Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Invocaciones
Dionisos, Moisés,
San Pablo y Freud
I.S .B .N . 950-602-378-6
© 1999 por Ediciones N u e v a Visión S A IC
Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina
Queda hecho el depósito que m arca la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
LA PULSION INVOCANTE,
LA MUSICA Y LA DANZA
¿QUE ES LA DANZA?
Vocación. Invocación
5J. Lacan.
parezca designar cierto real, esta designación podrá permi
tir que el sujeto sepa que existe para el Otro pero, sin
embargo, no le dejará creer en lo que sabe. Que sea posible
no creer en lo que uno sabe es uno de los sentidos del
tormento amoroso: el hecho de que yo sepa del amor de mi
pareja no significa que sea capaz de creer en él.
Ahora bien, cuando suena la música -y ése es su milagro-,
se comprueba que el “yo” [“je ”\que, en cuanto no yo, no sabe
qué escucha, cree en ello.
¿Por qué el hecho mismo de pensar en mi existencia pone
en seguida en peligro la creencia posible en ella? Si el saber
del yo \je\ que se piensa pensante puede otorgarle la capaci
dad de pensar causalmente el yo \je\ de existencia como un
“luego soy”, ¿por qué no puede darle al mismo tiempo la de
creer en su existencia?
Porque lo propio de esa creencia posible es aparecer como
la respuesta misma del sujeto al hecho de que se constituye
como estructuralmente inconsciente de su causa significan
te. No se instituye más que como un proyecto que sólo puede
asumir por la simplicidad radical de un “sí” originario, que
no puede ser acto de saber sino de fe.
¿Por qué el yo que piensa: “luego soy” no puede concebir un
“sí” semejante en el significante? Porque, estructurado por
la denegación, el único “sí” al que puede tener acceso es el
efecto de un “no de no” que difiere radicalmente de la
simplicidad del consentimiento originario que es la Be-
jahung.6
Al respecto, podemos decir que el único pensamiento al
que el sujeto de lo inconsciente -que por otra parte es capaz
de pensar de manera mucho más vasta que el yo- no puede
tener acceso es el del “luego” [“done”]: en el instante en que
suena la música, el sí mediante el cual el sujeto le responde
instantáneamente significa, por su instantaneidad misma,
que para él no se trata, como para el yo, de pensar: “Pienso,
8 A lain D idier-W eill, Les Trois Temps de la loi, París, Seuil, 1996,
capítulo 4.
Lo más sobrecogedor en este abandono de la indecisión es
que en lo sucesivo otorga al movimiento del cuerpo danzante
el carácter gracioso de la belleza que plantea de inmediato
esta cuestión: ¿cómo debemos comprender la significación
del carácter poco agraciado que, al salir de la infancia, con
tanta frecuencia se apodera del cuerpo humano? Si quere
mos captar esa falta de gracia, esa torpeza del cuerpo que
aparece con la adolescencia, diremos como primera aproxi
mación que es definible por el hecho de que el sujeto deja de
estar “en su casa” dentro de su cuerpo y, a la inversa, éste
deja de estar en la suya en el sujeto.
Ya esté incómodo en un cuerpo demasiado grande, enva
rado en uno demasiado pequeño o paralizado por uno que
juzga feo, el sujeto se siente ajeno a un cuerpo que ya no
habita y que ya no lo habita.
Esta metáfora de la habitación nos lleva a decir que
estamos en presencia de un locatario que dejó de estar ligado
a su propietario por un contrato con el poder de señalar que
entre uno y el otro hay una continuidad.
Esta discontinuidad en que tanto el sujeto como el cuerpo
están exiliados es, a nuestro juicio, el origen mismo del
dualismo griego, no ajeno al cristianismo paulino, que tiende
a situar el cuerpo como la tumba del alma.
Pero esta perspectiva dualista en que el alma es locataria
de una tumba está en contradicción con lo que nos enseña la
experiencia de la danza: desde el momento en que suena y
arranca al sujeto de su latencia, la música tiene la propiedad
de subvertir todas las relaciones dualistas, porque por una
parte advierte al sujeto que se ha convertido en el lugar en
que ella baila en él -como si ella fuera entonces de su
propiedad-, y por la otra que él puede bailar en ella como si
ésta fuera su propietaria.
Esta continuidad inducida por la música entre el cuerpo,
el espíritu y el sujeto nos plantea una cuestión sobre la
estructura del síntoma: ¿el sufrimiento psíquico creado por
éste no es la percepción endopsíquica de una alienación de
libertad provocada por la discontinuidad del cuerpo del
espíritu y del sujeto?
Sufrimiento del síntoma
Lo invisible:
la continuidad del sonido y el cuerpo
La inmaterialidad:
continuidad del sujeto y el cuerpo
21 D el Concilio de Trento.
22 G. Rouget, “S u r l’étude des modes donen et phrygien”, en L a M u s i
que et la transe, París, G allim ard , 1980, pp. 267-349.
23 H. Jeanmaire, S u r la question du dithyrambe et de Vorigine du
théátre, París, Payot, 1970, pp. 220-320.
en la génesis del nuevo tipo de religiosidad que se instaló en
Atenas hacia el siglo vi, al término de un conflicto, que habría
podido ser insuperable, entre dos pensamientos religiosos
opuestos en todo: nueva religión de los Olímpicos, victoriosa
sobre la antigua religión ctónica que, por intermedio de la
contrarrevolución dionisíaca, retorna de manera irreprimi
ble en ese siglo vi. Freud, admirador del surgimiento de la
razón griega, ¿se inclinó, como debían hacerlo los intelectua
les griegos de esa misma centuria, a considerar el trance
dionisíaco como un retorno al oscurantismo místico que el
culto de los Olímpicos proponía superar? Es posible que,
venerador de la razón, se haya visto obligado a considerar
que la emergencia del logos era el resultado de una especie
de guerra de religión entre lo racional y lo irracional místico,
que había terminado con la victoria del primero sobre el
segundo. Acaso sea la concepción, heredera de la ideología de
las Luces, de una victoria de la claridad apolínea sobre la
oscuridad dionisíaca lo que desvió a Freud de ese “nacimien
to de la tragedia” con respecto al cual Nietzsche supo recono
cer que no era precisamente el efecto de la represión de uno
de los hermanos por el otro sino, al contrario, de un encuen
tro en el que Apolo traducía mediante formas visibles la
música de su hermano Dionisos.
Con esta censura que desataba los hilos subterráneos
tejidos entre el Edipo del mito y el Edipo trágico afiliado a
Dionisos, Freud se ahorraba la tarea de concebir el complejo
de Edipo de una manera infinitamente más amplia.
Al respecto, vamos a tratar de mostrar que la considera
ción de la filiación del Edipo trágico con Dionisos -persona
jes que por otra parte eran consanguíneos, pues la madre de
este último (Semele) era hermana del bisabuelo de aquél
(Polidoro)- probablemente hubiera llevado a Freud a am
pliar su concepción tocante a la culpa en femenino y a la
sublimación.
38 El melodrama.
aparición del logos contemporáneo de la victoria de los
Olímpicos, una interpenetración de la que Dionisos, divini
dad bilingüe, es el agente entre los dioses.
Puesto que Dionisos no se detiene ante ninguno de los
límites, ninguna de las distinciones que, dependientes del
poder de los dioses olímpicos, aseguran la estabilidad de lo
real. No es que viole los límites, sino que a su contacto, la
noción misma de límite pierde su sentido: todo sucede como
si las distinciones operadas por el poder de nominación del
lenguaje perdieran consistencia cuando él se acerca; la vida
y la muerte, lo masculino y lo femenino, el aquí y la otra
parte, el ser y la apariencia pierden su índole oposicional,
como si, desde el lugar tercero desde el que actúa Dionisos,
dios de la música, un más allá del sentido afirmara su
ascendiente sobre el sentido social y político.
Estamos entonces en condiciones de ingresar en la inteli
gibilidad de la culpa trágica: en tanto que el traspaso de los
límites que efectúa Dionisos no tiene ninguna significación
trágica para los dioses, el que realiza ese delegado en la
tierra que es el actor tiene como consecuencia fundamental
la aparición del espíritu trágico. En el paso que, por una
parte, aparta al actor del coro y, por la otra, lo hace avanzar
en dirección de la ciudad, se concreta la subversión del límite
que hasta entonces los separaba. El coro y la ciudad, que
estaban en relación de discontinuidad, se ponen en continui
dad, habida cuenta de que lo que le falta a uno -el habla- y
lo que le falta a la otra -la música- se relacionan gracias al
paso separador del actor, que definiremos como pasaje de la
culpa trágica.
Sin ser un representante del pensamiento antiguo tan
poderoso como Dionisos, el actor trágico comparte con él
ciertos poderes específicos: como el dios, conjúgala paradoja,
por una parte, de dar testimonio de la Ley de la ciudad al
someterse, al final de la tragedia, a la sanción del tribunal,
y por la otra de ponerla en tela de juicio en nombre de la
invocación explícita -como lo hace Antígona- o implícita de
una ley no escrita que es la de la música. Vinculamos con la
pulsión invocante esta posibilidad de invocar un más allá de
la ley, pues la palabra del actor sigue estando habitada por
el entusiasmo originario que insufla el hálito de ese nombre
del padre que es Dionisos. En efecto, en tanto el canto del
coro se pone en armonía apolínea con la ley que gobierna el
logos, la palabra del actor, si ya no canta explícitamente, está
sostenida, sin embargo, por una musicalidad dionisíaca de la
que no ha hecho, como el coro, el duelo: debido al poder ilimitado
de la música, sobrepasa todas las leyes escritas y hace trans
misible la parte de real que la ley no puede tomar a su cargo.
Ese real que remite al ascendiente de la pulsión de muerte
es asumido por el actor, no de manera divina como Dionisos,
que muere tres veces, sino de manera humana, al tener
acceso a la inmortalidad debido a que cumple su ser para la
muerte: ¿Edipo, Antígona y Clitemnestra se habrían vuelto
inmortales para la comunidad humana si no hubiesen muer
to de manera trágica?
El actor griego que representaba a Edipo rey ante la
ciudad ateniense era el vector de dos tipos de culpa de
estructura diferente: la primera, referida a la culpa del acto
delictivo del héroe mítico, es, podríamos decir, la parte
emergida de un iceberg cuya parte sumergida remite a una
culpa muy distinta, de orden estructural, que el surgimiento
del discurso trágico hace inteligible.
En este aspecto, nos parece que si el actor, llámese Edipo,
Antígona o Creonte, tiene un fin trágico, es porque más allá
del delito singular del que es culpable, paga el precio de una
operación por la cual Dionisos, dios apolítico por excelencia,
al entrar en relación con las divinidades de la política, crea
una articulación inédita entre lo sagrado y el mundo laico de
la ley. Articulación a cuyo término, con el coro desacralizado
y la ciudad sustraída al poder absoluto de una ley escrita que
la música impugna, el héroe está en condiciones de asumir
por su sacrificio expiatorio la venganza de uno y otra.
En la medida en que cancela la represión en que se había
precipitado la religión antigua tras la victoria de los Olímpi
cos, el actor es un pasador de lo antiguo a lo nuevo: en ese
título, habría podido ser el objeto de la reflexión de Freud,
quien, en Moisés y la religión monoteísta, se pregunta cómo
hay que comprender el enigmático tiempo de latencia nece
sario para que un reprimido arcaico vuelva a salir a la
superficie para finalmente imponerse.39
Y la de Creonte:
43Ibid., p. 10.
44 Ibid.
45 Ibid., p. 42.
Este, en efecto, no es el objeto que el melancólico persigue
con su odio, debido a que una forclusión originaria le hizo
imposible el anudamiento primigenio del sonido y el sentido.
En tanto que al dar muerte, con su suicidio, al objeto que el
Otro dejó decaer, el melancólico quiere destruir el acto
mismo por el cual ese Otro se manifestó como realmente
ausente, el hombre trágico, mediante su canto, testimonia
que su exclusión no es de orden melancólico: el hecho de que
no se suicide remite, casi simétricamente, al de que el
melancólico ya no pueda cantar.
Poder cantar implica una relación con la voz que es de otro
orden que el de la voz que habla: hablar implica una relación
con el objeto voz que, constituido como un sucedáneo [tenant-
lieu] del Otro, permite sustituir la demanda de éste por un
deseo causado por el objeto de la falta. Al vocalizar su “fort-
da”, el nieto de Freud proclama victoriosamente que ya no
está en la demanda del Otro, porque ha pasado a desear un
objeto causal cuya falta simboliza el juego de dos fonemas.
Este olvido del Otro asegurado por la voz que habla es
precisamente, en nuestra opinión, lo que no induce la voz que
canta, y sin duda es ésa la razón por la cual el hombre
que canta solitariamente no pasará, como el que habla solo,
por loco. Cantar es en este aspecto el único acto humano del
que puede decirse que encarna una invocación a la cual el
Otro responde, no a posteriori como lo hace el fuego del cielo
cuando viene a autentificar el llamado del profeta, sino de
manera instantánea: cuando la voz canta, a través de la del
sujeto se deja oír en seguida la voz del Otro.
Nada evoca mejor esa alteridad de la voz que la de la diva
que, cuando asciende hasta los sonidos sobreagudos, logra
transmitirnos una estupefacción que nos señala que lo que
nos pasó es un real inaudito que sobrepasa lo que pueden
dejar oír las palabras. Como lo hace notar con mucha justeza
Jean-Michel Poizat,46lo que especifica la agudeza de la voz
de la diva es que el acceso a las notas más altas implica una
4' A . D idier-W eill, Les Trois Temps de la loi, op. cit., capítulo 3.
%1 de inducir un sufrimiento de orden dualista en el cual el
cuerpo y el sujeto se descubren, ambos, en exilio con respecto
a su patria significante.
El principal efecto de la represión originaria consiste en
sustituir el estado de contemporaneidad en que el sujeto
estaba con el Otro cuando era esa pura sonoridad en la que
bailaba o cantaba, por un estado de separación radical que le
informa que el Otro, al dejar de ser su contemporáneo
Sonoro, exige de él que, para tener una posibilidad de
reencontrarlo, pase en lo sucesivo por el largo desvío pulsio-
nal de la sublimación: la meta de la pulsión invocante es el
reencuentro del punto virtual de la nota azul en el nivel de
la cual el cuerpo y el sujeto dejaron de ser contemporáneos
del lugar de su causación significante.
La represión originaria realiza fundamentalmente la con
junción de una doble desaparición, al término de la cual el
Otro y el sujeto quedan barrados: esa doble barra (A y ¡£)
introduce al sujeto en una doble ausencia, ausencia del Otro
que cae en el olvido y ausencia del sujeto en sí mismo, que
adviene en la medida en que se olvida y olvida al Otro.
Pero este olvido no es autístico, porque no dejará de
hablarse: el sentido profundo de la palabra es que adviene en
cuanto habla de ese olvido, y en cuanto éste habla por su
mediación.
Que la palabra hable no quiere decir que sepa de qué
habla: la que evocamos aquí no es una palabra que se emplee,
como sucede casi siempre, al servicio del saber; muy por el
contrario, es una que no hace otra cosa que nombrar un real
que, al sustraerse a todo saber, sólo puede ser designable por
una palabra. ¿Qué es lo que escapa tan fundamentalmente
a todo saber posible, si no lo real subsumido en la palabra
“ausencia”? Al hacer nombrable la “ausencia” mediante una
palabra, no se produce ningún saber: cuando se hace como si
lo real fuera únicamente innombrable, se simula olvidar el
hecho de que es incognoscible.
Cuando el nieto de Freud juega con su bobina nombrando
la ausencia y la presencia, lo que produce no es un acto de
conocimiento sobre la primera, sino de reconocimiento: reco-
noce que esa ausentización de la bobina simboliza una muy
distinta, aquella por la cual el Otro hizo su salida desde el
olvido de la represión originaria.
El juego de ese niño está en el principio de todos los juegos
humanos que ponen en escena un deseo causado por un
objeto cuya aparición sólo extrae su sentido de su inminente
desaparición. Ese objeto puede asumir múltiples formas, la
pelota, la carta que el mago hace desaparecer, la baza
magistral que se revela tanto más sorprendente cuanto que
estaba bien oculta o la apuesta que, en el poker o la ruleta,
simboliza que lo que se pierde puede centuplicarse.
En todos los casos, el objeto es el símbolo encarnado que el
sujeto constituyó al separarse de una parte de sí mismo. Esta
parte perdida es aquello por lo cual el sujeto y el Otro, más
allá de su separación, están unidos: lo que se perdió del
sujeto (el falo) y lo que se perdió del Otro son lo que hace que
la falta de uno y la del otro estén en continuidad. Ese objeto,
bautizado a por Lacan, conjuga la paradoja de encarnar, en
cuanto sucedáneo del Otro, una alteridad a-sexual que,
portadora de la falta fálica, posee el brillo fálico.
Cuando el objeto se hace bobina con la que el niño juega al
fort-da, conmemora el acto original por el cual el sujeto, en
una especie de autosacrificio, amputa una parte de sí mismo
según un corte que, en el caso del niño de la bobina, se sitúa
en el nivel de la mano. Este corte, ubicado en el nivel del
píe en el caso del futbolista o en el de la raqueta en el tenista,
es el lugar de separación con respecto al objeto que, al
apartarse, induce la causa de la erección del deseo cuya
significancia fálica se encarna en la erección del pie, la mano
o la raqueta.
Tirante porque el objeto se aleja al constituirse como
perdido, el falo se afloja si aquél se aproxima al sujeto hasta
el punto en que éste, faltante entonces de falta, puede
experimentar angustia. Vale decir que el sujeto, si está
completamente bajo el influjo del falo, podrá consagrar su
vida a jugar al fort-da: se pasará el tiempo alejando el objeto
a fin de poder correr tras él para acercarse y volver a
empezar. Lo que olvida, al ser el agente de un alejamiento
que crea las condiciones de un acercamiento posible, es que
el alejamiento del Otro no es comparable al del objeto,
porque en su caso el sujeto no puede juguetear. Si no puede
acercarse al Otro por medio del juego, es porque ese abordaje
exige otra dirección ligada a otro tipo de deseo que el que se
pone enjuego en el escenario del juego fálico.
¿Por qué, al jugar al fort-da o correr detrás de su pelota,
el sujeto no encuentra esta significancia? Porque el límite
que recibió el objeto, por el hecho de haber sido nombrado,
conferirá al movimiento dirigido hacia él un límite en el que
la dimensión ilimitada por la cual el sujeto apela a la
significancia no puede encontrar la amplitud que necesita
para respirar. El cuarto tiempo del que hablamos remite a la
hipótesis planteada por Lacan, de una relación con la pulsión
que se haría posible más allá del objeto del fantasma.
Los diferentes tiempos de la pulsión invocante correspon
den a los diferentes tiempos de la toma a cargo de la
significancia originariamente tejida entre el sonido y el
sentido.
Esta significancia en un primer momento danzada será, a
continuación, forcluida por el trauma. Regresará de esa
forclusión y se reenganchará por conducto de un significante
petrificante que, al funcionar como emisor del Espíritu de las
palabras [Esprit des mots], requerirá un receptor que le
devuelva su mensaje en la forma invertida que es el chiste
[mot d’esprit].
Este se revelará a veces capaz de transmitir el espíritu de
la música cautivada por el sentido de las palabras: se alzará
entonces al nivel de ese punto azul que asignamos a la meta
de la pulsión invocante.
LA PULSION INVOCANTE
Y LA PALABRA
FREUD Y MOISES
2 Ibid., p. 62.
3Ib id ., p. 53.
4 Ibid., p. 33.
Luego del asesinato del gran Moisés, el pueblo olvida en
un primer momento el crimen. Pero lo olvidado se transfiere
al segundo Moisés, con lo que Yahveh se beneficiaría con las
proezas permitidas por el dios Atón:
5Ibid., p. 76.
un compromiso por el cual Freud lograría conciliar su iden
tificación con el gran Moisés sin renegar pese a ello de su
ateísmo. En efecto, podríamos zanjar rápidamente la cues
tión de la existencia de dos Moisés diciendo que Freud
repudia al Moisés místico para admirar a sus anchas a uno
más próximo a los legisladores griegos que a los profetas
bíblicos. Queremos ir más allá de este primer enfoque para
poner en evidencia que detrás de la hipótesis de los dos
Moisés se sostiene una apuesta fundamental para el psicoa
nálisis, que es la de la cuestión del modo de transmisibilidad
del Nombre-del-Padre.
En efecto, hay dos caminos posibles para pensar esta
transmisibilidad: el primero, llamado por Lacan metáfora
paterna, es la vía por la cual el significante originario se
transmite a un real humano al que quema con una zarza
ardiente en la que Lacan reconoce “la cosa” de Moisés.
El segundo es el que transmite el significante del Nombre-
del-Padre de manera superyoica y no metafórica, en la
medida en que mediante esa transmisión, el Nombre-del-
Padre vuelve a posteriori del asesinato del padre primitivo
en la forma de un espectro culpabilizante, inductor de una
ley de remordimiento. Como éste es el camino al que recurre
Freud - y en el que encuentra naturalmente a San Pablo-,
nos parece legítimo explorar lo que ocasiona en la teoría
freudiana el abandono de la primera vía.
Que el fundador del judaismo sea para Freud el discípulo de
Atón, y no el Moisés inspirado por la zarza ardiente, concuerda
con el hecho de que el asesinado es el egipcio - y no el madiani-
ta -y que a través del ocultamiento de un Moisés inspirado por
el Espíritu, lo que se interrumpe es el de la vía de transmisión
metafórica: ocultamiento en el que lo que está enjuego es lo que
la tradición bíblica denomina Ruah, el Espíritu.6
ha Ruah participa en el reconocimiento del profeta que es
un ich ha-ruah -hombre del espíritu-,7 pero no basta, sin
6A. Neh er, L ’Essence du prophétisme, París, C alm ann-Lévy, 1983, pp.
85-101.
7Ib id ., p. 86.
embargo, para fundar la profecía: como tal, ésta sólo se
cumplirá si quien es llamado, poseído por el espíritu, se con
vierte en un enviado que deja de estar poseído para hacerse
poseedor de una palabra que va a testimoniar que él es un
enviado: enviado para nombrar la razón por la que ha sido
llamado.
En esos dos tiempos lógicos en que el Davar -la palabra-8
toma el relevo de la Ruah, reencontramos, al parecer, los dos
tiempos lógicos correspondientes a los dos niveles de signi
ficancia del Nombre-del-Padre, que ya evocamos al proponer
captar la palabra apolínea como tiempo de traducción de la
música dionisíaca.
La tradición bíblica nos ofrece, de otra manera que la
griega, la posibilidad de profundizar la ruptura entre la Ruah
y el Davar, entre el espíritu y la palabra.
La Ruah es “espíritu de vida” -Ruah Hayyim- , 9 que
participa en el hombre del espíritu de Dios, debido a que éste,
en la Biblia, está vivo. En potencia, todos los hombres son
virtualmente profetas porque entre esas dos Ruah hay una
comunicación íntima: hombres que pueden convertirse en
lugar de residencia en el nivel del cual lo absolutamente otro
puede pasar a ser lo absolutamente íntimo.
Esta Ruah es aterrorizadora por su libertad:10aparece y
desaparece al capricho de Dios, con el carácter súbito que,
según hemos visto, ya caracterizaba a Dionisos: reviste a
Gedeón, se arroja sobre David, cae sobre Ezequiel como una
presencia que busca al hombre y lo encuentra.11
Induce un éxtasis de orden místico que difiere del misticis
mo cristiano en la medida en que nada puede preparar para
ese encuentro con Dios: ni el purísimo recogimiento ni la
minuciosa preparación espiritual del camino.
La dificultad que nos plantea la Ruah obedece a que
provoca un conocimiento íntimo de Dios, pero se trata de un
12 Ibid.y p. 106.
13 Ibid., p. 107.
Metáfora y esperanza
A Y osefYeru sh a lm i14
25L a s epístolas a la s que nos referim os son las de laTOB. L a lectura que
proponemos de San P ab lo no las identifica con un escrito antijudaico, sino
que procura poner en evidencia las proposiciones teológicas que contribu
yeron históricamente a sostener el discurso antisemita.
26L. Poliakov, Histoire de Vantisémitisme, París, Calm ann-Lévy, 1968,
cuatro volúmenes [traducción castellana: Historia del antisemitismo,
Barcelona, M ario M uchnik, cuatro volúmenes].
tanto más cuanto que, en nuestra opinión, Freud no parece
haberlas examinado verdaderamente. En todo caso, nunca
se apoya en su lectura para explicitar la afinidad que
descubre en sí mismo con aquel a quien señala como su
predecesor en el reconocimiento de la realidad del parricidio
originario.
La cuestión del pecado de Adán nos lleva a discernir los
dos tiempos en el nivel de los cuales el pensamiento bíblico
y el paulino se separan en su definición del pecado: la
significación de la falta, en efecto, es radicalmente divergen
te según se haga hincapié en la transgresión de Adán con
respecto al mandamiento: “No comerás del árbol del bien y
del mal” (Génesis, 2, 17) o la cuestión de la invitación a
arrepentirse que le hace Dios: “¿Dónde estás?” (Génesis, 3, 9).
¿Por qué Adán, escondido detrás de su árbol, está des
orientado, angustiado por esa pregunta de Dios referida al
“dónde”?
Porque pese a creer saber “dónde” estaba, se entera de que
no está donde podría estar; en tanto creía, en efecto, estar
donde se había escondido, ahora descubre angustiado dos
cosas: por una parte, que ese escondite no lo es para la
mirada de Dios; por la otra, que pese a la mirada que posa
sobre él y que significa: “Ya sé dónde estás”, Dios le pregun
ta, sin embargo: “¿Dónde estás?”
Mediante esta pregunta se le señala cuál es el error que ha
cometido: cuando creyó escapar a la culpa ocultándose silen
ciosamente allí “donde” creía ser invisible, Dios habló y
planteó la cuestión del “dónde”: “No te pregunto dónde te
escondiste, te pregunto ‘dónde estás’ cuando te crees oculto”.
Al verte, te doy a señalar que el lugar “donde” te crees
oculto no es un lugar en que estés de incógnito, y al hablarte,
al preguntarte “dónde” estás, “dónde” estás conmigo, te
indico que existe en ti un punto de libertad del que todavía
no sé “dónde” te llevará: si por mi mirada sé dónde está el
escondite especular topográfico en que te disimulas, no sé,
por el hecho mismo de que te pregunto “¿dónde estás?”,
“dónde” está ese lugar metafórico que sólo tú puedes hallar
para atreverte a contestarme sin huir.
¿Ejercerás ese poder de la palabra que es tuyo para hacer
techouvah, para recuperar el lugar que abandonaste mo
mentáneamente al apartarte de mí? ¿Sabes que al esconder
te, al tomar el camino de la culpa vergonzante, eliges
separarte una segunda vez de mí?
Porque has pecado una primera vez, crees que estás
perdido para mí, cuando eres tú quien, al escoger el camino
de la vergüenza, decide perderse por segunda vez: al querer
ocultarte de mí, te pierdes.
Pero “no hay dos sin tres”: puedes renunciar a tu escondi
te, volver a mí creando mediante una palabra que, al reen
contrar su raíz, se autorice a contestar mi pregunta: “¿Dónde
estás?”
No obstante, Adán no podrá, como Abraham, encontrar la
enunciación de esa audacia que habría podido hacerle decir:
“Aquí estoy”, o: “Tengo el atrevimiento de hablarle a mi
Señor”.
En lugar de articular, a la manera de Abraham, una
palabra semejante, renunciará una tercera vez: no contesta
rá: “Aquí estoy, he aquí que soy un ser de palabra”, sino:
“Aquí está la culpable, la mujer”.
Si Adán no se hubiera escabullido así, acusando a Eva, si
hubiera respondido a la pregunta topológica del “dónde”,
habría hecho el acto de retorno por el cual tendría que haber
articulado la enunciación de un yo [je] proferante: “Yo estoy
aquí”. Aquí, en este “árbol de vida” en que la palabra de Dios
puede, de manera viva, articularse al árbol del conocimiento
del bien y del mal.
Esta articulación por la cual los dos árboles se hacen uno
-la “Torá es árbol de vida” (Proverbios 3, 18)- es el secreto
por el que la Torá no disocia, en efecto, la letra y el espíritu
de la ley, sino que los piensa en continuidad.
Que él no haya hecho ese acto de techouvah, de retorno,
acto por el cual habría podido actualizarse el no olvido del
Otro: ésa es, desde un punto de vista bíblico, la verdadera
dimensión del pecado que, en este aspecto, no es el de concupis
cencia sino el contrario al espíritu: el pecado de olvido.
En este punto surge la diferencia fundamental entre la
interrogación bíblica y la interrogación paulina en cuanto al
pecado: si desde el punto de vista bíblico Adán ha pecado
porque habría podido arrepentirse y no lo hizo, según la
perspectiva de Pablo el pecado no está ahí.
En virtud de la interpretación que da del pecado origina
rio, Adán no podía, en efecto, retornar a Dios por medio de los
recursos que se le habían dado por la gracia de Este, a saber:
la libertad de apoyarse en la ley de la palabra para tener
acceso al espíritu de la ley viva que es el árbol de vida.
La gran diferencia entre la Biblia y las Epístolas obedece,
efectivamente, a la manera de responder esta pregunta:
¿Adán no quiso retornar a Dios, o no podía hacerlo? Desde
un punto de vista bíblico, no hizo pero habría podido hacer
techouvah; desde un punto de vista paulino, no podía debido
al pecado original.
¿Por qué? Porque sin la mediación de Cristo, la ley del
padre, su palabra dada al hombre, no crea las condiciones de
una posible redención.
En esta perspectiva, Adán está, con respecto a su falta, en
situación de decir exactamente lo que dirá San Pablo de ella
en la Epístola a los romanos: “El bien que quiero no lo hago,
y el mal que no quiero lo hago”.
¿Por qué hago el mal? Porque la carne (Rom., vin, 7) “ni
siquiera puede” someterse a la ley de Dios: “Condena la ley
de Dios a la impotencia” (Rom., viii, 3).
En la medida en que “ni siquiera puede” obedecer, no es
posible juzgar esta desobediencia, pues procede de un “yo [je]
que no elige desobedecer”. El poderío de ese “yo” [“je ”} que
condena la ley de Dios a la impotencia se debe precisamente
al hecho de que, al estar ciego y despojado de libre albedrío,
se sustrae a esa ley que, para actuar, tiene que reencontrar
la libertad del hombre.
Pero aquí se plantea la siguiente cuestión: entre el “yo”
[‘je ”] que, en virtud de la ley de Dios, no “quiere el mal”, y el
que no puede no hacerlo, ¿hay un “yo” [‘je ”] intermedio, un
“yo [“je ”] tercero” que tenga la libertad de juzgar la acusación
que el “yo” [“je ”] del bien le hace al del mal y el poder de hacer
cumplir, tras una deliberación, lo que ha resuelto?
En ese punto, Pablo es categórico: dicho “tercer yo”, que
haría posible el retorno a Dios, no podría existir en el
hombre, de tal modo que: “Querer el bien está a mi alcance,
mas no realizarlo” (Rom., vn, 18).
Desde un punto de vista paulino, es indudable que Adán
quería el bien, pero no podía realizarlo: no podía retornar a
Dios y preguntarle: “¿Dónde estás?”, puesto que, debido al
pecado original, estaba amputado de la parte viva de la ley
que es el árbol de vida, y sólo lo gobernaba el árbol del
conocimiento del bien y del mal. En Pablo, esta fractura
radical entre los dos árboles se manifiesta a través de un
corte entre las diferentes caras de la ley: su letra, su espíritu
y la ley del pecado.
En tanto que en el pensamiento bíblico estos tres aspectos
están articulados, de modo que se encuentran en una enig
mática continuidad, el corte querido por Pablo introduce un
desenlace entre esos tres componentes de la ley, de tal
manera que cada uno de ellos va a emanciparse, a aislarse y
entrar en un conflicto dualista con los otros dos: conflicto
entre la letra de la ley y su espíritu, entre éste y la ley del
pecado y entre la ley del pecado y la letra de la ley.
Si esta disociación de la ley, que hace imposible la salva
ción por su intermedio, es ajena al judaismo, es porque la
pregunta con que Dios interpela al hombre - “¿dónde es
tás?”- es un decir que impone a éste una tarea temible: sólo
aceptará la ley dada por Aquél si no olvida que el interdicto
del bien y del mal está trenzado con el decir de Dios, trenzado
con el espíritu vivo de la palabra de Dios. La ley, en efecto,
no podría entenderse auténticamente si el judío no entendie
ra al mismo tiempo el decir divino que pregunta “¿dónde
estás?” y el interdicto que ordena; si no experimenta siempre
el temor radical que se deduce de él, caerá en el ritualismo.
Examinemos qué dialéctica profunda y sutil debe adoptar
San Pablo desde el momento en que para él, el amor al hijo,
al sustituir el temor al padre, conduce a reemplazar una ley
una por tres tipos de leyes convertidas en antinómicas: leyes
del espíritu, de la letra y del pecado.
Como vamos a tratar de mostrarlo, es en esta sustitución
donde se encuentra, en nuestra opinión, el origen teológico
del ulterior antijudaísmo.
En una primera etapa, Pablo parte de la siguiente consta
tación: la ley tiene un poder temible, el de revelar el pecado.
“Yo no habría conocido la codicia si la Ley no me hubiera
dicho: ‘No codiciarás’” (Rom., vn, 7).
“Sobrevenido el mandamiento, el pecado cobró vida” (Rom.,
vil, 9).
“El pecado me sedujo por la voz del mandamiento y por él
me dio muerte” (Rom., vn, 2).
Como fijadora de interdictos (no codiciarás), la ley me
revela por lo tanto dos cosas disimétricas: de manera inme
diata, me induce al mal (yo codicio), y de manera mediata me
indica -a posteriori—a qué debo renunciar: a la seducción del
mal, para hacer el bien. Ese “bien” es entonces algo que
aparece secundariamente, como deductible del mal, no es
algo a lo que tengo un acceso directo: sólo llego a él indirec
tamente, no como algo que puedo desear, sino como algo que
no debo hacer.
Pero, va a preguntarse Pablo, si lo que “no quiero, lo hago”
(Rom., vn, 16), ¿quién será responsable? ¿El “yo” [“je ”] que no
quiere el mal (el que Pablo llama “yo” [“m oi”] en Rom., vu, 17)
o el “yo” Yje ”] que hace el mal?
Lo que el apóstol aporta de decisivo es que no hay ninguna
relación entre esos dos “yo” [ ‘j e ’’] y, en este aspecto, el que
hace el mal es empujado en esa dirección por una fuerza
ciega, que aquél denomina pecado y tiene el poder de sedu-
cir me.
Ese “yo” [“je ”] no es el “yo” [“moi"], no es el “yo” [“je ”] que
quiere hacer el bien: “Si lo que ‘yo’ no quiero ‘yo’ lo hago [...]
no soy yo [moi] quien actúa, sino el pecado que habita en mí”
(Rom., vn, 16).
Ese “yo” [‘je ”] del pecado es algo no subjetivable, del que
el hombre no tiene que responder porque no está en su poder
hacerlo: es una fuerza que parece actuar por sí sola, inde
pendientemente del sujeto, quien, en suma, está situado
como un espectador impotente de lo que sucede. Esta impo
tencia del hombre proviene por lo tanto del hecho de que se
lo percibe como lugar en que serían vecinas dos instancias
irremediablemente separadas una de otra, por estar despro
vistas de todo punto en común que pudiera articularlas.
En ausencia de dicho punto en común, el sujeto no tiene
por sí mismo ningún poder para luchar contra el pecado
porque éste, con sede en la carne, está fuera del alcance del
hombre “interior” que quiere hacer el bien.
En este punto, Pablo se enfrenta a un dilema terrible.
¿Qué hay que pensar entonces de la ley dada por Dios si deja
al hombre presa del pecado? ¿Será ella causa de éste?
Frente a esa temible cuestión, que pondría en tela de juicio
a Dios, Pablo encuentra la solución que constituye su gran
originalidad: al mismo tiempo que afirma su concepción
dualista, logra escapar al gnosticismo y elige salvar la ley
postulando que la ley de Dios es buena: no causa el pecado,
no hace más que revelarlo. Ese es el gran descubrimiento de
Pablo, el hallazgo por el cual el pecado original encuentra
derecho de asilo en la nueva religión.
A la pregunta: “¿Lo que es bueno se convirtió en causa del
mal para mí?” (Rom., vn, 13), Pablo responde: “¡Desde luego
que no! Es el pecado: valiéndose de lo que es bueno, me dio
muerte”.
En este aspecto, la ley queda provisoriamente a salvo: “Es
santa” (Rom., vn, 11). Ese salvataje significa, por lo tanto,
que la responsabilidad del mal es enteramente imputable a
la carne. “En mis miembros, descubro otra ley [...] que hace
de mí un prisionero de la ley del pecado” (Rom., vn, 23).
La etapa siguiente del razonamiento de Pablo lo lleva a
plantear que si bien la ley es ciertamente santa, resulta que,
por más que lo sea, es ineficaz, porque no brinda ninguna ayuda
al hombre para luchar contra el pecado. En efecto: “La carne la
condena a la impotencia” (Rom., viii, 3). En ese aspecto, la ley
del pecado es por lo tanto más eficaz que la de Dios.
Esta ley se da así como una instancia idónea para desarro
llar un saber “intelectual” sobre el bien y el mal. “La inteli
gencia me somete a la ley de Dios” (Rom., y ii, 25). Se trata en
este caso de un saber muy particular: saber puramente
intelectual desprovisto de toda capacidad de acción, de toda
eficacia simbólica, de todo poder de liberación del hombre
que sigue cautivo de la ley del pecado, que por su parte tiene
el poder de actuar eficazmente sobre aquel a quien hace su
prisionero. San Pablo opone de tal modo un “hombre inte
rior”, que “se complace” en el pensamiento, en su “inteligen
cia”, en la ley de Dios, a un hombre prisionero, en acto, de la
ley del pecado. “Me complazco en la ley de Dios en cuanto
hombre interior, pero, en mis miembros, descubro otra ley
que combate contra la que ratifica mi inteligencia: ella hace
de mí el prisionero de la ley del pecado que está en mis
miembros” {Rom., vn, 22).
De ese dualismo entre una ley que hace pensar (la de Dios)
y otra que hace actuar (la del pecado) se deriva una falta ética
que Pablo resume así: “Querer el bien está a mi alcance, mas
no realizarlo, porque el bien que yo quiero, no lo hago, y el
mal que no quiero, lo hago” (Rom., vil, 18).
Nueva etapa lógica en el pensamiento de Pablo. En su
tendencia a situarse en la continuidad de la Biblia (la ley de
Dios es santa), va ajustificar su concepción de la discontinui
dad de la antigua ley y la nueva extrayendo las consecuen
cias de su ineficacia con respecto al pecado.
Como la ley de Dios ha perdido toda eficacia simbólica, no
da al hombre el medio de salir de esa cárcel que es el pecado;
al contrario, lo entrega a él y, con ello, conquista un tipo
completamente distinto de eficacia: la que el psicoanálisis se
vio forzado a reconocer al superyó.
En este punto, estamos obligados a admitir que cuando
Pablo habla de “la ley”, no se refiere, en ningún caso, a ésta
en lo que tiene de simbólico, sino a la ley fundamental
persecutoria del superyó que Freud descubrió en la base del
sufrimiento de cualquier síntoma.
La paradoja del superyó obedece al hecho de que el sujeto
humano tiene tal necesidad de “una” ley para existir, que,
cuando falla la ley simbólica pacificadora, se ve obligado a
sustituirla por el reino de esta ley feroz del superyó persecu
torio. De tal modo, un sujeto que no se haya sometido a la ley
simbólica puede someterse inconscientemente a la ley perse
cutoria.
Entre mil ejemplos clínicos, tomemos éste, que da La-
can:27 un hombre solicita ayuda del psicoanálisis porque,
escritor, tiene una grave traba en su actividad debido a un
calambre irreductible en la mano derecha. ¿Qué descubre en
su análisis? Que esa mano cuyo uso ha perdido lo remite a un
precepto de la ley islámica -ya que nuestro hombre es de esa
confesión- que dice esto: “Al ladrón se le cortará la mano
derecha”. Ahora bien, el padre del sujeto, acusado de haber
robado, no sufrió ese castigo. Lo que no fue sancionado en él
resulta serlo, de manera aberrante, en el plano de la mano
paralizada del hijo escritor.
¿Cómo debemos comprender el hecho de que el precepto
“se te cortará la mano” haya podido adquirir, sin que el sujeto
lo supiera, el poder de cortarle, en lo real, su actividad
manual?
Es preciso que repensemos la distinción paulina de la letra
y el espíritu de la ley y volvamos a hacernos esta pregunta:
¿qué es el espíritu de la ley?
Frente a los diez preceptos, el hombre judío y el hombre
cristiano se disponen de manera disimétrica: la elección
propuesta a uno no es igual a la propuesta al otro; para el
judío, decir “sí” a la ley no deja de suscitar temor, porque
detrás del interdicto escucha el decir de Dios que lo interpela
sobre la elección que hará de su libertad: ¿responderá “sí” o
“no” a ese decir que trasciende la letra del interdicto?
La dificultad extrema del “sí” obedece a dos cosas:
C u a l u n orá cu lo , la f ó r m u la n o d a n in g u n a r e s p u e s t a a n a d a .
P e r o la m a n e r a e n q u e se e n u n c ia , su c a rá c te r e n ig m á tic o , es
s in d u d a la co n te sta c ió n a la p r e g u n t a s o b re e l se n tid o d e l
su e ñ o . P o d e m o s c a lc a r la d e l a fo r m u la c ió n is lá m ic a : “N o h a y
m á s D io s q u e D io s ”: n o h a y m á s p a la b r a , m á s so lu c ió n a
v u e s tr o p r o b le m a q u e l a p a la b r a [...].
O t r a v o z to m a l a p a l a b r a . [...] P o d r ía m o s lla m a r N e m o a ese
su je to a l m a r g e n d e l su je to q u e d e s ig n a t o d a la e s t r u c t u r a d e l
su e ñ o . [...] N o h a y o t ra p a l a b r a d e l su e ñ o q u e l a n a t u r a le z a
m is m a d e lo sim b ó lic o . [...]
E s a p a l a b r a n o q u ie r e d e c ir n a d a , com o n o s e a q u e es u n a
p a la b r a [...]. S e r í a u n a p a l a b r a d e lir a n t e si el su je to in t e n ta
r a p o r s í solo e n c o n tr a r a h í, a l a m a n e r a e n q u e p o d r ía
p r o c e d e r u n o c u ltista , l a d e s ig n a c ió n se c re ta d e l p u n to d o n d e
e stá , e n efecto, la so lu c ió n d e l m is te rio d e l su je to y el m u n d o .
P e r o él n o está solo.
F r e u d , c u a n d o n o s c o m u n ic a el secreto d e e se m is te rio lu c ife -
rin o , n o está solo e n l a co n fro n ta c ió n con ese su e ñ o . A s í com o
en u n a n á lis is el s u e ñ o s e d ir ig e a l a n a lis t a , F r e u d , e n el
su e ñ o , se d irig e y a a n osotros.
Y es p o r eso q u e e s t a ú lt im a p a l a b r a a b s u r d a d e l su e ñ o no es
u n d e lirio , p o rq u e F r e u d , p o r in t e rm e d io d e él, se d e ja o ír a n te
n o so tro s. [...]
N o es sim p le m e n te , e n s u caso, q u e e n c u e n tre a l N e m o q u e
r e p r e s e n t a s u in c o n sc ie n te . A l c o n tra rio , es él q u ie n h a b la y
a d v ie rt e q u e , sin h a b e r lo q u e rid o , sin h a b e r lo recon ocid o en
u n p rin c ip io , n o s dice [...] a lg o q u e es a l a v e z é l y y a n o lo e s .4
S o y a q u e l q u e q u ie r e s e r p e rd o n a d o p o r h a b e r s e a tre v id o a
5 IbidL.
6 J. Lacan, Le Séminaire. Livre xi..., op. cit., p. 227.
Así, en la posibilidad que tiene Freud de dirigirse a
nosotros, psicoanalistas -que todavía no estamos ahí en el
momento en que él sueña-, señalamos la puesta enjuego de
la pulsión invocante. No se trata de una demanda dirigida a
otro que esté allí, sino verdaderamente de una invocación
que supone que podría acaecer una alteridad. El hecho
de que nosotros, psicoanalistas, estemos hoy ahí para recibir
el mensaje de Freud, nos dice que su invocación a nosotros,
que no estábamos ahí, fue lo suficientemente potente para que
algún día estuviésemos.
Diremos entonces que por ciertas razones a dilucidar,
Freud, en su teoría, pone en primer plano el carácter deon-
tológico de la necesidad significante y omite hacerse cargo de
lo que Ricoeur denomina carácter teleológico del significan
te.7 Cuando Freud anuncia que el único consuelo que le
permitía el superyó social era la curiosidad intelectual, pone
por delante el consuelo dado por el significado al que puede
tener acceso el saber, reprimiendo el consuelo dionisíaco
concedido por la significancia al que, sin embargo, accede
inconscientemente cuando, en el instante de soledad absolu
ta en que lo deja el traumagujero, el espíritu de las palabras
se le entrega para que él lo traduzca en un chiste: “trietila-
mina”, a partir del cual nos invoca.
Que tal donación significante sea posible implica el reco
nocimiento, por parte del sujeto Freud, de que se lo hable
antes de que él hable: que la producción de su palabra se
reconozca como sucesora de un significante que la precede.
Lévi-Strauss y la música
I. L a p u ls ió n in v o c a n te ,
LA MÚSICA Y LA DANZA
¿Qué es la danza?........................................................... 7
Vocación. Invocación...................................................7
Sufrimiento del síntoma..........................................16
Las tres caras del síntoma:
pérdida de lo inaudito, de lo invisible,
de lo inmaterial.......................................................17
Las tres caras del continuum.................................. 19
El continuum espíritu-materia-sujeto
y el punto azul........................................................ 26
Freud, Dionisos y la tragedia....................................... 33
Los cuatro tiempos de la pulsión invocante............. 61