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A mitad de camino:
por una verdadera “revolución copernicana” en pedagogía
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“fabricación”, el simple resultado de experiencias fisiológicas y sociales?
Evidentemente no. Hemos observado durante bastante tiempo las
contradicciones de tal proyecto, sus atolladeros y sus fracasos como para
eliminar definitivamente esa tentación, cualquiera sea la forma que pueda
tomar. La ambición de dominar completamente el desarrollo de un individuo,
ya sea que ésta pase por la creación de reflejos condicionados a la manera de
Pavlov, o por el despliegue de herramientas tecnológicas a la manera de
Skinner y de la enseñanza programada, sigue siendo una ambición perversa y
mortífera. La psicología cognitiva puede tomar hoy el lugar de lo que
Frankenstein llamaba “la filosofía natural”, la didáctica substituir a la cirugía,
los conocimientos obtenidos de las bibliotecas reemplazar los pedazos de
cadáveres desenterrados de los cementerios, pero nos encontramos en la
misma ensoñación, o más bien en la misma pesadilla: hacer vida con muerte,
fabricar a un sujeto acumulando elementos y esperando mágicamente que
una “chispa de vida” venga a unir y a animar el todo.
Por cierto, los saberes y conocimientos que intentamos transmitir y de cuyo
“montaje” esperamos surja un ser a nuestra imagen, estuvieron muy vigentes
antaño. Los hombres los elaboraron pacientemente, con obstinación, para
responder a cuestiones esenciales que se les planteaban o para resolver
problemas que tenían que enfrentar. Las disciplinas escolares abrevan en esas
reservas inmensas, y lo hacen con gran deferencia por los inventores que
constituyeron así nuestro patrimonio. Pero a menudo, esa disciplinas sólo
conservan algunos pedazos fosilizados, desprovistos de los que les acordaba
sentido, aislados de las cuestiones fundadoras en las que se inscribían. La
biología, la historia, la literatura, las matemáticas o la física ya no son
tentativas para responder a interrogaciones esenciales de los hombres, que el
niño encuentra tempranamente: ¿de qué estoy hecho? ¿De dónde vengo y qué
he heredado? ¿Por qué me invaden sentimientos contradictorios, al punto de
que, a veces, detesto a los seres que más amo? ¿Hasta dónde se puede contar;
el infinito existe verdaderamente? ¿Dónde se detiene el mundo en el que
vivimos? Las disciplinas escolares se han convertido a lo largo del tiempo, y
sin que lo supieran aquellos que presidieron su organización, en “pedazos de
cadáveres exhumados de panteones y osarios” (Shelley, 1978, p. 80), briznas
de conocimientos extraídos de tratados eruditos y compilados en manuales.
Ya no están habitadas por lo que podría darles vida verdadera, por la
interrogación fundadora que permitiría que los seres que entran en el mundo
se las apropien y crezcan: “¿A qué quisieron responder los hombres cuando
elaboraron todo eso? ¿Por qué pregunta, por qué inquietud, por qué problema
estaban atravesados, al punto de poner tanta energía y esperanza en el
conocimiento de las cosas?”
Esto es lo que convendría ubicar “en el centro del sistema educativo”, lo
cual constituiría una verdadera “revolución copernicana en pedagogía”. No
un puerocentrismo ingenuo —y desmentido siempre por las práctica—, no
una “fabricación” por acumulación de conocimientos ni hábiles
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manipulaciones psicológicas, sino la construcción de un ser por sí mismo a
través de la verticalidad radical de las cuestiones que plantea la cultura en sus
formas más elevadas.
En otros términos, la educación sólo puede escapar a las derivas simétricas
de la abstención pedagógica —en nombre del respeto por el niño— y de la
fabricación de éste —en nombre de las exigencias sociales—,centrándose en la
relación del sujeto con el mundo. Su tarea es poner todo en marcha para que
el sujeto entre en el mundo y se mantenga de pie, se apropie de las cuestiones
que han constituido la cultura de los hombres, integre los saberes que los
hombres han elaborado como respuestas a esas cuestiones... y las subvierta
mediante sus propias respuestas con la esperanza de que la historia
tartamudee un poco menos y se aparte con un poco más de obstinación de
todo aquello que abisma al hombre. El fin de la empresa educativa se
encuentra en el hecho de que aquél que viene al mundo esté acompañado y
entre en la inteligencia del mundo, que sea introducido en esa inteligencia por
quienes lo han precedido... introducido, pero no moldeado, ayudado, pero no
fabricado. Para que, finalmente, según la hermosa fórmula que Pestalozzi
propuso en 1797 —y que está en las antípodas del proyecto de Frankenstein—
, pueda “convertirse en su propia obra” (Pestalozzi, 1994).
“El milagro que salva al mundo de la ruina normal, ‘natural’, explica Hannah
Arendt, es finalmente el hecho de la natalidad, en el cual se arraiga ontológicamente
la facultad de actuar. En otros términos: es el nacimiento de nuevos hombres, el hecho
de que comiencen de nuevo, la acción de que son capaces por el derecho de nacer. Solo
la experiencia total de esta capacidad puede otorgar a los asuntos humanos la fe y la
esperanza [...] Esta esperanza y esta fe en el mundo que encontraron sin duda su
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expresión más sucinta, más gloriosa en la frase de los Evangelios que anuncia la
‘buena nueva’: ‘Un niño ha nacido’” (1983, p. 278). “Un niño ha nacido”: hay que
meditar en esta fórmula. Reconocer el carácter inverosímil, e incluso
milagroso de todo nacimiento. Aceptar que el nacimiento de un ser no es una
simple prolongación de nosotros mismos, sino que es portador de una
esperanza de comienzo radical, de la posibilidad de una invención que
renueve completamente nuestros horizontes. Honrar en el que viene la suerte
que se nos ofrece de no encerrarnos en el pasado, sino, por el contrario, ser
“superados” verdaderamente. Saludar al que llega, venga de donde venga,
como un salvador posible, una suerte de Navidad cotidiana, el signo de que
todo puede todavía suceder y lo mejor realizarse finalmente.
Por supuesto, no hay nacimiento sin progenitores y, en este sentido, los
adultos tienen algo que ver. Pero quien no es capaz de aceptar una nacimiento
como un don, estará siempre tironeado por el deseo de dominio y perturbado
por la idea de que el que acaba de nacer puede no pertenecerle. Quien no es
capaz de maravillarse ante un recién nacido y considerar que “un niño le ha
sido dado”, condena al mundo a la reproducción y anula toda relación
educativa en un mimetismo mortífero.
“Ni las categorías del poder, ni las del tener pueden indicar la relación con el niño.
Ni la noción de causa, ni la noción de propiedad permiten comprender el hecho de la
fecundidad...”, explica Emmanuel Lévinas (1985, pp. 85-86). Y agrega: “La
filiación es una relación con el prójimo en la que éste es radicalmente otro, y en la que,
sin embargo, es, de alguna manera, yo” (idem). Esta es la dificultad: aceptar al
niño que viene como un don, renunciar a ejercer sobre él nuestro deseo de
dominio, desposeernos de algún modo de nuestra función progenitora sin por
ello renegar de nuestra influencia ni intentar abolir una filiación sin la cual el
niño no puede conquistar su identidad. Renunciar a ser la causa del otro sin
renunciar a ser su padre, sin negar nuestro poder de educador en una ridícula
gimnasia no directiva. Convengamos: no es fácil.
Los educadores suelen sorprenderse ante las dificultades que encuentra: los
niños ya no son dóciles y, cuando lo son, es a menudo para ablandarnos y
terminar haciendo lo que se les antoja. Creemos dirigirlos y, subrepticiamente,
nos tienen en su poner, a nosotros que estamos para acechar sus signos de
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afecto o de progreso. En la cotidianeidad de la vida familiar o del aula,
nuestros fracasos son múltiples: nunca logramos hacer lo que queremos de
aquellos que nos son confiados. Ante todo, ellos nunca desean lo conveniente
en el momento conveniente: cuando queremos que se dediquen a las
matemáticas, o a las versiones latinas, prefieren ver una telenovela... Y por
más que les expliquemos que, a largo plazo, las humanidades y la ciencia son
portadoras de muchas más satisfacciones que las aventuras afectivas y
televisivas de un puñado de estudiantes norteamericanos, esto no parece
convencerlos fácilmente. Luego, cuando por fin quieren hacer lo que
consideramos útil para ellos, nunca es como corresponde: lo hacen mal,
demasiado rápido o demasiado lentamente, no siguen el método adecuado,
no comprenden las cosas como nosotros. Si intentamos explicárselas, se
vuelven discutidores o se encierran en el silencio, arguyendo que eso no
quiere decir nada o que ya no les interesa. Si nos esforzamos por darles un
mínimo de sentido moral, de prudencia y de juicio, nos veremos confrontados
a la indiferencia o al rechazo, cuando no a la provocación.
En resumen, y a riesgo de caer en la paradoja, hay que confesar que lo
“normal” en educación es que “no funciona”, que el otro se resiste, se
escabulle o se rebela. Lo “normal” es que la persona que se construye frente a
nosotros no se deje hacer, incluso intente oponerse, para recordarnos que no
es un objeto que construimos sino un sujeto que se construye.
Es grande la tentación de dejarse encerrar en un dilema infernal: excluir o
enfrentar, renunciar o comprometerse en una relación de fuerzas. Eso es lo
que sucede en muchos casos en los establecimientos escolares a los que
llamamos “sensibles”, cuando los docentes se enfrentan a comportamientos
violentos, o simplemente no habituales.
Para ellos, la tentación de la exclusión es muy grande: “echando a los
bárbaros” podemos ejercer correctamente nuestro oficio de docente;
desembarazándonos de los que ignoran el “oficio de alumno” (Perrenoud,
1994), de los que abandonan el aula sin permiso para ir a tomar algo y
vuelven media hora después, o incluso aquellos que no saben que hay que
traer los útiles de trabajo a la escuela y no interrumpir al profesor cuando
habla... ¡esperamos poder seguir enseñando tranquilamente y, tal vez, hacer
didáctica o implementar una pedagogía diferenciada! Pero los docentes saben
bien que la exclusión es siempre un signo de fracaso y confirma un abandono:
los alumnos más desfavorecidos, lo que no tuvieron la suerte de aprender,
gracias a su medio familiar, las claves del éxito escolar, pagan los costos de la
operación; su exclusión de la escuela se agrega a sus desventajas sociales y los
arroja a la calle, donde su futuro podría ser sombrío. Es por ello que ningún
educador que se precie puede aceptar la exclusión como solución de las
dificultades que encuentra.
Para evitarla, los docentes emprenden un enfrentamiento para el cual no
siempre están bien equipados: exigen que el alumno sea tranquilo, que no se
levante y que tenga sus útiles. Para ello, pide el apoyo de sus colegas o de la
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administración; esto funciona durante un tiempo... Pero llega un día en que el
alumno querrá saber hasta dónde puede poner a prueba al docente y cuáles
son los límites que no debe franquear. El conflicto adquiere más potencia, los
dos actores se abroquelan en sus respectivas posiciones y el resto de la clase
espera, preguntándose quién va “caer en la lona”. En este juego, el docente a
veces gana, es decir, consigue no perder la compostura. Pero sale bastante
herido: es que el alumno, si bien no dispone del bagaje cultural del docente, si
bien no sabe poner palabras a su “odio”, aprendió a defenderse con los
medios de los desheredados: es hábil para explotar las debilidades del
adversario, conocer los lugares donde hay que pegar para hacer doler, sabe
rascar las heridas que sangran y elegir las expresiones que humillan.
Se comprende que, en tales condiciones, el docente se agote; se comprende
que se desaliente y que, incluso, esté tentado de volverse contra la institución
escolar la violencia de la que es víctima. El docente quiere “dar clase”, y eso es
meritorio. Quiere transmitir saberes y se pregunta cómo va a lograrlo si no
puede ni excluir ni hacer frente a aquellos que se le resisten.
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bien lo muestra Gaston Bachelard, la lógica que rige la enseñanza no es la que
rige el aprendizaje: “Una enseñanza recibida es psicológicamente un empirismo;
una enseñanza dada es psicológicamente un racionalismo. Te escucho: soy todo oídos.
Te hablo: soy todo entendimiento. Aun cuando digamos lo mismo, lo que dices es
siempre un poco irracional; lo que digo es siempre un poco racional” (1972, p. 246).
En otras palabras, enseñar es siempre exponer de manera ordenada lo que se
ha descubierto de manera aleatoria: el libro que escribo, el curso que doy, son
siempre reconstrucciones a posteriori. Reconstituyo en ellos una racionalidad
combinando descubrimientos múltiples, inscribiendo en ellos investigaciones
ad hoc, conectándolas con ejemplos y experiencias que tomo de mi propia
historia. Cuando hay “blancos”, incoherencias, rupturas lógicas, busco
articulaciones satisfactorias y construyo así mi pensamiento al mismo tiempo
que mi discurso. Por el contrario, para el lector de este libro, como para el
oyente de una conferencia, aunque se esfuercen por seguir el razonamiento de
manera lineal desde el principio al fin, habrá sin embargo elementos más
notables que otros, hechos o fórmulas que retendrán su atención porque los
remitirán a cuestiones que les interesan. Imaginemos que ese lector o ese
oyente está redactando un trabajo o una tesis, que tiene el primer contacto con
una clase, o que está haciendo el aprendizaje de la paternidad; esto no dejará
de orientar la lectura y de volverla, sin que él lo sepa, más o menos selectiva.
Pues “aprender es siempre tomar información en su contexto en función de un
proyecto personal” (Meirieu, 1987).
Evidentemente, existen situaciones de enseñanza que funcionan muy bien
y donde los alumnos o estudiantes “absorben” completa y perfectamente el
pensamiento del maestro. Estas situaciones pertenecen a un caso particular
que podría describirse utilizando una metáfora de la informática, como
situaciones en que “los educandos han reformateado su sistema de
aprendizaje siguiendo el sistema de enseñanza”. Estos alumnos aprovecharon
un entorno favorable que les ha permitido efectuar ese “reformateo”:
comprenden la clase porque han aprendido a entrar en una racionalidad
lineal; esperan los ejemplos en el momento en que retienen las fórmulas de
síntesis.... Y no son ellos los que plantean problemas en la clase. Para los
demás, la resistencia existe y la transmisión es difícil. En cuanto a los demás,
nos acecha la tentación de caer en la exclusión o en el enfrentamiento
esperando “obrar por la fuerza”, y que la transmisión se efectúe. Pero no se
obra por la fuerza cuando se trata de una persona, de un sujeto en formación,
un “pequeño hombre” que intenta crecer y que no podemos forzar sin riesgo
de quebrarlo o de entrar con él, por mucho tiempo, en un cara a cara que se
transforma rápidamente en un cuerpo a cuerpo y que nos arrastra, a pesar
nuestro, hacia las soledades desérticas en las que reinan “el frío y la
desolación”.
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efectúa jamás de manera mecánica y no puede concebirse bajo la forma de una
duplicación de lo idéntico, tal como se la supone en diversas formas de la
enseñanza. Supone una reconstrucción por el sujeto de esos saberes y
conocimientos que debe inscribir en su proyecto y cuya contribución a su
propio desarrollo debe poder percibir.
Pero si bien a veces hay que renunciar a enseñar, nunca hay que renunciar
a “hacer aprender”. En efecto, cuando se descubre la dificultad de transmitir
saberes de manera mecánica, sería peligroso caer en el despecho y el
abandono (Meirieu, 1991). Sería como decidir detener deliberadamente a un
ser fuera del círculo humano, sería condenarlo, de otra manera, a la violencia.
Por eso es tan grave basarse en la dificultad de “enseñarles” a ciertos alumnos
para justificar una renuncia educativa en este sentido. Por eso hay que
intentar salir del dilema de la exclusión o del enfrentamiento y, a nuestro
entender, la única manera de lograrlo es reconocer de una vez por todas que
nadie puede decidir aprender en lugar del otro.
Pues aprender es algo difícil: Platón, Aristóteles, San Agustín ya lo habían
señalado... Es una operación que puede parecer incluso imposible. Pues
aprender es “hacer algo que no se sabe hacer para aprender a hacerlo”. Ahora
bien, si reflexionamos al respecto, siempre procedemos así; así es como
aprendimos a caminar, a hablar, a escribir, a ir solos a la escuela, a hacer el
amor, a nadar. Nadie nos ha enseñando, en sentido estricto, a nadar: lo hemos
aprendido solos. Por cierto, los especialistas de la didáctica de la natación
pueden imaginar perfectamente una progresión rigurosa que, en ciento
sesenta y siete subobjetivos, puede permitir llevar a alguien desde la entrada a
la piscina hasta el crawl de competición. Pero siempre habrá un momento en
que el que aprende salte al agua. Por supuesto, los especialistas en didáctica
más voluntaristas dirán que se lo puede empujar. ¡Claro! Pero habrá un
momento en que, en el fondo del agua, el que aprende deberá decidir dejarse
hundir o subir a la superficie. Y lo mismo sucede con todos los aprendizajes:
en la universidad, por ejemplo, nos esforzamos por enseñarles a los
estudiantes a redactar un trabajo monográfico: implementamos ayudas
colectivas e individuales, organizamos talleres de escritura, trabajamos sobre
monografías previas para detectar sus cualidades y sus defectos, proponemos
progresiones, ejercicios de corrección colectiva... cosas que son muy útiles
pero que no suprimen para nada “la angustia ante la hoja blanca”, el hecho de
que haya que comenzar a escribir un día, tirarse al agua, esforzarse por hacer
lo que nunca se ha hecho. ¿Y quién no ha experimentado el mismo
sentimiento antes de tomar la palabra en público, en el momento en que el
temor parece abolir todo el trabajo de preparación, cuando no se sabe nada
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más y hay que avanzar de todos modos, cuando el pasaje al acto se impone y
nada, a priori permite evitar el “coraje de los comienzos”, como dice Vladimir
Jankelevitch?
Hay que renunciar a aprender en lugar del otro; tenemos que aceptar que
el aprendizaje proviene de una decisión que sólo él puede tomar y que,
puesto que es, en sentido estricto, una decisión, resulta totalmente
imprevisible. Los niños lo saben, como Ernesto en La pluie d’été, de Marguerite
Duras quien, al maestro que le pregunta cómo se aprende, responde sin la
menor vacilación:
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desbordar de sí mismo. Aprender es, en el fondo, “convertirse en obra de sí
mismo”.
Está de más decir que, respecto de decisión, el educador sólo puede aceptar
su impotencia, reconocer que carece de medios directos para actuar sobre el
otro y en lugar del otro, que todo intento en este sentido lo hace caer del lado
de Frankenstein..., pero que, sin embargo, no es impotente.
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no es posible; la mirada del adulto que juzga y evalúa, la mirada de los demás
que se burlan y acorralan, las expectativas de todos, constituyen otros tantos
obstáculos al aprendizaje. Nadie puede “intentar hacer algo que no sabe hacer
para aprender a hacerlo” si no está seguro de poder tantear sin hacer el
ridículo, de poder equivocarse y volver a comenzar sin que tal error se vuelva
contra él. Un espacio de seguridad es ante todo un espacio en el que se
suspende la presión de la evaluación y donde se desactive el juego de
expectativas recíprocas haciendo posible la asunción de roles y de riesgos
inéditos. “Hacer lugar al que viene” es, ante todo, ofrecerle esos espacios en la
familia, la escuela, en el seno de actividades socioculturales en las cuales
podrá comprometerse. Esto supone que muy tempranamente sean planteadas
reglas y sean construidas prohibiciones: pero éstas no tienen sentido sino
cuando, además, autorizan, y si el niño lo sabe. La prohibición de la burla, que
Fernand Oury califica de “pequeño asesinato mezquino” (1971) sólo tiene
significación porque es la condición para que cada uno pueda, sin
preocuparse de su torpeza, intentar nuevos aprendizajes. Todos deben saber
que esa prohibición es la condición de su libertad, y que contribuye a la
construcción del espacio educativo como “espacio de seguridad”.
“Hacer lugar al que viene... y ofrecerle los medios para ocuparlo”. Sí,
“ofrecerle”, pues no puede tratarse de una imposición. Y esto es lo que los
pedagogos han querido decir desde hace más de un siglo al hablar de la
“educación funcional”, como Claparède, o de “respeto de las necesidades del
niño”, como muchos otros. No se trata, contrariamente a lo que dejan
entender los discursos caricaturescos de los adversarios de la pedagogía, de
someterse a los caprichos aleatorios de un niño-rey. Se trata de inscribir las
propuestas culturales que le permiten crecer en una dinámica en cuyo seno
pueda convertirse en sujeto. Se trata de hacer aparecer los saberes como
respuestas a verdaderas cuestiones. No hay espontaneísmo en esta actitud. Al
contrario: es un esfuerzo permanente para que el sujeto se reinscriba en
cuestiones vívidas, fundadoras de los saberes humanos, y se incorpore en los
conocimientos en la construcción de sí mismo.
Por cierto, en este campo se ha confundido a veces “el sentido” y “la
utilidad”. Y esta confusión ha creado muchos malentendidos. Es cierto que los
saber-hacer aritméticos pueden ser útiles para un niño de la escuela primaria
para contar su dinero de bolsillo o seguir la receta de una torta. Es cierto que
se puede aprender a leer para encontrar el programa favorito en un
semanario de televisión y descubrir la geografía preparando un viaje escolar.
Es cierto que el aprendizaje de una lengua extranjera facilita la comunicación
para tomar un boleto de tren en determinado país o que el conocimiento de
los principios de la tecnología y de la electricidad permite reparar un tostador.
Pero esos sólo son usos accidentales de los saberes humanos. Por otra parte,
no movilizan a los niños, que siempre sospechan que la escuela los provee, en
esos campos, de mercancías un poco averiadas o difícilmente utilizables. Es
que “el sentido” es distinto de la utilidad pues, como lo señala Lévi-Strauss a
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propósito del “pensamiento salvaje”, las cosas “no son conocidas por más que
sean útiles: son decretadas útiles o interesantes porque primero son conocidas” (1962,
p. 15). ¿Y qué es lo que hace que sean conocidas, sino el hecho de que se
relacionen con las interrogaciones esenciales que nos constituyen en nuestra
humanidad...? ¿Por qué no tengo derecho a dormir con mi madre y por qué es
mi padre el que ocupa ese lugar? ¿Por qué algunos hombres mueren ante la
indiferencia de sus semejantes? ¿Por qué el mundo puede ser descripto con las
matemáticas? ¿Por qué me pregunto siempre “por qué”?
No es podible estudiar la filosofía de Kant en la escuela primaria... Pero es
posible aprender a leer a partir de textos mitológicos importantes. No es
posible hacerles estudiar a Einstein a alumnos de 11 años, pero es posible
hacer un poco de historia de las matemáticas para mostrarles a los alumnos
cuáles son las preguntas que los hombres quisieron responder elaborando
herramientas matemáticas. No es posible entrar en los debates de la crítica
histórica con alumnos de trece años... pero ya es posible preguntarse, a partir
de ejemplos precisos, si los hombres hacen la historia o la padecen. En
realidad, siempre se subestima la inteligencia de los niños y su capacidad para
movilizarse en torno de problemas capitales. Se confunde el nivel cultural de
los objetivos a los que se apunta y su “nivel taxonómico”..., como si no fuera
posible despertar interés en cuestiones exigentes de manera accesible a los
niños. Ahora bien, los cuentos nos dan desde hace mucho tiempo el ejemplo
de lo contrario: remiten a cuestiones esenciales, pero lo hacen con la distancia
necesaria, conjurando el temor y domesticando la inquietud, disponiendo
transiciones y gradaciones que, sin ceder en cuanto al fondo, permiten acceder
a él. Nada me prohíbe pensar, por el contrario, que el mismo trabajo puede
llevarse a cabo en el conjunto de las disciplinas escolares: se debe poder
introducir al niño en el mundo de los números sin asustarlo ni hacer caer de
entrada en aprendizajes mecánicos; existen obras que intentan este enfoque
para el gran público: es una verdadera lástima que sean ignoradas en la
escuela. Del mismo modo, algunos maestros intentaron enfocar la escritura a
partir de una historia, desde los primeros trazos de los hombres en los muros
de Lascaux hasta nuestro alfabeto. Pudieron observar hasta qué punto este
enfoque apasionaba a los alumnos y no constituía en absoluto un obstáculo
para acceder al saber-hacer de la lectura/escritura. A veces se cree que
procediendo así se va a seleccionar a los tradicionales buenos alumnos, que se
sentirán espontáneamente más a gusto en este tipo de trabajo... Pero es
justamente al contrario: ellos saben a qué cuestiones remiten los saberes
instrumentales que les son enseñados; los otros lo ignoran y, si no se
descubren esas cuestiones con ellos, jamás verán el sentido de lo que se les
pide que aprendan.
Aceptar que no se puede desencadenar el aprendizaje no reduce al
educador a impotencia. Por el contrario, si bien puede actuar directamente
sobre las personas —¡felizmente!—, puede actuar sobre las cosas y ofrecer
situaciones en las que se puedan construir, simultáneamente, la relación con
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la Ley y la relación con el saber (Develay, 1996). Su tarea es “crear un espacio
que el otro pueda ocupar, esforzarse por que este espacio esté libre y accesible, y por
disponer en él las herramientas que permitan apropiárselo y despegar para ir al
encuentro con los otros” (Meirieu, 1995, p. 267). Su tarea es instalar un espacio
para aprender y proponer objetos en los que el niño pueda investir su deseo
de saber.
“Hacerle lugar al que viene y ofrecerle los medios para ocuparlo” es
entonces la contracara del mito de Frankenstein. La criatura no tiene ningún
lugar, ningún espacio en el que crecer bajo la mirada benévola del educador.
Es abandonada a sí misma, reducida a sus propias experiencias y a los
encuentros aleatorios que realizará. Nadie la introduce en el mundo ni la
ayuda a vincular las preguntas que se plantea con la historia de los hombres.
Si logra hacerlo, a pesar de todo, es en el mayor de los abandonos, sin poder
intercambiar con nadie ni descubrir la semejanza esencial entre los hombres
que permite, a través de la confrontación con la cultura, salir de la soledad.
Nunca puede basarse en alguien que la reconozca como fundamentalmente
próxima él, a pesar de las diferencias inevitables, alguien que le prepare un
lugar y la ayude, durante un tiempo, a tenerse en pie. Sin espacio, sin
referencias, sin horizontalidad habitable ni verticalidad significativa, queda
reducida a una terrible fuga hacia adelante. El par infernal
fabricación/abandono le resultará fatal. Una vez levantada la pared, antes de
que la tierra se haya secado, se han quitado los soportes. La única alternativa
posible al derrumbe es entonces la violencia. Pues sólo la violencia permite,
cuando no se tiene espacio ni referencias, sentirse de pie sobre la tierra;
permite proyectarse a un futuro, existir al menos a los ojos de aquél a quien se
elimina.
La criatura de Frankenstein hace la experiencia que reproducen
cotidianamente millares de adolescentes que nunca vivieron, en sentido
estricto, en un espacio de seguridad, que nunca encontraron el apoyo de
adultos capaces de ayudarlos sin imponerles la sumisión, que nunca pudieron
inscribirse, ni inscribir su aventura escolar, en la historia de los hombres... y
que se encuentran, de un día para el otro, en la obligación de “ser
autónomos”.
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La construcción del espacio de seguridad como “marco posible para los
aprendizajes” y el trabajo sobre el sentido como “puesta a disposición de los
educandos de una energía capaz de movilizarlos respecto de los saberes” son
las dos responsabilidades esenciales del pedagogo. Conjugando así
horizontalidad y verticalidad, “hace obra educativa”, pues concilia los dos
orígenes del verbo educar: educare, “nutrir”, y educere, “encaminarse hacia”,
acompañar y criar.
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“colectividad educanda”, gestión de la construcción progresiva de “sí en el
mundo”.
El nivel de autonomía debe definirse a partir del nivel ya alcanzado por la
persona; debe representar un nivel superior y sin embargo accesible, una
gradación del desarrollo que manifieste un progreso real: la autonomía
exigida para dirigir la revisión de un trimestre de clases no puede construirse
si, previamente, en niveles inferiores, no fue alcanzada la autonomía en el
aprendizaje de una lección y la revisión del programa de un mes. Pretender
llever a una persona a un nivel de autonomía muy superior el que se
encuentra y hacerlo brutalmente es, desde luego, condenarse al fracaso,
condenar al otro a la regresión y, en la mayoría de los casos, preparar un
regreso a una situación fuerte de obstaculización ¡que se justificará por hecho
de que “el otro, como vimos, no es absolutamente autónomo”!
Finalmente, el desarrollo de la autonomía requiere la implementación de
medios específicos, de un sistema de ayuda y de guía que será
progresivamente alivianada. Para convertirse en autónomo en su
comportamiento escolar, un alumno debe poder disponer de puntos de
apoyo, de materiales, de una organización individual y colectiva del trabajo;
debe utilizar un apuntalamiento que primero provee un adulto y que luego es
retirado, de manera razonada y negociada, a medida que el alumno puede
sostenerse por sí mismo. En este sentido, y como ejemplo, no sirve de nada
exhortar sistemáticamente a los alumnos a escuchar una clase y estar atentos:
la atención no es un don; se aprende progresivamente y requiere de
herramientas muy precisas: así, primero se proveerá a los alumnos de una
lista de preguntas cuyas respuestas deberán encontrar en una exposición o en
la lectura de una obra; esta lista se transformará luego en un marco más tenue
y, a medida que el alumno vaya integrando estas exigencias, los soportes de
este tipo podrán desaparecer.
Así concebida, la autonomía no es un voto piadoso ni una vana
exhortación; no es un estado que se postula para comprobar que no se ha
llegado a él y preparar una recuperación autoritaria. Es un procedimiento que
permite a cada uno, según la fórmula de Pestalozzi, que nos parece central
para comprender la empresa educativa, “convertirse en su propia obra”.
Es por ello que, en pedagogía, se debería hablar con mayor frecuencia,
aunque la expresión parezca un poco pretenciosa, de “proceso de
autonomización”. Para combatir al menos la ilusión de la autonomía como
estado definitivo y global en el cual la persona estaría instalada de una vez
por todas. La “autonomización” podría así ser comprendida como “principio
regulador” de la acción pedagógica, en el sentido kantiano de esta expresión.
Como se sabe, Kant distingue los “principios constitutivos”, que remiten a
realidades cuya existencia se puede verificar, de los “principios reguladores”,
que no corresponden a realidades que podemos encontrar “en estado puro”,
sino que sirven de guía para la acción y la orientan oportunamente. Así, nadie
ha encontrado jamás “lo Bello”, y sin embargo, todo artista lo busca. “Lo
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Bello” no es, en este sentido, un principio constitutivo, sino regulador de la
actividad artística... como “lo Justo” es un principio regulador de la acción
judicial... como “la autonomía” puede ser un principio regulador de la
empresa pedagógica.
En cada actividad, en efecto, y en ocasión de todo aprendizaje, el educador
debe esforzarse por autonomizar al sujeto. No suponerlo ya autónomo, sino
organizar un sistema de ayudas que le permita acceder a los objetivos que se
fija, antes de llevarlo a prescindir progresivamente de tales ayudas y a
movilizar lo que ha adquirido, solo, por iniciativa propia y en otras
situaciones. Así se perfila una modelización posible del trabajo pedagógico en
términos de apuntalamiento y desapuntalamiento (Meirieu, Develay, 1992, p.
117 ss), de empeño y desempeño: hacerle lugar al otro, darle los medios para
ocuparlo, organizar los dispositivos que le permitan intentar nuevas
aventuras intelectuales fuertes, llevarlo así a estructurarse y ayudarlo luego a
enfrentar el mundo, primero con nuestra ayuda y luego, progresivamente,
soltándonos la mano y afrontando, solo, nuevas situaciones. Proceso nunca
verdaderamente concluido, en el que la ruptura no interviene de manera
global y brutal, sino que continúa a lo largo de la existencia, a medida que
nuevas ayudas de todo tipo intervienen en su vida y se retiran luego de ésta:
un aprendizaje, un libro, un encuentro, un diálogo, pueden constituir así
ayudas formativas y contribuir a autonomizar a una persona en un campo
determinado, siempre que la persona admita este aporte y no mantenga con él
una relación de dependencia, siempre que sepa liberarse de una influencia de
la que, sin embargo, no reniega.
Así, la autonomización es, en varios sentidos, lo contrario de lo que guía la
actividad del doctor Frankenstein con su criatura: cuando hay que ayudarla a
construirse, Frankenstein pretende efectuar y concluir esta construcción solo.
Cuando hay que crear los lazos entre el que viene y el mundo ya existente,
Frankenstein lo abandona en un universo hostil. Cuando hay que ayudarlo a
fijarse puntos de referencia, Frankenstein, temeroso de no poder controlarlos
él mismo, se abisma en la postración. Cuando hay que intentar construir un
futuro posible juntos, Frankenstein quiere imponer su poder. Cuando hay que
salir del enfrentamiento y de la “dialéctica del amo y del esclavo”,
Frankenstein se queda en la lógica de la relación de fuerzas. No hubo vínculo.
No puede haber desvinculación. Y sólo el odio y la complicidad en la carrera
hacia la muerte podrán vincular a esos dos seres entre los cuales,
decididamente, nada se parece a una relación educativa.
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“suplemento de alma” que vendría a agregarse a una enseñanza que se
efectuaría por otra parte de manera tradicionalmente transmisiva; es lo que
debe dirigir la organización misma de toda la empresa educativa. Es, en
sentido estricto, aquello por lo cual una transacción humana es educativa:
“hacer comer” y “hacer salir”, “nutrir al otro, al que se le ofrecen así los
medios para desarrollarse” y “acompañar al otro hacia aquello que nos supera
y lo supera a la vez”.
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permanecen constantes”. Por cierto, en materia educativa, se acepta que
existen tantas variables a tener en cuenta que la certeza científica es difícil de
obtener. Es por ello que muchos investigadores intentan hacer coincidir
aportes que emanan de disciplinas de apoyo diferentes para intentar describir
los fenómenos complejos con interacciones múltiples.
No es éste el lugar para discutir la validez de tal procedimiento... Pero al
menos diremos que la investigación pedagógica, aun cuando se efectúa
institucionalmente en el seno de departamentos universitarios de ciencias de
la educacion, aun cuando tiene gran interés en informarse sobre las
condiciones óptimas del acto educativo, aun cuando debe estar atenta a todo
lo que las ciencias humanas puedan aportarle a través de sus diferentes grillas
de lectura, no puede participar completamente en el paradigma de la prueba
y la predictibilidad. Su método, al contrario, debe integrar la imprevisibilidad
constitutiva de la praxis pedagógica, el hecho de que se trata de una actividad
que ubica la libertad del otro en el centro de sus preocupaciones y no puede,
por ende, pretender predecir nada con la certeza de un científico. El objeto de
la investigación pedagógica es, en realidad, producir discursos que ayuden a
quienes practican la profesión a acceder a la comprensión de su práctica. Y
esto se intenta a través de una retórica específica que se esfuerza, al mismo
tiempo, por hacerlos percibir los desafíos en lo que hacen, por permitirles
comprender lo que está en juego ante sus ojos y sustentar su inventividad
para hacer frente a situaciones a las cuales se ven confrontados. Es por ello
que los discursos pedagógicos son híbridos, manipulan a veces el estilo épico,
parodian en exceso las posiciones de sus adversarios (“la pedagogía
tradicional”), intentan conmover al lector, incluso apiadarlo, manipulan las
contradicciones, proponen herramientas, cuentas historias. Se trata, a
menudo, de un discurso mediocre que no llega a rivalizar con el de las
“disciplinas nobles”, y que tiene dificultades para hacerse oír en la
universidad, donde se prefiere poder clasificar las cosas según criterios
precisos. Pero es un discurso que el educador reconoce como suyo, porque se
reencuentra en él y porque la dificultad de su tarea está, en él, refractada.
Esto no significa en absoluto que el discurso pedagógico sea demagógico y
manipule los consensos fáciles para obtener la adhesión de sus oyentes o
lectores mediante procedimientos dudosos. El discurso pedagógico es, por el
contrario, por definición, y a lo largo de toda su tradición, objeto de debates,
incluso de polémicas. Porque, en esencia, es un discurso de lo indecidible.
Porque inscribe la incertidumbre en el centro de sus opiniones. Porque no es
dogmático sino para ser desmentido. Porque intenta echar luz sobre la
transacción humana más esencial y más compleja, la que no se deja encerrar
en ningún sistema y desborda siempre aquello que se pueda decir de ella.
Conmovedor a veces por su ingenuidad, irritante a menudo por su
esquematismo, sin dejar a nadie indiferente, es siempre castigado por los
“espíritus fuertes”, que preferirían dominar a los seres, así como dirigen las
instituciones y organizan su carrera. Pues el pedagogo es débil. Es débil sobre
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todo porque conoce su debilidad. Los otros creen entonces tener preeminencia
sobre él. Él sabe que nadie tiene verdadera preeminencia sobre otros hombres
o, al menos, que nadie tiene el derecho de hacer de esta preeminencia una
empresa. El pedagogo sabe que siempre hay que pensar en el desdichado
Frankenstein.
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superior del espíritu, que se alimenta del equilibrio y proyecta en las piedras
los planos de los geómetras. Triunfo absoluto de la geometría, que se impone
a los hombres olvidando que son “piedras vivientes”, y manteniendo la
secreta esperanza de que vendrán a fijarse en la acción perfecta de las
proyecciones del espíritu. Es la hipótesis del panóptico —cuyos mejores
ejemplos son la arquitectura de la cárcel y del anfiteatro—, que se vuelve
sistema de control social y de educación a la vez, confundiendo
voluntariamente uno y otro (Foucault, 1975).
Pero desde Huxley, sabemos que “el mejor de los mundos” es, en realidad,
el peor. Hemos podido observar lo que producía el doctor Frankenstein
cuando su proyecto se extendía a las fronteras de lo colectivo. Hemos visto
Metrópolis, Terminator y Robocop. Si la literatura no era suficiente, el cine
terminó de despabilarnos. Tambien vivimos el horror de la Shoah y de la
organización científica de la masacre. Hemos salido heridos y, desde luego,
más modestos... más desconfiados sobre todo. Hans Jonas, que sabe de lo que
habla, reconoce que “el utopismo se convirtió en la más peligrosa de las
tentaciones” (1993, p. 15). Nos invita resistir contra la omnipotencia de una
tecnología capaz de abolir, en sus sueños de grandeza y de control, el menor
rastro de humanidad. Extraña historia la de un siglo que redescubre los
límites de la fantasmática racionalista y se precipita a veces en lo opuesto: las
fantasmagorías de lo irracional. Sin darse cuenta de que unas y otras
obedecen a los mismos principios, y que no son sino las dos caras de un
mismo proyecto: la abolición de los rastros del hombre en un universo
saturado de sentido, donde todo está definitivamente en su lugar. Pues tanto
lo irracional como lo racional no soportan lo imprevisto. Siempre encuentran
una explicación a todo y organizan el mundo acorralando todo lo que no
entra en sus planos. El diseñador de una ciudad perfecta estaba en
contubernio con el mago y el astrólogo: taumaturgos ambos, se sentían
capaces de ver y de prever todo, de saber y de prescribir todo en una
arquitectura fantástica que no escapa nunca a su poder: “Señor, he previsto todo
para una muerte justa”. Pero para “una muerte”, justamente. ¿Se puede “prever
todo” para otra cosa que no sea la muerte? La vida no se prevé, y nada
permite anticiparla exactamente, a riesgo de circunscribirla a acontecimientos
previsibles, es decir, a algo distinto de la vida, precisamente (Hameline,
Dardelin, 1977).
Pero tal vez haya otro mundo posible, otra ciudad posible, otra escuela
posible. Sería una “especie de escuela”, como diría Alicia, con “especies de
personas”, personas extrañas que no hacen nunca lo que se espera de ellas y
donde, para quien sabe mirar las cosas de cerca, hay a veces “un conejo que
saca un mundo del bolsillo de su chaleco” (Carroll, 1994, p. 41). Una escuela con
“especies de espacios”, donde uno pueda aventurarse sin preocuparse
demasiado. Una escuela donde uno pueda ocultarse, replegarse un momento
en sí antes de intentar algo que ni imaginaba poder intentar. Una escuela con
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“especies de escritorios”, que no son todos iguales y que uno aprende
progresivamente a identificar, a asociar con las “especies de personas” que
trabajan detrás de ellos y que inscriben, cada una, una historia diferente. En
esa escuela hay cosas extrañas y, en pocas palabras, todo es extraño, siempre
que se sepa ver bien, es decir, discernir los rastros del hombre para poder
dejar uno mismo los propios rastros.
Esa “especie de escuela” es la única que existe verdaderamente, por suerte.
¡Siempre que los hombres y las mujeres sepan acompañar allí al niño y
sorprenderse con él! Siempre que se aprenda a acoger lo imprevisto, no para
erradicarlo, sino para observarlo con ojos curiosos, con esa mezcla de
ingenuidad y de seriedad que algunos llaman poesía, otros, ternura, otros,
empatía. Siempre que los caminos no estén ya demasiado trazados sino que
uno pueda interrogarse, lo más a menudo posible, sobre la dirección a tomar:
“Por favor, preguntó Alicia, ¿en qué dirección debo ir? Y el gato contestó: Depende de
adónde quieras ir” (Carroll, 1994, p. 105).
Pues en el fondo, en esa “especie de escuela”, sin que lo sepan los grandes
administradores y los poderosos hombres de gestión, basta con que haya
simplemente, algunos gatos y... pedagogos.
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