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Nervo: Fraile de los suspiros

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Los lectores de mayor edad de Amado Nervo (Tepic, Nayarit, 27 de agosto de 1870-
Montevideo, Uruguay, 24 de mayo de 1919) —cuyo verdadero nombre era José Amado Ruiz
de Nervo— lo más seguro es que conserven intacto en la memoria el poema “En paz”, uno
de los más celebrados en su momento. Por dos razones: a) no es extenso como “El brindis
del Bohemio” de Guillermo Aguirre y Fierro, incluso es más breve que “Nocturno a Rosario”
de Manuel Acuña, por lo que a la hora de aprendérselo no resultaba tan complicado; b) el
poema encierra un mensaje de armonía y equilibrio entre vida y muerte, temas recurrentes
en la poesía de Nervo.

El legado literario del vate nayarita no es desdeñable: 29 tomos debidamente organizados


por Alfonso Reyes entre 1920 y 1928, quizá a la manera de un primer ensayo de lo que
serían después las obras completas del regiomontano, también abundante. Leído, recitado y
al final despedido por multitudes, Nervo fue el último poeta de masas. La muerte lo
sorprendió en Montevideo a la manera en que solían morir los románticos: de una
enfermedad extraña en la habitación de un hotel y lejos de su patria.

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Ilustración: Raquel Moreno

A partir de ahí Nervo se pierde en las tertulias de los declamadores sin maestro y en la
neblina del siglo XX, animado por los reflectores del mito y alimentado por varios factores,
no todos literarios: 1) el equilibrio lírico de sus poemas, a tono con una época de

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romanticismo decadente, con aires modernistas; 2) la pérdida de su mujer y enamoramiento
de Margarita, su hija política; 3) el sepelio del poeta, que se prolongó por seis meses de
Montevideo a México.

La poesía de Nervo comprende Perlas negras (1898), Místicas (1898), Poemas (1901), Lira
heroica (1902), El éxodo y las flores del camino (1902), Las voces (1904), Los jardines
interiores (1905), En voz baja (1909), Serenidad (1914), Elevación (1917), El estanque de
los lotos (1919), La amada inmóvil (1920), El arquero divino (1922) y La última luna,
publicado por primera vez en 1949 en la revista Ábside. Su voz encierra el tono mayor de un
escritor que como prosista alcanza altas notas de reflexión, lirismo y sentido del humor, y
que como poeta no logra dar el salto final, como sí lo da López Velarde, por ejemplo. Con
salto final me refiero no a la permanencia en el tiempo por la vía del aplauso multitudinario y
la fama continental, que la tuvo, sino a dejar una huella que lo convirtiera en eslabón poético
de la poesía contemporánea. Ernesto Lumbreras encuentra que los ecos modernistas de la
poesía de Nervo tienen alguna correspondencia con parte de la obra de Gabriela Mistral,
Alfonso Reyes y Carlos Pellicer. Luis Leal ve en ecos de “La hermana Agua” en Gorostiza.

El poeta de las multitudes mantiene en secreto su vínculo amoroso con Ana Cecilia Luisa
Dailliez, a quien conoce en 1901 en París y que pierde en 1912 a causa de una enfermedad.
Es en el lecho de muerte de Ana cuando rompe ese silencio. Así lo explica en el prólogo a
La amada inmóvil: “Por fin, un día ya fue imposible el fingimiento, y, a pesar de que mi
enfermita me insinuaba: ‘No le digas nada, mon mignon… ¡Para qué!’ yo dejé caer en
manos de mi superior inmediato (los diplomáticos, ¡ay!, no somos más que unos animales
jerárquicos) mi ingenuo secreto de tantos años”. Por cierto, no hay en ese texto una sola
línea para Margarita Dailliez, hija política de Nervo, asediada por el poeta a partir de que ella
cumple la mayoría de edad y que en la poesía del vate nayarita se manifiesta sobre todo en
El estanque de los lotos —prosa rimada, dice Nervo— y que continúa en El arquero divino.

En asuntos del corazón Nervo parece un desdichado más, aunque el tema amoroso y su
contraparte —angustia, sufrimiento, despecho—, lo mismo que su ideario religioso, son los
que más adeptos le dejan. Sus poemas sobre temas políticos y cívicos distan mucho de
estar a la altura de la “Suave Patria” de López Velarde. Se trata, en el mejor de los casos, de
cantos de ocasión a Morelos, a la raza de bronce o a Felipe II. Sus magueyes, campanas,
volcanes, himnos y paisajes no alcanzan la altura de la posteridad y en los poemas de corte
escolar su visión de patria es grandilocuente e irreal.

La veta religiosa de Nervo va de la evocación —Dios, la virgen— a la oración, aunque


parece que lo que más despierta el pudor de Nervo son otras vírgenes: ninfas y sirenas de
carne y hueso a las que escribe versos delirantes. En los poemas de amor Nervo implora,
acecha, reclama, seduce, se duele, espera y se victimiza. Es un cazador que apunta su
flecha y dispara al corazón de los álbumes para señoritas.

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La amada inmóvil es una plegaria o una larga oración sustentada en el pensamiento de
poetas y filósofos que amplían la idea de la angustia, el dolor, el sufrimiento y la muerte. Da
la impresión que en Nervo el amor en vez de rejuvenecerlo lo envejece. No era para menos.
Dice Nervo en el prólogo a La amada inmóvil: “Esta muerte ha sido la amputación más
dolorosa de mí mismo. Un hacha invisible me ha dado un hachazo en mitad del corazón”.

Es en los poemas plenamente modernistas, sobre todo en Perlas negras, donde el poeta se
acerca a la lobreguez, sin llegar a la oscuridad plena. No alcanza la amargura de las flores
del mal y se queda en la exquisitez de las rosas de humo, los perfumes sutiles y el aplauso.
En cambio, cuando seduce es más juguetón, tono que se aprecia sobre todo en sus tres
últimos títulos: El estanque de los lotos, El arquero divino y Última luna, escritos cuando
Nervo creía haber cerrado ya la llave de la poesía.

En la prosa Nervo es más arrojado. Cuando hace ensayo, prosa lírica o textos narrativos
breves, parece brotarle un aguijón, alas y dejos de ironía, que clava con cierto tino en los
fantasmas que lo acechan, muchos de ellos sus detractores.

José Joaquín Blanco atina cuando apunta que la prosa de Nervo posee “una musicalidad y
una exactitud sorprendentes… en sus gruesas Obras completas nos aguardan los ‘otros
Nervo’, sorpresivos y estimulantes. Menos devotos y sermoneadores. Menos recitadores de
Kempis. Con menor turismo teosófico. Menos cerradores de ojos ante la vida por ‘miedo de
amar con locura, de abrir mis heridas que suelen sangrar’. Menos llorón o azucarado y más
capaz de sonrisas y hasta de carcajadas mefistofélicas. Mucho más complejo y terrenal. En
su prosa no aparece tanto ese ‘melancólico caballero del Greco’, como pretendía definirlo
Tablada, sino un jocundo aventurero de muchas vidas”. Esa prosa, aunque está en las
Obras completas de Nervo y en algunas antologías, ha pasado por alto casi un siglo.

Nervo se ve a distancia como un romántico que oscila entre lo moderno y lo decadente.


Prefiere el aplauso y el devocionario a romper amarras y darse a la marea. Es demasiado
tímido ante el verso libre, pese a que es lector de Whitman y Mallarmé. Apuesta por la prosa
narrativa cortada en versos y va de la mano de la rima en vez de alcanzar las audacias
verbales. Tampoco se adentra demasiado, como sí lo hicieron Tablada y Rebolledo, en los
exóticos jardines orientales. Entra con mucho tiento en las divinidades de la India, lee a Lao
Tse y titula uno de sus libros El estanque de los lotos, pero hasta ahí.

Los Contemporáneos, sobre todo Jorge Cuesta en su Antología de la poesía mexicana


moderna de 1928, le pierden el respeto a Nervo al plantear un ajuste de cuentas con el
autor de “En paz”. Si bien Cuesta no lo excluye, da a entender que Nervo está ahí más por
algunos de sus registros olvidados que por los méritos que le atribuye su fama. La nota a
sus poemas es más reclamo que halago. Lo cual quiere decir que los enterradores de Nervo
estaban a la vuelta de la esquina, a unos años de su apoteósico sepelio.

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Darío lo llamó “fraile de los suspiros”. Para López Velarde Nervo es “nuestro as de ases”.
Cien años de ausencia son suficientes para examinar las casi mil páginas de su poesía y
leer con ojos nuevos su prosa. Aquí algunas joyas. “El teléfono, que yo reputaba la más
odiosa invención de los hombres, hoy es para mí una música”. Al referirse a sus detractores:
“Me he comido diez toneladas de sapos frescos… y los he digerido”. Así refleja la escena
literaria mexicana a principios del siglo XX: “Y todos, todos, aborreciéndose, envidiándose,
pinchándose con epigramas, aguzando ironías, buscando público, erigiéndose en jefes de
cenáculos ridículos, tristemente poseurs y oropelescos”.

Margarito Cuéllar
Escritor. Su libro más reciente es José Alvarado.

5/5

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