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LAS EXPERTAS DE GÉNERO Y EL FEMINISMO EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN.

UNA LLAMADA DE
ALERTA DESDE AMÉRICA LATINA
Francesca Gargallo

El 9 de junio de 2004, Unifem, el Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer, invitó
en la Ciudad de México a una conferencia sobre “género y economía”.[1] El público estaba conformado
por unos ochenta funcionarios, una decena de los cuales eran hombres, y la reunión se hizo en la sala
de conferencias de una escuela privada. Cuando mucho, por motivos étnicos y de clase, ahí estaba
representado el ocho por ciento de la población latinoamericana: la blanca, culta y con acceso a la
información y los servicios privados y gubernamentales. El tema, ya trillado, prometía revivir por el
viraje del enfoque hacia la macroeconomía, término ambiguo que de ninguna manera significa
economía política. La realidad productiva del género femenino fue abordada desde perspectivas
asistenciales y “micro” económicas (proyectos productivos locales, de grupos y cooperativas) por
decenios, ahora las expertas de Unifem proporcionarían las grandes cifras de la vida económica de las
mujeres en el conjunto regional latinoamericano. En realidad, una ministra chilena habló de su
programa estatal y una economista mexicana, de la inserción de las mujeres en todos los temas
económicos del gobierno. Se me ocurrió que eso era cierto sólo en el caso de que el proyecto
gubernamental fuera la pauperización masiva. Cuando una mujer levantó la mano preguntando sobre
la relación entre violencia contra las mujeres y economía, fue acallada porque “ese no era el tema”: la
macroeconomía es cosa de recabar datos macroeconómicos, por ejemplo levantar censos específicos
por sexo.
    No salí deprimida de la reunión sólo porque no esperaba nada de ella. En realidad, no sé qué
fui a hacer allá, pues ya sabía que no iba a escuchar ni una sola idea que surgiera de las demandas de
las mujeres. Son por lo menos quince años que la institucionalización del feminismo y la configuración
-en el marco de las instituciones del estado y las internacionales- de las “especialistas de género” no
produce sino pautas de amoldamiento para las mujeres y maquillaje de cifras, datos, protestas.
    La imposición del sistema capitalista financiero como “única vía posible”, según lo pregonado
por Margareth Tatcher y Ronald Reagan en la década de 1980, a lo largo de los veinte años recién
transcurridos ha significado la imposición de una democracia más autoritaria que popular, donde el
derecho de expresión y participación sólo puede ejercerse desde los partidos registrados, las
organizaciones no gubernamentales registradas y subvencionadas, las instituciones educativas
reformadas. Una democracia que explícita y legalmente excluye del derecho a la palabra a quien no se
amolda al control de semejante restricción. La democracia controlada –la que permite las limitaciones
a las garantías de expresión, libre circulación y organización- ha cooptado a las expertas de género, sin
que éstas se dieran cuenta de haberse convertido en enemigas del feminismo como movimiento de las
mujeres en diálogo y como teoría política.
    Las expertas de género organizan reuniones para que sólo puedan asistir las que se inscriban
en ellas de antemano, y expulsan a las mujeres que libremente deciden participar a una parte del
evento a última hora.[2] Las expertas de género sólo reconocen los conocimientos de mujeres que
poseen títulos universitarios en estudios de género o teoría feminista, rechazando los aportes y las
experiencias de las mujeres reunidas en colectivos o participantes en los nuevos movimientos
libertarios altermundistas (o, como los llama Helio Gallardo en Costa Rica, “globalicríticos”).
[3] Finalmente, las expertas de género fomentan la división por áreas de conocimiento y las políticas de
la identidad por encima de las utopías feministas, separando la radicalidad lésbica del antirracismo de
negras e indias, la creatividad de las artistas de la reivindicación a una salud en femenino, el
ecofeminismo espontáneo de las campesinas tradicionales de la luchas contra el feminicidio -que en
México[4] y Guatemala ha adquirido rasgos de genocidio-, de manera que entre sus acciones parece no
existir siquiera una reflexión/acción común.
    Las feministas, desde mediados del siglo XX, no quisimos ser iguales a los hombres sino
instaurar el no-límite de órdenes distintos en la explicación de la realidad y la organización de la
política. No quisimos instaurar el multiculturalismo,[5] sino informar a la cultura de nuestra diferencia,
volverla plural, esto es, realmente universal. Quisimos el no-límite del nomadismo filosófico, nunca
más atado a un solo discurso originario. El no-límite de múltiples economías, del no armamentismo, de
la ecología como historia de un sujeto no violento, del abandono del modelo opresor-depredador
patriarcal al que igualarse sin poderlo lograr nunca y que es ordenador, cósmico, único, masculino,
clasista, racista, religiosamente jerárquico, en fin colonizador. Esto las expertas de género pretenden
que se borre de la memoria colectiva de las mujeres organizadas.

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   Sin embargo, las expertas en género son producto del feminismo, de una desviación o una
pérdida de rumbo de la parte mayoritaria del movimiento, no brotaron por generación espontánea.
Tres pasos fueron necesarios para llegar a ellas. Durante toda la década de 1990, en las academias
latinoamericanas se desecharon categorías e investigaciones que no se limitaban al análisis del sistema
de género, entendido como un sistema binario como el que contrapone el caos al cosmos; además se
descalificó sistemáticamente a quienes insistían en el análisis de la política de nosotras en relación con
nosotras mismas y de lo que nuestra específica cultura de mujeres, con el sino de la historia puesto en
el otro lado de la agresión, puede instalar en el mundo.
    Se encumbró el estudio de un sistema de género leído necesariamente desde la cultura
occidental, con su idea común de origen bíblico-evangélico-platónica que, sin embargo, asumía la idea
de racionalidad aristotélica y la exclusión de las mujeres de la misma. Un sistema de género que las
agencias de cooperación no hubieran tenido la fuerza de imponer a las intelectuales feministas, de no
ser porque algunas de ellas ya se estaban encargando de difundirlo: Teresita de Barbieri, Beatriz
Schmukler, María Luisa Femenías, Montserrat Sagot, Lorenia Parada, Sara Poggio y Marta Lamas,
[6] entre las más conocidas. Un sistema de género tan cerradamente aceptado por la academia que
descalificó no sólo a las feministas de la diferencia sexual, a aquellas que como Amalia Fischer y yo
insistimos siempre en el carácter trasgresor de la idea feminista y a las activistas que afirmaban que
construían pensamiento desde su acción, sino también a las feministas que querían llevar el análisis de
la relación de género hasta a) la crítica del dimorfismo sexual que informa toda la educación y b) la
idea de diferencia posmoderna. Éstas, por lo tanto, cuestionaban la poca profundidad con que la
universidad latinoamericana y las expertas en políticas públicas sobresimplificaron la categoría de
género.[7]
   Finalmente, la parte del movimiento que optó por el análisis de género fincó su práctica en las
“políticas públicas”, esto es en acciones divorciadas del movimiento de las mujeres, que implicaban
que las mujeres dejáramos de estar entre nosotras, construyendo el significado de la política para las
mujeres.[8] La conversión de algunas mujeres feministas en expertas al interior de programas de
cooperación internacional o de los diversos gobiernos de América Latina o, también, en el Foro Social
Mundial de Porto Alegre, llamados de políticas públicas, ha sido acompañada de una brutal
descalificación de la mirada que, desde nuestra realidad sexuada, las feministas echamos sobre
nuestro específico estar en el mundo; específico y por ende diferente en unas y otras, todas mujeres
que al haber tomado conciencia de nosotras nunca más seremos iguales. La realidad sexuada está
históricamente situada en órdenes simbólicos que el feminismo reelaboraba desde nuestras palabras;
y está geográficamente ubicada en nuestro cuerpo y en nuestros placeres y sexualidades.
    Las políticas públicas, para tener legitimidad, debieron ocultar lo obvio: que a pesar del
fortalecimiento de las estructuras de dominio en el proceso de globalización, la igualdad entre mujeres
se daba sólo cuando éramos todas igualmente oprimidas por el sistema patriarcal. Desde hace cuatro
décadas, hay voces femeninas diferentes que se escuchan en el mundo bisexuado, no precisamente
porque se hayan asimilado al discurso de la homogeneización patriarcal, sino por la autoridad que les
reconocen otras mujeres. Son voces que se han dado la palabra entre sí.[9]
    En el pensamiento occidental existe un verdadero pánico a la hermenéutica del poder porque
pone en desequilibrio la construcción del uno masculino. Esta hermenéutica del cómo se organiza la
autoridad para conformar un grupo y una idea de poder que se alimentan a sí mismas -desde la
exclusión del “otro” con base en una construcción de la virtud-, estuvo implícita en el quehacer
intelectual del feminismo desde que se planteó que para las mujeres el hombre no era un modelo, sino
su “otro” en un sistema complejo de “otredades”.[10] Hoy, empujar a las mujeres de América Latina a
pelear por el poder de espacios recortados en el ámbito de las políticas públicas, remite a las mujeres
latinoamericanas, doblemente capaces de impulsar una hermenéutica del discurso del poder (por ser
mujeres y por ser parte de una población oprimida por la occidentalización), al lugar que el poder (que
se recicla) le quiere asignar.
    Parlamentarias en traje sastre, académicas que habían desechado el análisis económico,
activas esposas de presidentes,[11] altas ejecutivas sorprendentemente flacas y unas cuantas
jovencitas en la televisión, desde finales del milenio pasado, hicieron aparecer como “viejas” feministas
a todas aquellas mujeres que no olvidaban a las pacifistas alemanas muertas en los campos de
concentración, a las trabajadoras que pelearon a la vez contra la patronal y contra la mentalidad
patriarcal de sus sindicatos que las acusaban del abaratamiento de la mano de obra y del desempleo
masculino, a las cientos de hispanoamericanas pobres asesinadas en la frontera entre México y Estados
Unidos, a las miles de muertas por abortos inseguros y clandestinos en condiciones extremas de
injusticia social.

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   Junto con la desaparición paulatina de los derechos laborales en la relación capitalista que
garantiza la plusvalía para la patronal, la seguridad e integridad física de las trabajadoras pobres, la
educación y una salud equitativa para todas las clases sociales y la represión de la crítica política, el
cuestionamiento de las políticas públicas y la libertad de expresión, en el sistema económico y político
unipolar pregonado como la “única vía” era necesario destruir las esperanzas de un cambio radical en
la cultura popular y alternativa: destruir el proyecto civilizatorio del feminismo -que en América Latina
se atrevía a repensar el mestizaje forzado en el cuerpo de las americanas, la violencia privada como
instrumento de dominación social, la pobreza como producto de un sistema de concentración de la
riqueza- era urgente e indispensable. Para ello podían traducirse algunas demandas feministas de
equidad entre los géneros: puede aceptarse una presidenta de la república, mientras las mayorías de
mujeres pobres sean recicladas como excedente poblacional.
     Las expertas de género, siendo en su mayoría funcionarias, manejan sin cuestionar actos
cotidianos de exclusión social, mediante el método más ampliamente utilizado –lo cual lo vuelve semi-
imperceptible[12]– y que en América Latina adquiere tintes groseros: el uso del dinero, su gasto
intimidante. Los desayunos en restaurantes exclusivos, los traslados en avión, las reuniones en hoteles
de categorías turísticas internacionales, son privilegios que las expertas de género gozan como si
fueran un derecho, según el modus operandi de toda la “clase” política, no importando el partido y la
ideología que sustentan. Este gasto, en sí, implica una preferencia, una elección del sector de la
población con que y a favor del que se trabaja para legislar: las mujeres pobres son intimidadas,
cooptadas o excluidas, mientras las mujeres de la academia y los sectores medios hacen esfuerzos para
no mostrarse igualmente vulnerables que las pobres, y las más ricas se portan como las verdaderas
conocedoras del modelo de uso del dinero que las funcionarias reproducen. De tal forma, la diferencia
y la jerarquía de clase se refuerzan entre mujeres.
    En buena medida, las expertas de género son al feminismo lo que los aparatos
gubernamentales de los países del “socialismo real” fueron al movimiento comunista: ese tipo de
mediatizadoras que, en el momento necesario, pueden convertirse en sus represoras. Con el agravante
que las expertas de género se afirman en la escena política en un momento agresivo del capitalismo
financiero imperialista que globaliza su derecho a la ganancia. En la globalización, el estado renuncia a
su función de garante del bien común, cediendo al sistema mercantil, que este capitalismo organiza y
domina, el ejercicio de las funciones públicas; se convierte así en un instrumento de control y represión
local de todas las manifestaciones políticas que no se expresan por los canales que reconoce-impone
como válidos. Las expertas en una categoría de análisis occidental (que eso es “género”) no pueden
tener la ductilidad, el potencial revolucionario y la propositividad del feminismo; por ello éste fue
desaparecido de la escena política mediante su sustitución por el “enfoque de género”.
     Ahora bien, la década de los años 1990 vio también el surgimiento de acciones contrarias al
control de la población y sus aspiraciones filosóficas y políticas. El movimiento de respuesta a la
imposición de una forma de liberalismo (desligado de la función liberadora de las garantías individuales
y de las condiciones sociales del respeto a los derechos al trabajo, la salud, la educación y la cultura)
que se ha manifestado con mayor impacto y que ha sido más duramente reprimido por las policías de
los estados nacionales de casi todo el mundo, sin lugar a duda ha sido el movimiento altermundista. En
ninguna de sus actividades se han apersonados expertas de género, aunque en él se expresan mujeres
de todas las edades y situaciones sociales, construyendo posibilidades políticas de liberación.
    Al grito de “otro mundo es posible”, el altermundismo expresa necesariamente una posición
internacionalista, pero no responde a los lineamientos de una teoría política ni de una clase específica:
ecologistas, defensores de los derechos humanos, sindicalistas enfrentados a despidos y desaparición
de plazas de trabajo, campesina/os, pueblos indígenas de los cinco continentes, feministas,
organizaciones espontáneas de jóvenes y de personas ancianas, filósofa/os, pacifistas, artistas y
anarquistas manifiestan de formas novedosa una inconformidad muy antigua contra la concentración
del poder en pocas y exclusivas manos.
     El mundo que amanece después de la revuelta de Seattle de 1999 es muy distinto al que mana
de mayo de 1968. No estamos frente a una revolución sexual, social y simbólica dirigida por
estudiantes críticos de escuelas públicas. El actual es un mundo desesperado que acepta que debe
aprender las tácticas de resistencia de los pueblos amerindios, de las mujeres y de los palestinos para
desafiar el poder económico capitalista, que maximiza las ganancias para beneficio de empresas
monopólicas cuya cabeza está ubicada en Estados Unidos.[13] Resistir significa: demostrar la propia
existencia, sobrevivir, traicionar sistemáticamente el sistema de negación de la dignidad humana,
[14] golpear, retroceder sin ceder.

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     En el movimiento altermundista las feministas no participan como movimiento,[15] pero la
vida y la política de las mujeres son uno de los modelos para la organización alternativa.  Feministas
históricas y jóvenes feministas de pequeños grupos autónomos, feministas anarquistas, ecofeministas,
neopaganas, lesbianas libertarias y artistas feministas, se mezclan en él, enarbolando o no precisas
reivindicaciones feministas en su seno, como si hubieran vuelto a la idea, ya expresada a principios del
feminismo de mediados del siglo XX (que pregonaba la liberación –entendida como crecimiento
constante de la propia sujetividad crítica- más que la emancipación), que puede existir una
participación de las mujeres, desde la autonomía, en la sociedad general. Ninguna feminista acepta ya
redactar las proclamas de sus compañeros dirigentes, como sucedió en 1968. La diferencia sexual es
positivamente aceptada: la diferencia es necesaria para tener los pies anclados en la población
mundial. Si el altermundismo se propone desmontar todas las jerarquías entre los seres humanos
porque toda jerarquía responde a un proceso de exclusión criminal, no puede mantener en su interior
una subordinación en la repartición del trabajo y las responsabilidades entre mujeres y hombres.
     Con cuidado: el movimiento altermundista no es un movimiento feminista, así como no es
socialista. Es un movimiento que construye alternativas al status quo mundial, porque de no haberlas
éste se legitima como necesario. Las feministas que participan en él lo saben; sin embargo, muchas
más, radicalmente autónomas, lo rechazan como un espacio dominado por las perspectivas
masculinas.
     Entre las características más sobresalientes del sistema de capital globalizado está la
sustitución del principio vida por el principio ganancia. La vida humana tiene valor exclusivamente en
relación con su capacidad de generar ganancias. No se trata ya sólo de explotar la fuerza de trabajo de
la gente, sino de utilizar también su cuerpo como instrumento de placer, de intercambio de órganos,
de material genético. El incremento de los asesinatos de mujeres por ser mujeres, con características
de violencia específicas –torturas sexuales, violación, sufrimiento prolongado para el placer
masturbatorio del asesino, explotación comercial del mismo vía la filmación, y gozo de la impunidad-
demuestran que, en esta sustitución, son las vidas históricamente más débiles las primeras en sufrir la
degradación. Las niñas indias o negras pobres son las más afectadas.
     Las feministas debaten en sus pequeños grupos la vinculación entre la pobreza y la violencia
contra las mujeres. En países donde el feminicidio no es perseguido –y por ello mismo es fomentado-
como México y Guatemala, las desaparecidas[16] y las asesinadas son trabajadoras sin derechos en
centros de trabajo donde prima la impunidad frente a los delitos laborales de las empresas
(maquiladoras, campos de explotación agraria intensiva, pornoindustria), desempleadas, indígenas,
agentes de corporaciones de protección privadas y mujeres empujadas a formas de vida semi-
delincuenciales por la miseria. La extrema indefensión de las pobres adquiere un cariz particularmente
crítico debido a la creciente feminización de la pobreza -y al incremento de la pobreza misma- en el
seno de un sistema que repite machaconamente que la naturaleza y las culturas han sido superadas.
[17]
     No obstante, las feministas de muchos pequeños grupos de la Ciudad de México y las
lesbianas organizadas de Ciudad Guatemala no limitan su análisis a esto. Denuncian y toman cartas en
el asunto desde acciones irreverentes y efectivas: se desnudan en las plazas centrales, invaden las
salidas de las estaciones de metro con una muestra pictórica, proponen debates entre las corrientes
feministas, organizan tocadas frente a centros nocturnos para “sólo varones”, apoyan legalmente a las
prostitutas y a las mujeres presas, inundan de cartas a los funcionarios que consideran culpables de
omisión en la procuración de la justicia, se enseñan unas a otras técnicas de defensa feminista,
[18] componen canciones con letras que no incitan a la violencia contra las mujeres, producen sus
propios absorbentes reciclables para el ciclo menstrual y enseñan a fabricarlos, organizan formas de
distribución de bienes indispensables, etcétera.
    Un poder político no institucional se refuerza con de estas acciones. Se trata de la política de
las mujeres, eso es de la búsqueda dialogal de alternativas a las políticas públicas impuestas sobre y
para las mujeres. La política de las mujeres no prevé dirigentes (las presuntas “líderes”) ni
representantes. En la práctica, se desinteresa en las acciones que emprenden las expertas y las
feministas de ONGs institucionalizadas porque actúa desde la conciencia de que entre métodos y fines
hay la misma relación que en un texto existe entre forma y contenido. Sobre todo no tiene ningún afán
igualitarista con el mundo y las prerrogativas de los hombres. La política de las mujeres se sustenta en
un reconocimiento de la diferencia –de deseo, de clase, sexual, histórica- así como en la superación de
la perspectiva occidental que la única forma de corporalizar la percepción histórica de la diferencia es a
través de la sexualidad. Todo cuerpo es sexuado, pero no es sólo sexuado; afirmar lo contrario
responde a la obsesión por la genitalidad derivada de la doble matriz cultural de las leyes romanas y

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eclesiásticas.[19] Todo cuerpo encarna la diferencia sexual en cuanto todos somos diferentes: los
hombres son diferentes, las lesbianas son diferentes, las heterosexuales, las indias, los mestizos, las
negras, los minusválidos, los niños, las ancianas, los blancos, las transexuales son diferentes: sólo es
igual la violencia que el sistema ejerce contra quien manifiesta políticamente esta diferencia positiva.
 La separación de posiciones en el seno del feminismo se ahonda también porque las mujeres
activamente atentas a la realidad inmediata no consideran que las expertas y funcionarias de género
aporten nada a la liberación de las mujeres, entendidas en su conjunto como agentes constitutivas de
la humanidad. Ahora bien, ¿cómo sobrellevar el malestar que provoca en las reflexiones de las mujeres
independientes la posición del grupo Epikeya, dirigido por Isabel Vericat, quien afirma que no debe
levantarse la denuncia del asesinato de mujeres en todo México porque eso desviaría la atención de
Ciudad Juárez? Cuando algunas funcionarias en diálogo con las feministas independientes, como la
abogada Alicia Elena Pérez Duarte, han manifestado la opinión que Ciudad Juárez es un paradigma del
asesinato masivo de mujeres, que se lleva a cabo en cualquier lado donde la impunidad y la cultura
patriarcal de represión excedente[20] lo fomentan, Vericat desautoriza sus voces apoyándose en sus
relaciones al interior del aparato del estado y en los medios de comunicación masiva. Forma y
contenido: autonomía y diálogo o institucionalización y autoritarismo.
   La política dialogal de las mujeres fortalece a las feministas que se manifiestan en los espacios
mixtos (como los movimientos altermundistas), reclamando su diferencia en la consecución de un bien
común. Los grupos de lesbianas anarquistas o de lesbianas radicales lo demuestran: nadie puede
avanzar coherentemente la duda de que su participación esté subordinada a una dirección masculina,
como en ocasiones han dicho las feministas asustadas por la invisibilización de la especificidad
feminista en los movimientos populares, indígenas y altermundistas. El colectivo Mujeres Creando de
Bolivia, por ejemplo, participó en el levantamiento popular contra la venta del gas a las transnacionales
estadounidenses de octubre de 2003, sin renunciar a su definición lésbica, india y feminista, por el
simple hecho que, al romper con la aceptación de una cultura heterocentrada, ha encontrado una
lógica propia para la transformación de la cotidianidad y la manifestación pública de sus decisiones
autónomas.
    Si a muchas nos es claro que desde las instituciones no vamos a sostener una utopía feminista
ni la construcción de un orden civilizatorio no cimentado en la dominación de algunos seres humanos
sobre la naturaleza y otros seres humanos, también es cierto que nos sigue costando amoldar nuestro
horizonte utópico a la realidad social cambiante -y a los movimientos rebeldes emergentes.
[21] Articular positivamente las diferencias entre las feministas de diversas posturas no institucionales
-y aún con aquellas que han hecho de su actividad feminista la base de trabajos institucionales sin
perder la dialogicidad con las mujeres independientes-, es un proyecto necesario que,
constructivamente, nos permitirá apropiarnos del proceso de renovación de semejante horizonte.

 §  Al terminar la segunda edición de Ideas feministas latinoamericanas, México, Universidad de


la Ciudad de México, 2004, me di cuenta que algo se había quedado en el tintero, un resquemor acerca
de los nuevos mecanismos de cooptación muchas veces dialogado con mis colegas del seminario
“Resistencia popular y ciudadanía restringida: ¿Está en riesgo la democracia en América Latina?”.
Espero con este artículo saldar mi deuda con ellas y ellos.
[1]  En realidad la señora Marijkee Velzeboer-Salcedo, directora de UNIFEM para América Latina
y el Caribe, la Subsecretaria de temas globales de la SRE Patricia Olamendi, la doctora en economía
María Elena Cordero y la ministra del Servicio Nacional de Mujeres de Chile Cecilia Pérez debían
presentar el libro Economía y Género que nunca llegó a la mesa. La obra prometía “recopilar los
esfuerzos de las mujeres por introducir la perspectiva de género en la agenda macroeconómica”. La
presentación estuvo programada como pre-inauguración de la Novena Conferencia Regional sobre la
Mujer de América Latina y el Caribe, de la CEPAL, que se efectuó  en México del 10 al 12 de junio de
2004 y cuyos ejes temáticos fueron: “Empoderamiento, desarrollo institucional y equidad de género” y
“Pobreza, autonomía económica y equidad de género”.
[2]  En ocasiones justifican esta actitud aduciendo que deben “defenderse” de los ataques de la
derecha y de los grupos fundamentalistas, según una lógica de prevención excluyente del delito que se
asemeja a la lógica de la prevención de los ataques terroristas mediante la censura, la restricción de las
garantías individuales y la detención preventiva. Ahora bien, es cierto que ni siquiera las posiciones de
las “expertas de género” son aceptadas como válidas y que exponentes femeninas de los grupos pro-
vida hablan de la “dictadura” de las posiciones feministas en la búsqueda de soluciones para los
problemas de las mujeres. Sin embargo, es sintomática la similitud entre el rechazo de las expertas de
género de las posiciones feministas radicales, que acusan de retrasar los avances en la consecución de
la democracia para las mujeres, y las posiciones de los intelectuales otrora de izquierdas que se
5
defienden de las demandas populares en nombre de los peligros que representa la derecha para la
débil democracia latinoamericana.
[3] Globalicríticos: “los muy plurales sectores sociales en todo el mundo que sienten que en la
violenta y codiciosa rebatiña por ganancias que hoy impera no existe cabida para el ser humano y que
la posibilidad de éste pasa por la transformación radical de las actuales condiciones de opresión,
vulgaridad y muerte, en condiciones y posibilidades gratificantes de creación y vida”. Helio Gallardo,
“Prólogo”, de George I. García, Las sombras de la modernidad, Arlequín, San José de Costa Rica, 2001,
p. 15
[4] En noviembre de 2004, la Secretaría de Desarrollo Asocial de México arrojó la cifra de 5200
mujeres asesinadas al año en el país, dos de cada tres en el ámbito doméstico. Se trata de una cifra
oficial.
[5] El multiculturalismo confunde. Baraja las ideas de igualdad y diferencia con una multiplicidad
excluyente de realidades donde las mujeres están nuevamente todas divididas entre sí: blancas,
negras, latinas, jóvenes, viejas, lesbianas, heterosexuales, islámica, laicas, judías, como siempre lo han
estado debido al sistema patriarcal que ha construido su poder sobre su separación. El
multiculturalismo las agrega, aparentemente en un nivel de igualdad, alrededor de la figura que las
analiza sin perder su hegemonía, las devuelve a las culturas del patriarcado que las amordazan,
mutilan, violentan. De tal manera, en el multiculturalismo la diferencia sexual de las mujeres no
informa la cultura que sigue monosexuada, en masculino, mientras el sistema patriarcal se disgrega en
sus partes sin perder su dominancia para no reconocer igualdad alguna que no sea la del modelo con el
modelo.
[6] Estas mujeres han escrito fundamentalmente en Costa Rica, México y Argentina.
[7] Pienso en Yanina Ávila e Isabel Barranco en México y en Lissette González en Guatemala
cuando, en un sentido semejante a lo expresado en favor de las transgresiones materiales contra “la
vieja cárcel binaria” por la estadounidense Kate Soper (“El posmodernismo y sus malestares”
en Debate feminista, n.5, México, marzo de 1992, pp.176-190) plantean que se necesita una revolución
cultural que nos salve de los modos de conceptualización a partir de los cuales hemos construido las
identidades de género. Eso es, plantean la necesidad de escapar de la cárcel binaria del género y de la
teoría de la diferencia sexual. Estas mujeres no publican mucho, pero constantemente aportan a las
ideas del movimiento feminista desde talleres, cursos, charlas, documentos, conversatorios o artículos
periodísticos.
[8] No estoy descalificando que las feministas apoyen o impulsen demandas en los espacios
públicos, aun que las privilegien durante el momento de su consecución; estoy criticando el intento de
confundir estas acciones con el feminismo. Todas las mujeres nos veremos beneficiadas por el derecho
al aborto, por el castigo de la violencia en nuestra contra, por la obtención de una justicia equitativa,
por el reconocimiento de la pareja lésbica y el fin de la familia patriarcal, por la paz.
[9]  La oralidad es un instrumento de resistencia y transmisión de cultura rebelde en América
Latina y se inserta en todos los ámbitos de la vida que la cultura escrita no coopta: Martin Lienhard,  La
voz y su huella, Casa de la Cultura de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez, 2004
[10]  Esta idea vertebra el libro de Carla Lonzi, Escupamos sobre Hegel y otros escritos sobre
Liberación Femenina (La Pléyade, Buenos Aires, 1975), escrito originalmente para Rivolta femminile en
1969
[11]  Durante el encuentro de la CEPAL, éstas se reunieron con la esposa del presidente de
México, Marta Sahagún, quien les propuso sentirse “co-gobernantes” de sus esposos como medida de
autoestima para el propio “empoderamiento”. Recuerdo, a este propósito, la valiente pregunta que la
socióloga y novelista Sara Sefchovich le formulara hace unos años a la señora Sahagún “¿Señora, pero
a usted quién la eligió?”
[12] O perversamente justificado, a través de expresiones tales como “las mujeres nos lo
merecemos”, que dan a entender que, habiendo sido explotadas y oprimidas por años, todas las
mujeres deben sentirse gratificadas porque algunas de ellas –las que pretenden ser sus
representantes- tienen muestras monetarias (de status) de su nueva autoridad.
[13]  En aproximadamente un 80 por ciento.  Todo el comercio de semillas y granos está en
manos de seis comercializadoras, cinco de las cuales son estadounidenses: Cfr Vandana Shiva, Cosecha
robada. El secuestro del suministro mundial de alimentos, Paidós, Buenos Aires, 2003.  De las siete
grandes compañías petroleras sólo Shell es holandesa y BP británica; además, Estados Unidos en 2003
ha invadido Irak, uno de los tres países que todavía mantienen el control nacional sobre su producción
petrolera. De las once mayores empresas del mundo dos son japonesas, dos europeas, una coreana y
seis estadounidenses, Cfr. Naomi Klein, No logo. El poder de las marcas, Paidós Ibérica, Barcelona,

6
2001. A pesar de la relativa importancia de la industria farmacéutica europea y del virtual giro asiático
de la industria automotriz, el patrón de control imperial estadounidense sobre la economía globalizada
es un hecho financiero que descansa en el poder militar y en la amenaza de su uso (concreta después
de las invasiones a Afganistán e Irak).
[14]  “Mediante la estrategia de globalización, este sistema ha negado y condenado la dignidad
humana. La ha pisoteado. … Toda la estrategia de  globalización es una negación de la dignidad
humana. La eliminación de las distorsiones del mercado es justamente eso: la eliminación de la
dignidad humana”, escribieron en 2003, Ulrico Duchrow y Franz Hinkelammert, quienes explicaron: “La
pérdida de la sujetividad se transforma en agresión contra sí mismo. Del ser humano no se deja más
que un ‘ser para la muerte’ que impulsa la muerte, inclusive la propia”: Alternativas a la dictadura
global de la propiedad, DEI, San José de Costa Rica, 2003, pp.158-160
[15] Por lo menos desde 1993, las feministas latinoamericanas afirmamos que no hay un
movimiento feminista, sino múltiples corrientes y diversos feminismos Cfr. Francesca Gargallo, Las
ideas feministas latinoamericanas, Desde Abajo, Bogotá, 2004, p.29 (segunda edición, citada, UCM,
México). Últimamente, me he atrevido a afirmar la existencia de un feminismo de derecha, mismo que
se justifica mediante la agresiva búsqueda de inserción de las mujeres empoderadas en el sistema de
injusticia imperante: Entrevista de Karla Ochoa, La Guillotina, mayo de 2004. Las feministas de derecha
no entienden el empoderamiento como un potenciamiento de las calidades humanas de las mujeres,
sino como el uso instrumental del poder masculino por parte de las mujeres.
[16] Hay una tendencia a confundir desaparecidas con secuestradas en la prensa y en la
información policial. El secuestro puede centrarse contra mujeres de los sectores hegemónicos, ya que
una de sus finalidades es la obtención de un rescate. Es cierto que en muchas ocasiones las
secuestradas se convierten en desaparecidas o asesinadas (las familias pagan mucho menos
frecuentemente un rescate para la liberación de un miembro femenino que de uno masculino), pero
no son lo mismo. La finalidad principal de la desaparición es la represión, el control social; en muchos
casos es un instrumento del terror de Estado.
[17]  Es importante subrayar que ciertas feministas intelectuales y radicales estadounidenses,
que centran su análisis de la liberación en la superación o reelaboración de las diferencias sexuales,
postulando el cuerpo-máquina o cyborg por encima de los cuerpos femeninos, masculinos y
hermafroditas, coinciden por momentos con las compañías de modificación genética de las semillas al
grito de ¡la naturaleza ha quedado atrás! El peligro de semejante posiciones estriba en su
antiecologismo y su ahistoricidad combinados.
[18] La revista Bruxas ( a veces escrito: Brujas, otras Bruhas) de lesbianas punks feministas
anarquistas autónomas , que tiene una salida menstrual en la Ciudad de México, en su número uno
menos enseña mediante dibujos y palabras a evitar el ataque de un hombre conocido que te sujeta
improvisamente de la cintura para abusar de tu cuerpo, mediante un golpe con la mano derecha con la
palma abierta en la base de la nariz de él;  en su número dos menos, contra alguien que nos agarra por
la garganta, recomienda levantar las manos, aferrar sus dedos meñiques con energía, tirar de ellos
hacia fuera e intervenir mediante un rodillazo en la ingle.
[19]  Hay muchos placeres, aun sensuales y eróticos, que no tienen que ver con la genitalidad:
tocar la tierra húmeda a la hora de sembrar una planta, por ejemplo, puede ser una experiencia
corporal sumamente gozosa. Asimismo, todos los derechos humanos se leen en el cuerpo, no sólo los
sexuales: los hombros caídos de una niña desnutrida demuestran la violación a su derecho a la salud y
la alimentación, la tortura se lee en los moretones y las heridas, etcétera.
[20]  “Sociedad patriarcal de represión excedente y clasista”es una categoría de los estudios de la
masculinidad, según la corriente profeminista de Michael Kaufman y Gad Horowitz. Se trata de una
sociedad donde se acumulan grandes cantidades de ansiedad y hostilidad que necesitan ser liberadas y
que el patriarcado ha enseñado a descargar con violencia contra las mujeres, sí mismo y los otros
hombres, en ese orden. Cfr. Michael Kaufman,  Hombres. Placer, poder y cambio, CIPAF, República
Dominicana, 1989
[21]  La utopía no es ucrónica,  pues sólo se le concibe en la historia; eso es, cambia por las
condiciones de su construcción y por la acción humana. Cf. Horacio Cerutti Guldberg y Oscar Agüero
(coord.), Utopía y nuestra América, Ediciones Abya-Yala, Cayambe, Ecuador, 1996

• Feminismo latinoamericano: una lectura histórica de los aportes a la liberación de las mujeres
Francesca Gargallo Celentani
Tlaxcala, 8 de marzo de 2012

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El 1 de marzo recién pasado, probablemente por la cercanía con el 8 de marzo, día internacional
de las mujeres trabajadoras, y por las presiones que implícitamente esa fecha impone a la atención a
las demandas de las mujeres, el Congreso de Tlaxcala tipificó el delito de feminicidio, al incluirlo en el
Código Penal del Estado y fijar una pena de 17 a 30 años de prisión y multa de 40 a 100 días de salario
mínimo, a quienes lo cometan. También acordó penalizar el delito de violencia familiar con dos a cinco
años de prisión, una multa de 50 a 100 días de salario, y la pérdida de la patria potestad.
A pesar de que se trata a todas luces de una ley que tiende a liberarse de una presión, y que no
responde ni a la gravedad del delito y su comisión, ni toca siquiera la relación entre violencia,
feminicidio y trata de personas, un delito gravísimo en este estado, creo que vale la pena considerar
esta decisión del Congreso, por 23 votos de 32, como un pequeño logro. Desde ahora a las mujeres de
Tlaxcala les tocará radicalizar sus demandas y atender que la ley se cumpla.
La tendencia de los feminismos latinoamericanos a pelear hasta obtener derechos, pero relajar
después la presión sobre los estados y bajar la defensa de lo logrado ha sido una constante que hoy
tiende a evidenciar sus peligros.
Revisemos juntas que ha sido la lucha por las demandas de las mujeres en nuestro continente y
veamos como toda confluye en los movimientos actuales.
En varias ocasiones he afirmado que en América Latina los feminismos tuvieron desde sus inicios
una finalidad ética y política y que, desde finales del siglo XIX, adquirieron características
movimentistas. Eso sin menoscabo de que puedan rastrearse expresiones de descontento de las
mujeres hacia su condición de sumisión o encierro o denuncias de su indefensión legal y económica, en
épocas muy anteriores. Ni de que exista un registro de importantes expresiones de los círculos
literarios, musicales y pictóricos de mujeres que se encontraban entre sí, con el beneplácito de padres
o maridos liberales, y desde ahí abogaban por la libertad y calidad de sus expresiones artísticas, así
como por su derecho a la educación.
Las vertientes liberales, anarquistas y socialistas del feminismo que se manifestaron en el siglo
XIX reivindicaron la abstracta igualdad de todas las mujeres, pero nunca actuaron programáticamente
contra el racismo que constituye uno de los rasgos más evidentes de la Modernidad en América. Sus
proyectos eran distintos, aunque todos confrontaban un sistema que pretendía una natural diferencia
de las mujeres y hombres y que se sustentaba en una supuesta inferioridad física, mental, religiosa, si
no es que ética, de las mujeres. En 1896, en Argentina, inmigrantes, exiliadas y obreras anarquistas
fundan La voz de la mujer. Periódico comunista anárquico, en la que manifiestan su capacidad de
reconocer por sí mismas las diferentes formas de opresión y la explotación patronal, la represión
estatal, las imposiciones del clero y de los hombres de la familia. En su número 4, del 27 de marzo de
1896 , afirmaban contundentemente:
Queremos hacer comprender a nuestras compañeras que no somos tan débiles e inútiles cual
creen o nos quieren hacer creer los que comercian con nuestros trabajos y nuestros cuerpos.
Queremos libertarnos, rompiendo, deshaciendo y destrozando, no sólo nuestras cadenas, sino también
al verdugo que nos las ciñó. Ayer suplicábamos, rogábamos, mas hoy tomaremos lo que falta nos haga,
cuando y en donde podamos tomarlo. Las noches de largo y hambriento insomnio las sustituiremos
por las hecatombes de sangre de canallas. No tenemos Dios ni ley.[1]
Por supuesto, las feministas liberales de América Latina, esposas e hijas de políticos, en ocasiones
muy confrontadas no sólo con el clero sino también con los juristas positivistas que dominaron la
escena política de finales del siglo XIX, no pedían para liberarse el fin del mundo capitalista ni la sangre
de patrones y maridos. Algunas, como la mexicana Laureana Wright de Kleinhans, fundadora y
directora de Las Violetas del Anahuac, pedían un rostro humano al capitalismo que la dictadura de
Porfirio Díaz pretendía que coincidiera con el orden y el progreso, y para hacerlo insistieron en la
educación de las niñas de todas las clases sociales y la mejora de las condiciones de vida de obreras y
campesinas, mejora que vendría por su acceso a la educación. La mayoría de las feministas liberales
eran mujeres que querían acceder a la burguesía por sus medios, así que peleaban derechos a la
educación, a la igualdad ante la ley y a la ciudadanía plena.
La tensión entre la transformación radical de la organización política y económica y la inserción
en los ámbitos masculinos de la misma para transformarla desde dentro, sigue viva hoy en día en
diferentes posturas y formas de acción y organización feminista.
Ahora bien, como todos los movimientos de profunda insatisfacción ante las condiciones de la
propia vida, el feminismo se conforma para dar respuesta a una necesidad, y su teoría se explaya sobre
todo aquello que esa necesidad devela. Puesto que la resistencia de los soldados, legisladores, padres,
maridos, sacerdotes, maestros, artesanos, campesinos, obreros, sindicalistas, estudiantes, hijos,

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carpinteros y demás hombres a la simple demanda de igualdad jurídica para que las mujeres pudieran
acceder a la escuela, al control de la propia economía y al voto, desde finales del siglo XVIII hasta
principios del siglo XX, delató que el problema no era pequeño, que todas las estructuras sociales
estaban atravesadas por la negativa del reconocimiento de las mujeres como personas autónomas, el
feminismo fue amalgamándose y creciendo al postular más espacios de acción y reflexión para las
mujeres. Y lo fue haciendo en todo el mundo occidental u occidentalizado, desde Europa hasta
Australia, pasando por supuesto por todas las cúpulas blancas y la población mestiza de Nuestra
América.
Según la colombiana Alejandra Restrepo, muchas posiciones encontradas del feminismo
nuestramericano contemporáneo tienen origen en las diferencias políticas radicales de feminismos
decimonónicos que el movimiento de liberación de las mujeres de mediados del siglo XX se resiste a
considerar como su fuente o su pasado.[2]
Por ejemplo, poco antes de que las feministas de Argentina inauguraran, el 18 de mayo de 1910
en Buenos Aires, el Primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina, [3] donde
debatieron temas tan diversos como los derechos políticos, la educación de las mujeres, el significado
de la prostitución, el trabajo doméstico y asalariado, las mujeres anarquistas que vivían y actuaban en
ese mismo país, habían escrito contra el feminismo burgués, fundando periódicos y dedicando sus
reflexiones a la realidad de mujeres que en pocos casos podían siquiera aspirar a la educación
universitaria.[4]
Este desconocimiento, mezcla de elección de una sola línea de acción, de voluntad de marcar una
separación entre el feminismo emancipatorio del siglo XIX y la liberación de las mujeres de mediados
del XX y de un tradicional desinterés político y académico en la historia de las mujeres y sus
genealogías políticas, reduce el pensamiento feminista, en particular el producido en Nuestra América,
a la justificación de la lucha por el voto y a la construcción del derecho al cuerpo.
La complejidad de un pensamiento político que abarca todas las relaciones posibles entre las
personas, desde las sexuales y afectivas hasta las sociales, culturales, con el Estado y de resistencia a
las instituciones y a las prácticas de dominación, se esfuma de esta manera. La tradicional forma de
negar el racismo de todos los países latinoamericanos mediante la táctica de negarlo, trasladándolo a
otros planos como los de la higiene, de la educación, de los modales, atañe así también el feminismo
que es incapaz de reconocer en las formas de vida de las mujeres de los pueblos originarios
pensamientos y prácticas de mejora de las condiciones de vida de mujeres insertas en una relación de
sobrevivencia y reafirmación grupal.
Entre los sectores blancos y mestizos, la imposición de una idea sufragista de feminismo
desaparece las tensiones de las mujeres católicas presas entre un deseo ético de reconocimiento de su
libre albedrío y la obligación de mantener la estructura familiar que se sostiene en el sacramento
matrimonial; así como desaparece la elección política de esas militantes antimperialistas que, como
Visitación Padilla, hondureña que en la década de 1930 apeló a la participación política de las mujeres
contra la invasión estadounidense, vivieron desgarradas entre el deseo de emancipación individual y el
deber de una participación política en un proyecto mixto, urgente, que requería del aporte de las
mujeres aunque no concediera importancia a sus demandas específicas de igualdad y libertad.
Asimismo, no tendría lugar el análisis de las reflexiones de un feminismo de la diferencia
sexual avant la lettre, como el de Ana Belén Gutiérrez quien, tras luchar por los derechos laborales de
mineros y campesinos durante la Revolución Mexicana, abogó por una cultura feminista e indigenista
en la refundación de la nación y terminó reivindicando, en el libelo de 1936 República Femenina, una
política de las mujeres como tales, no ligada al voto de partidos masculinos, rescatadora de la
maternidad como creación y de “la voluntad de la mujer a redimirse a sí misma”. [5]
Ahora bien, esas diversidades responden a los anhelos, reflexiones, artes, reivindicaciones,
afectos y denuncias de cientos de mujeres que percibieron sus necesidades como móviles políticos
legítimos y se atrevieron a pensar el mundo y a pensarse en el mundo desde sí mismas. Feministas que
participaron y participan de un horizonte temporal, compartiendo los sustratos materiales que obligan
a las personas a tener intereses por las mismas cosas, aunque sea desde posiciones ideológicas y
políticas divergentes; y que, por ello, entablaron y entablan aún con sus congéneres un diálogo de
ideas capaz de sustentar redes de conocidas que se cruzan e intervienen en la reflexión y el trabajo de
las afines.
Hoy las ecofeministas y las mujeres que actúan desde el Estado o desde la acción directa de la
denuncia de los feminicidas, los violadores y los golpeadores de mujeres yendo al frente de sus casas
para señalarlos ante los vecinos, establecen un vínculo entre la violencia sexual sistemática y la
destrucción ambiental que pasa por la objetivación de la tierra y el cuerpo de las mujeres. Las

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feministas comunitarias del pueblo xinka en Guatemala, hablan de territorio-cuerpo y construyen un
nexo indisoluble entre los derechos territoriales de su pueblo y el derecho de las mujeres a su
integridad física y sexual y las feministas comunitarias aymara de Bolivia afirman de que no es posible
ninguna descolonización de América sin una política despatriarcalizadora que involucre a todas las
mujeres. Igualmente, las feministas antirracistas negras brasileñas postulan que, entre sistema de
clase, violencia sexual y exclusión racista, el punto de encuentro son las narrativas patriarcales que
convierten en romance las violaciones de mujeres negras e indias, a la vez que justifican la sumisión de
sectores mayoritarios de la población. Las lesbianas feministas reconocen en la construcción de la
mujer una finalidad de apropiación del cuerpo para la reproducción del sistema heteronormativo. Eso
es, como a principios del siglo XX, las prácticas y las teorías feministas nuestramericanas se construyen
a partir de los cambios que se manifiestan en las relaciones de poder, aprovechando las coyunturas
políticas locales para reconocer el valor de la propia experiencia en la formulación de una política
general.
Las mujeres que buscaban su emancipación tuvieron aliados, “ardientes y sinceros campeones”,
como definía a “los feministas” uno de sus más acérrimos enemigos, el filósofo positivista Horacio
Barreda.[6] Hoy, sin renunciar a la reflexión autónoma, muchas feministas reconocen la existencia de
hombres que han aprendido a dialogar con la política de las mujeres. Ahora bien, el profundo miedo a
las transformaciones políticas, siempre asociadas a la pérdida del orden -y a los cambios sociales que el
feminismo propugnaba al reivindicar la ciudadanía de las mujeres-, impulsaron a los filósofos
positivistas -entonces dominadores indiscutidos de la educación en América Latina y el Caribe,
defensores “científicos” del racismo implícito en las teorías de la existencia de razas y clases
“superiores”, y cercanos al poder político de partidos “del orden y progreso” y de dictadores
iluminados como Porfirio Díaz en México y el Doctor Francia en Paraguay- a atacar duramente los
postulados del feminismo y, en particular, de sus sostenedores de sexo masculino. La iglesia, muchos
partidos conservadores y la mayoría de las asociaciones de padres de familia hoy siguen haciendo lo
mismo, por ejemplo, cuando un Estado reconoce el derecho a la maternidad voluntaria de las mujeres
o el matrimonio entre personas del mismo sexo.
El estudio de Asunción Lavrin, Mujeres, feminismo y cambio social en Argentina, Chile y Uruguay
1890-1940,[7] demuestra que la historia política de una región está atravesada y determinada por la
historia política de las mujeres. No sólo son las mujeres dirigidas por Paulina Luisi las que impulsan y
logran con sus acciones y escritos el sufragio en Uruguay en 1927. Sino que su accionar revela la
presencia de científicas liberales, socialistas organizadas en secciones de partido y organizadoras de
centros y defensoras de los derechos de las mujeres, desde la década de 1900.
En toda Nuestra América, la lucha por los derechos civiles y legales de las mujeres en las décadas
de 1910 a 1940 adquirió matices más pragmáticos que en el siglo XIX: dar respuesta a los ataques
antifeministas de los hombres que se asustaban por sus ideas, [8] intentar la reforma de los códigos
civiles en pos de una superación de la subordinación legal de las mujeres al padre o al esposo y obtener
la igualdad civil con los hombres, cuando no la fundación de partidos abiertamente feministas como en
Panamá.[9]
La presencia y visibilidad de las mujeres no se circunscribía a una sola posición ideológica,
aunque se remitió siempre a un afán de emancipación del pesado tutelaje masculino. La ya citada
hondureña Visitación Padilla fue claramente una antimperialista y se abocó a la participación política
de las mujeres por ello, pero ¿qué tipo de feminista era? Tras leer sus cartas y proclamas no sabría
afirmarlo con claridad. Obviamente se sentía “orgullosa porque mis compañeras han atendido con
fineza la excitativa” que se les dirigía en una “hoja patriótica” de 1924, y en la que conminaba a las
mujeres a tener un alto concepto del “patriotismo”: “Patriotismo es indignarse ante un atentado a la
dignidad nacional con el que estamos sufriendo ante una tropa de extranjeros que ha entrado al país
sin permiso del Gobierno”.[10] Visitación Padilla creía firmemente que las mujeres son capaces de hacer
política y tener una responsabilidad en ella; no obstante, se refería a las mujeres como “las señoritas y
señoras de Honduras” y jamás expresó una opinión política sobre ellas ni asumió ninguna “causa de las
mujeres”. Veinte años más tarde, su connacional Lucila Gamero de Medina -quien afirmaba “conste
que soy feminista y que he trabajado y seguiré trabajando porque la mujer goce de iguales derechos
civiles que el hombre”-, aconsejaba a las mujeres “no salirse nunca de la debida compostura, inherente
a su sexo”, pues debía tener como objetivo en la vida “el mantenimiento de un hogar honesto,
armónico, y hasta donde sea posible feliz”. Esta “partidaria del voto de la mujer” quería “combatir las
costumbres femeninas llamadas modernas, que son inmorales y hasta cierto punto licenciosas”. [11]
Posturas como éstas implicaron para las mujeres, que en la segunda mitad del siglo XX se
rebelaron a la familia y las costumbres para liberar sus deseos y sus proyectos vitales, abiertas

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contradicciones con la idea de igualdad y, aún más, con la de liberación que abanderaban. Sin
embargo, eran una constante entre las mujeres de izquierda y entre las católicas de la primera mitad
del siglo.
Releyendo sus escritos a la luz de los aportes de la socióloga chilena Julieta Kirkwood -quien
analizaba en 1983 el “conservatismo femenino” como algo subordinado a muy complejas
construcciones sociales, culturales y políticas-,[12] la panameña Urania Ungo llegó a la conclusión de que
el feminismo nuestramericano era mucho menos radical -más recatado, casi timorato- que el europeo
y el estadounidense. Esta afirmación debe matizarse por medio de un hecho concreto: las feministas
de América Central, por la peculiar historia de sus países invadidos por aventureros, piratas y
bananeras estadounidenses, tenían muchos más contactos y relaciones políticas con los hombres de
los partidos nacionalistas, liberales y socialistas de sus países, con los que en ocasiones compartían
tribunas, ideas y armas, que las europeas enteramente excluidas de la política masculina, lo cual
llevaba a las primeras a verlos –o a verse a sí mismas- como “complementarios” en su lucha por la
liberación nacional y las reivindicaciones feministas, y no siempre como personas con las que
enfrentarse para tener acceso a la vida pública… ni siquiera cuando éstos les exigían una ideología
tradicional acerca de su vida privada. Ahora bien, comparto plenamente con Urania Ungo que éste es
el punto nodal de la radicalidad emancipativa.
A principios de siglo XX se sucedieron diversas conferencias que pusieron en la palestra
internacional la discusión sobre la igualdad jurídica de las mujeres.
El Centro Feminista de Buenos Aires convocó en 1906 al Congreso Internacional de Libre
Pensamiento, antecedente directo del Primer Congreso Femenino Internacional (el primer encuentro
mundial de mujeres llevado a cabo en América Latina), realizado en 1910 con la finalidad de tratar las
mejoras sociales, la lucha por la paz, el acceso de las mujeres a la educación superior, y para expresarse
en contra de una doble moral que privilegiaba a los hombres y su libertad en toda ocasión. [13]
Poco después, y en un contexto revolucionario y de construcción de una sociedad laica, en
México, bajo la égida del gobernador socialista Salvador Alvarado, se llevarían a cabo el Primer
Congreso Feminista de Yucatán, realizado en enero de 1916, y el Segundo, en noviembre del mismo
año, convocados conjuntamente por las feministas de la localidad y el Gobierno del Estado. Las
conclusiones de estos congresos constituyeron una verdadera plataforma progresista para la época,
pues no presentaban ninguna perspectiva de defensa de la familia a través de la educación femenina,
ni hacían hincapié en la supremacía del valor de la maternidad en la vida de las mujeres. Sus
propuestas giraron en torno a la separación del Estado y la iglesia, la educación laica y de fácil acceso
para las mujeres, el derecho al trabajo y a la plena ciudadanía, así como a la enseñanza de métodos
anticonceptivos. En la declaración final del congreso de enero, las feministas yucatecas reclamaban al
Estado que les abriera todas las puertas para librar a la par del hombre su lucha por la vida; además,
afirmaron: “Puede la mujer del porvenir desempeñar cualquier cargo público que no exija vigorosa
constitución física, pues no habiendo diferencia alguna entre su estado intelectual y el del hombre, es
tan capaz como éste de ser elemento dirigente de la sociedad”. [14]
A pesar de que en Mérida bajo la égida de un segundo gobernador socialista, Felipe Carrillo
Puerto, se eligiera a una mujer como concejal del municipio, tres mil kilómetros más al norte, durante
la Asamblea reunida en 1917 en Querétaro para redactar la Constitución que brotaría de una gesta
revolucionaria donde habían participado miles de mujeres, se discutieron temas como la educación y
los derechos laborales de las mujeres, [15] pero las catorce feministas que alegaron personalmente o por
carta que el voto de las mujeres no sería una concesión, sino un asunto de estricta justicia, ya que si las
mujeres tenían obligaciones con la sociedad también debían tener derechos, no lograron ser tomadas
en serio.[16] Sus peticiones fueron rechazadas sin mucha discusión, bajo el pretexto de que las mujeres
se desenvolvían dentro de sus hogares y los asuntos políticos no le interesaban, no representando a
nadie.
Sin embargo, hundiéndose aún más en las contradicciones de una misoginia culposa, en abril de
1917, dos meses después de promulgada la Constitución, el presidente Carranza (cuya secretaria era la
feminista Hermila Galindo) instauró un moderado camino de reformas presidenciales. La Ley sobre
Relaciones Familiares, reformaba el Código Civil de 1870 y declaraba la igualdad de obligaciones y
derechos personales entre la mujer y el hombre al interior del matrimonio. Igualmente, garantizaba el
derecho de las mujeres casadas a mantener y disponer de sus bienes, a ser tutoras de sus hijas e hijos,
a extender contratos, a participar en demandas legales, a establecer un domicilio diferente del
cónyuge en caso de separación, a volverse a casar después del divorcio y a comparecer y defenderse
en un juicio.

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Después de ello, Argentina en 1926 fue el primer país del Cono Sur al que las mujeres
organizadas impusieron reformas de peso en su Código Civil. En 1929, las ecuatorianas conquistaron el
voto. Luego, el gobierno de Nicaragua aprovechó el fermento femenino para dar el voto a las mujeres
en 1933 con la esperanza de que votaran por el dictador en turno. Chile, en 1934, se vio orillado a
promulgar leyes que favorecieran la igualdad económica y jurídica en el matrimonio; lo mismo hizo
Uruguay en 1946. La totalidad de los países de América que todavía no lo habían hecho, menos
Paraguay que lo hizo en 1964, durante la década de 1950 reconoció el derecho de las mujeres al
sufragio activo y pasivo.
La mayoría de las analistas de las diferentes facetas de la historia de las mujeres, menos las
literatas, coincide en el análisis de que –sin menoscabo del entusiasmo de las mujeres guatemaltecas
mestizas de una emergente clase media de la capital (maestras, universitarias, activistas políticas) en
los gobiernos democráticos del Dr. Arévalo y de Jacobo Árbenz, entre 1944 y 1954, del Partido
Peronista Femenino, creado en 1949 en Argentina, y del extraordinario número de mujeres
involucradas en la lucha armada en Cuba desde 1956- los veinte años que corrieron de finales de los 40
hasta 1968 fueron “años perdidos” o “años dormidos” para el movimiento feminista y el feminismo
teórico en Nuestra América.
Las luchas sindicales en que se habían visto involucradas muchas mujeres, menguaban; el
sufragismo no tenía ya razón de ser; las elites latinoamericanas, siempre tan pendientes de las
costumbres y directrices culturales europeas, después de la Segunda Guerra Mundial dirigieron la
educación de las jóvenes a la sofisticación del ámbito de lo doméstico; la moda se complicó
nuevamente atrapando a las mujeres en el yugo de sus dictados; la política volvió a cauces
conservadores, y las mujeres de los sectores populares se replegaron bajo la represión de sus
movimientos.
Sólo la literatura escrita por mujeres removió la cultura durante esos años: sin afanes
revolucionarios, describía malestares y opresiones, enumeraba injusticias, renegaba del deber ser
femenino. Víctimas o heroínas de diversa índole, las personajas de escritoras como María Luisa Bombal
y Carmen Lyra, en la década de los 40, y con mayor fuerza de Inés Arredondo, Teresa de la Parra,
Rosario Castellanos, Elena Garro, Alba Lucía Ángel, Marta Traba, en los años cincuenta, sesenta y
setenta, y todavía Marvel Moreno, María Luisa Puga, Elena Poniatowska [17] y Rosario Ferré en las
décadas de 1980 y 1990, reinventaron la narrativa al otorgar interés a lo cotidiano, lo semi-inmóvil, las
rebeliones ocultas, las solidaridades interclasistas que rompen con los estamentos sociales del
patriarcado (cuando son nanas, pobres, indígenas, sirvientas, negras, parias las que entran al relato en
plan de igualdad representativa y de solidaridad o competencia entre miembros del género femenino).
Si bien desestructuraron el inmenso discurso del machismo latinoamericano, sus cuentos y
novelas también prefiguraban miradas femeninas independientes en lo social, fantasías sexuales,
gustos propios y una escala de valores que, después de las revueltas estudiantiles-obreras de 1968, se
revelaron en las paralelas reivindicaciones de una liberación femenina y de la revolución sexual,
ofreciendo a las mujeres un bagaje ideológico propio.
Al finalizar la década de 1970, el feminismo volvió a ser “movimiento”; eso es, a aglutinar
mujeres alrededor de un proyecto que se oponía al autoritarismo en la vida cotidiana y en la vida
política y que reivindicaba una identidad femenina no mediatizada por los controles patriarcales. El
feminismo se reactivó en su vertiente de liberación y se multiplicaron los grupos de autoconciencia, las
organizaciones de mujeres, las publicaciones libertarias y colectivas, los espacios autónomos de la
mirada masculina para el debate político, la participación organizada de los sectores femeninos y las
formas de resistencia a las dictaduras militares que derrocaron uno tras otro todos los intentos de
gobiernos democráticos en América del Sur.
Durante tres décadas, el feminismo en Nuestra América fue diferenciándose,
institucionalizándose, recuperando su poder disruptivo, dando voz a la cuestión lésbica, a lo urbano, a
las políticas de identidad negra e indígena, en contraposición y de la mano de la producción teórica
proveniente de una academia que se rebelaba contra la organización patriarcal del saber, y con las
acciones de mujeres que buscaban imponer su presencia en los partidos, las organizaciones de la
sociedad civil y los gobiernos, siempre filosofando desde su condición en la relación desigual con los
hombres y en la relación a construir entre mujeres, a partir de su propio accionar –de sujeto individual
en liberación y de sujeto colectivo en reformulación- en la realidad económica, política y social de sus
países.
Proponían otro proyecto para las mujeres: ya no la emancipación por la ley, sino la liberación
sexual, teórica, política, corporal de sus vidas en cuanto mujeres. Activistas, intelectuales, militantes de
partidos políticos mixtos, dirigentes sindicales y políticas, escritoras, periodistas, especialistas en las

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perspectivas femeninas de la investigación social -mujeres de diversas proveniencias étnicas, de clase,
ideológicas, etarias y nacionales- se hicieron con la palabra para expresar posiciones claramente
diferentes –aunque por momentos contradictorias, heterogéneas y fragmentarias- sobre la política de
las mujeres y para las mujeres, provenientes de las mujeres en diálogo entre sí.
A pesar de que no debe confundirse la producción de mujeres que debaten sobre su condición
de oprimidas por el sistema patriarcal, y sobre sus intereses particulares de reivindicación de la
maternidad voluntaria, los derechos sexuales, una vida libre de diversas violencias, y la producción de
mujeres que enfrentan las dictaduras suramericanas o las luchas guerrilleras centroamericanas en la
década de 1970, el lema acuñado a principios de 1980 en Chile por Julieta Kirkwood y Margarita
Pisano, “Democracia en el país, en la casa y en la cama”, vincula lo público, lo privado y lo íntimo en las
reivindicaciones feministas de todo el continente.
La feminista mexicana Irma Saucedo propone volver la mirada hacia los feminismos de los años
1970-1990 en su conjunto, como teorías críticas de la realidad que necesitan escarbar en su genealogía
para no perder sus propios referentes políticos. [18] Por supuesto, sin ningún afán de exhaustividad, pues
la totalidad de una teoría que se expresa en la práctica de muchas actoras sociales es siempre
escurridiza e inabarcable, participa del lado luminoso y del lado ominoso de la filosofía, remite a la
fuerza de las mujeres en su encuentro y a su debilidad en la sociedad que buscan transformar.
Los feminismos introspectivos, marxistas, de la liberación sexual, igualitaristas, de la diferencia
sexual, de posicionamiento en las estructuras del poder, pos y de-colonialistas, de desconstrucción del
patriarcado, etcétera, de la segunda mitad del siglo XX y de los primeros años del siglo XXI pueden
llegar a posiciones todavía más diferentes entre sí que las del feminismo decimonónico. No obstante,
todos se ubican en la reivindicación de un derecho a pensar-se y actuar políticamente sobre la realidad
toda desde otro lugar que el de la hegemonía y el dominio, el lugar de las mujeres reivindicadas desde:
a)     la resistencia a la desigualdad histórica frente al colectivo masculino con poder;
b)     su perspectiva de contraparte del mismo colectivo en una relación desigual pero recíproca
entre los sexos (relación de géneros);
c)     su reivindicación de equivalencia de los sujetos femenino y masculino en lo jurídico, sin
menoscabo de una diferencia sexual positiva.
El cuerpo sexuado y socializado ha sido rescatado hace cuarenta años por el feminismo desde la
elaboración de un pensamiento de la liberación. Se fundaron revistas que asumieron la responsabilidad
de dar visibilidad a una reflexión intelectual y desde la experiencia del movimiento sobre el ser, el
sentir y el proponerse de las mujeres en el mundo. [19] La sexualidad fue rescatada, cuestionada,
desligada de la naturaleza, ubicada en la historia mediante la práctica dialógica de los grupos de
autoconciencia, donde, entre pocas, las feministas enfrentaron el miedo y la creatividad al nombrar en
femenino los alcances y los límites de una revolución sexual postulada por los hombres progresistas en
un mundo todavía dominado por una doble moral sexual, favorable a los hombres y a su actuar.
Eso es, el movimiento de liberación de las mujeres implicó la revisión de la sexualidad por las
propias mujeres, libres de la necesidad de ver su cuerpo, su deseo y su placer en relación con una
pareja necesaria y heterosexual, hasta entenderla como la experiencia del cuerpo sexuado en la
formación de la propia identidad. El análisis del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres por las
mujeres mismas, armadas de un speculum y del propio derecho a nombrar lo vivido, abarcó desde la
ruptura con la adscripción a la reproductividad hasta la separación del goce sexual del necesario
establecimiento de alianzas sexo-afectivas (noviazgos, convivencias, matrimonios, ubicados en la
heterosexualidad o el lesbianismo). Con el reconocimiento político de la sexualidad y las relaciones que
de ella se derivaban, las lesbianas se encontraron y formaron grupos que, en un principio, estuvieron
cobijados por un feminismo que se definía heterosexual. Su primera reivindicación fue el
reconocimiento de sus grupos; luego emprendieron una larga lucha para que el tema de la sexualidad
fuera retomado por el feminismo por aparte de los marcos heterosexual y reproductivo.
Desde entonces, el pensamiento de las feministas lesbianas sobre la reflexión feminista de la
liberación se hizo comparable en importancia con el que se deriva de la reivindicación de los
feminismos poscoloniales e indígenas.[20] Ambas corrientes, en efecto, interpelan la predominancia de
las relaciones de género analizadas desde la cultura patriarcal individualista de origen monoteísta,
aristotélico y moderno euro-americano (también llamada cultura occidental), y reivindican otra
posibilidad de verse mujeres en el mundo.
En la actualidad, los pensamientos feministas más disruptivo son seguramente los que provienen
de diversas concepciones del ser mujeres en las comunidades indígenas, y que confrontan la idea
occidental del individuo como único sujeto de derecho y de participación política, a la vez que plantean
una relación con los hombres que se sostiene sobre supuestos metafísicos distintos a los occidentales.

13
Se trata de pensamientos feministas en ocasiones radicales, como los del feminismo comunitario, en
otras muy cercanos a la institucionalidad comunitaria, que inspiran diversas espiritualidades femeninas
a la vez que se sostienen en la lucha por la tierra y el reconocimiento de los derechos históricos de sus
pueblos, construidos durante la modernidad colonialista de América. Tienen aportes fundamentales
para la relación materialista entre tierra, cuerpo, ley e historia y expresan posiciones claramente
anticolonialistas que se traducen en posturas anticapitalistas en el agro y reivindicaciones del derecho
a una educación propia, que construye otros sistemas de género que no corresponden necesariamente
al sistema de género hegemónico de origen europeo.
Paralelamente, hoy se manifiesta un feminismo de mujeres que participan de la “indignación”
ante el sistema neoliberal y depredativo de la naturaleza que ha llevado a millones de jóvenes mujeres
y hombres, en diálogo con personas de todas las edades, a sentirse profundamente inconformes con la
desigual distribución de la riqueza en el mundo y entre clases sociales. Las feministas del movimiento
de indignados, o “indignadas”, son materialistas que se niegan a la idea burguesa de estado y a la
existencia de un sector de intermediarios entre la población y la organización social y económica, esos
“representantes” de la nación que en la Modernidad fueron considerados los encargados de darle
normas estatales a la nación o pueblo.

NOTAS
[1] La voz de la mujer. Periódico comunista anárquico, Ediciones Gato Negro-Desde La Otra Orilla,
Bogotá, 2011
[2] Alejandra Restrepo, en  Feminismo(s) en América Latina y el Caribe: La diversidad originaria,
tesis para obtener el grado de Maestra en Estudios Latinoamericanos, UNAM, México, febrero de
2008, sostiene que las corrientes feministas pueden rastrearse desde el siglo XIX en las diferentes
ideologías políticas a las que se suscribían las mujeres que originaron la defensa del derecho de las
mujeres a participar en la vida política y cultural.
[3] Los días 18, 19, 20, 21 y 23 de mayo de 1910, la Asociación de Universitarias Argentinas
organizó en el salón de la sociedad Unione Operari Italiani, de Buenos Aires, el primer congreso
feminista de Nuestramérica, con el fin de “establecer lazos entre todas las mujeres del mundo”   para
fortalecer un proyecto común que involucrara “la educación e instrucción femeninas, la evolución  de
las ideas que fortifiquen su naturaleza física, eleven su pensamiento y su voluntad, en beneficio de la
familia, para mejoramiento de la sociedad y perfección de la raza”. Su otro fin explícito era celebrar “el
Centenario de la Libertad Argentina”. Primer Congreso Femenino, Buenos Aires 1910. Historia, Actas y
Trabajos, compilación e introducción de Dora Barrancos, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba,
2008.
[4] Juana Rouco Buela fundó Nuestra Tribuna (textos recopilados en Mis Proclamas. Juana
Rouco, antología editada por Manuel Brea, Editorial Lux, Santiago de Chile, sin fecha de impresión,
aunque podemos situarla en la década de 1920). En ella profería: “El feminismo es un partido de
mujeres que todavía no ha definido claramente sus aspiraciones. En el extranjero ha tiempo que se
desenvuelve semiorgánicamente y participado ya en varios pujilatos electorales. Por el carácter de su
desenvolvimiento noto que el partido feminista ansía reivindicar los derechos de la mujer
políticamente, o mas comprensiblemente, por intermedio del parlamentarismo. Esto se notará en
tiempos de elecciones, donde se verá a las mujeres componentes de esa fraccion política feminista,
proclamar a voz en cuello su participación en la política electoral”.   En 1896, en La voz de la mujer,
proclamaban: “COMPAÑEROS Y COMPAÑERAS ¡SALUD! Y bien: hastiadas ya de tanto y tanto llanto y
miseria, hastiadas del eterno y desconsolador cuadro que nos ofrecen nuestros desgraciados hijos, los
tiernos pedazos de nuestro corazón, hastiadas de pedir y suplicar, de ser el juguete, el objeto de los
placeres de nuestros infames explotadores o de viles esposos, hemos decidido levantar nuestra voz en
el concierto social y exigir, exigir decimos, nuestra parte de placeres en el banquete de la vida.
Largas veladas de trabajo y padecimientos, negros y horrorosos días sin pan han pesado sobre
nosotras, y ha sido necesario que sintiésemos el grito seco y desgarrante de nuestros hambrientos
hijos, para que hastiadas ya de tanta miseria y padecimiento, nos decidiésemos a dejar oír nuestra voz,
no ya en forma de lamento ni suplicante querella, sino en vibrante y enérgica demanda. Todo es de
todos” (se respetó la grafía original en ambos textos).
[5] Ana Belén Gutiérrez en República femenina, libelo que editó con sus fondos como la mayoría
de sus escritos, afirmaba: “Poco o nada adelantará la humanidad si la mujer, al surgir no viene a hacer
más que una reproducción del hombre, que poco servirá su fuerza si no puede tener más que la misma
aplicación. Si la mujer no va a desarrollar otras actividades más que las mismas que desarrolla el
hombre es absolutamente ocioso que reclame un derecho de acción, buena parte de estos errores se
debe a que la mujer en su siglo de inexistencia ha adquirido el habito de la irresponsabilidad, causa de

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su despreocupación en sus siglos de esclavitud; ha adquirido el habito del servilismo, causa de su
tendencia imitativa. Por otra parte su acción inicial tiene la irreflexión propia de la infancia y la mujer
en este caso se deja llevar de su primer impulso obrando a la ligera sin preocuparse por la dirección
que sigan sus primeros pasos ni por las consecuencias de sus primero actos los que, naturalmente no
son definitivos pero si tienen que incluir por bastante tiempo en la vida social, no vamos a escudarnos
con nuestra infancia aprovechándonos de ella para satisfacer pequeñas aspiraciones que ni siquiera
tienen el encanto de los caprichos infantiles. Es cierto que la vida de la mujer está en la infancia, pero
no es menos cierto que la edad de las mujeres que han asumido la tarea representativa ha dejado de
ser ya, la encantadora edad infantil y tienen el deber de reflexionar. La transformación que se inicia
aceptará más que a está generación que pasa a las generaciones que vienen y no tenemos ningún
derecho para comprometer un porvenir que no podremos salvar.
Por estas razones me dirijo a las mujeres que en la actualidad inician su obra de emancipación, a
las que en la actualidad representan el movimiento femenino; tanto a las que actúan por su propio
impulso como a las que actúan obedeciendo a una consigna, porque todas son mujeres y no
traicionarán a la mujer. Espero ver confirmada esta suposición y muy cordialmente las invito a que
expongan sus puntos de vida en relación con el propósito de constituir la República Femenina sobre las
inconmovibles bases de derecho natural que es el único origen legítimo de todos los derechos” (se
respetó la grafía original).
[6] Horacio Barreda, “Estudios sobre ‘El Feminismo’. Advertencia Preliminar”, en Revista Positiva,
vol. IX, México, 1909, pp.44-60.
[7] Centro de Investigaciones Diego Barros Aranda, Santiago de Chile, 2005.
[8]  Los ataques  contra el feminismo provenían sea de hombres de tendencias políticas
conservadoras, que consideraban peligroso, cuando no “contra natura”,  alejar a las mujeres de sus
funciones tradicionales de madre y esposa y esgrimían discursos religiosos para negar su igualdad con
el hombre, sea de los comunistas y revolucionarios, que consideraban al feminismo una desviación
ideológica burguesa que alejaba a las mujeres proletarias de la lucha con el hombre para la liberación
de su clase. En ocasiones, ambos discursos antifeministas se hibridaban de manera paradójica, dando
pie a una difusa misoginia política.
[9] Yolanda Marco, Clara González de Behringer. Biografía, Edición Roeder, Panamá, 2007.
[10] Visitación Padilla, “Colaboración Femenina en la Defensa Nacional”, folleto s/p/i,
Tegucigalpa, 23 de marzo de 1924.
[11] Lucila Gamero de Medina, “Para las mujeres de Honduras”, en La Voz de Atlántida. Revista
mensual panamericana, La Ceiba, Honduras, año 10, n.425, junio de 1946, p.11. Hay que subrayar
que La Voz de Atlántida fue fundada y dirigida desde sus inicios por una mujer católica y feminista,
Paca Navas de Miralda, quien iniciaba sus artículos con “Prepárate mujer para la lucha desde hoy”.
[12] Julieta Kirkwood, “El feminismo como negación del autoritarismo”, ponencia presentada en
FLACSO, ante el Grupo de Estudios de la Mujer, Buenos Aires, 4 de diciembre de 1983.
[13] Cf. Primer Congreso Femenino. Buenos Aires 1910. Historia, actas y trabajo, Universidad
Nacional de Córdoba, Córdoba, 2008.
[14] Luis Vitale,  Historia y sociología de la mujer latinoamericana, Editorial Fontamara,
Barcelona, 1981, p.48.
[15] Y, de hecho, en el artículo 3 se estableció la educación laica (que liberaría a las mujeres de la
influencia de la iglesia católica) y en el 123 se dispuso que el salario mínimo fuese igual para mujeres y
hombres, así como una jornada laboral de 8 horas, la protección a la maternidad y la prohibición de
trabajo insalubres y peligrosos para las mujeres y los menores de 16 años. Sin embargo, los intentos de
reformar el artículo 22 para decretar  la pena de muerte por el delito de violación y el 34 para
reconocer la ciudadanía de las mujeres, fueron rechazados.
[16] Esta tesis, muy parecida a la de Olimpia de Gouges en su Declaración de los Derechos de la
Mujer y la Ciudadana (“si la mujer puede subir al cadalso, debe poder subir a la Tribuna”) fue
sostenida, entre otras, por Hermila Galindo, feminista radical que en Yucatán había alegado por el
reconocimiento de la sexualidad femenina y se había pronunciado por la reforma del Código Civil con
el propósito de eliminar la discriminación de las mujeres. En 1918, se postuló como candidata a
diputada y cuando el Colegio Electoral no le reconoció que había obtenido la mayoría de los votos,
exhibió el atropello ante la opinión pública.
[17] Como todas ellas, Poniatowska escribió durante muchas décadas, así que ubicarlas en una
sola es algo arbitrario. Por ejemplo, Hasta no verte Jesús Mío es de 1969, Querido Diego de 1978
y Tinísima de 1992; en las tres la escritora mexicana aborda la condición de la mujer de manera crítica
y literaria.

15
[18] Irma Saucedo González, “Teoría crítica feminista. Breve genealogía”, trabajo realizado para
la Universidad Autónoma de Barcelona, Departamento de Sociología, Programa de doctorado, curso
2001-2002.
[19] Fem, México; Cuéntame tu vida, Colombia;  Feminaria y Mora, Argentina; Debate Feminista,
México; Revista de Crítica Cultural, Chile; y otras desde 1976 hasta la fecha.
[20] Entendemos por “feminismos poscoloniales” aquellos pensamientos-acciones feministas
que enfocan sus esfuerzos contra el orden de la Modernidad colonialista y racista desde las realidades
relacionales de los pueblos originarios de América; desde las culturas africanas de las deportadas por la
esclavización moderno-capitalista de África a América en los siglos XV-XIX; y desde la reflexión no
occidental de las migrantes asiáticas.

Las diversas teorías y prácticas feministas de mujeres indígenas*


Francesca Gargallo
Después de cuatro años de diálogos con mujeres intelectuales, activistas comunitarias y
dirigentes de diversos pueblos originarios de Nuestra América, la redacción de Feminismos desde Abya
Yala me resultó urgente pero no fácil. La viví como una forma de seguir poniendo en circulación la
palabra de mujeres que me abrieron las puertas de sus casas, que aceptaron dialogar conmigo, que me
hicieron partícipe de los saberes y las historias de sus pueblos.
En efecto, la existencia de feminismos producidos por la reflexión y acción de algunas mujeres de
los pueblos indígenas en Abya Yala es todavía cuestionada por muchas activistas urbanas y por las
feministas académicas, porque son producto de un pensamiento y una acción de mujeres indígenas y
no porque sean difíciles de reconocer. A la vez, el peligro de la homogeneización que han sufrido los
pueblos indígenas, se esconde detrás de líneas de investigación que definen desde la academia
cualquier activismo de las mujeres de los pueblos originarios como formas de un único “feminismo
indígena”.
En realidad, existen actualmente múltiples praxis políticas de mujeres, cansadas de seguir siendo
descalificadas por siglos de instrucción sobre la superioridad de la racionalidad blanca en América. Se
trata de mujeres vulnerables al ocultamiento de sus hábitos, inteligencias, cosmovisiones, luchas,
formas de comunicación y trabajos tras la pantalla de su parcialidad, su intrínseca no universalidad, su
ámbito específico, local, folclórico, que han originado en los últimos treinta años desafíos constantes al
orden colonial que las acosa.
El feminismo académico no es una disciplina prioritaria para la mayoría de las universidades,
debe ser impuesto y defendido por pensadoras activistas contra la organización patriarcal de los
saberes. En este sentido, los estudios feministas no son una disciplina hegemónica, pero participan del
universalismo del pensamiento que pasa por el filtro académico. Un filtro que maneja la violencia de la
descalificación de todo aquello que no es fiel al racionalismo occidental. Luego, sirve para definir qué
es propio de todas las mujeres, qué subyace a toda su configuración social, historia, sexualidad, así
como cuáles son los fines de todas sus investigaciones y sus acciones sociales. En otras palabras, el
feminismo académico sufre de la misma perspectiva universalista de sus saberes que caracteriza las
ideas hegemónicas, que son intrínsecamente capitalistas, veneran la dependencia de los trabajadores
de las relaciones monetarias y desprecian la naturaleza, el animismo, las relaciones comunitarias, los
cuerpos sexuados y la maternidad.
Las ideas hegemónicas representan un riesgo para la reflexión y las praxis que les son ajenas,
porque son pensadas para erradicar las disidencias y responden a un aparato de dimensiones que
rebasan a los individuos y a los movimientos. Las ideas hegemónicas son las ideas de las clases
dominantes inculcadas a toda la sociedad. Son respaldadas por la legislación social, la ética del trabajo
y la responsabilidad individual, la certificación del saber y la estética como medios de aceptación y
reconocimiento. Se imponen a través de un interés que se acompaña de violencia, una razón
estratégica que tiene la función de actuar sobre el conjunto de los pensamientos de manera constante,
haciendo que se plieguen a sus mandatos o que los contradigan, desviándose de sus intereses propios.
Su función es que toda la sociedad piense a través de ellas, las asuma, las considere propias. Cuentan
para ello con todos los medios de difusión: el arte, la escuela, los espectáculos, los medios de
información masiva, las iglesias, la publicidad y la fabricación de pánicos y obsesiones que van desde la
creación de enemigos inaprensibles como los “terroristas” y las “pandemias”, hasta la definición de
ideas perniciosas y comportamientos inadecuados por boca de psicólogos y juristas.
En un contexto de colonialismo interno (es decir, de descolonización no acabada), la construcción
de ideas hegemónicas ha sido la culminación de un largo proceso. Se ha edificado sobre las

16
fundamentas teóricas que permiten la apropiación de los territorios y la mano de obra indígena por
unas clases dominantes que, a lo largo de la historia, manifestaron de varios modos su miedo y su
repulsión hacia los cuerpos, las prácticas religiosas y las formas de vida comunitaria típicas de las
comunidades indígenas.
Se trata básicamente de un conjunto de ideas manejadas por las clases que se identificaron
desde el principio de la colonización con los conquistadores, religiosos y funcionarios reales que
primero cometieron un genocidio contra los pueblos de Abya Yala, luego se repartieron a las y los
sobrevivientes como mano de obra gratuita o muy barata y, finalmente, convertidos en criollos,
decidieron que los pueblos que han resistido la colonización así como los que la sufrieron no eran
aptos para el progreso y el desarrollo.
A lo largo de cinco siglos, las clases dominantes de América desplegaron una propaganda
negativa acerca de los pueblos indígenas. En el siglo XVI, los tacharon de caníbales cuando se resistían
a la conquista, tal y como en la misma época en Europa se acusaba a las brujas de comerse a los niños;
las brujas en su mayoría eran campesinas pobres que luchaban contra la privatización de las tierras en
Europa, encabezando movimientos de protesta y no pagando las deudas. Luego, los indígenas fueron
acusados de flojos, haraganes, borrachos y pendencieros, tal y como la nueva burguesía agraria y los
legisladores de Europa les decían a los campesinos y artesanos a los que querían convertir en
asalariados pobres, proletarios, en los siglos XVII. En el siglo XVIII, lograron trazar una frontera racial
irremediable para que los blancos pobres no se aliaran con los indígenas, prohibiendo los matrimonios
mixtos, castigando las alianzas y, sobre todo, propagando la superioridad de los blancos,
acompañándola de privilegios laborales. Entonces se empezó a decir que los indígenas eran
naturalmente feos, poco sanos, con escasa moral y malos hábitos higiénicos; contra las mujeres
indígenas, se exageró la propaganda de su debilidad moral, su lascivia y perversión sexual, llegando a
afirmar que violarlas no era propiamente un delito, sino una costumbre y no había por qué perseguir a
los blancos que lo hacían si para los indios era “normal”.
Después de la Independencia de la mayoría de las naciones americanas, en el siglo XIX, sus clases
dirigentes afirmaron –y en ocasiones promovieron con brutales campañas de encierro y de
aniquilación como en Chile, Argentina, Brasil y Estados Unidos- que era necesario que los pueblos
indígenas dejaran de vivir según sus costumbres. Se trataba de sumar tierras fértiles a la tenencia de la
burguesía agraria y demostrar el atraso, la insignificancia económica, la intrínseca pobreza del trabajo
comunitario, como lo pregonaba el liberalismo. Emprendieron una nueva forma de reparto de la mano
de obra, fijando la residencia de los indígenas sin tierra como “peones” de las haciendas azucareras y
ganaderas de México, azucareras y cafetaleras de Brasil, ganaderas de Paraguay. Si se rebelaban, el
aparato que se sostenía sobre el miedo y la repulsión acudía a la idea que el progreso sólo podía
alcanzarse a través de la imposición del orden. Leyes y soldados se multiplicaron; se fundaron policías y
escuelas que certificaban las habilidades de sus egresados. Los pueblos indígenas fueron forzados a
plegarse a una política de aculturación que se equiparaba a un etnocidio: su desaparición era el
progreso, sólo los ricos estaban destinados a la modernidad. Cuando los peones de hacienda se
levantaron en armas en el centro y sur de México, en la primera revolución indígena del siglo XX,
exigían “Tierra y Libertad”; inmediatamente, filósofos, juristas, mineros, economistas acudieron a la
prensa para gritar su pánico ante las “hordas” indígenas, y su dirigente, el general nahua Emiliano
Zapata, fue apodado el Atila del Sur.
Las clases dominantes fueron muy hábiles al inculcar su miedo a la insubordinación y la rabia
popular y su repulsión a los cuerpos y las costumbres indígenas, no sólo a los blancos pobres a los que
habían beneficiado con el privilegio social y económico de los trabajos para “blancos” (los mejor
pagados), sino también a los mestizos a los que distinguió por su acercamiento “racial” a los blancos,
acercamiento que, sin embargo, debían ratificar con sus actitudes de rechazo a todo lo que delatara su
lado inapropiado, el indígena.
De tal manera los pueblos originarios se convirtieron en “minorías”, “etnias” o, como dice Rita
Laura Segato en los “otros” de las naciones latinoamericanas. Como tales, sus ideas religiosas fueron
definidas supersticiones y sus leyes, usos y costumbres; sus sistemas agrícolas fueron degradados, su
historia fue analizada por nuevas disciplinas creadas ad hoc, como la antropología, sus sistemas
astronómicos llamados cosmogonías. Lo racional, que impulsaba la verdadera ciencia, se identificó con
lo blanco y con el progreso, de modo que lo indígena fue no sólo símbolo de atraso sino también de
irracionalidad. Desde ese momento, el mundo cultural indígena, sus ideas, perdió todo valor de verdad
y de utilidad.
La construcción de un sistema de géneros hegemónico, que descansa en la contraposición binaria
entre lo femenino y lo masculino como dimensiones excluyentes y exageradamente diferenciadas,

17
propia de las clases dominantes americanas, actúa en Abya Yala sobre la idea de dualidad, para
intentar remitirla a su perspectiva de contraste y justificar con ello una jerarquía negativa entre las
mujeres (rebajadas) y los hombres (exaltados).
La exclusión reciproca de lo femenino o propio de las mujeres y lo masculino o propio de los
hombres, implica que el primero debe ser derrotado y apropiado en todas sus expresiones vitales, lo
cual se logra a través de un proceso histórico propio de esas iglesias cristianas (católica y reformadas)
que predicaron la supremacía masculina y los juristas la legislaron con el fin de ocultar el trabajo no
pagado que realizaban las mujeres. No sólo no es propia de todos los pueblos, sino que es muy
reciente, en la misma Europa aparece apenas en el siglo XV.
En cuanto a la dualidad, contiene equilibrio, diálogo, equivalencia. Por supuesto, implica lo
propio de las mujeres y lo propio de los hombres como ordenamientos sociales, en todas las culturas
indígenas, aun en aquellas que asumen la existencia de géneros no definidos por la genitalidad, como
los muxes o transgéneros zapotecas del Istmo de Tehuantepec, en México, que nacen con genitales
masculinos y son educados como mujeres para asumir un lugar femenino en el ordenamiento colectivo
del trabajo. No obstante, la dualidad, en la esfera de las relaciones humanas, no presupone
necesariamente jerarquías entre el hombro femenino y el hombro masculino del cuerpo humano,
según una metáfora que utilizó frente a mí, en una charla con mujeres y hombres aymaras en La Paz,
Julieta Paredes.
Así, muchos pensamientos feministas de las mujeres indígenas de Abya Yala responden a la
necesidad de construir la buena vida para las mujeres desde perspectivas diferentes.
El feminismo comunitario, por ejemplo, no se reconoce como “feminismo indígena”, pues es un
feminismo que nace de procesos profundos de reflexión de mujeres aymaras y xinkas, cuya identidad
étnica se finca en el cuerpo-tierra como el lugar de enunciación para la construcción del feminismo
comunitario, en tanto identidad política.
Sin embargo, en otras corrientes de mujeres que trabajan para la buena vida de las mujeres de su
comunidad, algunas de las perspectivas de la dualidad se confunden. Entonces pierden de vista cómo
éstas se sumaron a la binariedad occidental reforzando la subordinación femenina y reforzándose en
un sistema de género desigual, prepotente, construido sobre la superioridad de las actividades
masculinas, como la ganadería y la guerra (entre los aymaras del lago Titicaca, después de la invasión
española la preferencia por el carácter guerrero de los hombres fue tal que sacrificaban a sus hijas al
nacer en un templo al falo).
Otras mantuvieron la perspectiva de una equivalencia de diferentes entre lo femenino y lo
masculino, que implicaba derechos equivalentes (no necesariamente iguales) en las tomas de decisión
colectivas y en el reparto de las riquezas entre los miembros de la comunidad.
Otras más se amoldaron a una construcción metafísica del lugar de la sexualidad femenina en la
interpretación católica de la misma (que aceptaron a la hora de su conversión como parte sustancial de
la ritualidad cristiana). Ésta redundó en un machismo compulsivo, sostenido en actos violentos para
que los hombres no se vean “rebajados” por la actividad y reconocimiento femeninos (como tales hay
que analizar, por ejemplo, las reacciones violentas de los hombres contra los cargos de representación
política electoralmente ganados por mujeres en muchas comunidades mixes y zapotecas de Oaxaca, en
México, del Chaco, en Bolivia y Paraguay, y de Ayacucho, en Perú).
Finalmente, existen comunidades que en su actual recomposición política de afirmación nacional,
asumen la dualidad primigenia, no como un lugar de la complementariedad sino de la totalidad, una
experiencia ontológica del ser humano que no puede ser reducida a las categorías éticas y políticas del
mundo occidental.
De ahí que las ideas de las mujeres indígenas acerca de sí mismas, construidas en diálogo con
otras mujeres de su comunidad, para comprenderse y para impulsar una mejora de las condiciones de
vida (una buena vida) de las mujeres y las niñas de sus pueblos, según la revisión propia de sus
costumbres -lo que me atrevo a nombrar teorías del feminismo indígena– tienen diversas
formulaciones y expresan muchos matices y tendencias.
La vida de las mujeres indígenas no se realiza únicamente en comunidades agrícolas, en un
territorio autónomo donde la propia convivialidad es parte de una tradición colectiva. Sin embargo,
sería reductivo dividir los feminismos indígenas entre comunitarios y urbanos.
Convertidas en marginadas o indigentes a raíz de migraciones determinadas por la expoliación de
sus tierras por la agroindustria y los terratenientes, por los peligros que implica la presencia de
militares o paramilitares en los territorios de su comunidad, por el deterioro ecológico o por la
pauperización del agro, las feministas indígenas en las ciudades confrontan el racismo de los pueblos
mestizos o la dominancia de las leyes en las barriadas marginales donde son hacinadas.

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Entonces reconstruyen los elementos culturales y la cohesión de sus comunidades en las grandes
metrópolis latinoamericanas, aunque reclaman derechos individuales. Me lo hizo notar después de un
largo periodo en las afueras de Santiago de Chile, de Lima, de Guatemala y de México mi hija Helena
Scully. Ahí las feministas indígenas analizan su condición de mujeres pobres y racializadas,
reivindicando sus derechos a una vida desligada del control tradicional masculino y familiar.
Nuestra presencia en los barrios en ocasiones no era apreciada, pero las ideas que vertían en sus
entrevistas las mujeres que al reconocerse feministas dialogaban con nosotras, eran muy radicales en
cuanto a sus derechos a la sexualidad, a salarios justos, al castigo de la violencia doméstica, al estudio,
al respeto de sus decisiones y a una maternidad libre y voluntaria. Ideas que no fácilmente expresaban
las mujeres en sus comunidades, por muy feministas que se declararan.
Si no me libero como mujer indígena, una feminista universitaria no me va a liberar (Norma
Mayo, Kichwa Panzaleo, dirigente del Departamento de la Mujer y la Familia de la CONAIE).
Entre las mujeres indígenas es muy difícil trazar una línea divisoria entre una activista de los
derechos humanos de las mujeres y una feminista. Una parte muy importante de la reflexión de las
feministas indígenas tiende a la elaboración de estrategias para la mejoría en las condiciones de vida
de las mujeres.
Prácticas a niveles extremos, las indígenas identifican las estructuras de poder para
contrarrestarlas más que para destejer cómo se configuraron. Los elementos simbólicos del sexismo
son pocas veces tocados en sus reflexiones, prefiriendo estudiar cómo detener a las autoridades que
expresan ideas misóginas y ocultan su indiferencia hacia la violencia contra las mujeres, llegando a
dejar impunes los delitos que se cometen contra ellas.
Tampoco es fácil trazar una separación entre una feminista y una activista indígena por los
derechos comunitarios. El propio feminismo indígena que elabora estrategias comunitarias para el
cuidado de las mujeres y la socialización de su trabajo de reproducción de la vida, no podría existir si la
comunidad desapareciera y se impusiera un sistema individualista de sobrevivencia monetaria
asalariada y una familia nuclear, centrada en la pareja como núcleo excluyente, asocial,
paradójicamente convertido por el capitalismo en la “base” de la sociedad.
Cuando sostienen que el patriarcado vino con la conquista, consideran que los pensamientos y
acciones misóginas de sus pueblos derivan del odio criminal contra las mujeres de la cultura
dominante. Entonces, las mujeres indígenas analizan la historicidad del racismo, la explotación laboral,
la marginación y la exposición a la violencia que sufren, más que los mecanismos sociales de
inferiorización de las mujeres inherentes al universo simbólico de sus pueblos.
Igualmente, deben lidiar con hechos traumáticos y violencias constantes: casas atacadas, hijos y
nietos detenidos ilegalmente, mujeres violadas por grupos de soldados, agresiones de autoridades
tradicionales masculinas a mujeres que asumen cargos políticos de elección ciudadana, amenazas de
talamontes contra las ecologistas comunitarias, invasiones de tierras, linchamientos de lesbianas,
discriminaciones en las escuelas, los hospitales y las cárceles. Por ello, a las feministas indígenas que
son activistas de los derechos humanos de las mujeres no les queda el tiempo de una reflexión acerca
de lo estructural que es la desigualdad entre mujeres y hombres.
Sin embargo, existen feministas que actúan en el ámbito de las políticas comunitarias por la
defensa del territorio y que han generado reflexiones importantes sobre el lugar desde dónde se
piensa la superioridad masculina y cómo, en todos los casos, sirve para excluirlas, recluirlas y
violentarlas. En las ciudades bolivianas y en la montaña de Xalapán en Guatemala, las feministas
comunitarias analizan los elementos patriarcales de su cultura ancestral, inscritos en elementos
cosmogónicos y ritualmente reproducidos, y la adopción y adaptación de los elementos coloniales que
los fortalecieron.
 Otras feministas, como las lencas organizadas, en Honduras, las aymaras del lado peruano del
lago Titicaca, y las que se reunieron alrededor de Macedonia Blas, ñañú del estado de Querétaro, en
México, revisan cómo la preferencia por los hombres propicia la falta de confianza entre las mujeres de
sus comunidades y hasta la agresión de las cuidadoras de los valores del patriarcado contra aquellas
que, consideran, “transgreden” la moral sexual asumida como propia. Analizan prácticas, como los
“castigos” de las adulteras que en México llegan a la violencia física, colectiva y normada, de las
mujeres patriarcales contra la mujer transgresora, cuando las primeras la desnudan y le frotan chile
verde sobre la vulva.
También revisan la preferencia por los hombres como rasgo patriarcal difuso que repercute en la
transmisión de conocimientos y funciones entre generaciones de mujeres. Está ligada a una figura muy
controvertida, la de la madre trasmisora de valores patriarcales, la que en México se tilda de
“formadora de machos”. La madre amada pero desposeída, la madre que ejecuta la voluntad de los

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hombres de la familia y castiga los anhelos de las hijas, la madre controladora de la sexualidad y el
trabajo de la familia privilegiando la libertad de sus hijos y castigando la movilidad de las hijas y las
nueras, son imágenes que tienen que ver con la falta de reconocimiento y, por ende, de respeto e
igualdad en las relaciones entre mujeres.
Finalmente, hay feministas indígenas que han dedicado su reflexión a la afectividad,
preguntándose cuánto de una construcción de género que privilegia la dureza y la fortaleza masculinas
termina por imposibilitar el afecto, la comprensión y el goce de una verdadera complementariedad
entre hombres y mujeres en la vida íntima y social.
Ahora bien, la pertenencia a un pueblo o a una nación originaria es condición para la acción
feminista tanto como lo es la pertenencia a cualquier estado. Las mujeres no inician un proceso de
lucha por sus derechos, reivindicando su cuerpo, su imaginario, su espacio y sus tiempos en la revisión
total de la política porque son francesas o nasa, mexicanas o mapuche, sino porque un sistema que
otorga privilegios a los hombres -y a lo que considera propio de ellos, lo masculino- las oprime. La
acción feminista es una confrontación con la misoginia, la negación y la violencia contra el espacio vital
de las mujeres, que ellas emprenden cuando se reconocen y dialogan entre sí. En otras palabras, el
feminismo es una acción del entre-mujeres ahí donde el entre-mujeres es mal visto, menospreciado,
impedido, es objeto de burla o de represión: el feminismo es un acto de rebeldía al statu quo que da
pie a una teorización.
Las mujeres occidentales, actuando en colectivo para sí mismas, han impulsado cambios sobre
sus derechos al estudio, el trabajo, la participación política que hoy los estados occidentales intentan
adjudicarse y, al hacerlo, mediatizar o cooptar. Pensar que el mundo occidental, el capitalismo, el
cristianismo (o la laicidad construida sobre sus parámetros), [1] son más favorables que la vida
comunitaria a la acción de las mujeres es una falacia, implica negar la autonomía de la movilización
feminista y delata la condición colonial de un pensamiento. De hecho, como lo demuestra una
importante línea de la historiografía feminista que se remonta a Joan Kelly, Carolyn Merchant, María
Mies y llega hasta Silvia Federici, el capitalismo, en tanto sistema económico-social, es consustancial al
sexismo y al racismo, en tanto despliega el carácter represivo de su poder contra los cuerpos de las
mujeres y los pueblos colonizados para garantizarse la producción de la fuerza de trabajo. [2]
La idea de Julieta Paredes de que todas las mujeres indígenas que han luchado desde tiempos
inmemoriales y que en el presente luchan en los territorios de Abya Yala contra el patriarcado que las
oprime son feministas, permite visualizar que todas las mujeres experimentan vivencialmente la
historia de su cuerpo en su espacio, por ello elaboran diferentes ideas, conceptos y propuestas de
liberación.[3]
El patriarcado en América Latina tiene características propias de las culturas indígenas, cruzadas
por un racismo normalizado por el colonialismo interno. La descolonización del feminismo sólo puede
darse reconociendo que las mujeres indígenas no confían en las mujeres blancas y mestizas urbanas,
porque las instituciones estatales tienen un comportamiento diferente con unas y con otras,
incluyendo los poderes de las organizaciones y la teoría del conocimiento feminista.
Los feminismos de las mujeres de los pueblos originarios cambian si las mujeres viven en sus
comunidades o han sido expulsadas de una forma u otra de “sus” territorios ancestrales. Como
mencionamos con anterioridad, en toda América, importantes comunidades indígenas se han
reconstruido, re-inventado, re-organizado en las principales ciudades. Sus miembros han llegado
expulsados de sus territorios por la violencia política acompañada de diversas formas de militarización,
por el desgaste ecológico, por la pérdida de sus parcelas, en búsqueda de opciones de salud para sus
hijos, o por otros motivos. Confrontan el racismo de los blancos y blanquizados y la marginación que
acompaña su pobreza re-elaborando sus rasgos nacionales. Mantienen con las costumbres,
cosmogonías y políticas tradicionales que se practicaban y enseñaban en sus comunidades de origen
las confusas relaciones que, en ocasiones, sostienen con la cultura dejada por las personas que han
emigrado de sus países. Practican los matrimonios endogámicos, las relaciones de amistad entre
familias que hablan la misma lengua o provienen de la misma región, la frecuentación de cierta iglesia
o la conversión colectiva a una comunidad neo-evangélica, y, por sobre todo, la reproducción de juicios
y prácticas patriarcales que se vuelven más violentos y opresores en la sociedad recompuesta cuando
se enfrenta a las múltiples violencias urbanas.
Las mujeres, tanto como los hombres, re-elaboran su cultura en el nuevo territorio de su
cotidianidad desde un conjunto de ideas, creencias y prácticas. Este “desde” es el lugar de un modelo
conceptual aprendido como propio del territorio “originario” que se dejó atrás: el modelo que daba
forma a la organización de la cotidianidad. En el nuevo territorio, la re-construcción de la identidad de
una “mujer indígena” nunca es individual, pero tampoco está dada por el colectivo aunque éste tiene

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el poder de censurarla. Para las migrantes de primera, y aún de segunda generación, la imposición de
las obligaciones sexo-genéricas propias de su cultura reconstruida puede ser más represiva que en la
sociedad de origen, pues exige, como “prueba de identidad”, una fidelidad a prácticas en ocasiones
innecesarias a las nuevas condiciones materiales de vida. Una mujer indígena en el espacio mixto de la
gran urbe necesita de una re-invención más que de una re-adaptación de la identidad colectiva, para
no ser negada, rechazada, confrontada por otras mujeres que, como ella, sufren un dificilísimo proceso
de reconstrucción de la propia identidad.
Para muchas mujeres provenientes de muy diversos pueblos originarios ubicadas en las ciudades
capitales de sus respectivas repúblicas, el acercamiento al feminismo tiene características distintas no
sólo al de las mujeres mestizas y de las mujeres que viven en condiciones económicas precarias, sino
también al de las mujeres de sus propias comunidades de origen.
En las ciudades de América, hay indígenas que se han acercado al feminismo autónomo, por
ejemplo en Chile y Guatemala, donde han experimentado el fracaso de las políticas públicas en sus
barrios. Migrantes que forman el grueso del cuerpo del feminismo comunitario en Bolivia y que se han
sumado al feminismo de las mujeres pobres y marginales en Venezuela, en México y en Perú. Mujeres
que, ahí donde el movimiento indígena es más organizado como en Ecuador o más violentamente
reprimido como en Chile o de modelo cultural más autoritario, manifiestan su rechazo al feminismo
como una estrategia de “occidentalización” a la que se resisten (en ocasiones de forma vehemente).
Así como se agrupan mujeres indígenas que aprovechan las “políticas públicas” en favor de la “equidad
de género” como insumos que les ofrece el estado para mejorar sus condiciones de vida.
Tomando en cuenta la tensión cultural existente entre las comunidades y las urbes, y
considerando su crítica fecundidad, así como la relación con el estado y la participación femenina en la
sociedad, no es demasiado azaroso apuntar que en la actualidad se expresan por lo menos cuatro
líneas de pensamiento feminista entre las mujeres de las naciones originarias:
1) mujeres indígenas que trabajan a favor de una buena vida para las mujeres a nivel comunitario
según su propia cultura, pero que no se llaman feministas porque, al reivindicar la solidaridad entre
mujeres y hombres como dualidad constituyente de su ser indígena, temen que el término sea
cuestionado por los dirigentes masculinos de su comunidad y que las demás mujeres se sientan
incómodas con ello;
2) indígenas que se niegan a llamarse feministas porque cuestionan la mirada de las feministas
blancas y urbanas sobre su accionar y sus ideas;
3) indígenas que reflexionan sobre los puntos de contacto entre su trabajo en la visibilización y la
defensa de los derechos de las mujeres en su comunidad y el trabajo de las feministas blancas y
urbanas para liberarse de las actitudes misóginas de su sociedad y que, a partir de esta reflexión, se
reivindican feministas o “iguales” a feministas;
4) indígenas que se afirman abiertamente feministas desde un pensamiento autónomo; y que
elaboran prácticas de encuentro, manifiestan públicamente sus ideas, teorizan desde su lugar de
enunciación en permanente crítica y diálogo con los feminismos no indígenas en los recuperados o
reconstruidos territorios de América Latina, como las que han elaborado una idea de Feminismo
Comunitario, postulado por la Asamblea Feminista de Bolivia y las feministas comunitarias xinkas de
Guatemala.
Estas cuatro líneas de pensamiento son históricas y cambiantes. Los feminismos generan
constantemente diversas reflexiones y formas organizativas. Por ejemplo, hay ecofeministas y activas
defensoras de la espiritualidad en las cuatro líneas de pensamiento organizativo de las mujeres
indígenas. Asimismo, las activistas que defienden los derechos de las mujeres de su comunidad en
diálogo con las feministas blancas y blanquizadas, se dividen en por lo menos dos subgrupos que
pueden llegar a ser ideológicamente antagónicos:
– Mujeres que se afirman feministas o cercanas al feminismo por una actitud utilitaria,
oportunista o ingenua, de búsqueda de reconocimiento público, financiamientos y beneficios
económicos y políticos por parte del Estado, de ONGs y de organismos internacionales de “desarrollo”
para las mujeres que se le han acercado en búsqueda de legitimidad. Se trata de un subgrupo
reconocible porque es incapaz de leer en la realidad de las mujeres la crisis de los derechos
individuales en una organización estatal que se desmorona. Estos derechos no les sirven para darle voz
a las demandas de las mujeres de sus comunidades. Las más activas de ellas, sin embargo, han llevado
hasta la ONU la idea de que es necesario el reconocimiento de una “ciudadanía” individual y colectiva
de las mujeres indígenas, lo cual redunda a favor de las mujeres en caso de violencia misógina y de la
comunidad en cuanto sujeto político.

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– Mujeres que se asumen como la mitad de toda comunidad. Por lo tanto, actúan desde la
convicción que las mujeres tienen derecho a liberar su propia cultura de la determinación de género
que crea jerarquías entre mujeres y hombres en los espacios políticos de la definición personal y
colectiva y en los espacios políticos de la vida cotidiana, íntima, familiar, relacional y social, para
transformarlos desde la expresión de los propios sentimientos e ideas. Este subgrupo, cuando no
desemboca en un feminismo indígena radical, no logra dar cauce a las profundas críticas del machismo
de los dirigentes comunitarios y produce malestar entre sus miembros. Por ello, algunas de sus
integrantes prefieren integrarse al feminismo radical mestizo para no vivir una marginación sumada a
otra y no sentirse rechazadas también por las feministas, académicas o populares, de su país.
Entre las feministas indígenas del tercer y cuarto grupo se reconocen mujeres que son lesbianas,
otras que se proponen re-tejer la afectividad heterosexual desde las tramas de una
complementariedad no subordinada, y otras más que se proponen repensar las relaciones entre
mujeres para la acción en los ámbitos de la vida pública, social y familiar.
La antropóloga kaqchikel Ofelia Chirix habla abiertamente de la necesidad de “descolonizar” al
feminismo para entender que no todas las mujeres deben tener ideas y proyectos semejantes para
lograr su liberación y buena vida. Para que se respete una real y completa diferencia sexual y étnica, la
perspectiva de género debe aplicarse a la realidad de los pueblos indígenas y no puede obviarse que en
los últimos veinte años la lucha de las mujeres mayas por hacerse de una voz ha generado tensiones,
“ya que en las organizaciones indígenas donde los dirigentes son hombres suele poner el asunto de la
tierra como un tema prioritario que no deja espacio para nada más, invisibilizando los derechos de las
mujeres y las desigualdades de género”.[4]
Para la lesbiana feminista aymara Mildred Escobar, el feminismo es la opción de las mujeres
indígenas para defender su libertad de amar; “no es una teoría ajena a mi vida cotidiana, es la
posibilidad de construirme el derecho de estar libremente en la calle en una acción solidaria con más
mujeres”.
La feminista autónoma mapuche en Santiago Marcia Quirilao Quiñinao considera que ella hace
política feminista antes que política mapuche, porque no puede vivir su nacionalidad como una
religión. Por lo tanto, al des-dogmatizar su nacionalidad, se niega a defender una política comunitaria
convertida en un “espacio político para el maltrato”. Las mujeres mapuches, sostiene, “no se atreven a
destejer lo patriarcal inherente a su cultura, escondiéndolo detrás de la fuerza que los hombres
reconocen a las campesinas o a la sabiduría de las Machis”. No obstante, “el conflicto que las mujeres
mapuches sienten con el feminismo” no es sólo fruto de su cierre ideológico, sino se deriva de que
“éste no reconoce, recoge o rescata la cultura de la tierra y la convivencia comunitaria relacionada con
la cosmovisión, porque el feminismo se quiere vivir como algo general y las únicas diferencias que
reconoce en su seno son de las de clase social”.[5]
Para finalizar, diré que este libro responde a un deseo de diálogo entre feministas con
formaciones históricas y raíces culturales diversas.  Como todas las pensadoras mestizas críticas que
abordan la cultura de los pueblos cuyos largos procesos históricos han sido distorsionados y negados,
aprendí que “hoy se continúa considerando a la población indígena como a una sola masa homogénea.
Se pasan por alto los aspectos fundamentales que los definen como pueblos específicos, vale decir
lingüísticos, culturales, históricos, económicos, políticos”. [6]
Esta consideración básica y difusa provoca que aún antropólogas muy bien intencionadas se
preguntan cómo experimentan las mujeres su vida cotidiana, qué principios orientadores siguen, cómo
se organizan las relaciones de género, qué efectos produce la modernidad emancipadora sobre su
identidad femenina, cómo se transforman desde fuera las relaciones de poder, pero nunca investigan,
preguntan, estudian o analizan cuáles son las ideas de liberación de las propias mujeres indígenas.
Angela Meentzen, por ejemplo, en una valiente investigación (llevada a cabo en un Perú
devastado por más de una década de violencia de estado, la cual perjudicó mayoritariamente a los
pueblos originarios), intenta entender cómo y por qué las mujeres tienen dificultades para liberarse del
rol de “protectoras de la tradición” que les adjudican los dirigentes comunitarios hombres para impedir
su movilidad y escolarización. Estudió “lo que se conoce acerca de la visión femenina del mundo rural
aymara, siendo relevante la reconstrucción de los patrones de percepción, pensamiento y acción de las
mujeres, para tener un cuadro completo de las relaciones sociales existentes en la comunidad que
supere el sesgo de la interpretación exclusivamente masculina”. [7] Para ello convivió y recogió
importantes testimonios personales de mujeres aymaras, pero según se lo imponía su disciplina -que
no cuestionó como instrumento del saber hegemónico-, lo hizo sólo para definir los principios
normativos socialmente transmitidos que orientan su vida. Aun priorizando los ámbitos de acción
femenina, no los vio desde el reconocimiento de una idea propia, producida teoréticamente por las

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mujeres aymaras, de su identidad y de su necesidad de liberarse del entronque entre el patriarcado
colonial y racista y el patriarcado aymara, de origen pre-colonial. Para Meentzen, de alguna manera,
los mecanismos de control y sanción para el mantenimiento de la desigualdad social entre mujeres y
hombres en la comunidad aymara, aunque tengan especificidades étnico-económicas, son
fundamentalmente los mismos que actúan en el conjunto de los pueblos indígenas. Las ideas de las
mujeres no son tales, son repeticiones más o menos personalizadas por experiencias vivenciales
diferentes de patrones genéricos subordinados: todas iguales, homogéneas.
El ocultamiento de la existencia de diferentes maneras de abordar y cuestionar la propia
identidad sexual, así como la relación entre mujeres y las acciones que de ella se derivan, es parte de
esta tendencia general de ver a “todas” las indígenas como igualmente subordinadas, silentes
oprimidas necesitadas de la solidaridad de las blancas y mestizas, verdaderos “objetos” de su interés.
Ante estas posiciones, la socióloga kaqchikel Emma Chirix, hermana de Ofelia y activista de la
participación de las mujeres en los movimientos indígenas, postula que esta mirada unilateral
“interviene” tanto en la construcción de la feminidad y la masculinidad, como en la definición de
pueblos indígenas. Desde sus estudios sobre la construcción de los comportamientos sexuales
defiende una radical autonomía cultural en el derecho al placer sexual de las y los kaqchikeles. Desde
ahí asume que el feminismo, o más bien el Q’ejelonik, que ella define como un encuentro de mujeres
que no conocen el feminismo, ni necesariamente son feministas, y que equivale a un momento
privilegiado donde las mujeres hablan sobre cosas íntimas, debe servir para romper con el
encasillamiento de la cultura indígena en los ámbitos del “subdesarrollo” y la curiosidad folclórica y no
para renovarlos. Confronta, por lo tanto, diversos pensamientos sobre la sexualidad: “[…] algunos
enriquecieron mi conocimiento y otros me provocan malestar porque existen autores androcéntricos y
etnocéntricos que insisten en homogeneizar el pensamiento y las identidades en torno a la sexualidad,
mantienen e imponen un modelo sexual que no está acorde con nuestra realidad social”. [8]
La valorización de las prácticas sexuales del pueblo kaqchikel de Chirix tiene cierto paralelismo
con las acciones reflexivas de las feministas del Grupo de Estudios Subalternos de India. Éstas han
elaborado, en efecto, una teoría de la sexuación de la subalternidad ante el saber universalizante
occidental y ante el saber patriarcal de sus países. Gayatri Spivak y Chandra Talpade Mohanty
denuncian, como Chirix, que la mujer del mundo no hegemónico es representada por el feminismo
blanco bajo un colonizado y monolítico discurso que la describe como una persona sin control sobre su
propio cuerpo, atada a la familia, al trabajo doméstico, ignorante y pobre.
Existe una lectura posible de la relación entre las feministas universitarias, urbanas, de las
capitales latinoamericanas o de Europa y Estados Unidos, con las mujeres de los pueblos originarios,
que se puede leer fácilmente en la relación dominante-subalterna propuesta por las pensadoras indias
y recuperada por pensadoras africanas, asiáticas y latinoamericanas en las últimas décadas. De hecho,
puede hacerse un símil entre la relación de las antropólogas mexicanas y las mujeres nahuas de Puebla
con la descripción que hace la africana Joy Ezeilo de las mujeres Igbo de Nigeria en relación con las
afroamericanas que llegaron a “ayudarlas”.
No obstante, en Nuestra América existen diversos tipos de relación entre las mujeres mestizas y
las mujeres de los pueblos originarios que se inscribe en una peculiar tradición de alianzas entre
personas indígenas, blancas y negras cuando buscan alternativas al poder y el saber hegemónicos.
Se trata de una tradición utópica propia. Puede rastrearse, por ejemplo, en la filosofía de la
educación del brasileño Paulo Freire así como entre madres y parteras, en el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional y ciertas comunidades ecológicas y multiétnicas de la Amazonía colombiana:
búsquedas de un diálogo entre saberes, de aprendizajes y enseñanzas mutuos y de producciones
agrícolas no determinadas por el mercado, como las del Ejido Vicente Guerrero, en Tlaxcala, México, y
las de la Coordinación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (CONAMURI) en Paraguay. Se trata de
una tradición nuestroamericana histórica aunque subterránea, cimentada en las alternativas a las
imposiciones culturales de las clases dominantes, que permite el diálogo de ideas entre mujeres que
quieren salirse del maltrato y la pobreza y pertenecen a pueblos diferentes. Una tradición que puede
sacar agua del pozo de proyectos mestizos, de blancos pobres aliados con todas las comunidades
originarias que se rebelaron año tras año, y cada año, durante 500 y más años, de utopistas, socialistas
libertarios, comunistas y, aún de feministas como la maestra y periodista anarquista e indigenista
mexicana Juana Belén Gutiérrez de Mendoza, quien en 1936 publicó un panfleto de título tan
sugerente como República Femenina y buscó configurar una comunidad de mujeres indígenas y
mestizas que se rigieran por sus propios deseos, según postulados éticos derivados de su experiencia
de vida como madres.
Es en esta dirección que se inscriben las palabras de la feminista hondureña Breny Mendoza:

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Las feministas latinoamericanas decimos que la razón genocida del Occidente debe abrirle lugar a
un pensamiento alternativo, una razón más allá del Occidente, una razón posoccidental, que está más
allá de la democracia y quizá más allá del feminismo, si es que el feminismo occidental ha de servir
para dejar sin realidad a las mujeres del Tercer Mundo en el nombre de la liberación femenina, como
hemos podido ser testigos recientemente.[9]
El diálogo entre feministas de pueblos (y, por ende, de construcciones sociales del sexo)
diferentes en América apunta precisamente a la construcción de una alternativa a un feminismo
inconsciente de su adscripción al colonialismo occidental, en el horizonte de un presente donde nadie
se quede sin realidad.

Notas
* Conferencia para la presentación del libro Feminismos desde Abya Yala. Ideas y proposiciones
de las mujeres de 607 pueblos en nuestra América, de Francesca Gargallo (Ed. Desde Abajo, Col.
Pensadoras latinoamericanas, 2012, 295 pp.,  ISBN 789588454597), en la Universidad Tecnológica y
Pedagógica de Colombia, Tunja, 5 de septiembre de 2012.
[1] En un interesante diálogo que se realizó gracias al programa de Enlace Comunitario de la
Universidad Autónoma de la Ciudad de México, con el antropólogo Iván Gomezcésar nos
preguntábamos por qué en México, en 1857, los liberales sustituyeron el registro sin cambiar la
organización civil de la iglesia. En efecto, el acta de nacimiento, el matrimonio civil y el acta de
defunción representan la versión laica del bautizo, el matrimonio católico monogámico y el funeral.
[2] Ver a este propósito la Introducción a: Silvia Federici, Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y
acumulación originaria, Tinta Limón, Buenos Aires, 2010, pp. 19-33
[3] Ver el prólogo de Victoria Aldunate, “Feminismo comunitario: el ojo de las mujeres”,
en Hilando fino desde el feminismo comunitario de Julieta Paredes, Comunidad Mujeres
Creando/Deustscher Entwicklungdienst, La Paz, 2010, p. 3.
[4] El 28 de agosto de 2010, durante el segundo día de actividades de la primera Asamblea
Latinoamericana de las Voces de los Pueblos, en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la
Universidad Nacional Autónoma de México, Chirix sostuvo además que es indispensable una
perspectiva de género en las políticas indígenas, porque deben superarse los pendientes que tienen los
pueblos originarios con las mujeres, quienes a pesar de algunos avances todavía son afectadas por el
machismo y la discriminación. En los pueblos mayas, señaló, todavía es predominante una visión
idealista y romántica que considera al machismo y otros vicios sociales como si fueran siempre ajenos,
y un discurso de justicia que no siempre se aplica en el interior, y ahora las mujeres lo cuestionan. Por
ello, es necesario descolonizar la teoría feminista e integrarla a la cosmovisión de los pueblos
originarios de América.
[5] Ideas expresadas durante una entrevista que me concedió en el jardín de la Comuna de
Ñuñoa, en Santiago de Chile, el 9 de mayo de 2011.
[6] Ileana Almeida, Historia del pueblo kechua, Ediciones Abya Yala, Quito, 2005, p. 15.
[7] Angela Meentzen, Relaciones de género, poder e identidad femenina en cambio. El orden
social de los aymaras rurales peruanos desde la perspectiva femenina, Centro Bartolomé Las
Casas/Deutscher Entwicklungsdients, Cuzco, 2007, p. 17.
[8] Emma Chirix, Ru rayb’äl ri qach’akul. Los deseos de nuestro cuerpo, Ediciones del Pensativo,
Guatemala, 2010, p. 4 de la Introducción.
[9] Breny Mendoza, “Los fundamentos no democráticos de la democracia: un enunciado desde
Latinoamérica postoccidental”, en Encuentros, Revista Centroamericana de Ciencias Sociales, núm.6,
San José de Costa Rica, 2007, pp. 85-93
y http://www.flacso.or.cr/fileadmin/documentos/FLACSO/Apartir_2007/RCCS_N_6_01.pdf

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