso el sujeto no puede juguetear. Si no puede
acercarse al Otro por medio del juego, es porque ese abordaje
exige otra dirección ligada a otro tipo de deseo que el que se
pone enjuego en el escenario del juego fálico.
¿Por qué, al jugar al fort-da o correr detrás de su pelota,
el sujeto no encuentra esta significancia? Porque el límite
que recibió el objeto, por el hecho de haber sido nombrado,
conferirá al movimiento dirigido hacia él un límite en el que
la dimensión ilimitada por la cual el sujeto apela a la
significancia no puede encontrar la amplitud que necesita
para respirar. El cuarto tiempo del que hablamos remite a la
hipótesis planteada por Lacan, de una relación con la pulsión
que se haría posible más allá del objeto del fantasma.
Los diferentes tiempos de la pulsión invocante correspon­
den a los diferentes tiempos de la toma a cargo de la
significancia originariamente tejida entre el sonido y el
sentido.
Esta significancia en un primer momento danzada será, a
continuación, forcluida por el trauma. Regresará de esa
forclusión y se reenganchará por conducto de un significante
petrificante que, al funcionar como emisor del Espíritu de las
palabras [Esprit des mots], requerirá un receptor que le
devuelva su mensaje en la forma invertida que es el chiste
[mot d’esprit].
Este se revelará a veces capaz de transmitir el espíritu de
la música cautivada por el sentido de las palabras: se alzará
entonces al nivel de ese punto azul que asignamos a la meta
de la pulsión invocante.
LA PULSION INVOCANTE
Y LA PALABRA
FREUD Y MOISES

En 1938, en la hora más sombría de la historia, Freud, que


quiere repensar el antisemitismo, se propone reinterpretar
la historia fundadora del pueblo judío con una angustia
confesa, pues la presión de sus elaboraciones lo conduce, en
el momento mismo en que el mayor peligro amenaza a su
pueblo, a erigirse en anunciador de una mala noticia para
éste, ya que se trata de “desposeerlo del hombre que celebra
como el más grande de sus hijos”. 1
Queremos profundizar en el sentido de esa desposesión,
mostrando que dista de limitarse a la afirmación de un
Moisés egipcio. La operación por la cual actúa esta tesis
pasa, en efecto, por la afirmación de que el judaismo fue
generado por un gran hombre que, si bien era étnicamente
ajeno al pueblo, lo era sobre todo simbólicamente, porque el
gran extranjero que era el Moisés descripto por Freud se
caracterizaba por encarnar a un legislador animado de una
concepción monoteísta cuyo racionalismo -de inspiración
griega- excluía radicalmente la tradición profética bíblica.
En la medida en que para Freud el judaismo no se afilia en
absoluto a la experiencia profética por la cual un hombre
escuchó algún día a su creador designarse: “Yo soy el que
soy”, tenemos que diferenciar la desposesión por la que el

1 S. Freud, M oise et le monothéisme, op. cit., p. 9.


pueblo judío se ve privado de un Moisés hebreo de la que lo
despoja de un Moisés profético.
Nuestra cuestión se referirá, por lo tanto, a la necesidad
interna que empujó a Freud a disociar dos Moisés: uno
madianita, servidor inspirado de Yahveh, y otro egipcio,
servidor de Atón: “Creo que nos está permitido separar entre
sí a ambos personajes, y admitiremos que el Moisés egipcio
jamás fue a Cades y nunca escuchó pronunciar el nombre de
Yahveh, en tanto que el Moisés madianita no pisó jamás el
suelo de Egipto e ignoraba totalmente a Atón”.2
La separación que Freud establece entre los dos Moisés es
la misma por la que se oponen por un lado magia y hechice­
ría, ejercidas en nombre de Yahveh el demonio por Moisés el
madianita, y por el otro una religión universal de la que está
rigurosamente excluida toda práctica mágica,3en la medida
en que a través de Atón Moisés el egipcio glorifica, tras los
pasos de Akenatón, al sol, de acuerdo con una “sorprendente
anticipación al conocimiento científico de los efectos de la
irradiación solar”.4
Los dos Moisés se oponen así radicalmente por lo que
opone a las divinidades a las que sirven: el Yahveh demonio
local, que tiene cabida entre los otros Baal, simboliza lo que
para Freud es superstición arcaica, mientras que Atón, dios
universal que no admite ninguna otra divinidad, representa
para él la victoria racionalista por la cual la noción de Uno,
al estructurar lo real, anticipa la ciencia.
Así, pues, una parte de Moisés y la religión monoteísta se
propone, para justificar esa disociación, reinterpretar la
historia tradicional del judaismo. Para sostener su hipóte­
sis, en efecto, Freud debe explicar la razón por la cual la
tradición conservó un solo Moisés cuando, para él, habría
dos. La construcción que elabora se basa en la noción de un
trabajo inconsciente a posteriori, desarrollado según dos
tiempos lógicos.

2 Ibid., p. 62.
3Ib id ., p. 53.
4 Ibid., p. 33.
Luego del asesinato del gran Moisés, el pueblo olvida en
un primer momento el crimen. Pero lo olvidado se transfiere
al segundo Moisés, con lo que Yahveh se beneficiaría con las
proezas permitidas por el dios Atón:

El dios Yahveh recibió en Cades honores inmerecidos, y se le


atribuyó la liberación de los judíos que había sido obra de
Moisés, pero expió duramente esta usurpación. La sombra del
dios cuyo lugar había tomado se hizo más fuerte que él; al
término de esta evolución histórica, el dios mosaico olvidado
acabó por eclipsarlo por completo. Sólo la idea de ese dios
permitió al pueblo de Israel soportar todas las jugadas del
destino y perpetuarse hasta nuestros días.5

La salida de lo reprimido de ese dios mosaico no debe,


según Freud, acreditarse a los levitas: si bien al principio
éstos habrían luchado por la perpetuación de ese dios,
posteriormente pactaron con el ritual supersticioso de los
sacrificios. La resurrección de la enseñanza de Moisés hay
que ponerla en el haber de los profetas que se levantaron más
tarde para predicar incansablemente la vieja tradición mo­
saica y afirmar que la divinidad despreciaba los sacrificios y
los ceremoniales.
Así, es la existencia de ese doble desplazamiento transfe-
rencial, del primer Moisés al segundo y luego de éste al
primero por intermedio de los profetas, lo que justifica,
según Freud, la existencia de dos Moisés, cada uno de ellos
servidor de un dios diferente.
En la medida en que toda la concepción freudiana conduce
a la victoria final del primer dios servido por el gran Moisés
y la borradura definitiva del segundo, servido por Moisés el
madianita, es lícito preguntarse si la supresión del dios
Yahveh es, como lo supone Freud, el efecto de una represión
histórica o se debió a una propia de sí mismo.
La borradura freudiana del Moisés madianita que se topa
con la voz por la cual Yahveh se nombra en la zarza ardiente
no debe ponerse demasiado sumariamente en la cuenta de

5Ibid., p. 76.
un compromiso por el cual Freud lograría conciliar su iden­
tificación con el gran Moisés sin renegar pese a ello de su
ateísmo. En efecto, podríamos zanjar rápidamente la cues­
tión de la existencia de dos Moisés diciendo que Freud
repudia al Moisés místico para admirar a sus anchas a uno
más próximo a los legisladores griegos que a los profetas
bíblicos. Queremos ir más allá de este primer enfoque para
poner en evidencia que detrás de la hipótesis de los dos
Moisés se sostiene una apuesta fundamental para el psicoa­
nálisis, que es la de la cuestión del modo de transmisibilidad
del Nombre-del-Padre.
En efecto, hay dos caminos posibles para pensar esta
transmisibilidad: el primero, llamado por Lacan metáfora
paterna, es la vía por la cual el significante originario se
transmite a un real humano al que quema con una zarza
ardiente en la que Lacan reconoce “la cosa” de Moisés.
El segundo es el que transmite el significante del Nombre-
del-Padre de manera superyoica y no metafórica, en la
medida en que mediante esa transmisión, el Nombre-del-
Padre vuelve a posteriori del asesinato del padre primitivo
en la forma de un espectro culpabilizante, inductor de una
ley de remordimiento. Como éste es el camino al que recurre
Freud - y en el que encuentra naturalmente a San Pablo-,
nos parece legítimo explorar lo que ocasiona en la teoría
freudiana el abandono de la primera vía.
Que el fundador del judaismo sea para Freud el discípulo de
Atón, y no el Moisés inspirado por la zarza ardiente, concuerda
con el hecho de que el asesinado es el egipcio - y no el madiani-
ta -y que a través del ocultamiento de un Moisés inspirado por
el Espíritu, lo que se interrumpe es el de la vía de transmisión
metafórica: ocultamiento en el que lo que está enjuego es lo que
la tradición bíblica denomina Ruah, el Espíritu.6
ha Ruah participa en el reconocimiento del profeta que es
un ich ha-ruah -hombre del espíritu-,7 pero no basta, sin

6A. Neh er, L ’Essence du prophétisme, París, C alm ann-Lévy, 1983, pp.
85-101.
7Ib id ., p. 86.
embargo, para fundar la profecía: como tal, ésta sólo se
cumplirá si quien es llamado, poseído por el espíritu, se con­
vierte en un enviado que deja de estar poseído para hacerse
poseedor de una palabra que va a testimoniar que él es un
enviado: enviado para nombrar la razón por la que ha sido
llamado.
En esos dos tiempos lógicos en que el Davar -la palabra-8
toma el relevo de la Ruah, reencontramos, al parecer, los dos
tiempos lógicos correspondientes a los dos niveles de signi­
ficancia del Nombre-del-Padre, que ya evocamos al proponer
captar la palabra apolínea como tiempo de traducción de la
música dionisíaca.
La tradición bíblica nos ofrece, de otra manera que la
griega, la posibilidad de profundizar la ruptura entre la Ruah
y el Davar, entre el espíritu y la palabra.
La Ruah es “espíritu de vida” -Ruah Hayyim- , 9 que
participa en el hombre del espíritu de Dios, debido a que éste,
en la Biblia, está vivo. En potencia, todos los hombres son
virtualmente profetas porque entre esas dos Ruah hay una
comunicación íntima: hombres que pueden convertirse en
lugar de residencia en el nivel del cual lo absolutamente otro
puede pasar a ser lo absolutamente íntimo.
Esta Ruah es aterrorizadora por su libertad:10aparece y
desaparece al capricho de Dios, con el carácter súbito que,
según hemos visto, ya caracterizaba a Dionisos: reviste a
Gedeón, se arroja sobre David, cae sobre Ezequiel como una
presencia que busca al hombre y lo encuentra.11
Induce un éxtasis de orden místico que difiere del misticis­
mo cristiano en la medida en que nada puede preparar para
ese encuentro con Dios: ni el purísimo recogimiento ni la
minuciosa preparación espiritual del camino.
La dificultad que nos plantea la Ruah obedece a que
provoca un conocimiento íntimo de Dios, pero se trata de un

8 Ibid., pp. 102-110.


9 A. N eh er, L ’Essence du prophétisme, op. cit., p. 90.
10 Ibid., p. 93.
nIbid., p. 96.
conocimiento del que nada puede decirse, de modo que los
profetas, según aquélla, inspiran desconfianza. Mientras no
se cristaliza en Davar, el conocimiento íntimo permanece
intransmisible. Así, pues, todo sucede como si el profeta
fuera llamado por la Ruah. Lo que se convoca en él es el
advenimiento de la palabra que descifra lo que era visión al
hacerla audible.12 Con ese advenimiento, la experiencia
puramente subjetiva de la Ruah que el profeta no podía
atestiguar más que diciendo “yo” -yo soñé, yo viví...- se
objetiva en la medida en que ese “yo” es sustituido por la
nominación de un “él”: “palabra de Dios, discurso de Dios”. 13
Con la aparición de ese “él”, entonces, la Ruah de Dios y
la Ruah del hombre ya no son una, de modo que en lo sucesivo
hay entre Dios y el profeta un diálogo que hace posible la
separación introducida entre ellos.
El éxtasis generador de un conocimiento del que nada
puede decirse es reemplazado por un reconocimiento por la
existencia de una palabra que permite el juicio y el diálogo
con Dios: luego de haber sido el receptor del espíritu de la
presencia de Dios, el profeta se erige en emisor de una
palabra espirituosa que nombra esa presencia que, re­
presentada, se arranca del presente del tiempo absoluto
para entrar en el tiempo de la historia.
Esta función profética, al discriminar un receptor del espí­
ritu y un emisor de la palabra, pone en juego un doble proceso
metafórico que, a su manera, Lacan comenta así: “El emisor
recibe del receptor su propio mensaje en forma invertida”.
Metaforizar lo que el espíritu deja oír a fin de que advenga
un receptor buen entendedor es el primer tiempo de la
metáfora profética, tiempo de decodificación.
Metaforizar lo bien entendido como buen decir -D a v a r- es
el tiempo de inversión de la metáfora, que se convierte en
tiempo de codificación.

12 Ibid.y p. 106.
13 Ibid., p. 107.
Metáfora y esperanza
A Y osefYeru sh a lm i14

Para Lacan, esta segunda vía de transmisión metafórica se


concede a lo que él denomina la función de “un padre”, que
tiene que testimoniar a su descendiente que, en suma, es,
como él, hijo del lenguaje.
En el judaismo, la transmisión ritual del espíritu del
padre es posible debido a que la letra de la ley, otorgada a los
fieles, establece la posibilidad de transmitirlo metafórica­
mente a éstos por una razón fundamental: la ley del árbol del
conocimiento del bien y del mal no está radicalmente sepa­
rada del árbol de vida15 como lo está para San Pablo, el
fundador del dogma cristiano.
La piedad judía pasa así por la posibilidad brindada a los
creyentes de reencontrar, detrás de la ley del interdicto, el
Espíritu del decir creador, razón por la cual la ley judía tiene
un poder simbólico redentor.
Ahora bien, lo que Freud no tomó en cuenta es este punto
de ruptura radical entre judaismo y cristianismo. Desde el
pecado de Adán, la ley perdió para San Pablo el poder de
transmitir metafóricamente el Espíritu del padre. El sujeto,
caído a causa del pecado original, se encuentra en una
decadencia ligada al hecho de que el espíritu está, en suma
—como opina San Pablo-, forcluido de la letra de la ley, de tal
modo que aquél no puede, por sí mismo, por su propia
invocación, reencontrarlo, como no sea por medio de un
intercesor: el hijo. Este es el único que dispone del poder
redentor de transmitir a los hombres el espíritu que la ley ya
es incapaz de comunicar. En síntesis, para el cristiano Jesús

14 Y. Yerushalm i, L e Mo'ise de F reu d , P arís, G allim ard, 1993 [traduc­


ción castellana; E l Moisés de Freud. Judaism o terminable e interminable,
Buenos Aires, N u e v a Visión, 1996].
15 E l p a r árbol de vida-árbol del conocimiento anticipa, en nuestro
parecer, el p a r Ruah-Davar.
es aquel por quien la forclusión del padre instaurada en el
tiempo del pecado original deja, en un segundo tiempo, de ser
irreversible. El ocupa el lugar de la ley que, tras haber
perdido su eficacia en la transmisión del Espíritu, ya no tiene
más que el poder de perseguir revelando la culpa y el
pecado.16
En este punto, y por razones inherentes a su teoría, Freud
se ve obligado a hacer suya la doctrina paulina del pecado
original.
Hay aquí una paradoja que asombró no sólo a sus biógra­
fos, como Jones y Peter Gay,17sino también a Lacan, quien,
en su seminario sobre la ética, comprueba que la concepción
freudiana del asesinato primordial del Padre “está tan cerca
de la tradición cristiana que impresiona”.18
¿Por qué Freud hace suya la doctrina del pecado original
fundamentalmente rechazada por el judaismo? ¿Por qué ve
en San Pablo, a quien sitúa como fundador del cristianismo,
a su predecesor, aquel que, el primero, habría tenido, según
él, la intuición del asesinato original del padre?
En su Moisés... dice esto: “Fue en el espíritu de un judío,
Saulo de Tarso, que como ciudadano romano se llamaba
Pablo, donde nació la siguiente idea: ‘Si somos tan desdicha­
dos es porque hemos matado a Dios Padre”’.
Evidentemente, señala Freud, no hay en San Pablo una
alusión directa al asesinato de Dios, ¿pero acaso esta verdad
no es lo que se dice de manera velada detrás de la buena
noticia anunciada por el apóstol: “Henos aquí liberados de
toda culpa desde que uno de nosotros dio su vida por la
redención de todos nuestros pecados”?
En efecto, dice Freud: “¿Un crimen que sólo podía
redimir el sacrificio de una vida puede ser otra cosa que

16 S an Pablo, Epístola a los romanos, x, 4-5, y xx, 7-7.


*' P. G a y , Freud, París, Hachette, 1991, p. 384 [traducción castellana:
Freud. Una vida de nuestro tiempo, Barcelona, Paidós, 1990],
18 J. Lacan, L e Séminaire. Livrevn. L ’éthique de lapsychanalyse, París,
Seuil, 1986, p. 207 [traducción castellana: E l Seminario de Jacques
Lacan. Libro 7. L a ética del psicoanálisis. 1959-1960, Buenos Aires,
Paidós, 1988].
fon asesinato?” Es así “que Pablo de Tarso, al apoderarse
fte ese sentimiento de culpa, lo devuelve muy justamente
a su fuente prehistórica, dándole el nombre de pecado
briginal” . 19
Para nosotros, la cuestión es menos observar esta afinidad
que Freud admite con la doctrina paulina del pecado origi­
nal que señalar la catarata de consecuencias que se deducen
<ie ella.
Primera consecuencia: si la ley que se da a la humanidad
es verdaderamente el efecto a posteriori no de un crimen
Simbólico sino del asesinato real del padre original, aquélla
se otorga como una ley de remordimiento, de culpa, que
justifica a Pablo en su refutación de la Torá; efectivamente,
si para él la ley no fue dada a los justos sino a los parricidas,
los criminales, los ladrones, etcétera,20es decir, a personas
semejantes al Edipo de Sófocles, es porque, desprovista de su
capacidad de transmitir metafóricamente el espíritu de Dios
(que sólo Jesús puede proporcionar), no está dotada más que
del poder de vigilar al delincuente potencial que es el
hombre.
Que la ley salida del asesinato del padre, del pecado
original, sea así exclusivamente persecutoria y superyoica,
plantea esta cuestión crucial: si lo que está en su origen es el
acto asesino del hombre, lo que está en el origen de éste no
es por lo tanto la acción metafórica de la ley del lenguaje.
Aquí, coincidimos con Yosef Yerushalmi cuando indica
que el punto en que Freud más se aleja del judaismo21 es
donde abandona la perspectiva de la esperanza gracias a la
cual el hombre puede no desesperar por la maldición trágica,
en la medida en que aquélla lo lleva a creer en la posibilidad
de aparición de una novedad que pueda romper la cadena de
transgresiones fatales de la que se sostiene la tragedia
griega. El hecho de que en este punto Freud esté más cerca
del pensamiento griego que del judío tiene la misma signifi­

19 S. Freud, M oise et le monothéisme, op. c i t , p. 197.


20 S an Pablo, Tim. i, 9-10.
21 Y. Yerushalm i, Le M oise de F reu d , op. cit., p. 179.
cación que su gran proximidad con el pensamiento cristiano
en lo que concierne al pecado: si el pensamiento cristiano pudo
hallar en el griego los medios de constituirse como metafísi­
ca, ¿no fue en virtud de su afinidad íntima en cuanto a su
concepción desesperada -opuesta a la esperanza judía- de
una maldición originaria de la que el hombre no puede ser
arrancado si no hay una intervención divina?
Segunda consecuencia: al abandonar la idea bíblica de
una creación ex nihilo, Freud abandona también la noción
igualmente bíblica de que el hombre está dotado de una
vocación fundamental: la de ser receptor de una invocación
por una voz radicalmente otra, ajena, que le habla.
De tal modo, el Moisés al que se refiere queda despojado
de la dimensión propiamente bíblica, que es la profética: su
Moisés no deja de estar dividido entre la voz que le habla y
la otra, tartamudeante, con que habla a su pueblo. Deja de
ser quien sólo transmite la ley en la medida en que ésta le es
transmitida desde un lugar de alteridad absoluta.22
Freud sustituye la transmisión profética, que requiere la
existencia de dos voces —la que deja oír el profeta y la que se
deja oír a él-, por una sola, la de Moisés el egipcio, porque
éste es para él quien, al no haber tenido nada que escuchar
en la zarza ardiente, pudo autorizarse por sí mismo y por sí
solo a enunciar la ley.
El hecho de que Freud no pueda considerar un único
Moisés, dividido entre lo que dice y lo que se le dice, nos lleva
a la dificultad teórica que encuentra para pensar la cuestión
de la transmisión de “la oscura identidad judía”:23¿se trans­
mite ésta de generación en generación por la palabra de
ciertos transmisores como los levitas, o por las huellas
mnémicas reprimidas, heredadas de los antepasados?
En efecto, esta oposición entre la voz de la represión de las
huellas mnémicas y la voz de la palabra directa procede del
hecho de que Freud tiene trabas para reconocer que quizás

22 A. D idier-W eill, “L e M oise de Freu d de Y . Yerushalm i”, en Les


Nouveaux Cahiers 15, 1995.
23Y . Yerushalm i, L e M oise de Freud, op. cit., pp. 43-44, 47-48, 76,151
y 169.
ambas no estén disociadas: ¿su articulación no es la de los
(Jos Moisés en uno solo y el mismo?
Si el discípulo de Akenatón y el de la zarza ardiente
pueden ser un único sujeto dividido, es porque, tan pronto
como habla y al mismo tiempo que es emisor de la palabra,
el racionalista puede entender, como receptor de la zarza
ardiente, que no dispone de su palabra -como si fuera su
autor-, porque es él quien está a disposición de ella, que le
habla y lo habla de manera ardiente.
La zarza ardiente no es otra cosa que el lugar donde se
queman las huellas mnémicas originarias mediante las
cuales se transmite a Moisés, en la represión originaria, ese
gran extranjero que para el psicoanalista es el significante
del Nombre-del-Padre, en cuanto funda el surgimiento de
esa gran extranjera que es la palabra humana. En este
punto, Lacan se disocia de Freud porque, para él, el hecho de
que Moisés el racionalista sea también el Moisés inspirado
no pone en peligro el psicoanálisis profano.
Si la vocación del Moisés freudiano —en la medida en que
no es vocación sometida a la advocación de una voz exterior
que habla- está más cerca del monoteísmo ilustrado de la
sabiduría griega que de la tradición bíblica, cierto retorno se
abre paso, como lo hace notar Yerushalmi, en el pensamiento
de Freud, quien, en un momento dado, no puede no hacerse
cargo de la dimensión bíblica -ajena a la filosofía- de la
exterioridad radical de una palabra dirigida al pueblo he­
breo por un “gran extranjero”:24para que el pueblo del Libro
pueda ser elegido, es necesaria una condición: quien elige
debe disponer indefectiblemente, con respecto al elegido, de
una alteridad radical que es la razón misma por la que puede
elegir. En esta perspectiva, el Moisés de Freud no podía ser
hebreo ya que, si lo hubiera sido -porque no habla en nombre
de la voz de la zarza ardiente-, habría estado desprovisto de
ese poder de elegir, único que excusa el hecho de ser un “gran
extranjero”.
Por eso vemos a Freud obligado a volver a referirse a su
negación del “gran extranjero” que es la voz de la zarza
ardiente cuando reafirma, pero de una manera que para él
es laica, esa dimensión, y hace de Moisés un extranjero, es
decir, un egipcio.

Freud, San Pablo 25


y la cuestión del antisemitismo
A Léon Poliakov26

Al interpretar el antisemitismo cristiano como una reacción


contra el hecho de que la ley de los Diez Mandamientos sea
una ética que expresa una culpa con respecto al parricidio,
sin querer, contrariamente al cristianismo, confesar el cri­
men cometido, Freud no aborda en toda su amplitud un
aspecto muy distinto de ese antisemitismo.
Hay, en efecto, dos caminos divergentes para interpretar­
lo: el primero, tomado por Freud, es el que, al referirse a la
ley en cuanto se funda en el parricidio originario, consiste en
decir: “Los judíos no sólo son deicidás sino que no confiesan
su crimen”. En esta perspectiva, Freud plantea que los
cristianos, al confesar el suyo, escapan a la maldición a la
que se exponen plenamente los judíos que se niegan a
admitirlo.
En la medida en que se ve así llevado a apoyar su teoría del
antisemitismo sobre la intuición que habría tenido San
Pablo, gracias a su concepción del pecado original, del
parricidio originario, nos parece necesario comentar, texto
en mano, las epístolas del apóstol. El comentario se impone

25L a s epístolas a la s que nos referim os son las de laTOB. L a lectura que
proponemos de San P ab lo no las identifica con un escrito antijudaico, sino
que procura poner en evidencia las proposiciones teológicas que contribu­
yeron históricamente a sostener el discurso antisemita.
26L. Poliakov, Histoire de Vantisémitisme, París, Calm ann-Lévy, 1968,
cuatro volúmenes [traducción castellana: Historia del antisemitismo,
Barcelona, M ario M uchnik, cuatro volúmenes].
tanto más cuanto que, en nuestra opinión, Freud no parece
haberlas examinado verdaderamente. En todo caso, nunca
se apoya en su lectura para explicitar la afinidad que
descubre en sí mismo con aquel a quien señala como su
predecesor en el reconocimiento de la realidad del parricidio
originario.
La cuestión del pecado de Adán nos lleva a discernir los
dos tiempos en el nivel de los cuales el pensamiento bíblico
y el paulino se separan en su definición del pecado: la
significación de la falta, en efecto, es radicalmente divergen­
te según se haga hincapié en la transgresión de Adán con
respecto al mandamiento: “No comerás del árbol del bien y
del mal” (Génesis, 2, 17) o la cuestión de la invitación a
arrepentirse que le hace Dios: “¿Dónde estás?” (Génesis, 3, 9).
¿Por qué Adán, escondido detrás de su árbol, está des­
orientado, angustiado por esa pregunta de Dios referida al
“dónde”?
Porque pese a creer saber “dónde” estaba, se entera de que
no está donde podría estar; en tanto creía, en efecto, estar
donde se había escondido, ahora descubre angustiado dos
cosas: por una parte, que ese escondite no lo es para la
mirada de Dios; por la otra, que pese a la mirada que posa
sobre él y que significa: “Ya sé dónde estás”, Dios le pregun­
ta, sin embargo: “¿Dónde estás?”
Mediante esta pregunta se le señala cuál es el error que ha
cometido: cuando creyó escapar a la culpa ocultándose silen­
ciosamente allí “donde” creía ser invisible, Dios habló y
planteó la cuestión del “dónde”: “No te pregunto dónde te
escondiste, te pregunto ‘dónde estás’ cuando te crees oculto”.
Al verte, te doy a señalar que el lugar “donde” te crees
oculto no es un lugar en que estés de incógnito, y al hablarte,
al preguntarte “dónde” estás, “dónde” estás conmigo, te
indico que existe en ti un punto de libertad del que todavía
no sé “dónde” te llevará: si por mi mirada sé dónde está el
escondite especular topográfico en que te disimulas, no sé,
por el hecho mismo de que te pregunto “¿dónde estás?”,
“dónde” está ese lugar metafórico que sólo tú puedes hallar
para atreverte a contestarme sin huir.
¿Ejercerás ese poder de la palabra que es tuyo para hacer
techouvah, para recuperar el lugar que abandonaste mo­
mentáneamente al apartarte de mí? ¿Sabes que al esconder­
te, al tomar el camino de la culpa vergonzante, eliges
separarte una segunda vez de mí?
Porque has pecado una primera vez, crees que estás
perdido para mí, cuando eres tú quien, al escoger el camino
de la vergüenza, decide perderse por segunda vez: al querer
ocultarte de mí, te pierdes.
Pero “no hay dos sin tres”: puedes renunciar a tu escondi­
te, volver a mí creando mediante una palabra que, al reen­
contrar su raíz, se autorice a contestar mi pregunta: “¿Dónde
estás?”
No obstante, Adán no podrá, como Abraham, encontrar la
enunciación de esa audacia que habría podido hacerle decir:
“Aquí estoy”, o: “Tengo el atrevimiento de hablarle a mi
Señor”.
En lugar de articular, a la manera de Abraham, una
palabra semejante, renunciará una tercera vez: no contesta­
rá: “Aquí estoy, he aquí que soy un ser de palabra”, sino:
“Aquí está la culpable, la mujer”.
Si Adán no se hubiera escabullido así, acusando a Eva, si
hubiera respondido a la pregunta topológica del “dónde”,
habría hecho el acto de retorno por el cual tendría que haber
articulado la enunciación de un yo [je] proferante: “Yo estoy
aquí”. Aquí, en este “árbol de vida” en que la palabra de Dios
puede, de manera viva, articularse al árbol del conocimiento
del bien y del mal.
Esta articulación por la cual los dos árboles se hacen uno
-la “Torá es árbol de vida” (Proverbios 3, 18)- es el secreto
por el que la Torá no disocia, en efecto, la letra y el espíritu
de la ley, sino que los piensa en continuidad.
Que él no haya hecho ese acto de techouvah, de retorno,
acto por el cual habría podido actualizarse el no olvido del
Otro: ésa es, desde un punto de vista bíblico, la verdadera
dimensión del pecado que, en este aspecto, no es el de concupis­
cencia sino el contrario al espíritu: el pecado de olvido.
En este punto surge la diferencia fundamental entre la
interrogación bíblica y la interrogación paulina en cuanto al
pecado: si desde el punto de vista bíblico Adán ha pecado
porque habría podido arrepentirse y no lo hizo, según la
perspectiva de Pablo el pecado no está ahí.
En virtud de la interpretación que da del pecado origina­
rio, Adán no podía, en efecto, retornar a Dios por medio de los
recursos que se le habían dado por la gracia de Este, a saber:
la libertad de apoyarse en la ley de la palabra para tener
acceso al espíritu de la ley viva que es el árbol de vida.
La gran diferencia entre la Biblia y las Epístolas obedece,
efectivamente, a la manera de responder esta pregunta:
¿Adán no quiso retornar a Dios, o no podía hacerlo? Desde
un punto de vista bíblico, no hizo pero habría podido hacer
techouvah; desde un punto de vista paulino, no podía debido
al pecado original.
¿Por qué? Porque sin la mediación de Cristo, la ley del
padre, su palabra dada al hombre, no crea las condiciones de
una posible redención.
En esta perspectiva, Adán está, con respecto a su falta, en
situación de decir exactamente lo que dirá San Pablo de ella
en la Epístola a los romanos: “El bien que quiero no lo hago,
y el mal que no quiero lo hago”.
¿Por qué hago el mal? Porque la carne (Rom., vin, 7) “ni
siquiera puede” someterse a la ley de Dios: “Condena la ley
de Dios a la impotencia” (Rom., viii, 3).
En la medida en que “ni siquiera puede” obedecer, no es
posible juzgar esta desobediencia, pues procede de un “yo [je]
que no elige desobedecer”. El poderío de ese “yo” [“je ”} que
condena la ley de Dios a la impotencia se debe precisamente
al hecho de que, al estar ciego y despojado de libre albedrío,
se sustrae a esa ley que, para actuar, tiene que reencontrar
la libertad del hombre.
Pero aquí se plantea la siguiente cuestión: entre el “yo”
[‘je ”] que, en virtud de la ley de Dios, no “quiere el mal”, y el
que no puede no hacerlo, ¿hay un “yo” [‘je ”] intermedio, un
“yo [“je ”] tercero” que tenga la libertad de juzgar la acusación
que el “yo” [“je ”] del bien le hace al del mal y el poder de hacer
cumplir, tras una deliberación, lo que ha resuelto?
En ese punto, Pablo es categórico: dicho “tercer yo”, que
haría posible el retorno a Dios, no podría existir en el
hombre, de tal modo que: “Querer el bien está a mi alcance,
mas no realizarlo” (Rom., vn, 18).
Desde un punto de vista paulino, es indudable que Adán
quería el bien, pero no podía realizarlo: no podía retornar a
Dios y preguntarle: “¿Dónde estás?”, puesto que, debido al
pecado original, estaba amputado de la parte viva de la ley
que es el árbol de vida, y sólo lo gobernaba el árbol del
conocimiento del bien y del mal. En Pablo, esta fractura
radical entre los dos árboles se manifiesta a través de un
corte entre las diferentes caras de la ley: su letra, su espíritu
y la ley del pecado.
En tanto que en el pensamiento bíblico estos tres aspectos
están articulados, de modo que se encuentran en una enig­
mática continuidad, el corte querido por Pablo introduce un
desenlace entre esos tres componentes de la ley, de tal
manera que cada uno de ellos va a emanciparse, a aislarse y
entrar en un conflicto dualista con los otros dos: conflicto
entre la letra de la ley y su espíritu, entre éste y la ley del
pecado y entre la ley del pecado y la letra de la ley.
Si esta disociación de la ley, que hace imposible la salva­
ción por su intermedio, es ajena al judaismo, es porque la
pregunta con que Dios interpela al hombre - “¿dónde es­
tás?”- es un decir que impone a éste una tarea temible: sólo
aceptará la ley dada por Aquél si no olvida que el interdicto
del bien y del mal está trenzado con el decir de Dios, trenzado
con el espíritu vivo de la palabra de Dios. La ley, en efecto,
no podría entenderse auténticamente si el judío no entendie­
ra al mismo tiempo el decir divino que pregunta “¿dónde
estás?” y el interdicto que ordena; si no experimenta siempre
el temor radical que se deduce de él, caerá en el ritualismo.
Examinemos qué dialéctica profunda y sutil debe adoptar
San Pablo desde el momento en que para él, el amor al hijo,
al sustituir el temor al padre, conduce a reemplazar una ley
una por tres tipos de leyes convertidas en antinómicas: leyes
del espíritu, de la letra y del pecado.
Como vamos a tratar de mostrarlo, es en esta sustitución
donde se encuentra, en nuestra opinión, el origen teológico
del ulterior antijudaísmo.
En una primera etapa, Pablo parte de la siguiente consta­
tación: la ley tiene un poder temible, el de revelar el pecado.
“Yo no habría conocido la codicia si la Ley no me hubiera
dicho: ‘No codiciarás’” (Rom., vn, 7).
“Sobrevenido el mandamiento, el pecado cobró vida” (Rom.,
vil, 9).
“El pecado me sedujo por la voz del mandamiento y por él
me dio muerte” (Rom., vn, 2).
Como fijadora de interdictos (no codiciarás), la ley me
revela por lo tanto dos cosas disimétricas: de manera inme­
diata, me induce al mal (yo codicio), y de manera mediata me
indica -a posteriori—a qué debo renunciar: a la seducción del
mal, para hacer el bien. Ese “bien” es entonces algo que
aparece secundariamente, como deductible del mal, no es
algo a lo que tengo un acceso directo: sólo llego a él indirec­
tamente, no como algo que puedo desear, sino como algo que
no debo hacer.
Pero, va a preguntarse Pablo, si lo que “no quiero, lo hago”
(Rom., vn, 16), ¿quién será responsable? ¿El “yo” [“je ”] que no
quiere el mal (el que Pablo llama “yo” [“m oi”] en Rom., vu, 17)
o el “yo” Yje ”] que hace el mal?
Lo que el apóstol aporta de decisivo es que no hay ninguna
relación entre esos dos “yo” [ ‘j e ’’] y, en este aspecto, el que
hace el mal es empujado en esa dirección por una fuerza
ciega, que aquél denomina pecado y tiene el poder de sedu-
cir me.
Ese “yo” [“je ”] no es el “yo” [“moi"], no es el “yo” [“je ”] que
quiere hacer el bien: “Si lo que ‘yo’ no quiero ‘yo’ lo hago [...]
no soy yo [moi] quien actúa, sino el pecado que habita en mí”
(Rom., vn, 16).
Ese “yo” [‘je ”] del pecado es algo no subjetivable, del que
el hombre no tiene que responder porque no está en su poder
hacerlo: es una fuerza que parece actuar por sí sola, inde­
pendientemente del sujeto, quien, en suma, está situado
como un espectador impotente de lo que sucede. Esta impo­
tencia del hombre proviene por lo tanto del hecho de que se
lo percibe como lugar en que serían vecinas dos instancias
irremediablemente separadas una de otra, por estar despro­
vistas de todo punto en común que pudiera articularlas.
En ausencia de dicho punto en común, el sujeto no tiene
por sí mismo ningún poder para luchar contra el pecado
porque éste, con sede en la carne, está fuera del alcance del
hombre “interior” que quiere hacer el bien.
En este punto, Pablo se enfrenta a un dilema terrible.
¿Qué hay que pensar entonces de la ley dada por Dios si deja
al hombre presa del pecado? ¿Será ella causa de éste?
Frente a esa temible cuestión, que pondría en tela de juicio
a Dios, Pablo encuentra la solución que constituye su gran
originalidad: al mismo tiempo que afirma su concepción
dualista, logra escapar al gnosticismo y elige salvar la ley
postulando que la ley de Dios es buena: no causa el pecado,
no hace más que revelarlo. Ese es el gran descubrimiento de
Pablo, el hallazgo por el cual el pecado original encuentra
derecho de asilo en la nueva religión.
A la pregunta: “¿Lo que es bueno se convirtió en causa del
mal para mí?” (Rom., vn, 13), Pablo responde: “¡Desde luego
que no! Es el pecado: valiéndose de lo que es bueno, me dio
muerte”.
En este aspecto, la ley queda provisoriamente a salvo: “Es
santa” (Rom., vn, 11). Ese salvataje significa, por lo tanto,
que la responsabilidad del mal es enteramente imputable a
la carne. “En mis miembros, descubro otra ley [...] que hace
de mí un prisionero de la ley del pecado” (Rom., vn, 23).
La etapa siguiente del razonamiento de Pablo lo lleva a
plantear que si bien la ley es ciertamente santa, resulta que,
por más que lo sea, es ineficaz, porque no brinda ninguna ayuda
al hombre para luchar contra el pecado. En efecto: “La carne la
condena a la impotencia” (Rom., viii, 3). En ese aspecto, la ley
del pecado es por lo tanto más eficaz que la de Dios.
Esta ley se da así como una instancia idónea para desarro­
llar un saber “intelectual” sobre el bien y el mal. “La inteli­
gencia me somete a la ley de Dios” (Rom., y ii, 25). Se trata en
este caso de un saber muy particular: saber puramente
intelectual desprovisto de toda capacidad de acción, de toda
eficacia simbólica, de todo poder de liberación del hombre
que sigue cautivo de la ley del pecado, que por su parte tiene
el poder de actuar eficazmente sobre aquel a quien hace su
prisionero. San Pablo opone de tal modo un “hombre inte­
rior”, que “se complace” en el pensamiento, en su “inteligen­
cia”, en la ley de Dios, a un hombre prisionero, en acto, de la
ley del pecado. “Me complazco en la ley de Dios en cuanto
hombre interior, pero, en mis miembros, descubro otra ley
que combate contra la que ratifica mi inteligencia: ella hace
de mí el prisionero de la ley del pecado que está en mis
miembros” {Rom., vn, 22).
De ese dualismo entre una ley que hace pensar (la de Dios)
y otra que hace actuar (la del pecado) se deriva una falta ética
que Pablo resume así: “Querer el bien está a mi alcance, mas
no realizarlo, porque el bien que yo quiero, no lo hago, y el
mal que no quiero, lo hago” (Rom., vil, 18).
Nueva etapa lógica en el pensamiento de Pablo. En su
tendencia a situarse en la continuidad de la Biblia (la ley de
Dios es santa), va ajustificar su concepción de la discontinui­
dad de la antigua ley y la nueva extrayendo las consecuen­
cias de su ineficacia con respecto al pecado.
Como la ley de Dios ha perdido toda eficacia simbólica, no
da al hombre el medio de salir de esa cárcel que es el pecado;
al contrario, lo entrega a él y, con ello, conquista un tipo
completamente distinto de eficacia: la que el psicoanálisis se
vio forzado a reconocer al superyó.
En este punto, estamos obligados a admitir que cuando
Pablo habla de “la ley”, no se refiere, en ningún caso, a ésta
en lo que tiene de simbólico, sino a la ley fundamental
persecutoria del superyó que Freud descubrió en la base del
sufrimiento de cualquier síntoma.
La paradoja del superyó obedece al hecho de que el sujeto
humano tiene tal necesidad de “una” ley para existir, que,
cuando falla la ley simbólica pacificadora, se ve obligado a
sustituirla por el reino de esta ley feroz del superyó persecu­
torio. De tal modo, un sujeto que no se haya sometido a la ley
simbólica puede someterse inconscientemente a la ley perse­
cutoria.
Entre mil ejemplos clínicos, tomemos éste, que da La-
can:27 un hombre solicita ayuda del psicoanálisis porque,
escritor, tiene una grave traba en su actividad debido a un
calambre irreductible en la mano derecha. ¿Qué descubre en
su análisis? Que esa mano cuyo uso ha perdido lo remite a un
precepto de la ley islámica -ya que nuestro hombre es de esa
confesión- que dice esto: “Al ladrón se le cortará la mano
derecha”. Ahora bien, el padre del sujeto, acusado de haber
robado, no sufrió ese castigo. Lo que no fue sancionado en él
resulta serlo, de manera aberrante, en el plano de la mano
paralizada del hijo escritor.
¿Cómo debemos comprender el hecho de que el precepto
“se te cortará la mano” haya podido adquirir, sin que el sujeto
lo supiera, el poder de cortarle, en lo real, su actividad
manual?
Es preciso que repensemos la distinción paulina de la letra
y el espíritu de la ley y volvamos a hacernos esta pregunta:
¿qué es el espíritu de la ley?
Frente a los diez preceptos, el hombre judío y el hombre
cristiano se disponen de manera disimétrica: la elección
propuesta a uno no es igual a la propuesta al otro; para el
judío, decir “sí” a la ley no deja de suscitar temor, porque
detrás del interdicto escucha el decir de Dios que lo interpela
sobre la elección que hará de su libertad: ¿responderá “sí” o
“no” a ese decir que trasciende la letra del interdicto?
La dificultad extrema del “sí” obedece a dos cosas:

• por un lado, es el efecto de que habría podido decir “no” pero


le dijo no al no;
• pero, más profundamente, el “sí” dado por el hombre al
decir de Dios es un acto que se produce en la libertad en que
el sujeto hace la experiencia de la soledad más radical: el
carácter extremo de esta solución obedece al hecho de que,
2' J. Lacan, Le Séminaire. Livre 11. L e M o i dans la théorie de Freud et
dans la technique de la psychanalyse, París, Seuil, 1978, sesión del 16 de
febrero de 1955 [traducción castellana: E l Seminario de Jacques Lacan.
Libro 2. E l yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. 1954-
1955, Buenos Aires, Paidós, 1983],
durante el tiempo infinitesimal en que el sujeto duda y
delibera entre el sí y el no, Dios se ausenta, calla, lo deja solo
con esa posibilidad de decir “sí”.
En este aspecto, el “buen decir” no es decir “el” bien, sino
“decir bien” el “sí”.

En ese instante de desamparo, el sujeto debe encontrar


por sí mismo el camino del “tercer yo” [“je ”}. El “por sí mismo”
significa que en ese punto está en una zona oscura donde ya
no hay código caminero ni ley susceptible de inscribirse que
permitan indicar cómo hacer para tener la garantía de
encontrar la justeza del decir.
Esta zona oscura es la del dios oculto que deja al hombre
abandonado y desgarrado en su acto de deliberación. Luego
de habérsele revelado de manera petrificante al decirle
“¿dónde estás?”, Dios retorna al silencio del que había salido,
deja al hombre la pregunta planteada. Y ahora, he aquí que
es el hombre quien se la devuelve y lo interroga: “¿Dónde
estás? Padre, ¿por qué me has abandonado?”
Entre el instante en que Abraham se oye preguntar
“¿dónde estás?” y el momento en que encuentra la posibili­
dad de contestar “aquí estoy”, está el enigmático tiempo de
latencia psíquica que experimenta el sujeto cuando queda
petrificado por la manifestación del significante del Nom-
bre-del-Padre: si lo está por la manera en que ese significan­
te se manifiesta, no lo está menos por la forma en que se
eclipsa, se retira ni bien revelado. Es en ese tiempo de
latencia en que el Otro se ausenta luego de haber estado
presente, cuando Abraham, estupefacto, encuentra la posi­
bilidad de un camino que lo saque del estupor, camino por el
cual se articula, en la soledad extrema, ese “tercer yo” a cuya
posibilidad renunció Adán.
El hallazgo de la posibilidad, como tal, de ese “tercer yo”,
es precisamente lo que recusa la concepción paulina, en la
medida en que, por la gracia de Dios, el hombre cristiano se
sustrae a la cuestión de la posibilidad de encontrar, durante
el tiempo en que Dios se eclipsa, el camino del bien: en la
perspectiva cristiana, el hecho de poder hacer se sustituye por
el de hacer el bien. En efecto, si el cristiano escapa a la
maldición del pecado originario, esto no lo pone en la situa­
ción de poder hacer el bien sino de hacerlo.
En este aspecto, san Agustín evoca a San Pablo cuando
ruega a los corintios: “No dice oramos para que podáis hacer
el bien, sino para que hagáis el bien” (Cor., n, 13-17).
Más adelante, cita a Mateo, x, 20: “Quien habla en voso­
tros es el espíritu de vuestro padre”, y señala: “No dice ‘es el
espíritu de vuestro padre el que os dio el poder de hablar
bien’, sino ‘quien habla en vosotros’”.
Esta puesta en perspectiva, por parte de Agustín, de la
diferencia que hay entre poder hacer y hacer, entre poder
hablar y hablar, indica el punto de un abismo entre judaismo
y cristianismo: si se me dio la posibilidad de hablar, en
cuanto el espíritu del padre habla en mí, puedo creer, en el
instante en que hablo, que ese “yo” [“je ”] está garantizado en
lo que dice por la presencia actuante de la gracia.
Al contrario, si se me da la posibilidad de hablar no porque
el padre me hace la gracia de “estar” ahí cuando hablo sino
únicamente porque me concede el don gracioso de ser capaz
de poder hablar con justeza, la situación creada es comple­
tamente distinta: entonces, el silencio contra el que se
destaca mi palabra me remite al hecho de que ese silencio no
está habitado por una presencia que la autentifique, sino
que está vacío de toda presencia garantizante.
¿Cómo sostener la palabra desde un vacío semejante?
Mediante lo que puede llamarse la audacia, otorgada por el
deseo inconsciente. Cuando Abraham, por ejemplo, se atreve
a oponerse a Dios: “Yo, que soy polvo y ceniza, soy muy audaz
al hablar a mi Señor”, lo único que lo sostiene es su audacia.
¿Cómo ha de saber, en el momento en que habla así, si
tiene la garantía de cumplir la voluntad divina? En el
segundo que precede a la respuesta de Dios, ¿cómo puede
saber, por una parte, que Este va a responderle y, por la otra,
que no va a hacerlo fulminándolo? Si hay audacia en Abra­
ham, consiste en que acepta hablar sin tener la garantía de
estar en la voluntad de Dios. Al respecto, es preciso que
opongamos, de manera muy marcada, la dimensión del
temor de Abraham al toparse con la ley de Dios a la dimen­
sión de “placer” evocada por Pablo en ese encuentro, cuando
dice: “Me complazco en la ley de Dios en cuanto hombre
interior” (Rom., vn, 22). Y cuando agrega que “estoy sometido
a ella por la inteligencia” (Rom., vn, 25), señala hasta qué
punto la ley del bien y del mal está para él radicalmente
despojada de la presencia afectante del decir de Dios que,
para Abraham, no es nunca presencia que se dirija a lo que
sería en él una actividad “intelectual” amputada de su raíz
afectiva.
El temor de Abraham, que está en el extremo opuesto del
“placer” que Pablo extrae de la ley de Dios, atestigua el
camino interior cuyo precio paga para que “desde las profun­
didades” pueda surgir el “tercer yo” del que hemos hablado.
Así, escapa radicalmente a la problemática que da san
Agustín del camino en que el hombre cristiano puede orien­
tarse para ir hacia el bien. Apoyado en san Mateo, Agustín
nos dice: “El árbol bueno no puede producir frutos malos, ni
un árbol malo buenos frutos”.Y prosigue (la crisis pelagiana,
la gracia de Cristo) oponiendo a “aquel cuya voluntad es
mala, es decir, el árbol de malas raíces, el hombre bueno en
cuanto configura un árbol bueno cuando recibe la gracia de
Dios, pues no es por sí mismo que de malo se constituye en
bueno [...] le es necesaria la ayuda de la gracia, sin la cual no
puede hacer algo bueno”.
Del mismo modo, la razón por la que Abraham es un justo
es radicalmente diferente desde un punto de vista judío y
uno cristiano: para Agustín, es sin duda un “árbol bueno”
porque recibe la ayuda de la gracia de Jesucristo, que está
allí desde toda la eternidad. Desde un punto de vista judío,
si Abraham está en la justicia de Dios, no es en absoluto
porque sea un “árbol bueno” que hace el bien por contar con
la ayuda de la graciosa voluntad divina: es porque elige por
sí solo (contrariamente a Noé, que permanece silencioso ante
la voluntad divina de enviar un diluvio contra la humanidad)
oponerse a Dios sin la gracia de Dios, al hablarle cara a cara.
La elección de Abraham no incumbe a un libre albedrío
psicológico sino espiritual, al que nadie podría tener acceso
sin experimentar el temor más extremo: temor de asumir el
más extremo de los deseos humanos, aquel por el cual
el hombre se atreve a responder a la pregunta: “¿Dónde
estás? ¿Dónde está el hombre?”
¿Ese libre albedrío se anula en el cristianismo? No del
todo: si el hombre no tiene la libertad y la posibilidad de ser
santo sin el concurso de la gracia, puede elegir, a falta de
poder hacer el bien, el hecho de no aceptar el mal. Al
respecto, Agustín suaviza la posición de Pablo (“no hago el
bien que quiero pero cometo el mal que odio”) al hacer notar
que el hombre, en nombre del libre albedrío, puede no hacer
el acto de concupiscencia, con la salvedad de que esta
renuncia no significa, empero, una realización “total”, por­
que renunciar a la concupiscencia no entraña automática­
mente liberarse de ella.
¿Cómo hacer para que el pecado que sigue residiendo en la
carne deje de ser una causa incesante de tormento? La
solución de Agustín es ésta: se trata de protestar subjetiva­
mente contra la persistencia del pecado tomándole odio: “en
tanto odia su concupiscencia, hace el bien”.
Así, sin el medio sobrenatural de la gracia que puede
liberarlo de la concupiscencia, al hombre le queda el uso de
un libre albedrío para luchar -mediante el odio- contra el
pecado.
Empero, como lo mostró con claridad Pablo de Tarso, ese
libre albedrío puede vivirse como una cárcel: el hombre
sediento de libertad espiritual se ahoga bajo el peso de la
libertad “intelectual” cuando ésta, sometida al interdicto
divino concerniente al árbol del conocimiento del bien y del
mal, deja de estarlo al decir del árbol de vida.
El espíritu de la ley es lo que se alcanza cuando el sujeto,
al mismo tiempo que habla con las palabras que recibe de la
ley simbólica, no se sitúa como ajeno a ésta, pese a que lo es,
dado que ella es preexistente y él no es su autor. En la medida
en que está embargado por el temor a Dios no se sitúa como
ajeno a esa extranjera que es la ley y asume su espíritu.
Nombrar la parte del individuo que es “no ajena” a esa
extranjera que es la ley simbólica no nos resulta imposible:
es ese “tercer yo” al que se convoca a devenir desde las
profundidades -deprofundis-, a través de la pregunta hecha
a Adán: “¿Dónde estás? ¿Dónde está ese tercer yo?”
Pero no por ser convocado viene automáticamente: la
respuesta al llamado es más compleja que la dada al manda­
miento superyoico que exige una obediencia automática;
requiere que el sujeto acepte, con la pérdida de la inocencia
en el temor y el temblor, escuchar la pregunta del “¿dónde
estás?”
Ese temor y ese temblor significan que el sujeto sabe
entonces, en la inocencia perdida, que el precio a pagar para
tener acceso al espíritu de la ley es “caro”: precio de la
angustia de castración, exigible para que aquél se arranque
de la posición dualista que lo diva entre un sujeto que quiere
el bien y otro que hace el mal, para elevarlo a una posición
de sujeto ya no clivado sino dividido.
¿Qué es el sujeto dividido? Un nuevo sujeto que, nacido de
las profundidades de lo inconsciente, ya no tiene un saber
“intelectual” sobre el bien y el mal, ya no está “sometido por
la inteligencia a la ley de Dios”: efectivamente, este nuevo
sujeto ya no tiene un conocimiento intelectual de la ley,
porque se convierte en efecto de ésta, que por su intermedio
recupera su eficacia simbólica: la identidad metafórica entre
el tercer “yo” [“je ”] y la tercera persona que es la dritt Personn
marca el éxito de la metáfora paterna.
Este nuevo sujeto es el que desea el espíritu de la ley.
Indica la transmutación en que el deseo del Otro se convierte
en deseo del sujeto. Si su advenimiento no se produce,
aparecerá en su lugar, para sustituir la ley simbólica, la ley
superyoica que se le dará como una pura letra, desconectada
de la significación metafórica. Cuando la letra está así, no
subjetivada por el sujeto, se transforma en mandamiento
exterior (el superyó) que produce una conminación que aquél
no puede discutir: si esa conminación dice “se te cortará la
mano”, así se hará, no simbólica sino realmente.
Dicho esto, el camino de la curación, para ese hombre con
la mano paralizada, pasará por la sustitución de la ley
persecutoria por una ley simbólica, pacificadora, fundada en
un corte simbólico al que el sujeto, a causa de los avatares de
su historia, no había podido tener acceso.
¿Qué es un corte simbólico?
Un acto de alianza simbólica por el cual el sujeto hace el
duelo de una parte de su cuerpo, para que éste lleve la huella,
la marca, del hecho de que el surgimiento de la palabra en el
ser humano sólo tiene lugar si se paga el precio de una libra
de carne: si la circuncisión es una castración simbólica y no
real, es porque su función no consiste en instaurar una
impotencia sexual en el hombre, sino, al contrario, la poten­
cia, puesto que lo que así llamamos, “potencia”, sólo resulta
posible si el hombre asume el duelo exigido por el reconoci­
miento de la muerte: en esta perspectiva, la curación del
individuo con la mano cortada pasa por el hecho de que ésta
haya dejado de ser el lugar de una sanción real, punitoria de
un delincuente, para convertirse en el de un corte simbólico,
es decir, el lugar de una circuncisión que ya no disocia
“circuncisión de la carne” y “circuncisión del espíritu”. Este
caso clínico tiene el mérito de explicitar que la noción de “ley”
no designa un campo unívoco sino un real antinómico: el
destino del hombre, desgarrado entre dos caras contradicto­
rias de la ley, pacificadora o persecutoria, se orienta por la
forma en que recibe una u otra. En resumidas cuentas,
¿la ley es para el “Justo” o para el “delincuente”?
Sobre esta cuestión, Pablo no tiene ninguna duda: “La ley
no es para el justo, sino para la gente insumisa y rebelde,
impuros y pecadores, sacrilegos y profanadores, parricidas,
mercaderes de esclavos, mentirosos, perjuros” (Tim ., i, 9).
Esta concepción de una ley “no para los justos” sino para
los delincuentes, es efectivamente la de la ley de vigilancia
policial de que habla Pablo: “La ley ha sido nuestra vigilante”
(Gal., m, 24).
Ultima etapa de la lógica paulina: ¿quién no se escanda­
lizaría ante una ley tan inhumana? De tal modo, Pablo,
lógico consigo mismo, se ve obligado a situarse como una
especie de insumiso, de rebelde, y propone liberarse del yugo
de la esclavitud de esta ley que mantiene al hombre en
cautiverio. Es en ese concepto que invoca el término “liber­
tad” (Gal., v, 1) otorgada por el hecho “de no servir más ‘bajo
el régimen perimido de la letra’ sino ‘bajo el nuevo régimen
del espíritu’” (Rom., vn, 15).
Con la introducción de esta nueva ley, ley del espíritu, la
dialéctica dualista de Pablo llega a su término.
¿Qué es ese dualismo? La aparición del par conflictivo
entre. el espíritu, la letra y la carne: allí donde la ley
simbólica anudaba juntos estos tres registros, Pablo reem­
plaza el enigma de esa unidad por su desanudamiento en
tres tipos de leyes que entran en conflicto dos a dos y
determinan tres tipos de conflictos: de la carne y la letra, de
la letra y el espíritu y del espíritu y la carne.

Los tres conflictos


y las tres caras
del antisemitismo

En el conflicto de la carne y la letra, la letra de la ley se revela


impotente para luchar contra la ley del pecado, porque “la
carne la condena a la impotencia” (Rom., viii, 3) y “el
movimiento de la carne es revuelta contra Dios, no se somete
a la ley de Dios y ni siquiera puede hacerlo” (Rom., viii, 7).
El argumento antisemita que se desprende de este primer
conflicto obedece a que, al no permitir la letra de la ley
evadirse del pecado carnal, los judíos están consustancial­
mente ligados a la maldición de la carne: “Todos los practi­
cantes de la ley están bajo el peso de la maldición” (Gal., iii, 4).
Más adelante veremos cómo, a partir de este enunciado,
Pablo fundará la división judíos/cristianos sobre el par
“Israel según la carne” e “Israel según el espíritu”.
Dejo a la reflexión del lector la tarea de analizar la
proliferación que, a continuación, sufrió esta asociación de
los judíos con el dominio de la carne: por un lado, la de la
lujuria, la rapacidad y la avaricia, y por el otro, la de la carne
en cuanto reconocible en una filiación étnica.
El segundo conflicto es el de la letra y el espíritu, en la
medida en que el espíritu de Dios, cuando no está presenti-
ficado por su hijo, es impotente para transmitirse por su
letra: la práctica de ésta, en efecto, enceguece a los judíos y
les impide alcanzar la iluminación del espíritu. Este ence-
guecimiento se produce, ante todo, en la puesta en acción de
la letra de la ley, a través de lo que Pablo denomina “las
obras”, en particular la práctica de la circuncisión, y en la
manera en que leen: “Cada vez que leen a Moisés cae un velo
sobre su corazón” (Cor., u, 13-16).
Con respecto a ese velo, Pablo llegará a imputar su
responsabilidad a Satán, a quien, en un movimiento en que
se confiesa una influencia gnóstica, va a calificar de “Dios de
este mundo”: “Nuestro evangelio sigue velado para los incré­
dulos a quienes el Dios de este mundo les encegueció la
inteligencia, a fin de que no percibieran la iluminación del
evangelio” (Cor., n, 3).
San Agustín sacará de esta noción de ceguera de los judíos
los planteamientos que ya son conocidos.
Pablo desarrolla el segundo aspecto del conflicto entre la
letra y el espíritu en lo que dice de los judíos que ponen en
práctica la ley para justificarse ante Dios. La ruptura con
Pedro y Santiago se produce, en ese respecto, en relación
con la práctica de la circuncisión, a la que ellos se mantienen
fieles: “Yo, Pablo, os digo, si os hacéis circuncidar, Cristo ya
no os servirá de nada [...]. Habéis roto con Cristo y colocáis
vuestra justicia en la ley: habéis caído de la gracia” (Gal., v, 1).
Las palabras que emplea para fustigar a los dos apóstoles
merecen recordarse porque indican una dirección semántica
que el vocabulario antisemita jamás abandonará: la de
“falsos hermanos”.
En Filipenses habla de “falsos obreros”, en Gálatas n de
“doble juego” y en Corintios n de “falsos apóstoles”, “falsa­
rios disfrazados de apóstoles de Cristo”, y llega incluso a
añadir: “No hay en esto nada sorprendente, ya que el mismo
Satán se disfraza de Angel de Luz”.
Se sabe qué éxito conocerá, en el discurso antisemita, esta
asociación de la falsedad del judío con Satán. La noción de
mentira designa el punto preciso en que Pablo rompe con la
ética judía, que no sitúa jamás el pecado en el plano de la car­
ne, es decir en el de lo que no habla, sino -siempre- en el de
la palabra, esto es, en el nivel de lo que tiene la posibilidad
de mentir.
Para el hombre de la Biblia, mentir es olvidar a Dios.
Ahora bien, la verdadera asunción de la ley implica poner en
acción su letra sin olvidar el espíritu de Dios. Pero no olvidar
el espíritu entraña una dificultad específica, porque el acto
ritual no concede la garantía de estar espiritualmente pre­
sente en Dios. De tal modo, hay en la ley esta paradoja:
aunque sea manifestación de una presencia de Dios, deja al
hombre en cierta soledad, por lo que es en un rumbo solitario,
por ejemplo el estudio, donde el sujeto tiene que recuperar el
camino del espíritu que el olvido tiende a perder.
Ese trabajo de no olvido siempre debe rehacerse, pues
siempre hay que deshacer el pecado, que es el olvido del que el
hombre no es irresponsable, aunque actúe sin que él lo sepa.
Si el hombre de la Biblia no puede decir como Pablo: “Si lo
que yo no quiero, lo hago, no soy yo quien obra, sino el peca­
do que habita en mí”, es porque para él esos dos “yo” [“je ”] no
están disociados: no lo están porque el “yo” [“je ”] que quiere
el bien -e l que busca el espíritu- y el que hace el mal -el que
quiere olvidar- están en continuidad debido a la existencia
de un tercer “yo” [“je ”] , solicitado por la primera pregunta de
Dios: dónde estás.
Cuando se produce la puesta en continuidad de esos tres
“yo” [“je ”], la letra, el espíritu y la carne no se relacionan a
través de conflictos dualistas porque están anudados: la
concepción dualista de Pablo que opone, por ejemplo en
la circuncisión, la idea de un afuera visible en el que actua­
ría la circuncisión de la carne y la de un adentro oculto,
donde se efectuaría la del corazón, puede comprenderse así
como manifestación de un pensamiento que renuncia a
pensar la continuidad de lo oculto y lo visible. En esta
perspectiva, Pablo se ve inevitablemente forzado a decir
esto: “No es circuncisión la marca visible en la carne, mas lo
que está oculto lo que hace al judío, y la circuncisión es la del
corazón, la que se hace según el espíritu y no según la letra”
(Rom., ii, 28).
El hombre de la Biblia, que nunca tiene la garantía de
establecer de una vez por todas esa continuidad, que es el no
olvido mismo, está así obligado a sostener una lucha ince­
sante, pero no desesperada. ¿Será esa desesperanza la que
empuja a Pablo a pensar que sin la intervención de un Dios
salvador, el hombre no puede salvarse por su piedad?
Al reemplazar una ética que, fundada en la palabra,
atribuye al hombre la responsabilidad de la mentira como
pecado siempre posible, Pablo funda otra en la cual el pecado
remite a lo que funda en el hombre la posibilidad de una
conquista de la inocencia: el asesinato de la carne. Si la
mentira, en cuanto ligada al dominio del lenguaje, jamás
puede matarse de una vez por todas, la carne, por su parte,
queda aniquilada para Pablo de una vez y para siempre a
través de la crucifixión de Cristo. Esta declaración de inocen­
cia es dada por Cristo a aquel que, al sustraerse al yugo de
la ley antigua, obtiene “la” libertad. Desde el punto de vista
de la Biblia, semejante concepción de “la” libertad se presen­
ta, al contrario, como renuncia a la libertad, que remite al
riesgo eminentemente humano de interpretar.
En la medida en que la actividad fundamental consistente
en poner en práctica la ley es acto de habla, de interpretación
de la letra, el judío es sujeto de la palabra que tiene que
autorizarse a interpretar la palabra revelada. Al hacerlo,
será el primero de la larga serie de los herejes. Su herejía
consiste en hacer “interpretaciones insensatas” 28 de la Bi­
blia y no reconocer que todas las cuestiones que plantea
caducaron desde que el misterio bíblico perdió de una vez y
para siempre su secreto por haberse revelado con toda
claridad en Cristo.
En esta perspectiva, la noción del oscuro “designio” en el cual
la Biblia señala los indicios de la enigmática voluntad divina es

28 P ierre Legendre, “Expertise d’un texte”, en Colloque de M ontpellier,


L a Psychanalyse est-elle une histoire ju iv e ?, París, Seuil, 1981 [traducción
castellana: E l psicoanálisis, ¿es una historia ju d ía 1?, Buenos A ires, N u e v a
Visión].
sustituida por Pablo por la noción iluminadora, completamen­
te original, de “predestinación”, que aparece cinco veces en las
epístolas (Rom., v i i i , 29-30; Cor., i , 2-7; Ef., i , 5-11). Con esta
clave, en lo sucesivo es posible leer la Biblia despojándola de
hecho del carácter insondable de la voluntad divina.
En efecto, aunque evoque los decretos “insondables” y los
caminos incomprensibles de Dios (Rom., vm, 11-33), Pablo
propone al mismo tiempo una interpretación a través de la
cual la voluntad divina pierde, en rigor de verdad, todo su
misterio, para volverse completamente comprensible. La
piedra angular de esta nueva interpretación se basa en la
analogía entre su concepción de la carne del hombre y la de
“Israel según la carne”.
Mediante ella, va a elevar y transformar un conflicto
psicológico entre la carne y el espíritu en un conflicto esca-
tológico entre el destino de “Israel según la carne” y el de
“Israel según el espíritu”. Por esta analogía, que será una de las
cunas fundamentales del antisemitismo, “Israel según la car­
ne” (vale decir, el pueblo judío) quedará amputado de Dios
Padre, de acuerdo con el movimiento mismo por el que todo
hombre, en su plano camal, está apartado de Dios y condenado
por ello a la decadencia y, con la Shoah, al estatus de desecho.
Así, en tanto Freud funda el antisemitismo en el devela-
miento efectuado por Pablo de un parricidio originario real,
fuente de culpa superyoica, nosotros proponemos, al contra­
rio, fundar sus tres aspectos en las consecuencias de la
veladura establecida por las Epístolas de Pablo: identifica­
mos la verdadera fuente teológica del antijudaísmo en la
veladura de la eficacia metafórica de la ley y el precio a pagar
(el temor a Dios), para que la eficacia del significante pueda
producir un punto de almohadillado entre sujeto significan­
te y significado.
Que la creación de este punto de almohadillado sea, según
Lacan, el origen del temor29que embarga al hombre bíblico

29 J. Lacan, Le Séminaire. Livrem . Lespsychoses, París, Seuil, 1981, p.


304 [traducción castellana: E l Seminario de Jacques Lacan. Libro 3. Las
psicosis. 1955-1956, Buenos Aires, Paidós, 1984].
frente a su creador atestigua que ese temor no es efecto de
una culpa causada por un asesinato real, sino de la asunción
de la deuda simbólica del hombre con la metáfora lenguajera.
En nuestra opinión, ese temor no deja de recordarse a los
cristianos en esta pregunta persecutoria que reciben de los
diez preceptos: “¿Estás seguro, por tu fe en un hijo redentor,
de estar exento del precio a pagar para ser legítimamente
hijo de la palabra?”
¿El odio antisemita no debe comprenderse entonces como
el precio pagado por el cristiano para escapar a esa pregun­
ta? Por un lado, se lo empuja a asumirla, ya que, en tanto
sujeto de lo inconsciente, sabe que en ella resuena la justeza
de la deuda simbólica, pero, por el otro, en el nivel de su yo
[moi], no puede hacerlo sin toparse al punto con una duda
radical con respecto al triunfo del hijo redentor que le
propone quedar exonerado de esa deuda simbólica.
De tal modo, está condenado a reprimir o negar esa
pregunta. Pero ni bien lo hace, lo asalta la culpa, porque es
imposible que el yo [moi] niegue impunemente una pregunta
a cuya justeza lo inconsciente tiende a decir “sí”.
Así, pues, debido a que resulta imposible negar sin culpa
la cuestión de la deuda simbólica, surgiría, según nuestro
parecer, el odio antisemita hacia el pueblo judío que, al
encargarse de no olvidarla, no deja de recordar a quien
quiera hacerlo que, si lo hace, se avergonzará de actuar
contra su propio deseo inconsciente.
LA PULSION INVOCANTE
Y EL MALESTAR
EN LA CULTURA
FREUD ENTRE ANANKE,
LOGOS, EROS Y TANATOS

En la medida en que remite al asesinato prehistórico de la


horda, la hipótesis del asesinato real de Moisés no carece de
consecuencias para la concepción freudiana del fin del aná­
lisis. Esta concepción, como caída de las ilusiones transfe-
renciales, encuentra en efecto un punto de retención en la
noción de asesinato primitivo, dado que éste, que no es un
fantasma edípico sino un acto real, induce un retorno en lo
real de un padre fantasmagórico que no tiene nada de
ilusorio. En tanto que la ilusión de un padre imaginario
idolatrado como consolador puede caer con el análisis, la
relación con el padre fantasmagórico, no ilusoria, no se
desvanece. Entonces, ¿qué cabe esperar, según Freud, del fin
de un análisis? Una especie degentlemen agreement entre el
analizante y el analista, por poco que el primero quiera
asumir realmente una contradicción: renunciar por un lado
al consuelo infantil que deducía de la creencia en un padre
imaginario todopoderoso, pero por el otro no denunciar la
existencia de la culpa hacia el padre muerto vivo que asedia
lo real.
Esta contradicción nos indica de entrada la posición para­
dójica de Freud con respecto a esa conquista que, para él, es
el ateísmo: por una parte, no hay que creer en el padre pero,
por la otra, debido a la persistencia inexpiable de la culpa, es
imposible no creer en él. ¿No es sorprendente, en ese aspecto,
que Freud, en relación con la piedad judía, se incline a
interpretar el sentimiento de culpa como si hubiera tenido,
acaso, la función de luchar contra el ateísmo? “El pueblo [...]
no se dejaba invadir por la incertidumbre: su creciente
sentimiento de culpa sofocaba la duda de la existencia de
Dios”. 1
A l parecer, esa contradicción no lo satisface: los escritos
que nos deja atestiguan que su ateísmo no había alcanzado
el nivel de serenidad de ese judío ateo al que tanto admiraba,
Spinoza. Cuando en 1927 le escribe a Lou Andreas-Salomé
que se maravilla de que ésta aún pueda regocijarse con el sol,
dado que para él sólo rigen ya la aspereza de la vejez, el
desencanto, el frío interior, ¿cómo tenemos que entender
el hecho de que asocie ese desencanto a su lucha permanente
contra las ilusiones? En efecto, ¿por qué esa desilusión debe
conducirlo a un pesimismo que le impide alegrarse por la
existencia y exigir de él una posición de estoico que lo empuja
“a soportar la vida como si fuera una carga”?
¿Hay en la concepción que se hace de la realidad algo que
pueda explicar su dificultad para captar el amor a la instan­
taneidad dionisíaca que, por ejemplo para Heráclito, son la
luminosidad y el calor del sol?2 Freud nos deja tres pistas
para abordar lo que según él estructura la realidad. La
primera es la de una concepción de ésta que, en nombre de
la racionalidad de las Luces, se pretende científica. La
segunda es la de una realidad tejida por el par Ananké-
Logos, y la tercera, igualmente patrocinada por dos divinida­
des griegas, es la de una realidad estructurada por Eros y
Tánatos.
Si Freud hubiera vinculado estos dos últimos pares y
ligado a Tánatos con la necesidad y a Eros con el Logos, tal
vez se habría aproximado a la teoría lacaniana de ese
significante del Nombre-del-Padre que es el significante
primordial por el cual el logos se implanta en el humano y
deduce de él ese impuesto a pagar que es el de la muerte. Lo

1 S. Freud, M oise et le monothéisme, op. cit., p. 97.


2Heráclito, fragm ento 7: “E l sol es nuevo cada día porque participa del
poder dionisíaco”.
cierto es que, si se ve obligado a reconocer la instancia del
padre simbólico, es por intermedio de esos dos pares de
divinidades cuyo patrocinio asume. ¿Por qué esta asunción
debe hacerse en su caso según el modo estoico que ya hemos
mencionado? Pregunta que exige el examen del estatus que
asigna a Ananké.
En la forma en que se identifica con Leonardo da Vinci
comprendemos por qué la relación de Freud con la necesidad
es una relación de resignación. Una de sus tesis sobre
Leonardo es que éste, contrariamente a Fausto, que cambió
el saber por el amor, habría sacrificado el amor para dar libre
curso a su curiosidad apasionada por el saber.
Freud nos revela ahí uno de sus secretos: su identificación
con Leonardo nos indica que su propia inclinación apasiona­
da por el saber habría exigido el sacrificio del amor. En
nuestra opinión, este corte dualista entre el afecto y el
intelecto está en relación con el establecido entre Ananké y
Logos: al disociar a Ananké, necesidad impersonal, de la
fuerza individualizadora que es el logos, Freud se aparta de
la posibilidad de considerar que la articulación de ambas
fuerzas introduce la noción de una necesidad ligada al poder
mismo del logos. Si hubiera concebido un vínculo semejante,
habría podido parecerle que esa necesidad conjugaba el
carácter impersonal implacable de la ley (poder que tiene el
logos de transmitir el “hablaser”) * y el afecto de amor, pero
también el descubrimiento de la “función de la libertad”.3
Así, debido a que Ananké está disociada del logos, la
necesidad, privada del recurso creador de la palabra, se
convierte, contrariamente a la de Spinoza o Nietzsche, en
una necesidad cargada de significación superyoica. El carác­
ter desencantado de la resignación de Freud cobra todo su
sentido si nos demoramos en la manera en que, para soste­
ner su ateísmo militante, afirma altivamente que no quiere
ningún consuelo del padre grandioso de la religión. Puesto

* L a g ra fía de la p a la b ra en el original, par-Vétre, en vez de la habitual


parlétre del lacanismo, permite aventurar tam bién la traducción literal
wpor el ser” (n. del t.).
3 J. Lacan, L e Séminaire. Livre xi..., op. c i t p. 227.
que lo real al que remite la palabra “consuelo” acaso no sea
semánticamente tan unívoco como lo deja entender Freud.
Cuando éste evoca, con ese término, el carácter regresivo,
infantil de quien, para dar sentido a su existencia, llama en
su auxilio al padre omnipotente de la infancia, se incluye
en el linaje del ateísmo del siglo xvm que enseñó a repudiar
la dimensión idolátrica y supersticiosa del padre divino.
¿Pero la índole sumaria de este ateísmo no permite plantear
tal vez la cuestión de uno completamente distinto, referido
no al padre imaginario, sino al padre simbólico?
Al respecto, ¿la afirmación de Ananké no será lo que
contraviene un ateísmo que implica la recusación misma del
sentido adquirido por el destino tan pronto se lo bautiza
“necesidad”? Cuando Lacan propone dar al ateísmo una
forma más radical que la de las Luces y sostiene que el Otro
está agujereado y es inconsciente -que hay, en suma, un
agujero en la necesidad-, se aparta de toda resignación
planteando que precisamente porque hay un agujero en la
necesidad significante -e l traumagujero-, el hombre dispo­
ne del poder increíble de probar que no está solo: en el punto
en que el logos falta y deja al yo [moi] radicalmente solo, el
sujeto de lo inconsciente puede demostrar, precisamente,
que no está ni ausente ni solo; puede articular un significan­
te que por una parte le da existencia y por la otra tiene el
poder paradójico de invocar una alteridad, no la que ya no
está ahí, sino la que todavía no está.
En este punto, llegamos al lugar más íntimo de la contra­
dicción señalable en el pensamiento de Freud. En tanto en su
rumbo teórico consciente, cuando se trata de pensar la
cuestión del padre, somos testigos de la producción de un
discurso que, para justificar su ateísmo, anuncia que él está
estoicamente solo, voluntariamente desencantado por el
hecho de haber renunciado a invocar una alteridad consola­
dora, podemos indicar, en el trabajo inconsciente que lo lleva
a inventar lo inconsciente, un rumbo en que se afirma, no
una demanda, sino la invocación de una alteridad que lo
empuja a descubrir ese “Alter” absoluto que es ese incons­
ciente.
Para poner de relieve la dimensión de esa invocación, cito
el largo comentario mediante el cual la circunscribe Lacan
en Freud, con respecto a la producción del significante
“trietilamina”, sacado del sueño de Irma:

C u a l u n orá cu lo , la f ó r m u la n o d a n in g u n a r e s p u e s t a a n a d a .
P e r o la m a n e r a e n q u e se e n u n c ia , su c a rá c te r e n ig m á tic o , es
s in d u d a la co n te sta c ió n a la p r e g u n t a s o b re e l se n tid o d e l
su e ñ o . P o d e m o s c a lc a r la d e l a fo r m u la c ió n is lá m ic a : “N o h a y
m á s D io s q u e D io s ”: n o h a y m á s p a la b r a , m á s so lu c ió n a
v u e s tr o p r o b le m a q u e l a p a la b r a [...].
O t r a v o z to m a l a p a l a b r a . [...] P o d r ía m o s lla m a r N e m o a ese
su je to a l m a r g e n d e l su je to q u e d e s ig n a t o d a la e s t r u c t u r a d e l
su e ñ o . [...] N o h a y o t ra p a l a b r a d e l su e ñ o q u e l a n a t u r a le z a
m is m a d e lo sim b ó lic o . [...]
E s a p a l a b r a n o q u ie r e d e c ir n a d a , com o n o s e a q u e es u n a
p a la b r a [...]. S e r í a u n a p a l a b r a d e lir a n t e si el su je to in t e n ta ­
r a p o r s í solo e n c o n tr a r a h í, a l a m a n e r a e n q u e p o d r ía
p r o c e d e r u n o c u ltista , l a d e s ig n a c ió n se c re ta d e l p u n to d o n d e
e stá , e n efecto, la so lu c ió n d e l m is te rio d e l su je to y el m u n d o .
P e r o él n o está solo.
F r e u d , c u a n d o n o s c o m u n ic a el secreto d e e se m is te rio lu c ife -
rin o , n o está solo e n l a co n fro n ta c ió n con ese su e ñ o . A s í com o
en u n a n á lis is el s u e ñ o s e d ir ig e a l a n a lis t a , F r e u d , e n el
su e ñ o , se d irig e y a a n osotros.
Y es p o r eso q u e e s t a ú lt im a p a l a b r a a b s u r d a d e l su e ñ o no es
u n d e lirio , p o rq u e F r e u d , p o r in t e rm e d io d e él, se d e ja o ír a n te
n o so tro s. [...]
N o es sim p le m e n te , e n s u caso, q u e e n c u e n tre a l N e m o q u e
r e p r e s e n t a s u in c o n sc ie n te . A l c o n tra rio , es él q u ie n h a b la y
a d v ie rt e q u e , sin h a b e r lo q u e rid o , sin h a b e r lo recon ocid o en
u n p rin c ip io , n o s dice [...] a lg o q u e es a l a v e z é l y y a n o lo e s .4

Algunas líneas más adelante, Lacan utiliza ciertas expre­


siones que atribuyen a Freud determinada relación con el
sentimiento oceánico:

S o y a q u e l q u e q u ie r e s e r p e rd o n a d o p o r h a b e r s e a tre v id o a

4 J. Lacan, Le Séminaire. Livre op. c i t , capítulo 13.


e m p e z a r a c u r a r e s a s e n fe r m e d a d e s q u e , h a s t a a h o r a , n o se
q u e r ía n e n te n d e r. S o y a q u e l q u e n o q u ie r e s e r c u lp a b le de
ello, p o r q u e -t r a n s g r e d ir lo s lím it e s im p u e s to s h a s t a a q u í a la
a c t iv id a d h u m a n a s ie m p r e e s s e r c u lp a b le . [...] N o so y a h í
m á s q u e el r e p r e s e n t a n t e d e e se v a s t o m o v im ie n to q u e es la
b ú s q u e d a de la v e rd a d donde j o me b o rro , y a n o s o y n a d a [...].
E n l a m e d id a e n q u e lo d e s e é d e m a s ia d o , e n q u e p a r t ic ip é en
e s a acción , e n q u e q u is e s e r y o e l c re a d o r, n o lo so y .E l c rea d o r
es a lg u ie n m á s g r a n d e q u e yo. E s m i in con scien te, es esa
p a la b r a q u e h a b la d e m í m á s a ll á d e m í . 5

Defino la sublimación como el acto simbólico por el cual el


sujeto Freud, confrontado a lo real innombrable de la gar­
ganta de Irma, real absoluto frente al que el logos parece
haber perdido sus derechos, descubre que, de hecho, no los
ha perdido todos: la manifestación del significante “trietilami-
na” expresa que cuando todo está perdido, el sujeto produce, en
respuesta a esa cosa innombrable, a ese quod, una respuesta
absoluta mediante la cual se elabora una última palabra,
comparable a un chiste [mot d’esprit], que trasciende el signi­
ficado. Es en el hallazgo de un significante semejante, que mata
todos los sentidos,6 donde puede señalarse la función de la
libertad inconsciente: punto de indeterminación en que el
sujeto no obedece más a una determinación causal.
Propongo comprender la producción del significante “trie-
tilamina” como acto de afirmación primordial -Bejahung-
en el que el sujeto hace la apuesta de una afirmación de
existencia. Esa apuesta implica un deseo X particular que
introduce esta esperanza: allí donde el logos se desvanece, el
sujeto puede creer que un ser puede decir algo. Esa es la
definición más condensada que Lacan da del amor no iluso­
rio: creer en él y no creer/o, que es la definición de la
alienación religiosa o psicótica (el alucinado cree en sus
alucinaciones, el apasionado enamorado cree en la mujer, el
fanático religioso cree en su Dios).

5 IbidL.
6 J. Lacan, Le Séminaire. Livre xi..., op. cit., p. 227.
Así, en la posibilidad que tiene Freud de dirigirse a
nosotros, psicoanalistas -que todavía no estamos ahí en el
momento en que él sueña-, señalamos la puesta enjuego de
la pulsión invocante. No se trata de una demanda dirigida a
otro que esté allí, sino verdaderamente de una invocación
que supone que podría acaecer una alteridad. El hecho
de que nosotros, psicoanalistas, estemos hoy ahí para recibir
el mensaje de Freud, nos dice que su invocación a nosotros,
que no estábamos ahí, fue lo suficientemente potente para que
algún día estuviésemos.
Diremos entonces que por ciertas razones a dilucidar,
Freud, en su teoría, pone en primer plano el carácter deon-
tológico de la necesidad significante y omite hacerse cargo de
lo que Ricoeur denomina carácter teleológico del significan­
te.7 Cuando Freud anuncia que el único consuelo que le
permitía el superyó social era la curiosidad intelectual, pone
por delante el consuelo dado por el significado al que puede
tener acceso el saber, reprimiendo el consuelo dionisíaco
concedido por la significancia al que, sin embargo, accede
inconscientemente cuando, en el instante de soledad absolu­
ta en que lo deja el traumagujero, el espíritu de las palabras
se le entrega para que él lo traduzca en un chiste: “trietila-
mina”, a partir del cual nos invoca.
Que tal donación significante sea posible implica el reco­
nocimiento, por parte del sujeto Freud, de que se lo hable
antes de que él hable: que la producción de su palabra se
reconozca como sucesora de un significante que la precede.

7P a u l Ricoeur, D e Vinterprétation. Essai sur Freud, París, Seuil, 1965.


EL PADRE DESVANECIDO
A Chawki A z o u r i8

Ahora bien, Freud tropieza en el nivel de la transmisión de


lo que precede a lo que sucede: si Ananké, la necesidad
significante, es impersonal, es porque no se trata del lugar
de la metáfora paterna desde la que se induce ese hijo del
lenguaje que es el sujeto de lo inconsciente. Ella no puede ser
más que ese lugar porque, para Freud, cautivo de su teoría
del Edipo y la horda primitiva, son los hijos quienes revelan
al padre: su crimen es, para él, un acto civilizador heroico por
el cual la significación paterna adviene a posteriori.
Esta explicación de la generación del padre primitivo por
los hijos se basa en el ocultamiento de un enigma: si hubo
hijos capaces de alzarse contra un padre, ¿qué pasó para que
supieran que eran hijos de un padre? En la medida en que no
eran esquizofrénicos, podemos suponer que en su caso
no había habido forclusión paterna y que el significante del
Nombre-del-Padre se les había transmitido de otra manera
que por la posterioridad de un crimen. El silencio de Freud
sobre esa transmisión originaria es elocuente: el hecho de
que el padre sea el fruto del reconocimiento por el hijo vela
radicalmente la dimensión por la cual aquél, como predece­
sor del hijo, es el productor de una metáfora inductora de la
filiación simbólica.

8 C h aw k i Azouri, J ’ai réussi la oü leparanoiaque échoue, París, Denoél,


1991.
Freud hace doblemente silencio sobre ese proceso metafó­
rico: por una parte, lo suprime sin decir nada de él; por la
otra, lo suprime al tratar la dimensión inconsciente de esa
metáfora como un factor explicativo. Así, cuando devela la
presencia del padre detrás de un tótem sagrado o de una
fobia infantil, asimila ese develamiento a una explicación y
omite de tal modo que en realidad no explica absolutamente
nada sino que cuestiona: el significante del Nombre-del-
Padre remite, en efecto, a una ignorancia radical.
Al sustituir el hecho de que el hijo tenga que advenir como
reconocido por un padre que lo precede por el hecho de que
sea él quien deba reconocer al padre, Freud confiere a este
último una posición eminentemente frágil: bastará que el
hijo deje de reconocerlo para que el padre, entonces, quede en
situación de desvanecerse. Que desvanecimientos semejan­
tes hayan puntuado la vida de Freud cuando sus discípulos
ya no lo reconocían es, para nosotros, algo elocuente.9
El padre desvanecido es constante en él: silencio acerca de
Layo, el padre de Edipo, que sin embargo era depositario
de una culpa fundamental, pues fue la causa de la maldición
recaída sobre su hijo.
Silencio sobre el padre de Schreber, al que libera de toda
responsabilidad en la locura de su hijo. Silencio, por fin,
sobre los ancestros de Moisés, que no tiene ningún lazo de
filiación con los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob.
Lo que se desvanece en el trabajo teórico de Freud no
concierne más que a la función simbólica del padre que, en
cuanto predecesor, no es todavía un padre rival. En cambio, el
padre edípico del que puede decirse que es el padre rival
contemporáneo del hijo edípico, está, por su parte, omnipresen­
te en él.
Pero con Freud las cosas jamás se inmovilizan. Si por
numerosos aspectos señalamos en él un dualismo que, al
tender por un lado a sustraerlo a la dimensión metafórica de
la Ley y a exponerlo por el otro a su vertiente superyoica, lo

9 Ibid., pp. 140 y 145-211.


sometía a una resignación sin alegría, en otros textos se nos
presenta de una manera completamente distinta.
Mientras que el Moisés de 1939 es la figura del padre
fantasma portador de esta conminación para el pueblo
parricida: “A ti, que me asesinaste, mi fantasma acusador no
te permitirá olvidar jamás tu acto”, el Moisés que Freud
conoce personalmente a través de la estatua de Miguel Angel
no es conminatorio, sino interrogativo.
No es presencia de un muerto vivo porque encarna la de un
ser viviente -para la Muerte- a la que Freud reconoce una
“tranquilidad sublime”. Esta tranquilidad es la esencia
misma de lo que no podría transmitir un espectro que, errante
aquí abajo en lo real, encarna el suspenso al que queda reducido
el Nombre-del-Padre cuando -a causa de la ausencia de ritos
funerarios- no ha tenido acceso a la patria celestial.
¿Por qué Freud se queda horas contemplando ese Moisés
sublime cuya tranquilidad lo inquieta? ¿No irá éste a levan­
tarse súbitamente para fulminar con su cólera a los impíos
con los que Freud se identifica, habida cuenta de que se
pregunta si la mirada del patriarca no le señala que también
él forma parte de la “chusma” de los idólatras incapaces de
fidelidad y piedad?
¿Hay masoquismo neurótico en Freud cuando, apoyándo­
se en su culpa edípica, se identifica de tal modo con la
chusma? No, en este caso se trata de algo muy distinto de
la culpa real para con el espectro del padre: se trata de una
culpa de muy otro orden, de la que yo diría que es la culpa
simbólica a través de la cual se expresan el temor y el
temblor del profeta cuando se topa con la cuestión de la
metáfora. El hecho de que sea por medio del Moisés de
Miguel Angel que Freud encuentra la función metafórica del
significante del Nombre-del-Padre nos habla de su proximi­
dad con el análisis kantiano del sentimiento de aplastamien­
to frente a lo sublime. Así, pues, Freud no dejaba de conocer
y reconocer en sí mismo esa dimensión del espíritu que, en
lenguaje kantiano, es aquello por lo cual lo inconmensurable
hace estallar los límites mediante los que lo imaginario mide
lo conmensurable.
Que Freud haya sido accesible -contrariamente a lo que le
escribía a Romain Rolland- a esa dimensión por la cual lo
infinitamente grande transmitía el temor respetuoso a la
Ley de la Metáfora, atestigua que más allá de lo que afirma­
ba teóricamente, sabía también que su temor respetuoso,
suscitado por el Espíritu del gran Moisés, no disociaba al
Moisés legislador del Moisés inspirado.
LA EXPERIENCIA MAS CERCANA
A LO INCONSCIENTE

¿Comprendemos qué es lo que nos impulsa a estar vivos?


¿Somos capaces de pensar qué es esa cosa que, sin cesar, nos
empuja cada segundo de nuestra vida a ir más lejos, a otra
parte?
Si medir la existencia de ese empuje es casi inconcebible,
es porque existe en mí la mediación de otro movimiento que
tiende a velar ese impulso primordial hacia un más allá,
visto que me dirige hacia lo que está “ahí”, cuando me dice:
“ahí está el objeto de tu deseo”.
Efectivamente, lo que está “ahí” es deseable con una
evidencia tal, que habría que estar loco para cuestionar el
curso que me arrastra hacia el objeto deseable y preguntar­
me: “Pero, ¿por qué corro así?” ¿La eficacia de mi carrera no
obedece precisamente al hecho mismo de que no se la ponga
en cuestión? El corredor que soy, ¿podría seguir corriendo
detrás de los honores, las mujeres o la pelota de fútbol si lo
embargara ese “por qué”?
No, no podría: esta cuestión es por excelencia la que no se
me debe plantear, de suponer que estoy corriendo detrás de
una pelota de fútbol, y si se me planteara, la indecisión
cómica que la seguiría pondría término de inmediato a la
eficacia de la carrera que me mueve y el árbitro del partido
me exigiría al punto, y con justa razón, que dejara el campo
de juego.
Sin embargo, que yo no la plantee no significa, pese a todo,
que la cuestión de ese “¿por qué?” deje de plantearse: ella me
advierte que el empuje que me asalta y me induce a correr
hacia una “otra parte” supera infinitamente el carácter
limitado del movimiento orientado por el de una pelota.
Es cierto, esa pelota está ahí, bien visible, delante de mí,
y me orienta: ¿no sé, gracias a ella y sin duda posible, en qué
dirección tengo que ir sin equivocarme? Al decirme: “tú eres
el que corre detrás de mí”, ese objeto me dice -si da la
causalidad de que es femenino-: “Si corres detrás de mí,
significa entonces que eres un hombre”.
¿Por qué la consistencia de esta identificación se hunde ni
bien resurge ese “por qué”? Porque esta pregunta me recuer­
da que mi identificación con la imagen del hombre viril
estaba a punto de hacerme olvidar que lo más real de mi ser
se negaba a que lo hiciera suyo la determinación limitada de
una imagen. ¿No será esa negativa a ser identificado como
hombre determinado por un objeto, aunque éste pueda
multiplicarse hasta llegar a “mille e tre”, lo que empuja
finalmente a Don Juan a querer encontrar más allá del
objeto femenino el significante del Comendador?
Como si al descubrir que no puede responder al llamado
ilimitado que existe en él por la búsqueda ilimitada de
mujeres, Don Juan se apartara del objeto para volverse, a fin
de cuentas, hacia el significante.
En esa inversión por la cual su camino se desexualiza, la
pulsión de muerte que lo guía se pone al servicio preciso de
la muerte, y es en ese aspecto que dicha inversión no es la
efectuada por la pulsión invocante: lo característico de ésta
es desviar a la pulsión de muerte de su carácter mortífero
para ponerla al servicio de ese poder ilimitado por el que el
espíritu aniquila lo que ya está allí a fin de promover una
significancia todavía no presente y que cobrará existencia
como el “punto azul” del que hemos hablado.
La existencia de ese punto virtual que, más allá del
fantasma, guiará la pulsión que puede impulsar al hombre
que baila o canta a invocar, implica abordar una cuestión que,
como lo señala Lacan, jamás fue abordada, a saber, la re­
lación posible del sujeto con ese originario que es la pulsión:
“¿Cómo puede vivir la pulsión el sujeto que ha atravesado el
fantasma radical? ¿En qué se convierte quien ha pasado por
la experiencia de esa relación opaca con el origen? Esto está
más allá del análisis y nunca fue abordado”.10
Según nuestro parecer, si la experiencia analítica puede
conducir, en ciertos casos, a vivir esa relación con lo pulsio-
nal, es en la medida en que la experiencia del lenguaje,
puesta en movimiento por el análisis, permite reanudar la
pulsión invocante que, como lo indica, Lacan, “es la más
cercana a la experiencia de lo inconsciente”. 11
Esta emergencia remite, en efecto, al tiempo mítico de la
aparición de la vocación humana por la cual la voz materna,
por el hecho mismo de hablar a ese recién llegado que es el
infans, hace que se produzca un injerto originario de signi­
ficante en un real que hasta ahí estaba a la espera de su
humanización. Si ese tiempo de comienzo absoluto,12por el
que lo que no existía empieza a hacerlo como “cosa humana”,
no retuvo la atención de Freud, fue porque la llama signifi­
cante originaria que un día alumbra lo real humano y lo lleva
a la existencia, otorga a ese real una consistencia que no le
es concedida por un objeto sexual: en ese tiempo originario,
el objeto sexual aún no existe. En efecto, sólo aparecerá
ulteriormente, cuando, con la represión originaria, se ad­
quiera la significación sexual.
En ese punto de precedencia de la represión originaria,
heredamos una concepción genética con Freud o una concep­
ción estructuralista que lleva a Lacan a plantear que lo
inconsciente está estructurado como un lenguaje, en la
medida en que la causa material del sujeto de lo inconsciente
no es el objeto sexual sino el significante13 o la letra.
Formularemos entonces la hipótesis de que si Freud no
reconoció más que la existencia de tres tipos de pulsiones

10 J. Lacan, Le Séminaire. Livre xi..., op. cit., pp. 245-246.


11 Ibid., p. 96.
12 J. Lacan, Le Séminaire. Livre vu..., op. cit., p. 253.
13 J. Lacan, Le Séminaire. Livre xx. Encoré, París, Seuil, 1975, p. 27
[traducción castellana: E l Seminario de Jacques Lacan. Libro 20. Aun.
1972-1973, Buenos Aires, Paidós, 1981].
sexuales, orientadas cada una de ellas por un objeto parcial
específico (el pecho, el excremento, la mirada), es porque no
podía incluir en su teoría la hipótesis de una pulsión cuyo
objeto no fuera un objeto sexual parcial: en efecto, al pezón,
el excremento y la mirada se opone el objeto voz, que no es un
objeto parcial tendiente a fragmentar el cuerpo, sino un objeto
subjetivante, visto que, a través de su musicalidad, es el
medio por el cual se transmite el lenguaje a ese recién llegado
que es el infans. Para que prenda el injerto de lenguaje, es
preciso que en la voz materna haya algo lo suficientemente
singular para que el infans, en cuanto pasible de convertirse
en hablante, no se vuelva, como el autista, impasible ante la
palabra.
Ese posible cierre del infans con respecto a la voz que se
dirige a él nos advierte de entrada que es obra de un sujeto
que no quiere más de lo que se le da a oír, y no el acto de un
esfínter contráctil, puesto que, contrariamente a la boca, el
ano y la pupila, el conducto auditivo no puede cerrarse: que
sea posible un cierre ante la voz exterior nos hace suponer,
por lo tanto, la contractilidad actuante de un tercer oído
capaz de decir sí o no a ella.
Cuando el oído se cierra a la voz, el acto de cierre no tiene
el mismo sentido si se refiere a lo que ella dice -el sentido de
las palabras- o a lo real de su música: en el primer caso,
hablaremos de represión por parte del yo [moi], en el segun­
do, de forclusión del sujeto.
Así, el dispositivo que hace posible la pulsión invocante
entraña tres elementos: un emisor -la laringe-, un receptor
-el conducto auditivo- y, entre ambos, un tercer lugar, que
por el momento denominaremos tercer oído. En este aspecto,
el dispositivo se opone radicalmente a la estructura narcísi-
ca, cerrada sobre sí misma, de la pulsión parcial que se
ordena alrededor de un único esfínter a la vez emisor y
receptor: la imagen de la boca que se besa a sí misma
simboliza perfectamente ese logro sexual narcísico que pre­
tende la pulsión oral.
A las pulsiones parciales organizadoras de fantasmas
sexuales, oponemos una pulsión invocante más primordial,
en la medida en que pone en escena un proceso no sexual por
el cual una voz -la de la madre- que se dirige a partir de una
exterioridad absoluta a un sujeto supuesto, cesa en un
momento dado de ser causa exterior para convertirse en
causa íntima de un sujeto que, creado ex nihilo, se ve
inducido a descubrir la finalidad de su vocación: hacer oír su
propia voz en el concierto del mundo.
Si hubiera algo más que una analogía entre los cuatro
puntos de la pulsión de Freud y las cuatro causas de Aristó­
teles, esto no carecería de consecuencias para repensar la
ética analítica: en efecto, si la fuente de la pulsión correspon­
diera a su causa material, su empuje a su causa eficiente, su
objeto a su causa formal y su meta a su causa final, el
psicoanálisis -debido al anudamiento efectuado por la pul­
sión invocante entre esos cuatro puntos- estaría en condicio­
nes de pensar una reanudación posible de lo que se desanudó
en nuestra modernidad desde el momento en que la ciencia
no pudo tomar vuelo más que desligándose radicalmente de
toda causa final.
La paradoja de la vecindad de la ciencia y el psicoanálisis
consiste en que por un lado éste avanza, como aquélla,
renunciando a la causa final en cuanto ilusión, pero, por el
otro, tiene que reintroducir lo que la ciencia tiende a forcluir,
a saber, el sujeto de lo inconsciente que, aunque no demos­
trable por aquélla, no es empero ilusorio.
Cuando el progreso de un análisis lleva a un analizante a
renunciar, por ejemplo,'a la visión ilusoria de un mundo
armonioso en que todo marchaba bien porque una negación
de la castración lo inducía a no reconocer la disarmonía
sexual, puede decirse que ese progreso es comparable al
alcanzado por Copérnico al demostrar que los planetas no
giraban en círculos sino en elipses. Tanto en uno como en el
otro caso, el progreso consiste en renunciar a estructurar
el mundo de tal modo que se ajuste a una finalidad preexis­
tente. Que los griegos -pese a la existencia de observaciones
que la contradecían- no hayan logrado nunca superar la
concepción circular del movimiento planetario, nos muestra
hasta qué punto el apego a una causa final (los planetas
giran recorriendo un círculo, porque la circularidad es un
modelo de perfección divina) puede conducir a desmentir lo
que pone de relieve la experiencia.
Por su renuncia a la noción de causa final, el psicoanálisis
hace causa común con la ciencia, pero se separa de ella, sin
embargo, en el punto preciso en que “en su relación con la
verdad como causa, la ciencia no quiere saber nada”. 14 Si
según Lacan “para la ciencia, la incidencia de la verdad como
causa debe reconocerse en la forma de la causa formal”, 15
esta incidencia de la verdad científica se sitúa, para un
biólogo como Leibowitz,16del lado de la causa eficiente. Esta
divergencia de apreciación obedece a que uno ubica la ciencia
del lado de un acento puesto sobre la universalidad de la ley
que forcluye la singularidad del sujeto, mientras que el otro
la sitúa como interpretación de lo que es por lo que lo precede:
por lo tanto, de forclusión del futuro como lugar de finalidad
del sujeto. Pero tanto en uno como en otro caso, hay sin duda
forclusión por parte de la ciencia del lugar de causación del
sujeto.
Ese lugar de causación tiene tres caras, correspondientes
a las tres direcciones en que puede encaminarse un artista:
lo inaudito -que corresponde al ascendiente de lo Real sobre
lo Simbólico- es el lugar producido por la música que tiende
a dar al sujeto la patria de la sonoridad; lo invisible -que
corresponde al ascendiente de lo Simbólico sobre lo Imagina­
rio- es el lugar transmitido por el pintor en que la imagen,
en cuanto agujereada, puede hacer sitio al sujeto, y lo
inmaterial -que corresponde a la intersección Imaginaria en<
lo Real- es el lugar en que, por un gesto que desmaterializa
la materia corporal, el bailarín indica ese tercer lugar que es
el movimiento, donde el sujeto puede estar en su casa.
Estos tres gestos fundamentales, por los cuales el artista

14J. Lacan, Écrits, op. cit., p. 874 [traducción castellana: “L a ciencia y


la verdad”, en Escritos, op. cit.].
15Ibid., p. 875.
16 Y. Leibowitz, Sciences et Valeurs, traducción de G. Haddad, París,
Desclée de Brouwer, 1997.
tendió desde siempre a hacer existir lo inaudito, lo invisible
y lo inmaterial, adquieren en nuestra opinión una significa­
ción particular en nuestra modernidad, pues la responsabi­
lidad del artista moderno será reintroducir esas tres dimen­
siones que el pensamiento científico y técnico suele expulsar
de la vida cotidiana.
A partir de aquí, la dificultad en que nos encontramos es
ésta: si el análisis, como la ciencia, enseña al analizante a no
interpretar más según el sentido de una finalidad ilusoria,
¿significa esto, empero, que al final de un análisis el sujeto
debería estar en una posición subjetiva comparable a la de
Freud, a saber, la de quien, en su desilusión, se inclinara a
asumir la postura pesimista que le hacía decir a aquél que la
vida era una carga?
ABSTINENCIA SEXUAL
Y ABSTINENCIA DE SIGNIFICANCIA

El psicoanálisis tiene que hacerse cargo de la cuestión de ese


pesimismo: ¿es el efecto de la acción propia del análisis, en
cuanto éste deja a un sujeto desilusionado y sin poder dar ya
expresión significante a su deseo? ¿O bien será la expresión
misma de la manera en que el propio Freud vivía el malestar
en la cultura?
Si me inclino a interpretar su pesimismo como la expresión
misma de esto último y no como la del malestar que habría
provocado en él la pérdida de toda ilusión, es porque el hecho
de estar desilusionado no implica, sin embargo, un duelo de la
significancia que condene al pesimismo. En este aspecto,
interpretaré el pesimismo de Freud como efecto de cierto
desconocimiento con respecto a la ciencia y la creación artística
que, al impulsarlo a sobrestimar la primera y subestimar la
segunda, no le permitió identificar las verdaderas apuestas del
malestar en la cultura y comprender que la actividad artística
no estaba, como él lo creía, reservada a una pequeñísima élite
que, por razones absolutamente misteriosas, poseía al parecer
un don lo bastante incomprensible para que Freud evocara al
respecto o bien el enigma del genio creador, o bien un factor
constitucional que escapaba a toda comprensión.
¿Por qué es tan fundamental para él interpretar el malestar
de nuestra cultura como efecto de la represión sexual exigida
por las coacciones civilizatorias? Al sostener esta tesis, ¿cree
verdaderamente en la idea implícita de que la satisfacción
sexual podría ser el medio para que el hombre obtuviera la
soltura necesaria para estar “a sus anchas en la civilización”?
Lo cierto es que con esta tesis, Freud salva, por decirlo así, la
responsabilidad de la ciencia en el malestar moderno.
Una de las maneras en que hoy podemos definir el males­
tar de nuestra cultura tiene que ver con el hecho de que la
nueva forma en que se encarna la amenaza para el logos
obedece a los efectos planetarios de la difusión de un saber
de orden científico, saber anónimo, saber sin sujeto, que se
traduce en la omnipotencia de una mirada posada sobre el
hombre. Se nos mira desde todos lados: desde el exterior, por
el ojo distante de los satélites y, desde más cerca, por el ojo
televisivo que introduce en la interioridad de las viviendas
privadas la dimensión de un saber anónimo.
En cuanto a nuestra interioridad física, está en lo sucesivo
bajo la mirada de las múltiples sondas endoscópicas que
escrutan lo más recóndito de nuestras cavidades corporales
hasta derrumbar el misterio de los misterios, que era el de
nuestra concepción: ¿qué efecto puede tener sobre lo incons­
ciente humano el hecho de saber que hay un saber que
contempla el encuentro del espermatozoide y el óvulo?
Ese ojo anónimo científico, al sustituir el ojo divino, ya no
introduce la culpa sino un peligro más radical: el de la
aniquilación lisa y llana del sujeto de lo inconsciente que, en
efecto, no puede existir más que en tanto inconsciente,
ignorante de todo saber exterior. Al ojo de Dios, devastador por
la culpa que induce, ya que juzga y condena, se opone el ojo
científico que no juzga: se contenta con saber absolutamente.
La diferencia de esas dos miradas obedece a que la
primera empuja a la represión, causa de neurosis, mientras
que la segunda incita más bien a una forclusión del sujeto que,
al perder su carácter de incógnito, pierde su relación con lo
que instituye ese carácter, a saber, el decir.
El sujeto que se presta a no ser visto sino mirado, ya no
puede prestarse a la palabra constituyente: a lo sumo, puede
darse a una palabra constituida por una sociedad del espectá­
culo en la que se lo espera en cuanto especular: como yo [moi]
y ya no como sujeto. Si no se ofrece como espectáculo, queda en
situación de ser un observador que, a través de sus ojos,
contempla la escena de un mundo del que está excluido en tanto
agente, porque su mirada lo destina a la función de
espectador.Una de las manifestaciones del malestar ligadas
a la sociedad del espectáculo se expresa, desde la década del
veinte, en el discurso fascista que denuncia un mundo que,
bajo el impacto del materialismo, queda progresivamente
despojado de espíritu.
¿Qué pasa cuando la ampliación del campo de la mirada
deja cada vez menos posibilidades al campo de la palabra?
En la medida en que ésta es el elemento por el cual se
sublima la materia, su empobrecimiento se traduce correla­
tivamente por la extensión de la noción de aquélla. El peligro
de la percepción invasora del materialismo radica en los
tipos de soluciones que se proponen para luchar contra la
materia. Nuestro siglo contempló el surgimiento del discur­
so fascista que, en su punto de partida, es intento de
recuperación de la pureza de un “alma colectiva” amenazada
por la impureza de la materia, ya sea comunista o capitalista.
Ante la solución dualista del fascismo que, para combatir
la racionalidad de las Luces, juega la carta de la oscuridad
romántica, el psicoanálisis, como lo señalaba Thomas Mann,
fue en su época el único pensamiento que luchó, en el nivel
de las ideas, contra él, pese a que no hacía actuar, como éste,
lo irracional contra lo racional sino lo racional con lo irracional;
entre la claridad de la razón y la exigencia oscura de la pulsión,
el psicoanálisis pone en evidencia que hay un punto tercero: la
palabra del sujeto de lo inconsciente que hace suyos tanto las
Luces del siglo xvin como el romanticismo del siglo xix.
Sin duda no es un azar que el psicoanálisis haya nacido en
este siglo con el descubrimiento por Freud del trauma por el
cual el infans experimenta, en los albores de su vida histórica,
el surgimiento de una mirada pasmante que lo reduce a la pura
materialidad de un cuerpo petrificado, por quedar repentina­
mente despojado de toda habitación simbólica.
Si hay así una relación entre el hombre moderno trauma­
tizado por la omnisciencia de un saber contemplador y el
infans traumatizado por la dimensión del saber absoluto de
la mirada, es porque el hombre es fundamentalmente sus­
ceptible de traumatizarse y nuestra época, paradójicamen­
te, conjuga la aparición de un progreso emancipador con la
de una mirada eminentemente amenazante para éste.
La difusión de ese saber absoluto observador tiende a
expulsar a la palabra en su dimensión fundadora: el parloteo
insípido con que nos martillean incansablemente los mensajes
mediáticos, cuya eficacia se calibra con la vara estadística de su
“índice de escucha”, ¿permite que exista alguna posibilidad de
hacer oír lo que el proyecto del sujeto tiene de inaudito?
No: contra la palabra anónima de los mass media, sólo el
poeta que es el sujeto de lo inconsciente puede dejar oír,
aunque no haya patronímico, una voz no anónima.
¿Cómo comprender el sentido del mensaje artístico, si no
como la tentativa hecha por el hombre, amenazado de
anonimato por el saber absoluto, de luchar contra esa ame­
naza devolviéndose la parte de incógnito que es su bien más
íntimo? Allí donde el hombre mirado desde todos lados se
vuelve transparente, allí donde lo escuchan desde todas
partes los medios, las estadísticas, los medidores de audien­
cia, la música viene a recordarle que hacia y contra todo, lo
inaudito conserva su exigencia; allí donde los movimientos
son estandarizados por doquier, por las marchas militares o
la forma de moverse de esos nuevos ídolos que son las
estrellas, el bailarín es quien recuerda al hombre que sigue
habiendo en él un movimiento original cuyo carácter absolu­
tamente inimitable tiende a olvidar, a causa de la preponde­
rancia de las imágenes que llaman a la imitación masiva.
Así, nos inclinamos a interpretar el malestar de nuestra
modernidad no como el efecto de una abstinencia sexual,
sino más bien de una abstinencia de significancia.
Al introducir en 1920 la noción de pulsión de muerte y
pulsión de vida, Freud reconocía las dos caras de una pulsión
que nosotros decidimos llamar invocante: ésta se encuentra
en el origen de la vocación humana que empuja al hombre a
otorgar a la causa significante material que lo llevó a la
existencia, la significancia de una causa final hacia la cual
debe tender para advenir como “hablaser”. 17

17 Neologismo de Lacan formado conparler [hablar] y étre [ser].


En esta perspectiva, “Tánatos” es una tendencia no sólo a la
destrucción, rasgo retenido por Freud, sino a anular todas las
significaciones ya existentes a fin de que puedan advenir
incesantemente nuevos significantes, que Eros tomará a su
cargo.
Debido a que la parte de real que llega a la existencia en
cada nueva simbolización siempre está acompañada por una
parte que cae de lo simbólico, el par pulsional Eros-Tánatos
se da como la expresión de la vocación humana por la cual el
hombre, confrontado a la persistencia indefinida de un real
en suspenso, es invocable como quien no debe dejar de llevar
a la existencia un real que siempre se sustraerá a ella.
Este impulso da origen a un real que padece por no ser
invisible gracias a una pintura o inaudible e inmaterial
gracias a una música y un bailarín, y lo hace suyo aquel a
quien llamamos artista. Contrariamente a la concepción
elitista de Freud, que lo consideraba como un ser de excep­
ción cuyo genio o estructura constitucional eran un misterio
inexplicable, diremos que sólo es excepcional porque el
sujeto de lo inconsciente es, por su misma definición, un su­
jeto de excepción. En este punto coincidimos con Nietzsche,
que reconocía en el hombre ese creador en potencia que tie­
ne que hacer de su vida una obra de arte.
Aunque Freud se haya acercado a una concepción seme­
jante de la creación en Más allá del principio de placer,
preciso es que admitamos que se trata en este caso de un
acercamiento fugitivo: en efecto, Freud sigue esencialmente
apegado a la idea de que la producción artística está some­
tida al principio de placer: “El artista -escribe en Introduc­
ción al psicoanálisis- es un introvertido que roza la neurosis.
Animado por pulsiones y tendencias extremadamente fuer­
tes, querría conquistar honores, poderío, riquezas, gloria y el
amor de las mujeres. Pero le faltan los medios para procurar­
se una satisfacción. Es por eso que, como cualquier hombre
insatisfecho, se aparta de la realidad y concentra todo su
interés y también su libido en el deseo creado por su vida
imaginativa”.
Así, para Freud, la producción artística da al artista, lo
mismo que al aficionado, la posibilidad de “sustraerse a la
prueba de la realidad” al permitir “gozos imaginativos dis­
pensadores de consuelo” que ayudan a soportar nuestra
“miseria real”.
Esta manera de aprehender el arte como un “sedante” que
nos da una “leve narcosis” y nos ayuda, un poco como la
ilusión religiosa, a soportar la dura realidad, sitúa al artista
como quien se pone al servicio exclusivo del principio de
placer. Así, esta concepción de 192818ya no tiene en cuenta
la propuesta en 1920, en la que la meta de la vida no era el
principio de placer, sino ese “más allá del principio de placer”
que es la pulsión de muerte.
En la medida en que podemos definir la meta de la vida
como la causa significante final hacia la que tiende una
pulsión que es invocante por invocar el advenimiento de la
sublimación, la cuestión que se nos plantea es la del vínculo
entre la ciencia, el arte y el psicoanálisis.
En tanto que para Freud el psicoanálisis está sometido a
la ciencia sin estarlo al arte, para Lacan es “ese tercero que
aún no está clasificado (...], ese algo que se apoya en la
ciencia por un lado, y toma por modelo el arte por el otro”. 19
Tendremos que evaluar si el estudio de la pulsión invocante
nos permite profundizar en la manera en que la verdad como
causa material que especifica el psicoanálisis es vecina por
un lado de la causa formal de la ciencia y, por el otro, de la
causa final a la que apunta esa pulsión.
En la medida en que señalamos en la música el soporte
originario de ésta, nos fue preciso explicar esta cuestión:
¿cómo es posible que Freud, que se dejó enseñar a tal punto
por Sófocles, no tuvo el impulso de cuestionar la razón por la
cual la tragedia había sido dada a los hombres por el más
extraño de los dioses griegos, Dionisos, dios de la música y la
danza?

18 S. F reud, M alaise dans la civilisation, París, p u f , 1971 [traducción


castellana: E l malestar en la cultura, en O C , t. m ].
19J. Lacan, Le Séminaire. L ivre xxi.,.,op. cit., sesión del 9 de abril de
1974.
IV
L A VOZ MATERNA
¿Podemos concluir y decir, en el punto en que nos encontra­
mos, por qué el hombre se ve empujado, una y otra vez, a
invocar, en un perpetuo desplazamiento, un más allá del
objeto?
Si este hombre tiene a veces el impulso de escribir en las
paredes graffitis tan chuscos como “Escóndete, objeto”, es
porque ciertas crisis sociales (mayo de 1968) tienen el poder
de empujarlo a no desconocer más el llamado singular que
recibe a causa de la estructura significante que lo humanizó.
Esta estructura se erige sobre una paradoja, en la medida en
que el código que otorga, que permite codificar lo real, está
habitado por un blanco que indica al hombre la existencia de un
agujero en el nivel del cual la decodificación y la codificación
están en peligro. Este peligro, que se conjura mientras el objeto
desempeña su función de tapón, se hace sentir ni bien aquél, a
causa de una crisis personal o colectiva, deja de cumplirla.
Es así que, en el momento en que pierde el apoyo dado
por el código significante, que le permitía orientar su deseo,
el sujeto no puede no asimilar el efecto que induce en él el
encuentro de ese agujero en el código: efecto que es, entre
otras cosas, la aparición inesperada del empuje ilimitado,
pero orientado, que denominamos pulsión invocante.
Así como la meta de esta pulsión no apunta a un objeto sino
a un acto complejo (vocación e invocación), la causa de su
fuente es, igualmente, un acto: acto por el cual la represión
más enigmática con que se topa el psicoanalista -la repre­
sión originaria- sustituye el efecto mortífero del trauma-
gujero por el efecto vivificante de un agujero ya no cavado en
lo real materno sino en lo inconsciente del sujeto.
En ese punto, el psicoanalista se deslinda de la concepción
religiosa de una creación ex nihilo porque para él, la procrea­
ción del sujeto de lo inconsciente no es procreación a partir
de un “nihilo” que lo preceda, sino efecto de la de un “nihilo”
consecutivo a la expulsión de un significante originario
previo a todo sujeto.
Contrariamente a la expulsión desubjetivante generado­
ra de psicosis (Verwerfung), la inducida por la represión
original (Ausstossung) es fundamentalmente subjetivante:
en efecto, en tanto la expulsión psicotizante es un “no”
absoluto dado a lo simbólico, cuya característica es entonces
no conocer un “sí” a éste, el “no” por el cual la represión
originaria expulsa el significante originario no es absoluto,
ya que, como lo enseña la experiencia analítica, sigue asocia­
do a un “sí” fundador que Freud denomina “Bejahung”.
El hecho de que ese “sí” y ese “no” no sean discontinuos
sino que estén situados en una continuidad cuya intuición
nos da la banda de Mcebius, conduce a la paradoja de que el
olvido originario engendrado por la expulsión del significan­
te sea vecino de cierto no olvido de ese mismo significante,
visto que el sujeto le ha dicho “sí” a la vez que “no”.
Es necesario que aclaremos que ese no olvido no se refiere
al contenido de lo olvidado -que es inmemorable para siem­
pre-, sino al acto mediante el cual el sujeto ha olvidado. La
paradoja consistente en reconocer que puede haber así un
olvido radical al mismo tiempo que verdaderamente inolvi­
dable está en el centro del acto del creador artístico: ¿no son
el músico o el poeta quienes pueden dar a oír una nota con el
poder de hacer sonar lo inaudito al arrancarlo de lo real del
que ha sido expulsado? Si estamos tan reconocidos con ellos,
¿no es porque nos permiten descubrir que en nosotros subsis­
te el recurso de recuperar esa fuente originaria en que
tuvimos que admitir la existencia de lo inaudito en el
instante en que, al expulsarlo, lo constituíamos como tal?
¿Acaso los poetas no se inspiraron siempre en menor o
mayor medida en la metáfora de la prisión de la que debían
escapar porque lo inaudito como tal exige ser escuchado, ser
arrancado de la cárcel en que lo mantiene el superyó? Si en
general describen el código legal como una prisión, es porque
ese código no está hecho para acoger lo inaudito.
La pulsión invocante debe comprenderse como el empuje
convocado a moverse en dirección de ese significante posee­
dor de lo inaudito que sobrepasa todo significado. Que el
músico sea por excelencia quien tiende a realizar ese movi­
miento no excluye que también lo haga el no músico: varias
obras en el campo de la literatura, la filosofía o las ciencias
humanas son su expresión elocuente. Pero es indudable que
ninguna lo testimonia con tanta lucidez como la de Claude
Lévi-Strauss.

Lévi-Strauss y la música

Lo atestiguan estas líneas del “fmale” de las Mitológicas: “A


mí mismo, que emprendí estas Mitológicas plenamente
consciente de que procuraba de tal modo compensar, en otra
forma y en un dominio que me fuera accesible, mi impotencia
congénita para componer una obra musical, me parece
evidente que intenté edificar con los sentidos una obra
comparable a la que crea la música con los sonidos”. 1
Cuando algunas páginas más adelante escribe que: “El no
compositor dispone de una profusión de sentidos, por otra
parte inutilizados pero listos a escapar, atraídos como por un
imán, para adherir al sonido”,2 ¿cómo no reconocer en esta
concepción del sonido que, como un imán, atrae el sentido,
una metáfora de la pulsión invocante cuyo surgimiento

1 C. Lévi-Strauss, L ’H om m e nu, París, Plon, 1971, p. 580 [traducción


castellana: E l hombre desnudo, México, Siglo xxi],
2Ibid., p. 585.
señalamos en el tiempo originario en que adviene lo incons­
ciente, cuando, en nuestra opinión, el puro sonido musical de
la voz materna es interpretado y recibido como sentido por
el oyente original que es el infans?
¿Ese engendramiento de lo inconsciente no es para noso­
tros, los psicoanalistas, lo que Lévi-Strauss evoca explícita­
mente cuando dice esto: “El sonido y el sentido se reúnen,
engendran un ser único comparable al lenguaje, porque en
ese caso se ensamblan dos mitades hechas, una, de sobrea­
bundancia de sonido, y la otra, de sobreabundancia de
sentido”?3
¿En ese “ser único comparable al lenguaje” no tenemos que
reconocer la dimensión de “lo inconsciente estructurado
como un lenguaje”?
Sin embargo, sobre esta dialéctica del sonido y el sentido
tenemos que plantear una cuestión que Lévi-Strauss no
resuelve necesariamente: ¿hay jerarquía o igualdad demo­
crática entre uno y otro? Cuando habla de la reunión de dos
mitades que se juntan, una hecha de sonido y la otra de
sentido, da a suponer que sonido y sentido son vecinos como
dos entidades autónomas. Al contrario, cuando presenta la
obra musical como un “mito codificado en sonido [...] que
proporciona una grilla de desciframiento” (p. 589), permite
suponer, más bien, la anterioridad del mito, vale decir, de lo
simbólico sobre el sonido. Esta anterioridad se acentúa aun
más cuando plantea que la música podría comprenderse
como una especie de reencarnación consecutiva a un hecho
más originario, la muerte del mito: “Era preciso, por lo tanto,
que el mito muriera como tal para que su forma se escapara
de él como el alma abandona el cuerpo, y fuera a solicitar a
la música el medio de una reencarnación”.4
En esta concepción del orden simbólico que previamente
debe morir para volverse luego transmisible en una reencar­
nación viviente, está presente toda la concepción freudiana
y sobre todo lacaniana de la transmisión del significante

3 Ibid. (subrayado nuestro).


4 Ibid., p. 583.
paterno: éste, en efecto, sólo cobra vida con la dimensión del
padre muerto.
Entonces, por sentirnos muy cercanos a la intuición de
Lévi-Strauss, nos inclinamos a comprender que la transmi­
sión más primaria de lo simbólico al niño se haría por
conducto de la música de la voz materna. Situaremos el
sonido de esta voz como mediación entre lo que la precede y
lo que la sucede: lo que la precede remite al significante del
Nombre-del-Padre que sostiene lo simbólico, lo que la sucede
es lo inconsciente próximo a llegar del niño receptor del
sonido. Al respecto, si tomamos en serio la experiencia de los
psicoanalistas de niños autistas que pudieron observar que
las voces de las madres de éstos eran a veces “falsetes”
despojados de su hálito musical, es porque nos inclinamos a
pensar que, mucho antes de la transmisión del significado,
el pasaje de lo simbólico más originario puede transmitirse
de manera humanizante por medio de lo que el sonido
musical tiene de asemántico.
Cuando Lacan escribe que ese pasaje hacia el sentido es
un “sin-sentido” [“pas-de-sens”] , señala el equívoco por el
cual el paso de ese pasante, que está en marcha hacia el
sentido, sólo es posible por el poder de éste de tener origen,
precisamente, en lo que lo anula.
Ese significante del sin-sentido es el que excede el signi­
ficado, reconocido por el psicoanálisis como significante del
Nombre-del-Padre y que Lévi-Strauss, según nuestro pare­
cer, señaló en su introducción a la obra de Marcel Mauss5
como el significante “maná”, que interpreta como el punto
enigmático del lenguaje donde surge un significante al que
no puede atribuirse ningún significado. Me parece que para
Lévi-Strauss el poder de la música consiste en reencarnar
ese significante cero de la significancia, que el sonido hace
transmisible.
Urge tomar en cuenta el camino por el cual el psicoanálisis

5 C. Lévi-Strauss, “Introduction”, en M . M au ss, Sociologie et anthropo-


logie, París, puf, 1950, pp. ix-lii [traducción castellana: Sociología y
antropología, M adrid, Tecnos, 1971].
y la etnología estructural de Lévi-Strauss reencuentran ese
significante del Nombre-del-Padre. En efecto, en la medida
en que estamos obligados a admitir que el psicoanálisis,
inventado por y para los neuróticos, no es operativo para
tratar las psicosis y, a la inversa, que las sociedades primi­
tivas siempre supieron tratar con eficacia, por medio de ritos
musicales, a los enfermos delirantes, ¿no debe exigirse de los
psicoanalistas que comprendan en qué radica la eficacia del
sonido musical sobre la forclusión psicotizante?
El poder de la música de revertir la forclusión -sobre el
cual propuse algunas hipótesis-6 me parece, en dos pala­
bras, ligado a su posibilidad de volver a poner en juego el
circuito de la pulsión invocante.7
Si proseguimos nuestro diálogo con el texto de Lévi-
Strauss, llegamos al umbral de lo que podemos pensar del
originario “acoplamiento intelectual y afectivo que se produ­
ce entre el compositor y el oyente”.8 Con la salvedad de que
el oyente sería, a nuestro juicio, el infans y el compositor de
música el sonido musical de la voz materna.
Ingresar en el enigmático mensaje transmitido por el
sonido materno implica descifrar los diferentes estratos de
significación que están enjuego.

6 A. D id ier-W eill, Les Trois Temps de la loi, op. cit., capítulo 4.


7 Raym ond Court, “M usique mythe lan gage” en M usiqu e en je u 12,
París, Seuil, 1973, p. 50. Court recuerda que lo característico de la
vivencia m usical es pretender u n a universalidad cuya estructura es lo
propio de la música: “Este orden de lo sensible es tanto m ás problemático
cuanto que no nos lib ra a u n a subjetividad incognoscible. E sa vivencia
pretende la universalidad, está condenada al intercam bio con el otro.
Corresponde a un análisis que se quiera plenam ente crítico m ostrar cómo
es posible una vivencia sem ejante”.
8 C. Lévi-Strauss, L ’H om m e nu, op. cit., p. 585.
Los tres conflictos
transmitidos por la voz materna

La inteligibilidad del primer estrato puede abordarse a


través de la manera en que la ópera, en su tradición históri­
ca, opuso el parlar cantando al prima la voce. Mientras que
el primero -por ejemplo en Monteverdi- pone en escena una
música que debe adaptarse a las escansiones propias de las
leyes del habla, el prima la voce de la ópera romántica, con
la aparición de la voz divina de la diva, da acceso, al
contrario, a la emancipación de la voz que, al lanzarse a las
alturas de los agudos, tiende a dejar oír una pura continui­
dad de sonido musical. Al dejar de hacer oír las discontinui­
dades propias del habla, la voz de la diva suprime cualquier
inteligibilidad del texto hablado, para no transmitir más que
el goce conferido por el puro objeto en que se ha convertido
esa voz deslastrada del yugo de la palabra.9
Suponemos que el infans, antes de entender el sentido de
las palabras escandidas, vale decir, la dimensión del parlar
cantando de la madre, entendería el sentido de los sonidos,
esto es, la dimensión del prima la voce.
Pero por otra parte podemos suponer que cuando accede a
la inteligibilidad de la discontinuidad de los fonemas y las
palabras, permanece no obstante bajo el influjo originario de
la pura sonoridad materna.
Este infans tendría así que hacer frente al hecho de que lo
que se le transmite del lenguaje está habitado por esta
contradicción interna: por un lado, una ley simbólica funda­
da en la integración de las escansiones lenguajeras, apta
para transmitir el sentido simbólico del código; por el otro, y
al mismo tiempo, una subversión de esa ley: la pura continui­
dad sonora producida por la voz de esa diva que es la madre
tiende, en efecto, a abolir la discontinuidad que transmite la
inteligibilidad del sentido.
Si tenemos en cuenta que toda la historia de la música

9 M. Poizat, L ’Opéra ou le cri de Vange, op. cit.


occidental nos enseña que desde Platón a san Agustín y Juan
x x iise manifestó regularmente una censura muy estricta
favorable a la abolición de la tendencia por la cual la voz, al
subvertir la ley de lo discontinuo, “reblandecía” las almas,
las “feminizaba” y apartaba de la ética de la ciudad, es
necesario que nos planteemos esta pregunta: ¿qué transmite
la voz materna al infans cuando se somete inconscientemen­
te a esa censura? Y nos preguntamos en este caso si no será
el efecto de ésta lo que puede contribuir a que la voz materna
quede despojada -como en el caso sucintamente mencionado
de ciertas madres de autistas- de su musicalidad invocante.
Para ir más adelante en la decodificación del mensaje
transmitido por el sonido materno, es preciso que distinga­
mos lo que transmite la armonía de la voz de lo que comunica
su melodía. La armonía que deja oír la lira de Apolo se opone
a la melodía transmitida por la flauta de Dionisos por dos
razones: por un lado, la armonía producida por la transmi­
sión del acorde de tres notas escuchadas simultáneamente
se inscribe en una dimensión sincrónica que excluye la
dimensión diacrónica del tiempo, que la flauta de Dionisos
hace suya; por el otro, la armonía del acorde perfecto, al
tender a suprimir del mundo esa disonancia fundamental
que es el trauma, se opone a la disonancia transmitida por
el modo dionisíaco frigio.
A l reconocer en el acorde perfecto -d o mi sol- una repre­
sentación posible de la trinidad divina en la cual tres son
uno, san Agustín admite implícitamente que lo que suena en
el modo dionisíaco (do mi sol bemol) es el tritón diabolicum,
diabólico, precisamente, porque tiende a impugnar una
trinidad que hace consonar armoniosamente tres notas.
Si consideramos, como lo hace la tradición india, que en la
voz humana están todos los instrumentos musicales, supon­
dremos que, en el seno mismo de la voz materna, se produce
el conflicto trágico establecido entre la lira de Apolo y la
flauta de Dionisos. Entre las preguntas que hacemos nues­
tras aparece ésta: ¿cómo entiende el recién nacido la manera
en que la voz materna intenta resolver ese conflicto entre
diacronía y sincronía que recibió de la estructura del signi­
ficante? Suponemos al respecto que ciertos tipos de solucio­
nes tienen como salida la posible transmisión de la pulsión
invocante, salida que no podría encontrarse si, por ejemplo,
una forclusión hubiera intervenido en el conflicto.
El tercer y último conflicto semántico transmitido por la
voz materna es el existente entre la voz del ángel y la de la
encarnación sexuada: si la voz de la diva es “divina”, es
porque tomó el relevo del castrado, de cuya voz se suponía
que hacía oír la de los ángeles Serafines, que, en el cielo,
cantan la gloria de Dios. ¿El conflicto en que nos hace
participar la diva no es entonces aquel por el cual ella nos
deja oír por un lado su voz de ángel, fuera del sexo, y por el
otro su grito que testimonia el dolor implicado por la necesi­
dad que tiene ese ángel de encarnarse en un cuerpo sexuado?
Al respecto, la forma en que la voz materna deja entender
de qué manera admite el entrelazamiento de la voz angélica
y la voz encarnada transmite al infans la problemática de la
encarnación sexual de su madre: ¿esa encarnación permitió
o impidió la pulsión invocante?
¿No vemos posiblemente surgir esta pulsión al fin del
análisis, cuando la transferencia, tras dejar de estar orien­
tada por un sujeto supuesto saber, cambia de ruta para
poner rumbo hacia ese significante cero10que, desde lo real
del que fue expulsado una vez que el sujeto, al hacerse
hablante, pagó (represión originaria) su tributo a la muerte,
imanta esa palabra?
Lo asombroso es que el sujeto pueda a la vez saber que ese
significante es inaccesible y que puede dejar de serlo cuando
la sobreabundancia de sentido del que es portador se libere
de su retiro por el encuentro con un sonido inaudito. En este
aspecto, la nota azul es la metáfora de ese sonido ausente que
tiene el poder de inducir la invocación de un punto cargado
de una esperanza despojada de todo contenido pero no de
fundamento: si por la nota azul el hombre comprende que no
sabe en qué consiste esa esperanza, sabe, en cambio, que no es

10 C. Lévi-Strauss, “Introduction”, en M . M au ss, Sociologie et anthro-


pologie, op. cit
vano esperarla, pues puede sonar realmente para hacer
resonar lo inesperado; al tener el poder de sustraerlo a la
acción del determinismo histórico, crea las condiciones de
una transferencia a esa pizca de eternidad que permite al
hombre comprender de dónde recibe su verdadero hálito el
ritmo del tiempo.
¿No es la transferencia a ese hálito la que puede transmi­
tir nuestra voz cuando deja oír su nota azul, que puede
transfigurar la faz del recién nacido en rostro empujado a
responder a la invocación escuchada mediante una sonrisa
originaria?
INDICE

I. L a p u ls ió n in v o c a n te ,
LA MÚSICA Y LA DANZA

¿Qué es la danza?........................................................... 7
Vocación. Invocación...................................................7
Sufrimiento del síntoma..........................................16
Las tres caras del síntoma:
pérdida de lo inaudito, de lo invisible,
de lo inmaterial.......................................................17
Las tres caras del continuum.................................. 19
El continuum espíritu-materia-sujeto
y el punto azul........................................................ 26
Freud, Dionisos y la tragedia....................................... 33
Los cuatro tiempos de la pulsión invocante............. 61

II. L a PULSIÓN INVOCANTE


Y LA PALABRA
Freud y Moisés............................................................ 69
Metáfora y esperanza...............................................75
Freud, San Pablo
y la cuestión del antisemitismo.................................80
Los tres conflictos
y las tres caras del antisemitismo............................95
III. L a PULSIÓN INVOCANTE
Y EL MALESTAR EN LA CULTURA
Freud entre Ananké,
Logos, Eros y Tánatos............................................... 103
El padre desvanecido..................................................... 111
La experiencia más cercana
a lo inconsciente........................................................115
Abstinencia sexual
y abstinencia de significancia................................... 123

IV. L a VOZ MATERNA


Lévi-Strauss y la música............................................... 133
Los tres conflictos
transmitidos por la voz materna............................... 137
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de Febrero de 1999.
IMPRESIONES SUD AMERICA
Andrés Ferreyra 3769 Capital Federal.

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