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PHILIP YANCEY

  DESILUSIÓN
CON DIOS

  Contents

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Prólogo

LIBRO I: DIOS EN MEDIO DE LAS TINIEBLAS


Primera parte- El silencio
Capítulo 1 Un Error Fatal
Capítulo 2 Todo Convertido En Humo
Capítulo 3 Las Preguntas Que Nadie Hace En Voz Alta
Capítulo 4 ¿y si …?
Capítulo 5 La Fuente
Segunda parte- Los primeros contactos el Padre
Capítulo 6 Un Negocio Arriesgado
Capítulo 7 El Padre
Capítulo 8 Luz Solar Sin Filtros
Capítulo 9 Un Momento De Resplandor
Capítulo 10 El Fuego Y La Palabra
Capítulo 11 El Enamorado Herido
Capítulo 12 Demasiado Bueno Para Ser Cierto
Tercera parte- Se nos acerca el Hijo
Capítulo 13 El Descenso
Capítulo 14 Grandes Esperanzas
Capítulo 15 La Timidez De Dios
Capítulo 16 El Milagro Pospuesto
Capítulo 17 Progreso
Cuarta parte- La entrega el Espíritu
Capítulo 18 El Traspaso
Capítulo 19 Un Ambiente De Cambios
Capítulo 20 La Culminación
LIBRO II: VIVIENDO EN LA OSCURIDAD
Capítulo 21 Interrumpido
Capítulo 22 El Único Problema
Capítulo 23 Un Papel En El Cosmos
Capítulo 24 ¿es Dios Injusto?
Capítulo 25 ¿por Qué Dios No Da Explicaciones?
Capítulo 26 ¿Permanece Dios Callado?
Capítulo 27 Por qué Dios No Interviene
Capítulo 28 ¿está Dios Escondido?
Capítulo 29 Por qué Job Murió Feliz
Capítulo 30 Dos Apuestas; Dos Parábolas
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Prólogo

  Después de haber comenzado a trabajar en esta obra, me llamaron por teléfono unas
cuantas personas de mi iglesia que habían oído hablar de ella. «¿Es cierto que usted está
escribiendo un libro acerca de la desilusión con Dios?», me preguntaban. «De ser así, me
gustaría decirle algo. No se lo he dicho a nadie anteriormente, pero en mi vida cristiana he tenido
momentos de gran desilusión». Entrevisté a algunos de los que me llamaron, y sus relatos me
ayudaron a marcar la dirección que tomaría este libro.
Descubrí que para muchas personas hay un gran abismo entre lo que esperan de su fe
cristiana y lo que experimentan en realidad. A partir de una dieta continua de libros, sermones y
testimonios personales en los cuales se prometen triunfos y éxitos, aprenden a esperar solo
evidencias espectaculares de que Dios está obrando en su vida. Si no ven estas evidencias en la
forma y con la frecuencia deseadas, se sienten desilusionados, traicionados, y a menudo
culpables. Una señora decía: «Todo el tiempo he oído hablar de la «relación personal con
Jesucristo”, pero he descubierto para mi consternación que no se parece a ninguna otra relación
personal. Nunca he llegado a verlo, escucharlo, sentirlo o experimentar su presencia del modo en
que esto sucede en las relaciones humanas. O hay algo que no está bien en lo que me han estado
diciendo, o yo soy la que anda mal».
La desilusión aparece cuando nuestra experiencia real acerca de algo queda muy por
debajo de lo que esperábamos. Por esta razón, la primera mitad de esta obra explora la Biblia con
el fin de ver lo que podemos esperar en verdad de Dios. Tuve dudas con respecto a comenzar por
este punto, porque sé que algunas personas, sobre todo las que se sienten desilusionadas, son
poco tolerantes con la Biblia. Sin embargo, ¿qué mejor manera habría de empezar que dejando
hablar a Dios mismo? Traté de librarme de ideas preconcebidas y leer la Biblia como un relato
con una «trama», sin embargo, lo que hallé en ella me dejó asombrado. Era algo muy diferente al
relato que me habían estado haciendo la mayor parte de mi vida.
En realidad, me di a la tarea de escribir dos libros distintos, y así lo hice; pero terminé
reuniéndolos bajo la misma cubierta. El segundo libro pasa a cuestiones más prácticas de la
existencia y aplica las ideas desarrolladas a situaciones reales; el tipo de situaciones que originan
la desilusión con respecto a Dios. Terminé por llegar a la conclusión de que ambos enfoques
debían encontrarse juntos en el mismo libro; cualquiera de los dos estaría incompleto sin el otro.
En una ocasión, mientras le explicaba mi obra a un amigo, este frunció el seño y sacudió
la cabeza. «No creo que hayan tratado de psicoanalizar a Dios anteriormente», dijo. ¡Espero que
no sea eso lo que estoy intentando hacer! Sin embargo, sí quiero comprenderlo mejor para saber
por qué hay ocasiones en que actúa de maneras tan misteriosas … o no parece actuar en lo
absoluto.
Con todo, he aquí unas palabras de advertencia. Este no es un libro de apologética, de
manera que no voy a viajar por la senda de ir señalando evidencias a favor de Dios. Otros lo han
hecho con eficacia; además, trato sobre dudas que son más emocionales que intelectuales La
desilusión implica que se esperaba un tipo de relación que no ha llegado a formarse por algún
motivo.
Tampoco voy a debatir la cuestión de si Dios hace milagros. Doy por sentado que él tiene
poder sobrenatural y lo usa. Sí, Dios puede intervenir. ¿Por qué no lo hace entonces con mayor
frecuencia? ¿Por qué se limita ante escépticos sinceros a quienes les gustaría creer y solo
querrían tener una señal? ¿Por qué permite que la injusticia y el sufrimiento abunden tanto en la
tierra? ¿Por qué las intervenciones divinas no se vuelven cosas «ordinarias” en lugar de ser
«milagrosas»?
Una última advertencia: No pretendo en manera alguna presentar una visión equilibrada
de la fe cristiana. Al fin y al cabo, estoy escribiendo para personas que en algún momento han
escuchado el silencio de Dios. Estudiar a alguien como Job para presentarlo como ejemplo de fe
es algo así como estudiar la historia de la civilización examinado solamente las guerras. Por otra
parte, hay muchos libros cristianos que no hacen mención alguna de las guerras y solo prometen
victorias. Este libro habla de la fe, pero la analiza a través de los ojos de los que dudan.
Finalmente, debo explicar la forma en que he decidido presentar las citas bíblicas. Me
resistí a la idea de ponerlas como notas al pie de la página, o entre paréntesis dentro del texto.
Ambas cosas crean una extraña manera de leer que se parece al tartamudeo. En lugar de esto, he
indicado las fuentes de las citas directamente al final de cada capítulo. Los buenos detectives
deberían ser capaces de rastrear el pasaje correcto.

Despierta; ¿por qué duermes, Señor?


Despierta, no te alejes para siempre.
¿Por qué escondes tu rostro?

  —Salmo 44:23, 24
LIBRO I:
DIOS EN MEDIO DE LAS TINIEBLAS

  No tienes por qué sentarte afuera en la oscuridad.


Sin embargo, si quieres mirar a las estrellas,
Descubrirás que necesitas esa oscuridad.
Las estrellas no la exigen ni la demandan.

  —Annie Dillar

  Primera parte
El silencio

  Capítulo 1
UN ERROR FATAL

  Desde que se publicó mi libro Where Is God When It Hurts? [¿Dónde está Dios cuando
sufrimos?], he recibido cartas procedentes de personas que están desilusionadas con Dios.
Una joven madre me contaba en su carta que su gozo se había convertido en amargura y
angustia cuando dio a luz una hija con «espina bífida», Un defecto congénito que deja sin
protección la médula espinal. En páginas y páginas de letra fina y menuda, me relataba cómo los
gastos médicos se habían devorado los ahorros de la familia y cómo su matrimonio se había
destruido cuando su esposo se llegó a resentir por todo el tiempo que ella le dedicaba a la niña
enferma. A medida que la vida se derrumbaba a su alrededor, esta joven mujer comenzaba a
dudar que hubiera creído alguna vez en un Dios amoroso. ¿Tenía yo algo que aconsejarle?
Un homosexual fue revelando su relato gradualmente en una serie de cartas. Por más de
una década había buscado una «cura” para su desviación sexual; había probado los cultos de
sanidad, los grupos cristianos de apoyo y los tratamientos químicos. Hasta se sometió a una
especie de terapia por aversión en la que los psicólogos le aplicaban corriente eléctrica en los
genitales cuando reaccionaba ante fotos eróticas de hombres. Nada funcionó. Finalmente, se
entregó a una vida de promiscuidad homosexual. Todavía me escribe de vez en cuando. Sigue
insistiendo en que quiere seguir a Dios, pero se siente descalificado debido a la maldición
especial que pesa sobre él.
Una joven me escribió, algo avergonzada, acerca de su continuo estado depresivo. Me
contó que no existe razón alguna para estar deprimida. Tiene salud, gana un buen sueldo y
procede de una familia con estabilidad. Sin embargo, la mayor parte de los días, al levantarse, no
puede pensar en una sola razón para seguir viviendo. Ya no le importan ni la vida ni Dios, y
cuando ora, se pregunta si alguien la estará escuchando realmente.
Estas cartas, y otras que he recibido a lo largo de los años, conducen a la misma pregunta
básica, aunque expresada de diversas formas. Es algo así como lo siguiente: «Su libro habla del
dolor físico … no obstante, ¿qué me dice de un dolor como el mío? ¿Dónde está Dios cuando
sufro emocionalmente? ¿Qué dice la Biblia acerca de esto?” Respondo las cartas lo mejor que
puedo, tristemente consciente de la insuficiencia de las palabras escritas. ¿Existe acaso una
palabra, alguna palabra, que pueda sanar una herida? Debo confesar que después de leer estos
angustiosos relatos, yo también me hago la misma pregunta. ¿Dónde está Dios cuando sufrimos
emocionalmente? ¿Por qué parece con tanta frecuencia que nos está desilusionando?
La desilusión con Dios no aparece solo en circunstancias conmovedoras. Para mí,
también surge de modo inesperado en las cosas corrientes de la vida diaria. Recuerdo una noche
durante el invierno pasado; una fría y cruda noche de Chicago. El viento aullaba y una cellisca
que cubría las calles con un helado brillo oscuro caía con fuerza. Aquella noche, mi auto se
atascó en medio de un barrio de aspecto siniestro. Mientras levantaba la cubierta del motor para
inclinarme sobre él, con la cellisca cayéndome sobre la espalda como una andanada de pequeñas
piedras, oré una y otra vez, diciendo: Por favor, Señor, ayúdame a echar a andar este automóvil.
Por más que revisé los alambres, tubos y cables, el auto no echó a andar, de manera que
me pasé la hora siguiente en una dilapidada fonda, esperando el camión que se llevaría el auto
remolcado. Sentado en una silla de plástico, con mis ropas empapadas y formando un charco de
agua cada vez mayor alrededor de mí, me pregunté qué pensaría Dios acerca de mi situación. Iba
a perderme una reunión que tenía programada, y con toda probabilidad desperdiciaría muchas
horas durante los próximos días tratando de conseguir que alguna estación de servicio montada
con la idea de atrapar a los conductores con autos en mal estado me hiciera un trabajo justo y
honrado. ¿Acaso le importaba algo a Dios mi frustración o el malgasto de energía y dinero?
Como la señora que se avergonzaba de su depresión, yo también me sentía avergonzado
hasta de mencionar una oración no respondida de este tipo. Parece insignificante y egoísta, quizá
incluso algo tonto, orar para que un auto eche a andar. Sin embargo, me he dado cuenta de que
en lo personal, las desilusiones pequeñas tienden a acumularse con el tiempo, socavando mi fe
con el torrente de lava de las dudas. Entonces me comienzo a preguntar si a Dios le importan los
detalles de la vida diaria; si le importo yo. Siento la tentación de orar con menos frecuencia,
puesto que he llegado de antemano a la conclusión de que no interesa. ¿O sí? Mis emociones y
mi fe se tambalean. Una vez que se deslizan esas dudas en mi interior, me hallo menos preparado
todavía para los momentos de grandes crisis. Una vecina está muriendo de cáncer, de modo que
oro por ella con toda diligencia, pero incluso mientras oro, me pregunto: ¿Se puede confiar en
Dios? Si tantas oraciones pequeñas quedan sin respuesta, ¿qué decir de las grandes?
Una mañana, en un cuarto de hotel, encendí el televisor y la cuadrada y angulosa cara de
un famoso evangelista llenó la pantalla. «¡Estoy enojado con Dios!», indicó con el ceño fruncido.
Era una notable confesión para un hombre que había construido su ministerio alrededor de la
noción de la «semilla de la fe” y la seguridad absoluta de que Dios se interesa personalmente por
cada uno de nosotros. Con todo, Dios lo había hecho quedar mal, según dijo, y luego explicó sus
palabras. Dios le había ordenado que construyera un gran complejo de edificios para su
ministerio, sin embargo, el proyecto demostró ser un desastre económico, obligándolo a vender
propiedades a bajo precio y limitar sus programas. Él había cumplido con su parte del trato, pero
Dios no lo había hecho.
Pocas semanas después, vi de nuevo al evangelista en la televisión; esta vez desbordaba
fe y optimismo. Se inclinó hacia la cámara con una gran sonrisa en el rostro y apuntó hacia un
millón de televidentes. «Algo bueeeeno le va a pasar esta semana», dijo, convirtiendo la palabra
«bueno” en un vocablo de tres silabas. Estaba en su mejor forma, totalmente convincente. No
obstante, pocos días más tarde oí la noticia de que su hijo se había suicidado. No pude menos que
preguntarme qué le diría el evangelista a Dios en sus oraciones durante aquella semana fatal.
Luchas así parecen burlarse casi de los lemas triunfalistas acerca del amor y el interés
personal de Dios que oigo con frecuencia en las iglesias cristianas. Nadie esta inmune a la espiral
descendente de la desilusión. Esto le sucede a gente como aquel teleevangelista y a personas
como las que me escriben cartas, y le ocurre también a cualquier cristiano. Primero viene la
desilusión, después una semilla de duda, y más tarde una reacción de ira o la sensación de haber
sido traicionados. Entonces comenzamos a dudar de que Dios sea digno de confianza y de si en
realidad podemos poner nuestra vida en sus manos.
He estado pensando en este tema de la desilusión con Dios durante mucho tiempo, pero
dudaba acerca de escribir sobre él por dos motivos. En primer lugar, me tendría que enfrentar a
preguntas para las que no tengo respuestas fáciles; en realidad, es posible que no tenga respuesta
alguna. En segundo lugar, no quería escribir un libro que, al centrarse en los fallos, enfriara la fe
de alguien.
Sé que algunos cristianos rechazarían las palabras «desilusión con Dios” desde el
principio. Ellos afirman que una idea así es totalmente errónea. Jesús promete que con una fe del
tamaño de un grano de mostaza podríamos mover montañas; que todo puede suceder si dos o tres
se reúnen a orar. La vida cristiana es una vida de victoria y triunfo. Dios nos quiere felices,
saludables y prósperos, y cualquier otra situación indica falta de fe.
Durante una visita que le hice a un grupo de personas que creen exactamente en esto,
tomé por fin la decisión de escribir este libro. Estaba investigando el tema de la sanidad física
para una revista y la investigación me llevó a una iglesia cuyo centro se halla en la zona rural de
Indiana. Había sabido de su existencia por una serie de artículos en el periódico Chicago Tribune
y un reportaje especial en el programa «Nightline” de la cadena ABC.
Los miembros de esta iglesia creen que la fe sencilla puede curar cualquier enfermedad, y
que buscar otro tipo de ayuda —por ejemplo, acudir a los médicos — demuestra falta de fe en
Dios. Los artículos del periódico hablaban de padres que habían visto impotentes cómo sus hijos
perdían la batalla contra la meningitis, la pulmonía o un virus gripal común, enfermedades que se
habrían podido tratar con facilidad. En un mapa de los Estados Unidos, un artista del periódico
había dibujado pequeñas lápidas para marcar los lugares donde algunas personas murieron
después de rechazar el tratamiento médico, siguiendo las enseñanzas de esa iglesia. Había un
total de cincuenta y dos lápidas.
Según los reportajes, las mujeres encintas de aquella iglesia morían al dar a luz en una
proporción ocho veces superior al promedio nacional, y los niños pequeños tenían el triple de
posibilidades de morir. Sin embargo, la iglesia estaba creciendo y había establecido obras en
diecinueve estados y cinco países del extranjero.
Visité la iglesia madre de Indiana en un caluroso día de agosto. Los caminos de asfalto
despedían oleadas de aire caliente y las resecas plantas de maíz se marchitaban en los campos. El
edificio se hallaba en medio de uno de esos campos, sin letrero alguno que lo identificara,
inmenso, aislado, como un granero fuera de lugar. En el estacionamiento, tuve que convencer a
dos ujieres con intercomunicador para que me dejaran pasar; la iglesia estaba nerviosa con
respecto a la publicidad, en especial desde que algunos antiguos miembros habían emprendido
litigios legales contra ella recientemente.
Supongo que esperaba ver alguna señal de fanatismo durante el culto: un sermón
estremecedor e hipnótico pronunciado por un predicador al estilo de Jim Jones. No vi nada así.
Durante noventa minutos, los setecientos asistentes, sentados en un gran semicírculo, cantamos
himnos y estudiamos la Biblia.
Me hallaba entre gente sencilla. Las mujeres usaban vestidos o faldas, no pantalones, y
muy poco maquillaje. Los hombres, vestidos de camisa y corbata, estaban sentados con su
familia y mantenían a los niños en orden.
Los niños eran mucho más visibles allí que en la mayoría de las iglesias; se hallaban por
todas partes. Mantenerse callado durante noventa minutos es algo que va mas allá de los límites
soportables para un niño pequeño, de modo que observé cómo los padres trataban de solucionar
el problema. Abundaban los libros para colorear. Las madres jugaban con los dedos de sus hijos.
Algunos habían traído consigo un valioso tesoro de juguetes en sus inmensos bolsillos.
Si acudí al lugar en busca de sensacionalismo, me fui desilusionado. Había visto una
demostración de la vida norteamericana a la antigua, en la cual la familia tradicional seguía viva
y sana. Aquellos padres amaban a sus hijos tanto como cualquier otro padre en la tierra. Sin
embargo —el mapa con las lápidas me saltó a la mente— algunos de esos mismos padres se
habían sentado junto al lecho donde agonizaban sus hijos sin hacer nada. Un padre le relató al
Chicago Tribune su vigilia de oración mientras veía a su hijo de quince meses batallar con la
fiebre durante dos semanas. La enfermedad primero le causó sordera, y después lo dejó ciego. El
pastor de la iglesia lo exhortó a tener más fe y lo convenció de que no llamara a un médico. Al
día siguiente, el niño había muerto. Una autopsia reveló que había fallecido debido a una forma
fácilmente curable de meningitis.
En general, los miembros de esta iglesia de Indiana no culpan a Dios por sus
sufrimientos, o al menos no admiten que lo hagan. En lugar de esto, se culpan ellos mismos por
la debilidad de su fe. Mientras tanto, las lápidas se siguen multiplicando.
Salí de aquel culto de domingo con la profunda convicción de que aquello que pensemos
y creamos acerca de Dios importa —importa de veras— tanto como lo que más importante sea
en nuestra vida. Aquellas personas no eran ogros, ni asesinos de niños; con todo, varias docenas
de sus hijos habían muerto debido a lo que considero un error teológico.
Por aquellas personas tan sinceras de Indiana, y por la gente que me había escrito
haciéndose preguntas, me decidí a enfrentarme con cuestiones de las que me siento
profundamente tentado a huir. Así surgió este libro de teología. No es un libro técnico en ningún
sentido, sino un libro acerca de la naturaleza de Dios y de por qué algunas veces él actúa de
maneras que nos dejan perplejos, mientras que otras veces no hace nada.
No debemos atrevernos a confinar la teología a las discusiones del seminario, donde los
profesores y estudiantes se dedican a juegos mentales. Esto es algo que nos afecta a todos.
Algunas personas pierden su fe debido a una fuerte sensación de desilusión con Dios. Esperan
que él actúe de una cierta forma, y Dios las hace «quedar mal” Otras quizá no pierdan la fe, pero
también pasan por una cierta desilusión. Creen que Dios va a intervenir, oran pidiendo un
milagro, pero sus oraciones quedan sin respuesta. Por lo menos en cincuenta y dos casos le ha
sucedido así a aquella iglesia de Indiana.
Capítulo 2
TODO CONVERTIDO EN HUMO

  Una tarde sonó el teléfono y la persona que estaba llamando se identificó como un
estudiante de teología en la Facultad de Estudios Superiores de la Universidad de Wheaton.
—Me llamo Richard —me dijo—. No nos conocemos, pero me siento identificado con
usted por algunas de las cosas que ha escrito. ¿Me puede conceder unos minutos?
Después de esto, Richard me habló de su vida. Se había convertido siendo estudiante
universitario, cuando un obrero cristiano de la institución InterVarsity hizo amistad con él y le
presentó a Jesucristo. Sin embargo, su manera de hablar no se parecía en nada a la de un creyente
nuevo. Aunque me pidió que le recomendara algunos libros cristianos, descubrí que ya había
leído todos y cada uno de los que mencioné. Su conversación era agradable y trató numerosos
temas; solo al final de la llamada supe cuál había sido su verdadero propósito al hacer contacto
conmigo.
—Detesto molestarlo con esto —me dijo con nerviosismo—. Sé que es muy probable que
esté ocupado, pero le quisiera pedir un favor. Escribí un ensayo sobre el libro de Job y mi
profesor me dijo que lo debía convertir en un libro. ¿Hay alguna posibilidad de que usted le eche
un vistazo para ver qué le parece?
Acepté, y el original llegó a mis manos al cabo de pocos días. La verdad, no esperaba tal
cosa. Los ensayos escritos por estudiantes con frecuencia no son una lectura muy atractiva, y
dudaba de que una persona convertida en una fecha relativamente reciente pudiera presentar
ideas nuevas sobre el desalentador libro de Job. Estaba equivocado. El original resultaba en
realidad prometedor, y durante los meses siguientes, Richard y yo estudiamos por teléfono y por
correo la manera de convertir en libro aquel ensayo.
Un año más tarde, con un original terminado y un contrato firmado en la mano, Richard
me llamó para preguntarme si quería escribir un prólogo. Aún no lo había conocido
personalmente, pero me gustaba su entusiasmo y había escrito un libro que yo podía apoyar con
facilidad.
Pasaron seis meses, durante los cuales el libro pasó por la etapa de corrección final de
estilo y la revisión. Entonces, poco antes de la fecha en que sería publicado, Richard me llamó
una vez más. Su voz sonaba distinta, tensa, nerviosa. Ante mi sorpresa, rechazó mis preguntas
acerca de la aparición de su libro.
—Necesito verlo, Philip —me dijo—. Hay algo que me siento obligado a decirle, pero
debo hacerlo en persona. ¿Podría ir a verlo algún día de esta semana?
Los calurosos rayos del sol inundaban mi apartamento, situado en un tercer piso. Las
puertas de vidrio no tenían tela metálica, y las moscas entraban y salían a su antojo de la
habitación. Richard, vestido de blanco con pantalones cortos, tenis y una camiseta de mangas, se
sentó en un sofá frente a mí. Tenía la frente sudorosa. Había conducido durante una hora en
medio del fuerte tráfico motorizado de Chicago a fin de llegar a nuestra reunión, y lo primero
que hizo fue tomarse de un golpe un vaso de té helado para tratar de refrescarse.
Era un hombre delgado y en buen estado físico; «puramente ectomorfo», como diría un
instructor de aeróbica. Su cara afilada y su cabello corto le daban el aspecto intenso y severo de
un monje obsesionado con Dios. Si es cierto que el lenguaje del cuerpo habla, el suyo era
voluble: cerraba y abría los puños, cruzaba y descruzaba las piernas tostadas por el sol, y sus
músculos faciales se ponían tensos con frecuencia.
Eludió las frases de cortesía.
—Usted tiene todo el derecho a sentirse furioso conmigo —me dijo—. No lo culpo en lo
absoluto si se siente en un aprieto.
Yo no tenía idea de lo que él quería decir.
—¿Con respecto a qué?
—Bueno, esto es lo que sucede. El libro con el que me ayudó va a salir el mes próximo,
con el prólogo que usted escribió. Sin embargo, lo cierto es que ya no creo lo que escribí en él y
siento que le debo una explicación.
Hizo una pausa por un instante y vi aumentar la tensión en los músculos de sus
mandíbulas.
—¡Odio a Dios! —exclamó de repente—. No, no es eso lo que quiero decir. ¡Ni siquiera
creo en Dios!
No respondí nada. En realidad, fue muy poco lo que dije durante las tres horas siguientes
mientras Richard me contaba su historia, empezando por la separación de sus padres.
—Hice cuanto pude para impedir que se divorciaran —me dijo—. Acababa de
convertirme a Cristo, y era lo suficiente ingenuo como para creer que a Dios le importaba
aquello. Oré sin parar día y noche a fin de que se volvieran a unir. Hasta dejé los estudios por un
tiempo y volví a casa para tratar de salvar a mi familia. Pensé que estaba cumpliendo con la
voluntad de Dios, pero creo que solo logre empeorar las cosas. Esa fue mi primera amarga
experiencia con las oraciones sin contestación. Me trasladé a la Universidad de Wheaton con el
fin de aprender más acerca de la fe. Pensaba que debía estar haciendo algo mal. En Wheaton
encontré personas que afirmaban haber hablado con Dios y que el Señor les había dicho algo.
Algunas veces yo también llegué a hablar así, aunque nunca sin sentir algo de culpa. ¿Me
hablaba Dios en realidad? Nunca había oído una voz, ni recibido prueba alguna de Dios que
pudiera ver o tocar. Sin embargo, anhelaba llegar a esa clase de intimidad con él. Cada vez que
me enfrentaba con una decisión trascendental, leía la Biblia y pedía orientación, como se supone
que se debe hacer. Cada vez que me sentía bien con respecto a la decisión, actuaba en
consecuencia. No obstante, se lo aseguro, todas aquellas decisiones resultaron incorrectas Cada
vez que pensaba haber entendido realmente la voluntad de Dios, las cosas me salían al revés.
Los ruidos de la calle se colaban hasta el interior y podía oír a los vecinos subiendo y
bajando por las escaleras, pero aquellos sonidos no distraían a Richard. Seguía hablando,
mientras yo movía la cabeza de vez en cuando, como si aún no comprendiera la razón de esta
explosión casi violenta contra Dios. Son muchas las familias que se destruyen; muchas las
oraciones que no son respondidas. ¿Cuál era la verdadera fuente de aquella ardiente furia?
Me habló después de una oportunidad de trabajo que había perdido. El patrono se echo
atrás con respecto a una promesa que le había hecho y contrató a otra persona con menos
méritos, dejándolo con las deudas de sus estudios y sin fuente alguna de ingresos. Más o menos
al mismo tiempo, Sharon, su prometida, lo dejó plantado. Sin advertencia alguna, rompió todo
contacto con él, negándose a darle explicaciones por su abrupto cambio de sentimientos. Ella
había jugado un papel clave en el crecimiento espiritual de Richard, y cuando lo dejó, él sintió
que parte de su fe lo dejaba también. Habían orado juntos con frecuencia acerca de su futuro;
ahora aquellas oraciones solo parecían bromas crueles.
Richard tenía también una serie de problemas físicos que solo ayudaban a hacer que se
sintiera más desvalido y deprimido todavía. Las heridas del rechazo que sufriera al separarse sus
padres parecieron abrirse de nuevo. ¿Acaso Dios solo lo había estado embaucando … como
Sharon? Visitó a un pastor para pedirle consejo. Le dijo que se sentía como si se estuviera
ahogando. Quería confiar en Dios, pero cada vez que alargaba el brazo solo lograba atrapar un
puñado de aire. ¿Por qué iba a seguir creyendo en un Dios del que era tan evidente que no le
interesaba su bienestar?
El pastor se limitó a mostrarse compasivo, y Richard tuvo la clara impresión de que sus
quejas no llegaban a la medida de los matrimonios destruidos, los pacientes de cáncer, los
alcohólicos y los padres de hijos descarriados que eran cosa normal para aquel hombre.
—Cuando las cosas se arreglen con tu novia, también arreglarás tu relación con Dios —le
dijo el pastor con una condescendiente sonrisa Para Richard, sus problemas no eran
insignificantes. No podía comprender por qué un Padre celestial amoroso iba a permitir que él
sufriera una desilusión así. Ningún padre de la tierra trataría a su hijo de esa forma. Siguió
asistiendo a la iglesia, pero en su interior comenzó a formarse un duro nudo de cinismo; un
tumor de duda. La teología que había aprendido en la escuela, y acerca de la cual había escrito en
su libro, ya no tenía sentido alguno para él.
—Era extraño —me dijo— pero cuánto más ira sentía hacia Dios, tanto más energía
parecía tener. Me di cuenta de que durante los últimos años me había encogido por dentro.
Ahora, al comenzar a dudar e incluso odiar a la escuela y los creyentes que me rodeaban, sentí
que volvía a ser yo mismo de nuevo.
Una noche algo se quebró dentro de él. Asistió al culto vespertino del domingo, donde
oyó los testimonios y las alabanzas de costumbre, pero hubo un informe en especial que lo
afligió. A principios de aquella misma semana, un avión con nueve misioneros dentro se había
estrellado en una zona despoblada de Alaska y todos habían perecido. El pastor relató con
solemnidad los detalles y después presentó a un miembro de la iglesia que había sobrevivido a
otro desastre aéreo aquella misma semana. Cuando aquel hombre terminó de describir la apurada
situación por la que había atravesado, la congregación respondió con un «Gloria a Dios».
—Señor, te damos gracias por haber traído a nuestro hermano con seguridad y por hacer
que tus ángeles cuidaran de él —dijo el pastor en su oración—. Y, por favor, sé con las familias
de los que murieron en Alaska.
Aquella oración provocó en Richard una sensación de repugnancia, algo así como
náuseas. Las dos cosas no pueden ser al mismo tiempo, pensó. Si Dios recibe reconocimiento
por el que sobrevivió, también habría que culparlo por los que murieron. Sin embargo, las
iglesias nunca oyen los testimonios de los deudos. ¿Qué dirían las esposas de los misioneros
fallecidos? ¿Hablarían de un «Padre amoroso»?
Richard regresó a su apartamento en un profundo estado de agitación. Todas las cosas se
iban reuniendo alrededor de una pregunta: «¿Acaso Dios está presente al menos?». No había
visto evidencias que lo convencieran de ello.
Richard interrumpió su narración en este momento. El sol se había escondido por el oeste
detrás de un gran edificio, suavizando las sombras y luces que había en la habitación. Cerró los
ojos y se mordió el labio inferior. Luego se apretó fuertemente los ojos con los pulgares. Pareció
estar fijando una imagen mental, como tratando de evocarla con claridad.
—¿Qué sucedió después? —le pregunté al cabo de unos minutos de silencio—. ¿Fue
aquella la noche en que perdió la fe?
Asintió con la cabeza y volvió a hablar, pero en un tono más bajo.
—Estuve despierto hasta muy tarde aquella noche; mucho después de que mis vecinos se
fueran a la cama. Vivo en un barrio residencial, en una calle muy tranquila, y parecía como si
estuviera solo en el mundo. Sentía que algo muy importante estaba a punto de suceder. Dios me
había defraudado muchas veces … Lo odiaba, y sin embargo también le temía. Era estudiante de
teología, ¿cierto? Quizá Dios sí estaba presente y yo estaba equivocado por completo. ¿Cómo lo
podía saber? Repasé toda mi experiencia como creyente desde el principio.
«Recordé mi primer destello de fe en la universidad. Entonces era joven y vulnerable.
Quizá solo me había aprendido unas cuantas frases de aliento, convenciéndome a mí mismo para
creer en una «vida abundante». Quizá había estado imitando a otras personas y viviendo de sus
experiencias. ¿Me había engañado a mí mismo acerca de Dios? Con todo, vacilaba en echar a un
lado todo lo que creía. Sentí que le tenía que dar a Dios una última oportunidad.
«Aquella noche oré tan fervorosa y sinceramente como pude. Oré de rodillas, y también
tirado a lo largo en el piso de madera de roble. “Dios, ¿te importamos?”, dije en mi oración. “No
quiero decirte cómo debes gobernar tu mundo, pero te ruego que me des alguna señal de que
estas aquí verdaderamente. Eso es todo lo que pido”.
«Durante cuatro años me había esforzado por alcanzar «una relación personal con Dios”,
como suelen decir, y sin embargo Dios me había tratado peor que a cualquiera de mis amigos.
Ahora todo se reducía a una pregunta final: ¿Cómo es posible tener una relación personal si no se
está seguro de que la otra persona exista? Con Dios, nunca podría tener esa seguridad. Oré
durante cuatro horas por lo menos. Algunas veces me sentía como un tonto; otras, totalmente
sincero. Tenía la sensación de estar dando un paso fuera de un precipicio, sin idea alguna de a
dónde iría a parar. Eso era asunto de Dios.
«Finalmente, a las cuatro de la mañana, recuperé mi buen juicio. No había ocurrido nada.
Dios no había respondido. ¿Por qué continuar torturándome? ¿No sería mejor olvidarme de Dios
y seguir adelante por la vida como la mayor parte del mundo?
«Al instante tuve una sensación de alivio y libertad, como si hubiera acabado de pasar un
examen final o de obtener mi primera licencia de conductor. La lucha había terminado. Mi vida
volvía a pertenecerme.
«Ahora parece tonto, pero esto es lo que hice después. Recogí mi Biblia y un par de
libros cristianos, bajé las escaleras, y salí por la puerta trasera. Cerré la puerta con suavidad
detrás de mí para no despertar a nadie. En el traspatio hay un asador montado en ladrillos.
Amontoné los libros sobre la parrilla, los rocié con líquido combustible y les prendí fuego. No
había luna aquella noche, y las llamas danzaron altas y brillantes. Los versículos bíblicos y los
conocimientos teológicos se arrollaron, ennegrecieron y después se convirtieron en cenizas que
flotaban hacia el cielo. Mi fe se iba con ellos.
«Hice otro viaje al segundo piso y regresé con un grupo de libros. Es posible que haya
hecho esto unas ocho veces durante la hora siguiente. Comentarios, libros de texto del seminario,
el primer bosquejo de mi libro sobre Job … todo quedó convertido en ceniza. Habría quemado
todos los libros que tenía si no me hubiera interrumpido un furioso bombero vestido con capa
amarilla que corrió hacia mi gritando: «¡Y usted qué se cree que está haciendo!». Alguien los
había llamado por teléfono para darles la alarma. Tartamudeé buscando una excusa, y finalmente
le dije que solo estaba quemando basura.
«Después de regar algunas sustancias químicas sobre mi fuego y cubrirlo con tierra, el
bombero me dejó ir. Subí las escaleras y me hundí en la cama, oliendo a humo. Ya era casi de
mañana, y por fin tenía paz. Me había quitado un gran peso de encima. Había sido sincero
conmigo mismo. Todos los fingimientos habían desaparecido y ya no sentía la presión de creer
en algo sobre lo que nunca podría estar seguro. Sentía que me había convertido. pero convertido
de mi creencia en Dios».
Me alegro de no ganarme la vida como consejero profesional. Cada vez que me
encuentro frente a alguien que me está mostrando sus sentimientos más íntimos como lo hizo
Richard, nunca sé qué decir. Aquella tarde dije poco, y quizá fue lo mejor. No habría ayudado
nada que encontrara defectos en las «pruebas” que Richard le había preparado a Dios.
El parecía especialmente preocupado por el libro sobre Job, el cual saldría en pocas
semanas. La casa editora conocía su cambio de corazón, según me dijo, pero la primera edición
ya estaba en la imprenta. Le aseguré que seguía apoyando el libro. Lo que estaba apoyando era
más el contenido de la obra que su adhesión personal.
—Además —indiqué—, definitivamente yo también he cambiado de pensar acerca de
algunas de las cosas que he escrito en los diez años últimos.
Richard estaba extenuado después de hablar por tanto tiempo, pero parecía mas tranquilo
cuando se levantó para marcharse.
—Quizás todos mis problemas comenzaron cuando hice el estudio sobre Job —me dijo
—. Me encantaba Job … No tenía temor de ser sincero con Dios. Lo desafiaba. Supongo que la
diferencia entre nosotros es lo que sucedió al final. Dios logró abrirse paso en la vida de Job
después de todos sus sufrimientos. En cambio, no se abrió paso en la mía.
Había caído la tarde y una fotocélula ya había encendido las luces de la escalera. Cuando
Richard me dio la mano y desapareció escalera abajo, me sentí muy triste. Era un joven
bronceado y saludable. Cualquiera diría que no tenía razones verdaderas para desesperarse. Sin
embargo, escuchándolo, observando sus manos firmemente cerradas y las líneas de tensión de su
rostro, había reconocido por fin la fuente de su furor.
Richard estaba sintiendo el dolor más grande por el que puede pasar un ser humano, el
dolor de sentirse traicionado. El dolor de un enamorado que se despierta de pronto y se da cuenta
de que todo ha terminado. Había puesto su vida en manos de Dios y él le había fallado.
Capítulo 3
LAS PREGUNTAS QUE NADIE HACE EN VOZ ALTA

  Algunas veces, las preguntas más importantes, las que flotan en un nebuloso estado de
suspensión durante gran parte de nuestra vida, pueden cristalizar en cuestión de segundos. La
visita de Richard me proporcionó esta oportunidad. En cierto sentido, sus quejas —el hogar
destruido, los problemas de salud, el romance fracasado, el trabajo perdido caían ampliamente
dentro de la categoría de desilusiones con las cosas del mundo. Sin embargo, aquella noche junto
al asador había actuado con teatral resolución sobre las dudas que nos invaden a casi todos. ¿Le
importamos realmente a Dios? Si es así, ¿por qué no interviene y arregla las cosas que andan mal
… al menos unas cuantas?
Absorto en su enojo y su dolor, Richard no había expresado sus dudas de una manera
sistemática; las experimentaba más como la sensación de haber sido traicionado que como
cuestiones de fe. En cambio yo, a medida que meditaba sobre nuestra conversación, volvía una y
otra vez a tres grandes interrogantes acerca de Dios que parecían estar acechando
inmediatamente detrás de la espesura de sus sentimientos. Cuanto más reflexionaba en ellos,
tanto más me daba cuenta de que todos tenemos estos interrogantes alojados en algún lugar de
nuestro interior. No obstante, son pocas las personas que los expresan en voz alta, porque
parecerían poco corteses en el mejor de los casos y heréticos en el peor de ellos.
¿Es Dios injusto? Richard había tratado de seguir a Dios y a pesar de ello su vida se
había destruido. No podía reconciliar sus sufrimientos con las promesas bíblicas de recompensas
y felicidad. Además, ¿qué pensar de la gente que niega a Dios abiertamente y sin embargo
prospera? Esta queja es muy antigua —tanto como Job y los Salmos— pero sigue siendo una
piedra de tropiezo para la fe.
¿Está Dios callado? Tres veces, al enfrentarse a decisiones clave en sus estudios, su
profesión y su vida amorosa, Richard le suplicó a Dios que le diera una orientación clara. Cada
una de aquellas veces pensó que había logrado conocer la voluntad divina, solo para que su
decisión lo llevara al fracaso. ¿Qué clase de Padre es?, se preguntaba. ¿Acaso disfruta al verme
caer de bruces? Me habían dicho que Dios me ama y tiene un plan maravilloso para mi vida.
Estupendo. ¿Por qué no me dice entonces cómo es ese plan?
¿Está Dios escondido? Por encima de todo, este era el interrogante que obsesionaba a
Richard. Le parecía como un mínimo irreducible, como un umbral inferior teológico, el que Dios
se demostrara a sí mismo de alguna manera: «¿Cómo puedo mantener una relación con una
Persona que no estoy seguro siquiera que existe?” Sin embargo, tal parecía que Dios se escondía
de forma deliberada, aun de aquellas personas que lo buscaban. Así, cuando las largas horas de
vigilia nocturna de Richard no provocaron respuesta alguna, sencillamente abandonó a Dios.
Pensé en estos tres interrogantes muchas veces después en América del Sur, mientras
preparaba un escrito que se me había encargado. En Perú, un piloto misionero me llevó hasta un
pequeño poblado de los chipibos. Hizo bajar el hidroavión, lo llevó hasta la orilla del río, y me
guió por un sendero en medio de la selva hasta la «calle” principal del pueblo: una senda de
tierra rodeada por una docena de chozas construidas sobre pilotes y cubiertas con techos de hojas
de palma. Me había llevado hasta allí para mostrarme una próspera iglesia que tenía cuarenta
años de fundada. También me mostró una placa de granito junto a la senda principal y me contó
la historia del joven misionero que había ayudado a fundar aquella iglesia.
Cuando murió su hijo de seis meses de un súbito ataque de vómitos y diarrea, pareció que
el joven misionero perdería la razón. Talló a mano una lápida con una piedra del lugar —la
misma que estábamos mirando— enterró al niño y plantó un árbol junto a la tumba. En el
momento más caluroso del día, cuando todos los demás buscaban la sombra, el misionero
caminaba hasta el río y traía de vuelta una jarra llena de agua para el árbol. Entonces se quedaba
de pie junto a la tumba, con su sombra sobre ella, como para protegerla del ardiente sol
ecuatorial. Algunas veces lloraba, otras oraba, otras solo se quedaba de pie allí con una mirada
incierta. Su esposa, los nativos que eran miembros de la iglesia y los demás misioneros trataron
todos de consolarlo, pero no lo lograron.
Finalmente, el misionero terminó enfermándose. Su mente divagaba y tenía diarreas
constantes. Lo llevaron en avión a Lima, donde los médicos le hicieron pruebas tratando de
hallar señales de amebas u otros organismos tropicales sin encontrar nada. Ninguno de los
medicamentos que probaron tuvo efecto. Diagnosticaron su problema como «diarrea histérica” y
lo enviaron con su esposa de regreso a los Estados Unidos.
Cuando me encontraba de pie junto a la gastada lápida de granito, que las mujeres usaban
ahora como un lugar donde poner sus vasijas de agua para descansar, traté de ponerme en la
situación de aquel joven misionero. Me pregunté cuál sería su oración mientras permanecía allí
de pie bajo el sol del mediodía, y los tres interrogantes de Richard me vinieron una y otra vez a
la mente. Mi guía me había dicho que al hombre lo atormentaba el problema de la injusticia. Su
pequeño no había hecho nada malo. El misionero había traído consigo a su familia para servir a
Dios en la selva. ¿Cuál era su recompensa? También había pedido alguna señal de la presencia
divina, o por lo menos una palabra de consuelo, pero no había sentido nada. Como en una
reacción de desconfianza hacia la compasión divina, el misionero había adoptado una forma de
sufrimiento por simpatía en su propio cuerpo.
Supongo que los verdaderos ateos no se sientan desilusionados con Dios. Nada esperan, y
nada reciben. En cambio, los que consagran su vida a Dios, cualquiera sea el caso, esperan por
instinto que él les devuelva algo. ¿Estará equivocada esta expectativa?
No vi a mi amigo Richard durante largo tiempo. Oraba de modo habitual por él, pero
todos mis esfuerzos para hacer contacto con el resultaron inútiles. Su teléfono había sido
desconectado, y oí que se había mudado fuera de aquella zona. Finalmente, su casa editora me
envió un ejemplar de su libro sobre Job, el cual quedó allí en un estante, como una poderosa
advertencia contra el apresuramiento al escribir sobre cuestiones de fe.
Entonces, un día, cerca de tres años más tarde, me tropecé con Richard en el centro de
Chicago. Se veía bien. Había aumentado un poco de peso y se dejó crecer el cabello unos
centímetros más, por lo que había perdido aquel semblante severo y sombrío. Pareció contento
de verme, y acordamos almorzar juntos.
—La última vez que nos vimos, creo que me hallaba hundido —me dijo con una sonrisa
días más tarde cuando nos reunimos en un restaurante mexicano—. La vida me está tratando
mucho mejor ahora.
Tenía un trabajo prometedor, y desde hacía mucho tiempo había superado su fracaso
romántico.
Muy pronto, nuestra conversación giro hacia el tema de Dios, y enseguida se hizo
evidente que Richard no se había recuperado por completo. Ahora sus heridas estaban cubiertas
por una gruesa capa de cinismo, pero estaba tan airado con Dios como antes.
La camarera nos sirvió otra taza de café recién hecho. Richard rodeó su taza con ambas
manos y se quedó mirando el humeante líquido negro.
—He mejorado mi perspectiva con respecto a aquellos tiempos de locura —me dijo—.
Creo haber descubierto lo que falló. Le puedo decir exactamente a qué hora y minuto comencé a
dudar de Dios, y no fue en Wheaton ni en mi habitación aquella noche en que me quedé orando.
Entonces me relató un incidente que había tenido lugar muy al principio de su vida
cristiana.
—Hay una cosa que me molestaba desde el principio mismo: el concepto de la fe. Parecía
ser algo así como un hoyo negro que podía devorar todo interrogante sincero. Le preguntaba al
líder de InterVarsity acerca del problema del dolor, y él me salía con algo relacionado con la fe.
«Cree en Dios, tanto si sientes deseos como si no los sientes”, me decía. «Los sentimientos
vendrán mas tarde”. Yo fingía, pero ahora puedo ver que los sentimientos nunca llegaban. Solo
estaba actuando exteriormente como se me indicaba.
«Aun entonces, ya estaba buscando evidencias claras de Dios como alternativas a la fe, y
un día las encontré … nada menos que en un programa de televisión. Mientras cambiaba de
canal, di con un culto de sanidad dirigido por Kathryn Kuhlman. Lo observé durante unos
minutos, mientras ella hacía subir a varias personas a la plataforma para entrevistarlas. Cada una
de ellas relataba una asombrosa historia de sanidad sobrenatural. Cáncer, enfermedades del
corazón, parálisis. aquello parecía una enciclopedia médica.
«Mientras veía el programa de Kathryn Kuhlman, mis dudas comenzaron a desvanecerse
gradualmente. Por fin había hallado algo real y palpable. Ella le pidió a un músico que
comenzara a interpretar su canción favorita: «Me ha tocado”. Eso es lo que necesitaba, pensé.
Un toque, un toque personal de Dios. Ella ofreció la promesa, y yo me apresuré a recibirla. Tres
semanas más tarde, cuando Kathryn Kuhlman vino a un estado vecino, dejé mis clases y viajé
medio día para asistir a una de sus reuniones. La atmósfera estaba increíblemente cargada.
música suave de órgano como fondo; el murmullo de personas que oraban en voz alta, algunas
de ellas en lenguas extrañas; y cada pocos minutos, una feliz interrupción cuando alguien se
ponía de pie y afirmaba: «¡Estoy sano!”.
«Una persona me impresionó de manera especial. Se trataba de un hombre de Milwaukee
que habían llevado en camilla a la reunión. Cuando caminó —sí, caminó— sobre la plataforma,
todos aclamamos jubilosos. Afirmó que era médico, y me sentí mas impresionado aún. Tenía un
cáncer incurable en los pulmones, según dijo, y le habían dicho que le quedaban seis meses de
vida. Sin embargo, aquella noche él creía que Dios lo había sanado. Estaba caminando por vez
primera en meses. Se sentía muy bien. ¡Gloria a Dios!
«Escribí el nombre de aquel hombre y prácticamente salí flotando de aquella reunión.
Nunca antes había visto tanta certeza en la fe. Mi búsqueda había terminado al observar las
pruebas de que Dios vivía en aquellas personas que subieron a la plataforma. Si él podía realizar
milagros palpables en ellas, entonces era seguro que tenía algo maravilloso guardado para mí.
Tuve tantos deseos de hacer contacto con el hombre de fe que había visto en la reunión
que exactamente una semana después llame a Información de Milwaukee y conseguí su número
telefónico. Cuando lo marqué, una voz de mujer respondió al teléfono. «Por favor, podría hablar
con el doctor S.?”, pregunté.
«Hubo un largo silencio. «¿Quién es usted?”, me dijo por fin. Me imaginé que solo estaba
investigando las llamadas de los pacientes, o algo así. Le di mi nombre y le dije que admiraba al
doctor S … y deseaba hablar con él desde la reunión de Kathryn Kuhlman. Su relato me había
conmovido mucho, añadí.
«Otro largo silencio. Después habló con voz inexpresiva, pronunciando cada palabra con
lentitud: «Mi … esposo … ha … muerto”. Solo dijo eso, nada más, y luego colgó el auricular.
«No le puedo decir el gran daño que me hizo aquello. Me sentí destruido. Caminé
tambaleándome hasta el cuarto vecino, donde estaba sentada mi hermana. «Richard, ¿qué te
pasa?”, me preguntó. «¿Te sientes bien?”
«No, no me sentía bien, pero no podía hablar de aquello. Estaba llorando. Mi madre y mi
hermana trataron de sacarme alguna explicación, pero… ¿qué les podía decir? Para mí, la certeza
a la que había entregado mi vida había muerto con aquella llamada telefónica. Una llama
resplandeció durante una magnífica y luminosa semana, para después desaparecer como una
estrella agonizante».
Richard permaneció con los ojos clavados en su taza de café. En el fondo se escuchaba
una música de marimba cascada y chillona muy alta.
—No lo entiendo —le dije—. Aquello sucedió mucho antes de que usted fuera a
Wheaton, se graduara en teología y escribiera un libro …
—Sí, pero todo comenzó en aquel momento —me interrumpió—. Todo lo que vino
después: Wheaton, el libro sobre Job, los grupos de estudio bíblico; todo fue un desesperado
intento por demostrar que era erróneo lo que debí aprender en aquella llamada telefónica. No hay
nadie allí arriba, Philip. Y si por casualidad Dios existe, entonces está usándonos como juguetes.
¿Por qué no deja de jugar y se nos manifiesta?
Richard cambió pronto el tema de la conversación, y nos pasamos el resto del almuerzo
hablando de todo lo que había sucedido en aquellos tres años transcurridos. Seguía insistiendo en
que era feliz. Es posible que haya protestado demasiado fuertemente, pero lo cierto es que se veía
más contento.
Hacia el final, cuando estábamos tomando un helado de postre, mencionó nuestra reunión
tres años antes.
—Usted debe haber pensado que yo estaba medio loco cuando me presenté y le solté de
un golpe toda la historia de mi vida sin que antes lo hubiera visto siquiera.
—De ninguna manera —le dije—. Es extraño, pero nunca he podido sacar de mi mente
aquella conversación. En realidad, sus quejas con respecto a Dios me ayudaron a comprender
mejor las mías propias.
Entonces le hablé a Richard de los tres interrogantes. Después de explicárselos, le
pregunté si resumían sus quejas contra Dios.
—Bueno —indicó— mis dudas eran más bien como un sentimiento. Me sentía
defraudado, como si Dios me hubiera estado engañando todo el tiempo, solo para verme caer.
Sin embargo, ahora que lo pienso, usted tiene razón; aquellos interrogantes estaban por debajo de
mis sentimientos. En realidad, Dios fue injusto, y siempre me pareció escondido y silencioso. Sí,
eso es. ¡Eso es, exactamente! ¿Por qué Dios no responde esas preguntas?
Alzaba la voz y movía los brazos como los políticos … o los evangelistas.
Afortunadamente, el restaurante se había vaciado.
—Bastaría con que Dios respondiera a esas preguntas, con que respondiera una de ellas
—añadió—. Digamos, por ejemplo, que hablara en voz alta una sola vez para que todo el mundo
lo pudiera oír. Entonces yo creería. Es probable que todo el mundo creyera. ¿Por qué no lo hace?
Capítulo 4
¿Y SI …?

  «Bastaría», había dicho Richard. Bastaría con que Dios resolviera esos tres interrogantes
para que la fe floreciera como las flores en la primavera. ¿No es cierto?
El mismo año que me reuní con Richard en aquel restaurante mexicano, estaba
estudiando Éxodo y Números. Aunque los interrogantes de Richard me seguían dando vueltas en
la mente, me llevó un poco de tiempo darme cuenta de un curioso paralelo. Un día, de pronto,
algo pareció saltar hacia mí desde las páginas de la Biblia: ¡El libro de Éxodo describía ese
mismo mundo que Richard quería! Presentaba a Dios entrando casi a diario en la historia
humana. Actuaba con una justicia total y hablaba para que todos lo pudieran oír. ¡Si hasta se
había hecho visible!
El contraste entre los días de los israelitas y los nuestros en el siglo veinte me hizo pensar
en la forma en que Dios gobierna al mundo, y volví a los tres interrogantes. Si Dios tiene el
poder necesario para actuar con justicia, hablar de modo que lo oigan y presentarse de forma
visible, ¿por qué parece entonces tan poco dispuesto a intervenir hoy? Quizás en los relatos
escritos acerca de los israelitas en el desierto hubiera algún indicio.
Pregunta: ¿Es Dios injusto? ¿Por qué no castiga siempre a los malvados mientras
recompensa a los buenos? ¿Por qué les suceden cosas terribles tanto a los buenos como a los
malos sin que se pueda discernir una norma fija?
Imagínese un mundo diseñado de tal forma que sintiéramos una sacudida de dolor por
cada pecado y una cosquilla de placer por cada acto virtuoso. Imagínese un mundo en el que
cada doctrina errada atrajera un trueno, mientras cada repetición del Credo de los Apóstoles
estimulara nuestro cerebro para que produjese una endorfina de placer.
El Antiguo Testamento relata un experimento de «modificación de conducta” casi tan
directo como este: el pacto de Dios con los israelitas. En el desierto de Sinaí, Dios decidió
recompensar y castigar a su pueblo con una justicia estricta y legislada. Firmó la garantía con su
propia mano, y la hizo depender de la única condición de que los israelitas tendrían que seguir
las leyes que él había establecido. Entonces hizo que Moisés le describiera a su pueblo los
términos de esta garantía.
Consecuencias de la obediencia
Ciudades y zonas rurales prósperas.
Ninguna esterilidad entre los hombres, las mujeres o el ganado.
Éxito seguro en la agricultura.
Un clima en el que podrían confiar.
Garantía de victorias militares.
Inmunidad total ante las enfermedades.
  Consecuencias de la desobediencia
Violencia, crimen y pobreza por todas partes.
Esterilidad en los seres humanos y el ganado.
Malas cosechas; langostas y gusanos.
Un calor abrasador, sequía, tizón y añublo.
Dominio de otras naciones sobre ellos.
Fiebres e inflamaciones; locura, ceguera, confusión mental.
  Si eran obedientes, les dijo Moisés, Dios los pondría «muy por encima de todas las
naciones de la tierra»;«siempre estarían a la cabeza; nunca serían los últimos». En realidad, Dios
les prometió a los israelitas que los protegería prácticamente de todo tipo de sufrimiento humano
y desilusión. En cambio, si desobedecían, se convertirían en «motivo de horror” y servirían «de
refrán y de burla a todos los pueblos” a los cuales los llevaría Jehová. «Por cuanto no serviste a
Jehová tu Dios con alegría y con gozo de corazón, por la abundancia de todas las cosas, servirás,
por tanto, a tus enemigos que enviare Jehová contra ti, con hambre y con sed y con desnudez, y
con falta de todas las cosas».
Seguí leyendo, revisando los libros de Josué y Jueces, para ver las consecuencias de este
pacto basado en un sistema «justo” de recompensas y castigos. Al cabo de cincuenta años, los
israelitas se habían desintegrado hasta caer en un estado de anarquía total. Gran parte del resto
del Antiguo Testamento relata la terrible historia de cómo aquellas maldiciones predichas —y no
las bendiciones— se convertirían en realidad. A pesar de todos los amplios beneficios del pacto,
Israel no había obedecido a Dios ni respetado sus términos.
Años más tarde, cuando los autores del Nuevo Testamento recapacitaron sobre aquella
historia, no presentaron el pacto como un modelo ejemplar de una relación justa y consecuente
entre Dios y su pueblo. En lugar de esto, dijeron que el pacto antiguo había servido como lección
objetiva, a fin de demostrar que los seres humanos eran incapaces de cumplir un contrato con
Dios. Para ellos estaba claro que se necesitaba un pacto («testamento”) nuevo con Dios, basado
en el perdón y la gracia. Esa es precisamente la razón de que exista el «Nuevo Testamento».
Pregunta: ¿Está Dios callado? Si está tan interesado en que hagamos su voluntad, ¿por
qué no la revela con mayor claridad?
Son muy diversas las personas que afirman oír hoy la voz de Dios. Entre ellas están los
continuadores de la auténtica tradición bíblica de los profetas y apóstoles, quienes le dan al
pueblo de Dios en realidad su Palabra. Sin embargo, también están los que no andan bien de la
cabeza, como aquel pobre hombre que atacó con un martillo la «Piedad” de Miguel Ángel
«porque Dios se lo había ordenado», o el asesino político a quien según él Dios le había dicho
que matara al presidente de los Estados Unidos. Están también los que parecen sinceros, pero
mal orientados, como los seis extraños que le dijeron a la escritora Joni Eareckson que Dios les
había indicado que se casaran con ella. Si esto es así, ¿cómo podemos conocer entonces si lo que
hemos oído es en realidad un mensaje que procede de Dios?
Descubrí que Dios simplificó el problema de orientar a su pueblo cuando los israelitas
acamparon en el desierto de Sinaí. ¿Debemos recoger las tiendas y seguir adelante hoy, o
quedarnos donde estamos? Para saber la respuesta, un israelita inquisitivo solo necesitaba mirar a
la nube que se alzaba sobre el tabernáculo. Si la nube se movía, Dios quería que su pueblo se
moviera. Si permanecía allí, eso quería decir que se quedaran. (Hasta era posible conocer
cómodamente la voluntad de Dios en cualquier momento del día o la noche, puesto que en la
oscuridad en lugar de la nube resplandecía una columna de fuego).
Dios estableció otras formas también —como la de echar suertes y la del Urim y el
Tumim— para comunicar directamente su voluntad, pero la mayor parte de las cosas ya estaban
decididas de antemano. Les había manifestado su voluntad a los israelitas en un conjunto de
reglas codificadas en la forma de seiscientas trece leyes que abarcaban toda la gama de la
conducta humana, desde el asesinato hasta el acto de hervir un cabrito en la leche de su propia
madre. Pocas personas se quejaban de que Dios las guiara de manera imprecisa en aquellos días.
A pesar de todo, ¿la claridad con que hablaba Dios aumentó las posibilidades de que se le
obedeciera? Es evidente que no. «No subáis, ni peleéis [con los amorreos], pues no estoy entre
vosotros; para que no seáis derrotados por vuestros enemigos», dijo Dios. Los israelitas se
apresuraron a subir y pelear con los amorreos, y sus enemigos los derrotaron. Marchaban cuando
se les decía que se quedaran quietos, huían llenos de temor cuando se les decía que marcharan,
combatían cuando se les indicaba que declararan la paz, y declaraban la paz cuando se les
ordenaba que lucharan. Convirtieron en un pasatiempo nacional la invención de formas diversas
de quebrantar los seiscientos trece mandatos. La claridad en la orientación que venía de Dios se
volvió tan afrentosa para aquella generación como la falta de claridad lo es hoy para nosotros.
Observé también que se podía hallar un fuerte y constante esquema en los relatos del
Antiguo Testamento: la claridad misma de la voluntad divina tuvo un efecto atrofiante en la fe de
los israelitas. ¿Para qué buscar a Dios si se había revelado ya con tanta claridad? ¿Para qué dar
un paso de fe si Dios ya había garantizado los resultados? ¿Para qué luchar con el dilema de unas
decisiones en conflicto si Dios ya había resuelto ese dilema? En resumen, ¿por qué tenían los
israelitas que actuar como adultos si podían actuar como niños? Y eso fue lo que hicieron:
actuaron como niños, quejándose de sus líderes, haciendo trampas en cuanto a las estrictas reglas
relacionadas con el maná, y gimoteando cada vez que escaseaba la comida o el agua.
Mientras estudiaba la historia de los israelitas, comencé a pensar de otra forma acerca de
una orientación divina clara y transparente. Aunque sirva para algunos propósitos —por ejemplo,
puede hacer avanzar a una multitud de esclavos recién liberados a través de un desierto hostil—
no parece favorecer el desarrollo espiritual. En realidad, en lo que a los israelitas respecta, casi
eliminó del todo la necesidad de tener fe; una orientación muy clara de parte de Dios les quitó la
libertad, haciendo de cada decisión más una cuestión de obediencia que de fe. Así fue como en
cuarenta años de deambular por el desierto, los israelitas fracasaron tan rotundamente en la
prueba de la obediencia que Dios se vio obligado a comenzar otra vez con una generación nueva.
Pregunta: ¿Está Dios escondido? ¿Por qué no se manifiesta alguna vez de manera visible
y deja confundidos a los escépticos de una vez por todas?
Aquello que quería el cosmonauta soviético cuando buscó a Dios en la oscuridad del
espacio que rodeaba la ventana de su nave espacial, lo que quería mi amigo Richard cuando
estaba solo en su habitación a las dos de la madrugada, es también el hambriento anhelo de
nuestra edad (para los que siguen hambrientos). Queremos pruebas, evidencias, una aparición
personal, de manera que el Dios del que hemos oído hablar se convierta en el Dios que vemos.
Eso que nosotros anhelamos tuvo lugar en una ocasión. Por un tiempo, Dios se mostraba
a sí mismo en persona, y un hombre hablaba con él cara a cara como podría haber hablado con
un amigo. Dios y Moisés se reunían en una tienda levantada al borde del campamento israelita.
Su encuentro no era secreto. Cada vez que Moisés se dirigía a la tienda para hablar con Dios,
todo el campamento salía a observar. Una columna de nube, la presencia visible de Dios,
bloqueaba la entrada de la tienda. Nadie más que Moisés sabía lo que sucedía dentro de ella; de
todas maneras, nadie quería saberlo. Los israelitas habían aprendido a mantener su distancia.
«Háblanos y te escucharemos», le dijeron a Moisés. «Pero no dejes que Dios nos hable, porque
moriremos». Después de cada reunión, Moisés salía de la tienda resplandeciente, como un ser
extraterrestre, y la gente del pueblo alejaba de él su rostro hasta que se cubría con un velo.
En aquellos días había pocos ateos, si es que existía alguno. Ningún israelita escribía
obras de teatro sobre la espera de un Dios que nunca llegaba. Podían ver evidencias claras de la
existencia de Dios fuera del tabernáculo de reunión, o en las espesas nubes de tormenta que se
cernían alrededor del monte Sinaí. Un escéptico solo tenía que escalar hasta aquella montaña
sacudida por temblores y extender una mano para tocarla. Sus dudas se desvanecerían … un
segundo antes que él.
Sin embargo, lo que sucedió durante aquellos días es casi imposible de creer. Cuando
Moisés subió a la montaña sagrada, sacudida por la tormenta que era señal de la presencia divina,
aquella gente que había visto las diez plagas en Egipto, que había cruzado el Mar Rojo sobre
tierra seca, que había observado brotar agua de la roca, y que en esos mismos momentos estaban
digiriendo el maná milagroso en el estómago, aquella misma gente se sintió aburrida, impaciente,
rebelde o celosa, y según se ve, se olvidó por completo de su Dios. Cuando Moisés descendió de
la montaña, estaban danzando como paganos alrededor de un becerro de oro.
Dios no jugaba al escondite con los israelitas; ellos tenían cuantas pruebas de su
existencia podrían haber pedido. No obstante, resulta asombroso —casi no podía creer en estos
resultados mientras leía— que la forma directa en que Dios se comunicaba con ellos pareció
producir un efecto directamente opuesto al deseado. Los israelitas no respondieron con adoración
y amor, sino con temor y una rebelión abierta. La presencia visible de Dios no mejoró en nada su
fe ni la hizo duradera.
Había sintetizado las quejas de Richard acerca de Dios en tres preguntas. Sin embargo,
los libros de Éxodo y Números me enseñaron que lo más probable es que las soluciones rápidas a
esas tres preguntas no resuelvan los problemas que causan la desilusión con Dios. Los israelitas,
aunque en contacto con la luz resplandeciente y total de la presencia divina, fueron el pueblo más
voluble que jamás haya existido. Diez veces distintas se levantaron contra Dios en medio de las
melancólicas llanuras sin senderos del Sinaí. Aun cuando se hallaban en la frontera misma de la
Tierra Prometida, con toda su abundancia desplegada delante de ellos, seguían sintiendo el vivo
deseo de volver a los «buenos tiempos” de la esclavitud en Egipto.
Estos tristes resultados nos podrían ayudar a comprender mejor por qué Dios no
interviene más directamente hoy en día. Hay cristianos que solo suspiran por un mundo repleto
de milagros y señales espectaculares de la presencia divina. Escuchan ansiosos sermones sobre el
milagro del Mar Rojo, las diez plagas, el maná diario en el desierto y demás, y los oradores
parecen desear que Dios manifieste su poder hoy de igual manera. Sin embargo, las jornadas de
los israelitas nos deberían hacer pensar. ¿Hay siempre fe cuando se produce un gran número de
milagros? Además, ¿es siempre el tipo de fe que le interesa a Dios? Los israelitas dieron amplias
pruebas de que podemos llegar a desear las señales sin desear en realidad a Dios.
Es cierto que los israelitas eran un pueblo primitivo que acababa de salir de la esclavitud,
pero los relatos bíblicos son demasiado familiares. En palabras de Frederick Buechner, los
israelitas tendían a comportarse «como todo el mundo, y un poco más».
Cuando terminé de estudiarlos, me sentí sorprendido y confuso. Sorprendido al ver lo
poco que cambiaban las cosas en la vida de la gente cuando desaparecían la injusticia, el silencio
y la invisibilidad, las tres razones principales de la desilusión con Dios; y confundido por los
interrogantes que todo esto suscitaba acerca de las acciones de Dios en la tierra. ¿Ha cambiado?
¿Se ha echado atrás? ¿Se ha retirado?
En la sala de mi casa, cuando Richard me contaba su historia aquella primera vez, había
levantado la vista de pronto para decir con voz enojada:
—¡Dios NO SABE lo que está pasando en este mundo! ¿Qué está haciendo Dios? ¿Para
qué todo este experimento humano? Al fin y al cabo, ¿qué quiere de nosotros y qué podemos
esperar nosotros de él?
Sin destruirme un poco en el proceso, ¿cómo se me podría revelar Dios de una forma
que no dejara lugar a dudas? Si no hubiera lugar para las dudas, tampoco lo habría para mí.
—Frederick Buechner

  Citas bíblicas: Deuteronomio 9, 7, 28; Romanos 3; Gálatas 3; Éxodo 28, 40;


Deuteronomio 1, 2; Éxodo 19, 20, 32, 33.
Capítulo 5
LA FUENTE

  Me encerré durante dos semanas en una cabaña de Colorado para meditar en los tres
interrogantes de Richard a la luz de lo que había visto en el Antiguo Testamento. Me llevé
conmigo una maleta llena de libros de estudio, pero durante todo el tiempo que estuve allí, solo
abrí la Biblia.
Comencé por Génesis a altas horas de la tarde del primer día, mientras nevaba
copiosamente. Era un escenario perfecto para leer el relato de la creación. Las nubes se
levantaron a tiempo para que se produjera un espectacular atardecer sonrosado entre las
montañas, cuyas cimas cubiertas de nieve parecían paletas de algodón de azúcar rosado. Por la
noche, el cielo se cerró de nuevo y la nieve cayó con furia.
Leí la Biblia toda lentamente, desde la primera página hasta la última. Cuando llegué a
Deuteronomio, la nieve cubría el último escalón de la entrada; al llegar a los profetas, había
subido hasta el buzón de correos; y cuando llegué por fin a Apocalipsis, tuve que llamar a una
máquina quitanieves para que limpiara la entrada. Casi dos metros de nieve cayeron durante las
dos semanas que pasé encerrado leyendo la Biblia y mirando por la ventana los pinos cubiertos
de blancura.
En aquel lugar me asaltó con fuerza la idea de que nuestras impresiones corrientes acerca
de Dios podrían ser muy diferentes al Dios que la Biblia nos describe en realidad. ¿Cómo es él
en verdad? En la iglesia y en una universidad cristiana había aprendido a pensar en Dios como
un espíritu invisible e inmutable que posee cualidades como la omnipotencia, la omnisciencia y
la impasibilidad (incapacidad de tener emociones). Estas doctrinas, que según se supone nos
deben ayudar a entender el punto de vista divino, se pueden hallar en la Biblia, aunque están bien
escondidas.
En una lectura sencilla de la Biblia, no encontré un nebuloso vapor, sino un ser personal
real, tan único, distinto y lleno de colorido como cualquier otra persona que conozca. Dios tiene
emociones profundas; siente deleite, frustración e ira. En los libros de los profetas llora y gime
de dolor, hasta llegar a compararse con una mujer que da a luz: «Grito, voceo y me esfuerzo».
Una y otra vez, el comportamiento de los seres humanos lo indigna. Cuando los israelitas
cometen el crimen de sacrificar niños, parece asombrado por una acción que —y es un Dios
omnisciente el que habla aquí— «no les mandé, ni hablé, ni me vino al pensamiento». Él explica
la necesidad de castigarlos, preguntando en son de queja: «¿Qué otra cosa podía hacer?». Lo sé,
lo sé; la palabra «antropomorfismo” debería explicar todas esas características semejantes a las
humanas. Sin embargo, podemos tener la certeza de que las imágenes que Dios «toma prestadas”
de la experiencia humana señalan una realidad aun más fuerte que ella.
Mientras leía mi Biblia de un extremo a otro en mi refugio invernal, me maravillaba de lo
mucho que Dios permite que los seres humanos lo afecten. No estaba preparado para el
descubrimiento del gozo y la angustia —en resumen, la pasión— del Dios del universo. Al
estudiar «sobre” Dios, domesticándolo y reduciéndolo a palabras y conceptos que se podían
archivar en orden alfabético, me había perdido la fuerza de la apasionada reacción que Dios
busca por encima de todas las demás cosas. Las personas que se relacionaron mejor con Dios —
Abraham, Moisés, David, Isaías, Jeremías— lo trataron con una asombrosa familiaridad. Le
hablaban como si él estuviera sentado junto a ellos en una silla, como podrían estar hablando con
un consejero, un jefe, un padre o un enamorado. Lo trataban como un ser personal.
Aquel viaje a Colorado arrojó una luz nueva sobre mis tres interrogantes acerca de la
desilusión con Dios. No son acertijos en espera de solución, como podríamos encontrar en el
campo de las matemáticas, la programación de computadoras, o incluso la filosofía. Son más
bien problemas de relación entre los seres humanos y un Dios que anhela con fuerza amarnos y
ser amado por nosotros.
Vi pocas personas durante mi retiro de dos semanas. La mayor parte del tiempo me quedé
acurrucado en la cabaña, detrás de la pared de nieve, leyendo. Quizá fuera esta soledad, este
aislamiento, lo que despejara el camino para la conclusión a la que llegué: siempre me había
limitado a tener en cuenta un solo punto de vista, el humano.
Tengo anaqueles enteros repletos de libros que presentan el dilema del ser humano.
Algunos son divertidos; otros están llenos de angustia o sarcasmo, o son demasiado filosóficos,
pero básicamente todos expresan el mismo punto de vista: «Esto es lo que sienten los seres
humanos». Las personas desilusionadas con Dios se centran todas por igual en el punto de vista
humano. Cuando hacemos nuestras preguntas —¿Por qué Dios es injusto? ¿Por qué guarda
silencio? ¿Por qué se esconde?— en realidad estamos preguntando: ¿Por qué Dios es injusto
conmigo? ¿Por qué me parece que no me habla a mí y se esconde de mí?
Traté de hacer a un lado mis interrogantes existenciales, mis desilusiones personales, para
tener en cuenta esta vez el punto de vista de Dios. Ante todo, ¿por qué busca el contacto con los
seres humanos? ¿Por qué nos persigue, y qué se interpone ante esa persecución? Volví de nuevo
a la Biblia, tratando de oír las palabras de Dios como si fuera la primera vez. En ella, él habla en
nombre propio, y me di cuenta de que con frecuencia no le había prestado atención. Había estado
demasiado distraído con mis sentimientos para escuchar atentamente los suyos.
Regresé de Colorado con una imagen mental de Dios muy diferente. Después de dos
semanas de estudiar la Biblia, tenía la fuerte sensación de que a Dios no le importa tanto que lo
analicemos. Principalmente, lo que quiere es que lo amemos. Casi todas las páginas de su
Palabra nos susurran este mensaje. Volví a mi casa sabiendo que tenía que hallar una forma de
explorar la relación entre un Dios apasionado —hambriento del amor de los suyos— y su propio
pueblo. Todos los sentimientos de desilusión con Dios se remontan a un momento en que se
rompió esa relación. Por eso, me decidí a buscar la solución de una pregunta en la que nunca
antes había reflexionado: «¿Cómo se siente Dios?».
La razón por la cual la mayoría de los hombres le temen a Dios, y en el fondo les
disgusta, es que prefieren desconfiar de su corazón e imaginárselo totalmente cerebral, como un
reloj.
—Herman Melvilla
  Citas bíblicas: Isaías 42; Jeremías 19, 9.
Segunda parte
Los primeros contactos: el Padre

  Capítulo 6
UN NEGOCIO ARRIESGADO

  Para comprender cómo se siente Dios, solo hay un lugar donde comenzar: el momento de
la creación. Con frecuencia leemos Génesis 1 como un preludio, mientras nuestra mente se
apresura a pasar a la gran interrupción del capítulo 3 o al debate moderno sobre el proceso usado
en la creación. Sin embargo, Génesis 1 no dice nada de ese proceso, ni de la tragedia que sucedió
después. Lo que hace es presentar el esquema más elemental de nuestro mundo —el sol y las
estrellas, los océanos y las plantas, los peces y los animales, el hombre y la mujer— junto con los
comentarios del propio Dios sobre cada obra nueva.
«Y vio Dios que era bueno…». Cinco veces resuena está incompleta descripción, como
un tambor en su cadencia. Y cuando terminó, «vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que
era bueno en gran manera». Otras partes de la Biblia recuerdan aquel momento con mayor
exuberancia. «Alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios», le
informó Dios satisfecho a Job. En Proverbios, se extiende más, y lo hace con alegría: «Con él
estaba yo ordenándolo todo, y era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él en todo
tiempo. Me regocijo en la parte habitable de su tierra; y mis delicias son con los hijos de los
hombres».
La creación, tal como la sintió Dios —desde aquel entonces todos los artistas han sentido
un eco, una especie de vibración simpática— fue como cuando el artífice le da un vistazo final al
producto terminado y lo valora de «muy bueno», o como cuando el actor no puede reprimir una
sonrisa en el momento en que el auditorio se levanta para aclamarlo, incluso como cuando una
niña por fin logra conseguir un helado.
Loren Eiseley, antropólogo y escritor, habla del día en que sintió el gozo de la creación
original. Siendo ya anciano, caminaba por una playa desierta, donde encontró refugio contra la
húmeda niebla bajo la proa de un bote destruido y se quedó dormido muy pronto. Cuando abrió
los ojos, se encontró con las pequeñas orejas y la curiosa cara de un zorro joven, tan joven que
aún no había aprendido a temer. Allí, bajo la sombra del bote, el distinguido naturalista y el
cachorro de zorro se contemplaron mutuamente. Entonces el animalito, con una amplia nota de
humor juguetón en el rostro, escogió un hueso de pollo de una pila y lo sacudió sujetándolo entre
sus dientes. Siguiendo un impulso, Eiseley se inclinó, atrapó el otro extremo, y comenzó el
retozo.
Loren Eiseley afirma: «Se ha dicho repetidamente que nunca podremos, por mucho que
lo intentemos, dar un rodeo hasta el frente del universo. El hombre está destinado a ver solo su
lado más lejano; a contemplar la naturaleza solo desde un punto apartado. Sin embargo, allí
estaba aquel animalito en medio de aquellos huesos, aquel zorro inocente de ojos grandes,
invitándome a jugar. El universo daba un fantástico giro para presentarme su cara, y esa cara era
tan pequeña, que el universo mismo se reía. No era tiempo para la dignidad humana.
«Por unos instantes, había mantenido a raya al universo con el simple hecho de sentarme
de cuclillas ante una madriguera de zorros y juguetear con un hueso de pollo». Ese fue «el acto
más grave y lleno de sentido que haya realizado jamás», decía después como conclusión, porque
en él había captado por fin un vistazo del universo, tal como comienza para todas las cosas. «En
realidad, era un universo infantil, un universo pequeño y sonriente”1.
A pesar de la impresionante vacuidad de nuestro universo, a pesar del dolor que lo acosa,
algo se desprende de aquel momento del principio en Génesis 1, como el olor de un perfume
antiguo. Yo también lo he sentido. Fue la primera vez que al doblar una curva vi que se extendía
ante mí el valle de Yosemite, con sus delicadas cataratas cayendo sobre el blanco granito.
También en una pequeña península de Ontario, donde se detienen a descansar cinco millones de
mariposas monarcas en su migración, mientras sus alas de papel adornan todos los árboles con su
tembloroso y traslúcido color naranja. Y en el zoológico infantil del parque Lincoln, en Chicago,
donde todos los animales que nacen —gorilas, osos hormigueros o hipopótamos— comienzan la
vida revoltosos y con ganas de jugar.
Eiseley tiene razón: En el corazón del universo hay una sonrisa, un toque de gozo que
procede del momento mismo de la creación. El padre o la madre que tiene cargado muy cerca de
sí al pequeñuelo, su pequeñuelo, sabe de qué hablo. Esa es la sensación que tuvo Dios cuando
vio lo que había hecho y declaró que era bueno. En el principio, en el mismo principio, no había
desilusión. Solo gozo.
Adán y Eva
Sin embargo, Génesis 1 no nos presenta toda la historia de la creación. Para comprender
lo que sigue, es necesario que creemos algo nosotros mismos.
Toda persona con creatividad, desde el niño con su juguete hasta el propio Miguel Ángel,
aprende que crear es algo que lleva en sí una especie de autolimitación. Uno produce algo que no
existía antes, sí, pero solo a base de desechar las demás opciones mientras lo hace. Si le pone en
la frente la curva trompa a su elefante de arcilla, ya no la puede poner a un lado, o en la espalda.
Tome un lápiz y comience a dibujar; se está limitando a blanco y negro, sin colores.
Ningún artista, por grande que sea, escapa a esta limitación. Miguel Ángel sabía que
ningún efecto visual le daría al techo de la Capilla Sixtina la realidad tridimensional que él había
logrado en sus esculturas. Al decidirse a usar un medio, ya fuera pintura o fresco, se limitaba a sí
mismo.
Cuando Dios creó, fue inventando los medios que utilizaría en el camino, llamando a la
existencia lo que solo había existido en su imaginación, y junto con cada decisión libre se
produjo una limitación. Escogió un mundo de tiempo y espacio, un «medio” con restricciones
propias: primero va a pasar A, después B y luego C. Dios, que ve el futuro, el pasado y el
presente a la vez, escogió el tiempo consecutivo como un artista habría escogido un lienzo y una
paleta, y su decisión impuso unos límites dentro de los cuales hemos vivido desde entonces. (Los
eruditos del hasidismo judío tienen una maravillosa palabra para hablar de la autolimitación de
Dios: la llaman zimsum).
«Dijo Dios: Produzcan las aguas seres vivientes». Detrás de esas palabras se hallan miles
de decisiones: peces con agallas y no pulmones, escamas y no piel, aletas y no pies, sangre y no
savia. A cada paso, el Creador fue tomando decisiones al mismo tiempo que eliminaba las otras
alternativas.
El libro de Génesis nos habla del grupo final de decisiones de Dios, hace una pausa,
regresa y lo describe con mayores detalles. En el sexto día de la creación, comenzaron a existir el
hombre y la mujer, dos criaturas diferentes a todas las demás. Dios los diseñó a su propia
imagen, deseoso de reconocer algo suyo en ellos. Eran como un espejo que reflejaba su propia
semejanza.
Adán y Eva tenían otro rasgo distintivo más: entre todas las criaturas de Dios, eran los
únicos que tenían la capacidad moral para rebelarse contra su Creador. Las esculturas podían
escupir a su escultor; los personajes del drama podían volver a escribir el libreto. En una palabra,
eran libres.
«El hombre es el riesgo de Dios», dijo un teólogo. Otro, Søren Kierkegaard, lo expresa de
esta manera: «Dios, por decirlo así, se ha encarcelado a sí mismo en su decisión». Casi todo lo
que dicen los teólogos acerca de la libertad humana suena en parte cierto y en parte erróneo.
¿Cómo puede un Dios soberano correr riesgos o encarcelarse a sí mismo? Sin embargo, la
creación del hombre y la mujer por parte de Dios se acerca a ese tipo de autolimitación
asombrosa.
Contemplemos esta descripción imaginaria de la creación hecha por William Irwin
Thompson:
Imagínese a Dios en el cielo, rodeado por los coros de los ángeles que lo adoran cantando
hosannas incesantemente […] «Si creo un mundo perfecto, sabré en lo que va a parar. En su
completa perfección, se moverá como una maquinaria perfecta, sin desviarse jamás de mi
voluntad absoluta». Puesto que la imaginación de Dios es perfecta, él no tiene necesidad de crear
un universo así: le basta con imaginárselo para verlo con todo detalle. Un universo de este tipo
no sería muy interesante para el hombre, o para Dios, por lo que podemos suponer que Dios
continuó meditando.
«¿Y si creara un universo que fuera libre; libre incluso de mí mismo? ¿Y si velara mi
divinidad de tal forma que las criaturas fueran libres para buscar su vida propia sin sentirse
aplastadas por mi sobrecogedora presencia? ¿Me amarían esas criaturas? ¿Me podrían amar unas
criaturas que no hubiera programado para que me adoraran eternamente? ¿Puede surgir el amor
de la libertad? Mis ángeles me aman incesantemente, pero ellos me pueden ver todo el tiempo.
¿Y si creara seres hechos a mi propia imagen de Creador; seres que fueran libres? Si pongo
libertad en este universo, corro el riesgo de que entre en él también el mal, porque si son libres,
también tendrán la libertad necesaria para desviarse de mi voluntad. ¡Hummmm! ¿Y si me sigo
relacionando con este universo dinámico, y yo y esas criaturas nos convertimos en creadores
conjuntos de un gran drama cósmico? ¿Y si de cada ocasión de mal saco un bien inimaginable,
un bien que sobrepase al mal, que surja del mismo intento del mal por negar el bien? ¿Me
amarán entonces estas nuevas criaturas libres? ¿Se unirán a mí en la creación del bien a partir del
mal, y de la novedad a partir de la libertad? ¿Y si me uno a ellos en el mundo de las limitaciones
y las formas, el mundo del sufrimiento y la maldad? ¡Aaah! En un universo verdaderamente
libre, ni yo mismo sé cómo saldrían las cosas. ¿Me atrevería, aun siendo quien soy, a correr ese
riesgo por obtener amor?”2
  ¿Por qué habrían querido rebelarse Adán y Eva? Ellos vivían en un huerto que era un
paraíso, y si tenían alguna queja, se la podían decir a Dios, como quien le habla a un amigo. Sin
embargo, allí estaba aquel único árbol prohibido, el del nombre atrayente, «el árbol de la ciencia
del bien y del mal». Era evidente que Dios les estaba escondiendo algo. ¿Cuál era el secreto que
se hallaba tras aquel nombre? ¿Cómo lo iban a conocer si no probaban de su fruto? Adán y Eva
tomaron su propia decisión «creadora”: comieron del fruto, y la tierra nunca ha vuelto a ser la
misma.
Génesis 3 nos muestra con exactitud lo que sintió Dios cuando Adán y Eva
desobedecieron: tristeza por la relación destruida, ira por su negación, y una emoción
sorprendente semejante a la alarma. «He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el
bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma,
y viva para siempre».
La creación, que parece libertad pura, implica limitación. Tal como Adán y Eva
aprendieron muy pronto, la rebelión, que también parece libertad, implica limitación igualmente.
Con su decisión se distanciaron de Dios. Antes, habían caminado y hablado con él. Ahora, al oír
que se acercaba, se escondieron entre los matorrales. Una incómoda separación se había
infiltrado para echar a perder la intimidad. Del mismo modo, todo estremecimiento de desilusión
en nuestra propia relación con Dios es una nueva sacudida de su acto inicial de rebelión.
Quizá no nos demos cuenta del problema, por llamado así, de permitir que unas
voluntades libres finitas coexistan con la Omnipotencia. Esto parece implicar en todo momento
casi una especie de «abdicación divina».
—C. S. Lewis

  1  Loren Eiseley, The Star Thrower, pp. 64, 65.


2  William I. Thompson, The Time Falling Bodies Take to Light, pp. 24, 25.
Citas bíblicas: Job 38; Proverbios 8; Génesis 1—3.
Capítulo 7
EL PADRE

  Después de regresar de Colorado, leí el libro de Génesis una y otra vez, buscando en el
libro de los orígenes alguna pista sobre lo que Dios tenía pensado para este mundo. Aun después
de aquella señalada rebelión, no desechó a su creación. Génesis nos relata asombrosas historias
acerca de sus continuos encuentros personales con la humanidad.
Si tuviera que reducir a una sola frase la trama del libro de Génesis, sería algo como esto:
«Dios aprende a ser padre»*. El rompimiento del Edén cambió al mundo para siempre,
destruyendo la intimidad con Dios que habían conocido Adán y Eva. En una especie de historia
preparatoria, Dios y la humanidad tuvieron que acostumbrarse cada cual a la presencia del otro.
Los humanos marcaron el paso quebrantando todas las reglas, y Dios les respondió con castigos
individualizados. ¿Cómo se sentía Dios? ¿Cómo se siente el padre de un niño de dos años?
En los días del principio, nadie habría podido acusar a Dios de timidez en cuanto a
intervenir. Él daba la impresión de ser un padre cercano; muy cercano. Cuando Adán pecó, Dios
se encontró personalmente con él para explicarle que toda la creación se tendría que adaptar a la
decisión que él, Adán, había tomado. Solo una generación más tarde, un nuevo tipo de horror —
el asesinato— apareció en la tierra. «¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tú hermano clama a
mi desde la tierra», le dijo a Caín. Una vez más, Dios fue al encuentro del culpable y preparó un
castigo especial para él.
El estado de la tierra, y en realidad el de toda la raza humana, se siguió deteriorando hasta
un punto de crisis que la Biblia resume en las palabras más patéticas que se hayan escrito jamás:
«Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón». Detrás de
esta afirmación se encuentran todo el disgusto y el dolor que Dios sentía como padre.
¿Qué padre humano no ha sentido al menos una punzada de remordimiento así? Un hijo
adolescente tiene un ataque de rebelión. «¡Te odio!», grita, buscando torpemente las palabras que
nos causen mayor dolor. Parece como si quisiera retorcerles un cuchillo en el vientre a sus
padres. Ese rechazo es lo que Dios experimentó, no solo con un hijo, sino con la raza humana
entera. Como consecuencia, destruyó lo que había creado. Todo el gozo de Génesis 1 se
desvaneció bajo las turbulentas aguas del Diluvio.
No obstante, quedaba Noé, aquel único hombre de fe que «caminó con Dios». Después
del arrepentimiento expresado en Génesis del capítulo 3 al 7, casi podemos oír cómo Dios
suspira de alivio cuando el primer acto de Noé al volver a pisar tierra firme es adorar al Dios que
lo ha salvado. Por fin, alguien sobre quien edificar. (Años más tarde, en un mensaje a Ezequiel,
Dios mencionaría a Noé como uno de los tres más justos entre sus seguidores). Con el planeta
entero recién purificado y la vida brotando de nuevo, Dios aceptó hacer un pacto o contrato que
lo ataría, no solo a Noé, sino a toda criatura viviente. Solo prometía una cosa: Nunca volvería a
destruir a toda la creación.
El pacto con Noé se podría considerar como el límite mínimo de una relación: una de las
partes acepta no destruir a la otra. Con todo, aun en esa promesa, Dios se limitó a sí mismo. Él,
el enemigo jurado de todo el mal del universo, se comprometió a soportar por un tiempo la
maldad en este planeta, o más bien a resolverla por otros medios que no fueran la aniquilación.
Como el padre de un adolescente descarriado, se obligó a ocupar el puesto del «Padre que
espera” (como lo expresa con tanta elocuencia el relato del Hijo Pródigo que hiciera Jesús).
No pasó mucho tiempo sin que otra rebelión masiva, en un lugar llamado Babel, pusiera a
prueba la decisión tomada por Dios, pero él se mantuvo fiel a su promesa de no destruir a los
humanos.
Por lo tanto, al principio de la historia, Dios actuaba tan llanamente que nadie se podía
quejar de que estuviera escondido o callado. Con todo, aquellas primeras intervenciones tenían
en común una característica importante: cada una de ellas era un castigo, una respuesta a la
rebelión humana. Si Dios tenía la intención de sostener unas relaciones maduras con unos seres
humanos libres, ciertamente se encontró con una serie de fuertes contratiempos. ¿Cómo se iba a
poder relacionar jamás con sus criaturas al nivel de adultos si seguían comportándose como
niños?
El plan
El capítulo 12 de Génesis marca un trascendental cambio. Por vez primera desde los
tiempos de Adán, Dios no intervino para castigar, sino a fin de poner en marcha un nuevo plan
para la historia humana.
No había misterio alguno en cuanto a lo que pensaba. Se lo dijo a Abraham con toda
franqueza: «Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tú nombre, y serás
bendición. Y serán benditas en ti todas las familias de la tierra». El plan aparece de alguna forma
en Génesis 13, 15 y 17, así como en docenas de pasajes más dentro del Antiguo Testamento. En
lugar de tratar de restaurar a toda la tierra de un golpe, Dios quiso comenzar con un grupo
pionero, una nueva raza separada de todas las demás. Abraham, deslumbrado con las promesas
divinas, dejó su casa y emigró a la tierra de Canaán, situada a centenares de kilómetros de
distancia.
A pesar del honor que se le había concedido al hacerlo el padre de esta nueva raza,
Abraham surge como el primer ejemplo bíblico de una persona fuertemente desilusionada con
Dios. Recibió sus milagros. Hospedó ángeles en su hogar y tuvo visiones místicas de fuegos
humeantes. Sin embargo, había un problema que lo molestaba. Después de la promesa, después
del resplandor de la revelación, vino el silencio. Largos años de un silencio desconcertante.
«Ve, posee la tierra que tengo para ti», le dijo Dios. No obstante, Abraham halló a
Canaán tan seca como un hueso, y a sus habitantes muriéndose de hambre. De modo que para
permanecer vivo, huyó a Egipto.
«Tus descendientes serán numerosos como las estrellas del cielo», le aseguró Dios.
Ninguna otra promesa habría podido hacer más feliz a Abraham. A sus setenta y siete años,
seguía esperando con ansias una tienda llena con los sonidos de los niños en sus juegos. A los
noventa y nueve, la promesa parecía francamente absurda, y cuando Dios se le presentó para
confirmarla, se rió en su cara. ¿Padre a los noventa y nueve años? ¿Sara con ropas de maternidad
a los noventa? Ambos se rieron a carcajadas solo de pensarlo.
Se reían porque les parecía ridículo, y también porque les dolía. Dios había hecho danzar
un brillante sueño de fertilidad ante una pareja estéril, para después sentarse sin hacer nada y
verlos avanzar hacia la ancianidad plena. ¿Qué clase de juego era aquel? ¿Qué pretendía?
Dios quería fe, dice la Biblia, y esa es la lección que Abraham aprendió al fin. Aprendió a
creer cuando no había razón alguna para hacerlo, y aunque no vivió para ver a los hebreos llenar
la tierra como las estrellas llenan el firmamento, sí vivió para ver a Sara dar a luz un hijo, solo
uno, un varón que conservaría para siempre el recuerdo de su absurda fe, puesto que su nombre,
Isaac, significa «risa».
Y el mismo esquema se siguió repitiendo: Isaac se casó con una mujer estéril, e igual le
sucedió a su hijo Jacob. Las tan apreciadas mujeres del pacto —Sara, Rebeca y Raquel—
atravesaron todas estériles y sin esperanza los mejores años de la edad en que debían tener hijos.
Ellas también pasaron por el resplandor súbito de la revelación, seguido por los oscuros y
solitarios tiempos de espera que solo la fe podía llenar.
Un jugador diría que Dios había acumulado todas las posibilidades en su propia contra.
Un cínico habría dicho que Dios se burlaba de las criaturas a las que debía amar. La Biblia se
limita a usar las misteriosas palabras «por la fe” a fin de describir lo que ellos pasaron. De alguna
manera, era esa «fe” lo que tenía valor para Dios, y pronto se vio con claridad que para los
humanos, la fe es la mejor manera de expresar su amor a Dios.
José
Si lee el libro de Génesis de una sola sentada, no podrá menos que notar un cambio en la
forma en que Dios se relaciona con su pueblo. Al principio se mantenía cercano: caminaba en el
huerto con ellos, castigaba sus pecados personales, les hablaba directamente, intervenía de
continuo. Hasta en los días de Abraham, envió mensajeros celestiales a visitar sus hogares. En
cambio, en tiempos de Jacob los mensajes eran mucho más ambiguos: un misterioso sueño
acerca de una escalera, una lucha cuerpo a cuerpo tarde en la noche. Y hacia el final de Génesis,
un hombre llamado José recibió su orientación de las maneras más inesperadas.
El libro de Génesis aminora su marcha cuando llega a la época de José y presenta a Dios
obrando, pero mayormente detrás del escenario. Dios no le hablaba a José a través de los
ángeles, sino utilizando medios como los sueños de un despótico faraón egipcio.
Si alguien tenía una razón válida para sentirse desilusionado con Dios, ese era José, cuyas
valientes manifestaciones de bondad solo le acarreaban problemas. Les interpretó un sueño a sus
hermanos, y lo arrojaron a una cisterna. Se resistió a las demandas sexuales de una mujer casada,
y terminó en una prisión egipcia. Allí, interpretó otro sueño para salvarle la vida a un compañero
de celda, y el compañero de celda se olvidó muy pronto de él. Me pregunto si a José, mientras
languidecía a causa de su virtud en una mazmorra egipcia, se le ocurrirían interrogantes como los
de Richard: ¿Es Dios injusto? ¿Está callado? ¿Está escondido?
Ahora bien, pasemos por un momento a la perspectiva de Dios como Padre. ¿Se había
«retirado” deliberadamente para permitir que la fe de José alcanzara un nuevo nivel de madurez?
¿Podría ser este el motivo de que el libro de Génesis le dedique más espacio a José que a ninguna
otra persona? A lo largo de todas sus pruebas, José aprendió a confiar, no en que Dios le evitaría
las dificultades, sino en que redimiría hasta la dificultad misma. Mientras las lágrimas lo
ahogaban, José trataría de explicarles su fe a los hermanos que habían querido su muerte: «Para
preservación de vida me envió Dios delante de vosotros».
La idea central en la mayor parte del Antiguo Testamento
podría ser llamada «la idea de la soledad de Dios».
— G. K. Chesterton

  Citas bíblicas: Génesis 1,11; Hebreos 5; Ezequiel 14; Génesis


12,21, 25, 30; Hebreos 11; Génesis 37, 39,41, 45.
Capítulo 8
LUZ SOLAR SIN FILTROS

  El libro de Génesis termina con una sola familia, tan pequeña como para que la Biblia
recoja los nombres de todos sus hijos, y establecida en el amistoso refugio de Egipto. El libro de
Éxodo, que es el libro siguiente, comienza con una muchedumbre de israelitas que trabajaban
fatigosamente como esclavos bajo el gobierno de un faraón hostil. En ningún otro lugar de la
Biblia se halla relato alguno de lo que sucedió durante los cuatrocientos años intermedios.
He escuchado muchos sermones sobre la vida de José, y muchos más sobre Moisés y los
milagros del Éxodo. Sin embargo, nunca he oído un sermón sobre la brecha de cuatrocientos
años que se abre entre Génesis y Éxodo. (¿No surgirán algunos de nuestros sentimientos de
desaliento del hábito de evitar los tiempos de silencio para favorecer los relatos bíblicos que
hablan de victorias?) Tenemos la tendencia de lanzarnos a toda velocidad hacia las regocijantes
historias de la liberación de la esclavitud. ¡No obstante, pensemos en esto! Durante un período
que comprende el doble del tiempo que llevan de existencia los Estados Unidos, el cielo
permaneció callado. Con toda seguridad, los esclavos hebreos sentirían en Egipto una profunda
desilusión con Dios.
Supongamos que usted es hebreo, descendiente de Abraham. Creció oyendo hablar de las
maravillosas promesas que Dios le hizo a aquel gran hombre. «Algún día tu raza se convertirá en
una nación poderosa y vivirá en paz en su propia tierra». Dios se lo había jurado personalmente,
primero a Abraham y luego a Isaac y a Jacob. De niño, aprendió de memoria obedientemente
aquellas promesas, pero ahora le parecen cuentos de hadas. ¿Una nación independiente? Usted y
sus vecinos son esclavos del imperio más poderoso de la tierra, sufren a diario los insultos y
sienten los látigos de los capataces egipcios. Su propio hermano recién nacido fue asesinado por
los soldados del faraón.
Y en cuanto a la Tierra Prometida, se halla en el este, en algún lugar, dividida bajo el
dominio de una docena de reyes.
Cuatrocientos años de silencio, hasta Moisés. Entonces fue cuando sucedió de pronto
todo lo que habría podido desear un es-céptico. Primero, Dios se apareció en una zarza ardiente,
presentándose a Moisés y revelándole su nombre. Él habló en voz alta.
«Ya mi pueblo ha sufrido bastante», le dijo Dios. «Ahora verás lo que voy a hacer».
Después, hizo la mayor exhibición de poder divino que el mundo haya visto jamás. Diez
veces intervino a una escala tan masiva, que no quedó en Egipto una sola persona que pudiera
dudar de la existencia del Dios de los hebreos. Miles de millones de ranas, piojos, moscas,
piedras de granizo y langostas demostraron de manera empírica que el Señor de toda la creación
era real.
Durante los cuarenta años siguientes, los años en que deambularon por el desierto, Dios
llevó a su pueblo «como un padre lleva a su hijo». Alimentó a los israelitas, los vistió, planeó su
itinerario día tras día y peleó sus batallas.
¿Es Dios injusto? ¿Permanece callado? ¿Se esconde de nosotros? Estos interrogantes
deben haber molestado a los hebreos hasta que, en tiempos de Moisés, Dios salió de su silencio.
Castigó el mal y recompensó el bien. Habló con voz audible. Se hizo visible, primero a Moisés
en una zarza ardiente, y después a todos los israelitas en una columna de nube y de fuego.
La respuesta de los israelitas a una intervención tan directa nos ofrece un importante
detalle sobre los límites inherentes a todo poder. El poder consigue todo, menos lo más
importante: no puede controlar el amor. Las diez plagas del libro de Éxodo demuestran el poder
de Dios sobre un faraón, pero las diez rebeliones principales relatadas en Números muestran lo
impotente que es el poder para hacer que aparezca lo que Dios más deseaba: el amor y la
fidelidad de su pueblo. Ningún despliegue pirotécnico de omnipotencia pudo hacer que confiaran
en él y lo siguieran.
No necesitamos que los israelitas de la antigüedad nos enseñen esta realidad. La podemos
ver hoy en las sociedades donde el poder anda desbocado. En un campo de concentración, como
tantos testigos nos lo han dicho, los guardas poseen un poder casi ilimitado. A base de usar la
fuerza pueden hacer que alguien renuncie a su Dios, maldiga a su familia, trabaje sin sueldo,
coma excrementos humanos, mate y entierre a su amigo más íntimo o a su propia madre … Todo
esto se halla al alcance de su poder. Solo una cosa no les es posible: no pueden obligar a nadie a
amarlos.
El hecho de que el amor no opera bajo las reglas del poder ayudaría a explicar por qué a
veces parece como si Dios sintiera timidez en cuanto a utilizar su propio poder. Él nos creó para
que lo amáramos, pero sus manifestaciones milagrosas más impresionantes —la clase de
manifestaciones por las que tal vez suspiremos en secreto— no hacen nada para fomentar ese
amor. Douglas John Hall lo expresa de esta manera: «El problema de Dios no es que no sea
capaz de hacer ciertas cosas. Su problema es que él ama. El amor le complica la vida a Dios,
como se la complica a cualquiera”1.
Hasta el Señor del universo, cuando ve desdeñado su propio amor, se siente en cierto
modo impotente, como un padre que acaba de perder lo que más aprecia. La Biblia registra una
especie de diario sobre las afectuosas relaciones de Dios con los israelitas:
El día que naciste no fue cortado tu ombligo, ni fuiste lavada con aguas para limpiarte, ni
salada con sal, ni fuiste envuelta con fajas. No hubo ojo que se compadeciese de ti para hacerte
algo de esto, teniendo de ti misericordia; sino que fuiste arrojada sobre la faz del campo, con
menosprecio de tu vida, en el día que naciste.
Y yo pasé junto a ti, y te vi sucia en tus sangres, y cuando estabas en tus sangres te dije:
¡Vive! Sí, te dije, cuando estabas en tus sangres: ¡Vive! Te hice multiplicar como la hierba del
campo; y creciste y te hiciste grande, y llegaste a ser muy hermosa; tus pechos se habían
formado, y tu pelo había crecido; pero estabas desnuda y descubierta.
Y pasé yo otra vez junto a ti, y te miré, y he aquí que tu tiempo era tiempo de amores; y
extendí mi manto sobre ti, y cubrí tu desnudez; y te di juramento y entre en pacto contigo, dice
Jehová el Señor, y fuiste mía.
Te lavé con agua, y lavé tus sangres de encima de ti, y te ungí con aceite; y te vestí de
bordado, te calcé de tejón, te ceñí de lino y te cubrí de seda. Te atavié con adornos, y puse
brazaletes en tus brazos y collar a tu cuello. Puse joyas en tu nariz, y zarcillos en tus orejas, y una
hermosa diadema en tu cabeza.
  Aun así, Dios, que todo lo ve, conocía el trágico destino final de los israelitas, y dijo: «Yo
conozco lo que se proponen de antemano, antes que los introduzca en la tierra que juré darles».
Mientras su pueblo se reunía junto al río Jordán, bien dispuesto para un cambio, él permitió que
le diéramos un notable vistazo a lo que se siente cuando se es Dios. Él no compartía el espíritu de
anticipado regocijo que había en el campamento, y visitó a Moisés en el tabernáculo de reunión
para explicarle el porqué.
Dios anhelaba más que nada que el pacto tuviera éxito: «¡Quién diera que tuviesen tal
corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y
a sus hijos les fuese bien para siempre!». Sin embargo, las repetidas rebeliones en el desierto
habían causado su efecto. Dios predijo que se produciría una terrible desobediencia, y anunció
también su propia reacción: «Ciertamente yo esconderé mi rostro en aquel día». Hablaba con
triste resignación, como el padre de un adicto a las drogas, incapaz de evitar que su propio hijo se
destruya a sí mismo; como la esposa de un alcohólico que oye la promesa de que mañana o
pasado mañana todo será mejor, una promesa tantas veces quebrantada que ha perdido la cuenta.
Entonces Dios le dio a Moisés un extraño encargo. «Escribíos este cántico, y enséñalo a
los hijos de Israel; ponlo en boca de ellos, para que este cántico me sea por testigo», le dijo. El
cántico le ponía música al punto de vista divino: el lamento de un amante agraviado hasta el
abandono. Así fue como, al momento de nacer su nación, eufóricos por el paso del río Jordán, los
israelitas estrenaron una especie de himno nacional; el más extraño que se haya cantado jamás.
No tenía prácticamente ninguna palabra de esperanza, solo de condenación.
Primero cantaron sobre los tiempos de favor, cuando Dios los halló en medio de un
terrible desierto y los quiso como a la niña de sus ojos. Después cantaron acerca de la terrible
traición que se avecinaba, del momento en que olvidarían al Dios que los había hecho nacer.
Cantaron acerca de las maldiciones que los afligirían, el hambre devastadora, las plagas mortales
y las saetas ebrias de sangre. Con esta agridulce música en los oídos, los israelitas entraron en la
Tierra Prometida.
Como un perro de presa sobre la pista, sigo zigzagueando con rumbo al desierto, en busca
de indicios. El tabernáculo resplandeciente con la presencia de Dios, el milagroso alimento de la
mañana, la larga fila de israelitas descontentos que arrastraban los pies por la arena del desierto
… En algún momento situado entre la brillante promesa y la infortunada inutilidad de aquellos
cuarenta años se halla el misterio de la desilusión con Dios. ¿Qué fue lo que torció las cosas?
Con frecuencia he anhelado que Dios actúe de manera directa y muy cercana. ¡Solo
bastaría con que se manifestara! Sin embargo, en los terribles relatos sobre los fracasos de los
israelitas, puedo percibir ciertas «desventajas” en el hecho de que Dios actúe de forma tan
directa. Un problema que tuvieron de inmediato fue la falta de libertad personal. Para los
israelitas, vivir tan cerca de un Dios santo significaba que nada —el sexo, la menstruación, el
contenido de las telas que vestían o los hábitos dietéticos— podía quedar fuera del alcance de sus
leyes. Ser un «pueblo escogido” tenía su precio. Así como Dios había sentido que era casi
imposible vivir entre gente pecadora, también los israelitas encontraron casi imposible vivir
teniendo a un Dios santo en medio de ellos.
Las cosas pequeñas parecen haber sido las que más molestaban a los israelitas: testigos de
esto son sus quejas constantes por la comida. Con unas pocas excepciones, comieron lo mismo
todos los días durante cuarenta años: el maná (palabra que significa literalmente «¿Qué es
esto?”), que aparecía cada mañana como un rocío sobre el suelo. Una dieta monótona podrá
parecer una cosa trivial a cambio de la liberación de la esclavitud, pero escúchelos quejarse:
«Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los
puerros, las cebollas y los ajos; y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven
nuestros ojos».
Además de estas cosas tan poco importantes, surgió un problema mucho más serio.
Parece una paradoja, pero cuanto más se acercaba Dios a su pueblo, tanto más distantes se
sentían ellos de él. Moisés diseñó una asombrosa cantidad de rituales complicados, necesarios
para acercarse a Dios, y sin dar margen alguno al error. Los israelitas podían ver claras
evidencias de la presencia divina en el Lugar Santísimo, pero ninguno se atrevía a entrar. Si
quiere conocer el tipo de «relación personal con Dios” del que disfrutaban los israelitas, escuche
las palabras de los propios adoradores: «He aquí nosotros somos muertos, perdidos somos, todos
nosotros somos perdidos. Cualquiera que se acercare, el que viniere al tabernáculo de Jehová,
morirá». Y en otra ocasión: «No vuelva yo a oír la voz de Jehová mi Dios, ni vea yo más este
gran fuego, para que no muera».
En cierta ocasión, a modo de experimento, el gran científico Isaac Newton miró fijamente
la imagen del sol, que se reflejaba en un espejo. El resplandor le quemó la retina y sufrió de
ceguera temporal. Aun después de esconderse por tres días tras cortinas cerradas, el punto
brillante no se borraba de su visión. «Usé todos los medios posibles para apartar el sol de mi
imaginación», escribió, «pero si pensaba en él, veía su imagen, aunque estuviera en la
oscuridad». De haber fijado su vista unos pocos minutos más, Newton hubiera perdido
permanentemente y por completo la visión. Los receptores químicos que controlan la vista no
pueden soportar toda la fuerza de la luz solar sin filtros.
El experimento de Isaac Newton tiene el valor de una parábola y nos ayuda a comprender
lo que aprendieron finalmente los israelitas a raíz de sus jornadas por el desierto. Habían tratado
de vivir con el Señor del universo presente de un modo visible entre ellos; pero al final, de los
miles que habían huido tan alegremente de Egipto, solo dos sobrevivieron a la presencia divina.
Si apenas podemos soportar la luz de una vela, ¿cómo podremos mirar de frente al sol?
«¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor?», pregunta el profeta Isaías. ¿Acaso le
tendremos que estar agradecidos a Dios por esconderse, en lugar de sentirnos desilusio nados?
1 Douglas John Hall, God and Human Suffering, p. 156.
Citas bíblicas: Éxodo 1,12; Deuteronomio 1; Ezequiel 16;
Deuteronomio 31, 5, 31, 32; Números 11, 17; Deuteronomio 18;
Isaías 33.
Capítulo 9
UN MOMENTO DE RESPLANDOR

  A los nueve años de edad, convencido de que Dios lo ayudaría a volar, León Tolstoy se
cayó en picada desde una ventana del tercer piso y atravesó su primera gran crisis de desilusión
con Dios. Afortunadamente, Tolstoy sobrevivió a la caída, y años más tarde pudo reírse de su
infantil prueba de fe.
¿Qué niño no ha soñado con tener poderes sobrenaturales? Señor, ayúdame a cruzar este
lago a pie. Ayúdame a derribar a aquel bravucón. Hazme listo sin tener que estudiar. Y si a
Dios alguna vez le pareciera bien responder alguna de estas oraciones; si nos concediera nuestros
deseos como los genios de las botellas, ¿no trataríamos entonces de complacerlo, movidos por la
gratitud? En mis horas oscuras de desilusión, pienso instintivamente de esa forma: Si Dios me
puede sacar … si las cosas se calman … si me pongo bien … entonces seguiré a Dios.
Mi amigo Richard creía que cualquiera seguiría como un perrito a un Dios que actuara
con justicia, hablara con claridad y se hiciera evidente. Las jornadas de los israelitas por el
desierto demuestran que estaba equivocado. Algunos sostendrán que su fe se debilitó en una
tierra inhóspita; un lugar que Moisés recordaría como «un desierto grande y espantoso, lleno de
serpientes ardientes, y de escorpiones, y de sed, donde no había agua». ¿Quién no iba a
descorazonarse en esas circunstancias? ¿Hubo tiempos más felices, en los que Dios pareció estar
cercano y concederles sus deseos a los suyos?
El tono en que se expresa el Antiguo Testamento adquiere un nuevo brillo al aparecer el
nombre de David. «Entonces despertó el Señor como quien duerme, como un valiente que grita
excitado del vino», dice el Salmo 78 acerca de aquellos días. Por fin Dios había encontrado a un
hombre según su corazón; el tipo de persona alrededor de la cual podría construir una nación. El
gran rey David quebrantó cuantas leyes había en los libros, con una excepción: amaba a Dios con
todo su corazón, toda su mente y toda su alma. Con David como rey sobre Israel, los sueños del
pacto comenzaron a resurgir.
Cuando Salomón, el hijo de David, ocupó el trono, Dios quitó todos los obstáculos.
Salomón obtuvo lo que solo los niños sueñan tener. Dios le ofreció concederle cualquier deseo
—larga vida, riquezas, lo que fuera— y cuando Salomón escogió la sabiduría, Dios le regaló con
ella la riqueza, la honra y la paz. Reinaría sobre una Edad de Oro, un resplandeciente momento
de tranquilidad en la larga y tormentosa historia de los hebreos.
Salomón
Ocupó el trono de Israel siendo un adolescente, y pronto se convirtió en la persona más
rica de su tiempo. La Biblia dice que la plata era tan corriente en Jerusalén como las piedras. Una
flota de barcos mercantes buscaba cosas exóticas para las colecciones privadas del rey —monos
y mandriles del África— y también marfil y oro por toneladas. Salomón tenía además talento
artístico: escribió mil cinco cánticos y tres mil proverbios.
Otros gobernantes viajaban centenares de kilómetros para comprobar personalmente la
sabiduría de Salomón y ver la gran ciudad que había edificado. Entre ellos se destacó la reina de
Sabá, quien dijo de él:
Verdad es lo que oí en mi tierra de tus cosas y de tu sabiduría; pero yo no lo creía, hasta
que he venido, y mis ojos han visto que ni aun se me dijo la mitad; es mayor tu sabiduría y bien,
que la fama que yo había oído. Bienaventurados tus hombres, dichosos estos tus siervos, que
están continuamente delante de ti, y oyen tu sabiduría. Jehová tu Dios sea bendito, que se agradó
de ti para ponerte en el trono de Israel.
  Unas palabras impresionantes para una reina que, como regalo de despedida, le dio a
Salomón cuatro toneladas y media de oro puro.
¿Qué sentía Dios durante aquellos días felices? Alivio, placer, deleite … la Biblia insinúa
todas estas cosas. Los quejumbrosos de siempre se habían ido acabando, y Salomón hizo cuanto
estuvo a su alcance para lograr que Dios se sintiera amado. Derrochó las riquezas de su reino en
un grandioso templo lujosamente fabricado por doscientos mil obreros, que se hallaba entre las
maravillas del mundo antiguo. Desde la distancia, brillaba como una montaña cubierta de nieve.
La historia del Antiguo Testamento alcanzó su nivel más sublime el día que Salomón
consagró aquel templo a Dios. Piense en una escena de cine donde se presenta el más cegador
encuentro con un ser extraterrestre. Algo parecido sucedió en Jerusalén, con la diferencia de que
no se trataba de una ilusión creada por equipos con efectos especiales. Miles de personas estaban
viendo lo que sucedía en una gigantesca ceremonia pública. Cuando la gloria del Señor
descendió para llenar el templo, hasta los sacerdotes fueron echados fuera por la sacudida.
Dios estaba haciendo del templo de Salomón el centro de su actividad sobre la tierra, y la
multitud decidió de manera espontánea que permanecería allí otras dos semanas para celebrar.
Arrodillado sobre una plataforma de bronce, Salomón oró en voz alta: «Yo he edificado casa por
morada para ti, sitio en que tú habites para siempre». Entonces se dio cuenta de algo, asombrado:
«Pero ¿es verdad que Dios morará sobre la tierra? He aquí que los cielos, los cielos de los cielos,
no te pueden contener; ¿cuánto menos esta casa que yo he edificado?».
Dios le respondería más tarde: «Yo he oído tu oración y tu ruego que has hecho en mi
presencia. Yo he santificado esta casa que tú has edificado […] En ella estarán mis ojos y mi
corazón todos los días». ¡Lo había hecho! Por fin se habían convertido en realidad sus promesas
a Abraham y Moisés. Ahora los israelitas poseían una tierra, eran una nación con fronteras
seguras y tenían un resplandeciente símbolo de la presencia de Dios en medio de ellos. Ninguno
de los que estaban presentes en el famoso día de la consagración del templo podía dudar de Dios;
todos habían visto el fuego y la nube de su presencia. Y todo esto no había sucedido en un
terrible desierto lleno de serpientes y escorpiones, sino en una tierra rica llena de oro y plata.
Con todo cuanto pudiésemos imaginar a favor de Salomón, al principio pareció que este
seguiría agradeciéndole a Dios. Su oración de consagración del templo en 1 Reyes 8 es una de
las más majestuosas que se hayan hecho jamás. Sin embargo, al final de su reinado, Salomón
había despilfarrado casi todas aquellas ventajas. El hombre poético que había cantado al amor
romántico batió todas las marcas de promiscuidad: ¡Tuvo setecientas esposas en total, además de
trescientas concubinas! El hombre sabio que había compuesto tantos proverbios llenos de sentido
común se burló de ellos con una extravagancia que nunca ha sido igualada. Y para complacer a
sus esposas extranjeras, el hombre devoto que había construido el templo de Dios dio un terrible
paso final: introdujo la adoración de los ídolos en la santa ciudad de Dios.
En una generación, Salomón tomó a Israel, un reino naciente que dependía de Dios en
cuanto a su supervivencia, y lo convirtió en un poder político autosuficiente. Sin embargo, a lo
largo del camino perdió el sentido de la visión original a la que Dios lo había llamado. Es irónico
que, en el momento de su muerte, Israel se pareciera al Egipto del que había escapado: un estado
imperial sostenido en su lugar por una embotada burocracia y el trabajo de sus esclavos, con una
religión estatal oficial bajo el mandato del gobernante. El éxito en el reino de este mundo había
ido echando fuera el interés por el reino de Dios. La breve y resplandeciente visión de una nación
que mantenía un pacto con Dios se había desvanecido, y Dios le retiró su aprobación. Después de
la muerte de Salomón, Israel se dividió en dos reinos y comenzó a deslizarse hacia la ruina.
Una cita de Oscar Wilde se habría podido convertir en el mejor epitafio para Salomón:
«En este mundo solo hay dos tragedias. Una es no conseguir lo que queremos, y la otra es
conseguirlo». Salomón obtuvo cuanto quiso, en especial en lo que respecta a símbolos de poder y
categoría. Poco a poco fue dejando de depender de Dios, al mismo tiempo que descansaba cada
vez más en los puntos de apoyo que lo rodeaban: el harén más grande del mundo, una casa el
doble de grande que el templo, un ejército bien provisto con carros, y una fuerte economía. Es
posible que el éxito eliminara en él las crisis de la desilusión con Dios, pero también pareció
eliminar por completo el deseo de Dios. Mientras más disfrutaba de las cosas buenas de este
mundo, tanto menos pensaba en aquel de quien las había recibido.
En el desierto, Dios habitó en una columna de fuego y de nube, tan cercano que su poder
algunas veces se «desató” con fuerza destructora. En los días de Salomón, parece haber
restringido ese poder, dándole al rey autoridad para que lo representara ante el pueblo. En cuanto
a los israelitas, que se habían apartado de Dios llenos de temor en el desierto, se limitaron a darlo
por garantizado una vez centrada su presencia en el templo. Dios se convirtió en un detalle más
dentro del paisaje real.
Como reacción ante este cambio, Dios se alejó calladamente. Se puede detectar con
facilidad el cambio recorriendo el Antiguo Testamento, que nos da largos relatos sobre Saúl,
David y Salomón, los tres primeros reyes de Israel. En cambio, después de Salomón, las historias
de los reyes se apresuran hasta convertirse en una borrosa visión fácil de olvidar. En lugar de
permanecer con ellos, Dios se volvió ahora a sus profetas.
Citas bíblicas: Deuteronomio 8; 2 Samuel 7; 1 Reyes 8—10.
Capítulo 10
EL FUEGO Y LA PALABRA

  Fue una coincidencia no santa que muchos consideraron como una retribución divina.
Hace dos semanas, el canónigo David Jenkins, de cincuenta y nueve años, quien había afirmado
en público que no era necesario tomar demasiado al pie de la letra ni el nacimiento virginal de
Jesús ni su resurrección, fue formalmente consagrado como obispo anglicano de Durham en la
catedral de York, en medio de gritos de protesta. Menos de tres días después, durante la
madrugada, cayó un rayo sobre el techo de madera que cubría el crucero sur del siglo trece de la
catedral. A las dos y media de la mañana se alzaban las llamas desde la obra maestra medieval,
que es la catedral gótica más grande en el norte de Europa […] Los detractores de Jenkins no
perdieron tiempo en señalar que sus puntos de vista habían sido vindicados […] Un vicario que
había sido sacado de la catedral por protestar en voz alta en medio de la ceremonia de
consagración del nuevo obispo, sugirió que la «intervención divina” había causado el fuego.
Otros […] citaron al profeta Elías, quien hizo caer del cielo un fuego que destruyó un altar
construido por él en la presencia de los profetas de Baal.
— Revista Time, 23 de julio de 1984

Por supuesto, el problema con el rayo de la catedral de York es que solo se le puede
considerar una notable excepción. Así que fuego del cielo cae sobre una famosa iglesia. ¿Qué
decir entonces de todas las iglesias unitarias donde se niegan tan abiertamente tantas doctrinas
cristianas ortodoxas, sin mencionar las mezquitas musulmanas y los templos hindúes? ¿Por qué
iba a provocar David Jenkins la ira divina cuando Bertrand Russell, un hombre francamente
blasfemo, vivió sin recibir castigo alguno hasta bien entrada la ancianidad? Si Dios se dedicara a
enviar rayos como respuesta a las malas doctrinas, nuestro planeta brillaría como un árbol
navideño.
Y sin embargo, sí cayó fuego del cielo en una ocasión, hace casi treinta siglos. Desde
aquel entonces, los ministros han vuelto sus ojos a aquella escena del monte Carmelo. El relato
tiene un toque mítico, de calidad tolkienesca63: como Frodo en su misión a Mordor, Elías
atravesó todo Israel hasta llegar a una escarpada y desértica montaña a fin de declarar la guerra
en un combate cuerpo a cuerpo contra ochocientos cincuenta falsos profetas.
Elías, el profeta más rústico y velludo de Israel, preparó a la multitud como lo haría un
mago consumado. Empapó el lugar con doce jarras grandes de agua, un lujo increíble después de
tres años de sequía. Entonces, cuando parecía que estaba perpetrando una gran broma a nivel
nacional, sucedió aquello. Como un meteoro, cayó una bola de fuego de un cielo totalmente
despejado. El calor fue tan intenso que derritió las piedras y el suelo, y las llamas consumieron el
agua de las zanjas como si hubiera sido combustible. La multitud cayó al suelo con temor y
veneración. «¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!», gritaban.
En una dramática confrontación pública, Dios les asestó un fuerte golpe a las fuerzas del
mal. No es de extrañarse que la escena ocupe un lugar tan notable en los anales de la fe. No es
nada raro que los contemporáneos de Jesús pensaran que él era la reencarnación de Elías. Aun en
los tiempos modernos, cuando suceden cosas como la narrada al comenzar este capítulo, muchos
recuerdan de inmediato el incidente del monte Carmelo.
Cuando leí toda la Biblia de un golpe, mientras permanecía sentado en aquella cabaña de
Colorado, vi la vida de Elías bajo una luz muy distinta. Ni él, ni tampoco Eliseo, el otro gran
obrador de milagros, aparecen como prototipos de lo que es el profeta del Antiguo Testamento,
sino como excepciones estelares: pocos de sus sucesores manifiestan restos siquiera de su
capacidad para obrar milagros. Si anhelamos tener su poder, no estamos anhelando en realidad lo
mejor de ellos. Las señales y prodigios de Elías ocuparon su lugar y tuvieron su sentido en la
historia de Israel, pero en realidad no causaron efectos a largo plazo en el pueblo. No se
produjeron avivamientos, y después de una brevísima agitación de fervor religioso, la nación
regresó a su largo y continuo camino de alejamiento de Dios. El rey Acab, personalmente
presente en el monte Carmelo, dejó el legado de haber sido el rey más malvado que tuvo Israel.
Es evidente también que la bola de fuego caída sobre el monte Carmelo no causó
tampoco una impresión duradera en el mismo Elías. Aterrado por las amenazas contra su vida, el
profeta puso una distancia de cuarenta días de camino entre él y la reina Jezabel, la vengativa
consorte de Acab. Cuando Dios se volvió a encontrar con Elías, no se le apareció en el fuego, ni
en un viento grande y poderoso, ni tampoco en un terremoto. Llegó en cambio en un susurro, con
una voz muy baja y queda, casi como el silencio … un anticipo de un asombroso cambio que iba
a tener lugar.
Los profetas
Debe haber sido duro seguir al profeta Elías. Poco después del enfrentamiento en el
monte Carmelo, otro profeta llamado Micaías comparecía ante el mismo rey Acab, y en
circunstancias muy similares. Al estilo de Elías, se enfrentó con desprecio a cuatrocientos
profetas falsos y le presentó un fuerte mensaje de Dios. Sin embargo, en lugar de que cayera
fuego del cielo, Micaías recibió una bofetada y fue enviado a trabajar en la prisión.
Después de Elías y Eliseo, pareció como si Dios frenara su poder sobrenatural, pasando
del espectáculo a la palabra. La mayoría de los profetas Isaías, Oseas, Habacuc, Jeremías,
Ezequiel no tuvieron despliegues asombrosos de omnipotencia que presentar delante de su
auditorio; solo tenían el poder de las palabras. Y mientras parecía que Dios se alejaba
gradualmente, estos profetas comenzaron a hacer preguntas elocuentes, obsesionantes, repletas
de angustia. Expresaban en voz alta el clamor de un pueblo que se sentía abandonado por Dios.
Siempre había entendido mal lo que leía de los profetas … las veces que me tomaba la
molestia de leerlo. Los había visto como vetustos ancianos dedicados, al estilo de Elías, a apuntar
con su índice y anunciar el juicio que caería sobre los paganos. Descubrí para mi sorpresa que los
escritos de los profetas antiguos dan en realidad la impresión de ser la parte más «moderna” de la
Biblia. Batallan con los mismos temas que se ciernen sobre nuestro siglo como una nube: el
silencio de Dios, la aparente soberanía de la maldad, el sufrimiento del mundo que no recibe
alivio. En realidad, las preguntas de los profetas son las mismas de este libro: la falta de justicia
de Dios, su silencio, y el hecho de que permanezca escondido.
Más apasionadamente que ningún otro en la historia, los profetas de Israel expresaron en
voz alta el sentimiento de desilusión con Dios. ¿Por qué florecen las naciones impías?,
preguntaban. ¿Por qué hay tanta pobreza y depravación en el mundo? ¿Por qué son tan pocos los
milagros? ¿Dónde estás, Señor? «¿Por qué te olvidas completamente de nosotros, y nos
abandonas tan largo tiempo?” Manifiéstate; rompe tu silencio. Señor, en serio, por tu amor,
¡HAZ ALGO!
Oímos la pulida voz de Isaías, aristócrata y consejero de reyes, tan distinto a Elías en su
estilo personal, así como Winston Churchill lo era de Gandhi. «Verdaderamente tú eres Dios que
te encubres», le dijo Isaías. «¡Oh, si rompieses los cielos, y descendieras, y a tu presencia se
escurriesen los montes!”
Jeremías protestó en voz alta por el fracaso de la «teología del éxito». En sus días
echaban a los profetas en mazmorras y pozos, y hasta los aserraban por la mitad. Así fue como
comparó a Dios con un hombre débil, preguntando por qué era «como hombre atónito, y como
valiente que no puede librar». El mismo Voltaire no lo habría podido decirlo mejor. ¿Cómo
puede un Dios Todopoderoso y todo amor permitir un mundo tan lleno de enredos?
Habacuc retó a Dios a explicar por qué, tal como él lo dice, siempre «sale torcida la
justicia».
¿Hasta cuándo, oh Jehová, clamaré y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y
no salvarás? ¿Por qué me haces ver iniquidad, y haces que vea molestia?
  Como todos los israelitas, los profetas habían crecido escuchando historias de victoria.
De niños, se les enseñó cómo Dios había liberado a su pueblo de la esclavitud, había descendido
a vivir entre ellos y los había llevado a la Tierra Prometida. En cambio ahora, en las visiones
futuras que les llegaban como en cámara lenta, todas esas victorias quedaban deshechas. En un
cambio brusco y total con respecto a los días de Salomón, el profeta Ezequiel vio que la gloria de
Dios se levantaba, se cernía sobre el templo por unos instantes, y después se desvanecía.
Lo que contempló Ezequiel en una visión, lo vio Jeremías en medio de una dura realidad.
Los soldados de Babilonia entraron al templo —¡paganos en el Lugar Santísimo!— lo saquearon
y después lo quemaron hasta los cimientos. (Dicen los historiadores que al entrar al templo los
soldados barrieron con sus lanzas el aire, en busca del Dios invisible de los hebreos). Jeremías
camino sin rumbo fijo por las calles desiertas de Jerusalén en estado de estupor, como un
sobreviviente de Hiroshima que se tambaleara entre los escombros. El rey de Israel estaba ya
encadenado y ciego, y los príncipes de la nación habían sido asesinados. En el sitio final, las
apacibles mujeres de Jerusalén habían cocido a sus propios hijos para comérselos.
¿Cómo se sentía un profeta en aquellos momentos? Jeremías nos lo dice:
Quebrantado estoy por el quebrantamiento de la hija de mi pueblo; entenebrecido estoy,
espanto me ha arrebatado […] ¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lagrimas,
para que llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo! […] Mi corazón está quebrantado
dentro de mí, todos mis huesos tiemblan; estoy como un ebrio, y como hombre a quien dominó
el vino.
  Con todo, la característica más asombrosa de los profetas no es su aspecto «moderno», ni
su apasionado grito de desilusión. La razón por la que estos diecisiete libros merecen que los
veamos con mayor cuidado es que en ellos se incluye la respuesta del propio Dios a las fuertes
preguntas de los profetas.
Citas bíblicas: 1 Reyes 17—19, 22; Lamentaciones 5; Isaías 45,
64; Jeremías 14; Habacuc 1; Jeremías 8, 9, 23.
Capítulo 11
EL ENAMORADO HERIDO

  Dios respondió defendiendo su forma de gobernar al mundo. Dio golpes a diestra y


siniestra, rugió y lloró. Esto es lo que dijo: Nunca he estado callado. Les he estado hablando por
medio de mis profetas.
Tenemos la tendencia de clasificar las revelaciones divinas según su efecto conmovedor,
poniendo en primer lugar las apariciones personales espectaculares, a continuación los milagros
sobrenaturales, y al final de todo, las palabras de los profetas. Por ejemplo, la bola de fuego que
cayó sobre el monte Carmelo parece más convincente que uno de los lúgubres sermones de
Jeremías. En cambio, Dios no reconoció esta clasificación. Con un giro irónico, señaló a los
profetas —los mismos que demandaban la razón de su silencio— como prueba de su interés por
Israel. ¿Cómo puede una nación quejarse del silencio de Dios cuando cuenta con hombres de la
categoría de Ezequiel, Jeremías, Daniel e Isaías?
Dios no consideraba que las «simples palabras” fueran una forma inferior de prueba. Al
fin y al cabo, los milagros nunca habían causado una impresión tan duradera en la fe de los
israelitas; pero los profetas dejarían un recuerdo escrito permanente de las proposiciones hechas
por Dios a su pueblo, el cual sería trasmitido por generaciones. Algunas veces Dios señalaba los
milagros del pasado como pruebas de su amor, pero con mayor frecuencia decía algo como esto
en el familiar tono típico de un padre exasperado: «Desde el día que vuestros padres salieron de
la tierra de Egipto hasta hoy […] os envié todos los profetas mis siervos, enviándolos desde
temprano y sin cesar; pero no me oyeron ni inclinaron su oído». Dios llegó a la conclusión de
que el pueblo en realidad no quería oír su Palabra, y este demostró que tenía razón al advertirle a
Isaías: «No nos profeticéis lo recto, decidnos cosas halagüeñas, profetizad mentiras […] quitad
de nuestra presencia al Santo de Israel».
Ciertamente, he retirado mi presencia.
Cuando los profetas se quejaban en voz alta porque Dios parecía esconderse, él no
discutía con ellos. Les manifestaba que era cierto, y después les explicaba por qué se mantenía
distante.
A Jeremías le expresó su repugnancia por lo que veía en Israel: ganancias deshonestas,
derramamiento de sangre inocente, opresión y extorsión. Le dijo que se había cubierto los ojos,
negándose incluso a ver las manos extendidas en una postura de oración, ya que esas maños
estaban cubiertas de sangre.
A Ezequiel le explicó que una vez que las rebeliones de Israel habían pasado de un cierto
punto, él sencillamente lo había entregado a sus pecados. Se había retirado, dejando que el
pueblo escogiera su propio camino y sufriera las consecuencias.
A Zacarías le indicó: «Así como él clamó, y no escucharon, también ellos clamaron, y yo
no escuché».
Mi lentitud para actuar no es señal de debilidad, sino de misericordia.
Cuando Dios no los castigaba con prontitud, los israelitas daban por seguro que había
perdido su poder: «Él no es, y no vendrá mal sobre nosotros, ni veremos espada ni hambre».
Estaban equivocados. La falta de actuación de Dios señalaba un interludio de misericordia, un
tiempo de prueba que le estaba concediendo a Israel. De mala gana, como un padre a quien se le
han acabado los recursos, Dios recurría al castigo.
Para Israel, el castigo tomaba la forma de invasiones extranjeras. Con todo, los profetas
hablan además de un «día del Señor” al final de los tiempos. Intercaladas entre sus brillantes
relatos sobre un nuevo cielo y una nueva tierra, se hallan algunas de las visiones apocalípticas
más temibles que se hayan expresado jamás con palabras. Antes de poder oír la última palabra,
decía Dietrich Bonhoeffer, debemos escuchar la penúltima. Mientras más estudio los relatos de
los profetas acerca de los últimos días, tanto más contento me siento por la evidente «timidez” de
Dios en cuanto a intervenir en los asuntos humanos.
En mis propios momentos de desilusión con Dios, le he pedido que actúe con poder. He
orado contra la opresión, la falta de equidad y las injusticias. He orado pidiendo pruebas
concretas de la existencia de Dios. No obstante, cuando leo las descripciones proféticas del día
en que Dios se revele plenamente, hay una de mis oraciones que sobrepasa a las demás: «¡Señor,
espero no estar ya en la tierra cuando lleguen esos momentos!». Dios admite por completo que
está reteniendo su poder, pero si lo retiene, es para nuestro beneficio. Los profetas tienen un
severo consejo para todos los que se burlan y piden acciones directas del cielo: Esperen un poco.
Aunque mis juicios parezcan severos, yo estoy sufriendo con ustedes.
Dios les revelaba sus sentimientos más profundos a los profetas. Por ejemplo, así se sintió
al ser destruido Moab, uno de los enemigos de Israel:
Aullaré sobre Moab; sobre todo Moab haré clamor […] Mi corazón resonará como
flautas por causa de Moab.
  Con relación a Israel, su pueblo escogido, cuantas vergüenzas y humillaciones sufrió, él
también las padeció. Los israelitas contemplaron horrorizados cómo los babilonios, armados con
hachas, destruían las vigas de cedro del templo, pero lo que estaban invadiendo era la casa de
Dios mismo, y él sintió esa invasión como una profanación personal. Cuando arrasaron el
templo, arrasaron su lugar de habitación. Cuando los judíos fueron llevados al cautiverio, él
también fue llevado cautivo. Y cuando los vencedores se repartían los despojos de Israel, no
hacían bromas acerca de los israelitas, sino acerca de su débil Dios. «Cuando llegaron a las
naciones adonde fueron, profanaron mi santo nombre, diciéndose de ellos: Estos son pueblo de
Jehová, y de la tierra de él han salido».
Isaías resume en una sola y elegante frase el punto de vista de Dios: «En toda angustia de
ellos él fue angustiado». Dios habrá escondido el rostro, pero ese rostro estaba regado con
lágrimas.
A pesar de todo, estoy dispuesto a perdonar en cualquier momento.
Con frecuencia, en medio de un fuerte reproche, Dios se detenía —aun en medio de una
frase— para suplicarle a Israel que se arrepintiera. Acab, el rey más malvado de Israel, recibió
otra oportunidad después del monte Carmelo, y después otra, y otra más. «Vivo yo, dice Jehová
el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que
viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?», le
explicó a Ezequiel. A Jeremías le dijo que le bastaría con encontrar una sola persona honrada en
Jerusalén para salvar a toda la ciudad.
Nada expresa mejor que el libro de Jonás el anhelo de perdonar que tiene Dios. El mismo
solo contiene una profecía de una línea: «De aquí a cuarenta días Nínive será destruida». Sin
embargo, ante el desagrado de Jonás, aquel sencillo anuncio del castigo despertó un avivamiento
espiritual en la odiada ciudad de Nínive y cambió los planes de Dios. Jonás, enfurecido bajo una
enredadera marchita, admitió que todo el tiempo había tenido sospechas acerca de la blandura
del corazón divino. «Sabía yo que tú eres Dios clemente y piadoso, tardo en enojarte, y de grande
misericordia, y que te arrepientes del mal». Es decir, que todo el atolondrado escenario del
profeta renuente, la tormenta en el mar y el viaje en el vientre del gran pez tuvo lugar porque
Jonás no pudo confiar en Dios; o sea, no pudo confiar en que se fuera a comportar con dureza y
sin misericordia hacia Nínive. Robert Frost resume el relato de esta forma: «Después de lo de
Jonás, ya no es posible volver a estar totalmente seguro de que Dios actuará sin misericordia».
Pasión
Aunque Dios respondió de un modo directo las preguntas de los profetas, sus
explicaciones no fueron satisfactorias para Israel. El hecho de conocer la razón que ha motivado
un desastre no disminuye en nada la sensación de dolor o que nos sintamos traicionados. En
realidad, la «defensa” racional de Dios parece introducida casi como algo secundario dentro de
todo esto. Los profetas no están tan interesados en las preguntas intelectuales como lo están en la
«pasión” de Dios. ¿Cómo se siente Dios? Para comprenderlo, tengamos en cuenta las imágenes
humanas en las que insistieron los profetas una y otra vez: Dios como padre y como enamorado.
Sigamos los pasos de unos padres con su primer hijo. La conversación parece girar
alrededor de un solo tema: el niño. Proclaman que su sonrosado pequeñuelo, con todas sus
arrugas, es el niño más hermoso que haya nacido jamás. Gastan lo que tienen y lo que no tienen
en fotos, álbumes, grabaciones y cuanta cosa los ayude a recordar sus primeros balbuceos y sus
pasos iniciales vacilantes, habilidades ordinarias que tienen casi todos los más de seis mil
millones de humanos que viven en la tierra. Esta conducta tan extraña expresa el orgullo y el
gozo que sienten los nuevos padres en una relación humana que no tiene paralelo con ninguna
otra.
Al escoger a Israel, Dios buscaba una relación así. Deseaba lo que quiere cualquier padre:
un hogar feliz con unos hijos que correspondan al amor paterno. Su voz canta con orgullo
cuando hace memoria de los primeros tiempos: «¿No es Efraín hijo precioso para mí? ¿no es
niño en quien me deleito?” No obstante, el gozo se desvanece cuando Dios pasa abruptamente de
la perspectiva de padre a la de enamorado; un enamorado herido. ¿Qué mal les he hecho?, exige
saber con un tono de tristeza, horror e ira.
Los sacié, y adulteraron, y en casa de rameras se juntaron en compañías. Como caballos
bien alimentados, cada cual relinchaba tras la mujer de su prójimo. ¿No había de castigar esto?
  Cuando leo a los profetas, no puedo evitar imaginarme lo que sería un consejero
profesional que tuviera a Dios de cliente. El consejero pronuncia una de sus frases aprendidas:
«Dígame cómo se siente de veras». Entonces Dios comienza a hablar.
«Le diré cómo me siento. Me siento como un padre rechazado. Encuentro a una
pequeñuela tirada en una zanja, casi muerta. La llevo a mi hogar y la hago hija mía. La limpio,
pago sus estudios y la alimento. La mimo, la visto, le regalo joyas. Un día huye, y me llegan
informes de la vida corrompida que lleva. Cuando sale a relucir mi nombre, me maldice».
«Le diré cómo me siento. Me siento como un enamorado al que han burlado. Encontré a
mi amada delgada y destruida; habían abusado de ella, pero yo la traje a mi hogar e hice
resplandecer su belleza. Para mí es la mujer más bella del mundo, y le doy regalos y amor en
abundancia. Con todo, me abandona. Se va detrás de mis mejores amigos, mis enemigos … el
que sea. Se detiene junto al camino y bajo cualquier árbol frondoso; peor que las rameras, le
paga a la gente por tener relaciones inmorales. Me siento traicionado, abandonado, burlado».
Dios no esconde su dolor. Emplea un lenguaje impresionante al comparar a Israel con
una «dromedaria ligera que tuerce su camino, asna montés acostumbrada al desierto, que en su
ardor olfatea el viento. De su lujuria, ¿quién la detendrá?».
Como si las palabras solas fueran demasiado débiles para hacer ver su pasión, Dios le
pidió al valiente profeta Oseas que representara una parábola viva. Siguiendo sus órdenes, Oseas
se casó con Gomer, una mujer de muy mala reputación. Desde aquel momento, el pobre hombre
vivió una existencia de novela. Una y otra vez, Gomer se descarriaba, se enamoraba de otro
hombre y se iba. Aunque parezca increíble, cada vez que esto sucedía, Dios le indicaba a Oseas
que aceptara de nuevo a Gomer en su casa y la perdonara.
Dios usó la triste historia de Oseas para ilustrar gráficamente sus propias emociones.
Aquel primer florecimiento del amor cuando halló a Israel, según dijo, fue como hallar uvas en el
desierto. Sin embargo, cuando Israel traicionó su confianza una y otra vez, se vio forzado a
soportar la terrible vergüenza de un enamorado herido. Sus palabras tienen un tono que no está
lejano a la autocompasión: «Seré como polilla a Efraín, y como carcoma a la casa de Judá».
La poderosa imagen de un enamorado que ha sido burlado explica por qué, en sus
discursos a los profetas, Dios parece «cambiar de opinión” a cada instante. Ahora se prepara a
destruir por completo a Israel … pero no, espere; ahora está llorando y con los brazos abiertos …
no, está pronunciando un severo juicio de nuevo. Estos cambios de humor le parecen
desesperadamente irracionales a todo aquel que no haya sido burlado por alguien a quien amaba.
Las palabras de los profetas suenan como las de un altercado matrimonial que
escucháramos a través de la delgada pared que separa dos apartamentos. Una vecina mía pasó
dos años sumida en un conflicto de este tipo. En noviembre estaba dispuesta a matar a su esposo
infiel. En febrero lo perdonó y lo invitó a volver. En abril solicitó el divorcio. En agosto detuvo
las gestiones y le pidió a su esposo que regresara. Le tomó dos años enfrentarse a la desagradable
verdad de que su amor había sido rechazado para siempre.
Ese es precisamente el ciclo de ira, angustia, perdón, celos, amor y dolor que Dios estaba
atravesando. Los profetas presentan a Dios luchando por encontrar un lenguaje, el que fuera, que
le permitiera llegar al entendimiento de su pueblo. De la misma forma que mi vecina le colgaba
el teléfono al esposo del que estaba apartada, Dios les decía a los profetas que no quería seguir
escuchando las oraciones de Israel. Así como mi amiga se suavizaba, Dios se suavizaba del
mismo modo y le rogaba a su pueblo que hicieran un nuevo intento. Algunas veces, su amor y su
ira parecían chocar entre sí, pero al final, después de agotar todas las alternativas, Dios llegaba a
la conclusión de que tendría que darlos por perdidos: «¿Qué más he de hacer por la hija de mi
pueblo?».
Mi amigo Richard me describió lo profunda que fue su sensación de haber sido
traicionado cuando Dios «le falló». Se sentía exactamente igual que cuando su prometida rompió
con él de pronto. Sin embargo, los profetas, y Oseas en especial, nos comunican un mensaje por
encima de todos los demás: el traicionado es Dios. No era Dios, sino Israel, el que se había ido
tras las rameras. Los profetas de Israel expresaron que estaban profundamente desilusionados
con Dios, acusándolo de permanecer distante y callado, sin interés alguno por ellos. Sin
embargo, cuando Dios habló, derramó en sus palabras unas emociones que se habían acumulado
durante siglos. El que estaba en verdad desilusionado era él, no Israel.
«¿Qué más puedo hacer …?” La patética pregunta de Dios a Jeremías señala el dilema de
un Dios omnipotente que le ha dado lugar a la libertad. La cigüeña en el cielo conoce los
tiempos, las mareas del océano se mueven según sus horarios previstos, la nieve cubre siempre
las montañas más altas, pero los seres humanos son totalmente distintos al resto de la naturaleza.
Dios no los puede controlar. No obstante, tampoco se puede limitar a desecharlos. No le es
posible alejar de su pensamiento a la humanidad.
Citas bíblicas: Jeremías 7; Isaías 30; Jeremías 5; Ezequiel 20;
Zacarías 7; Jeremías 5, 48; Ezequiel 36; Isaías 63; Ezequiel 33;
Jonás 3, 4; Jeremías 31, 5, 2; Oseas 9, 5; Jeremías 9.
Capítulo 12
DEMASIADO BUENO PARA SER CIERTO

  Las penas se derriten igual que la nieve en mayo, como si no fuera cierto que existe algo
tan frío.
—George Herbert, The Flower [La flor]

  Un día en que George MacDonald, el gran predicador y escritor escocés, hablaba con su
hijo, la conversación giró hacia el tema del cielo y la versión de los profetas acerca del final de
todas las cosas. «Parece demasiado bueno para ser cierto», dijo su hijo en una oportunidad. Una
sonrisa cruzó por el barbudo rostro de MacDonald: «No», le contestó. «¡Es tan bueno que debe
ser cierto!”1
¿Hay alguna emoción humana tan profunda como la esperanza? Los cuentos de hadas
trasmiten a lo largo de los siglos una porfiada esperanza en los finales felices; la creencia de que
al final la bruja malvada morirá y los valientes e inocentes niños hallarán alguna forma de
escaparse. Una docena de dibujos animados les trasmiten uno tras otro un mensaje parecido los
sábados por la mañana a los niños que se sientan absortos frente a la pantalla de su televisor,
demasiado pequeños para reírse con cinismo de los finales alegres e imposibles. En la vida real,
una madre atrapada en una zona de guerra sostiene a su pequeño contra el pecho, le acaricia la
cabeza y susurra sin lógica alguna: «Todo va a salir bien», aunque el rugido de la batalla sea
cada vez más cercano.
¿De dónde nace una esperanza así? Buscando palabras que puedan explicar la perenne
atracción que han ejercido los cuentos de hadas, Tolkien dice:
[Los cuentos de hadas] no niegan la existencia del […] dolor y el fracaso: que estos sean
posibles es necesario para el gozo de la liberación; niegan (basándose en numerosas evidencias,
por supuesto) la derrota final definitiva […] mostrando como en un breve destello el Gozo; un
Gozo que se halla más allá de las murallas del mundo, y que es tan intenso como la aflicción2.
  Ningún resumen de los profetas estaría completo sin un último mensaje: su fuerte
insistencia en que el mundo no terminará en una «derrota definitiva universal», sino en el Gozo.
Ellos les hablaron en tiempos de malos presagios a auditorios repletos de miedo, y con
frecuencia alimentaban ese miedo con sus francas predicciones de sequías, plagas de langostas y
enemigos que vendrían a sitiarlos. Con todo, en cada uno de los diecisiete libros, los profetas del
Antiguo Testamento llegaban siempre a unas palabras de esperanza. El enamorado herido se
recuperará de su dolor, como promete Isaías: «Con un poco de ira escondí mi rostro de ti por un
momento; pero con misericordia eterna tendré compasión de ti, dijo Jehová tu Redentor».
Las voces de los profetas se alzan como cánticos de aves cuando se dedican por fin a
describir ese Gozo que se halla más allá de los muros de este mundo. En aquel día final, Dios
enrollará la tierra como una alfombra para tejerla de nuevo. Lobos y corderos comerán juntos en
el mismo campo, y un león pastará en paz junto a un buey.
Un día, dice Malaquías, saltaremos como terneros que han sido liberados de su encierro
en el establo. Entonces no habrá temor ni dolor. No morirán los recién nacidos ni se derramarán
lágrimas. Entre las naciones, la paz correrá como un río, y los ejércitos fundirán sus armas para
convertirlas en aperos de labranza. Nadie se quejará en aquellos días de que Dios esté escondido.
Su gloria llenará la tierra, y el sol parecerá palidecer en comparación con él.
Para los profetas, la historia humana no es un fin en sí misma, sino un tiempo de
transición; un paréntesis entre el Edén y los nuevos cielos y la nueva tierra que habrá de formar
Dios. Aun cuando todo parezca fuera de control, Dios sigue dominando con toda firmeza, y
algún día hará valer sus derechos1*.
1* Algunas personas no encuentran consuelo en la visión profética de un mundo futuro.
«No son más que castillos en el aire», dicen. «La iglesia ha usado esas ideas durante siglos para
justificar la esclavitud, la opresión y todas las formas imaginables de injusticia. Alimentan a la
fuerza a los pobres con la esperanza del cielo para impedir que exijan demasiado en la tierra».
Estas críticas tienen fundamento, ya que la iglesia ha abusado de la visión de los profetas. Sin
embargo, nunca encontraremos en los propios profetas esa lógica de «castillos en el aire». Amós,
Oseas, Isaías y Jeremías tienen duras palabras acerca de la necesidad de atender a las viudas, los
huérfanos y los extranjeros, y de limpiar los tribunales y sistemas religiosos corrompidos. El
pueblo de Dios no se debe limitar a dejar pasar el tiempo, en espera de que Dios entre en la
escena y enderece todo lo torcido. En lugar de esto, debe manifestar ya en su manera de vivir el
nuevo cielo y la nueva tierra; y al hacerlo, despertará en otros el anhelo de lo que Dios hará que
suceda algún día.
Mientras tanto
Muy bien, ¿pero qué decir del momento presente? ¿Debemos esperar hasta que haya
pasado la muerte para obtener todas las respuestas lógicas al problema de la desilusión con Dios?
A medida que fueron desapareciendo los profetas, el pueblo judío comenzó a suscitar estas
preguntas, porque los cielos guardaban silencio una vez más: «No vemos ya nuestras señales; no
hay más profeta, ni entre nosotros hay quien sepa hasta cuándo. ¿Hasta cuándo, oh Dios, nos
afrentará el angustiador?”
Arrancados de su tierra y vendidos una vez más como esclavos, los judíos se aferraron a
las promesas proféticas de un libertador y un futuro pacífico. Pasaron las décadas, incluso los
siglos; los imperios —Babilonia, Persia, Egipto, Grecia, Siria, Roma— surgieron y cayeron
mientras sus ejércitos se perseguían unos a otros a través de los llanos de Palestina. Cada nuevo
imperio sometía con facilidad a los judíos, como quien se limpia el calzado ante la puerta de una
casa. Algunas veces la raza entera estuvo a punto de extinguirse.
No apareció nadie semejante a Moisés que liberara a los judíos de la esclavitud. Ningún
Elías hizo que descendiera fuego del cielo. Ningún resplandor luminoso emanaba del templo de
Jerusalén. Hasta que llegó el rey Herodes con su tendencia a los edificios ostentosos, el solar del
templo permaneció a medio construir, convertido en un montón de escombros que más
recordaban la vergüenza que la gloria.
Al final del Antiguo Testamento, Dios se había escondido. Había amenazado con
esconder su rostro, y cuando lo hizo finalmente, una oscura sombra cayó sobre todo el planeta.
Nuestra desilusión con Dios veinticinco siglos más tarde es una pálida reproducción de lo que
sintieron los judíos cuando Dios les volvió la espalda. Hoy en día es posible que hallemos algún
consuelo recordando las lecciones del pasado. Es posible que veamos las «desventajas” de las
intervenciones divinas demasiado directas: su Presencia, demasiado resplandeciente para
nosotros, parece dejar marcas de quemaduras y crear distancias; peor aún, ni siquiera parece
despertar la fe en muchos. También es posible que sintamos consuelo al contemplar la vida
eterna del futuro, libre de lágrimas y angustias, en algún lugar de una nueva dimensión, después
que seamos transformados en seres capaces de soportar la Presencia divina. Sin embargo, ¿qué
decir del presente? ¿De los tiempos intermedios? Como los judíos, sentimos con desilusión que
Dios está escondido; es una congoja en el corazón, una duda nunca resuelta.
Cuatro siglos separan las últimas palabras de Malaquías en el Antiguo Testamento de las
primeras palabras de Mateo en el Nuevo. «Los cuatrocientos años de silencio” se les llaman, y
esa frase señala una era cercada de desilusión con Dios. ¿Tenía Dios interés alguno en ellos?
¿Estaba vivo siquiera? Parecía sordo a las oraciones de los judíos. Sin embargo, y a pesar de
todo, esperaban a un Mesías … No tenían otra esperanza.
«¿Qué más puedo hacer?», había preguntado Dios. Haría algo más. Lo que no podía
ganar por medio del poder, lo ganaría por medio del sufrimiento.
Dios sufre con nosotros para que un día podamos reír con él.
—Jürgen Moltmann
1
  Greville MacDonald, George MacDonald and His Wife, p. 172.
2
J. R. R. Tolkien, The Tolkien Reader, pp. 68, 69.
Citas bíblicas: Isaías 54; Malaquías 4; Salmo 74.
Tercera parte
Se nos acerca: el Hijo

  Capítulo 13
EL DESCENSO

  «Supongamos que había una vez un rey que amaba a una humilde sirvienta», comienza
un cuento de Kierkegaard.
El rey no era como los demás reyes. Todos los grandes del estado temblaban ante su
poder. Nadie se atrevía a pronunciar una palabra contra él, porque tenía la fortaleza necesaria
para aplastar a todos sus enemigos. Sin embargo, este poderoso rey se derritió de amor por una
humilde sirvienta.
¿Cómo podría declararle su amor por ella? Por extraño que pareciera, el mismo hecho de
ser rey le ataba las manos. Con toda seguridad, si la traía al palacio, coronaba su cabeza con
joyas y vestía su cuerpo con ropajes reales, ella no se resistiría; nadie se atrevía a resistírsele. Sin
embargo, ¿lo amaría?
Diría que lo amaba, por supuesto, ¿pero sería cierto su amor? ¿O viviría con él por temor,
alimentando en la intimidad el angustioso recuerdo de la vida que dejó atrás? ¿Sería feliz junto a
él? ¿Cómo podría saberlo?
Si iba hasta su cabaña del bosque en su carroza real, con una escolta armada portadora de
hermosas banderas, aquello también la sobrecogería. No quería una súbdita temerosa. Quería una
mujer que lo amara, de igual a igual. Quería que se olvidara de que él era un rey y ella una
humilde sirvienta, y permitiera que el amor compartido por ambos sirviera de puente sobre el
abismo que los separaba.
«Porque solo en el amor se pueden hacer iguales los que no son iguales», es la conclusión
de Kierkegaard. El rey, convencido de que no podría elevar a la doncella sin aplastar su libertad,
resolvió «descender». Se vistió de limosnero con unas ropas gastadas que le quedaban anchas, y
se acercó de incógnito a su cabaña. No se había limitado a disfrazarse, sino que había tomado
una identidad nueva. Había renunciado al trono para ganar la mano de la doncella1.
Lo que narró Kierkegaard en forma de parábola, lo expresó el apóstol Pablo en estas
palabras acerca de Jesús, el Cristo:
El cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse,
sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y
estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz.
  Dios se ha humillado con frecuencia en sus relaciones con los seres humanos. Veo el
Antiguo Testamento como un largo recuento de sus «condescendencias” (literalmente, del latín
cum-descendere: descender para estar con alguien). Dios condescendió de diversas maneras para
hablar con Abraham, Moisés, la nación israelita y los profetas. No obstante, ninguna de estas
condescendencias pudo compararse a la que tuvo lugar más tarde, después de los cuatrocientos
años de silencio. Dios, como el rey de la parábola de Kierkegaard, asumió una nueva forma: se
hizo hombre. Fue el descenso más asombroso que nos podríamos haber imaginado jamás.
No temáis
Escuchamos estas palabras todos los años por Navidad en las representaciones de las
iglesias, cuando los niños se visten con batas de casa para reproducir la historia del nacimiento
de Jesús. «¡No te-máizzz!», cecea el ángel de seis años de edad, mientras arrastra por el piso sus
ropajes hechos con una sábana y sus alas confeccionadas con colgadores de ropa se mueven
ligeramente por el temblor de su cuerpo. Le echa una furtiva mirada al guión que lleva escrito en
los pliegues de la manga: «No temáiz; porque he aquí oz doy nuevaz de gran gozo». Ya se le ha
aparecido a Zacarías (su hermano mayor, que lleva una barba de algodón pegada con cinta
adhesiva) y a María (una pecosa rubita de segundo grado). Ha usado el mismo saludo para
ambos: «¡No temáiz!».
Estas fueron también las primeras palabras de Dios a Abraham, Agar e Isaac. «¡No
temas!», les dijo el ángel a Gedeón y al profeta Daniel cuando los saludó. Para los seres
sobrenaturales, estas palabras servían casi como el equivalente del diario «Hola, ¿cómo estás?».
No es de extrañarse. Cuando el ser sobrenatural llegaba a hablar, el ser humano estaba ya tirado
por el suelo boca abajo y en estado cataléptico. En el pasado, cuando Dios hacía contacto con el
planeta Tierra, algunas veces el encuentro sobrenatural sonaba como el trueno, otras veces
agitaba el aire como un torbellino, y en algunas ocasiones iluminaba el escenario como un
destello de fósforo. Casi todas las veces ocurría algo que causaba temor. Sin embargo, el ángel
que visitó a Zacarías, a María y a José les anunció que Dios estaba a punto de aparecer en una
forma que no causaría temor.
¿Qué podría ser menos aterrorizante que un recién nacido agitando los brazos y las
piernas, y con los ojos todavía fuera de foco? En Jesús, nacido en un granero o una cueva, y
colocado en un pesebre, Dios halló por fin una forma de acercarse a la humanidad sin que esta
tuviera que sentir temor. El rey se había despojado de sus ropajes.
Piense en la condescendencia que esto significa: la Encarnación, que dividió la historia en
dos partes (un hecho que hasta nuestros calendarios reconocen a regañadientes), tuvo más
testigos animales que humanos. Piense también en el riesgo. En la Encarnación, Dios recorrió el
vasto abismo de temor que lo había distanciado de su creación humana, pero al quitar aquella
barrera, Jesús quedó vulnerable; terriblemente vulnerable.
El niño nacido en la noche entre las bestias. El dulce aliento y el estiércol humeante de
las bestias. Y nada volverá a ser igual. En cierto sentido, los que creen en Dios nunca podrán
estar seguros con respecto a él. Una vez que lo hayan visto en un establo, nunca podrán estar
seguros acerca de dónde aparecerá, hasta qué límites llegará, o a qué absurdas profundidades de
autohumillación descenderá en su loco afán por alcanzar al hombre […]
Para los que creen en Dios, este nacimiento significa que Dios mismo nunca estará a
salvo de nosotros, y quizá este sea el lado tenebroso de la Navidad; el terror del silencio. Él viene
de una forma tal, que nosotros siempre lo podremos desechar, del mismo modo que le podríamos
quebrar el cráneo a un recién nacido como si se tratase de una cáscara de huevo, o bien clavarlo a
un madero cuando haya crecido demasiado para quebrarle el cráneo2.
  ¿Cómo se sintió Dios el día de Navidad? Imagínese por un momento que vuelve a ser un
recién nacido: tendrá que renunciar al habla y a la coordinación muscular, a la capacidad para
comer alimentos sólidos y hasta al control de la vejiga. ¡Dios convertido en feto! O imagínese
que se ha convertido en un caracol marino; probablemente esta analogía sea más exacta. En
aquel día de Belén, el Hacedor de todo cuanto existe tomó la forma de un indefenso recién
nacido, incapaz de valerse por sí mismo.
Kenosis es la palabra técnica que usan los teólogos para describir la forma en que Cristo
se vació a sí mismo de las ventajas inherentes a la divinidad. Irónicamente, al mismo tiempo que
este vaciamiento implicaba una gran humillación, también significaba una cierta forma de
libertad. He hablado de las «desventajas” de la infinitud. El cuerpo físico liberó a Cristo para que
actuara a escala humana, sin ninguna de estas «desventajas». Podía decir cuanto quisiera sin que
su voz hiciera estremecer la copa de los árboles. Podía expresar su ira llamándole zorra a
Herodes o tomando un látigo en el templo, en lugar de hacer temblar la tierra con su tormentosa
presencia. Además, le podía hablar a cualquier ser humano —a la ramera, al ciego, a la viuda, al
leproso— sin tener que comenzar por avisarles: «¡No temas!».
Ya era gran cosa que el hombre hubiera sido hecho antes
como Dios, pero que Dios se hiciera como el hombre, fue
mucho más.

  —John Donne, Holy Sonnet 15 [Soneto Santo 15]


1
  Paráfrasis de Søren Kierkegaard, Philosophical Fragments, pp. 31-43.
2
Frederick Buechner, The Hungering Dark, pp. 13, 14.
Cita bíblica:
Filipenses 2.
Capítulo 14
GRANDES ESPERANZAS

  Cada año, cuando se acerca el tiempo de la Navidad, el aire vibra con las líricas promesas
del Mesías. Desde los coros escolares hasta los profesionales más distinguidos, los músicos
acuden a sus prácticas como si fueran peregrinaciones, llevando en sus manos hojas de música
gastadas de tanto uso. Hoy en día, con los adelantos de la técnica moderna, cualquiera puede
disfrutar de la grandeza de las famosas profecías a las que Händel les puso música. Muchas
ciudades ofrecen recitales de su famoso Mesías, abiertos a toda clase de público.
¿Qué es lo que celebramos con estos grandes conciertos? He aquí las palabras que tomó
Händel de los profetas bíblicos:
Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo
áspero se allane.
El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de
muerte, luz les resplandeció.
Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se
llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz.
  Estas mismas palabras estuvieron en los labios de los judíos fieles durante los años en
que Dios guardó silencio. La desilusión, la desesperación incluso, lanzaban sus metástasis por
todo Israel, mientras la historia, más cruel aún, destruía todas sus esperanzas con una sola
excepción: el Rey de reyes prometido por los profetas. Cuando llegara el Mesías, entonces por
fin correría la justicia como un río; los judíos se aferraban con todas sus fuerzas a esa promesa,
como los marinos se aferran en un naufragio a una balsa salvavidas.
Cuatro siglos después del último profeta bíblico, comenzaron a circular extraños rumores:
primero se referían a un profeta del desierto llamado Juan, y después a Jesús, el hijo del
carpintero de Nazaret. A medida que fueron circulando los relatos acerca de los milagrosos
poderes de Jesús, se fueron extendiendo las especulaciones. ¿Sería él? Algunos insistían en que
era cierto que había llegado el Mesías. Con sus propios ojos habían visto que Jesús sanaba a los
ciegos y hacía caminar a los cojos. «¡Dios ha venido para ayudar a su pueblo!», afirmaron
cuando levantó a un joven de entre los muertos. Otros permanecían escépticos. Jesús cumplía las
promesas mesiánicas, pero —un pero muy importante— de una forma inesperada para todos.
Cuando recorrí la Biblia en busca de señales de desilusión con Dios, esperaba encontrar
un cambio decisivo al llegar a los Evangelios. Daría la impresión de que el Mesías predicho por
los profetas —como nos lo indicaría con facilidad una rápida ojeada al libreto de Händel— debía
destruir esos sentimientos. Sin embargo, sucedió lo contrario: la desilusión no desapareció de la
tierra en los días de Jesús, ni ha desaparecido aún, dos mil años más tarde. ¿Qué salió mal?
Permítame hacer la pregunta de otra manera: ¿De qué forma contribuyó la vida de Jesús a los
tres interrogantes que recorren todo este libro?
¿Está Dios callado? «¡Sígueme!” «Vosotros, pues, oraréis así». «Ved que subimos a
Jerusalén». En ciertos aspectos, Jesús presentó la voluntad de Dios más clara que nunca antes. Es
increíble, pero se puso a disposición del método científico de investigación, que es precisamente
lo que obtuvo de los fariseos, saduceos y otros escép-ticos. Cualquiera se podía llegar hasta el
Hijo de Dios para hacerle una pregunta o discutir con él. Tal como lo dicen los Evangelios, Dios
rompió su silencio de una manera sonora y convincente mientras Jesús vivió sobre la tierra: la
Palabra se hizo carne.
¿Está Dios escondido? Con Jesús, Dios tomó realmente una forma en el mundo al
adquirir un rostro, un nombre y una dirección. Se convirtió en un Dios al que se podía tocar, oler,
oír y ver. «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre», dijo Jesús abiertamente.
Con todo, la visibilidad de Jesús, el hecho mismo de que fuera un hombre común y
corriente, representaron un nuevo problema para aquellos judíos que habían crecido oyendo los
relatos acerca del monte Sinaí y el monte Carmelo. ¿Dónde estaban el humo, el fuego y la
centella luminosa? Jesús no se ajustaba a la imagen que tenían de Dios. No era más que un
hombre. No solo eso, era un hombre salido del insignificante pueblo de Nazaret. Era el hijo de
María, un simple carpintero. Los vecinos de Jesús, que lo habían visto jugar con sus propios
hijos por las calles, nunca pudieron aceptar que fuera el Mesías. Marcos hace una notable
observación marginal al indicar que incluso la familia misma de Jesús llegó en cierta ocasión a
una conclusión: «Está fuera de sí». ¡Su propia madre y sus hermanos! María, que al ver al ángel
Gabriel había entonado espontáneamente el himno de la anunciación; sus hermanos, que habían
pasado más tiempo que nadie junto a él; tampoco eran capaces de aceptar aquella extraña
combinación de lo maravilloso con lo común y corriente. La piel de Jesús se había convertido en
un obstáculo.
¿Es Dios injusto? Quizá este interrogante siempre presente fuera el que más dudas
causara acerca de Jesús, puesto que los judíos creían que el Mesías enderezaría todo lo que
andaba torcido en el mundo. ¿Acaso no habían prometido los profetas que el Señor acabaría con
la muerte para siempre y enjugaría las lágrimas de todos los rostros? Cierto, Jesús había sanado a
algunas personas, pero había muchas más que seguían enfermas. Había resucitado a Lázaro, pero
muchos otros murieron mientras él estaba en esta tierra. No había enjugado las lágrimas de todos
los rostros.
El problema de la injusticia molesta a muchas personas que en otros aspectos se sienten
atraídas por la vida de Jesús. Por ejemplo, el gran teólogo Agustín de Hipona sentía desconcierto
por la forma aparentemente arbitraria en que se produjeron las sanidades de los Evangelios. Si
Jesús tenía este poder, ¿por qué no sanó a todos? Hay en especial un relato del Evangelio de Juan
que atraía la atención de Agustín.
Los imposibilitados de Jerusalén —ciegos, cojos, paralíticos— se situaban junto a un
cierto estanque de la ciudad. Algunas veces, descendía un ángel para agitar el agua del estanque,
y ellos corrían, cojeaban o se arrastraban a fin de entrar al agua mientras esta se movía. Un día,
Jesús comenzó una conversación con un pobre hombre que estaba tirado en aquel lugar. Llevaba
treinta y ocho años inválido, según le contó a Jesús, pero nunca había logrado llegar a tiempo al
estanque. Cada vez que se agitaban las aguas, alguien llegaba antes que él. Sin pestañear, Jesús le
ordenó al inválido que se levantara y caminara. «Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó
su lecho, y anduvo». ¡Después de treinta y ocho años tendido, había podido caminar! Era el
hombre más feliz de Jerusalén.
Sin embargo, Juan, al relatar la historia, añade un detalle significativo: después de esto,
Jesús se perdió en medio de la multitud. No hizo caso alguno de todos los demás imposibilitados
que había allí en gran número, dejándolos sin sanidad a todos, menos a uno. ¿Por qué? Agustín
se asombra: «Había muchos allí tirados, y sin embargo, solo uno fue sanado, a pesar de que
habría podido levantarlos a todos con una sola palabra”1.
El primo de Jesús era otra persona a quien le preocupaban las injusticias. Juan el Bautista,
creyente genuino como el que más, había reanimado las esperanzas de la nación con respecto a
Jesús. En los primeros tiempos, cuando la gente le preguntaba si él era el Mesías, decía con toda
claridad: «En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que viene
después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado».
Aquel hombre prometido, Jesús de Nazaret, se llegó a Juan para pedirle que lo bautizara, y él vio
con gran asombro que el Espíritu de Dios descendía del cielo en forma de paloma. Como
queriendo eliminar todas las dudas acerca de Jesús, una voz fuerte como un trueno habló desde
los cielos.
No obstante, dos años más tarde, Juan el Bautista sintió sus propias dudas; tuvo su propia
crisis de desilusión. Aunque había servido fielmente a Dios, terminó en la prisión de Herodes.
Mientras languidecía en espera de la muerte, le logró enviar a escondidas un mensaje a Jesús:
«¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?». Esta sola pregunta —¡de Juan!— nos
hace captar la ambivalencia, la esperanza mezclada con incertidumbre que giraba en torno a
Jesús.
El reino interior
Es posible que todo hubiera sido distinto si Jesús se hubiera limitado a evitar un vocablo
cargado de emotividad: la palabra reino. Tan pronto como la pronunciaba, cobraban vida una
serie de imágenes en la mente de sus oyentes: pendones de colores brillantes, ejércitos
resplandecientes, el oro y el marfil de los tiempos de Salomón, una nación restaurada a su
grandeza pasada. Entonces, sucedía algo que destruía aquellas expectativas, y volvían a brotar
todos los sentimientos de desilusión. Al final resultó que el término reino significaba una cosa
para la multitud y otra muy distinta para Jesús.
Las masas querían algo más que unos cuantos milagros por aquí y por allá; querían un
reino visible de poder y gloria. En cambio, Jesús hablaba del «reino de los cielos», un reino
invisible. Sí, él resolvió algunos problemas en el mundo que lo rodeaba, pero usaba su energía
principalmente en un combate con fuerzas invisibles. En cierta ocasión se encontró con un
paralítico tan desesperado por obtener su sanidad, que había convencido a cuatro amigos para
que abrieran un techo y lo bajaran por el agujero hasta donde estaba Jesús. Este reaccionó
diciendo: «¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle:
Levántate, toma tu lecho y anda?». Él hizo ver con claridad qué era lo más sencillo. No había
deformidad física alguna que se resistiera a su toque sanador. La verdadera batalla era la librada
contra los poderes espirituales invisibles.
La fe, el perdón de los pecados, el poder del maligno … estas eran las preocupaciones
que llevaban a Jesús diariamente en oración ante la presencia de su Padre. Esta insistencia
confundía a las multitudes, que buscaban en primer lugar soluciones a sus problemas del mundo
físico: pobreza, enfermedades, opresión política. Al final, Jesús no estuvo a la altura de lo que
ellos esperaban de un rey. (¿Ha cambiado algo? Mientras vemos muchos ministerios en los que
se insiste en las cosas más deslumbrantes y atractivas del evangelio, no vemos tantos que se
centren en problemas humanos tan persistentes como el orgullo, la hipocresía y el legalismo, los
mismos problemas que tanto preocupaban a Jesús).
Cualquiera que fuese la noción que tenían los seguidores de Jesús acerca de un nuevo y
poderoso Salomón que volviera a apoderarse de Israel, esta idea se desvaneció mientras veían lo
que sucedía en Jerusalén. Pocos días después de una «procesión triunfal” —una pobre y sencilla
representación si se compara con los lujosos desfiles de los romanos— Jesús fue arrestado y
sometido a juicio. Al decirle al gobernador romano que él era realmente rey, añadió: «Mi reino
no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no
fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí».
¿Jesús, un rey? El mejor rey de bromas que haya existido, con un manto púrpura
salpicado por la sangre de los latigazos y una corona de espinas encajada en la cabeza. Los
discípulos huyeron; su lealtad había sido superada por su miedo al peligro inminente. Si Jesús no
se quería proteger a sí mismo, ¿por qué los iba a proteger a ellos? El mundo visible del poder
romano se encontró con el mundo invisible del reino de los cielos, y por un momento pareció
extinguirlo.
En su obra Cat’s Cradle [La cuna del gato], el novelista contemporáneo Kurt Vonnegut
presenta a un físico, que ayudó a crear la bomba atómica, visitando su laboratorio en los días de
Navidad. Los empleados de la oficina están todos de pie, rodeando un nacimiento y cantando
villancicos navideños. Cantan uno que dice: «Las esperanzas y los temores de todos los tiempos
se reúnen en ti esta noche». Es una escena llena de angustiosa ironía; la contrapartida moderna
de la desilusión sufrida por los judíos en los tiempos de Jesús. ¿Creen realmente los que están
cantando que las esperanzas y los temores de todos los tiempos —que se desvanecerán en un
instante si alguien toca el botón de mando que no debe— descansan en la fe en un recién nacido
de Belén destinado a vivir solo treinta y tres años?
1
Colin Brown, Miracles and the Critical Mind, p. 10.
Citas bíblicas: Lucas 7; Juan 14; Marcos 3; Juan 5; Juan 1; Mateo 11; Juan 18.
Capítulo 15
LA TIMIDEZ DE DIOS

  Mi proyecto es el primer experimento científico de la


historia que resuelve de una vez por todas el problema de la
existencia de Dios. Tal como están las cosas en el presente,
es cierto que hay señales relacionadas con su existencia, pero
estas apuntan en ambas direcciones, por lo que son ambiguas
y no demuestran nada. Por ejemplo, las maravillas del
universo no convencen a los más familiarizados con ellas; es
decir, a los mismos científicos. Que esto sea testimonio de lo
tontos que son los científicos, o de que Dios ha triunfado en
su intento por esconderse, no viene al caso.

  —Walker Percy, The Second Coming


[La Segunda Venida]

  Si hubo alguna vez un tiempo preparado para resolver el interrogante acerca de la


existencia de Dios, fue el tiempo en que Jesús caminó sobre esta tierra. Él tuvo una oportunidad
espléndida de silenciar para siempre a los críticos.
Por ejemplo, si mi amigo Richard hubiera vivido en los días de Jesús, le habría podido
exigir pruebas delante de su propia cara. «¿Dices que eres el Hijo de Dios? ¡Muy bien,
demuéstramelo!” No tenemos que ponernos a especular acerca de lo que habría pasado, porque
Jesús tuvo retos similares con frecuencia delante de sí. Cuando los expertos religiosos le
suplicaron que hiciera una señal milagrosa, se les enfrentó airado, llamándolos «generación
perversa y adúltera». Cuando un rey curioso pidió ver un milagro, se negó a cooperar, aunque
aquello le habría podido salvar la vida.
¿Por qué Dios se limitaba de esa forma? Quizá podamos hallar una explicación en el
primer «acontecimiento” del ministerio de Jesús, las tentaciones en el desierto; una especie de
examen final en su preparación para la vida pública.
No es posible pedir una confrontación más dramática: Jesús contra Satanás mismo, el
mayor de los escépticos, con las cuarteadas y arrugadas colinas de Palestina como telón de
fondo. Satanás quería pruebas: «Si eres Hijo de Dios…” Retó a Jesús a que convirtiera las
piedras en panes, pidió ver una muestra de sus poderes para protegerse a sí mismo, y le ofreció
autoridad sobre todos los reinos del mundo.
Creo que el reto de Satanás fue una verdadera serie de tentaciones dirigidas a Jesús, y no
una competencia escenificada y con un final decidido de antemano. Una hogaza de pan sería
capaz de tentar a cualquiera que hubiera ayunado por cuarenta días. Con toda certeza, una
garantía de seguridad física atraería a cualquiera que tuviera que enfrentarse a la tortura y la
ejecución. En cuanto al esplendor de todos los reinos de la tierra, ¿acaso no era lo que habían
predicho los profetas con respecto al Mesías? Las tres «tentaciones” se hallaban al alcance de
Jesús. En realidad, las tres eran prerrogativas suyas. Lo que Satanás le ofrecía era un atajo en la
forma de alcanzar sus metas como Mesías.
El novelista ruso Fedor Dostoievski hizo de la escena de las tentaciones una pieza central
dentro de su obra maestra Los hermanos Karamazov. Iván Karamazov llama a las tentaciones «el
milagro más estupendo de la tierra”: el milagro del autodominio. Si Jesús hubiera cedido a las
tentaciones, se habría ganado sus credenciales no solo con Satanás, sino con todo Israel, al
calificarse a sí mismo más allá de toda discusión posible. Según el punto de vista de Dostoievski,
Satanás le ofreció tres medios fáciles de incitar a creer: milagro, misterio y autoridad. Jesús los
rechazó todos por ser atajos hacia su meta. Estas son las palabras de Iván Karamazov: «No
quisiste esclavizar al hombre con un milagro, y anhelaste una fe que brotara espontánea, en lugar
de fundarse en un milagro”1.
Mientras estudiaba el conciso relato de Mateo acerca de las tentaciones, y después la
larga y hermoseada reconstrucción de Dostoievski, surgió en mi mente una pregunta de manera
abrupta y perturbadora. ¿En qué se diferencian las tentaciones del desierto de lo que tuvo lugar
en el apartamento de Richard? Él también rogaba que se produjera una manifestación
sobrenatural: una luz, una voz, algo que demostrara el poder de Dios más allá de toda discusión
posible. Yendo a un nivel más personal, ¿en que difieren las tentaciones de los momentos en los
que le he suplicado, casi exigido a Dios que intervenga para salvarme de una situación difícil?
Por supuesto que hay diferencias, y mi autodefensa las presenta de inmediato. Es de
suponer que Richard fuera sincero; yo estaba necesitado. Ambos le pedíamos ayuda a Dios sin
usar sarcasmos ni exigir adoración. Con todo, no me es fácil deshacerme de la aterradora
similitud entre el «¡Échate abajo!” de Satanás y el «¡Manifiéstate!” de Richard. En ambos casos,
el reto es el mismo: la exigencia de que Dios rasgue el velo y se demuestre a sí mismo. En ambos
casos, Dios tuvo sus objeciones.
Me viene a la mente otra circunstancia más en la que Dios se limitó a sí mismo. Tuvo
lugar en Jerusalén, muy cerca del lugar donde Satanás había retado a Jesús por tercera vez. Este
miró ahora hacia abajo desde una alta colina y exclamó: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los
profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la
gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” Este angustioso lamento sobre
Jerusalén manifiesta algo que casi parece timidez. Jesús, que habría podido destruir a Jerusalén
con una palabra, que habría podido hacer que descendieran legiones de ángeles para obligarla a
someterse, en lugar de todo esto, contempla la ciudad y llora.
Dios se retira, se esconde, llora. ¿Por qué? Porque anhela lo que el poder nunca podrá
obtener. Es un rey que no quiere sumisión, sino amor. Por eso, en lugar de arrasar a Jerusalén,
Roma y todos los demás poderes del mundo, escogió la vía lenta y difícil de la Encarnación, el
amor y la muerte. Una conquista desde adentro.
George MacDonald resume así la forma en que Cristo hizo las cosas: «En lugar de
aplastar el poder del enemigo por medio de la fuerza divina; en lugar de imponer la justicia y
destruir a los malvados; en lugar de hacer la paz en la tierra poniendo a gobernar a un príncipe
perfecto; en lugar de reunir a los hijos de Jerusalén bajo sus alas, quisieran o no, y salvarlos de
los horrores que angustiaban su alma profética, dejó que el mal hiciera su voluntad mientras
viviera; se contentó con las lentas y frustrantes maneras esenciales de ayudar; hacer buenos a los
hombres y echar fuera a Satanás, en lugar de limitarse a controlarlo […] Amar la justicia es
hacerla crecer, no vengarla […] A lo largo de toda su vida en la tierra, se resistió a todo cuanto lo
tratara de impulsar a trabajar con mayor rapidez para obtener un bien inferior, aunque se sintiera
fuertemente impulsado cada vez que veía arrastrados y pisoteados a los ancianos y los
inocentes”2.
Los milagros
Por supuesto, no he dicho todo cuanto se puede decir acerca de Jesús. Sí, su humanidad
representaba una especie de disfraz, al menos en contraste con la gloria divina del Antiguo
Testamento. Sí, Jesús se limitó a sí mismo al negarse a sobrecoger al pueblo con un brillante
despliegue de poder. Ahora bien, ¿qué decir de los milagros que realizó, de los cuales aparecen
tres docenas relatados en los Evangelios? Nadie que lo viera alimentar a los cinco mil, ordenarle
a Lázaro que saliera de su tumba, o imperar sobre una tormenta de verano, podría hablar con
facilidad de una cualidad como esta «timidez divina».
Con todo, Jesús, que seguramente hubiera podido obrar milagros todos los días de su vida
de haberlo querido, parecía curiosamente ambivalente con respecto a ellos. Con sus discípulos,
los usó como pruebas de su identidad («Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de
otra manera, creedme por las mismas obras”). Sin embargo, aun en el mismo momento de
estarlos realizando, parecía con frecuencia que les restaba importancia. Cuando resucitó a la hija
de aquel judío tan distinguido, dio órdenes estrictas de que se mantuviese aquello en silencio.
Marcos relata siete ocasiones distintas en las que Jesús le dijo a la persona que había sanado:
«¡No lo digas a nadie!».
Él conocía muy bien los efectos superficiales que habían tenido los milagros en los días
de Moisés y en los de Elías: sí, habían atraído a las multitudes, pero pocas veces habían
provocado una fidelidad a largo plazo. Él traía un fuerte mensaje de obediencia y sacrificio, no
un espectáculo de feria para bobalicones y buscadores de sensacionalismos. Por supuesto, los
verdaderos escépticos de sus días —de manera muy parecida a la gente de hoy— les buscaron
explicaciones especiosas a sus poderes. Si Dios hablaba desde el cielo, algunos decían que solo
era un trueno. Otros le atribuían sus dones a Satanás. Y sus enemigos más empedernidos se
negaban a confiar en él, aunque los hicieran enfrentarse a sólidas evidencias. Una vez, reunieron
un tribunal formal para estudiar un caso de sanidad. Pasando por alto el testimonio directo del
hombre que había sido sanado —«¡Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo!”— lo
llenaron de insultos y lo expulsaron del tribunal. De igual manera, cuando Lázaro se presentó
vivo después de pasar cuatro días en una tumba, esos mismos enemigos conspiraron para matarlo
de nuevo.
Con notable constancia, los relatos de la Biblia hacen ver que los milagros —por
dramáticos y espectaculares que sean— no son el mejor instrumento para producir una fe
profunda. Como prueba de esto, no tenemos que mirar más allá de la Transfiguración, cuando el
rostro de Jesús brilló como el sol y sus ropajes se volvieron resplandecientes, «muy blancos,
como la nieve, tanto que ningún lavador en la tierra los puede hacer tan blancos». Para asombro
de sus discípulos, Moisés y Elías, dos gigantes de la historia judía desaparecidos mucho tiempo
atrás, aparecieron con él en una nube. Dios habló. Era demasiado para soportarlo; los discípulos
cayeron a tierra aterrorizados.
Sin embargo, ¿qué efecto tuvo este asombroso acontecimiento en Pedro, Jacobo y Juan,
los tres amigos más íntimos de Jesús? ¿Silenció para siempre sus interrogantes y los llenó de fe?
Pocas semanas más tarde, cuando más los necesitó Jesús, todos ellos lo abandonaron.
He leído algunos libros sobre señales y prodigios que quisieran silenciar a los que tienen
dudas, presentando los milagros de Jesús como pruebas de que él es la respuesta a los problemas
del mundo. No obstante, debo confesar que la mayoría de sus argumentos me parecieron
irrelevantes para las personas que se sienten desilusionadas con Dios y están más interesadas en
los milagros que Jesús no realizó. ¿Por qué un Dios que tiene poder para enderezar lo torcido
algunas veces decide no hacerlo? O bien, ¿por qué Jesús se molestó en hacer milagros, al fin y al
cabo? ¿Por qué sanó a un paralítico en Betesda, y solo a uno?
Podemos encontrar un indicio de ello en una fantasiosa descripción de la vida de Jesús
que nunca llegó a entrar en el canon de la Biblia, y por un buen motivo. El espurio Evangelio de
la Infancia de Jesucristo trata de revelar relatos desconocidos acerca de su infancia. Presenta a
Jesús como algunos quisieran que fuera. Según esta antigua obra, él hacía «trucos” cuando se lo
pedían para impresionar a sus amigos, algo que el verdadero Jesús siempre se negó a hacer. El
Jesús apócrifo tenía el encanto de un genio favorito o un mago de barriada. Cada vez que su
padre José echaba a perder un trabajo importante en su carpintería, Jesús entraba en escena y
reparaba el daño con sus poderes mágicos.
Este Jesús mítico tampoco tenía temor de utilizar sus poderes para vengarse. Cuando una
mujer del vecindario le hizo daño a uno de sus compañeros de juego, después se cayó
misteriosamente en un pozo y murió con el cráneo aplastado. Cuando Jesús se acercaba a un
poblado, sus ídolos se desintegraban, convirtiéndose en montones de arena.
Estas fogosas acciones no son nada características del Jesús que presentan los
Evangelios, el cual usaba sus poderes compasivamente para satisfacer las necesidades humanas,
y no para realizar trucos espectaculares. Cada vez que alguien se lo pedía de forma directa, lo
sanaba. Cuando sus oyentes sentían hambre, los alimentaba, y cuando los invitados a las bodas
sintieron sed, hizo vino. El Jesús genuino reprendió a sus discípulos por sugerirle que se vengara
de una ciudad que se le había resistido. Y cuando los soldados llegaron para arrestarlo, solo usó
una vez sus poderes sobrenaturales para restaurarle la oreja cercenada a uno de los que lo
arrestaban. En resumen, los milagros que están en los Evangelios auténticos tienen que ver con el
amor, no con el poder.
Aunque los milagros de Jesús fueron excesivamente selectivos como para resolver toda
desilusión humana, sirvieron como señales de su misión, anticipos de lo que Dios haría algún día
a favor de toda la creación. En palabras de Helmut Thielicke, los milagros de Jesús fueron
«señales de fuego que anunciaron la llegada del reino de Dios». Para los que experimentaron su
beneficio —el paralítico que bajaron del techo como quien baja un candelero a fin de limpiarlo—
las sanidades eran pruebas convincentes de que Dios mismo estaba visitando la tierra. En todos
los demás, despertaron ansias que no serán plenamente satisfechas hasta que la restauración
definitiva acabe con todo el dolor y la muerte.
Los milagros de Jesús hicieron lo mismo que él había predicho. A los que decidieron
creer en él, les dieron una razón más para hacerlo. En cambio, para los que estaban decididos a
negarlo, significaron muy poca cosa. Hay algunas cosas que hay que creerlas para verlas.
1
Fedor Dostoievski, Los hermanos Karamazov, p. 235 de la edición en inglés.
2
George MacDonald, Life Essential: The Hope of the Gospel, p. 24.
Citas bíblicas: Mateo 12, 16; Lucas 4; Mateo 23 y Lucas 13; Juan 14, 9; Marcos 9.
Capítulo 16
EL MILAGRO POSPUESTO

  Cuando Carlomagno, rey de los francos, oyó por primera vez el relato del arresto y la
ejecución de Jesús, explotó de rabia. Asiendo su espada y moviéndola dentro de la vaina, gritó:
«¡Ah, si yo hubiera estado allí! ¡Los habría matado a todos con mis legiones!». La sencilla
lealtad de guerrero que sintió Carlomagno nos hace sonreír, o la de Simón Pedro, que llegó a
sacar una espada para defender a Jesús. Sin embargo, detrás de su enojo se halla un interrogante
realmente tenebroso. Al fin y al cabo, Carlomagno no estaba presente en el huerto de Getsemaní,
de modo que no habría podido ayudar a Jesús. En cambio, Dios Padre, que sí habría podido
ayudarlo, no movió un dedo a favor de su Hijo condenado a morir.
¿Por qué Dios no hizo nada? Todo el que piense en la desilusión con Dios tiene que
detenerse en Getsemaní, en el palacio de Pilato y en el Calvario, las escenas del arresto, el juicio
y la ejecución de Jesús. La razón es que Jesús mismo atravesó en esos tres lugares por un estado
de ánimo muy similar a la desilusión con Dios.
Aquella dolorosa experiencia comenzó cuando Jesús oraba en medio de un fresco y
tranquilo olivar, mientras tres de sus discípulos lo esperaban fuera, cargados de sueño. Dentro
del huerto, todo parecía apacible, pero fuera, las mismas fuerzas del infierno se habían desatado.
Un discípulo se había convertido en traidor, Satanás andaba a la caza y una gran multitud con
espadas y palos se dirigía hacia Getsemaní.
«Mi alma está muy triste, hasta la muerte», les dijo Jesús a sus tres discípulos. Aunque
afirmó tener autoridad para hacer que un ejército de ángeles se lanzara a su defensa, no lo hizo.
Había venido a vivir en un mundo de carne y hueso, y también moriría según las leyes de ese
mundo. Hubo un momento en el que cayó rostro en tierra y oró para que se le presentara una
forma de escapar de todo aquello; la que fuese. Su sudor cayó al suelo en grandes gotas
sanguinolentas.
Sin embargo, Dios permaneció callado.
En el palacio de Pilato, siguió controlándose. Dios, en Jesús, tenía las manos realmente
atadas esta vez. «¡Profetiza!», le gritaban algunos, retándolo en sus burlas a realizar un milagro.
«¿Quién te pegó?” El Hijo de Dios no opuso resistencia mientras ellos le golpeaban la cara con
el puño cerrado y sus salivazos le corrían por la barba.
La escena siguiente, que tiene lugar en el Calvario, ha sido imaginada para nosotros
tantas veces en las representaciones de la Pasión, los sermones y los cuadros, que nos sentimos
torpes y prácticamente incapaces de imaginarla por nosotros mismos. Comience por recordar el
momento de mayor desilusión que haya tenido jamás. Usted lo arriesgó todo por algo que parecía
estar dentro del poder divino: quizá la curación de un cáncer, el nacimiento de un niño sano, o la
ayuda de Dios para enderezar un matrimonio que se estaba deshaciendo. No obstante, todo
terminó saliendo mal. El cáncer fue mortal a pesar de sus oraciones; el niño nació con una lesión
cerebral; le llegaron los documentos del divorcio por correo. Piense en el Calvario como uno de
esos momentos. O en un momento como aquella noche que pasó Richard en su apartamento,
arrodillado en el suelo y clamando a Dios. Piense en esos momentos como «momentos sin
milagro».
En aquellos días, todos deseaban ver milagros: Pilato y Herodes, que habían oído los
sensacionales rumores; las mujeres, que habían seguido a Jesús todo el tiempo desde Galilea; los
discípulos, que se refugiaban en las sombras. Un ladrón le pidió un milagro en su agonía, el otro
se burló de él, y los espectadores se dedicaron a decir: «Descienda ahora de la cruz, y creeremos
en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere».
Sin embargo, no hubo rescate ni milagro. Solo hubo silencio. Charles Williams
contempla esta escena y dice: «El reproche que le lanzaron a Cristo en el momento de su
impotencia más espectacular fue: «A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar”. Esta es una
definición tan precisa como cualquiera de las que se hallan en las obras de los eruditos
medievales”1.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», exclamó por fin Jesús. Estaba
citando un Salmo, lanzando el grito definitivo de la desilusión. El Padre le había vuelto la
espalda, o así parecía con toda seguridad, dejando que la historia siguiera su curso y permitiendo
que todo lo perverso del mundo triunfara sobre todo lo que es justo. La naturaleza misma se
convulsionó: la tierra tembló como en un terremoto; las tumbas se resquebrajaron y se abrieron.
El sistema solar se estremeció con un escalofrío: el sol se escondió y el cielo se cubrió de
tinieblas.
La mañana del domingo
Dos días más tarde llegó la resurrección, con un sonido semejante al terremoto y un
destello como el relámpago. ¿No habría debido todo esto reivindicar a Dios y resolver el
problema de la desilusión de una vez por todas?
¡Qué oportunidad tan desperdiciada! Habría bastado con que el Cristo resucitado hubiera
aparecido de nuevo en el portal de Pilato para lanzar una ráfaga abrasadora contra sus enemigos.
¡Eso los habría puesto en su lugar! En cambio, la docena de veces que apareció después de la
resurrección muestra un esquema muy claro: Cristo solo se les presentó a personas que ya creían
en él. Que sepamos, ni un solo incrédulo vio a Jesús después de su muerte.
Pensemos en dos hombres que habrían podido ver al Cristo resucitado de haber esperado
lo suficiente. Aquellos bastos guardas romanos estaban de pie junto a la tumba cuando tuvo lugar
el Milagro de milagros. Temblaron y se quedaron como muertos. Después, manifestando un
incurable reflejo humano, acudieron corriendo a las autoridades; aquella misma tarde, esos dos
hombres, los únicos testigos presenciales del gran acontecimiento de la resurrección, aceptaron
encubrir lo sucedido. Una pila de monedas nuevas de plata les pareció mucho más importante
que la resurrección del Hijo de Dios. Así fue como los dos testigos oculares de aquel gran día,
los hombres olvidados de la Pascua, murieron incrédulos aún a todas luces.
Hoy en día, los calendarios de todo el mundo señalan los sucesos principales en la vida
de Jesús: Navidad, Viernes Santo y Pascua de Resurrección. Sin embargo, de los tres, solo el del
medio, la Crucifixión, tuvo lugar en público, para que todo el mundo lo viera. En el momento en
que Dios pareció quedar totalmente indefenso, las cámaras de la historia estaban rodando,
grabándolo todo. Una gran multitud observó todos los penosos detalles de aquellos instantes. Y
cuando cuatro hombres escribieron sus relatos acerca de la vida de Jesús, todos ellos le dedicaron
la tercera parte de sus Evangelios a ese momento de aparente fracaso.
El espectáculo de la cruz, el acontecimiento más público de la vida de Jesús, revela la
vasta diferencia que existe entre un Dios que se manifiesta solo por medio del poder y un Dios
que se manifiesta sobre todo por medio del amor. Los dioses romanos, por ejemplo, exigían una
adoración obligatoria: durante la época de Jesús hubo varios judíos que fueron asesinados por no
arrodillarse ante el César. En cambio, Jesucristo nunca obligó a nadie a creer en él. Prefería
actuar por medio de la atracción, sacando a los humanos de sí mismos para atraerlos hacia él.
Aunque parezca paradójico, esta escena de debilidad inspiró una nueva esperanza. «Si
Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?», es la conclusión a la que llegó el apóstol Pablo,
apoyando su fe en el amor sin límites de un Dios «que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que
lo entregó por todos nosotros». El amor alcanza su máximo valor persuasivo cuando significa
sacrificio, y los Evangelios señalan con toda claridad que Jesús vino para morir. Dicho con sus
propias palabras: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos». De
alguna forma, la posibilidad de una felicidad eterna exigía este tiempo de silencio y profunda
desilusión.
1
Charles Williams, He Came Down from Heaven, p. 115.
Citas bíblicas: Mateo 26, 27; Romanos 8; Juan 15.
Capítulo 17
PROGRESO
  «Señora», le dije, «si nuestro Dios fuera un dios pagano, o
el dios de los intelectuales —que para mí son más o menos
la misma cosa— cuando volara hasta lo más remoto de su
cielo, nuestra angustia lo obligaría de nuevo a descender.
En cambio, usted sabe que nuestro Dios vino para estar en
medio de nosotros. Amenácelo con el puño, escúpalo en la
cara, insúltelo y por fin crucifíquelo. ¿Qué más da? Hija mía,
al fin y al cabo, a él ya le han hecho todo eso».

  —Jorge Bernanos, Diario de un sacerdote rural

  Quiero ser muy franco: ¿Qué importancia tiene Jesús con respecto a nuestros
sentimientos de desilusión con Dios? ¿De qué nos sirve saber que él también sintió desilusión?
Siguiendo al apóstol Pablo, los teólogos suelen explicar la contribución hecha por Cristo
usando términos legales: justificación, reconciliación, propiciación. Sin embargo, estas palabras
apenas nos permiten vislumbrar lo que tuvo lugar en realidad. A fin de comprender la
importancia de Jesús en el problema de la desilusión, necesitamos pasar por encima de esas
palabras para llegar hasta la historia subyacente de la forma apasionada en que Dios ha
perseguido siempre a los seres humanos.
Recuerde una de las imágenes principales en los libros profé-ticos: un padre ansioso que
se lamenta por su hijo descarriado. El relato del hijo pródigo hecho por Jesús le proporciona un
final feliz. El padre que espera ya ha esperado bastante; abre de par en par la puerta del frente y
corre a recibir al descarriado, sin hacerle una sola pregunta.
El velo roto
¿Cómo cambió las cosas la persona de Jesús? Tanto para Dios como para nosotros, hizo
posible una intimidad que nunca antes había existido. En el Antiguo Testamento, los israelitas
que tocaban el arca sagrada del pacto caían muertos; en cambio, los que tocaron a Jesús, el Hijo
de Dios encarnado, se alejaron de él sanados. A los judíos, que no querían pronunciar, ni siquiera
deletrear, el nombre de Dios, Jesús les enseñó una nueva manera de dirigirse a él: Abba, «papá».
En Jesús, Dios se hizo cercano a nosotros.
Las Confesiones de San Agustín describen la forma en que esta cercanía lo afectó a él. En
la filosofía griega había aprendido el concepto de un Dios perfecto, eterno e incorruptible, pero
no podía comprender cómo una persona tan indisciplinada e inclinada a la vida sexual como él se
iba a poder relacionar con un Dios así. Probó diversas herejías de sus tiempos, hallando que
ninguna de ellas era satisfactoria, hasta que encontró por fin al Jesús de los Evangelios, un
puente entre los seres humanos comunes y corrientes y el Dios perfecto.
La Epístola a los Hebreos explora este asombroso progreso de intimidad. En primer
lugar, el autor explica lo que se necesitaba en los tiempos del Antiguo Testamento solo para
acercarse a Dios. Una única vez al año, en el Día de Expiación —el Yom Kippur— una sola
persona, el sumo sacerdote, podía entrar en el Lugar Santísimo. La ceremonia comprendía baños
rituales, ropajes especiales y cinco sacrificios distintos de animales; con todo, el sacerdote
entraba lleno de temor en el Lugar Santísimo. En el manto llevaba campanillas, y alrededor del
tobillo llevaba una cuerda atada, de manera que si moría y dejaban de sonar las campanillas, los
otros sacerdotes pudieran sacar su cuerpo sin entrar con la ayuda de la cuerda.
Hebreos describe el vívido contraste: ahora nos podemos acercar «confiadamente al trono
de la gracia», sin temor alguno. Entrar a paso firme en el Lugar Santísimo; ninguna otra imagen
habría causado una impresión más honda en sus lectores judíos. Sin embargo, en el momento de
morir Jesús, el grueso velo que se hallaba dentro del templo se rasgó realmente desde arriba
hasta abajo, dejando al descubierto el Lugar Santísimo. Por consiguiente, dice el autor de
Hebreos como conclusión: «Acerquémonos a Dios».
Un rostro
En el Antiguo Testamento nadie pudo afirmar que conocía el rostro de Dios. En realidad,
nadie era capaz de sobrevivir después de haberlo mirado directamente. Los pocos que captaban
un destello de la gloria divina regresaban resplandecientes como seres extraterrestres, y todos
cuantos los veían se escondían llenos de temor. En cambio, Jesús nos ofreció la posibilidad de
una larga y detenida mirada al rostro de Dios. «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre», dijo.
Cuanto es Jesús, lo es Dios. Michael Ramsey lo expresó de esta manera: «En Dios no hay
ausencia de semejanza alguna con Cristo».
Las personas crecen con toda clase de ideas acerca de cómo es Dios. Quizás lo vean
como un gran enemigo, un policía, o incluso un padre despótico. O tal vez no vean a Dios en lo
absoluto y solo escuchen su silencio. Sin embargo, gracias a Jesús, ya no tenemos que seguirnos
preguntando cómo se siente Dios, o cómo es. Cuando tengamos dudas, podremos mirar a Jesús
para corregir nuestra nublada visión.
Si me pregunto cómo ve Dios a la gente deforme o imposibilitada, puedo observar a Jesús
entre los lisiados, los ciegos y los leprosos. Si me pregunto acerca de los pobres, y si Dios los ha
destinado a una vida miserable, puedo leer las palabras de Jesús en el Sermón del Monte. Y si
alguna vez me llego a preguntar cuál será la respuesta «espiritual” adecuada al dolor y el
sufrimiento, puedo observar cómo reaccionó Jesús ante sus propios sufrimientos: con temor y
temblor, con gritos y lágrimas.
Aún no
No pude dejar de notar un abrupto cambio de humor en la Biblia alrededor del libro de
Hechos. Si recorremos el resto del Nuevo Testamento, no hallaremos nada parecido a la
indignación de Job, la desesperación del libro de Eclesiastés o la angustia de Lamentaciones. Se
ve claramente que los escritores del Nuevo Testamento estaban convencidos de que Jesús había
cambiado para siempre el universo. Por ejemplo, el apóstol Pablo extiende fragmentos de frases
a lo largo de todas las páginas, sin ahorrar superlativos: «Todas las cosas en el subsisten […] Por
medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están
en los cielos […] Sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y
autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino
también en el venidero».
Sin embargo, al mismo tiempo que él escribía estas mismas palabras, el Imperio Romano
seguía adelante con su macabra sucesión de guerras y tiranos; en todo el mundo los humanos
seguían mintiendo, robando y matándose unos a otros; las enfermedades continuaban
extendiéndose, y los mismos cristianos eran azotados y arrojados a la cárcel. Estas razones
comunes para la duda y la desilusión no parecían sacudir en lo absoluto la seguridad que tenían
los apóstoles de que Jesús vendría otra vez, como lo había prometido, en poder y gran gloria.
Solo era cuestión de tiempo. Habían dudado de él una vez, pero después de su resurrección no
volverían a dudar.
No obstante, el tono firme y equilibrado de los escritores del Nuevo Testamento crea un
problema: ¿Por qué, cerca de veinte siglos después del apóstol Pablo, le estoy dedicando un libro
entero al tema de la desilusión con Dios? ¿Por qué las personas que me han contado sus
angustiosas historias carecen de la valerosa seguridad que tenían los escritores del Nuevo
Testamento? ¿Por qué no se ha desvanecido toda nuestra desilusión?
Cuando pienso en estas cosas, sigo volviendo a un mismo interrogante: el de la injusticia.
¿Es Dios injusto? Es impresionante la forma en que Jesús le dio una respuesta directa al
problema de un Dios escondido y callado. En cambio, el problema de la injusticia solo pareció
empeorar. La vida de Jesús mismo terminó en la injusticia más grande de la historia: el mejor
hombre que haya vivido jamás, sufriendo el peor de los castigos. Una víctima más de un cruel
planeta. Después de su muerte, la situación mejoró muy poco, puesto que los discípulos
recibieron la «recompensa” de la prisión, la tortura y el martirio. El problema de la injusticia no
desapareció.
Vemos con asombro que el autor de Hebreos pareció anticiparse a esa misma situación,
casi con un irónico reconocimiento de que la gente continuaría sintiéndose desilusionada con
Dios. El capítulo 2 de la epístola comienza con una sublime cita tomada de los Salmos, donde se
habla de que Dios lo pondrá todo bajo los pies de Jesús. A continuación, escribe estas sencillas
palabras, cargadas de sentido: «Pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas».
Soy escritor, y sé cómo se siente uno cuando escribe lo que cree cierto para después
preguntarse apenas lo escribió: ¿Era eso lo que quería decir realmente? El autor de Hebreos,
después de escribir aquella ráfaga grandiosa de teología tomada de los Salmos, también parece
detenerse para reflexionar. Sí, es cierto que Jesús tiene el dominio total de todo … pero también
es cierto que no parece ser así: «Todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas». En esta
sola oración gramatical se hallan comprendidas todas las injusticias: toda la guerra y la violencia,
todo el odio y la lujuria, todos los triunfos del mal sobre el bien, todas las enfermedades y
muertes, todas las lágrimas y gemidos, todas las desilusiones y desesperos de este mundo
caótico. Si en la Biblia hubiera unas frases más ciertas que otras, esta podría hallarse entre las
más ciertas de todas.
El párrafo continua diciendo: «Pero vemos a aquel […] coronado de gloria y de honra, a
causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos».
Con toda intención, Hebreos no nos trae a la mente la imagen triunfante de Jesús en el monte de
la Transfiguración, o de su cuerpo resucitado, sino que nos lo muestra en la cruz. Después, el
autor sigue usando un lenguaje que sitúa este texto entre los más misteriosos del Nuevo
Testamento. Habla de que Cristo fue «perfeccionado” y «aprendió la obediencia” a través de las
cosas que sufrió. Con frecuencia, los comentaristas pasan de largo estas expresiones, porque no
son fáciles de reconciliar con el concepto tradicional de un Dios inalterable y carente de
pasiones. Sin embargo, yo no las debo pasar por alto, porque en Hebreos son presentadas como
la contribución directa de Jesús al problema permanente de la desilusión con Dios.
A partir de Hebreos, parece evidente que la Encarnación tuvo un sentido para Dios, así
como lo tuvo para nosotros. Para él, fue la forma definitiva de identificarse con nosotros. Dios,
que es espíritu, nunca antes había estado confinado dentro del mundo material; nunca había
experimentado la suave vulnerabilidad de la carne humana; nunca había sentido las clamorosas
advertencias de las células del dolor. Jesús cambió todo esto al pasar por todas las experiencias
humanas, desde la sangre y el dolor del nacimiento, hasta la sangre y el dolor de la muerte
violenta.
A partir del Antiguo Testamento podemos comprender mucho mejor cómo «se siente”
Dios. En cambio, el Nuevo Testamento recoge lo que sucedió cuando Dios aprendió lo que
siente el ser humano. Todo lo que nosotros podamos sentir, él lo sintió. Instintivamente,
queremos un Dios que no solo conozca el dolor, sino que lo comparta; queremos un Dios que sea
afectado por nuestro propio dolor. El joven teólogo Dietrich Bonhoeffer escribió esta nota
cuando se hallaba en un campamento de concentración nazi: «Solo el Dios Sufriente nos puede
ayudar». Gracias a Jesús, tenemos a ese Dios. Hebreos nos informa que Dios puede identificarse
ahora con nuestras debilidades. Entre él y nosotros se establece una «simpatía», palabra de
origen griego cuya etimología está en las palabras syn y pázos, y significa literalmente «sufrir
con».
¿Sería demasiado decir que, gracias a Jesús, Dios comprende nuestros sentimientos de
desilusión con él? ¿De qué otra manera podríamos interpretar las lágrimas de Jesús y su grito
desde la cruz? Casi se podrían incluir los tres interrogantes de este libro dentro de aquel terrible
grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». El Hijo de Dios «aprendió la
obediencia” con sus sufrimientos, dice Hebreos. Una persona solo puede aprender la obediencia
cuando se siente tentada a desobedecer; solo puede aprender la valentía cuando se siente tentada
a salir huyendo.
¿Por qué Jesús no blandió una espada en Getsemaní ni llamó a sus legiones de ángeles?
¿Por qué no aceptó el reto de Satanás para que deslumbrara al mundo? Por esta razón: Si lo
hubiera hecho, habría fracasado en su misión más importante, que era convertirse en uno de
nosotros; vivir y morir como uno de nosotros. Esa era la única forma en que Dios podía obrar
«dentro de las reglas” que él mismo había establecido en el momento de la creación.
A lo largo de toda la Biblia, en especial en los libros de los profetas, vemos a Dios
debatirse en un conflicto interno. Por una parte, amaba apasionadamente a las personas que había
creado; por otra, sentía el terrible impulso de destruir al Mal que la esclavizaba. En la cruz, Dios
resolvió ese conflicto interno, porque en ella su Hijo absorbió la fuerza destructiva para
transformarla en amor.
Citas bíblicas: Hebreos 4, 10; Juan 14; Colosenses 1; Efesios 1; Hebreos 2—5.
Cuarta parte
La entrega: el Espíritu

  Capítulo 18
EL TRASPASO

  Usted siente agitación en el estómago por la tensión del primer día de trabajo. ¿Saldré
bien? ¿Y si hago algo mal hecho? ¿Le caeré bien al jefe? Les echa una mirada a los demás, que
tienen los ojos casi cerrados bajo el fuerte sol, apoyándose primero en una pierna y luego en la
otra, nerviosos y haciendo dibujos en la arena con el borde de las sandalias. Setenta discípulos
han sido llamados a presentarse para una misión especial.
Jesús les está impartiendo un discurso formal. Se ve preocupado, y sus palabras llevan
una advertencia: «Id; he aquí yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni
alforja, ni calzado; y a nadie saludéis por el camino». Cuando llega por fin a las palabras finales,
el timbre de su voz se ha hecho más alto y exige atención: «El que a vosotros oye, a mí me oye;
y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me
envió». ¿Qué querrá decir todo esto? El grupo comienza a dispersarse; usted se traga sus
incertidumbres y sale con el compañero que le han asignado para la misión.
Cuando vuelve a ver a Jesús pocos días más tarde, parece como si él hubiera cambiado de
cara. Toda la seriedad y la alarma se han esfumado. Sonríe al escuchar sus relatos, y les pide que
le expliquen todavía más. Nunca parece satisfecho con los detalles acerca de las sanidades, las
liberaciones y las vidas transformadas. La peligrosa misión en los poblados de las montanas ha
sido un verdadero éxito, y Jesús está lleno de júbilo. Se encuentran celebrando el triunfo.
Escúchelo el tiempo suficiente y se creerá capaz de hacer lo que sea: pisotear serpientes,
escorpiones, lo que sea.
Cuando están en pleno informe, él levanta la mano para interrumpir. No puede esperar.
Nunca lo había visto tan emocionado: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo», anuncia,
y aunque usted no tiene idea de lo que ha querido decir, se siente arrastrado por el súbito brote de
entusiasmo. Debe haber acabado de suceder algo formidable. Entonces Jesús se les acerca y les
dice en voz baja: «Muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y
oír lo que oís, y no lo oyeron».
El examen final
He aquí otra escena, unos seis meses más tarde. Esta vez usted está cenando con los otros
que forman el grupo de los Doce en una pequeña sala de Jerusalén. Un sentimiento pesado y
secreto invade el lugar. Todo está sucediendo demasiado deprisa. A principios de la semana,
Jesús entró a la ciudad en un desfile triunfante, permitiendo un despliegue poco usual de
aclamación pública. Parecía como si todos sus sueños se fueran a convertir finalmente en
realidad. En cambio, esta noche todo parece presagiar lo contrario.
Primero pasó el incidente del lavatorio de los pies, cuando Jesús avergonzó a Pedro.
Ahora mismo que Jesús está hablando, su humor parece variar. Por un instante parece nostálgico
y con deseos de consolar, y de inmediato comienza a reprenderlos por su torpeza y falta de fe.
Una y otra vez sigue aludiendo a una traición. Hay algunas cosas que usted no comprende en lo
que dice. Con todo, hay algo en lo que insiste por encima de todas las protestas: Él se va a
marchar. Alguien va a venir para tomar su lugar; alguien a quien llama «el otro Consolador».
Hay una agitación súbita en el lugar, como cuando el viento sopla sobre la hierba.
Durante meses, usted ha estado esperando que Jesús tome posesión de su reino. En cambio,
ahora dice que se lo va a entregar todo a ustedes. Mira a su alrededor, a los que están con él en la
mesa, y le dirige al Padre unas palabras definitivas: «Como tú me enviaste al mundo, así yo los
he enviado al mundo […] La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como
nosotros somos uno».
La salida
Muy bien, todos fracasaron. Todos, hasta Pedro, que había alardeado de su lealtad unas
pocas horas antes de su gran negación. «¡Yo he vencido mundo!», había dicho Jesús en aquella
pequeña sala esa noche. No obstante, usted no encontraba forma de reconciliar sus palabras con
lo que sucedió después. Menos de veinticuatro horas más tarde, lo vio desnudo, pendiente de una
cruz, con su quebrantado cuerpo iluminado por la pálida luz de una antorcha. ¿Era este el
Salvador de su nación, el Rey de reyes? Pedirle a alguien que lo creyera significaba pedirle
demasiado.
Eso había ocurrido el viernes.
El domingo, una serie de rumores locos, increíbles, se habían esparcido con rapidez en
medio de la estrecha comunidad de los que lamentaban su muerte. Y después, durante la semana,
lo había visto. ¡Era cierto! Usted había tocado a Jesús con sus propias manos. Él había hecho lo
que nadie antes había logrado: caminar hacia la muerte voluntariamente y regresar. Nunca; nunca
volvería a dudar de él.
Durante cuarenta días, al parecer Jesús aparecía y desaparecía a voluntad. Cuando se
presentaba, usted escuchaba ansioso sus explicaciones de lo que había pasado. Cuando se
marchaba, usted y los demás hacían los planes para el nuevo reino. ¡Imagínense, Jerusalén libre
al fin del yugo romano!
Sus amigos se habían burlado por largo tiempo de su insistente obsesión con este
predicador campesino. Ahora verían lo que es bueno. Nadie volvería a abusar de usted; nadie
volvería a abusar de Israel. Naturalmente, Pedro, Jacobo y Juan ocuparían las posiciones
principales por ser los amigos íntimos, pero el reino necesitaría muchos líderes … y al fin y al
cabo, usted había seguido a Jesús durante tres años. El Mesías, el Mesías verdadero, lo había
considerado uno de sus discípulos más allegados.
Durante aquellos cuarenta días, el regocijo nunca desapareció. ¿Cómo habría podido
desaparecer? Cada vez que Jesús aparecía otra vez, era un nuevo milagro. Por fin hubo alguien
que le hizo una pregunta; esa pregunta candente sobre la cual todos habían estado discutiendo:
«Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?». Usted contuvo la respiración mientras
esperaba alguna señal, quizá un llamado a las armas o un plan de batalla. Los romanos no se
marcharían sin pelear.
Nadie estaba preparado para la reacción de Jesús. Al principio pareció que no había oído
bien la pregunta. La echó a un lado y comenzó a hablar, no de Israel, sino de las naciones vecinas
y otros lugares lejanos. Dijo que ustedes tendrían que ir a esos lugares como testigos suyos, pero
que por el momento debían limitarse a regresar a Jerusalén para esperar al Espíritu Santo.
Entonces sucedió algo sumamente asombroso. Ustedes estaban allí de pie, escuchándolo,
y de pronto su cuerpo comenzó a elevarse sobre el suelo. Por un instante, quedó suspendido en el
aire; luego, una nube lo escondió de su vista. Y no volvieron a ver a Jesús.
Tres escenas
Tres escenas —el envío de los setenta, la última cena y la ascensión— que revelan algo
sobre la razón por la que Jesús vino a la tierra y la razón por la que se marchó de ella. Es cierto
que vino a arreglar el problema de la justicia divina y a enseñarnos cómo es Dios, pero también
vino a establecer una iglesia, una nueva morada para el Espíritu de Dios.
Ese es el motivo por el que Jesús tuvo aquella explosión de júbilo cuando los setenta
llegaron a él de regreso con sus informes. «El que a vosotros oye, a mí me oye», les había dicho,
y ciertamente el plan estaba dando resultados. Su propia misión —aun más, su propia vida— era
vivida a través de setenta seres humanos comunes y corrientes.
En la última cena con sus discípulos, Jesús les había hablado con un mayor sentido de
urgencia. Ellos eran los amigos más íntimos que tenía en todo el mundo, y había llegado el
momento de poner en sus manos la misión; en las manos de aquellos amigos bien intencionados,
tan rápidos para jurarle lealtad ahora, y tan rápidos más tarde para negarlo. «Como me envió el
Padre, así también yo os envío», les dijo, consciente de que ellos no lo comprendían. Aquel
pequeño grupo llevaría su mensaje a Jerusalén, a toda Judea y Samaria, y después a otros lugares
que él nunca había visitado, hasta los confines mismos de la tierra.
En la ascensión, el cuerpo de Jesús dejó la tierra ante los ojos de sus asombrados
discípulos. Sin embargo, pronto, muy pronto, el día de Pentecostés, el Espíritu de Dios
descendería a residir en otros cuerpos. Los de ellos mismos.
Citas bíblicas: Lucas 10; Juan 13—17; Hechos 1.
Capítulo 19
UN AMBIENTE DE CAMBIOS
  Una serie de documentales acerca de la religión destinados al sistema de televisión
pública. Magnífico. Otra tarea aburrida más. «Explora las imágenes de la divinidad a lo largo de
los tiempos, o abstracciones por el estilo», me indican. Muy bien. ¿A quién se le ocurrirán estas
ideas? Para empezar, el personaje central es invisible.
Bueno, mientras no aparezca alguien que encuentre la manera de hacerle una entrevista a
Dios mismo, tendrán que contentarse con unos cuadros acerca de él.
Es el siglo catorce antes de Cristo. Todo comienza con una escena de la cima del Sinaí
tomada desde un helicóptero. Es una zona deshabitada, así que no hay antenas de televisión que
desmantelar ni nada por el estilo. Se realiza un acercamiento a un grupo de extras beduinos que
hacen el papel de hebreos antiguos. El narrador habla de lo que comen y la ropa que usan. Más
de cerca, se ve a un niño judío de unos doce años. Interrumpen su juego y lo llaman.
  —Háblame de tu Dios. ¿Cómo es él? —le pregunta el narrador.
El niño abre los ojos muy grandes.
—¿Quiere decir … quiere decir …?
No puede pronunciar la palabra.
—Eso mismo, Jehová, el Dios que ustedes adoran.
—¿Que cómo es él? ¿Él? ¿Ve aquella montaña? (Interrupción con escena de un volcán.
Mucho vapor y humo. Una toma cercana a la lava derretida). Él vive allí. ¡No se acerque,
porque morirá si lo hace! Él es … es bueno, más que nada, da miedo. Miedo de verdad.
Es el siglo primero después de Cristo. La cámara hace un lento recorrido de un horizonte
llano y muy amplio en Palestina. Aparecen los mismos beduinos, que ahora van caminando en
grupos por el desierto. Hay un oasis al fondo. La cámara se acerca a un grupo de personas, y
después a una mujer que está al borde del grupo, recostada en un arbusto del desierto. Le hacen
la misma pregunta.
—¿Dios? Todavía estoy tratando de saber cómo es él. Creía saberlo, pero cuando
comencé a seguir a este maestro, me sentí confundida. Él dice que es el Mesías. Mis amigas se
ríen. Sin embargo, me encontraba en la multitud aquel día que les dio de comer a cinco mil
personas. ¿Quién más puede hacer algo así? Yo misma comí de aquel pescado. Y con mis
propios ojos lo vi sanar a un ciego.
—No sé cómo, pero Dios es como aquel hombre que está allí y que se llama Jesús.
Es el siglo veinte después de Cristo. El personal de la película es trasladado a una
pintoresca iglesita en un pequeño pueblo de cualquier nación del mundo. La cámara recorre los
rostros de las personas sentadas en las bancas.
La voz del narrador dice fuera de cámara: «Y ahora, ¿cómo es Dios?».
  El Nuevo Testamento nos pide creer que la respuesta se halla en esa sencilla iglesita,
entre esas personas comunes y corrientes que se hallan en las bancas. Dios en Cristo es una cosa,
pero ¿en nosotros? La única manera de captar la profunda impresión que esto produce es leer la
Biblia de principio a fin, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, como yo tuve la oportunidad de
hacerlo durante aquellos días de nieve en Colorado.
El Señor del universo, poderoso y terrible, lleno de pasión, fuego y santidad, domina las
novecientas páginas primeras. Les siguen cuatro Evangelios, con unas cien páginas en total, en
los que se relata la vida de Jesús en la tierra. No obstante, después de Hechos, la Biblia pasa a
una serie de cartas personales. Griegos, romanos, judíos, esclavos, amos de esclavos, mujeres,
hombres, niños … las cartas se dirigen a todos estos grupos diversos, y sin embargo, todas ellas
dan por supuesto que sus destinatarios pertenecen a una identidad nueva que los abarca a todos.
Todos ellos están «en Cristo».
«La iglesia no es más que una parte de la humanidad en la que Cristo ha tomado
realmente forma», decía Dietrich Bonhoeffer. El apóstol Pablo expresó un pensamiento muy
similar por medio de su expresión «el cuerpo de Cristo». Tal como él lo veía, una especie nueva
de humanidad estaba surgiendo en la tierra, y en ella habitaba Dios mismo en la Persona del
Espíritu Santo. En los miembros de esta nueva humanidad se extendían los brazos, las piernas y
los ojos de Dios sobre la tierra. Aun más, Pablo actuaba como si esa hubiera sido la meta de Dios
desde siempre.
«¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?», le
escribía Pablo al desordenado grupo de Corinto. Por supuesto, para los judíos el templo era un
verdadero edificio, el punto central de la tierra, donde habitaba la Presencia de Dios. Para decirlo
en pocas palabras, ¿acaso estaba Pablo afirmando que Dios se había «mudado»?
En la Biblia aparecen tres templos, y tomados en conjunto, señalan una progresión: Dios
se reveló primeramente como el Padre, después como el Hijo, y finalmente como el Espíritu
Santo111. El «primer templo” fue una magnífica estructura construida por Salomón y
reconstruida por Herodes. El segundo fue el «templo” del cuerpo de Jesús («Destruid este
templo, y en tres días lo levantaré», dijo él). Ahora, ha tomado forma un tercer templo, hecho
con seres humanos.
Delegación
Él parece decidido a no hacer por sí mismo cuanto pueda delegar en sus criaturas. Nos
ordena hacer nosotros lenta y torpemente lo que él podría hacer a la perfección, y en un abrir y
cerrar de ojos.
La creación parece consistir de uno a otro extremo en este principio de delegación. Me
imagino que esto se deba a que él es un generoso dador1.
  La progresión Padre, Hijo y Espíritu Santo representa un profundo avance en la
intimidad. En el Sinaí, el pueblo se escondía de Dios y le rogaba a Moisés que se acercara a él en
nombre de todos. En cambio, en los tiempos de Jesús era posible sostener una conversación con
el Hijo de Dios; se le podía tocar, incluso hacerle daño. Después de Pentecostés, los mismos
discípulos llenos de defectos que habían huido cuando prendieron a Jesús se convirtieron en
portadores del Dios viviente. En un acto de delegación que supera todo lo imaginable, Jesús
delegó el reino de Dios en sus discípulos … en nosotros.
Basta ya. De alguna manera, todas estas ideas nebulosas acerca del Espíritu deben estar
de acuerdo con la realidad que es notoria en la iglesia actual. Mire a la gente que ocupa las
bancas de cualquier templo. ¿Es esto lo que tenía pensado Dios?
La delegación siempre entraña un riesgo, como aprende muy pronto todo patrono.
Cuando usted pone un trabajo en manos de otra persona, deja de tener control sobre él. Y cuando
Dios «ruega por medio de nosotros” (según una frase de Pablo), está corriendo un gran riesgo; el
riesgo de que seamos muy malos representantes suyos. La esclavitud, las cruzadas, las
persecuciones de los judíos, el colonialismo, las guerras, el Ku Klux Klan … todos estos
movimientos han afirmado que Cristo aprobaba su causa. Es posible que el mundo que Dios
quiere amar, el mundo al que Dios quiere atraer, nunca lo llegue a ver a él; nuestros propios
rostros lo impedirían.
No obstante, Dios corrió ese riesgo, y ya que decidió hacer así las cosas, el mundo lo
conocerá sobre todo a través de los que creen en él. La doctrina del Espíritu Santo es la doctrina
de «la iglesia”: Dios que vive en nosotros. Este plan es «lo insensato de Dios», como dijera
Pablo en una ocasión. El escritor Frederick Buechner se maravilla ante esta insensatez: «Escoger
para su obra santa en el mundo […] cerebros débiles, desajustados, piojosos, santurrones,
vanidosos, excéntricos, egomaníacos, tímidos y sensuales”2.
«Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres», sigue diciendo Pablo.
Los que vivimos entre la gente defectuosa, común y corriente de las iglesias; los que
somos esos cerebros débiles, desajustados y extravagantes de las iglesias, querríamos disminuir
la realidad de las extrañas declaraciones bíblicas acerca del Cuerpo de Cristo, porque sabemos lo
pobremente que lo representamos. Sin embargo, la Biblia lo dice bien claro. Veamos solamente
dos ejemplos.
1. Nosotros representamos la santidad de Dios en la tierra. Porencima de todo lo demás,
la santidad constituye la gran distancia que hay entre Dios y los seres humanos. Es lo que hizo
del Lugar Santísimo un terreno prohibido. Sin embargo, el Nuevo Testamento insiste en que un
cambio sísmico ha tenido lugar. Un Dios perfecto vive ahora dentro de unos seres humanos muy
imperfectos, y porque respeta nuestra libertad, su Espíritu «se sujeta” realmente a nuestra
conducta. El Nuevo Testamento nos habla de un Espíritu al que podemos mentirle, o entristecer,
o apagar. Y cuando tomamos una decisión equivocada, ciertamente sometemos a Dios a esa
decisión equivocada.
No hay pasaje que ilustre gráficamente esta extraña verdad con mayor fuerza, que 1
Corintios 6, un pasaje en el que Pablo reprende a los sensuales miembros de la iglesia de Corinto
por contratar rameras. Él va haciendo polvo todas sus racionalizaciones, una por una.
Finalmente, termina haciendo la advertencia más severa de todas: «¿No sabéis que vuestros
cuerpos son miembros de Cristo?». Pablo da la impresión de estar diciendo esto en su sentido
más literal, y no se detiene, sino que pasa a la siguiente conclusión, que es asombrosa: «¿Quitaré,
pues, los miembros de Cristo y los haré miembros de una ramera? De ningún modo».
No hace falta ser erudito bíblico para ver el contraste. En el Antiguo Testamento, los
adúlteros eran apedreados hasta morir por desobedecer la ley de Dios. En cambio, en la era del
Espíritu, Dios delega en nosotros su reputación; su esencia misma. Somos nosotros quienes
encarnamos a Dios en el mundo; lo que nos pase a nosotros le pasa a él.
2. Los seres humanos realizan la obra de Dios sobre la tierra. O para hablar con una
exactitud total, Dios realiza su obra a través de nosotros. La tensión entra en juego tan pronto
como tratamos de expresarla con palabras. «Nosotros, sin Dios, no podemos. Dios, sin nosotros,
no quiere», decía San Agustín. Expresando un concepto similar, Pablo escribe en un versículo:
«Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor», y en el siguiente afirma: «Porque Dios es
el que en vosotros produce así el querer como el hacer». Cualquiera que sea su significado
general, estas paradojas ciertamente contradicen la actitud de «dejárselo todo a Dios».
Dios les proporcionó alimento de un modo milagroso a los israelitas mientras andaban
por el desierto de Sinaí, y hasta se aseguró de que no se les gastara el calzado. Jesús también
alimentó a los hambrientos y les ministró directamente en sus necesidades. Muchos creyentes
quisieran que estas historias se estuvieran repitiendo continuamente en nuestros tiempos.
Sin embargo, las epístolas del Nuevo Testamento parecen mostrarnos algo diferente,
además del poder eterno de Dios, que nunca ha cesado de actuar entre nosotros. Encerrado en
una fría mazmorra, Pablo se vuelve a Timoteo, su amigo de tanto tiempo, para que lo ayude en
sus necesidades personales. «Trae, cuando vengas, el capote que deje en Troas en casa de Carpo,
y los libros», le dice. «Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio». En
otros momentos difíciles, recibió el «consuelo de Dios” en la forma de una visita que le hiciera
Tito. Y cuando el hambre asolaba Jerusalén, él mismo dirigió una campaña para reunir fondos
entre todas las iglesias que había fundado. Dios estaba atendiendo a las necesidades de la joven
iglesia con tanta certeza como había atendido a las de los israelitas, pero lo estaba haciendo esta
vez de manera indirecta, por medio de otros miembros de su Cuerpo. Pablo nunca hizo
distinciones al estilo de «la iglesia hizo esto, pero Dios hizo esto otro». Una división de este tipo
habría ido contra el concepto que él había explicado tantas veces. La iglesia es el Cuerpo de
Cristo; por tanto, si la iglesia lo hizo, era Dios quien lo había hecho.
La insistencia de Pablo en esta verdad se puede remontar a su primer y conmovedor
encuentro personal con Dios. En aquellos momentos, él era un feroz perseguidor de los
cristianos; un notorio cazador de recompensas. No obstante, en el camino a Damasco vio una luz
tan brillante que lo mantuvo ciego por tres días, al mismo tiempo que oía una voz celestial:
«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
¿Te persigo? ¿Perseguir a quién? Yo solo ando detrás de esos herejes cristianos.
«¿Quién eres, Señor?», preguntó Saulo por fin, tirado en tierra cuan largo era.
«Yo soy Jesús, a quien tú persigues», fue la respuesta.
Estas palabras resumen tan bien como las que más el cambio realizado por la presencia
del Espíritu Santo. Jesús había sido ajusticiado meses antes. Saulo estaba persiguiendo a los
cristianos, no a Jesús. En cambio, Jesús, vivo de nuevo, le informaba a Saulo que aquellas
personas eran en realidad su propio Cuerpo. Cuando los hería a ellos, lo hería a él también. El
apóstol Pablo nunca habría de olvidar esta lección.
No debo terminar este tema sin aplicar su significado de una manera profundamente
personal. La doctrina del Espíritu Santo tiene una gran importancia para los interrogantes que
forman el tema central de este libro. Mi amigo Richard había preguntado: «¿Dónde está Dios?
Muéstremelo. Quiero verlo». Con toda seguridad, al menos parte de la respuesta a su pregunta
es: Si quieres ver a Dios, mira a los miembros del pueblo que le pertenece; ellos son sus
«cuerpos». Ellos forman el Cuerpo de Cristo.
«Sus discípulos van a tener que parecer más salvos para que yo crea en su Salvador», dijo
Nietzsche ante un reto así. Si Richard fuera capaz de encontrar a un verdadero santo de Dios,
alguien en quien viera personificados el amor y la gracia, quizá entonces se decidiría a creer. Ahí
lo tienes. ¿Ves? Así es Dios. Esta persona está haciendo la obra de Dios.
Richard no conoce a ninguno de estos grandes hombres y mujeres de Dios, pero sí me
conoce a mí. Y este es el aspecto de la doctrina del Espíritu Santo que más nos hace sentir
humildes. Es probable que Richard nunca oiga una voz que le hable desde un torbellino para
contestar sus preguntas de una vez por todas. Es casi seguro que nunca llegue a ver
personalmente a Dios en esta vida. Solo me vera a mí.
1
C. S. Lewis, The World’s Last Night, p. 9.
2
Frederick Buechner, A Room Called Remember, p. 142.
Citas bíblicas: 1 Corintios 3; Juan 2; 2 Corintios 5; Filipenses 2;
2 Timoteo 4; 2 Corintios 7; Romanos 15; Hechos 9.
Capítulo 20
LA CULMINACIÓN

  Si pudiéramos dejar a un lado por un instante nuestras ideas preconcebidas acerca de la


Biblia y limitarnos a leer ese inmenso libro como un relato que se va desarrollando, su
argumento iría apareciendo de una manera similar a la siguiente:
Al principio Dios, que es Espíritu, creó el vasto mundo de la materia. De todas las
notables obras divinas, solo los seres humanos se asemejaban a él y podían ser llamados
«imagen” suya. Esto de ser imagen de Dios era al mismo tiempo un gran don y una gran
responsabilidad. El hombre y la mujer, seres con espíritu, podían tener comunión directa con
Dios. Sin embargo, de todas las especies, solo ellos tenían libertad para rebelarse contra él.
Ellos al final se rebelaron, y algo murió dentro de Adán y Eva en aquel lóbrego día. Sus
cuerpos vivieron por muchos años más, pero sus espíritus perdieron aquella comunión libre y
sincera con Dios.
La Biblia nos habla de los esfuerzos de Dios por restaurar esos espíritus caídos. Se dedicó
a trabajar con algunas familias: primero la de Adán, después la de Noé, y finalmente la de
Abraham, que es el centro de atención en la mayor parte del Antiguo Testamento. Algunas veces
la Biblia presenta a Dios como un padre que cría a su hijo; otras, como un enamorado que
persigue apasionadamente a su amada, pero siempre lo presenta tratando de «abrirse paso” hasta
los seres humanos para restaurar lo que se había perdido.
Con unas cuantas honrosas excepciones, el Antiguo Testamento solo habla de fracasos.
En cambio, el Nuevo Testamento comienza con un paso radical dado por Dios, una «invasión”:
el nacimiento de Jesús, quien significaba un comienzo totalmente nuevo. Él fue llamado «el
segundo Adán», el líder de una nueva especie. Por fin, fue el que echó abajo las barreras e hizo
posible una tregua entre Dios y la humanidad. El espíritu caído de los humanos fue finalmente
restaurado; ahora era posible «nacer de nuevo».
En el día de Pentecostés, después de marcharse Jesús, el Espíritu de Dios descendió para
comenzar su labor de llenar individualmente a los seres humanos. De esta forma, el poder de
Dios descendía sobre los creyentes para quedarse en ellos. En lugar de caminar en un huerto con
los seres humanos, Dios vivía y obraba ahora dentro de los suyos.
  No es necesario ir muy lejos en las epístolas del Nuevo Testamento para captar la
emoción reinante. El apóstol Pablo no lo habría podido expresar con mayor fuerza: «Porque el
anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios». Él nos
presenta a todo el universo haciendo un alto a fin de observar los acontecimientos de la tierra:
«Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los
principados y potestades en los lugares celestiales, conforme al propósito eterno que hizo en
Cristo Jesús nuestro Señor». Pedro añade, como jadeante, que estas son «cosas en las cuales
anhelan mirar los ángeles».
Mientras tanto, el pequeño grupo de cristianos se dispersaba con rumbo a Samaria,
Grecia, Etiopía, Roma y España. Según el Nuevo Testamento, estaban dedicados por completo al
gran cambio de dirección de la historia, ayudando a recuperar toda la creación para Dios.
¿Por qué mejor?
Desde que comencé a escribir este libro, decidí ser sincero; al fin y al cabo, estoy
escribiendo para víctimas de promesas agotadas y expectaciones rotas. Por eso, debo afirmar con
toda franqueza que a las personas desilusionadas les es difícil compartir el entusiasmo que tenían
los escritores del Nuevo Testamento. Por ejemplo, mi amigo Richard afirma que perdió su fe
porque Dios actúa con demasiada sutileza. Él quería algo más convincente, algo del mismo estilo
que la zarza ardiente o quizás la apertura del Mar Rojo. ¿La «multiforme sabiduría de Dios»,
dada a conocer por medio de la iglesia? ¿Ha estado usted últimamente en una iglesia? Jesús le
habría causado una profunda impresión; la nube de la gloria «Shejinah” lo habría dejado de una
pieza; en cambio, hay muchas iglesias de las que no podemos decir nada semejante.
¿Cómo podemos reconciliar las exaltadas palabras del Nuevo Testamento con algo que
estamos viendo todos los días? Hay quienes tienen una respuesta muy fácil: «Pablo hablaba de la
iglesia en los tiempos del Nuevo Testamento; nosotros estamos ahora muy lejos de aquel ideal».
No puedo estar totalmente de acuerdo. Las epístolas fueron escritas para una abigarrada multitud
de adoradores de ángeles, ladrones, idolatras, hombres violentos y rameras que se habían
convertido, y esas fueron las personas en las que Dios hizo su morada. Lea las descripciones que
hace Pablo de una iglesia supuestamente «ideal” en una ciudad como Corinto: un revoltoso y
discorde grupo que rivaliza con cualquier otra iglesia de la historia por su falta de santidad. Sin
embargo, la descripción más impresionante que hace Pablo de la iglesia como el Cuerpo de
Cristo aparece en una carta escrita a ellos.
No hay forma de formular la pregunta con elegancia, así que me limitaré a hacerla: En
realidad, ¿cuáles son exactamente los logros del plan de Dios para las edades? Si fuera posible
someter ese plan a uno de esos «análisis de costos y ganancias” usados por las corporaciones
comerciales, ¿cuáles serían los «costos” y las «ganancias” de un plan así, tanto para Dios como
para nosotros?
Los evidentes defectos de la iglesia aparecerían como el costo más grande para Dios. Tal
como él puso su nombre en manos de Israel y lo vio arrastrado por el lodo, ahora les ha
entregado su Espíritu a unos seres humanos llenos de defectos. No es necesario mirar muy lejos
—a la iglesia de Corinto, el racismo en África del Sur, los derramamientos de sangre en Irlanda
del Norte, los escándalos aun entre ministros— para hallar pruebas de que la iglesia no se halla a
la altura del ideal de Dios. Y el mundo que nos observa, juzga a Dios por aquellos que llevan su
nombre. En gran medida, la desilusión con Dios brota de la desilusión con los demás cristianos.
Dorothy Sayers dice que Dios ha pasado por tres grandes humillaciones en sus esfuerzos
por rescatar a la raza humana. La primera fue la encarnación, cuando se sometió a los límites de
un cuerpo físico. La segunda fue la cruz, cuando sufrió la ignominia de una ejecución pública. La
tercera humillación, sugiere la señora Sayers, es la iglesia. En un increíble acto de autonegación,
Dios puso su reputación en manos de gente común y corriente.
Sin embargo, y de una forma invisible para nosotros, esa gente común y corriente,
cuando se deja guiar y llenar por su Espíritu, está ayudando a restaurar el universo al lugar que le
corresponde bajo el dominio de Dios. Cuando nos arrepentimos, los ángeles se regocijan.
Cuando oramos, las montañas se mueven. La ganancia para Dios se puede ver en un pasaje que
ya hemos mencionado: Lucas 10. «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo», exclamó
Jesús exuberante cuando regresaron los setenta con sus relatos de victoria. Reaccionó como un
padre que se siente orgulloso de sus hijos y los acaba de ver actuar de una forma muy superior a
la que él creía posible.
No debemos llevar las cosas tan lejos para pensar en Dios como alguien que necesita de
nuestra «cooperación». Se trata más bien de que él nos ha escogido como la forma que prefiere
para recuperar su creación aquí en la tierra. Él usa instrumentos humanos, tal como mi cerebro
usa los dedos, la mano y la muñeca como instrumentos para escribir estas palabras. Esa es la
metáfora que Pablo usó con mayor frecuencia para describir el papel de Cristo en el mundo de
hoy: Él es la Cabeza del Cuerpo, y guía a sus miembros para que lleven a cabo su voluntad.
A fin de comprender cuales son las ganancias de Dios, recordemos las imágenes usadas
por los profetas: Dios como Padre y como Enamorado. Estas dos relaciones humanas contienen
elementos de lo que Dios siempre ha estado buscando en los seres humanos. Una palabra,
dependencia, es la clave de lo que tienen en común, y también la clave para saber en qué
difieren.
Para un pequeño, la dependencia lo es todo; otra persona deberá satisfacer todas sus
necesidades o el niño morirá. Los padres permanecen despiertos cuidándolo toda la noche,
limpian sus vómitos, le enseñan a usar el baño y realizan otras labores desagradables. Lo hacen
por amor y porque sienten lo mucho que depende el niño de ellos. Sin embargo, las cosas no
pueden seguir así para siempre. El águila agita su nido para obligar a los aguiluchos a volar; la
madre se cubre los pechos para destetar a su niño.
Ningún padre saludable quiere a un hijo permanentemente dependiente en sus manos. Así
es como el padre no se pasa toda la vida llevando a su hija en un cochecito a dondequiera que
vaya, sino que le enseña a caminar, sabiendo que muy probablemente un día se marchará de su
lado. Los buenos padres van empujando a sus hijos desde la dependencia hasta la libertad.
En cambio, los enamorados invierten esta norma de conducta. El enamorado posee una
libertad completa, pero decide renunciar a ella para volverse dependiente. «Someteos unos a
otros», dice la Biblia, y cualquier matrimonio nos podrá decir que estas palabras son una buena
descripción de su proceso diario de entendimiento mutuo. En un matrimonio saludable, cada cual
se somete voluntariamente y por amor a los deseos del otro. En un matrimonio que no es
saludable, la sumisión se convierte en parte de una lucha por el poder; un forcejeo entre dos
personalidades en competencia.
La diferencia entre esas dos relaciones señala, según creo, lo que Dios ha estado
buscando en la larga historia de sus relaciones con la raza humana. Él no quiere el amor
desvalido y aferrado de un niño que no tiene otra posibilidad, sino el amor maduro y voluntario
del enamorado. Todo el tiempo él nos ha estado «enamorando».
Dios nunca logró recibir del pueblo de Israel este amor maduro. Las páginas de la Biblia
nos lo presentan tratando de empujar a la joven nación hacia su madurez: en el mismo día en que
Israel entró en la Tierra Prometida, cesó de caer el maná. Él les había proporcionado una nueva
tierra; ahora eran ellos, los israelitas, los que tenían que cultivar su propia comida. Con una
respuesta típicamente infantil, Israel comenzó muy pronto a adorar a los dioses de la fertilidad.
Dios quería amor adulto, pero solo consiguió un niño permanentemente atrofiado.
¿Qué podemos decir del momento actual, de la era del Espíritu? ¿Recibe Dios ahora un
amor adulto en lugar de un amor infantil? Por sorprendente que parezca, el Nuevo Testamento
parece responder que sí. Estas frases, escogidas de distintos lugares del Nuevo Testamento,
expresan la forma en que Dios nos ve: «Cristo amó a la iglesia […] una iglesia gloriosa, que no
tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante» «sin mancha en medio de una generación maligna y
perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo» «vosotros que en otro
tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo» «ya no sois
extranjeros ni advenedizos, sino […] miembros de la familia de Dios […] morada de Dios en el
Espíritu».
En realidad, la Biblia presenta como el logro supremo de la creación la unión de unos
seres humanos comunes y corrientes con el Espíritu de Dios. Todo el tiempo, la meta de Dios ha
sido prepararnos para que llevemos a cabo su voluntad en el mundo.
Nuestra ganancia
Con todo, estos grandiosos pensamientos —agentes de Dios, logro máximo de la creación
— representan el punto de vista de Dios, que no se halla a nuestro alcance. ¿Cuáles son el costo
y la ganancia del plan de Dios para los que vivimos en la tierra? Aún vivimos en un mundo
maldito por el dolor, la tragedia y la desilusión. Irónicamente, lo que he presentado como un gran
paso de avance en la cercanía —desde el humo del Sinaí, pasando por la persona de Jesús, hasta
convertirnos en morada del Espíritu Santo— podría parecer como una retirada de toda acción
directa por parte de Dios.
Hay quienes suspiran por los «buenos tiempos” del Antiguo Testamento, cuando Dios
parecía hacer las cosas de una forma más directa y evidente. El Antiguo Testamento nos habla de
un verdadero contrato firmado por Dios, en el cual daba una serie de garantías bajo unos
términos inequívocos; en el Nuevo Testamento no hallamos un contrato así. El cambio de la
presencia visible de Dios en el desierto a la presencia invisible del Espíritu Santo en nosotros
lleva consigo también una cierta pérdida. No tenemos a nuestra disposición una prueba tan clara
y segura de la existencia divina. Hoy en día, Dios no suele presentarse sobre nosotros en una
nube a la que podamos mirar en cualquier momento cuando necesitemos seguridad. Para algunos
como Richard, este cambio supone ciertamente una gran pérdida.
En realidad, la forma en que Dios ha descansado en la iglesia casi garantiza que la
desilusión con él va a seguir siendo permanente y epidémica. En los días de la antigüedad, si los
hebreos querían conocer la voluntad de Dios con respecto a una maniobra militar, o a la clase de
madera que se debía usar en el santuario, los sumos sacerdotes tenían maneras de discernir su
respuesta. En cambio, hoy en día las cosas no son tan claras. La confusión de voces que hallamos
en la iglesia moderna es parte del precio, de la «desventaja” que significa vivir hoy, en lugar de
vivir con los hebreos en el desierto o entre los discípulos que siguieron a Jesús.
Entonces, ¿dónde está la ganancia? El Nuevo Testamento pone sumo cuidado en
explicarla con claridad, especialmente en Hebreos, Romanos y Gálatas. Casi me puedo imaginar
al apóstol Pablo, que era un hombre tan impulsivo, respondiendo a una pregunta como la de
dónde está la ganancia.
¿Qué dice? ¿Se ha vuelto loco? ¿La ganancia? Vuelva a leer Levítico, Números y
Deuteronomio de una sentada, y entonces hablaremos. ¿Les llama «buenos tiempos” a aquellos?
¿Quiere pasarse todos los días de la vida preocupándose acerca de su destino eterno? ¿Quiere
pasarse el día entero examinándose a sí mismo para estar seguro de que guarda todas esas reglas?
¿Quiere pasar por largos ritos, sacrificios de animales y un sumo sacerdote que tiene que ponerse
lujosos ropajes solo para acercarse a Dios? Oiga, yo me pasé la mitad de la vida tratando de
cumplir con todas esas exigencias, y se las regalo. La diferencia entre la Ley y el Espíritu es la
diferencia entre la vida y la muerte; entre la esclavitud y la libertad; entre la niñez perpetua y la
madurez. ¿Por qué habría de querer nadie una vuelta a aquellos tiempos?
  Utilizando las palabras del mismo Pablo, la senda del Antiguo Testamento era «el
ministerio de muerte grabado con letras en piedras». Era un simple «ayo para llevarnos a Cristo».
¿Quién quiere quedarse para siempre en el jardín de la infancia? Pablo lo dijo: No somos «como
Moisés, que ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin
de aquello que había de ser abolido […] Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu
del Señor, allí hay libertad».
Los planes de Dios representan riesgos para ambas partes. Para nosotros, significan poner
en riesgo nuestra independencia al dedicarnos a seguir a un Dios invisible que exige nuestra fe y
nuestra obediencia. Para Dios, significan el riesgo de que nosotros, como los israelitas, nunca
lleguemos a crecer; significan el riesgo de que nunca lo lleguemos a amar. Es evidente que le
pareció un riesgo que valía la pena correr.
Una Trinidad de voces
Pensemos en el plan de Dios como una serie de voces. La primera voz, fuerte como un
trueno, tenía sus ciertas ventajas. Cuando esta voz hablaba desde el Sinaí mientras el monte
temblaba, o cuando el fuego consumía el altar del monte Carmelo, nadie lo podía negar. Sin
embargo, por asombroso que parezca, aun los que oían la voz y le temían —los israelitas en el
Sinaí y en el Carmelo, por ejemplo— aprendían pronto a no hacerle caso. Su mismo volumen se
convertía en un impedimento. Pocos de ellos buscaban oír esta voz; menos aún perseveraban
cuando la voz guardaba silencio.
La voz descendió de tono con Jesús, la Palabra hecha carne. Por varias décadas, la voz
de Dios tomó el timbre, el volumen y el acento rural de un campesino judío de Palestina. Era una
voz humana normal, y aunque hablaba con autoridad, no hacía huir a la gente. La voz de Jesús
era lo suficiente suave para combatirla, lo suficiente suave para matarla.
Después de marcharse Jesús, la voz tomó nuevas formas. En el día de Pentecostés, fueron
lenguas —lenguas— de fuego las que cayeron sobre los fieles, que comenzaron a hablar en otras
lenguas, y la iglesia, el Cuerpo de Cristo, comenzó a tomar forma. Esta última voz suele ser tan
cercana como la respiración, y tan delicada como un susurro. Es la voz más vulnerable de todas,
y la más fácil de ignorar. La Biblia dice que es posible «apagar” o «entristecer” al Espíritu…
¡Trate de apagar la zarza ardiente de Moisés o la roca derretida del Sinaí! Con todo, el Espíritu es
también la voz más íntima de todas. En nuestros momentos de debilidad, cuando no sabemos
cómo orar, el Espíritu que mora en nuestro interior intercede por nosotros con gemidos
indecibles; es decir, que no se pueden expresar con las palabras de nuestro vocabulario. Esos
gemidos son como las primeras angustias del parto; los dolores de parto de la nueva creación.
El Espíritu no va a quitarnos toda desilusión con Dios. Los mismos títulos que se le dan
—intercesor, ayudador, consejero, consolador — llevan implícita la idea de que habrá
problemas. Sin embargo, él es también «las arras», la garantía de lo que vendrá, dijo Pablo,
utilizando una metáfora terrenal tomada del mundo de los negocios. El Espíritu nos recuerda que
estas desilusiones son temporales; que son el preludio de una vida eterna con Dios, quien estimó
necesario restaurar el nexo espiritual antes de crear unos cielos nuevos y una tierra nueva.
En el Nuevo Testamento hay dos textos donde se compara la plenitud del Espíritu con el
estado de embriaguez. Ambas cosas cambian la forma en que vemos las pruebas de la vida, pero
hay una profunda diferencia entre ellas. Muchas personas se dedican a beber con el fin de ahogar
la tristeza por el desempleo, la enfermedad y las tragedias personales. No obstante, es inevitable
que después de su estado de ebriedad tengan que despertar del mundo de fantasía que produce la
embriaguez para regresar a una realidad que no ha mejorado. En cambio, el Espíritu nos susurra
en nuestro interior para hablarnos de una nueva real idad; una fantasía que comienza a ser ya
algo real; una realidad a la que despertaremos para siempre en la eternidad.
Citas bíblicas: Romanos 8; Efesios 3; 1 Pedro 1; 1 Corintios
12; Efesios 5; Filipenses 2; Efesios 2; 2 Corintios 3; Gálatas 3; 2
Corintios 3, 5.
LIBRO II:
VIVIENDO EN LA OSCURIDAD

  Le dije a mi alma: Estate quieta y deja


que caiga sobre ti la oscuridad,
que va a ser la oscuridad de Dios […]
Le dije a mi alma: Estate quieta y espera sin esperanza,
porque la esperanza esperaría lo que no debe;
espera sin amor,
porque el amor amaría lo que no debe;
aún queda el amor,
pero la fe y el amor y la esperanza lo son todo
cuando esperamos.

  —T. S. Eliot, East Coker

  Capítulo 21
INTERRUMPIDO

  Una noche, ya bastante tarde, me senté en el despacho que tengo en mi sótano y comencé
a hacer el bosquejo para la parte final de este libro, con la intención de que sirviera de repaso y
resumen a la vez. A lo largo de los años había llenado varias carpetas del archivo con diversas
notas sobre el tema de la desilusión con Dios, así que comencé a revisar todos aquellos pedazos
de papel, mirándolos a la luz de lo que había aprendido en la Biblia.
Mientras trabajaba, pensé en aquella reunión inicial con Richard en la sala de mi casa,
cuando sus tres grandes interrogantes habían surgido por vez primera. Estas preguntas acerca de
la justicia de Dios, su silencio y lo difícil que es hallarlo habían pasado a ser mías, lanzándome a
una investigación a lo largo de la Biblia. Cuando comencé aquella búsqueda, deseaba un Dios
que pareciera más activo, que se recogiera las mangas con mayor frecuencia para irrumpir en mi
vida con un poder visible. Como mínimo, pensaba, quería un Dios que no permaneciera
escondido y silencioso casi todo el tiempo, un Dios que obrara en formas un poco menos
misteriosas. No me parecía estar pidiendo mucho.
Sin embargo, me tropecé con unas cuantas sorpresas en la Biblia: era notable que la
frecuencia en los milagros no engendraba una fe duradera. Casi parecía lo contrario, puesto que
muchos de los que habían presenciado los milagros de la Biblia eran presentados como ejemplos
de incredulidad. Mientras más estudiaba la Biblia, menos me interesaban los «buenos tiempos”
del maná diario y los rayos caídos del cielo.
Lo más importante es que en la Biblia logré captar un destello del punto de vista divino.
La «meta” de Dios, si es que se puede hablar así, no es derrotar a todos los escépticos con un
milagro deslumbrante; él puede hacer eso en el momento que quiera. En lugar de esto, su
propósito es la reconciliación: amar y ser amado. La Biblia nos muestra una clara progresión en
los esfuerzos de Dios por llegar a los seres humanos sin aplastarlos: de Dios Padre, con su
cuidado paternal hacia los hebreos; a Dios Hijo, que enseñó la voluntad de Dios «desde abajo”
en lugar de hacerlo desde arriba y por decreto; y finalmente a Dios Espíritu Santo, que nos llena
con la presencia de la divinidad. Los que vivimos en el presente no estamos en desventaja, sino
que gozamos de privilegios maravillosos, puesto que Dios ha decidido apoyarse principalmente
en nosotros para hacer que se cumpla su voluntad en la tierra.
Iba revisando estos pensamientos con un entusiasmo creciente mientras trabajaba aquella
noche en mi bosquejo. Entonces fue cuando encontré una carta de Meg Woodson.
Hace más de diez años que conozco a Meg. Es una cristiana consagrada, esposa de pastor
y muy buena escritora. Sin embargo, no puedo evitar una punzada de dolor cada vez que pienso
en ella.
Los esposos Woodson tuvieron dos hijos, Peggie y Joey. Ambos nacieron con fibrosis
cística. Por mucho que se alimentaran, ambos permanecían extremadamente delgados. Tosían
constantemente y les costaba mucho trabajo respirar. Meg les tenía que golpear el pecho dos
veces al día para sacar el exceso de mucosidad. Todos los años pasaban varias semanas en un
hospital de la localidad, y ambos crecieron sabiendo que era muy probable que murieran antes de
llegar a ser adultos 2*.
Joey, un jovencito alegre y brillante como cualquier muchacho de su edad, murió a los
doce años. Peggie superó todas las esperanzas y vivió mucho más. Yo me uní a Meg en sus
angustiosas oraciones por ella. Aunque no conocíamos a nadie que Dios hubiera sanado de
fibrosis cística, oramos pidiendo su sanidad. Sobrevivió a varias crisis de salud en la escuela
secundaria y llegó a la universidad. Parecía ir fortaleciéndose en lugar de debilitarse, y esto
aumentaba nuestras esperanzas de que terminara por sanarse.
2*
Meg escribió unos libros muy fuertes y conmovedores acerca de sus dos hijos:
Following Joey Home [Siguiendo a Joey hasta la eternidad]; I’ll Get to Heaven Before You Do!
[¡Llegaré al cielo antes que tú!] y The Time of Her Life [Una vida maravillosa].
Sin embargo, el milagro definitivo no se produjo: Peggie murió a los veintitrés años.
Aquella noche en mi despacho del sótano me tropecé con la carta que Meg me escribió después
de la muerte de su hija.
Siento la necesidad de contarte algunas cosas sobre la forma en que falleció Peggie. No
sé por qué, pero la necesidad de hablar sobre esto es muy fuerte, y puesto que me niego a hacer
pasar por esto a mis amigos de aquí una vez más, se me han terminado las personas con las que
puedo hacerlo.
El fin de semana anterior a su último ingreso en el hospital, Peggie llegó a casa muy
emocionada acerca de una cita de William Barclay que había usado su pastor. Le había gustado
tanto, que me la había copiado en una tarjeta: «La resistencia no es solo la capacidad para
soportar algo difícil, sino también la capacidad para convertirlo en algo glorioso». Me dijo que
su pastor debe haber tenido una semana muy difícil, porque cuando terminó de leer aquellas
palabras, dio un puñetazo sobre el púlpito, les volvió la espalda y se echó a llorar.
Después de haber estado en el hospital por algún tiempo sin que las cosas fueran bien,
miró todos los instrumentos de muerte a los que estaba conectada. Entonces me dijo: «¡Oye,
mamá! ¿Te acuerdas de aquella cita?” Miró de nuevo todos aquellos tubos, sacó la punta de la
lengua por un lado de la boca, asintió con la cabeza y levantó los ojos, emocionada ante el
experimento al que se estaba dedicando.
Su entrega se mantuvo por tanto tiempo como su conciencia del mundo real. En una
ocasión, el presidente de su universidad vino a verla y le preguntó si había algo específico por lo
que quería que él orara. Ella estaba demasiado débil para hablar, pero me hizo un gesto con la
cabeza para que le explicara la cita de Barclay y le pidiera orar a fin de que aquellos momentos
difíciles por los que pasaba se convirtieran en gloria.
Me encontraba sentada junto a su cama unos pocos días antes de su muerte, cuando
comenzó a gritar de pronto. Nunca olvidaré aquellos gritos agudos, penetrantes, primitivos. Las
enfermeras acudieron corriendo a la habitación desde todas partes y la rodearon de amor.
«Cálmate, Peggie», le decía una de ellas. «Aquí está Jeannie».
Las enfermeras la acariciaron. Finalmente, con sus palabras y sus atenciones, la calmaron
(aunque más tarde, cuando siguió gritando, no pudieron hacerlo). Pocas veces he visto tanta
compasión. Wendy, una enfermera que hizo una amistad muy especial con Peggie, me dijo que
no hay una sola enfermera en aquel piso del hospital para la cual no haya al menos un paciente
por el que sería capaz de dar un pulmón para salvarlo si pudiera.
Así que, con este fondo de unos seres humanos de camino a la destrucción y unas
enfermeras que solo pueden estar con ellos un tiempo porque no les es posible hacer nada más
por ayudarlos, el Dios que habría podido socorrer a una joven consagrada a él y dispuesta a morir
para darle gloria, miró y decidió permanecer inactivo, dejando que su muerte fuera la más
horrible de las muertes por fibrosis cística.
Philip, te digo que no me ayuda nada ponerme a hablar del bien que sale del dolor.
Tampoco ayuda hablar de un Dios que muchas veces deja que el proceso físico de la enfermedad
siga su curso normal. Porque si es verdad que él interviene algunas veces, entonces en todos los
momentos del sufrimiento humano él toma la decisión de intervenir o no intervenir, y en el caso
de Peggie, su decisión fue dejar que la destrozara la fibrosis cística. Hay momentos en que mis
únicas respuestas son la angustia y una ira tan violenta como nunca antes la había conocido, y
que no se disipa ni siquiera cuando la expreso.
Peggie nunca se quejó contra Dios. No lo hacía por un impulso piadoso; no creo que
nunca le pasara por la mente hacerlo. Tampoco ninguno de los que vivimos todas las
circunstancias de su muerte nos quejamos en aquellos momentos. Nos sentíamos fortificados. El
amor de Dios era tan real, que no se podía dudar de él ni apartarse de sus caminos.
Si te he estado contando todo esto en un intento por encontrar algún tipo de solución al
problema del dolor de Peggie y el mío, quizá haya llegado una vez más a la única cosa que me
ayuda a sentir el amor de Dios: Saber que él me acaricia mientras me dice: «Yo estoy aquí,
Meg». Sin embargo, me sigo preguntando cómo es posible que se vea en una situación así, y se
quede cruzado de brazos.
Ahora que lo pienso, nunca me he expresado así al hablar con nadie por miedo a
perturbar su fe. No te creas en la obligación de contestarme algo para que «me sienta mejor».
Gracias por escucharme. La mayor parte de la gente no tiene ni idea de lo mucho que eso me
ayuda.
  Aquella noche, después de leer la carta de Meg, no pude seguir trabajando.
Visto desde aquí
Los viejos interrogantes me volvieron a dar vueltas en la cabeza; mis propias preguntas
acerca de la injusticia social, las oraciones sin respuesta, los cuerpos sin sanar y muchas otras
situaciones injustas. También resurgieron las preguntas de Richard con nueva fuerza emocional;
quizá solo una fracción de la fuerza con que las debe haber sentido Meg mientras estaba sentada
junto a la cama de hospital de su hija, sintiéndose incapaz de hacer nada.
Había indagado en la Biblia, buscando lo que Dios quiere hacer en este mundo y cómo se
debe sentir; sabiendo, por supuesto, que nunca podremos acercarnos siquiera a una comprensión
total de un punto de vista que se halla tan por encima del nuestro. Sin embargo, la carta de Meg
me impulsó en otra dirección y cambió por completo mis planes para la última parte de este
libro.
Está muy bien tener en cuenta cómo ve Dios las cosas desde su nivel, pero, ¿y nuestro
punto de vista? Había estado explorando la forma en que se siente Dios; la carta de Meg me llevó
de vuelta a los sentimientos del ser humano. Sus preguntas son preguntas del corazón, no de la
cabeza. Como madre, vio pasar a sus hijos por una muerte lenta y horrible. Sin embargo, como
cristiana, cree en un Dios que es nuestro Padre amoroso. ¿Cómo puede conciliar ambas cosas?
Aquella noche me di cuenta de que este libro no estaba terminado. Los conceptos
teológicos no sirven de mucho, a menos que le puedan hablar a alguien como Meg Woodson,
quien busca a tientas el amor de Dios en un mundo cercado por la angustia. Me vino a la mente
un ministro, un personaje de una novela de John Updike, que decía en medio de su debate
interior: «Hay algo que ha tomado un mal camino. No tengo fe. Mejor dicho, tengo fe, pero no
parece tener aplicación». ¿Cómo se aplica la fe a la vida? ¿Qué tenemos derecho a esperar de
Dios?
Capítulo 22
EL ÚNICO PROBLEMA

  Aquí hay una iglesia, así que asisto a ella. Los domingos
por la mañana salgo de la casa y voy caminando colina
abajo hasta el pequeño templo de madera pintado de blanco
rodeado de abetos. Un domingo importante, es posible
que seamos veinte personas; con frecuencia, soy la única
persona que tiene menos de sesenta años, y me siento
como si estuviera realizando una expedición arqueológica
por la Rusia soviética. Los miembros son de distintas
denominaciones; el ministro es congregacionalista y usa
camisa blanca. Es un hombre que conoce a Dios. Una
vez, en medio de la lectura de una larga oración pastoral
de intercesión por el mundo entero —pidiendo el don de
sabiduría para sus líderes, esperanza y misericordia para los
que sufren, socorro para los oprimidos, y la gracia de Dios
para todos —se detuvo a exclamar: «Señor, estas mismas
peticiones las ponemos ante ti todos las semanas». Después
de una sorprendida pausa, siguió con su oración. Debido a
esto que hizo, me cae muy bien.

  —Annie Dillard, Holy the Firm [Santos los firmes]

  Hasta el momento, he estado esquivando un libro de la Biblia; un libro que se enfrenta a


los mismos interrogantes suscitados por el ministro congregacionalista, Richard, Meg y casi
todos los que piensan en Dios. Por lo tanto, no es de sorprender que, después de leer la carta de
Meg, volviera mi atención al libro de Job.
Aunque es posible que el libro de Job sea el más antiguo de la Biblia, su lectura nos hace
considerarlo el más moderno. La descripción que hace de una situación extrema —un hombre
que se enfrenta al abismo en un universo sin sentido— es un anticipo de la difícil posición en que
se halla la humanidad de hoy. Hay gente que rechaza casi todo lo demás en la Biblia, pero sigue
buscando inspiración en Job. Su tema se repite una y otra vez: ¿Cómo es posible que un Dios
bueno permita el sufrimiento? Este es «el único problema del que vale la pena hablar», según
dijo Muriel Spark, una novelista inglesa contemporánea, en su libro The Only Problem [El único
problema]. El problema del dolor es una obsesión del hombre moderno; la piedra de tropiezo
teológica de nuestros tiempos. Y aquel hombre de la antigüedad que se llamó Job lo expresó de
la mejor manera que haya sido expresado jamás.
Richard se quejaba por la pérdida de su prometida, su trabajo y una vida familiar estable.
Sin embargo, como quiera que se mire, Job perdió mucho más: siete mil ovejas, tres mil
camellos, cinco mil bueyes, quinientos asnos y numerosos sirvientes. Después, todos sus hijos —
siete hijos y tres hijas— murieron bajo una fuerte ráfaga de viento. Por último, su salud, que era
el único consuelo que le quedaba, le falló y se le abrieron llagas en la piel desde la planta de los
pies hasta la coronilla. De la noche a la mañana, el hombre más poderoso de todo el Oriente
había quedado convertido en el más digno de compasión de todos.
Job es el mejor caso de estudio que presenta la Biblia acerca de la desilusión con Dios, y
como tal, parece adelantarse a cuanta desilusión hayamos podido sentir Richard, Meg o
cualquiera de nosotros. Un rabino estadounidense escribió un libro titulado Cuando las cosas
malas le pasan a la gente buena, el cual se ha hecho muy popular. El libro de Job contribuye
como ninguno al tema: describe cómo las cosas peores le suceden a la mejor de las personas.
Una lectura equivocada
Si me hubieran preguntado al comenzar mi estudio cuál era el tema del libro de Job,
habría respondido sin vacilar un instante: ¿Job? Todo el mundo sabe cuál es el tema del libro de
Job. Es el lugar de la Biblia donde se presenta más completamente el problema del sufrimiento.
Habla de una angustia terrible y un dolor enloquecedor. No hay duda de que el libro en general
se centra en el tema del sufrimiento. Entre el capítulo 3 y el 37 no se habla de acción alguna, sino
solo aparecen los tercos diálogos entre cinco hombres malhumorados —Job, sus tres amigos y el
enigmático Eliú— acerca del problema del dolor. Todos están tratando de hallar una explicación
para las pedradas y saetas de la mala fortuna que han caído sobre el pobre Job, quien se sienta sin
esperanza en medio de las cenizas de lo que antes fuera su mansión.
En estos momentos creo haber leído el libro de una manera equivocada; o para decirlo
con mayor exactitud, no creo haber tomado en consideración el libro entero. A pesar del hecho
de que casi todas las páginas del libro de Job se refieren al problema del dolor, estoy llegando a
la conclusión de que en realidad el libro no trata sobre ese problema. Aunque el sufrimiento
contribuye con sus ingredientes al relato, no es su tema central. Así como un pastel no tiene por
fin la harina, la leche, los huevos o la mantequilla, sino que usamos esos ingredientes para poder
hacer el pastel, el libro de Job no tiene por tema central el sufrimiento, sino que utiliza sus
ingredientes dentro de un relato mayor, cuyo interés se centra en unas cuestiones más
importantes aún … unos interrogantes cósmicos. Visto en su totalidad, el libro de Job tiene por
tema principal la fe en su forma más pura.
Me siento atraído a esta conclusión principalmente por el relato introductorio de los dos
primeros capítulos, el cual revela que el drama personal de Job en la tierra tuvo su origen en un
drama cósmico sucedido en el cielo. Hubo un tiempo en que consideraba el libro de Job como
una profunda expresión de la desilusión humana; algo parecido a la carta de Meg Woodson,
aunque más largo y detallado, y con aprobación bíblica directa. No obstante, cuando estudié el
libro con mayor detenimiento, descubrí que en realidad no presenta el punto de vista humano.
Dios es el verdadero personaje central en la Biblia, y en ningún otro lugar de ella se ve esto con
mayor claridad que en el libro de Job. Me di cuenta de que siempre lo había leído desde la
perspectiva del capítulo tres en adelante; en otras palabras, desde la perspectiva de Job.
Permítame explicarme.
Nos ayudará pensar en el libro de Job como si fuera un drama de misterio; una historia
detectivesca en busca del «malhechor». Antes de comenzar el drama propiamente dicho, el
auditorio recibe avances sobre su tema, como si hubiera llegado antes para asistir a una
conferencia de prensa en la que el director va a explicar su obra (los dos primeros capítulos). Él
relata la trama y describe a los personajes principales para decirnos después por adelantado qué
hizo cada cual en la obra y por qué. En realidad, resuelve todos los misterios de la trama menos
uno: ¿Cómo va a reaccionar el personaje principal? ¿Confiará Job en Dios, o lo negará?
Más tarde, se alza el telón y solo vemos a los actores en el escenario. Limitados a la obra,
no tienen conocimiento de lo que el director nos ha dicho en el preestreno. Nosotros conocemos
las respuestas a las preguntas sobre qué hizo cada cual, pero Job, el detective estrella, no las
conoce, por lo que se pasa todo el tiempo que está en el escenario tratando de descubrir lo que
nosotros ya sabemos. Se rasca con un tiesto mientras se pregunta: «¿Por qué me está pasando
esto a mí? ¿Qué mal he hecho? ¿Qué me está tratando de decir Dios?».
Para el auditorio, las preguntas de Job deberían ser un simple ejercicio intelectual, porque
ya sabemos desde el prólogo, los dos capítulos primeros, cuáles son las respuestas. ¿Qué mal
hizo Job? Ninguno. Él representa lo mejor de toda la especie humana. ¿Acaso no lo llamó Dios
«hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal»? Entonces, ¿por qué está
sufriendo? No es un castigo, ni mucho menos. Es que ha sido escogido como el jugador principal
en una gran competencia sostenida en los cielos.
La «apuesta”
Mirando en retrospectiva, me pregunto cómo es posible que haya entendido el libro de
Job de una forma tan equivocada. Creo que parte de la razón se halla en la elocuencia de los
capítulos 3 al 37, en los cuales se expresa el dilema humano con un poder tal, que podemos
quedar atrapados en su campo de atracción, olvidando que los interrogantes que suscitan ya han
sido contestados en los dos primeros capítulos. No obstante, hay otra razón más; nadie sabe muy
bien qué hacer con esos dos capítulos. Una buena cantidad de eruditos bíblicos tienden a sentirse
incómodos a causa del prólogo, o a desecharlo como algo añadido por otra persona más tarde. En
el prólogo se ve a Dios y Satanás —y casi podemos sentir el rubor en las mejillas de los
comentaristas— dedicados a algo que guarda un gran parecido con las apuestas. Todo el
sufrimiento de Job se remonta a una especie de «apuesta” hecha entre los dos poderes del
cosmos.
El problema comienza cuando Satanás alega que Job no es más que un favorito
consentido, leal solo porque Dios «le ha cercado alrededor». Satanás afirma con cinismo que
Dios, indigno de amor por sí mismo, solo atrae a los seres humanos como Job porque los
«soborna” para que lo sigan. Entonces hace una acusación: Si alguna vez las cosas se llegaran a
poner difíciles, estas personas abandonarían a Dios. Cuando Dios acepta el reto de poner a
prueba la teoría de Satanás, consintiendo así en dejar que la reacción de Job sea la que resuelva
la disputa, las calamidades comienzan a llover de modo inesperado sobre el pobre Job.
Ciertamente, no niego lo extraña que es esta competencia en los cielos. Por otra parte, no
puedo dejar a un lado el relato de esta «apuesta” sobre Job, porque ofrece uno de los pocos
vistazos realizables a través del agujero de la cerradura de la eternidad. Cuando las personas
sufren, surgen interrogantes. los mismos que atormentaron a Job. ¿Por qué me tiene que pasar
esto a mí? ¿Qué sucede? ¿Le importa a Dios lo que me ocurre? ¿Existe Dios? En esta ocasión,
en el crudo recuento de las angustias de Job, es a nosotros los que presenciamos el drama, y no a
Job, a los que se nos permite mirar al otro lado del velo. Lo que anhelamos, nos lo proporciona el
prólogo del libro: una mirada a la forma en que Dios gobierna al mundo. Como en ningún otro
lugar de la Biblia, el libro de Job nos presenta el punto de vista de Dios, incluyendo la actividad
sobrenatural que normalmente permanece escondida de nosotros.
Job ha llevado a juicio a Dios mismo, acusándolo de actos injustos contra un inocente.
Airado, satírico, traicionado, llega a rayar en la blasfemia; se acerca a sus mismos límites. Sus
palabras tienen un tono asombrosamente familiar, porque son muy modernas. Expresa en voz
alta las quejas más profundas que muchos otros sentimos contra Dios. Con todo, los dos
capítulos primeros demuestran que, a pesar de lo que piensa Job, no es Dios quien es juzgado en
el libro. Es Job. La idea central del libro no es el sufrimiento: ¿Dónde está Dios cuando
sufrimos? El prólogo trató este tema. El tema central es la fe: ¿Dónde está Job cuando sufre?
¿Cómo reacciona? Para comprender el libro de Job, necesito comenzar por aquí.
Creer en lo sobrenatural no es solo creer que después de
una vida material exitosa y medianamente virtuosa aquí,
seguiremos existiendo en el mejor sustituto posible para este
mundo, o que después de una vida de hambre y dificultades,
seremos compensados con todas las buenas cosas que no hemos tenido; es creer que lo
sobrenatural es la realidad más
grande, aquí y ahora.

  —T. S. Eliot

Citas bíblicas: Job 1, 2.


  Capítulo 23
UN PAPEL EN EL COSMOS

  Algunos dicen que para los dioses somos como las moscas
que matan los niños perezosamente en un día de verano.
Otros dicen que ni una pluma de gorrión cae al suelo sin que
sea voluntad del Padre celestial.

  — Thornton Wilder, El puente de San Luis Rey

  A mi amigo Richard, que escribió un libro acerca de Job, este hombre de la antigüedad le
parecía un gran héroe que se había atrevido a forcejear con Dios Todopoderoso. En una ocasión,
después de escuchar su exposición acerca del valor de Job, hablé de la parte del relato que he
llamado «la apuesta». Su rostro se congestionó de ira. «¡Todo lo que puedo decir es que Job tuvo
que pagar un precio demasiado alto para que Dios se sintiera bien!», respondió vivazmente.
Al principio, a mí también se me hacía duro evitar estos sentimientos. No es fácil darle un
rodeo a esta dificultad, puesto que la competencia celestial se manifestó en la vida de Job en la
forma de malhechores, tormentas, vientos y úlceras. ¿Cómo es posible que haya que pagar un
precio así para que Dios gane una competencia, cualquiera que esta sea? C. G. Jung preguntaba
en su cáustico libro sobre Job: «¿De qué le vale al león aterrorizar al ratón?».
No obstante, a medida que seguía estudiando el libro de Job, vi que había estado
manteniendo una imagen equivocada de lo sucedido. Sí, hubo un forcejeo, pero no fue entre Dios
y Job. En realidad, los combatientes principales eran Dios y Satanás, y Dios había designado a
un hombre llamado Job para que ocupara su lugar. El primer capítulo y el último señalan con
claridad que, sin saberlo, Job estaba actuando en una demostración cósmica ante los espectadores
del mundo invisible.
Perturbaciones del universo
La extraña escena de la «apuesta” me recuerda otros pocos lugares donde la Biblia aporta
un breve vistazo detrás del velo. Pensemos, por ejemplo, en Apocalipsis 12, que describe una
competencia más extraña aún: una mujer encinta, que lleva el sol por ropaje y doce estrellas por
corona, se enfrenta a un dragón rojo tan enorme, que puede barrer del cielo la tercera parte de las
estrellas con un golpe de su cola. El dragón acecha, esperando para devorar al hijo de la mujer
apenas nazca. Hay más: una huida al desierto, una serpiente que trata de ahogar a la mujer, y una
feroz guerra en los cielos.
Los comentaristas bíblicos proponen tantas interpretaciones de los detalles de Apocalipsis
12 como comentarios se han escrito. Un buen número de ellos sostiene que estas extrañas
imágenes señalan la gran perturbación del universo causada por el nacimiento de Jesús en Belén.
De ser así, en cierto sentido Apocalipsis 12 presentaría la otra cara de la Navidad, añadiendo una
serie de imágenes santas nuevas a las ya familiares escenas del pesebre, los pastores y el
asesinato de los inocentes. ¿Cuál sería entonces la «verdadera” historia de la Navidad? ¿La
versión pastoral de Lucas, o el relato apocalíptico del cosmos en guerra? Por supuesto, serían la
misma historia; solo diferirían en el nivel desde el cual es vista esta realidad. Lucas estaría dando
el punto de vista de la tierra, y el Apocalipsis nos mostraría detalles del mundo invisible.
Los dos mundos se reúnen de una manera vívida en tres de los relatos más famosos de
Jesús: las parábolas de la oveja pérdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo. Los tres
presentan la misma enseñanza: el cielo estalla con gran gozo cada vez que se arrepiente un
pecador. Hoy en día cualquiera puede ver a un pecador arrepintiéndose, puesto que las cruzadas
como las de Billy Graham son televisadas y presentan esta escena en vivo y a colores. La cámara
sigue a la joven que desciende desde los asientos del estadio hasta un espacio separado para el
arrepentimiento y la conversión. Con todo, estos relatos de Jesús dicen claramente que en
aquellos momentos puede estar sucediendo mucho más en aquel lugar; más allá de esta escena
del estadio, en un lugar oculto a los lentes de todas las cámaras, ha comenzado de pronto una
gran fiesta; una gigantesca celebración en el mundo invisible.
La creencia en un mundo invisible forma una trascendental línea divisoria en la fe de hoy.
Muchas personas se levantan, van al trabajo, trabajan, llaman por teléfono, cuidan de sus hijos y
vuelven a acostarse sin pensar ni una sola vez en la existencia de un mundo invisible. Sin
embargo, la Biblia afirma que la historia humana es mucho más que el surgimiento y la caída de
pueblos y naciones; representa un escenario para la batalla del universo. Por lo tanto, una acción
que parecería común y corriente en el mundo visible puede tener un efecto extraordinario en el
invisible: una misión encomendada por breve tiempo hace que Satanás caiga del cielo como un
rayo (Lucas 10); el arrepentimiento de un pecador provoca una celebración en los cielos (Lucas
15); el nacimiento de un niño perturba todo el universo (Apocalipsis 12). No obstante, gran parte
de este efecto permanece oculto a nuestra vista, con la excepción de los vistazos ocasionales que
se nos permiten en lugares como el libro de Job o el Apocalipsis.
Job, un hombre común y corriente del mundo visible, fue llamado a soportar una prueba
de consecuencias cósmicas. No tenía un resplandor ni una luz que lo guiara, ni indicio alguno de
que el mundo invisible se interesara por él, o de que existiera al menos. Sin embargo, como en
un laboratorio de pruebas, fue escogido para solucionar una de las cuestiones más urgentes de la
humanidad y decidir una pequeña sección de la historia del universo.
¿Es absurdo creer que un ser humano, un pequeño punto sobre la superficie de un
diminuto planeta, pueda significar algo en la historia del universo? Ciertamente, así les parecía a
los amigos de Job. Escuchemos a Eliú, el último de los que trataron de consolarlo:
Si pecares, ¿qué habrás logrado contra él? Y si tus rebeliones se multiplicaren, ¿qué le
harás tú? Si fueres justo, ¿qué le darás a él? ¿O que recibirá de tu mano? Al hombre como tú
dañará tu impiedad, y al hijo de hombre aprovechará tu justicia.
  Con todo, Eliú estaba totalmente equivocado. El primer capítulo de Job y el último
demuestran que la reacción de aquel solo hombre afectaba grandemente a Dios, y que eran
cuestiones cósmicas las que estaban sobre el tapete. (Mas tarde, en un mensaje al profeta
Ezequiel, Dios señalaría a Job con orgullo, mencionándolo junto con Daniel y Noé como el
grupo de sus tres favoritos).
El ejemplo de Job, descrito con fuertes relieves, muestra de qué forma la vida en la tierra
afecta al universo. Cuando comencé mi estudio, me sentí tentado a evitar la «embarazosa” escena
del capítulo 1, pero he llegado a creer que la escena de la «apuesta” nos ofrece a todos un
mensaje de gran esperanza; quizá la lección más poderosa y duradera que nos pueda dar el libro
de Job. Al final, la «apuesta” se resolvió al quedar decidido que la fe de un solo ser humano tiene
un gran valor. Job significa la afirmación de que nuestra reacción ante las pruebas es importante.
La historia de la humanidad —y, en realidad, la historia de mi propia fe personal— está
encerrada dentro del gran drama de la historia del universo.
Dios nos ha concedido la «dignidad de causación», como decía Pascal. Con Eliú,
podremos dudar de que una persona pueda significar algo. En cambio, la Biblia nos presenta
numerosos indicios de que algo similar a aquella «apuesta” sucede con respecto a los demás
creyentes también. Nosotros somos la prueba legal de Dios, su demostración ante los poderes del
mundo invisible. El apóstol Pablo, tomando prestada su imagen del desfile de los gladiadores al
entrar al Coliseo, se representó a sí mismo en exhibición ante el público: «Hemos llegado a ser
espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres». En la misma carta, comentaría en un
asombroso aparte: «¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?».
Los humanos habitamos un planeta que no es más que una mota de polvo en los
suburbios de una galaxia espiral; una más entre el millón de galaxias que componen al universo
observable. Sin embargo, el Nuevo Testamento insiste en decir que lo que suceda aquí entre
nosotros ayudará realmente a decidir el futuro de ese universo. Pablo pone fuerte énfasis en sus
palabras: «El anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios».
La creación natural, que gime como con dolores de parto y está sujeta a corrupción, solo podrá
ser liberada por la transformación de los seres humanos.
La inversión de una secuencia
Según el punto de vista cristiano, toda la historia humana se produce entre la primera
parte de Génesis y la última de Apocalipsis. Ambas describen la misma escena con las mismas
pinceladas: el Paraíso, un río, la esplendorosa gloria de Dios y el árbol de la vida. La historia
comienza y termina en el mismo lugar, y todo lo que sucede en el medio comprende la lucha por
recuperar lo que se había perdido 3140.
Después de la pérdida del Paraíso, la historia entró en una nueva fase. Dios había llevado
a cabo solo la creación, comenzando con la nada y terminando con el universo en todo su
esplendor. La nueva obra es la «re-creación», y para esta él emplea a los mismos seres humanos
que habían echado a perder su obra. La creación progresó por etapas: primero las lumbreras,
después el cielo y el mar, las plantas y los animales, y finalmente el hombre y la mujer. La
«recreación” invierte esta secuencia, comenzando por el hombre y la mujer para culminar con la
restauración de todo lo demás.
En muchos sentidos, el acto de la «re-creación” es más «difícil” que el de la creación,
porque se apoya en unos seres humanos frágiles. Está claro que a Dios le ha costado más: la
muerte de su Hijo. Con todo, él insiste en sanar al mundo de abajo hacia arriba, y no viceversa.
Mientras estudiaba el libro de Job, me di cuenta de que la «apuesta” era, en esencia, una
nueva y escueta presentación de la pregunta original que se hizo Dios en la creación: ¿Se
decidirán los humanos a favor mío, o en mi contra? Desde el punto de vista de Dios, este ha sido
el interrogante central de la historia, comenzando por Adán y siguiendo por Job y todos los
hombres y mujeres que han vivido en el mundo. La «apuesta” del libro de Job equivalía a poner
en tela de juicio todo el experimento humano.
Satanás negó que los seres humanos fueran verdaderamente libres. Por supuesto, tenemos
libertad para ir cuesta abajo; Adán y todos sus descendientes lo hemos demostrado. En cambio,
¿tenemos libertad para subir, para creer en Dios sin más razón que … en fin, sin razón alguna?
¿Puede alguien creer, aun cuando Dios parezca ser su enemigo? ¿Es la fe un producto más del
ambiente y las circunstancias? Los primeros capítulos de Job desenmascaran a Satanás como el
primer gran conductista: Job había sido condicionado a amar a Dios; esto era lo que él insinuaba.
Si se le quitaban las recompensas, su fe se derrumbaría. La «apuesta” puso a prueba las teorías
de Satanás.
3*
John MacQuarrie habla de la siguiente forma acerca de nuestro destino definitivo en
este pasaje de su libro The Humility of God [La humildad de Dios]: «Para que la doctrina del
pecado original no diga la última palabra, hay que confrontarla con una doctrina de justicia
original. Al fin y al cabo, en el Antiguo Testamento la justicia es más original que el pecado».
He llegado a ver las tribulaciones de Job como una trascendental prueba hecha a la
libertad humana, una cuestión igualmente importante en los tiempos modernos. En nuestro siglo,
hace falta fe para creer que un ser humano es más que una simple combinación de
programaciones de su ADN, los instintos salidos de su conjunto de genes, el condicionamiento
cultural y las fuerzas impersonales de la historia. Sin embargo, aun en este siglo del
conductismo, deseamos creer algo diferente.
Queremos creer que los centenares de decisiones que tomamos todos los días, fáciles o
difíciles, tienen algún sentido. Y el libro de Job insiste en que así es; la fe de la persona es la que
hace distintas las cosas. Al fin y al cabo, los seres humanos tienen su papel, y al cumplir ese
papel, Job sentó el precedente para todos aquellos que se enfrenten con la duda o las dificultades.
Con frecuencia, la desilusión con Dios comienza en circunstancias semejantes a las de
Job. La muerte de un hijo, un accidente trágico o la pérdida de un empleo pueden hacer surgir las
mismas preguntas que se hacía Job. ¿Por qué a mí? ¿Qué tiene Dios contra mí? ¿Por qué parece
estar tan distante? Cuando leemos la historia de Job, podemos ver al otro lado del velo una
competencia librada en el mundo invisible. En cambio, cuando se trata de nuestras propias
pruebas, no vemos nada de esto. Cuando nos golpee la tragedia, viviremos en las sombras, sin
tener conciencia de lo que está sucediendo en el mundo invisible. El drama por el que pasó Job
se repetirá entonces en nuestra propia vida personal. Una vez más, Dios permitirá que su
reputación dependa de la reacción de seres humanos inconstantes.
Para Job, el campo de batalla de la fe comprendió la pérdida de sus posesiones, los
miembros de su familia y la salud. Es posible que nosotros nos enfrentemos a una lucha
diferente: un fracaso profesional, un matrimonio en peligro, un problema sexual, una forma física
que molesta en lugar de agradar … En momentos así, las circunstancias externas —la
enfermedad, la cuenta bancaria, la racha de mala suerte— parecerán la verdadera lucha. Quizá le
roguemos a Dios que cambie esas circunstancias. Si fuera hermosa (o buen mozo), todo saldría
bien. Si tuviera más dinero —o por lo menos un trabajo— entonces me sería fácil creer en Dios.
Sin embargo, la batalla más importante, como lo demuestra el libro de Job, tiene lugar
dentro de nosotros. ¿Confiaremos en Dios? Este libro enseña que en el momento en que es más
difícil creer, y menos probable que creamos, es cuando más se necesita la fe. Su lucha nos
permite vislumbrar aquí lo que la Biblia presenta con mayor detalle en otros lugares: la notable
verdad de que nuestras decisiones son importantes, no solo para nosotros y nuestro propio
destino, sino para Dios mismo y el universo que él gobierna, por asombroso que nos parezca.
En resumen, Dios les ha concedido a hombres y mujeres comunes y corrientes la
dignidad de participar en el gran proceso de inversión que restaurará el cosmos a su más prístino
estado. Todas las razones para sentirse desilusionado con Dios que he mencionado en este libro
—así como todo el cáncer, todas las muertes, todas las relaciones rotas, todos los gemidos de
nuestro salvaje planeta juntos— todas estas imperfecciones, desaparecerán. A veces nos
atreveremos a poner en tela de juicio la sabiduría de Dios y a perder la paciencia con su
programa de actuación. (Al fin y al cabo, los discípulos sintieron una amarga desilusión cuando
Jesús rechazó su sueño de un reino visible para hablarles de un reino espiritual e invisible). Sin
embargo, podemos estar seguros de que todas las maravillosas promesas de los profetas se
convertirán un día en realidad, y usted y yo hemos sido escogidos para ayudar a que esto suceda.
Nadie ha expresado el dolor y la injusticia de este mundo de una manera más fuerte que
Job; nadie ha manifestado más apasionadamente la desilusión con Dios por medio de sus pal
abras. Aunque tenemos que asistir a las quejas de Job y a la fuerte respuesta de Dios, el libro no
comienza con las quejas —el punto de vista humano— sino con el punto de vista de Dios. En el
prólogo, la escena de la «apuesta” reafirma una resplandeciente verdad: Job podía unirse a la
lucha para invertir el proceso de todo lo que anda mal en el universo, y lo mismo podemos hacer
usted y yo. Nosotros podemos lograr que las cosas sean distintas.
El libro de Job no da una respuesta satisfactoria a la pregunta: «¿Por qué?». Lo que hace
es sustituirla por otra pregunta: «¿Con qué propósito?». Al permanecer fiel a Dios en medio de
sus pruebas, Job, el sarcástico e irritable anciano, ayudó a abolir el mismo dolor y la misma
injusticia de este mundo contra los cuales había protestado de un modo tan vigoroso. Y Meg
Woodson, que se aferra obstinadamente al amor de Dios en medio de las sombras, aun después
de ver morir a sus dos hijos … también está ayudando a invertir el proceso de esos males.
¿A qué se debe la tardanza? ¿Por qué deja Dios que el mal y el dolor existan tan
abiertamente y hasta prosperen en este planeta? ¿Por qué permite que nosotros hagamos tan lenta
e imperfectamente lo que él podría hacer en un abrir y cerrar de ojos?
Él se retrae por nuestro bien. La «re-creación” tiene que ver con nosotros; en realidad,
estamos en el centro de sus planes. La «apuesta», el motivo que se halla detrás de toda la historia
humana, debe desarrollarnos a nosotros, no a Dios. Nuestra existencia misma les anuncia a los
poderes del universo que la restauración está en marcha. Todo acto de fe realizado por cada hijo
de Dios es como un toque de campanas, y una fe semejante a la de Job reverbera a lo largo de
todo el universo.
Sentimos nuestra vida presente como una verdadera pelea;
como si hubiera algo realmente salvaje en el universo
que nosotros, con todos nuestros ideales y fidelidades,
necesitamos redimir.

  —William James, The Will to Believe


[La voluntad de creer]

  Preferiría mucho más caminar, como lo hago, en un diario


terror por la eternidad, a sentir que esto solo es un juego de
niños en el cual todos los concursantes van a recibir premios
igualmente carentes de valor al final.

  —T. S. Eliot
Citas bíblicas: Job 35; 1 Corintios 4, 6; Romanos 8.
  Capítulo 24
¿ES DIOS INJUSTO?

  El libro The Road Less Traveled [El camino menos transitado], escrito por M. Scott Peck,
comienza con una oración gramatical corta y contundente: «La vida es difícil». Si se pudiera
reducir a una sola oración el libro de Job, este expresaría algo similar, puesto que el clamor «¡No
hay justicia en la vida!” resuena potente en casi todas sus páginas.
Hoy en día nos es tan difícil aceptar la injusticia como lo era para Job hace miles de años.
En nuestro interior existe una especie de juicio instintivo, según el cual la vida debería ser justa,
y de alguna manera, Dios debería estar «haciendo mejor su trabajo” de gobernar este mundo.
El mundo tal como es contra el mundo tal como debería ser: la tensión constante entre
estos dos estados sale claramente a la superficie en el libro de Job. Durante tres largos y
tormentosos asaltos, Job y sus amigos se debaten en una pelea de «boxeo verbal». Todos están de
acuerdo en cuanto a la regla básica: Dios debería recompensar a los que hacen el bien y castigar
a los que hacen el mal.
Entonces, ¿por qué es evidente que Job, un hombre al que todos suponen bueno, está
sufriendo tanto castigo? Los amigos de Job, confiados en cuanto a la justicia de Dios, defienden
el mundo tal como es. «Usa tu sentido común», le dicen a Job. «Dios no te castigaría si no
hubiera una causa. Debes haber cometido algún pecado secreto». Sin embargo, Job, a quien no le
quedan dudas de que no ha hecho nada para merecer un castigo así, no puede estar de acuerdo.
Se declara inocente.
No obstante, el sufrimiento va debilitando gradualmente las creencias más preciadas de
Job. ¿Cómo es posible que Dios esté de su parte?, se pregunta. Al fin y al cabo, él está sentado
sobre un montón de cenizas que son las ruinas de su vida. Es un hombre quebrantado y
desesperado, «traicionado” por Dios. «Miradme, y espantaos, y poned la mano sobre la boca»,
exclama.
En su interior se está gestando una crisis de fe. ¿Es Dios injusto? Una idea así pone en
tela de juicio todo cuanto Job cree, sin embargo, ¿de qué otra manera puede explicar lo que ha
sucedido? Mira a su alrededor en busca de otros ejemplos de injusticia y ve que algunas veces es
cierto que los malvados prosperan —no son castigados, como a él le gustaría creer— mientras
que hay gente piadosa que sufre. Además, muchas otras personas llevan una vida feliz y
fructífera sin pensar jamás en Dios. Para Job, todos estos datos sencillamente carecen de sentido.
«Cuando me acuerdo, me asombro, y el temblor estremece mi carne».
La razón por la que el libro de Job parece tan moderno es que para nosotros estos hechos
tampoco tienen sentido. El estridente mensaje de Job acerca de lo injusta que es la vida parece
adecuado en especial para nuestro siglo tan repleto de dolor. Basta con conectar a sus
argumentos unos ejemplos contemporáneos: los niños inocentes que mueren de hambre en el
Tercer Mundo; los dirigentes cristianos que mueren en la flor de su edad; los pastores fieles
encarcelados en tantas partes del planeta; los jefes de bandas de maleantes y los dueños de
espectáculos corrompidos que obtienen obscenamente sus ganancias de la forma en que burlan
las reglas divinas; los millones de occidentales que llevan una vida aparentemente tranquila y
feliz, sin pensar jamás en Dios. Lejos de desvanecerse, las preguntas de Job acerca de las
injusticias de este mundo solo se han hecho más fuertes y estridentes. Aún esperamos que un
Dios de amor y poder siga ciertas reglas en cuanto a la tierra. ¿Por qué no lo hace?
El enfrentamiento con la injusticia
Todos los seres humanos se enfrentan en algún momento de su vida con los misterios que
hacían temblar de terror a Job. ¿Es Dios injusto?
Hay una opción que le parecía obvia a la esposa de Job: «Maldice a Dios, y muérete», le
aconsejaba. ¿Por qué aferrarse a una fe sentimental en un Dios amoroso cuando hay tanto en la
vida que conspira contra ella? Y en este siglo tan semejante a la tragedia de Job, hay más
personas que nunca antes que han llegado a estar de acuerdo con su esposa. Algunos escritores
judíos, como Jerzy Kosinski y Elie Wiesel, comenzaron con una fuerte fe en Dios, pero la vieron
evaporarse en los hornos de gas del Holocausto. Enfrentados a la injusticia más gigantesca de la
historia, llegaron a la conclusión de que Dios no existe. (Con todo, los instintos humanos siguen
firmes. Kosinski y Wiesel no pueden evitar un tono de enojo, como si ellos también se sintieran
traicionados. No tienen en cuenta la cuestión básica de la procedencia de nuestro sentido
primordial de justicia. ¿Por qué habríamos de esperar siquiera que el mundo sea justo?)
Otros que se sienten igualmente conscientes de las injusticias del mundo no pueden llegar
al punto de negar la existencia de Dios. En cambio, proponen otra posibilidad: quizá Dios esté de
acuerdo en que la vida es injusta, pero no puede hacer nada para arreglarlo. El rabino Harold
Kushner enfocó así el problema en su gran éxito de librería Cuando las cosas malas le pasan a
la gente buena. Después de ver morir a su hijo de la enfermedad llamada «progeria», —un
padecimiento caracterizado por la vejez prematura, que suele atacar en la niñez— Kushner llegó
a la conclusión de que «hasta Dios pasa trabajo tratando de mantener a raya el caos», y de que
Dios es «un Dios de justicia, no un Dios de poder».
Según el rabino Kushner, Dios se siente tan frustrado, incluso tan indignado con la
injusticia de este planeta como cualquier otro, pero carece del poder necesario para cambiar las
cosas. Millones de lectores han encontrado consuelo en la descripción que hace Kushner de un
Dios que parece compasivo, aunque sea débil. Sin embargo, me pregunto cómo explicarían estas
personas los cinco capítulos finales del libro de Job, donde se halla la «autodefensa” de Dios.
Ningún otro lugar de la Biblia presenta el poder divino de una manera más impresionante. Si
Dios tiene tan poco poder, ¿por qué escogió la peor situación posible, en la que su poder casi fue
puesto en tela de juicio, para insistir en su omnipotencia? (Elie Wiesel afirma acerca del Dios
descrito por Kushner: «Si Dios así es, ¿por qué no renuncia y permite que alguien más
competente ocupe su lugar?”).
Un tercer grupo de personas evade el problema de la injusticia mirando al futuro, en el
cual una exigente justicia aparecerá por sí misma en el universo. La injusticia es un estado
temporal, según ellos. La doctrina hindú del karma, que aplica la precisión matemática a esta
creencia, calcula que le puede tomar a un alma un total de seis millones ochocientas mil
encarnaciones para que llegue a alcanzar una justicia perfecta. Al terminar todas esas
encarnaciones, la persona habrá experimentado la cantidad exacta de dolor y placer que se
merece.
Una cuarta posición consiste en negar rotundamente el problema e insistir en que hay
justicia en el mundo. Haciéndose eco de los amigos de Job, estas personas insisten en que el
mundo sí funciona según unas leyes regulares y fijas: los buenos prosperan y los malos fracasan.
Encontré este punto de vista en aquella iglesia de Indiana y lo escucho con gran frecuencia en la
televisión, donde es fácil oír a evangelistas que les prometen una salud perfecta y una gran
prosperidad económica a todos los que las pidan con fe auténtica.
Este tipo de promesas tan generosas tiene un atractivo evidente, pero no tiene en cuenta
toda la realidad. ¿Cómo encajan dentro de una doctrina de justicia en la vida los niños que
contraen el SIDA en el útero materno, por ejemplo, o la larga lista de santos perseguidos que
aparece en El libro de los mártires de Fox? 4147 No hay nada que hubiera tenido más deseos de
decirle a Meg Woodson que estas palabras: «El mundo es justo, y por tanto, si oras con
suficiente insistencia, tu hija no morirá». Sin embargo, no le podía decir eso, como tampoco
ahora le puedo decir: «Dios se llevó a Peggie porque tú hiciste algo malo». Ambos puntos de
vista se hallan representados en el libro de Job, y Dios los desecha a ambos al final.
Hace falta un salto de fe verdaderamente olímpico para alegar que la vida es justa por
completo. Lo más corriente es que los cristianos reaccionen ante la injusticia de la vida, no
negándola, sino rebajándola. Como los amigos de Job, buscan alguna razón escondida detrás del
sufrimiento:
4*
Uno de los libros apócrifos que circulaban entre los primeros cristianos cuenta la
historia de una mujer llamada Tecla, convertida por el apóstol Pablo. Según la historia, su fe la
defendió contra todos los ataques: las bestias salvajes se negaron a devorarla, y unos hombres se
tuvieron que detener de pronto mientras iban a abusar de ella. Cuando sus verdugos trataron de
quemarla en la hoguera, una nube de lluvia y granizo apareció sobre ella y apagó las llamas. Este
libro tuvo una amplia circulación, pero basta con leer otros libros de la historia de la iglesia,
como El libro de los mártires de Fox, para ver por qué la historia de Tecla terminó siendo
desechada como apócrifa.
«Dios te está tratando de enseñar algo. En lugar de sentirte amargado, deberías sentirte
privilegiado por la oportunidad que tienes de apoyarte en él por medio de tu fe».
«Piensa en todas las bendiciones de las que disfrutas todavía; por lo menos estás vivo. ¿O
acaso solo crees cuando hay buen tiempo?».
«Estás pasando por un régimen de entrenamiento, una oportunidad para ejercitar nuevos
músculos en tu fe. No te preocupes, Dios no te probará más allá de lo que puedas soportar».
«¡No te quejes tan alto! Vas a perder esta oportunidad de manifestarles a los incrédulos tu
fidelidad».
«Siempre hay alguien que está peor que tú. Da gracias a pesar de las circunstancias».
Los amigos de Job presentaron sus versiones de todos estos consejos de sabiduría, y lo
cierto es que cada uno de ellos contiene elementos de verdad. Sin embargo, el libro de Job
demuestra a las claras que estos «consejos útiles” no responden los interrogantes de la persona
que sufre. Son medicinas equivocadas, y administradas en un momento incorrecto.
Por último, hay una forma más de explicar la injusticia del mundo. Después de escuchar
todas las alternativas, Job se vio guiado a la conclusión que he sugerido como el resumen de todo
el libro en una sola oración gramatical: ¡La vida es injusta! Esto le vino más como un acto
reflejo que como una filosofía de la vida, y así es como le llega a todo aquel que sufre. «¿Por qué
yo?», preguntamos. «¿Qué he hecho?”
Un Job moderno
Mientras trabajaba en este libro, me hice el propósito de reunirme continuamente con
personas que se sintieran traicionadas por Dios. Quería mantener ante mí el verdadero aspecto,
las expresiones faciales, de la desilusión y la duda. Cuando llegó el momento de escribir acerca
del libro de Job, decidí entrevistar a un hombre que conozco y cuya vida es sumamente parecida
a la de Job. Lo llamaremos Douglas.
A mí, Douglas me parece «justo” en el mismo sentido que Job: no es perfecto, por
supuesto, pero si un modelo de fidelidad. Después de años de prepararse para ser psicoterapeuta,
había renunciado a una profesión lucrativa para comenzar un ministerio urbano. Los problemas
de Douglas comenzaron hace algunos años, cuando su esposa descubrió que tenía un quiste en un
seno. Los cirujanos se lo extirparon, pero dos años más tarde el cáncer se le había extendido a los
pulmones. Douglas se encargó de muchas de las labores de su esposa mientras ella luchaba con
los debilitadores efectos de la quimioterapia. Algunas veces no podía retener comida alguna en el
estómago. Perdió el cabello. Y siempre se sentía cansada y vulnerable ante el temor y la
depresión.
Una noche, en medio de esta crisis, mientras Douglas conducía su auto por las calles de la
ciudad con su esposa y su hija de doce años, un hombre que manejaba en estado de ebriedad se
salió de la senda central para chocar de frente con su auto. La esposa de Douglas recibió una
fuerte sacudida, pero salió ilesa. Su hija salió con un brazo roto y varias heridas en la cara por
causa del vidrio del parabrisas. Fue Douglas el que recibió la herida peor: un fuerte golpe en la
cabeza.
Después del accidente, Douglas nunca sabía cuándo le iba a comenzar el dolor de cabeza.
No podía trabajar durante todo el día, y algunas veces se quedaba desorientado y se mostraba
olvidadizo. Peor todavía: el accidente le afectó la vista de forma permanente. Uno de sus ojos se
movía fuera de control, negándose a enfocar su visión. Desarrolló visión doble, y apenas podía
bajar un tramo de escaleras sin ayuda. Douglas aprendió a arreglárselas con todas sus
limitaciones excepto una: no podía leer más de una o dos páginas seguidas. Toda la vida había
amado los libros. Ahora había quedado restringido a la limitada selección y el lento paso de los
libros grabados en cinta.
Cuando llamé a Douglas para pedirle una entrevista, él me sugirió que nos reuniéramos
para desayunar, y al llegar el día acordado, me preparé para una mañana difícil. En aquellos
momentos ya había entrevistado a una docena de personas y escuchado toda la gama posible de
quejas debidas a la desilusión con Dios. Si alguien tenía derecho a sentirse airado con Dios, ese
era Douglas. Aquella misma semana su esposa había recibido un desalentador informe en el
hospital: tenía otra mancha en un pulmón.
Mientras nos servían el desayuno, nos pusimos mutuamente al día en cuanto a los detalles
de nuestra vida. Douglas comió con gran concentración y cuidado. Usaba lentes gruesos que
corregían en parte los problemas de la vista, pero tenía que esforzarse mucho en concentrarse,
solo para guiar el tenedor hasta la boca. Me forcé a mirarlo directamente mientras él hablaba,
tratando de hacer caso omiso de la distracción que causaba su ojo fuera de control. Finalmente,
cuando terminamos el desayuno y le pedimos más café a la empleada, le describí mi libro sobre
la desilusión con Dios. «¿Me podrías hablar acerca de tu propia desilusión?», le pregunté. «¿Qué
has aprendido que podría ayudar a otra persona que esté pasando por momentos difíciles?”
Douglas guardó silencio por un tiempo que me pareció eterno. Se acarició la canosa
barba y miró por encima de mi hombro. Durante un instante me pregunté si no estaría pasando
por uno de sus «baches” mentales. Al fin dijo: «Si te he de decir la verdad, Philip, yo no he
sentido desilusión alguna con Dios».
Me sorprendí. Douglas, un hombre agudamente sincero, siempre había rechazado las
fórmulas fáciles al estilo del «¡Convierte tus heridas en estrellas!” de tantos testimonios que
aparecen en la televisión religiosa. Esperé su explicación.
«Esta es la razón. Primero con la enfermedad de mi esposa, y después sobre todo con el
accidente, aprendí a no confundir a Dios con la vida. No soy ningún estoico. Estoy tan molesto
por lo que me sucedió como lo pueda estar el que más. Me siento libre para insistir en lo injusta
que es la vida y expresar todo mi dolor y mi enojo. Sin embargo, creo que Dios se siente igual
que yo con respecto a ese accidente: adolorido y enojado. No lo culpo por lo que sucedió».
Siguió hablando: «He aprendido a ver la realidad espiritual por encima de la realidad
física de este mundo. Tenemos tendencia a pensar que la vida debería ser justa, puesto que Dios
es justo. No obstante, Dios no es la vida. Y si confundo a Dios con la realidad física de la vida —
esperando, por ejemplo, tener siempre una salud perfecta— entonces me pongo yo mismo en el
camino hacia una desilusión aplastante.
«La existencia de Dios, incluso su amor por mí, no dependen de mi buena salud. Para
serte franco, he tenido más tiempo y oportunidad de mejorar mi relación con él durante mi época
de limitación física que antes»*.
Había una profunda ironía en aquella escena. Durante meses había estado absorto con los
fracasos de la fe y buscado historias de personas desilusionadas con Dios. Había escogido a
Douglas como mi «Job moderno” y esperado de él una amarga andanada de protestas. Lo menos
que hubiera esperado era un curso de alto nivel sobre la fe.
«Si desarrollamos una relación con Dios ajena a las circunstancias de nuestra vida», dijo
Douglas, «podremos mantenernos firmes cuando se derrumbe la realidad física. Podremos
aprender a confiar en Dios a pesar de todas las injusticias de la vida. ¿No es ese en realidad el
tema central de Job?”
Aunque me molestaba la estricta separación que hacía Douglas entre la «realidad física”
y la «realidad espiritual», encontré interesante su concepto. Durante la hora siguiente, nos
abrimos paso juntos por toda la Biblia, poniendo a prueba sus ideas. En el desierto de Sinaí, las
garantías de éxito físico dadas por Dios —salud, prosperidad y triunfos militares— no ayudaron
en nada a la actuación espiritual de los israelitas. Además, la mayor parte de los héroes del
Antiguo Testamento (Abraham, José, David, Elías, Jeremías, Daniel) pasaron por pruebas muy
semejantes a las de Job. A veces, a muchos de ellos la realidad física les parecería seguramente
una manifestación de que Dios era su enemigo. Sin embargo, todos se las arreglaron para
aferrarse a la confianza en él a pesar de sus tribulaciones. Al hacerlo, su fe pasó de una simple
«fe contractual” —seguiré a Dios si él me trata bien— a una relación que podía pasar por encima
de todos los momentos difíciles.
De pronto, Douglas miró su reloj y se dio cuenta de que ya estaba atrasado para otra cita
que tenía. Se puso el abrigo de prisa y se levantó para marcharse, pero antes se inclinó de nuevo
hacia mí con un último pensamiento. «Te reto a que vuelvas a tu casa y leas de nuevo la historia
de Jesús. ¿Acaso la vida fue «justa” con él? En mi opinión, la cruz demolió para siempre la
suposición básica de que la vida es justa».
Habíamos comenzado hablando de Job y terminamos hablando de Jesús, y esa pauta se
me quedó dando vueltas en la mente: en el Antiguo Testamento, uno de los favoritos de Dios
sufrió injusticias terribles, y en el Nuevo Testamento fue el mismo Hijo de Dios quien sufrió
cosas peores aún.
Cuando volví a mi casa, seguí el consejo de Douglas y volví a leer los Evangelios,
preguntándome cómo habría respondido Jesús si le hubieran preguntado directamente: «¿Es
injusta la vida?». En ningún momento hallé que él negara esta injusticia. Cuando se encontraba
con un enfermo, nunca le hacía escuchar un discurso acerca de «resignarse con su suerte en la
vida» lo que hacía era sanar a todo el que se le acercaba. Y sus fuertes palabras acerca de los
ricos y poderosos de su tiempo indican con claridad lo que pensaba acerca de las desigualdades
sociales. El Hijo de Dios reaccionaba ante las injusticias de la vida de una manera muy parecida
a cualquier otro ser humano. Cuando hallaba a alguien que sufría, se sentía profundamente
movido a compasión. Cuando murió su amigo Lázaro, lloró. Cuando él mismo estaba a punto de
enfrentarse al sufrimiento, sintió repulsión por este y preguntó tres veces si no había otro camino.
Dios no respondió a la pregunta sobre la injusticia con palabras, sino con una visita. una
Encarnación. Y Jesús nos ofrece una prueba de carne y hueso acerca de cómo se siente Dios con
respecto a la injusticia, porque él tomó sobre si la sustancia de la que está hecha la vida, la
realidad física en su manifestación más injusta. En resumen, él les dio una respuesta definitiva a
todas las preguntas pendientes acerca de la bondad de Dios. (Mientras leía los Evangelios, me
vino a la mente que si todos los que formamos su Cuerpo nos pasáramos la vida como él —
ministrando a los enfermos, alimentando a los hambrientos y llevando las Buenas Nuevas de su
amor y su perdón— es posible que no se hiciera hoy con tanta urgencia la pregunta: «¿Es Dios
injusto?”).
La gran injusticia
¿Es Dios injusto? La respuesta depende del grado en que identifiquemos a Dios con la
vida. Por supuesto que la vida en la tierra es injusta. Douglas tenía razón al decir que la cruz dejó
resuello este asunto para siempre.
El escritor Henri Nouwen cuenta la historia de una familia que había conocido en un país
del Tercer Mundo. El padre, médico, se expresó en una ocasión contra las injusticias que se
cometían y las violaciones de los derechos humanos. La venganza fue arrestar a su hijo
adolescente y torturarlo hasta que murió. La gente del pueblo estaba encolerizada y quiso
convertir el funeral del muchacho en un gran desfile de protesta, pero el médico escogió otra
manera de protestar. En el funeral, exhibió el cuerpo de su hijo tal como lo había hallado:
desnudo, lleno de golpes y quemaduras producidas por descargas eléctricas y cigarrillos
encendidos. Todos desfilaron ante el cadáver, que no descansaba en un ataúd, sino en el colchón
empapado en sangre donde lo habían hallado. Esta fue la protesta más fuerte que se habría
podido imaginar, puesto que expuso la injusticia en una grotesca exhibición.
¿No es eso mismo lo que hizo Dios en el Calvario? «Dios es el que debería sufrir, no
usted o yo», dicen los que están resentidos contra Dios por las injusticias de la vida. Sin
embargo, en aquel día fue Dios mismo el que recibió sobre sí la maldición. La cruz que sostenía
el cuerpo de Jesús, desnudo y cubierto de llagas, puso al descubierto toda la violencia y la
injusticia de este mundo. Al mismo tiempo, la cruz reveló el tipo de mundo que tenemos y el tipo
de Dios que es nuestro Dios: un mundo de brutal injusticia y un Dios de amor, dispuesto a todo
sacrificio.
Nadie está exento de la tragedia o la desilusión; Dios mismo no lo estuvo. Jesús no
ofreció inmunidad ni manera alguna de escapar a las injusticias, sino más bien una forma de
atravesarlas y pasar al otro lado. Así como el Viernes Santo demolió la creencia instintiva de
que esta vida debería ser justa, el Domingo de Resurrección llegó después con su asombrosa
clave para la solución del acertijo del universo. Una poderosa luz resplandeció, brotando de las
mismas tinieblas.
Es difícil hacer desaparecer nuestro anhelo primario de justicia, y con razón. ¿Quién de
nosotros no suspira de vez en cuando por un poco más de justicia en este mundo y ahora mismo?
Tengo que admitir que, secretamente, yo suspiro por un mundo a prueba de fallos contra la
desilusión, un mundo donde mis artículos de revistas siempre encontraran aceptación y mi
cuerpo no envejeciera ni se debilitara, un mundo donde mi cuñada no diera a luz un niño con una
lesión cerebral, y donde Peggie Woodson viviera hasta una edad avanzada. No obstante, si hago
depender mi fe de una tierra así, a prueba de fallos, esa fe me va a fallar a mí. Ni siquiera los
milagros más grandes resuelven de manera definitiva los problemas de esta tierra, puesto que
todas las personas que reciben una sanidad física terminan por morir como los demás.
Necesitamos algo mayor que los milagros. Necesitamos unos cielos nuevos y una tierra
nueva, y la injusticia no desaparecerá hasta que los tengamos.
Un amigo mío, mientras luchaba por creer en un Dios amoroso en medio de grandes
sufrimientos y angustias, se desahogó con estas palabras: «¡La única excusa de Dios es el
Domingo de Resurrección!». Sus palabras no son teológicas y resultan duras, pero dentro de ellas
se cierne una verdad. Aunque la cruz de Cristo haya vencido al mal, no venció a la injusticia.
Para eso hizo falta la Resurrección. Algún día, Dios restaurará toda la realidad física al lugar que
le corresponde dentro de su Reino. Hasta entonces, sería bueno que recordásemos que la vida de
todos nosotros transcurre en Sábado Santo.
Que se nos ordene amar a Dios, y mucho menos en el
desierto, es como que se nos ordene estar bien cuando
estamos enfermos, cantar de gozo cuando nos morimos de
sed, o correr con las piernas quebradas. Sin embargo, este
es el primer y gran mandamiento. Aun en el desierto
— especialmente en el desierto— debemos amarlo.

  —Frederick Buechner

  Citas bíblicas: Job 21, 2.


Capítulo 25
¿POR QUÉ DIOS NO DA EXPLICACIONES?

  Hacia el final del libro de Job, el impetuoso joven Eliú pronuncia un hiriente discurso en
el que ridiculiza el anhelo que tiene Job de que lo visite Dios. «¿Crees acaso que a Dios le
importa una criatura insignificante como tú? ¿Te imaginas que el Dios Todopoderoso, el
Hacedor del universo, se dignará a visitar esta tierra para encontrarse personalmente contigo?
¿Acaso te debe alguna explicación? ¡Déjate de bromas, Job!”
Mientras Eliú sigue hablando, aparece una pequeña nube en el horizonte, por encima de
su hombro. La nube se va acercando, convirtiéndose en una poderosa tormenta, y resuena una
Voz distinta a todas las demás voces. El pulido discurso de Eliú termina abruptamente y Job
comienza a temblar. Dios mismo ha llegado a la escena. Ha venido para contestar en persona a
las acusaciones de injusticia que le hace Job.
Si este hombre sirve como el principal caso de desilusión con Dios que podemos estudiar
en la Biblia, con seguridad este dramático discurso que sale del torbellino debería arrojar una
importante luz sobre todos los otros momentos de confusión y duda. Entonces, ¿qué dice Dios en
defensa propia?
Se me ocurren varias cosas útiles que Dios habría podido decir: «Job, siento de veras lo
que ha sucedido. Has padecido muchas pruebas injustas por mí, y estoy orgulloso de ti. No sabes
lo que esto significa para mí, e incluso para el universo». Unos cuantos halagos, una dosis de
compasión, o por lo menos una breve explicación de lo que sucedía «detrás del telón” en el
mundo invisible… Cualquiera de estas cosas le habría dado un poco de alivio a Job.
Sin embargo, Dios no dice nada parecido. En realidad, su «réplica” consta más de
preguntas que de respuestas. Echando a un lado treinta y cinco capítulos de debates acerca del
problema del dolor, se lanza a un magnifico viaje verbal por el mundo de la naturaleza. Parece
como si guiara a Job por una galería privada donde se hallan sus obras favoritas, deteniéndose
con satisfacción ante dioramas de cabras montañesas, asnos salvajes, avestruces y águilas,
hablando como si estuviera sorprendido ante sus propias criaturas. La belleza poética del final de
Job rivaliza con cualquier otra joya de la literatura universal. Sin embargo, aun mientras me
maravillo ante la deslumbrante descripción del mundo natural que hace Dios, siento que me
acosa la perplejidad. Entre todos los momentos posibles, ¿por qué escogió Dios este para darle a
Job un curso sobre la valoración de la naturaleza? ¿Qué importancia tienen estas palabras?
En su libro Wishful Thinking [Espejismo], Frederick Buechner resume el discurso de
Dios. «Dios no explica. Explota. Le pregunta a Job quién se piensa que es al fin y al cabo. Le
dice que tratar de explicarle a él las cosas que quiere que le explique sería como tratar de
explicarle las teorías de Einstein a una almeja […] Dios no revela sus grandes designios. Él se
revela a sí mismo”1. El mensaje que se halla debajo de esta esplendida pieza poética se reduce a
lo siguiente: Job, mientras no sepas un poco más acerca de la forma en que se gobierna el
universo físico, no te pongas a decirme cómo se gobierna el universo moral.
«Señor, ¿por qué me estás tratando tan injustamente?», había gemido Job a lo largo de
todo el libro. «Ponte en mi lugar».
«¡¡¡NO!!!», replica Dios con voz de trueno. «¡Ponte tú en mi lugar! Mientras no puedas
dar lecciones acerca de la forma de hacer que el sol salga todos los días, o sobre dónde esparcir
los relámpagos, o cómo diseñar un hipopótamo, no juzgues la forma en que gobierno al mundo.
Mejor cállate y escucha».
La impresión que causa el discurso de Dios en Job es casi tan asombrosa como el
discurso mismo. A pesar de que Dios nunca responde la primera de todas las preguntas acerca de
la difícil situación de Job, el estallido de la tormenta lo apacigua. Se arrepiente en polvo y ceniza,
y queda barrido todo rastro de desilusión con Dios.
Lo que no podemos saber
Sin embargo, el resto de nosotros, que quizá nunca oigamos una voz que nos habla desde
un torbellino, tenemos que tratar de descifrar lo que Dios le quiso decir a Job en realidad.
Sinceramente, en mi opinión, la réplica evasiva de Dios crea tantos problemas como los que
resuelve. No me puedo limitar a desear que desaparezcan los porqués. Vuelven a aflorar cada vez
que hablo con alguien como Meg Woodson; cada vez que se comienza a desenvolver mi propia
vida.
El hecho de que Dios se negara a responder las preguntas de Job es algo que no les sienta
muy bien a las mentes modernas. No nos gusta —no me gusta— oír algo que está más allá de
nuestra comprensión. Tengo en mi biblioteca un libro llamado Enciclopedia de la ignorancia,
que bosqueja muchos aspectos de la ciencia que aún no podemos explicar; los científicos de todo
el mundo están haciendo cuanto pueden por explorar estos aspectos y llenar esas lagunas en el
conocimiento. ¿Habrá cercado Dios acaso una cierta zona del conocimiento, una especie de
enciclopedia de la ignorancia teológica, que ningún ser humano comprenderá jamás?
Por mucho que me resista, me siento impulsado por el libro de Job a llegar a esta
conclusión. ¿Por qué es tan injusta la vida? ¿Cuándo es Dios el que causa el sufrimiento, cuándo
se limita a permitirlo… y cuál es la diferencia? ¿Por qué a veces Dios nos parece tan callado,
mientras que otras veces lo sentimos tan cercano e íntimo? En un momento en que tenía una
oportunidad perfecta para dejar sentadas todas estas cuestiones, solo frunció el ceño y movió la
cabeza. ¿Para qué molestarse con explicaciones? Ni Job, ni ningún otro ser humano, sería capaz
jamás de comprender.
Yo no puedo ofrecer respuestas a las preguntas concretas de Job, porque Dios tampoco
ofreció alguna. Solo puedo preguntar por qué Dios no da respuestas, por qué tiene que haber una
enciclopedia de la ignorancia teológica. Puesto que estoy entrando en una zona donde la Biblia
guarda silencio, lo que sigue es pura especulación teórica. Lo incluyo para las personas que
nunca quedan satisfechas con una aparente falta de respuesta; para los que no pueden dejar de
hacer preguntas, aunque Dios se haya negado a responder.
1.Quizá Dios nos mantenga ignorantes porque saber las cosas no nos ayudaría.
Las mismas preguntas atormentan con su urgencia a casi todas las personas que sufren:
¿Por qué? ¿Qué me está tratando de decir Dios? En el libro de Job, Dios se aparta de estas
preguntas de causa para centrarse en cambio en nuestra respuesta de fe. No obstante, piense en
lo que podría suceder si Dios respondiera abiertamente a nuestras preguntas. Nosotros damos por
supuesto que podríamos soportar mejor el sufrimiento si supiéramos la razón que lo motiva. Sin
embargo… ¿sería así?
Encuentro un asombroso parecido entre dos libros de la Biblia: Job y Lamentaciones. Job
contemplaba incrédulo las ruinas de su casa y sus posesiones; el autor de Lamentaciones
contemplaba incrédulo las ruinas de Jerusalén, su ciudad. Ambos libros expresan ira, amargura y
una profunda desilusión con Dios. En realidad, muchos pasajes de Lamentaciones parecen
paráfrasis del libro de Job, que es mucho más antiguo. Con todo, el profeta que escribió
Lamentaciones (probablemente Jeremías) no se encontraba en la ignorancia. Sabía la razón
exacta por la que Jerusalén fue destruida: los hebreos habían quebrantado su pacto con Dios. No
obstante, el conocimiento de la causa no alivió en nada el sufrimiento o la sensación de
desesperación y abandono. «El Señor llegó a ser como enemigo», declara con un estilo similar al
de Job. «¿Por qué te olvidas completamente de nosotros, y nos abandonas tan largo tiempo?», le
pregunta a Dios, aunque sabe muy bien todas las respuestas, ya que en otros lugares del mismo
libro las presenta con detalles exhaustivos.
¿Qué explicación habría podido consolar a alguien como Job, Jeremías o Meg Woodson?
El conocimiento es pasivo e intelectual; el sufrimiento es activo y personal. Ninguna respuesta
intelectual puede servir de solución al sufrimiento. Quizá esta sea la razón de que Dios mandara
a su propio Hijo como la respuesta al dolor humano, para que lo experimentara y lo absorbiera en
sí mismo. La Encarnación no «resolvió” el sufrimiento humano, pero al menos fue una respuesta
activa y personal. En un sentido sumamente real, no hay palabra alguna que pueda hablar más
alto que el Verbo, la Palabra viva de Dios.
Si acudimos al libro de Job en busca de una respuesta a los porqués, saldremos de él
desilusionados. Dios se negó a responder, Job retiró sus preguntas, y los tres amigos se
arrepintieron de todas sus suposiciones equivocadas. Jesús evitó de igual manera la cuestión de
la causa directa del sufrimiento. Cuando sus discípulos sacaron ciertas conclusiones sobre un
hombre que había nacido ciego (Juan 9), y acerca de dos catástrofes locales (Lucas 13), él los
reprendió. A partir de las evidencias bíblicas, he llegado a la conclusión de que no tenemos a
nuestro alcance ninguna respuesta firme y segura a esos porqués.
Cada vez que insistimos en una de las prerrogativas de Dios, estamos entrando en un
terreno peligroso. Hasta un bien intencionado esfuerzo por consolar a un hijo diciéndole: «Dios
se llevó con él a tu papá porque lo quería mucho», se adentra en una zona que la Biblia parece
declarar fuera de nuestro alcance. Aunque catástrofes como los accidentes de aviación, las
plagas, las matanzas al azar hechas por francotiradores, el envenenamiento deliberado de
medicinas o el hambre en África claman por una interpretación autorizada, el libro de Job nos
recuerda algo importante: Dios mismo no intentó dar explicaciones.
2.Quizá Dios nos mantenga en la ignorancia porque somos incapaces de comprender la
respuesta.
Tal vez el mayestático aparente silencio de Dios ante Job no era una estratagema, ni una
astuta forma de evadir las preguntas; tal vez fuera que Dios estaba reconociendo una simple
realidad de la vida. Sencillamente, una insignificante criatura de un pequeño planeta en una
galaxia remota no era capaz de abarcar el gigantesco diseño del universo. Sería lo mismo que
tratar de describirle los colores a una persona que ha nacido ciega, o una sinfonía de Mozart a un
sordo de nacimiento, o de exponerle la teoría de la relatividad a una persona que no sabe siquiera
que existen los átomos.
A fin de valorar mejor el problema, imagínese usted mismo tratando de comunicarse con
una criatura que se halle sobre el portaobjetos de vidrio de un microscopio. Para una criatura así,
el «universo” solo consta de dos dimensiones: las del plano del vidrio; sus sentidos no pueden
percibir nada más allá de sus bordes. ¿Cómo se podría lograr que una criatura así comprendiera
los conceptos de espacio, altura o profundidad? Puesto que usted mira «desde arriba», puede
entender tanto el mundo bidimensional de la criatura como el mundo tridimensional que rodea a
ese mundo bidimensional. Sin embargo, «desde abajo», la criatura solo puede captar un mundo
de dos dimensiones 5*. De una manera similar, hay un mundo invisible que existe fuera de
nuestros límites de percepción con la excepción de sus intervenciones en nuestro «plano»,
algunas de las cuales llamamos «milagros». Ni Job, ni usted ni yo somos capaces de abarcar toda
la escena con nuestras facultades del presente.
Si un mundo existe dentro de otro, entonces este mundo «menor” solo tendrá sentido
cuando se mire desde el punto de vista de ese mundo «mayor». La mayoría de las preguntas de
Job estaban relacionadas con la actividad existente en ese mundo «mayor», un mundo situado
más allá de su comprensión.
Dios vive en un nivel «superior», en otra dimensión. El universo no lo contiene, sino que
él creó al universo. De una manera que nosotros no podemos comprender, Dios no está atado al
espacio ni al tiempo. También tiene poder para entrar al mundo material. En realidad, si no lo
hiciera, nuestros sentidos nunca lo percibirían. Con todo, para él esto es una «entrada», como la
de un autor que representara el papel de uno de sus propios personajes, o como una persona de la
vida real que hiciera una breve aparición en una película.
Una cuestión de tiempo
La percepción del tiempo señala de manera especial la inmensa diferencia entre la
perspectiva de Dios (que ve «desde arriba”) y la nuestra. He llegado a creer que esta diferencia
tiene que ver con muchas de las preguntas sin responder que tenemos acerca de la desilusión con
Dios. Por ese motivo, se merece lo que podría parecer una digresión.
Agustín dedicó el libro número once de sus Confesiones a una disquisición acerca del
tiempo. «Entonces, ¿qué es el tiempo?», comienza diciendo. «Si nadie me lo pregunta, lo sé; si
quiero explicárselo a alguien que me lo pregunte, no lo sé». Cuando se le preguntó: «¿Qué estaba
haciendo Dios antes de la creación?», Agustín respondió que una pregunta así era una insensatez
y simplemente dejaba ver lo atada al tiempo que estaba la perspectiva del que hace la pregunta,
puesto que Dios inventó el tiempo en el mismo instante en que creaba al mundo 6*. «Antes” del
tiempo solo existía la eternidad, y para Dios la eternidad es un presente interminable. Para él, un
día es como mil años, y mil años como un día2.
5*
Los antropólogos indican que existe un «abismo de percepción” similar entre las
culturas primitivas. Si un nativo de Papúa Nueva Guinea ve una foto de un bosque, solo nota
marcas y manchas de color sobre un papel plano. Necesita aprender a «ver” por medio de la
experiencia que esa fotografía bidimensional contiene en realidad imágenes tridimensionales:
aves, árboles y cascadas.
¿Cómo explicaría Agustín todo lo que ha sucedido desde que Einstein conectó tiempo y
espacio? Ahora entendemos el tiempo como algo relativo, no como un absoluto. Se nos indica
que la percepción del tiempo depende de la posición relativa que ocupe el observador. Tomemos
un ejemplo reciente: En la noche del 23 de febrero de 1987, un astrónomo de Chile observó a
simple vista la explosión de una supernova distante, un estallido tan poderoso que liberó en un
segundo tanta energía como la que libera nuestro sol en diez mil millones de años. Sin embargo,
¿ocurrió este suceso realmente el 23 de febrero de 1987? Solo desde la perspectiva de nuestro
planeta. En realidad, la supernova explotó ciento setenta mil años antes de nuestro 1987, pero la
luz generada por aquel suceso tan distante, moviéndose a razón de seis billones de kilómetros al
año, necesitó ciento setenta mil años para alcanzar nuestra galaxia.
Aquí es donde el punto de vista «superior” de la eternidad desafía nuestra comprensión
normal del tiempo. Le sugiero que se imagine a un Ser gigantesco, más grande que todo el
universo, tan grande que existe simultáneamente en la Tierra y en el espacio ocupado por la
Supernova 1987A. En nuestro año 1987, ¿qué momento es para ese Ser? Depende de la
perspectiva. Desde la perspectiva terrena, el Ser habría «observado” la historia de 1987, en la que
se incluiría el descubrimiento de la Supernova 1987A. En cambio, desde la perspectiva de la
Supernova 1987A, el Ser experimentaría algo de lo cual la Tierra no tendrá conocimiento alguno
hasta dentro de ciento setenta mil años. De esta manera, el Ser observaría simultáneamente el
pasado (desde la Tierra, habría visto la explosión de la Supernova que había tenido lugar ciento
setenta mil años antes), el presente (los acontecimientos de 1987 en la tierra) y el futuro (lo que
está sucediendo «ahora” en la Supernova 1987A, y que los habitantes de la Tierra no conocerán
hasta dentro de otros ciento setenta mil años).
6*
Martín Lutero no respondió con tanta educación. «Cuando alguien le preguntó dónde
estaba Dios antes que fuera creado el cielo, San Agustín respondió que él estaba en sí mismo.
Cuando me hicieron a mí la misma pregunta, respondí: «Estaba construyendo el infierno para
espíritus tan necios, pomposos, agitados e inquisitivos como usted”».
Un Ser así, más grande que el universo, podría ver desde distintos puntos de observación
lo que está sucediendo en todas las partes del cosmos en cualquier momento dado. Por ejemplo,
si quiere saber lo que está sucediendo ahora mismo en nuestro sol, puede «observar” desde la
perspectiva del sol. Si quiere ver lo que sucedió en el sol hace ocho minutos, puede «observar”
desde la Tierra. Esto es lo que vemos después que la luz ha recorrido los ciento cincuenta
millones de kilómetros que separan al sol de la Tierra.
Esta analogía es inexacta, puesto que atrapa a este Ser en el espacio, aunque lo libere del
tiempo. Sin embargo, sirve para ilustrar gráficamente de qué manera nuestro concepto del tiempo
en cuanto a que «primero pasa A y después B», solo es una expresión de la perspectiva tan
limitada de nuestro planeta. Dios, situado fuera del tiempo y el espacio, puede ver lo que sucede
en la Tierra de una forma que nosotros solo podemos adivinar y nunca podremos comprender del
todo.
Estas ideas no son simples vuelos de la fantasía. Los estudiantes de secundaria, cuando
estudian física, oyen hablar de teóricos astronautas del futuro que viajarán por el espacio a una
velocidad superior a la de la luz y por tanto regresarán más jóvenes que al irse. Los
investigadores modernos, que hacen rebotar rayos láser contra la superficie lunar y envían relojes
atómicos al espacio, están demostrando teorías que parecían especulaciones locas hace solo diez
años. La ciencia está haciendo realidad los inventos de la imaginación: «¡Verdaderamente, es
pobre una memoria que solo funciona hacia el pasado!», le dijo a Alicia la Reina Blanca en el
País de las Maravillas.
Dios y el tiempo
Una analogía más: Por ser escritor, vivo en dos «zonas horarias” distintas. En primer
lugar, está la zona del mundo real, que abarca mi ritual diario de despertarme, vestirme, tomar el
desayuno, y después irme a mi oficina para planear capítulos, páginas y palabras. Mientras tanto,
el libro en sí está creando otro mundo artificial, con su propia zona horaria dentro de él.
Si estuviera escribiendo un libro de ficción, es posible que escribiera estas dos oraciones
gramaticales: «El teléfono sonó. Inmediatamente, ella se levantó del sofá y corrió a responder».
Dentro del libro, la secuencia del tiempo aparece así: el teléfono suena, se produce una respuesta
inmediata. En cambio, fuera del libro, en el mundo del autor, pueden haber transcurrido minutos,
horas, incluso días entre ambas oraciones. Quizá termine el trabajo de un día con la oración «El
teléfono sonó», y después me vaya de vacaciones por dos semanas. Cualquiera que sea el
momento en que vuelva al libro, estoy sujeto a las leyes de su «zona horaria». Nunca podría
escribir: «El teléfono sonó. Dos semanas más tarde, ella se levantó a responderlo». La mezcla de
ambas «zonas” crearía una situación absurda.
Después de terminado el libro, y de una forma especial por ser su autor, sigo llevando
conmigo toda la obra dentro de mi mente. «Desde arriba», puedo ver toda la trama de una vez:
comienzo, desarrollo y final. Nadie más puede hacerlo, a menos que lo experimente también
dentro del tiempo, recorriendo todas sus frases.
Sigo buscando analogías, ya que las analogías son el único medio que tenemos de
imaginarnos la historia humana tal como Dios la ve. Nosotros vemos la historia como una
secuencia de vistas, una tras otra, como en una cinta cinematográfica; en cambio Dios ve toda la
película de una vez, en un instante. La ve simultáneamente desde el punto de vista de una estrella
lejana y desde el de mi sala, donde me he sentado a orar. La ve en su totalidad, como un libro
entero, en lugar de verla frase por frase y página por página.
Nos podemos imaginar vagamente una perspectiva así, como a través de una niebla. El
simple reconocimiento de que estamos atados al tiempo nos podría ayudar a comprender por qué
Dios no respondió a las preguntas de Job. En lugar de esto, le replicó enumerando de una sola
tirada unas cuantas realidades fundamentales del universo que Job apenas podía comprender, al
mismo tiempo que le advertía: «Déjame a mí el resto». Quizá Dios nos mantenga
desconocedores de todo esto porque ni Job, ni Einstein, ni usted ni yo podríamos comprender
jamás el punto de vista del que observa «desde arriba».
Nosotros no podemos comprender qué «reglas” se aplican a un Dios que vive fuera del
tiempo como lo percibimos nosotros, y sin embargo, a veces penetra en él. Piense en toda la
confusión que rodea a la palabra «presciencia». ¿Sabía Dios por adelantado si Job le
permanecería fiel y de esta forma él ganaría la «apuesta»? Si lo sabía, ¿cómo pudo ser una
verdadera «apuesta»? ¿Qué decir de los desastres naturales en la tierra? Si Dios sabe antes de
tiempo que van a suceder, ¿no habría que echarle a él la culpa? En nuestro mundo, si una persona
sabe por anticipado que una bomba va a estallar en un auto estacionado, y no se lo advierte a las
autoridades, es legalmente responsable de lo que suceda. Entonces, ¿es Dios «responsable” de
todo lo que sucede, incluso las tragedias, por el hecho de saber de forma anticipada lo que va a
suceder?
Sin embargo —y este podría ser el principal mensaje del vigoroso discurso que Dios le
dirigió a Job— no le podemos aplicar a él nuestras reglas tan simplistas. La misma palabra
presciencia revela cuál es el problema, puesto que expresa el punto de vista de «B sigue a A»,
típico de alguien atrapado dentro del tiempo. Estrictamente hablando, Dios no «ve por
adelantado” las cosas que hacemos. Sencillamente, nos ve haciéndolas, en su eterno presente.
Cada vez que tratemos de imaginarnos cuál es el papel de Dios en un suceso determinado,
necesariamente veremos las cosas «desde abajo», juzgando su conducta por las frágiles normas
de una moralidad que depende del tiempo. Es posible que un día veamos bajo una luz muy
distinta problemas como: «¿Hizo Dios que se estrellara ese avión?».
Las largas discusiones de la iglesia acerca de la presciencia y la predestinación son un
buen ejemplo de nuestros torpes intentos por comprender algo que, para nosotros, solo tiene
sentido cuando entra en el tiempo. Sin duda alguna, en otra dimensión veremos estas cuestiones
de una forma muy distinta. La Biblia nos presenta indicios del punto de vista que llamamos
«desde arriba” en algunos de sus pasajes más misteriosos. Dice que Cristo fue «destinado desde
antes de la fundación del mundo», lo cual significa antes de Adán y antes de la Caída, y por
tanto, antes de que hubiera necesidad alguna de redención. Dice que la gracia y la vida eterna nos
fueron dadas «en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos». ¿Cómo es posible que se diga
que algo ha ocurrido «antes” de los tiempos de los siglos? Esta expresión sugiere el punto de
vista de un Dios que vive fuera del tiempo. ¡Antes de crear el tiempo ya había previsto la forma
de redimir a un planeta caído que ni siquiera existía aún! No obstante, cuando «entró” en el
tiempo (como yo, el escritor, podría ponerme a mí mismo dentro de mi libro), tuvo que vivir y
morir, siguiendo las reglas de nuestro mundo y atrapado dentro del tiempo 7*.
El presente eterno
En cierto sentido, los humanos también percibimos el tiempo en algo que se parece a un
presente sin fin. Es cierto que experimentamos la secuencia —vemos la mañana, después la tarde
y a continuación la noche— pero todo lo que pensamos lo hacemos en presente. Si pienso en el
desayuno que comí esta mañana, pienso en presente sobre algo que sucedió en el pasado. Si
pienso en la cena de esta noche, pienso en presente sobre lo que va a suceder en el futuro. Puesto
que solo existo en el presente, solo puedo percibir el pasado y el futuro desde la perspectiva del
presente.
Esta comprensión nos permite percibir un breve destello del presente eterno desde el cual
Dios «ve” al mundo. Es posible también que explique el modelo usado constantemente por la
Biblia para las personas que dudan de Dios. A estas personas, atrapadas en el presente,
desilusionadas con Dios, la Biblia les ofrece dos maneras de curarse:
7*
Esta diferencia de percepción también podría ayudar a aclarar uno de los aspectos más
confusos de los profetas. Con frecuencia, no se molestaron en decirnos si los sucesos que estaban
prediciendo —invasiones, terremotos, el líder que vendría, la nueva creación— tendrían lugar al
día siguiente, mil años después o tres mil años más tarde. En realidad, aparecen en el mismo
párrafo predicciones de cosas cercanas y lejanas, que se mezclan y confunden unas con otras. La
famosa profecía de Isaías: «Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen
concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel», cae dentro de esta categoría. Los
dos versículos siguientes indican que la señal tuvo un primer cumplimiento en los días del propio
Isaías; muchos eruditos bíblicos suponen que el niño era hijo del mismo Isaías. Sin embargo,
Mateo aplica su cumplimiento definitivo al nacimiento de Jesús. Los eruditos tienen nombres
para esta característica que es común a los profetas: cumplimiento doble o triple, la parte por el
todo, o disociación creativa.
Para un Dios que abarca todos los tiempos, la secuencia es la cuestión menos importante
de todas. ¿Nos debería sorprender entonces que las incursiones de un Ser eterno en el tiempo
resuenen en los días de Isaías, en los de Jesús, y también en los nuestros? recordar el pasado y
meditar sobre el futuro. En los Salmos, los libros proféticos, los Evangelios y las epístolas, la
Biblia nos exhorta constantemente a mirar al pasado y recordar las grandes cosas que Dios ha
hecho. Él es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el que libera a los hebreos de la esclavitud en
Egipto. Él es el Dios que, movido por su amor, envió a su Hijo a morir y después lo resucitó de
entre los muertos. Cuando nos centramos de una manera demasiado miope en lo que queremos
que Dios haga por nosotros, podemos estar dejando de comprender la importancia que tiene lo
que él ya ha hecho.
La Biblia nos señala de igual manera hacia el futuro. A las personas desilusionadas,
dondequiera que estén —los judíos cautivos en Babilonia, los cristianos perseguidos en Roma o
en tantos lugares del mundo presente— los profetas les presentan un futuro estado de paz,
justicia y felicidad, y las llaman a vivir de acuerdo con el futuro que les describen. ¿Podemos
vivir ahora «sabiendo” que Dios es amoroso, bondadoso, misericordioso y omnipotente, aunque
las ventanas cerradas del tiempo oscurezcan nuestra visión? Los profetas proclaman que la
historia no será determinada por el pasado ni por el presente, sino por el futuro.
He empleado tanto tiempo en esta digresión acerca de los misterios de los tiempos porque
creo que no hay otra respuesta a la pregunta de la injusticia. Cualquiera que sea la forma en que
tratemos de racionalizarlo, algunas veces Dios parecerá injusto desde la perspectiva de una
persona atrapada en el tiempo. Solo al final de los tiempos —cuando hayamos alcanzado el nivel
desde el cual Dios ve las cosas, después que todo mal haya sido castigado o perdonado, toda
enfermedad sanada y el universo entero re-creado— solo entonces reinará la justicia. En ese
momento entenderemos el papel que han desempeñado el mal, la Caída, las leyes naturales y los
sucesos «injustos», como la muerte de un niño. Hasta entonces, no lo sabremos, y solo podremos
confiar en un Dios que sí lo sabe.
Seguimos ignorando muchos detalles, no porque a Dios le guste mantenernos en las
tinieblas, sino porque nosotros no tenemos las facultades necesarias para absorber tanta luz. De
una sola mirada, Dios sabe lo que es el mundo y cómo terminará la historia. En cambio nosotros,
criaturas atadas al tiempo, solo tenemos la manera más primitiva de comprender: podemos dejar
que pase el tiempo. Mientras la historia no haya transcurrido, no podremos comprender cómo es
que «todas las cosas ayudan a bien». La fe consiste en creer por anticipado algo que solo tendrá
sentido cuando se mire hacia el pasado.
Tengo un amigo a quien le incomoda esta definición de la fe: «¡Nunca culpa a Dios por
las cosas malas, y sin embargo le atribuye las buenas!». En cierto sentido muy curioso, mi amigo
tiene razón. Creo que eso es lo que exige a veces la fe: confiar en Dios cuando no hay evidencias
claras de él… como hizo Job. Confiar en su bondad total, una bondad que existe fuera del
tiempo; una bondad que el tiempo no ha alcanzado aún.
Es posible que el Eterno se encuentre con nosotros en algo
que es, según nuestras medidas del presente, un día, o
(más probable aún) un minuto o un segundo; pero nosotros
habremos tocado algo que no es posible medir de manera
alguna con el tiempo, corto o largo. De aquí nuestra
esperanza de levantarnos finalmente, si no totalmente del
tiempo (cosa que no podría ser compatible con nuestra
humanidad), a cualquier precio de la tiranía y la pobreza
unilinear del tiempo; cabalgar sobre él en lugar de ser
dominados por él, y curar así esa herida siempre dolorosa
que su simple sucesión y mutabilidad nos infligen casi por
igual cuando estamos felices que cuando no lo estamos. Porque
estamos tan poco reconciliados con el tiempo, que hasta nos
asombramos de él. «¡Cómo ha crecido!», exclamamos.
«¡Cómo vuela el tiempo!” Parecería que la forma universal
de nuestra experiencia se convirtiera una y otra vez en
novedad. Es tan extraño como si un pez estuviera siempre
sorprendido de lo húmeda que es el agua. Y esto sería
ciertamente muy extraño; por supuesto, a menos que el pez
estuviera destinado a convertirse un día en un animal de
tierra firme.

  —C. S. Lewis, Reflexiones sobre los Salmos


1
  Frederick Buechner, Wishful Thinking, p. 46.
2
San Agustín, Confesiones, pp. 286, 287 de la edición en inglés.
Citas bíblicas: Job 36—38; Lamentaciones 2, 5; 1 Pedro 1; 2
Timoteo 1; Isaías 7:14; Romanos 8.
Capítulo 26
¿PERMANECE DIOS CALLADO?

  En cierta ocasión, un amigo mío fue a bañarse en un gran lago al atardecer. Mientras
nadaba tranquilamente a un centenar de metros de la orilla, una imprevisible niebla del ocaso lo
rodeo en medio del agua. De pronto, no pudo ver nada: ni el horizonte, ni señales, ni objetos o
luces en la orilla. Como la niebla difundía toda la luz, ni siquiera pudo calcular en qué dirección
se hallaba el sol poniente.
Durante treinta minutos siguió nadando, presa del pánico. Se lanzaba en una dirección,
perdía la seguridad, y giraba en ángulo recto hacia la derecha… o la izquierda; era igual para
dondequiera que se volviera. Sentía que el corazón le palpitaba de manera incontrolable. Se
detenía y flotaba, tratando de conservar la energía y obligándose a respirar más lentamente.
Entonces se lanzaba a ciegas de nuevo. Por último, oyó débilmente que una voz lo llamaba desde
la orilla. Dirigió su cuerpo hacia el sonido, y lo siguió hasta llegar seguro a tierra.
Una sensación semejante a esta de estar totalmente perdido es la que se debe haber
apoderado de Job mientras se sentaba en los escombros para tratar de comprender lo que había
sucedido. Él también había perdido todos los puntos de referencia y orientación. ¿Adónde debía
volverse? Dios, el único que lo podía guiar a través de la niebla, permanecía callado.
Lo más importante de aquella «apuesta” era mantener a Job en la oscuridad. Si Dios le
hubiera dado un inspirador discurso —«Haz esto por mí, Job, como un Caballero de la Fe, como
un mártir”— Job, ennoblecido, habría sufrido gustosamente. Sin embargo, el reto de Satanás era
que la fe de Job no podría subsistir sin ayuda o explicación del exterior. Cuando Dios aceptó esos
términos, la niebla rodeo a Job.
Por supuesto, al final Dios «ganó la apuesta». Aunque Job lanzó toda una andanada de
amargas quejas, estaba desesperado de la vida y suspiraba por la muerte, con todo se negaba
desafiante a abandonar a Dios: «He aquí, aunque él me matare, en él esperaré». Job creyó cuando
no había motivos para creer. Creyó en medio de la niebla.
Podríamos leer la historia de Job, sentirnos atónitos ante la «apuesta», y después respirar
aliviados: ¡Vaya! Dios resolvió el problema. Después de demostrar de manera tan decisiva lo que
sostenía, seguro que volverá a su estilo favorito, que es comunicarse claramente con sus
seguidores. Podríamos pensar así. Es decir, a menos que leamos el resto de la Biblia. Me siento
vacilante al afirmar esto, porque es una dura verdad que yo mismo no quiero reconocer, pero Job
es presentado como el ejemplo más extremo de algo que parece ser una ley universal de la fe. El
tipo de fe que vale para Dios parece desarrollarse mejor cuando todo se vuelve borroso; cuando
él permanece callado; cuando nos rodea la niebla.
Supervivientes de la niebla
Un destello de luz desde un faro en la orilla, y después un largo y temible tiempo de
silencio y tinieblas; ese es el esquema que hallo no solo en el libro de Job, sino a lo largo de toda
la Biblia. Recuerde a Abraham, convertido ya en un anciano de paso inseguro, cercano al siglo
de existencia, y asido débilmente a la brillante visión de que sería el padre de una gran nación.
Durante veinticinco años, aquella visión había parecido un espejismo del desierto, hasta que le
nació un hijo; uno solo. Y cuando Dios habló de nuevo, convocó a Abraham a una prueba de fe
que era, punto por punto, tan fuerte como la de Job. «Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien
amas», le dijo Dios, mientras sus palabras se le hundían como puñales hasta lo más profundo del
corazón, «y ofrécelo allí en holocausto».
Después vino José, que escuchó a Dios en sus sueños, pero terminó en el fondo de un
pozo y más tarde en una mazmorra egipcia por tratar de seguir esa voz. Y Moisés, escogido
como libertador del pueblo hebreo, que se escondió en un desierto durante cuarenta años,
buscado por los guardas de seguridad de un faraón. Y David el fugitivo, ungido como rey por
órdenes de Dios, que se pasó la década siguiente esquivando lanzas y durmiendo en cuevas.
En el segundo libro de Crónicas se desarrolla con toda franqueza el desconcertante
esquema «estilo código Morse” que sigue la guía divina: un mensaje claro seguido por un largo
tiempo de silencio. Allí se nos habla de Ezequías, uno de los pocos reyes buenos, quien agradó
tanto a Dios que él le concedió una extensión de quince años para su vida, algo sin precedentes.
¿Qué sucedió a continuación? «Dios lo dejó para probarle, para hacer conocer todo lo que estaba
en su corazón».
La mayoría de estos personajes del Antiguo Testamento aparecen en la lista de honor de
Hebreos 11, un capítulo al que algunos han titulado «La galería de famosos de la fe». Yo prefiero
llamarle al capítulo «Los supervivientes de la niebla», puesto que muchos de los héroes que
aparecen en él comparten una experiencia en común: un terrible tiempo de prueba como el de
Job, un tiempo en el cual la niebla se cierne sobre ellos y todo desaparece. Torturados,
vituperados, azotados, encadenados, apedreados, aserrados en dos… Hebreos recoge con
escalofriantes detalles las pruebas que pueden caer sobre los hombres y mujeres de fe.
Los santos se convierten en santos aferrándose de alguna manera a la inquebrantable
convicción de que las cosas no son como parecen ser, y de que el mundo invisible es tan real y
digno de confianza como el mundo visible que los rodea. Dios merece nuestra confianza, aunque
parezca que el mundo se está desplomando. «De los cuales el mundo no era digno», es la
conclusión a la que llega Hebreos 11 con respecto a este asombroso conjunto de hombres y
mujeres que «alcanzaron buen testimonio mediante la fe». Es como si añadiera a su conclusión el
extraño comentario de que Dios no se avergüenza de ser su Dios. A mi parecer, todo esto pone
una nota contraria a las observaciones de Dorothy Sayers acerca de las tres grandes
humillaciones de Dios; la iglesia en especial le ha traído vergüenza, pero también le ha
proporcionado momentos de satisfacción, como lo demuestra la firmeza de estos santos
mencionados en Hebreos 11.
Los favoritos de Dios, especialmente ellos, no están inmunes ante los momentos de
perplejidad en los que Dios parece estar callado. Paul Tournier dice: «Donde ya no hay
oportunidad alguna para la duda, tampoco hay ya oportunidad alguna para la fe». La fe exige un
cierto grado de incertidumbre, de confusión. En la Biblia encontramos muchas demostraciones
de que Dios se interesa por nosotros —algunas de ellas, espectaculares— pero no encontramos
garantías. Al fin y al cabo, las garantías absolutas harían imposible la fe.
Dos tipos de fe
Mi amigo Richard encontró en la palabra «fe” un obstáculo central para su propia fe:
«Solo cree», le aconsejaban otros cristianos cuando él dudaba. ¿Qué querían decir? La «fe” le
llegó a parecer un método para evitar las preguntas, no para responderlas.
Me parece que parte de la dificultad procede de la forma tan elástica en que utilizamos
esa palabra. En primer lugar, la usamos para describir esos grandes momentos de fe, cuando la
persona se impone sobre lo imposible en el nombre del Señor. David ejerció este tipo de fe, que
muchos llamarían extravagante, cuando salió al encuentro de Goliat, así como también la ejerció
aquel centurión romano al que elogió Jesús, demostrando que se sentía «asombrado” por la
firmeza inquebrantable de aquel hombre. En nuestros días, vemos los emocionantes relatos de
los «misioneros que viven por fe” acerca de los milagros con los que Dios premia esta fe, que
procede de la actitud de «niños” que nos pide Jesús. Esta es la «simiente de fe” que es capaz de
alimentar a todo un orfanato o mover una montaña, y la Biblia nos exhorta numerosas veces a
tenerla.
No obstante, Job y los santos de Hebreos 11 nos muestran un tipo distinto de fe; la clase
de fe alrededor de la cual he desarrollado este libro acerca de la desilusión con Dios. La fe en un
momento necesita crecer y desarrollarse para permanecer intacta cuando el milagro no llega,
cuando la oración urgente parece no obtener respuesta alguna, cuando una densa y oscura niebla
se cierne, ocultando toda señal de que Dios tenga interés alguno por nosotros. Esos momentos
exigen algo distinto, y voy a utilizar el gastado término «fidelidad” para hablar de esa fe que
sigue aferrada a Dios, pase lo que pase.
En cierta ocasión, entrevisté a una joven enfermera cuya desilusión con Dios se derivaba
directamente de una confusión entre estos dos tipos de fe. Criada en un hogar cristiano, raras
veces había dudado de Dios, aun durante sus años de universidad. Tenía en la pared un cuadro
donde estaba Jesús con un niño en sus brazos y aparecía el poema «Huellas en la arena». Aquel
cuadro representaba la fe en su forma más infantil: solo tienes que confiar en Dios, y ni siquiera
vas a sentir la carga. Cuando recuerdes los momentos difíciles, solo verás las huellas de una
persona en la arena, porque Jesús te ha llevado cargado todo el tiempo.
A los veinticuatro años, esta enfermera fue enviada a trabajar en la sección de cancerosos.
Me contó una por una las historias de las personas a las que había atendido allí. Algunos de sus
pacientes habían orado con una fe infantil, clamando a Dios en busca de sanidad y consuelo, de
alivio en su dolor. Sin embargo, tuvieron una muerte cruel y desagradable. Todas las noches, la
enfermera regresaba a su casa, agotada por aquellas escenas de sufrimiento sin solución, para
encontrarse con aquel cuadro y su brillante y atractiva promesa.
Si quiere una intensa descripción, basta con que lea dos de los Salmos en orden inverso.
Comience con el Salmo 23: «Jehová es mi pastor; nada me faltará […] Me guiará […] No temeré
mal alguno […] El bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida». Después,
vuelva la página para encontrarse con el Salmo 22: «Dios mío, Dios mío, por qué me has
desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación? [.] Clamo de día, y no respondes [.]
Contar puedo todos mis huesos; entre tanto, ellos me miran y me observan».
En el Salmo 23 encontramos la fe sencilla, semejante a la de un niño; en el Salmo 22
hallamos la fidelidad, una forma de fe misteriosa y perseverante. Pasamos por momentos en los
que nos sentimos especialmente cercanos a Dios, todas nuestras oraciones son respondidas de
maneras evidentes, y Dios parece mantenernos en su intimidad y cuidar de nosotros. Y también
pasamos por «momentos de niebla», en los que Dios permanece callado, en los que nada sale
según las fórmulas, y todas las promesas de la Biblia llegan a parecer obviamente falsas. La
fidelidad exige aprender a confiar en que, más allá del perímetro de la niebla, Dios sigue
reinando y no nos ha abandonado, cualesquiera sean las apariencias.
Aunque parezca paradójico, los momentos de mayor perplejidad, semejantes a las
circunstancias de Job, pueden ayudar a «fertilizar” la fe y fomentar la intimidad con Dios8*. Esta
fe profunda, que yo he llamado fidelidad, brota en los momentos de contradicción
8*
Los cristianos de occidente que han visitado iglesias en lugares como Etiopia y China
pueden dar testimonio de este hecho. como brota una brizna de hierba entre dos piedras. Los
seres humanos crecemos al luchar, trabajar y extendernos; en cierto sentido, la naturaleza
humana tiene más necesidad de problemas que de soluciones. ¿Por qué no son contestadas todas
nuestras oraciones de manera inmediata y mágica? ¿Por qué todos los que se convierten tienen
que caminar por el mismo sendero tedioso de la disciplina espiritual? Porque la oración
persistente, el ayuno, el estudio y la reflexión han sido diseñados sobre todo pensando en nuestro
bien, no en el de Dios.
Kierkegaard decía que los cristianos le parecían como los niños en la escuela, que
prefieren buscar las soluciones a sus problemas de matemáticas al final del libro en lugar de
trabajar para conseguirlas. Confieso que tengo esos sentimientos de escolar, y dudo que sea el
único. Suspiramos por los atajos, pero estos nos suelen alejar del crecimiento en lugar de
acercarnos a él. Aplíquele directamente este principio a Job: ¿Cuál fue la consecuencia final de
las pruebas por las que pasó? Como afirma el rabino Abraham Heschel, «una fe como la de Job
no puede ser sacudida, porque es consecuencia de una sacudida».
En un ensayo sobre la oración, C. S. Lewis sugiere que Dios trata a los nuevos creyentes
con una ternura especial, de una manera muy parecida a como un padre trata a su hijo recién
nacido. Cita a un cristiano experimentado: «He visto muchas respuestas asombrosas a la oración,
y más de una me pareció milagrosa. Sin embargo, suelen tener lugar al principio, antes de la
conversión, o poco después de ella. A medida que se avanza en la vida cristiana, tienden a ser
más escasas. Además, las respuestas negativas suelen volverse más frecuentes, y al mismo
tiempo más inconfundibles y enérgicas”1.
A simple vista, una sugerencia así parecería poner las cosas al revés. ¿No se debería
hacer más fácil la fe a medida que el creyente progresa, y no más difícil? Sin embargo, tal como
señala Lewis, el Nuevo Testamento nos presenta dos fuertes ejemplos de oraciones que no
fueron contestadas: Jesús le rogó tres veces al Padre que apartara de él aquel cáliz, y Pablo le
rogó a Dios que lo curara del aguijón que tenía en la carne.
Lewis pregunta: «Entonces, ¿acaso es que Dios se dedica a abandonar a quienes lo sirven
mejor? Bueno, aquel que mejor lo sirvió entre todos, dijo cuando se acercaba a su atormentada
muerte:
«¿Por qué me has abandonado?. Cuando Dios se vuelve hombre, ese hombre es, entre
todos, el que menos consuelo recibe de Dios en su mayor momento de necesidad. He aquí un
misterio que, aunque tuviera poder para explorarlo, no creo que tendría el valor para hacerlo.
Mientras tanto, las personas comunes y corrientes como usted y yo, si Dios responde algunas de
nuestras oraciones más allá de toda esperanza y probabilidad, sería mejor que no nos
apresuráramos a sacar conclusiones a nuestro propio favor. Si fuéramos más fuertes, es posible
que se nos tratara menos tiernamente. Si fuéramos más valientes, es posible que nos enviara con
mucha menos ayuda a defender puestos mucho más desesperados en medio de la gran batalla».
La pregunta ineludible
Las palabras de C. S. Lewis impresionan. Con todo, no me puedo limitar a reducir el
esquema de la fidelidad —la fe endurecida por las pruebas— a una alegre fórmula. Este libro
comenzó con el relato acerca de Richard, que estaba seguro y bien parado hasta que su fe fue
probada. Y entonces se sintió traicionado. ¿Por qué habría Dios de someterlo a él, o al fin y al
cabo, a cualquiera que ame, a una prueba tal? Richard no pudo seguir confiando en un Dios así.
He hablado con muchos otros cuya fe, aun inmadura y exuberante, se vino abajo en los
momentos de prueba.
En el libro de Job, inmediatamente debajo de la superficie, acecha una pregunta
ineludible. Si por «probar su amor” un esposo sometiera a su esposa al trauma que Job tuvo que
soportar, lo consideraríamos un caso patológico y lo encerraríamos. Si una madre se escondiera
de sus hijos, negándose a guiarlos desde la orilla mientras ellos están en medio de la niebla, la
juzgaríamos incapaz de ser madre. Entonces, ¿cómo podremos comprender una conducta así, una
«apuesta” tal, de Dios mismo?
No ofrezco ninguna fórmula clara, sino solamente dos observaciones.
1. Tenemos muy poca comprensión de lo que significa nuestra fe para Dios. De alguna
manera que para nosotros es misteriosa, las terribles circunstancias por las que pasó Job «valían
la pena” para Dios, porque iban hasta el núcleo mismo de todo el experimento humano. Más que
la fe de Job, era la razón de existir de toda la creación lo que estaba en juego. Desde el mismo
momento en que Dios corrió el «riesgo” de darles un lugar a unos seres humanos libres, la fe —
una fe genuina, sin sobornos, ofrecida voluntariamente— ha tenido para él un valor intrínseco
que no podemos imaginarnos siquiera. No tenemos una forma mejor de expresarle nuestro amor
a Dios que ejercitando nuestra fidelidad hacia él.
No es correcto hablar de que Dios necesitaba el amor de su creación, pero recuerde que él
mismo expresó su anhelo de tener este amor, como un padre deseoso de obtener una respuesta,
la que fuese, de sus hijos rebeldes; como un enamorado que ha sido rechazado y, contra toda
lógica, le da a su amada infiel una nueva oportunidad. Estas son las imágenes que Dios evocó
una y otra vez a través de toda la época de los profetas. Los anhelos más profundos que sentimos
en la tierra como padres, o con respecto a las personas que amamos, son simples destellos del
hambriento anhelo que Dios siente por nosotros. Es un anhelo que le costó la Encarnación y la
Crucifixión.
No hay metáfora humana que contenga adecuadamente estas cuestiones, pero esto ocurre
por limitación, nunca por exageración. Como dijo Jesús, al final de la historia —cuando se
levante la niebla de una vez por todas— solo habrá una pregunta importante: «Cuando venga el
Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?». El apóstol Pablo, después de hacer un bosquejo del
mundo desde la creación hasta Jesús, llega a esta conclusión: «Ha hecho todo […] para que
busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos
de cada uno de nosotros». Enviar a su Hijo fue el «precio” que Dios pagó; la respuesta fiel de
alguien como Job —o como usted y yo— representa su «recompensa».
Lo admito, a cualquiera de nosotros le resulta difícil, con lo limitada que es nuestra
visión, percibir la «recompensa” ganada por medio de las pruebas de Job. Es posible que C. S.
Lewis haya estado cercano al hacer el comentario de que Dios nos envía a «puestos mucho más
desesperados en medio de la gran batalla». Según la Biblia, los seres humanos somos los
principales soldados de infantería en la guerra entre las fuerzas invisibles del bien y el mal, y la
fe es nuestra arma más poderosa. Quizá Dios nos envié a las posiciones peligrosas con la misma
mezcla de orgullo, amor, angustia y aprensión que siente cualquier padre cuando envía a un hijo
o hija a la guerra.
¿«Valió la pena” la prueba de Job para Dios? Solo él puede responder a esta pregunta. Yo
he tenido que llegar a la conclusión de que la soberanía divina significa por lo menos esto: solo
Dios puede decidir lo que es valioso para él. «Bienaventurados los que no vieron, y creyeron», le
dijo Jesús a Tomás al reprocharle delicadamente sus dudas. Job vio el aspecto más tenebroso de
la vida, oyó el silencio más profundo de Dios, y con todo, siguió creyendo.
2. Dios no se eximió a sí mismo de las exigencias de la fe. Las pruebas de Job no pueden
permanecer alejadas de su eco más resonante, que fue la vida de Jesús. Él también fue tentado. Él
también perdió cuanto era de valor, incluso sus amigos y su salud. Hebreos dice que ofreció
«ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte». Por último,
perdió la vida.
Nunca podremos sondear plenamente el misterio de lo que tuvo lugar en la cruz, pero sí
nos ofrece el consuelo de saber que Dios no está dispuesto a hacer pasar a sus criaturas por
ninguna prueba que él mismo no haya soportado. He hablado con mucha gente adolorida a lo
largo de los años y nunca podré insistir lo suficiente en lo importante que les parece este hecho.
Desde personas famosas, como Joni Eareckson Tada, hasta desconocidos en hospitales de
caridad, o presos en infernales prisiones situadas en los lugares más terribles del globo, los he
oído decir algo como esto: «Por lo menos, gracias a Jesús, Dios comprende cómo me siento».
Me viene de nuevo a la mente un comentario de Richard: «¡Todo lo que puedo decir es
que Job pagó un inmenso precio, solo para que Dios se sintiera bien!». Él estaba pensando en
Job, sentado sobre la ceniza y raspándose las llagas. En cambio, mientras él decía esas palabras,
yo estaba pensando en Jesús, colgado de una cruz, incapaz siquiera de alcanzar sus propias
heridas. Tuve que aceptarlo, era un precio realmente gigantesco. En cierto sentido, Dios se ató
las manos en su «apuesta” acerca de Job; en el sentido más literal, dejó que le ataran las manos el
día de la Crucifixión. (Jesús dijo acerca de su muerte: «Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré?
¿Padre, sálvame de esta hora? Más para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tú nombre”).
Al estudiar la Biblia, me sorprendió un cambio radical en las actitudes de sus autores
acerca del sufrimiento, un cambio que se remonta directamente a la cruz. Cuando los autores del
Nuevo Testamento hablan de momentos difíciles, no expresan la indignación que caracterizaba a
Job, los profetas y muchos de los salmistas. No ofrecen una verdadera explicación del
sufrimiento, sino que se mantienen señalando a dos acontecimientos —la muerte y la
resurrección de Jesús— como si formaran una especie de respuesta pictográfica.
La fe de los apóstoles, tal como ellos confesaban abiertamente, se apoyaba por completo
en lo sucedido el Domingo de Resurrección, cuando Dios transformó la mayor tragedia de toda
la historia, la ejecución de su Hijo en un día que ahora llamamos Viernes Santo. Aquellos
discípulos, que miraban a la cruz desde las sombras, aprendieron pronto lo que no habían logrado
aprender en los tres años que habían vivido con su líder: Cuando Dios parece estar ausente, es
cuando más cercano se halla. Cuando Dios parece estar muerto, es cuando lo veremos volver a la
vida.
El esquema de los tres días —tragedia, tinieblas y triunfo— se convirtió para los
escritores del Nuevo Testamento en una especie de modelo que puede ser aplicado a todos
nuestros momentos de prueba. Podemos volver nuestra vista a Jesús, la demostración del amor
divino, aunque quizá nunca tengamos una respuesta a nuestros porqués. El Viernes Santo
demuestra que Dios no nos ha abandonado a nuestro dolor. Los males y sufrimientos que afligen
nuestra vida son tan reales e importantes para Dios que él mismo quiso compartirlos y sufrirlos.
Él también es «experimentado en quebranto». En aquel día, Jesús mismo experimento el silencio
de Dios; el Salmo que citó desde la cruz no fue el 23, sino el 22.
Además de todo esto, el Domingo de Resurrección nos muestra que, al final, la victoria
no será para el sufrimiento. Por consiguiente, «tened por sumo gozo cuando os halléis en
diversas pruebas», escribe Santiago. «En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco
de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas», escribe Pedro.
«Sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones», afirma Pablo. Estos escritores pasan
después a explicar el bien que resulta de este «sufrimiento redentor”: madurez, sabiduría, fe
genuina, perseverancia, carácter, y muchas recompensas futuras.
¿Por qué nos hemos de regocijar? No por el gozo masoquista de la prueba en sí misma,
sino porque aquello que Dios hizo el Domingo de Resurrección en gran escala, lo puede hacer en
una escala menor por cada uno de nosotros. Es muy posible que las aflicciones de las que hablan
Santiago, Pedro y Pablo hubieran desatado una gran crisis de fe en el Antiguo Testamento. En
cambio, los escritores del Nuevo Testamento llegaron a creer que, tal como dijo Pablo, «todas las
cosas ayudan a bien».
Con frecuencia, el sentido de este famoso pasaje se distorsiona. Algunas personas
interpretan que quiere decir que solo les pueden suceder cosas buenas a los que aman a Dios.
Pablo estaba pensando en lo opuesto, y en el párrafo siguiente definió las «cosas” que podemos
esperar: tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro o espada. Él las soportó
todas. Sin embargo, insiste en decir: «Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por
medio de aquél que nos amó». No hay tribulación alguna que nos pueda separar del amor de
Dios.
Se trata de una cuestión de tiempo, según dice Pablo. Basta que esperemos: el milagro
divino de transformar un viernes tenebroso y lleno de silencio en un Domingo de Resurrección
será agrandado un día a escala cósmica.
Aunque disfrazas tu rostro con nubes de ira, a través de esa
máscara conozco esos ojos, que aunque se aparten de mí a
veces, nunca me despreciarán.

  — John Donne, A Hymn to Christ


[Un himno a Cristo]

  Todo lo difícil señala que hay algo más allá de lo que


nuestras teorías sobre la vida abarcan en la actualidad.

  —George MacDonald
1
  C. S. Lewis, The World’s Last Night, p. 10.
Citas bíblicas: Job 13; Génesis 22; 2 Crónicas 32; Mateo 8; Marcos 14; 2 Corintios 12;
Lucas 18; Hechos 17; Juan 20; Hebreos 5; Juan 12; Isaías 53; Santiago 1; 1 Pedro 1; Filipenses
3; Romanos 8.
Capítulo 27
POR QUÉ DIOS NO INTERVIENE
  Sé lo que pensaría mi amigo Richard acerca de las ideas que he expresado en los últimos
capítulos. En realidad, sé con exactitud lo que piensa, porque las he comentado con él
largamente. Según recordará, Richard había escrito un libro sobre Job, así que no tuve necesidad
de revisar su historia con él. En lugar de esto, me centré en el final, especulando en voz alta
acerca de la razón por la que Dios se negó a responderle. Manifesté mis pensamientos acerca de
la eternidad, la incapacidad de Job para comprender la perspectiva divina, y el valor inherente de
la fe para Dios.
Richard me escuchó con cuidado, y cuando había acabado de recorrer mis ideas, asintió
con aprobación. «Eso está bien, Philip. Es posible que tengas razón. No tengo problema alguno
con lo que dices. Sin embargo, existe una gran diferencia entre la historia de Job y la mía. A
pesar de todas sus angustias, al final Job sí recibió palabra de Dios. Según se supone, oyó una
verdadera voz que le hablaba desde el torbellino. En cambio, conmigo Dios ha permanecido
callado. Me imagino que esa sea la razón por la que Job decidió creer y yo decidí no hacerlo».
Según seguimos hablando, se fue haciendo más claro que Richard sencillamente no podía
aceptar la idea de que existan dos mundos. Puesto que vivía en un mundo visible de árboles,
edificios, automóviles y gente, no podía creer en otro mundo invisible que existe a la par del
primero. «Quiero pruebas», me decía. «¿Cómo puedo estar seguro hasta de la existencia misma
de Dios si él no quiere entrar en mi mundo?”
La conversación me hizo regresar a los tiempos en que yo también me sentía escéptico.
Es irónico que Richard perdiera su fe en una universidad cristiana, rodeado de creyentes que
profesaban tener un conocimiento íntimo de Dios, y que fuera en un ambiente similar —nada
menos que un instituto bíblico— donde a mí se me hizo más difícil creer.
El punto de vista de un escéptico
Yo tropecé con la misma piedra que Richard: las acciones consideradas como
«espirituales” por los creyentes de la universidad me parecían totalmente comunes y corrientes.
Si en realidad el mundo invisible estaba haciendo contacto con el mundo visible, ¿dónde estaban
las quemaduras, las señales seguras de una Presencia sobrenatural?
Pensemos en la cuestión de la oración: los creyentes parecían distorsionar los
acontecimientos para hacer que todo pareciera una respuesta a la oración. Si un tío les enviaba
cincuenta dólares de más para ayudarlos con sus estudios, sonreían, gritaban y convocaban a una
reunión de oración para darle gracias a Dios. Aceptaban estas «respuestas a la oración” como
demostraciones definitivas de que Dios estaba escuchándolos. En cambio, yo siempre podía
hallar otra explicación. Quizá aquel tío les había enviado a todos sus sobrinos cincuenta dólares
aquel mes y las oraciones eran una simple coincidencia. Al fin y al cabo, yo también tenía un tío
que me mandaba regalos de vez en cuando, aunque nunca oraba para pedirlos. Además, ¿qué
decir de las numerosas peticiones de los estudiantes que quedaban sin respuesta? Según me
parecía, la oración no era otra cosa más que hablar con la pared y cumplir uno mismo de vez en
cuando su propia profecía.
En forma de experimento, comencé a imitar la conducta considerada «espiritual” en la
universidad. Oraba devotamente en las reuniones de oración, daba testimonios inventados acerca
de mi conversión, y llenaba mi vocabulario con palabras y expresiones piadosas. Aquello
funcionó, confirmando mis dudas. Yo, el escép-tico, pronto fui considerado un verdadero santo,
solo por seguir la formula prescrita. ¿Podía ser genuina la experiencia cristiana si un escéptico
era capaz de reproducirla en su mayor parte?
Llevé a cabo este experimento como consecuencia de las lecturas que hice acerca de
psicología de la religión. Libros como The Varieties of Religious Experience [Las variedades de
la experiencia religiosa], de William James, me habían persuadido de que la religiosidad no era
más que una compleja reacción psicológica a las tensiones de la vida. James examina la
afirmación de que el cristiano sincero es una nueva criatura, formada de un material nuevo, pero
esta es su conclusión: «Los hombres convertidos, en su conjunto, no son distinguibles de los
hombres naturales; algunos hombres naturales hasta superan a algunos hombres convertidos en
cuanto a sus frutos; y nadie que ignore la teología doctrinal podría adivinar, por medio de una
simple inspección diaria de los accidentes de los dos grupos de personas que tiene delante, que
sus sustancias difieren tanto entre sí como la divina difiere de la humana”1. Yo tampoco podía
ver ningún resplandor especial o marca distintiva en los creyentes que me rodeaban.
Por razones que explicaré más tarde, no permanecí escéptico. Sin embargo, con toda
honradez debo admitir que aun ahora, después de dos décadas de una fe rica y valiosa, soy
vulnerable al tipo de dudas que tiene Richard. Las experiencias espirituales no soportan con
facilidad la introspección; muchas veces basta iluminarlas para que se evaporen. Si analizo mis
momentos de comunión con Dios, con frecuencia puedo descubrir otra explicación más natural
para lo que ha sucedido. No hay ninguna diferencia deslumbradora entre el mundo natural y el
sobrenatural; no están separados por ninguna trinchera cubierta con alambre de espino.
Yo no dejo de ser una persona «natural” cuando oro: siento sueño, me es difícil
concentrarme, y mientras converso con Dios, sufro de las mismas frustraciones y faltas de
comunicación que cuando converso con otros seres humanos. Cuando escribo sobre asuntos
«espirituales», las musas no me elevan repentinamente hacia las alturas: todavía tengo que afilar
los lápices, tachar palabras, consultar el diccionario y tirar a la papelera incontables estrellas
falsas. En mi vida, los momentos en que he «conocido la voluntad de Dios” nunca han sido tan
evidentes y claros como los ejemplos que veo en la vida de Moisés o Gedeón. Nunca he oído la
voz tonante que resuena desde el remolino. Si quisiera, podría hacer lo que hace actualmente
Richard: explicar la conducta espiritual por medio de alguna combinación de teorías
psicológicas.
Entonces, ¿por qué creo en un mundo invisible? Los escritos de C. S. Lewis me han
proporcionado gran ayuda en esta lucha. El tema de los dos mundos recorre como un hilo la
mayor parte de su obra —sus primeros escritos, las cartas a sus amigos y todos sus trabajos de
ficción— hasta desarrollarse finalmente en una teoría completa, en un ensayo llamado
«Trasposición”2. Lewis define el problema como «el de la evidente continuidad entre las cosas
que admitimos como naturales y las cosas que, según afirmamos, son espirituales; la reaparición
en lo que afirma ser nuestra vida sobrenatural de todos los mismos elementos de antes que
forman nuestra vida natural». La mayor parte de lo que sigue en este capítulo será una simple
explicación de sus ideas.
A lo largo del rayo de luz
Lewis comienza su ensayo refiriéndose al curioso fenómeno de la glosolalia, o de hablar
en otras lenguas. Qué extraño resulta, según comenta, que un suceso tan innegablemente
espiritual, el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés, se haya expresado en el extraño
fenómeno humano de hablar en otras lenguas. Para algunos de los que estaban viendo lo que
sucedía en Pentecostés, aquello se parecía a la ebriedad; para muchos observadores «científicos”
de hoy, la glosolalia se parece a la histeria o a algún desorden nervioso. ¿Cómo es posible que
unas acciones tan naturales como el movimiento de las cuerdas vocales expresen el hecho
sobrenatural de que estamos llenos del Espíritu Santo de Dios?
Lewis sugiere la analogía de un rayo de luz en un cuarto oscuro. Cuando entró al cuarto,
vio el rayo y miró a la luminosa cinta de resplandor llena de partículas flotantes de polvo. En
cambio, cuando se acercó al rayo y miró a lo largo de él, la perspectiva que obtuvo fue muy
distinta. De pronto, no vio ya el rayo, sino que vio, enmarcadas en la ventana del cuarto, las
verdes hojas que se movían en las ramas de un árbol situado en el patio exterior, y más allá, a
ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, vio al sol. Mirar al rayo y mirar a lo largo
del rayo son dos cosas muy diferentes.
Nuestro siglo se destaca por el gran número de técnicas para mirar al rayo, y la palabra
usada con mayor frecuencia para describir este proceso es «reduccionismo». Podemos «reducir”
la conducta humana a neurotransmisores y enzimas, reducir las mariposas a moléculas de ADN,
y reducir las puestas de sol a ondas formadas por partículas de luz y energía. En sus formas más
extremas, el reduccionismo ve la religión como una proyección psicológica y la historia mundial
como una lucha de la evolución, mientras se considera a sí mismo como el simple abrir y cerrar
de millones y millones de puertas de entrada y salida de información en el cerebro.
Este mundo moderno, tan hábil para mirar al rayo de luz desde todos los ángulos
posibles, es un mundo hostil a la «fe». A lo largo de la mayor parte de la historia, todas las
sociedades han dado por supuesta la existencia de un mundo sobrenatural e invisible. ¿De qué
otra forma habrían podido explicar maravillas como la salida del sol, los eclipses y las tormentas
eléctricas? En cambio, ahora podemos explicar todas estas cosas y muchas más. Podemos reducir
la mayor parte de los fenómenos naturales, e incluso gran parte de los espirituales, a los
elementos que los componen. Como observa Lewis acerca de la glosolalia, hasta los hechos mas
«sobrenaturales” se expresan en esta tierra de maneras «naturales».
A partir de la teoría de la trasposición, he llegado a estas conclusiones acerca de la vida
en un mundo así.
1. En primer lugar, debemos limitarnos a reconocer la poderosa fuerza del
reduccionismo. Esa fuerza es al mismo tiempo una bendición y una maldición. Nos bendice con
la capacidad necesaria para analizar terremotos, tormentas y ciclones, y de esta forma,
defendernos contra ellos. Mirando al rayo de luz, hemos aprendido a volar hasta la luna de ida y
vuelta, a viajar por todo el mundo mientras contemplamos la pantalla de un cajón en la sala de
nuestra casa, y a llevar hasta nuestros oídos el sonido de las orquestas mientras corremos por los
senderos del campo. Mirando al rayo de luz de la conducta humana podemos reconocer los
componentes químicos, y de esta manera, por medio de determinadas sustancias, rescatar a las
personas de las depresiones fuertes y la esquizofrenia.
No obstante, el reduccionismo también nos ha acarreado una maldición. Al mirar al rayo
de luz, en vez de mirar a lo largo de él, corremos el riesgo de reducir la vida a algo que no va
más allá de las partes que la componen. Nunca volveremos a ver la salida del sol o la luna con la
misma sensación de admiración y casi veneración que sentían nuestros «primitivos” antepasados,
o incluso los poetas del siglo dieciséis. Y si reducimos la conducta a hormonas y química
solamente, habremos perdido todo el misterio de lo humano, el libre albedrío y el romance. Los
ideales del amor romántico que han inspirado a los artistas y enamorados a lo largo de los siglos
se reducen de pronto a una simple cuestión de secreciones hormonales.
El reduccionismo puede llegar a ejercer una influencia indebida sobre nosotros a menos
que lo reconozcamos tal cual es: una manera de ver las cosas. No se trata de un concepto de
verdadero o falso; es un punto de vista que nos informa acerca de las partes de una cosa, no de su
conjunto.
Por ejemplo, las acciones espirituales pueden ser miradas tanto desde un nivel inferior
como desde un nivel superior. El uno no suplanta al otro, sino que cada uno de ellos se limita a
ver de manera distinta la misma forma de conducta (tal como mirar al rayo de luz difiere de
mirar a lo largo de él). Desde la perspectiva «inferior», la oración es el hecho de que una persona
hable consigo misma (y la glosolalia significa lo mismo, solo que de una manera
incomprensible). La perspectiva «superior” da por entendido que está obrando una realidad
espiritual, y que la oración humana sirve de punto de contacto entre el mundo visible y el
invisible.
Puedo asistir a una cruzada de Billy Graham por curiosidad, como simple espectador,
escoger a una persona dentro del vasto auditorio, y teorizar acerca de todos los factores
sociológicos y psicológicos que pueden estar atrayendo a esa señora para que esté dispuesta a
recibir el mensaje que predica Graham. Su matrimonio se está destruyendo; ella está buscando
estabilidad; recuerda la fortaleza que tenía una abuela suya que era muy piadosa; la música la
hace volver a experiencias de su niñez en una iglesia. Sin embargo, estos factores «naturales” no
significan la ausencia de lo sobrenatural; al contrario, es posible que sean los medios escogidos
por Dios para atraer a esa persona hacia sí. Quizá la continuidad entre lo sobrenatural y lo natural
sea una continuidad de diseño que procede de su Creador, que es el mismo en ambos casos. Al
menos, este es el punto de vista «superior” de la fe. Un punto de vista no excluye al otro; son dos
formas de mirar al mismo acontecimiento.
2. Aunque sea extraño, el punto de vista inferior puede llegar a parecer hasta más alto
que el superior. C. S. Lewis recuerda sus tiempos de niño, cuando aprendió a apreciar la música
de orquesta escuchando el sonido único e indistinto que producía un gramófono primitivo. Podía
escuchar la melodía y un poco más. Después, cuando asistió a conciertos en vivo, se sintió
desilusionado. ¡Había una multitud de sonidos que procedían de muchos instrumentos, y estos
tocaban notas distintas! Suspiraba por lo «real” que, para su oído sin entrenamiento, resultaba el
pobre sonido del gramófono. En aquellos momentos, a Lewis le parecía que el sustituto era
superior a la realidad3.
De igual manera, una persona que ha estado recibiendo durante mucho tiempo una dieta
continua de televisión, podría pensar que una verdadera aventura por las montañas, con los
mosquitos, la falta de respiración y los molestos cambios en el clima, es inferior a la experiencia
vicaria que le proporciona un programa especial del National Geographic.
Yendo más al grano, el punto de vista inferior puede parecer superior también en las
cuestiones morales. El ideal del amor romántico ha inspirado nuestros mejores sonetos, novelas y
óperas. Sin embargo, reduccionistas como Hugh Hefner alegan hoy, y muy articuladamente, que
el sexo es superior cuando es liberado de las limitaciones del amor y las relaciones humanas.
(Ciertamente, las publicaciones pornográficas que pululan hoy tienen mayor atractivo orgánico
que las obras de los grandes poetas románticos). Y los secularistas, que desechan la religión por
considerarla una muleta, exaltan el reto «más valiente” de sobrevivir en este mundo sin apelar a
un Ser superior.
3. La realidad del mundo superior es llevada por las facultades del mundo inferior. La
palabra «trasposición” pertenece al vocabulario de la música. Se puede trasponer un canto de una
clave musical a otra. O bien una sinfonía escrita para ciento diez instrumentos de orquesta se
puede trasponer a una versión para piano. Naturalmente, algo se perderá en el proceso: es
imposible que diez dedos, golpeando las teclas de un piano, puedan reproducir todas las
tonalidades distintas de una orquesta. Con todo, el que hace la labor de trasposición, limitado a la
gama de sonidos que producen estas teclas, tiene que buscar la forma de trasmitir la esencia de la
sinfonía a través de ellas.
C. S. Lewis cita una nota en el diario de Samuel Pepys con respecto a un maravilloso
concierto musical. Pepys afirmaba que el sonido de los instrumentos de viento era tan dulce, que
se sintió embelesado «y ciertamente, en una palabra, me envolvió el alma hasta hacerme sentir
enfermo de verdad, como lo he estado antes cada vez que he sentido amor por mi esposa».
«Trate de analizar la fisiología de cualquier reacción emocional», dice Lewis. «¿Qué sucede en
nuestro cuerpo cuando experimentamos la belleza, el orgullo o el amor? Pepys lo sintió como un
embeleso, y sin embargo, tenía su parecido a las náuseas. Un dolor súbito en el estómago, un
temblor, una contracción muscular; él experimentó las mismas reacciones corporales que habría
tenido en un momento de enfermedad”4.
Miradas desde el punto de vista inferior, nuestras reacciones físicas ante el gozo y el
temor son casi idénticas. En ambos casos, las glándulas suprarrenales segregan la misma
hormona, y las neuronas del sistema digestivo liberan las mismas sustancias; no obstante, el
cerebro interpreta uno de los mensajes como gozo y el otro como temor. En sus niveles
inferiores, el cuerpo humano tiene un vocabulario limitado, tal como una persona que va a hacer
una trasposición tiene un número limitado de teclas en el piano para expresar los sonidos de una
orquesta completa.
Aquí es donde el reduccionismo revela su mayor debilidad: si solo se mira «al rayo de
luz», reduciendo las emociones humanas a sus componentes más básicos (neuronas y hormonas),
se puede deducir lógicamente que el gozo y el temor son la misma cosa, cuando en realidad son
casi opuestos. El cuerpo humano no tiene células nerviosas asignadas especialmente a la tarea de
comunicar una sensación de placer; la naturaleza no es nunca tan espléndida. Todas nuestras
sensaciones de placer proceden de unas células nerviosas «prestadas” que también conducen las
sensaciones de dolor, tacto, calor y frío.
Una manera de vivir
El cerebro humano ofrece un modelo casi perfecto de trasposición. Aunque el cerebro
representa el punto de vista «superior” dentro del cuerpo, no hay un órgano más aislado o
indefenso. Se halla dentro de una gruesa caja de hueso, y depende por completo de las facultades
inferiores para obtener su información acerca del mundo. El cerebro nunca ha visto nada,
probado nada, o sentido nada. Todos los mensajes le llegan de la misma forma codificada, y
nuestras numerosas experiencias sensoriales son reducidas a una secuencia eléctrica de puntos y
rayas (- . - - .. - … - -). El cerebro se apoya totalmente en esos mensajes «en código Morse”
procedentes de las extremidades, los cuales reconstruye para darles significado.
Mientras escribo, estoy escuchando la maravillosa Novena Sinfonía de Beethoven. ¿Qué
es esa sinfonía, sino una serie de códigos traspuestos a través del tiempo y la técnica? Comenzó
como una idea musical que Beethoven «oyó” en su mente (una extraordinaria hazaña mental,
puesto que el compositor, ya totalmente sordo, solo se podía guiar por su memoria y no le era
posible poner a prueba su idea con instrumentos musicales). A continuación, Beethoven traspuso
en papel la sinfonía, usando una serie de códigos conocidos como notas musicales.
Más de un siglo después, una orquesta leyó esos códigos, los interpretó y los volvió a
agrupar en un glorioso sonido que se aproxima a lo que Beethoven debe haber «oído” en su
mente. Los ingenieros de grabación captaron los sonidos de esa orquesta en la forma de una serie
de impulsos magnéticos en una cinta, y un estudio traspuso ese código en un formato más
mecánico, terminando por fin en los diminutos surcos de mi disco.
Mi gramófono esta «leyendo” ahora esos surcos y ampliando las variaciones por medio
de altavoces. Las vibraciones moleculares que causan esos altavoces llegan a mis oídos,
poniendo en movimiento otra serie de actos mecánicos: unos huesecillos golpean mis tímpanos,
transfiriendo las vibraciones a través de un líquido viscoso al órgano de Corti, donde se hallan a
la espera veinticinco mil células receptoras del sonido. Una vez estimuladas, las células
correspondientes lanzan su mensaje eléctrico. Por último, esos impulsos, simples puntos y rayas
en código, alcanzan mi cerebro, donde la pantalla cortical los refine en un sonido que yo
reconozco como la Novena Sinfonía de Beethoven. Experimento placer, incluso gozo, al hacer
una pausa para escuchar esa obra maestra de la música, y ese gozo me llega una vez más a través
de las facultades «inferiores” de mi cuerpo.
La trasposición es una forma de vida. Todos los conocimientos nos llegan por medio de
un proceso en el que traducimos hacia un nivel inferior, codificando, para después traducir hacia
otro nivel superior, dando sentido. Acabo de escribir tres párrafos acerca de la Novena Sinfonía
de Beethoven. Estos pensamientos se originaron en mi mente, después los traspuse en palabras y
los escribí en mi computadora, la cual los registró en código sobre un disco magnético. Por
último, mi computadora traspondrá ese código magnético, haciendo de él un código binario, y un
instrumento llamado «mó-dem” traspondrá el código binario a sonidos digitales que enviará por
los hilos telefónicos a una casa editora. Si escucho mientras mi módem trasmite los tres párrafos
acerca de Beethoven, solo oiré una nube de estática, sin embargo, esa estática contendrá de
alguna forma mis pensamientos y palabras.
La computadora de la casa editora, al recibir los sonidos digitales, los traducirá
nuevamente a códigos magnéticos almacenados en un disco. La casa editora retraducirá esos
códigos a palabras visibles en una pantalla, hará las correcciones de estilo necesarias, y después
traspondrá las palabras a unas marcas de tinta hechas en el papel según patrones determinados
las mismas marcas de tinta que usted está leyendo ahora mismo. Para su vista entrenada, estas
manchas de tinta en una página forman letras y palabras que son enviadas a las células de sus
ojos y traspuestas en impulsos eléctricos que su cerebro está reuniendo para darles algún tipo de
significado.
Toda la comunicación, todo el conocimiento, todas las experiencias sensoriales —toda la
vida en este planeta— descansan en el proceso de trasposición: el significado viaja «hacia
abajo», convirtiéndose en códigos que más tarde se podrán reconstruir de nuevo. Confiamos
instintivamente en ese proceso, creyendo que los códigos inferiores llevan consigo en realidad
algo del significado original. Confió en que las palabras que escoja, e incluso las trasmisiones
llenas de estática de mi módem, lleven consigo mis pensamientos originales acerca de la Novena
Sinfonía de Beethoven. Veo una fotografía, una imagen de las montañas Rocallosas traspuesta
sobre una pequeña hoja de papel brillante y plana, y vuelvo a vivir mentalmente una visita que
hice a aquel lugar. Huelo en una tienda una muestra de perfume, y me viene de pronto a la mente
la imagen de mi esposa, que usa esa fragancia. Lo inferior lleva en sí algo de lo superior.
La trasposición del Espíritu
Después de todo esto, ¿debería sorprendernos descubrir que este mismo principio
universal opera en el ámbito del espíritu?
Pensemos de nuevo en los interrogantes de Richard, presentados una vez al principio de
este libro y de nuevo al comenzar este capítulo. ¿Por qué Dios no interviene y se hace evidente a
sí mismo? ¿Por qué no habla alto para que lo oigamos? Suspiramos por los milagros, por lo
sobrenatural en su forma más pura y sin adulteración.
Escogí deliberadamente las palabras «sin adulteración” porque manifiestan la presencia
de un sentimiento que es central en esta cuestión. Nosotros, los hombres modernos, luchamos
por separar lo natural de lo sobrenatural. El mundo natural que podemos tocar, oler, ver y oír,
parece evidente en sí mismo; en cambio, el mundo sobrenatural es otra cosa bien distinta. No hay
nada cierto con respecto a él, ni está cubierto de piel, y eso nos molesta. Queremos pruebas.
Deseamos que lo sobrenatural entre en el mundo natural de tal forma que mantenga su
resplandor, que deje quemaduras, que nos sacuda los tímpanos de los oídos.
El Dios revelado en la Biblia no parece compartir este anhelo nuestro. Mientras nosotros
tendemos a separar lo natural de lo sobrenatural y lo visible de lo invisible, Dios parece juntarlos.
Podríamos decir que su meta es rescatar el mundo «inferior» restaurar el ámbito natural de la
creación caída a su estado original, en el cual el espíritu y la materia habiten juntos en armonía.
Cuando nos convertimos al evangelio, estableciendo de esta forma un contacto con el
mundo invisible, no somos misteriosamente transportados a las alturas: no nos ponemos de
pronto un cuerpo que sea como un traje espacial que nos saque del mundo natural (desde los
tiempos de los gnósticos y los maniqueos, la iglesia ha juzgado siempre como heréticas estas
ideas). En lugar de esto, nuestro cuerpo físico restablece su conexión con la realidad espiritual y
comenzamos a escuchar el código por medio del cual el mundo invisible se traspone a sí mismo
en el visible. Podríamos decir que nuestra tarea es exactamente la opuesta al reduccionismo.
Buscamos formas de «reencantar” o «santificar” al mundo: ver en la naturaleza una maquinaria
de alabanza, ver en el pan y el vino un símbolo de la gracia, ver en el amor humano una sombra
del amor ideal.
Es cierto que tenemos un vocabulario limitado para este ámbito más alto. Le hablamos a
Dios como le hablaríamos a otro ser humano ¿hay algo que podría ser más corriente, más
«natural»? Orar, proclamar el evangelio, meditar, ayunar, ofrecer un vaso de agua fresca, visitar
a los prisioneros, observar las ordenanzas de la iglesia… se nos dice que estos actos de todos los
días llevan en sí el significado «superior». De alguna forma, expresan al mundo invisible.
Mirados desde el punto de vista inferior del reduccionismo, todos los actos espirituales
tienen una «explicación” natural. La oración no significa más que un murmullo en el vacío;
cuando se arrepiente un pecador, es una trama de emocionalismo; Pentecostés, un brote de
embriaguez. Un escéptico diría que las facultades naturales son algo muy pobre si eso es todo lo
que tenemos para expresar el exaltado mundo que se halla más allá.
En cambio, la fe, mirando a lo largo del rayo de luz, ve estos actos naturales como
portadores santificados de lo sobrenatural. Desde esa perspectiva, el mundo natural no es pobre,
sino que recibe la gracia del milagro. Y el milagro de un mundo natural recuperado alcanzó su
punto más alto en el Gran Milagro, cuando la Presencia misma de Dios tomó residencia en un
cuerpo «natural” exactamente igual al nuestro: la Palabra traspuesta en carne.
En un solo cuerpo, Cristo reunió ambos mundos, uniendo por fin el espíritu y la materia,
unificando la creación de una manera que nunca se había visto desde los tiempos del Edén. El
teólogo Jurgen Moltmann lo explica de esta forma, en unas palabras que merecen mucha
reflexión: «La encarnación es el final de todas las obras de Dios”5. El apostal Pablo lo expresa
así: «Y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia […] por cuanto agradó al Padre que en él
habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en
la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz».
Cuando esa Palabra hecha carne ascendió a los cielos, dejó detrás su Presencia real bajo
la forma de su Cuerpo, la iglesia. Nuestra bondad se convierte literalmente en la bondad de Dios
(«En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”). Nuestro
sufrimiento se convierte, según palabras de Pablo, en «la participación de sus padecimientos».
Nuestras acciones se convierten en las suyas («El que a vosotros recibe, a mí me recibe”). Lo que
nos sucede a nosotros, le sucede a él («Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”). Los dos mundos,
el visible y el invisible, convergen en Cristo; y nosotros, como insiste Pablo una y otra vez,
estamos literalmente «en Cristo». La encarnación es el final de toda la obra de Dios, la meta de
toda la creación.
Desde abajo, tendemos a pensar en los milagros como una invasión, una entrada con
fuerza espectacular en el mundo natural, y suspiramos por ver esas señales. En cambio, desde
arriba, desde el punto de vista de Dios, el verdadero milagro es el de la trasposición: que los
cuerpos humanos se puedan convertir en vasos llenos del Espíritu; que los actos comunes y
corrientes de caridad y bondad que hacemos los humanos se puedan convertir nada menos que en
encarnaciones de Dios en la tierra.
Para completar la analogía, no necesito buscar más allá de las palabras de Pablo, puesto
que la imagen que da para describir el papel de Cristo en el mundo de hoy es la misma imagen
que he usado para ilustrar gráficamente la trasposición. Jesucristo, afirma Pablo, es ahora la
Cabeza del Cuerpo. Sabemos cómo realiza su voluntad una cabeza humana: traduciendo a un
nivel inferior sus órdenes en un código que las manos, los ojos y la boca puedan comprender. Un
cuerpo sano es aquél que sigue la voluntad de su cabeza. De esa misma forma, el Cristo
resucitado realiza su voluntad por medio de nosotros, los miembros de su Cuerpo.
¿Está Dios callado? Respondo a esa pregunta con otra pregunta: ¿Está callada la iglesia?
Nosotros somos sus voceros, las cuerdas vocales que él se ha buscado en este planeta. Un plan
que comprenda una trasposición tan asombrosa implica con toda seguridad que algunas veces el
mensaje de Dios parecerá mutilado o incoherente; que algunas veces Dios parecerá estar callado.
Sin embargo, la encarnación tiene su meta, y bajo esa luz, Pentecostés se convierte en una
metáfora perfecta: la voz de Dios sobre la tierra, que habla a través de seres humanos de una
forma que ni ellos mismos son capaces de comprender.
La esperanza
Tengo una amiga inteligente, talentosa y muy simpática en Seattle, llamada Carolyn
Martin. No obstante, Carolyn tiene parálisis cerebral, y la tragedia típica de su estado es que sus
señales externas —saliveo continuo, movimiento torpe de los brazos, habla inarticulada y cabeza
poco firme— hacen que las personas que la conocen se pregunten si es retardada mental. En
realidad, su mente es la única parte de su ser que funciona a la perfección; lo que le falta es el
control de sus músculos.
Carolyn vivió quince años en un hogar para retrasados mentales porque el estado no tenía
otro lugar donde ponerla. Sus mejores amigos eran personas como Larry, que se arrancaba la
ropa y se comía las plantas de adorno que había en la institución, y Arelene, que solo sabía tres
frases y le llamaba «mamá” a todo el mundo. Carolyn decidió escapar de ese hogar y hallar un
lugar con sentido para sí misma en el mundo exterior.
Por fin se las arregló para salir de aquel lugar y establecerse en su propio hogar. Allí, las
tareas más sencillas significaban un reto abrumador. Le llevó tres meses aprender a preparar un
poco de té y echarlo en las tazas sin quemarse, pero llegó a realizar con maestría aquella hazaña
y muchas otras. Se inscribió en una escuela secundaria, se graduó, y después se inscribió en la
universidad del lugar.
Todos en la universidad la conocían como «la impedida». La veían sentada en una silla
de ruedas, encorvada, mecanografiando con gran dificultad sus notas en un aparato llamado
«Comunicador Canon». Pocos se sentían cómodos al hablar con ella; no podían comprender sus
torpes sonidos. No obstante, Carolyn perseveró, extendiendo un programa de Asociado en Artes,
que lleva dos años, a un total de siete. Más tarde se inscribió en una universidad luterana para
estudiar la Biblia. Al cabo de dos años, la invitaron para que les hablara a sus compañeros de
estudio en un culto.
Carolyn trabajó muchas horas en su discurso. Mecanografió el documento final —a su
velocidad promedio de cuarenta y cinco minutos por hoja— y le pidió a su amiga Josee que lo
leyera en su nombre. Josee tenía una voz fuerte y clara.
El día del culto, Carolyn permaneció desplomada sobre su silla de ruedas a la izquierda
de la plataforma. De vez en cuando, sus brazos se movían sin control, la cabeza se le caía a un
lado hasta casi tocar el hombro, y en ocasiones un hilo de saliva le corría por toda la blusa. Junto
a Carolyn estaba Josee de pie, leyendo la madura y bella prosa que aquella había compuesto,
centrada en este texto de la Biblia: «Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la
excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros».
Por vez primera, algunos de los estudiantes vieron a Carolyn como un ser humano
completo, igual que ellos. Antes de aquel momento, su mente, una mente muy buena, había
estado inhibida siempre por un cuerpo «desobediente», y su dificultad con el habla había
enmascarado su inteligencia. En cambio, al escuchar la lectura de su discurso al mismo tiempo
que la veían en la plataforma, los estudiantes pudieron ver más allá de aquel cuerpo sentado en la
silla de ruedas para imaginarse a una persona completa.
Carolyn me contó los sucesos de aquel día en su vacilante manera de hablar, y solo pude
comprender la mitad de las palabras. Con todo, la escena que describió se convirtió para mí en
una parábola acerca de la trasposición: una mente perfecta encerrada dentro de un cuerpo
espástico y sin control, con unas cuerdas vocales que fallan cada dos silabas. La imagen de
Cristo como Cabeza del Cuerpo que presenta el Nuevo Testamento tomó un nuevo significado
mientras adquiría una nueva comprensión de la humillación por la que atraviesa Cristo en su
papel como Cabeza, y de la exaltación que él nos permite como miembros de su Cuerpo.
Nosotros, la iglesia, somos un ejemplo de la trasposición llevada al extremo.
Lamentablemente, no presentamos pruebas incontrovertibles del amor y la gloria de Dios.
Algunas veces, como el cuerpo de Carolyn, en lugar de presentar el mensaje, lo oscurecemos.
Sin embargo, la iglesia es la razón que se halla detrás de todo el experimento humano, la razón
primordial por la que hay seres humanos, para que unas criaturas que no son Dios puedan llevar
en sí la imagen de Dios. Él consideró que el riesgo bien valía la pena y la humillación.
El que descendió, es el mismo que también subió por encima
de todos los cielos para llenarlo todo. Y él mismo constituyó
a unos, apóstoles; a otros, profetas; a
otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos
para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo
de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y
del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la
medida de la estatura de la plenitud de Cristo.

  Para que ya no seamos niños […] sino que […] crezcamos


en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien
todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las
coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad
propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir
edificándose en amor.
1
   William James, The Varieties of Religious Experience, p. 233.
2
C. S. Lewis, The Weight of Glory, pp. 18, 19.
3
C. S. Lewis, Dios en el banquillo, p. 212 del original en inglés.
4
C. S. Lewis, Christian Reflections, p. 37.
5
Jurgen Moltmanmn, God in Creation, p. 244.
Citas bíblicas: Colosenses 1; Mateo 25; Filipenses 3; Mateo 10; Hechos 9; 2 Corintios 4;
Efesios 4.
Capítulo 28
¿ESTÁ DIOS ESCONDIDO?

  Con el fin de recibir en toda su fuerza la impresión emocional de la difícil situación de


Job, me aventuré por los discursos del libro en busca de las palabras dichas por él. Esperaba
encontrarlo quejándose de su quebrantada salud y lamentándose por la pérdida de sus hijos y su
fortuna; sin embargo, para sorpresa mía, Job dijo relativamente poco acerca de estas cosas. En
cambio, centró sus palabras en un único tema: la ausencia de Dios. Lo que le dolía más a Job era
esa sensación de clamar en medio de su desesperación sin obtener respuesta alguna. Yo había
oído a muchas personas describir esa misma sensación en medio de sus sufrimientos; quizá fuera
C. S. Lewis el que mejor lo hiciera, al escribir estas palabras en medio de un profundo dolor
después que su esposa falleciera de cáncer:
Mientras tanto, ¿dónde está Dios? Este es uno de los síntomas más inquietantes. Cuando
uno está feliz, tan feliz que no siente que lo necesite […] le da la bienvenida con los brazos
abiertos; o al menos, eso parece. En cambio, acuda a él cuando su necesidad se ha hecho
desesperada, cuando todas las demás ayudas son vanas; ¿qué encuentra? Que le tiran una puerta
en la cara, mientras escucha el sonido de los cerrojos que se cierran por dentro. Después, el
silencio. Lo mejor es volverse. Cuanto más espere, tanto más fuerte se volverá el silencio1.
  Por encima de todo lo demás, Job exigía una oportunidad para exponer su caso ante Dios.
Las palabras piadosas de sus amigos, se las sacudió como un perro se sacude las pulgas. Quería
lo real, una cita personal con Dios Todopoderoso. A pesar de lo que había sucedido, Job no podía
creer en un Dios de crueldad e injusticia. Quizá si se reunían ambos, al menos podría escuchar la
versión de Dios acerca de lo sucedido. Sin embargo, no había forma de hallar a Dios. Job solo
había oído las lloronas cantilenas de sus amigos, y después un temible y absurdo sonido. Era la
puerta que se cerraba de golpe ante su cara.
Un hecho de fe
Yo sé que Dios está vivo: ¡hablé con él esta mañana!

  —Lema en el guardabarros de un automóvil

  Dios te ama y tiene un plan maravilloso para tu vida.

  —Un folleto de evangelismo

  Y él camina conmigo, y habla conmigo, y me dice que yo soy suyo.

  —Un himno cristiano

  El anhelo humano de la presencia real de Dios puede manifestarse casi en cualquier


lugar. Con todo, no nos atrevemos a hacer amplias afirmaciones acerca de la promesa de su
presencia íntima a menos que tomemos en cuenta esos momentos en que él parece ausente. C. S.
Lewis se encontró con ellos, como le sucedió a Job y a Richard: casi todo el mundo tiene en su
vida algún momento en que debe enfrentarse al hecho de que Dios parece estar escondido.
La nube de desconocimiento puede descender sin advertencia alguna, a veces en el
mismo momento en que anhelamos con mayor urgencia sentir la presencia divina. Un ministro
de un país totalitario fue encarcelado bajo la acusación de haber hablado contra el gobierno. Se
pasó tres semanas totalmente aislado, casi todo el tiempo de rodillas, orando para que Dios lo
libertara. Más tarde le diría a su congregación: «No me importa decirles que aquellos fueron los
momentos más difíciles de mi vida. Mientras permanecía arrodillado en aquel lugar, no me salían
ya las palabras, y no me quedaban lágrimas que derramar”2. Su experiencia es la misma de tantos
que sufren la injusticia humana en el mundo: oran, lloran y esperan, y con todo no consiguen
respuesta alguna de Dios.
Habrá quienes alegan que Dios no se esconde. En una ocasión leí uno de esos lemas
religiosos que la gente pone en los guardabarros de los autos, el cual decía: «Si te sientes lejos de
Dios, adivina quién fue el que se alejó». Sin embargo, la acusación implícita en estas palabras
podría muy bien ser falsa: el libro de Job presenta con detalle unos momentos en los cuales era
Dios el que parecía haberse alejado. Aunque Job no había hecho nada malo y le rogaba
desesperadamente que lo ayudara, Dios prefirió seguir escondido. (Si alguna vez llegara a dudar
que el encuentro con esta situación de un Dios que se esconde es una parte normal del
peregrinaje de la fe, bastaría con que se pusiera a hojear en una biblioteca teológica entre las
obras de los místicos cristianos, hombres y mujeres que han pasado su vida en una comunión
personal con Dios. Busque uno, uno solo, que no describa un tiempo de fuerte prueba, una
«noche oscura del alma”).
Tanto a los que sufren, como a los que se hallan junto a ellos, Job les ofrece una
importante lección. Las dudas y quejas de Meg Woodson, el ministro encarcelado y Job son
respuestas validas, y no síntomas de una fe débil. tan válidas en realidad, que Dios se aseguró de
que la Biblia las incluyera todas. Nadie habría esperado encontrar los argumentos de los
adversarios de Dios —digamos, las Cartas desde la tierra, de Mark Twain, o el Por qué no soy
cristiano, de Bertrand Russell— incluidos dentro de la Biblia, sin embargo, casi todos ellos
hacen su aparición, si no en Job, en los Salmos o en los libros proféticos. La Biblia parece prever
nuestras desilusiones, como si Dios nos concediera por adelantado las armas que hemos de usar
contra él, como si comprendiera el precio que hay que pagar por una fe perseverante.
Y gracias a Jesús, es muy probable que lo comprenda. De alguna forma inefable, en
Getsemaní y el Calvario, Dios mismo se vio obligado a enfrentarse con un Dios escondido.
«Dios luchando con Dios», es como Martín Lutero resumió la batalla cósmica desarrollada sobre
dos vigas de madera cruzadas. En aquella tenebrosa tarde, Dios aprendió por sí mismo a plenitud
lo que significa sentirse abandonado por Dios.
Los amigos de Job insistían en que Dios no estaba escondido. Sacaban a relucir cosas —
sueños, visiones, bendiciones del pasado, los esplendores de la naturaleza— que recordaban la
forma en que Dios se le había mostrado a Job en el pasado. «No te olvides en las tinieblas de lo
que aprendiste en la luz», le reprochaban. Y aquellos de nosotros que hemos vivido después de
Job tenemos aun más luz: el registro de las profecías cumplidas y la vida de Jesús. Sin embargo,
hay ocasiones en que todos los conocimientos o «pruebas” fracasan. Los simples recuerdos, por
agradables que sean, no bastan para matar el dolor o la soledad. Quizá llegue un momento en que
todos los versículos de las Escrituras y todos los lemas inspiradores fracasen por igual.
Tres respuestas
Conozco demasiado bien mi propia respuesta instintiva a un Dios escondido: respondo
tratando de ignorarlo. Como un niño que cree poder esconderse de los adultos poniéndose su
mano regordeta delante de los ojos, trato de sacar a Dios de mi vida. Si él no se quiere revelar
ante mí, ¿por qué voy a tratar de reconocerlo yo a él?
El libro de Job da otras dos respuestas a esta desilusión con Dios. La primera es la
manifestada por los amigos de Job, quienes estaban escandalizados por sus ataques a los
principios más básicos de su fe. La profunda desilusión de Job con Dios no estaba de acuerdo
con la teología de ellos. Veían clara la decisión entre un hombre que afirmaba ser justo y un Dios
que sabían era justo. ¡Hasta rechazaban la misma idea de que Job exigiera una audiencia con
Dios! «Suprime tus sentimientos», le decían. «Nosotros sabemos con toda seguridad que Dios no
es injusto. ¡Así que deja de pensarlo! ¡Vergüenza te deberían dar las cosas tan atroces que estás
diciendo!”
La segunda respuesta, la de Job, era un enmarañado enredo, un franco contrapunto a la
lógica implacable de sus amigos. «¿Por qué me sacaste de la matriz? Hubiera yo expirado, y
ningún ojo me habría visto», le exigía a Dios. Job se lanzó a una protesta que sabia inútil, como
el ave que se hiere una y otra vez contra el cristal de una ventana. Tenía pocos argumentos
sólidos, y hasta reconocía que la lógica de sus amigos parecía correcta. Flaqueaba, se contradecía
a sí mismo, volvía sobre sus pasos, y algunas veces se desplomaba de desesperación. Aquel
hombre, famoso por su justicia, se quejaba amargamente contra Dios: «Cesa, pues, y déjame,
para que me consuele un poco, antes que vaya para no volver, a la tierra de tinieblas y de sombra
de muerte».
¿Cuál de estas dos respuestas apoya el libro? Ambas partes necesitaban corrección, pero
después de todas las palabras airadas que se habían pronunciado, Dios les ordenó a los piadosos
amigos que se arrastraran en arrepentimiento hasta Job y le pidieran que orara por ellos.
Un osado mensaje que encontramos en el libro de Job es que a Dios se le puede decir lo
que se desee. Arroje ante él su angustia, su ira, sus dudas, su amargura, su dolor por sentirse
traicionado, su desilusión. Él puede absorber todas esas cosas. La Biblia presenta con una
increíble frecuencia a los gigantes del espíritu contendiendo con Dios. Prefieren marcharse
cojeando, como Jacob, a echar a Dios de su vida. En este aspecto, la Biblia presenta por
anticipado uno de los principios de la psicología moderna: en realidad, no nos es posible negar
nuestros sentimientos ni hacerlos desaparecer, así que lo mejor es expresarlos. Dios se puede
enfrentar a todas las respuestas de los humanos, con una sola excepción. No puede soportar la
reacción en la que yo tengo una tendencia instintiva a caer: el intento de ignorarlo, o tratarlo
como si no existiera. Esa reacción no le pasó ni una sola vez por la mente a Job.
El cuadro total
Sin embargo, la libertad para expresar los sentimientos no es la única lección que
hallamos en el libro de Job. Cuando observamos «detrás del telón” la forma en que proceden las
cosas en el mundo invisible, hallamos que un encuentro con el hecho de que Dios permanezca
escondido nos puede descarriar muy seriamente. Nos puede tentar a ver en Dios un enemigo, y a
interpretar el hecho de que se esconda como una falta de interés en nosotros.
Esa fue la conclusión a la que llegó Job: «Su furor me despedazó, y me ha sido
contrario». Los que formamos parte del auditorio sabemos que Job estaba equivocado. Ante
todo, el prólogo hace una distinción sutil, pero importante, al decir que Dios no causó
personalmente los problemas de Job. Sí los permitió, pero el relato de la «apuesta” presenta a
Satanás, y no a Dios, como el instigador de los sufrimientos de Job. Como quiera que fuese,
tenemos la seguridad total de que Dios no era enemigo de Job. En lugar de ser abandonado por
Dios, Job estaba pasando por un escrutinio directo, casi microscópico, por parte de él. En el
mismo momento en que estaba solicitando un juicio donde pudiera presentar su caso, en realidad
estaba participando en otro juicio de importancia cósmica; no como abogado acusador,
apuntando con el índice a Dios, sino como el testigo principal en una prueba de fe.
De ninguna manera podemos llegar a la deducción de que nuestras propias pruebas son,
como las de Job, dispuestas por Dios de manera especial para resolver alguna cuestión definitiva
en el universo. Sin embargo, sí podemos suponer con toda seguridad que nuestra limitada visión
va a distorsionar la realidad de una manera semejante. El dolor estrecha la visión. Por ser la más
privada de las sensaciones, nos fuerza a pensar en nosotros mismos… y en casi nada más.
En el libro de Job podemos aprender que en el mundo está pasando mucho más de lo que
nosotros sospechamos. Job sintió el peso de la ausencia de Dios, pero un vistazo detrás del telón
revela que, en cierto sentido, Dios nunca había estado más presente que entonces. En el mundo
natural, los seres humanos solo reciben cerca del treinta por ciento del espectro de la luz. (Las
abejas y las palomas, por ejemplo, pueden detectar ondas de luz ultravioleta que son invisibles
para nosotros). En el ámbito sobrenatural, nuestra visión es más limitada aún, y solo logramos
darle una ojeada de vez en cuando a ese mundo invisible.
Un incidente en la vida de otro famoso personaje bíblico presenta este concepto, aunque
de una manera muy diferente. El profeta Daniel tuvo un ligero encuentro con el hecho de que
Dios se esconde de nosotros. y decimos que fue ligero en comparación con el de Job. Daniel
estaba perplejo ante el problema diario de una oración sin contestar: ¿Por qué estaba ignorando
Dios las peticiones que le hacía una y otra vez? Durante veintiún días, se entregó por completo a
la oración. Hizo penitencia. Rechazó los alimentos mejores. Prometió no comer carne ni tomar
vino, y no usar lociones para el cuerpo. Mientras tanto, seguía clamando a Dios, pero no recibía
respuesta alguna.
Por fin, un día, Daniel obtuvo mucho más de lo que estaba solicitando. Un ser
sobrenatural, con los ojos como antorchas encendidas y el rostro como el relámpago, se presentó
junto a él de pronto a la orilla del río. Los compañeros de Daniel huyeron todos aterrorizados. En
cuanto a Daniel, dijo: «No quedó fuerza en mí, antes mi fuerza se cambió en desfallecimiento, y
no tuve vigor alguno». Cuando le trató de hablar a aquel resplandeciente ser, apenas pudo
respirar.
El visitante procedió luego a explicar la razón de su larga demora. Había sido enviado a
responder la primera oración hecha por Daniel, pero encontró una fuerte resistencia de parte del
«príncipe del reino de Persia». Finalmente, después de una oposición de tres semanas, llegaron
refuerzos, y Miguel, uno de los principales ángeles, lo ayudó a romper la oposición.
No voy a intentar la interpretación de esta asombrosa escena del universo en guerra más
que para señalar un paralelo con Job. Al igual que Job, Daniel representó un papel decisivo en la
guerra entre las fuerzas cósmicas del bien y el mal, aunque gran parte de la acción tuvo lugar
más allá de los límites de su visión. Es posible que la oración le haya parecido inútil y Dios
indiferente; sin embargo, basta una ojeada «al otro lado del telón” para que se nos revele
exactamente lo contrario. La limitada perspectiva de Daniel, al igual que la de Job, distorsionaba
la realidad.
¿Qué podemos decir del ser angélico de Daniel que necesitó refuerzos, dejando ya a un
lado la guerra cósmica del libro de Job? Sencillamente esto: El cuadro total, con todo el universo
como telón de fondo, incluye una gran cantidad de actividad que nosotros nunca vemos. Cada
vez que nos aferramos tenazmente a Dios en un momento de dificultad, o sencillamente cada vez
que oramos, es posible que esté sucediendo más, mucho más de lo que habríamos podido soñar
jamás. Hace falta fe para creer esto, y fe para creer que él nunca nos abandona, por distante que
parezca.
Al final, cuando escuchó la Voz desde el torbellino, Job alcanzó esa fe. Dios le mencionó
una larga lista de fenómenos naturales —el sistema solar, las constelaciones, las tormentas, los
animales salvajes— que él no podía comenzar siquiera a explicar. ¡Si no puedes comprender el
mundo visible en el que vives, cómo te atreves a esperar que vayas a comprender un mundo que
no puedes ver siquiera! Finalmente, consciente del cuadro total, Job se arrepintió en medio del
polvo y las cenizas.
Dios es como una persona que se aclara la garganta desde su
escondite, descubriendo así donde está.

  — El Maestro Eckhardt
1
  C. S. Lewis, Una pena observada, p. 9 del original en inglés.
2
Allan Boesak, «If You Believe», Reformed Journal, noviembre de 1985, p. 11.
Citas bíblicas: Job 10, 16; Daniel 10.
Capítulo 29
POR QUÉ JOB MURIÓ FELIZ

  Después de su relato de tragedia y lamentación, de desesperación y feroces debates, de


una «apuesta” cósmica perdida y ganada, después de todo esto, la historia de Job termina casi
cómodamente, mientras Job disfruta de los nietos de sus bisnietos en perfecta serenidad. El libro
presenta un meticuloso recuento de su fortuna restaurada: catorce mil ovejas, seis mil camellos,
mil asnos y diez hijos más.
Este final feliz hace sentirse frustrados a algunos lectores, como Elie Wiesel, el escritor
ganador del premio Nobel1. Para él, Job había sido un héroe, un campeón de la inconformidad
con las injusticias de Dios. Sin embargo, afirma Wiesel, Job cedió. No habría debido dejar suelto
a Dios. No había prosperidad restaurada, por grande que fuese, que recompensara lo suficiente
los sufrimientos por los que había pasado Job. ¿Qué decir de los diez hijos que murieron?
Ningún padre estará dispuesto a creer ni por un instante que el bullicio de un nuevo grupo de
hijos pudiera borrar el dolor por los que Job había perdido.
Dejemos que sea él mismo quien hable. Esto es lo que dijo después del majestuoso
discurso de Dios desde el torbellino:
Yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no
comprendía […] De oídas te había oído; más ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me
arrepiento en polvo y ceniza.
  Evidentemente, lo que yo he llamado la «no-respuesta” de Dios satisfizo a Job por
completo.
Por otra parte, algunos lectores señalan el final feliz como la respuesta definitiva a la
desilusión con Dios. «¿Ven?», dicen. «Dios libra a los suyos de la adversidad. Le restauró la
salud y las riquezas a Job, y con todos nosotros hará lo mismo si aprendemos a confiar en él
como lo hizo Job». Sin embargo, esos lectores pasan por alto un detalle de importancia: Job
pronunció sus contritas palabras antes que le fuera restaurada ninguna de las cosas perdidas. Aún
estaba sentado sobre un montón de escombros, desnudo, cubierto de llagas, y fue en esas
circunstancias donde aprendió a alabar a Dios. Solo una cosa había cambiado: Dios le había
permitido darle un vistazo al cuadro total.
Tengo la sospecha de que Dios hubiera podido decir cualquier cosa —en realidad, hasta
habría podido leer la guía telefónica— y el efecto producido en Job sería igual de pasmoso. Lo
que dijo no era ni con mucho tan importante como el simple hecho de su aparición. Había
respondido de manera espectacular la pregunta más grande de Job: ¿Hay alguien allá arriba? Una
vez que Job pudo ver el mundo invisible, todas sus preguntas urgentes se desvanecieron.
Desde el punto de vista de Dios, el consuelo de Job —por duro que esto parezca— era
insignificante comparado con las cuestiones cósmicas que estaban en juego. La verdadera batalla
cesó cuando Job se negó a abandonar a Dios, con lo que hizo que Satanás perdiera la «apuesta».
Después de tan difícil victoria, Dios se apresuró a derramar sus dones sobre Job. ¿Dolor? Eso lo
arreglo yo con mucha facilidad. ¿Más hijos? ¿Camellos y bueyes? No hay problema. ¡Por
supuesto que quiero que seas feliz, rico y lleno de vida! Pero Job, comprende que aquí estaba en
juego algo mucho más importante que la felicidad.
Dos mundos
Mi amigo Richard, que aún sigue considerando el libro de Job como la parte más sincera
de la Biblia, tiene otra respuesta más al final de dicho libro. La encuentra casi irrelevante. «Job
obtuvo una aparición personal de Dios, y me alegro por él. Eso es lo que yo he estado pidiendo
todos estos años. Sin embargo, puesto que Dios no me ha visitado a mí, ¿en qué me ayuda Job
con mis luchas personales?».
Creo que Richard ha señalado una importante línea divisoria en la fe. En cierto sentido,
nuestros días sobre la tierra se parecen a los de Job antes que Dios llegara a él en un torbellino.
También nosotros vivimos entre huellas y rumores, algunos de los cuales son argumentos
contrarios a la existencia de un Dios amante y poderoso. También nosotros necesitamos ejercitar
la fe sin seguridades de ninguna clase.
Richard se tendió en el suelo de madera de su apartamento para rogarle a Dios que se le
«revelara», apostando toda su fe a la posibilidad de que él estuviera dispuesto a entrar en el
mundo visible, como lo había hecho a favor de Job. Y perdió aquella apuesta. Francamente, dudo
que Dios sienta «obligación” alguna de demostrarse a sí mismo de esa manera. Lo hizo muchas
veces en el Antiguo Testamento, y de manera definitiva en la persona de Jesús. ¿Qué otras
encarnaciones le podemos exigir?
Lo digo con todo cuidado, pero me pregunto si a veces el anhelo insistente y violento de
ver un milagro, o incluso una sanidad física, no estará manifestando una falta de fe más que una
abundancia de ella. En ocasiones, este tipo de esperanzas le pueden estar poniendo a Dios unas
condiciones semejantes a las de Richard. Cuando suspiramos por una solución milagrosa a
nuestros problemas, ¿hacemos que nuestra lealtad hacia Dios dependa de si él se revela a sí
mismo de nuevo en el mundo visible?9*
Si insistimos en obtener pruebas visibles de la presencia divina, quizá sea mejor que nos
preparemos para un estado permanente de desilusión. La fe auténtica no se dedica a manipular a
Dios para que haga nuestra voluntad, sino a ponernos a nosotros mismos en posición de cumplir
con la voluntad divina. Mientras exploraba toda la Biblia en busca de modelos de gran fe, me
sorprendió el hecho de que muy pocos santos experimentaran algo similar al dramático
encuentro de Job con Dios. Los demás por lo general, al ver que Dios se escondía, no
reaccionaron exigiéndole que se les manifestara, sino siguiendo adelante y creyendo en él aunque
permaneciera escondido. Hebreos 11 observa acertadamente que los gigantes de la fe «no
recibieron lo prometido», solo lo vieron y agradecieron a la distancia.
9*
Es posible que Dios, en su misericordia, responda a una oración cuyos motivos no sean
totalmente puros. Testigo de esto son tantas conversiones al estilo del «Señor, si me sacas de este
apuro, te prometo…” No obstante, es él quien tiene que tomar esa decisión, no nosotros.
Instintivamente, los seres humanos consideramos el mundo visible como el mundo
«real», y el invisible como el «irreal», pero la Biblia nos llama a pensar casi de manera opuesta.
Por medio de la fe, el mundo invisible va tomando poco a poco la forma del más real de los dos,
y establece el curso que hemos de seguir durante nuestra vida en el mundo visible. Vivan para
Dios, que es invisible, y no para los demás humanos, dijo Jesús en sus palabras acerca del mundo
invisible, específicamente, el reino de los cielos.
En una ocasión, el apóstol Pablo se refirió de forma directa a la cuestión de la desilusión
con Dios. Les dijo a los corintios que, a pesar de sus increíbles tribulaciones, nunca desmayó,
«antes, aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva
de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más
excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se
ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas».
Un adelanto del futuro
Pablo pasó por numerosas tribulaciones y murió mártir, esperando aún su recompensa.
Job sufrió pruebas, pero recibió una maravillosa recompensa en esta vida. Entonces, ¿qué es con
exactitud lo que podemos esperar de Dios?
Quizá la mejor manera de ver el final de Job sea no considerarlo como un patrón para lo
que nos va a suceder a nosotros en esta vida, sino más bien como un símbolo de lo que habrá de
venir. El mismo permanece como un símbolo agradable y satisfactorio, la solución a la
desilusión de un hombre, que al mismo tiempo nos ofrece a todos los demás una visión
adelantada del futuro.
Hay un aspecto en el cual Elie Wiesel tiene razón: los placeres de Job en su ancianidad
no compensaron las pérdidas que había tenido antes. Incluso Job, feliz y lleno de días, murió,
pasándoles el ciclo de lamento y dolor a sus familiares. El peor error de todos sería llegar a la
conclusión de que Dios se contenta con hacerle unos cuantos ajustes de menor cuantía a este
mundo injusto y trágico.
Hay personas que hacen depender toda su fe de que se produzca o no un milagro, como si
los milagros fueran capaces de eliminar por completo la desilusión con Dios. No lo harán. Si yo
hubiera llenado este libro con casos de sanidades físicas en lugar de relatar las historias de
Richard, Meg Woodson, Douglas y Job, esto no habría resuelto el problema de la desilusión con
Dios. Hay algo que sigue funcionando mal en este planeta. Por mencionar algo, todos morimos.
La proporción final de mortandad es la misma entre los santos y entre los ateos.
Los milagros sirven de señales que apuntan hacia el futuro. Son algo así como
«aperitivos” que nos abren el apetito por algo más, algo permanente. Y la felicidad de Job en su
ancianidad fue una simple muestra de lo que disfrutaría después de su muerte. Las buenas nuevas
con las que termina el libro de Job, así como las buenas nuevas de la resurrección de Jesús al
final de los Evangelios, son anticipos de las buenas nuevas descritas al final de Apocalipsis. No
nos podemos atrever a perder de vista el mundo que Dios quiere.
Por lo tanto, la promesa de Job 42 es que al final Dios enderezará todos los entuertos que
señalan nuestros días. Hay algunos sufrimientos —la muerte de los hijos de Job, por ejemplo, o
la muerte de los hijos de Meg Woodson— que nunca sanan en esta vida. No hay palabras de
consuelo que puedan calmar la pena que hay en el corazón de Meg Woodson, porque esa pena
tiene una forma precisa… la forma de su hija Peggie y su hijo Joey. No obstante, al final de los
tiempos, también esa pena se desvanecerá. Meg volverá a tener a su hija y a su hijo consigo, esta
vez renovados. Y si yo no creyera esto —si no creyera que en este mismo instante Peggie y Joey
Woodson están llenos de vida, danzando de alegría y explorando nuevos mundos— entonces no
creería nada y habría abandonado la fe cristiana hace mucho tiempo. «Si en esta vida solamente
esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres».
La Biblia apoya toda la reputación de Dios en su capacidad para vencer el mal y restaurar
cielos y tierra a su perfección original. De no ser por ese estado futuro, Dios podría ser juzgado
como menos que poderoso o menos que amoroso10. Hasta el momento, la visión de paz y justicia
de los profetas no se ha convertido en realidad. Las espadas no han sido fundidas para
convertirlas en arados. La muerte, con sus horripilantes mutaciones nuevas del SIDA y el cáncer
ambiental, sigue devorando gente, en lugar de ser ella devorada. No parece ser el bien, sino el
mal, el que está ganando la batalla. Sin embargo, la Biblia nos exhorta a ver más allá de la
tenebrosa realidad de la historia y contemplar toda la eternidad, cuando el reino de Dios llenará
la tierra de luz y verdad.
10*
En cierta ocasión, el místico español Miguel de Unamuno, conversando con un
campesino, le sugirió que quizá hubiera un Dios, pero no un cielo. El campesino pensó por un
instante y le contestó: «Y entonces, ¿para qué está Dios?».
Cada vez que se hable de la desilusión con Dios, el cielo será la palabra definitiva, la más
importante de todas. Solo el cielo terminará por resolver el problema de un Dios que parece
escondido. Por vez primera desde el principio, los seres humanos lo podrán mirar cara a cara. En
medio de su agonía, Job se las arregló para manifestar su fe: «En mi carne he de ver a Dios, y
mis ojos lo verán, y no otro». Esa profecía se convertirá en realidad, no solo para Job, sino para
todos nosotros.
Nostalgia del hogar
A muchas personas les cuesta trabajo hasta imaginarse este estado futuro. Charles
Williams afirma: «Nuestra experiencia en la tierra nos dificulta el imaginarnos algo tan bueno,
sin que tenga una trampa en alguna parte”2. En lugar de tratar de proyectarnos hacia un futuro
que nunca podremos comprender plenamente, quizá nos iría mejor si mirásemos a los sueños sin
cumplir —las desilusiones— del presente.
Para un refugiado o un campesino, el cielo representa el sueño de un nuevo país, un lugar
seguro, una familia reunida, un hogar donde abundan las cosas simples de la vida, como los
alimentos y el agua fresca. (Muchos de los profetas les hablaron a refugiados, lo cual explica que
usaran estas imágenes terrenas).
A cierto nivel, todos compartimos este anhelo. Este mundo podrá estar lleno de
contaminación, guerras, crímenes y codicia, pero dentro de nosotros —todos nosotros—
permanecen remanentes que nos recuerdan cómo podría ser el mundo y cómo podríamos ser
nosotros. Podemos sentir este anhelo en cosas como los movimientos para mejorar el ambiente,
cuyos dirigentes suspiran por un mundo conservado en su estado más perfecto; en los
movimientos pacifistas, que sueñan con un mundo sin guerras; hasta en los grupos de terapia,
que tratan de reconectar los lazos rotos de amor y amistad. Toda la belleza y todo el gozo que
hallamos en la tierra solo representan «la fragancia de una flor que no hemos hallado; el eco de
una tonada que no hemos escuchado; la noticia de que existe un país que nunca hemos visitado
aún”3.
Los profetas proclaman que estas sensaciones no son ilusiones ni simples sueños, sino
ecos adelantados de lo que se convertirá en realidad. Se nos dan pocos detalles acerca del mundo
futuro, solo la promesa de que Dios demostrará que vale la pena confiar en él. Cuando nos
encontremos en el cielo nuevo y la tierra nueva, poseeremos al fin cuanto hemos suspirado por
tener. De alguna forma, de entre todas las malas noticias, brota una Buena Noticia increíble un
bien carente por completo de trampas. El cielo y la tierra funcionarán de nuevo tal como Dios
quiso que funcionaran. Al fin y al cabo, habrá un final feliz.
El escritor de ficción J. R. R. Tolkien inventó un nuevo término para estas buenas nuevas:
será una «eucatástrofe», según dijo. Una escena de su trilogía El señor de los anillos lo expresa
muy bien:
«¿Se va a convertir en incierto todo lo que es triste? ¿Qué le ha sucedido al mundo?»,
preguntó Sam.
«Una gran sombra se ha marchado», dijo Gandalf, y después se rió, y el sonido era como
la música, o como el agua en una tierra resquebrajada por la sequía; y mientras escuchaba, le
vino el pensamiento de que no había escuchado la risa, el sonido puro de la alegría, por días y
días sin cuento. Este llegó a sus oídos como el eco de todos los gozos que había conocido jamás.
Sin embargo, rompió a llorar. Entonces, como una suave lluvia hace pasar una brisa primaveral y
el sol brilla más claro después, cesaron sus lágrimas, y su risa brotó, y saltó riendo de su cama.
«¿Qué cómo me siento?», gritó. «Bueno, no sé cómo decirlo. Me siento, me siento»,
decía mientras agitaba los brazos en el aire, «¡me siento como la primavera después del invierno,
y el sol sobre las hojas; y como las trompetas, las arpas y todos los cantos que he escuchado en
mi vida!”4.
  A las personas que están atrapadas en el dolor, o en un hogar destrozado, o en la miseria
económica, o en el temor a todas esas personas, a todos nosotros, el cielo nos promete que habrá
un tiempo infinitamente mayor y más sustancial que el tiempo que pasemos sobre la tierra, lleno
de salud, plenitud, placer y paz. Si no creemos en esto, entonces, como dijo Pablo con tanta
claridad, tenemos muy poca razón para creer en algo. Sin esa esperanza, no hay esperanza
alguna.
La Biblia nunca le resta importancia a la desilusión humana (recuerde la proporción en el
libro de Job: un capítulo de restauración sigue a cuarenta y uno de angustia), pero sí añade una
palabra clave: temporal. No nos sentiremos siempre como nos sentimos ahora. Nuestra
desilusión es en sí misma una señal, un doloroso anhelo, un hambre de algo mejor. Y la fe es, a
fin de cuentas, una forma de nostalgia por el hogar… por un hogar que nunca hemos visitado,
pero que nunca hemos dejado de añorar.
Y el final de toda nuestra exploración será llegar a donde
comenzamos, y conocer ese lugar por vez primera.

  —T. S. Eliot

  Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo


y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo
Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del
cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su
marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el
tabernáculo de Dios con los hombres,
y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo,
y Dios mismo estará con ellos como
su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y
ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor;
porque las primeras cosas pasaron.
1
   Elie Wiesel, Messengers of God, p. 233.
2
Charles Williams, The Image of the City, p. 136.
3
C. S. Lewis, The Weight of Glory, p. 5.
4
J. R. R. Tolkien, The Return of the King, p. 283.
Citas bíblicas: Job 42; Hebreos 10; 2 Corintios 4; 1 Corintios 15; Job 19; Apocalipsis 21.
Capítulo 30
DOS APUESTAS; DOS PARÁBOLAS

  Entonces, ¿existe algún paraíso terrestre donde, en medio del


susurro de las hojas de los olivos, la gente pueda estar con
quien quiera, y tener lo que le guste, y vivir tranquilamente
en medio de la sombra y el frescor, o es la vida de todos los
hombres […] una vida quebrantada, tumultuosa, llena de
agonía y vacía de romance, un período repleto de gritos,
imbecilidades, muertes y agonías?

  —Ford Madox Ford, The Good Soldier


[El buen soldado]

  El escritor italiano Humberto Eco habla de un día en que acompañó a su padre a un


partido de fútbol cuando aún tenía trece años. A Humberto en realidad no le gustaban los
deportes, y mientras estaba sentado en el estadio mirando el juego, su mente comenzó a divagar.
«Mientras observaba sin interés alguno los movimientos carentes de sentido que se producían en
el campo, sentí que el sol del mediodía parecía envolver hombres y cosas en una luz que helaba,
y que tenía lugar ante mis ojos una actuación cósmica sin sentido […] Por vez primera dude de la
existencia de Dios y decidí que el mundo era una ficción carente de significado”1.
Desde su alto asiento en el estadio, Eco había imaginado en su adolescencia un punto de
vista superior, como el de Dios. Sin embargo, desde aquella elevación, la frenética agitación de
la raza humana parecía tan carente de sentido como la frenética agitación de aquellos hombres
hechos y derechos que perseguían una pelota de cuero en medio de la hierba. Entonces le vino a
la mente que no debía haber nadie «allá arriba” observando lo que sucede en este planeta; y al fin
y al cabo, si lo había, le debía interesar tan poco la vida en la tierra como a él, Humberto Eco, le
interesaba el fútbol.
La imagen del estadio presentada por Eco provoca la pregunta más básica de la fe, la
pregunta sobre la cual gira todo lo demás: ¿Hay alguien observándonos? ¿Andamos corriendo de
un lado para otro en un caos sin sentido, inmersos en «la benigna indiferencia del universo», o
estamos actuando para alguien que se interesa por nosotros? Job recibió su respuesta en una
deslumbrante revelación, pero… ¿y el resto de los humanos? No hay una pregunta más
importante, y cinco años después de la conversación que le dio origen a este libro, me hallé
comentando largamente esta pregunta con mi escéptico amigo Richard.
Cuando lo conocí, era como un enamorado que había sido rechazado y se hallaba en las
primeras etapas de la separación y el divorcio… de Dios. La ira brillaba en sus ojos. En cambio,
cuando nos encontramos cinco años después, se veía claramente que el paso del tiempo lo había
suavizado. Su pasión brotaba aún mientras hablábamos, pero mezclada con melancolía o
nostalgia. No podía sacar por completo a Dios de su pensamiento, y la ausencia de Dios se hacía
sentir siempre al acecho, como el dolor de una pierna amputada. Aunque yo no sacara a relucir
cuestiones de fe, Richard, aún herido y traicionado, volvía a ellas una y otra vez.
En una ocasión se volvió hacia mí con una mirada de perplejidad.
—No lo entiendo, Philip —me dijo—. Leemos los mismos libros y compartimos un gran
número de valores. Tú pareces comprender mis dudas y mi desilusión. Sin embargo, de alguna
manera has hallado que es posible creer, mientras que yo no. ¿Cuál es la diferencia? ¿De dónde
sacaste tu fe?
Mi mente buscó a gran velocidad todas las respuestas posibles. Le habría podido sugerir
todas las evidencias a favor de Dios: el orden de la creación, la historia de Jesús, las pruebas de
la resurrección, los ejemplos de los grandes cristianos… No obstante, Richard conocía esas
respuestas tan bien como yo, y con todo, no creía. Además, mi fe no procedía de ninguna de esas
cosas. Yo había encontrado mi fe en un cuarto de la residencia de estudiantes del instituto
bíblico, una noche del mes de febrero, hace ya un buen número de años, así que procedí a
contarle a Richard lo sucedido aquella noche.
Una noche de fe
Ya he mencionado que inicialmente el instituto bíblico fue para mí un campo fértil para
las dudas y el escepticismo. Sobreviví aprendiendo a imitar la conducta «espiritual» en realidad,
los estudiantes teníamos que hacerlo si queríamos buenas notas. Por ejemplo, estaba la odiosa
cuestión del «servicio cristiano». El instituto les exigía a todos los estudiantes que participaran
de manera continua en una actividad de servicio, como el evangelismo por las calles, el
ministerio en las prisiones, o las visitas a los hogares de ancianos. Yo me inscribí en el «trabajo
estudiantil».
Todos los sábados por la noche visitaba un centro de estudiantes en la universidad de
Carolina del Sur para ver televisión. Por supuesto, se suponía que iba a «testificar», y a la
semana siguiente presentaba fielmente mi informe acerca de todas las personas con las que había
hablado acerca de una fe personal. Mis adornadas historias deben haber parecido genuinas,
puesto que nadie las puso en duda jamás.
También se me exigía asistir a una reunión semanal de oración con otros cuatro
estudiantes dedicados al trabajo estudiantil. Esas reuniones seguían un esquema fijo: Joe oraba;
después oraban Craig, Chris y el otro Joe; y entonces los cuatro hacían una cortés pausa de diez
segundos. Yo nunca oraba, y una vez pasado aquel breve instante de silencio, abríamos los ojos y
volvíamos a nuestras habitaciones.
Sin embargo, una noche de aquel mes de febrero, para sorpresa de todos, incluso mía,
oré. No tenía idea de por qué. No tenía pensado hacerlo. No obstante, cuando terminaron Joe,
Craig, Chris y el otro Joe, comencé a orar en voz alta. «¡Dios mío!», exclamé, y pude sentir que
aumentaba el nivel de tensión que había en aquel cuarto.
Que yo recuerde, dije algo como lo que sigue: «Dios mío, aquí estamos. Se supone que
debemos estar preocupados por esos diez mil estudiantes de la universidad de Carolina del Sur
que van camino al infierno. Bueno, tú sabes que a mí no me importa que todos ellos se vayan al
infierno, si es que lo hay. Ni siquiera me importa ir yo mismo».
Es necesario haber sido alumno de un instituto bíblico para comprender cómo han de
haber sonado aquellas palabras en los oídos de los demás que estaban en el cuarto. Habría sido lo
mismo que hacer conjuros de brujería u ofrecer sacrificios humanos. Sin embargo, nadie se
movió ni trató de detenerme, así que seguí orando.
Por alguna razón desconocida, comencé a hablar acerca de la parábola del buen
samaritano. Los alumnos del instituto bíblico debíamos sentir por los estudiantes de la
universidad la misma preocupación que el samaritano por aquel judío ensangrentado que
encontró tirado a un lado del camino. No obstante, dije que no sentía esa preocupación. No sentía
nada hacia ellos.
Entonces sucedió algo. A mediados de mi oración, mientras estaba describiendo lo poco
que me preocupaban aquellos que se nos habían asignado para que sintiéramos compasión por
ellos, vi aquel relato bajo una nueva luz. Había estado viendo la escena con mi imaginación
mientras hablaba: un samaritano de la antigüedad, vestido con su túnica y un turbante, inclinado
sobre un cuerpo lleno de polvo y sangre coagulada, tirado en una cuneta. De pronto, en la
pantalla interior de mi cerebro, esas dos figuras cambiaron. El bondadoso samaritano tomó el
rostro de Jesús. El judío, la infeliz víctima de los asaltantes de caminos, asumió también otro
rostro… un rostro que reconocí con sobresalto como el mío propio.
En un fugaz destello, observé que Jesús se inclinaba hacia mí con un paño humedecido
para limpiarme las heridas y detener la sangre. Y mientras se inclinaba, me vi a mí mismo, la
víctima del robo llena de heridas, abrir los ojos y mover los labios. Entonces, como si lo
estuviera viendo todo en cámara lenta, observé que lo escupía en plena cara. Vi todo aquello, yo,
que no creía en las visiones, ni en las parábolas bíblicas, ni siquiera en Jesús. Aquello me dejó
aturdido. Abruptamente, deje de orar, me levanté y salí del cuarto.
Toda aquella noche pensé en lo que había sucedido. No era exactamente una visión; más
bien era una parábola de mi imaginación con tonos de moraleja. Sin embargo, no me la podía
quitar de la mente. ¿Qué significaba? ¿Era genuina? No estaba seguro, pero sí sabía que toda mi
presunción había quedado reducida a añicos. En aquel instituto bíblico siempre había hallado
seguridad en mi agnosticismo. Aquello había terminado. Me había visto a mí mismo bajo una
nueva luz. Quizá, con toda mi aparente seguridad personal y mi burlón escepticismo, era el más
necesitado de todos.
Aquella noche le escribí una breve nota a mi prometida donde le decía cautelosamente:
«Quiero esperar unos cuantos días antes de hablar del tema, pero es posible que haya tenido la
primera experiencia religiosa auténtica de mi vida».
Dos apuestas
Le conté esa historia a Richard, que me escuchó con genuino interés. Todo había
cambiado en mi vida a partir de aquel momento, le dije. Con anterioridad, si alguien hubiera
sugerido que me pasaría la vida escribiendo acerca de la fe cristiana, habría pensado que estaba
loco. En cambio, desde aquella noche de febrero hace ya tantos años, he ido pasando por un lento
y continuo peregrinar con el objeto de recuperar lo que un día había rechazado como tonterías
religiosas. Recibí unos ojos llenos de fe que se abrieron a la creencia en un mundo invisible.
Richard se manifestó bondadoso, pero no convencido. Señaló con delicadeza que, al fin y
al cabo, existían otras explicaciones para lo que había sucedido. Durante varios años me había
estado resistiendo a una educación de tipo fundamentalista, y sin duda aquella represión causó
una profunda «disonancia cognoscitiva” dentro de mí. Puesto que llevaba tanto tiempo sin orar,
¿me debía sorprender que mi primera oración, por tentativa que fuese, liberara una oleada de
emociones que hallaran su salida de una forma como la «revelación” de la parábola del buen
samaritano?
Tuve que sonreír mientras Richard hablaba, ya que me reconocía a mí mismo en sus
palabras. Yo también había usado ese mismo lenguaje para hallarles una explicación a los
testimonios personales de muchos de mis compañeros de estudios. En cambio, desde aquella
noche, vi las cosas de una manera muy diferente.
Richard y yo estábamos describiendo el mismo fenómeno de dos maneras distintas:
mientras él miraba «al rayo de luz», yo me hallaba mirando a lo largo de él. Él tenía ciertas
evidencias a su favor. Yo tenía otras de mi parte; especialmente, el profundo e inesperado
cambio en mi manera de ver la vida. Sin embargo, las conversiones solo tienen sentido desde
adentro hacia afuera para los demás convertidos. Estábamos de vuelta en el punto de partida de
nuestra conversación cinco años atrás: habíamos llegado al misterio de la fe, una palabra
detestada por Richard.
Sentí el deseo de poderle presentar la fe de tal forma que la viera transparente como el
cristal, pero me di cuenta de que no tenía poder alguno para hacerlo. Percibía en él la misma
inquietud y alienación con que yo había vivido y que Dios sanara gradualmente. Sin embargo, no
le podía hacer un trasplante de fe; él tenía que ejercitarla por sí mismo.
Fue durante esta conversación cuando me di cuenta de que en realidad hay dos
«apuestas” cósmicas en movimiento. Yo me he centrado en la «apuesta” desde el punto de vista
de Dios, tal como la describe el libro de Job, en el momento en que Dios «arriesga” el futuro del
experimento humano «apostando” sobre la reacción de una persona. Dudo que exista alguien que
haya comprendido por completo esa «apuesta», pero Jesús enseñó que al final de la historia
humana, todo se reducirá a una sola cuestión: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en
la tierra?».
La segunda apuesta, que refleja el punto de vista humano, es la apuesta en la que se
enredó el propio Job: ¿Debía decidirse a favor de Dios, o contra él? Job pesó las evidencias, la
mayor parte de las cuales no sugerían que Dios fuera digno de confianza. Sin embargo, aunque
pataleando y gritando todo el tiempo, decidió poner su fe en Dios.
Cada uno de nosotros debe decidir si va a vivir partiendo del principio de que Dios existe
o del principio contrario. Cuando Humberto Eco se sentó en lo alto de aquel estadio bajo el sol
del mediodía y miró hacia abajo, donde estaba el campo de fútbol, se hizo la pregunta más
importante de su vida… de cualquier vida. ¿Hay alguien observándonos? Y la respuesta a esa
pregunta depende totalmente de la fe; por ella y solo por ella deberá vivir el justo.
Dos parábolas
Termino este libro con dos relatos, ambos auténticos, que para mí representan parábolas
sobre las dos alternativas: el camino de la fe y el camino lejos de la fe.
La primera procede de un sermón de Frederick Buechner:
Es una historia típica del siglo veinte, y es casi demasiado terrible para contarla. Trata de
un muchacho de doce o trece años que, en un arrebato de ira, locura y depresión, se consiguió un
revolver y disparó contra su padre, quien no murió en el instante, sino poco después. Cuando las
autoridades le preguntaron al muchacho por qué lo había hecho, él dijo que fue porque no podía
soportar a su padre; porque su padre le exigía demasiado; porque siempre estaba encima de él;
porque odiaba a su padre. Más tarde, luego de que lo enviaran a una institución penal en algún
lugar, un guarda caminaba por el corredor a altas horas de la noche cuando oyó sonidos en el
cuarto del muchacho y se detuvo a escuchar. Las palabras que oyó decir al muchacho en la
oscuridad mientras sol lozaba eran: «Quiero que venga mi padre; quiero que venga mi padre”2.
  Buechner dice que esta historia es «una especie de parábola de nuestra vida». La sociedad
moderna es como ese muchacho en la institución penal. Nosotros hemos desechado a nuestro
Padre, algo así como si lo hubiéramos matado. Pocos pensadores, escritores, directores de
películas o productores de televisión toman a Dios en serio actualmente. Dios es un anacronismo,
algo superado. El mundo moderno ha aceptado la «apuesta», y ha apostado contra Dios. Hay
demasiadas preguntas sin respuesta. Él nos ha desilusionado de una vez más de lo debido11*.
Es difícil vivir sin tener certeza de nada. Sin embargo, aún se pueden escuchar sollozos,
apagados clamores que hablan de una pérdida, como los que se expresan en la literatura y en casi
todo el arte moderno. La alternativa a la desilusión con Dios parece ser la desilusión sin Dios.
(Bertrand Russell decía: «El centro de mi ser se mantiene siempre y eternamente en una agonía
terrible —un dolor curiosamente salvaje— la búsqueda de algo que se halla más allá de cuanto el
mundo contiene”).
11*
«¿No ha oído hablar del hombre que encendió una lámpara en una mañana
resplandeciente y se fue al mercado, donde comenzó a gritar sin cesar: «Busco a Dios. Busco a
Dios”? Todos se rieron, y […] el hombre saltó en medio de ellos, mirándolos ferozmente y gritó:
«¿Dónde está Dios?”. «Se lo diré. Nosotros lo hemos matado; ustedes y yo”. Todos nosotros lo
hemos matado, pero, ¿cómo es posible que lo hayamos hecho? ¿Cómo es posible que nos
traguemos el mar? ¿Quién nos dio una esponja para borrar el horizonte? ¿Qué haremos ahora que
la tierra se ha escapado de su sol?”
— Friedrich Nietzsche, The Gay Science [La alegre ciencia].
Veo esa sensación de pérdida en los ojos de mi amigo Richard, aún hoy. Él dice que no
cree en Dios, pero sigue suscitando el tema una y otra vez, protestando en una voz demasiado
alta. ¿De dónde procede esta dolorosa sensación de haber sido traicionado si no existe aquel que
nos puede traicionar?
La parábola de Frederick Buechner se refiere a la pérdida de un padre; la segunda se
refiere al descubrimiento de un padre. También es tomada de la vida real; resulta ser mi propia
historia.
Un día de fiesta me encontraba visitando a mi madre, que vive a casi mil doscientos
kilómetros de donde yo vivo. Estábamos recordando los tiempos pasados, como las madres y los
hijos suelen hacer. Inevitablemente, la gran caja llena de fotos antiguas bajó del estante del
armario, derramando un confuso montón de finos rectángulos que marcaban mi progreso a través
de la niñez y la adolescencia: los disfraces de vaqueros e indios, el traje de conejo que usé en el
drama de primer grado de primaria, mis animalitos de la niñez, los interminables recitales de
piano, las graduaciones de primaria y secundaria, y por último de la universidad.
Entre esas fotos encontré una de un recién nacido con mi nombre escrito por detrás. La
foto en sí no tenía nada de extraordinario. Mi aspecto era el de cualquier bebé: gruesas mejillas,
medio calvo, con una mirada perdida y unos ojos no muy bien enfocados. Sin embargo, la foto
estaba estrujada y dañada, como si uno de aquellos animalitos de mi niñez la hubiera atrapado.
Le pregunté a mi madre por qué había guardado una foto tan estropeada cuando tenía tantas otras
que no estaban dañadas.
Hay algo que quiero que sepa con respecto a mi familia. Cuando yo tenía diez meses, mi
padre contrajo polio en la espina dorsal. Tres meses más tarde murió, poco después de mi primer
cumpleaños. Quedó totalmente paralizado a los veinticuatro años, con los músculos tan
debilitados que tenía que vivir dentro de un gran cilindro de acero que respiraba por él.
Recibía pocas visitas, pues la gente sentía tanta histeria acerca de la polio en 1950 como
la que siente hoy por el SIDA. Mi madre, la única visitante que seguía llegando fielmente, se
sentaba en un determinado lugar, de manera que la pudiera ver en un espejo atornillado a un
costado del pulmón de hierro.
Mi madre me explicó que había guardado la foto como recuerdo, ya que durante la
enfermedad de mi padre la habían colocado en su pulmón de hierro. Él le había pedido fotos de
ella y sus dos hijos, y mi madre tuvo que engancharlas entre unos botones de metal. Esa era la
razón de que mi foto de bebé estuviera tan estrujada.
Vi muy pocas veces a mi padre después que ingresó en el hospital, puesto que no se
permiten niños en las salas de enfermos de polio. Además, yo era tan pequeño que, aun en el
caso de que me hubieran permitido entrar, no habría conservado ese recuerdo.
Cuando mi madre me contó la historia de aquella estrujada foto, sentí una reacción
extraña y poderosa. Me parecía extraño imaginarme que le interesara a alguien que, en cierto
sentido, yo nunca había conocido. Durante los últimos meses de su vida, mi padre había pasado
las horas que estaba despierto contemplando esas tres imágenes de su familia mi familia. No
tenía nada más por delante en su campo de visión. ¿Qué hacía todo el día? ¿Oraba por nosotros?
Sí, seguramente. ¿Nos amaba? Sí. No obstante, ¿cómo puede expresar su amor una persona
paralizada, especialmente cuando a sus propios hijos se les prohíbe entrar al cuarto?
Aquella estrujada foto me ha venido con frecuencia al pensamiento, porque es uno de los
pocos lazos que me unen al desconocido que fue mi padre; un extraño que murió con diez años
menos de los que yo tengo ya. Alguien a quien no recuerdo, de quien no guardo conocimiento
sensorial alguno, se pasaba todo el día, todos los días, pensando en mí, dedicándose a mí,
amándome lo mejor que podía. Quizá, de alguna forma misteriosa, lo esté haciendo ahora en otra
dimensión. Quizá vaya a disponer de tiempo, mucho tiempo, para renovar una relación que fue
cruelmente cortada cuando acababa de comenzar.
Menciono esta historia porque las emociones que sentí cuando mi madre me mostró
aquella foto estrujada fueron las mismas emociones que sentí aquella noche del mes de febrero
en el cuarto de la residencia estudiantil, cuando creí por vez primera en un Dios de amor. Hay
alguien aquí, me di cuenta. Alguien que observa la vida mientras esta se desarrolla en el planeta.
Aun más, hay alguien aquí que me ama. Fue una asombrosa sensación de tenaz esperanza; una
sensación tan nueva y sobrecogedora, que me pareció totalmente justificado arriesgar mi vida por
ella.
1
Humberto Eco, Travels in Hyper Reality, pp. 167, 168.
2
Frederick Buechner, The Magnificent Defeat, p. 65.
Cita bíblica: Lucas 18.
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