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DOMÍNICA XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO

Si existe una nota característica de nuestra práctica religiosa y de piedad,


ésta es la sinceridad del corazón, en contraposición al fingimiento. Por
eso en el evangelio que hoy nos propone la liturgia, el Señor muestra la
oposición entre estos dos tipos de religiosidad: la de los escribas y la de
la viuda.

En primer lugar, las exteriorizaciones religiosas de los escribas y fariseos


sobreactúan la piedad al desear el halago de los hombres, inclusive
beneficios materiales: se buscaban a sí mismos pero Dios, en el fondo,
no ocupaba el centro de sus corazones y sus acciones estaban motivadas
sólo por aparentar. En cambio, notamos en la viuda una actitud
contraria con el hecho de dar una moneda cuyo valor era el más
pequeño en esa forma de economía: su minúsculo don es MAYOR que el
de los demás, porque tiene carácter de entrega existencial a Dios, en
cuyas manos providentes se abandona, por lo que los discípulos deben
valorar a los que no cuentan según la mirada de los hombres.

Sin embargo, el molelo acabado de donación lo debemos encontrar en


nuestro Señor como nos lo describe san Pablo: “Ya conocéis la
generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual siendo rico, se hizo
pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9). De
este modo el cristianismo se hace operante en el mundo al imitar al
Divino Maestro, que siendo Dios se hizo hombre para divinizarnos y
otorgarnos los bienes eternos: los creyentes en Jesús, siendo pobres,
podemos enrequecer a muchos.

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