Si existe una nota característica de nuestra práctica religiosa y de piedad,
ésta es la sinceridad del corazón, en contraposición al fingimiento. Por eso en el evangelio que hoy nos propone la liturgia, el Señor muestra la oposición entre estos dos tipos de religiosidad: la de los escribas y la de la viuda.
En primer lugar, las exteriorizaciones religiosas de los escribas y fariseos
sobreactúan la piedad al desear el halago de los hombres, inclusive beneficios materiales: se buscaban a sí mismos pero Dios, en el fondo, no ocupaba el centro de sus corazones y sus acciones estaban motivadas sólo por aparentar. En cambio, notamos en la viuda una actitud contraria con el hecho de dar una moneda cuyo valor era el más pequeño en esa forma de economía: su minúsculo don es MAYOR que el de los demás, porque tiene carácter de entrega existencial a Dios, en cuyas manos providentes se abandona, por lo que los discípulos deben valorar a los que no cuentan según la mirada de los hombres.
Sin embargo, el molelo acabado de donación lo debemos encontrar en
nuestro Señor como nos lo describe san Pablo: “Ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9). De este modo el cristianismo se hace operante en el mundo al imitar al Divino Maestro, que siendo Dios se hizo hombre para divinizarnos y otorgarnos los bienes eternos: los creyentes en Jesús, siendo pobres, podemos enrequecer a muchos.