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01/02/1983

México contemporáneo: Revolución e Historia.


Adolfo Gilly.

Adolfo Gilly estuvo durante el último trimestre de 1982 como profesor


visitante en el Departamento de Historia de la Universidad de Chicago.
El texto que presentamos es una versión ampliada de la conferencia
dictada en esa universidad el 22 de noviembre de 1982. El último libro
de Adolfo Gilly: Por todos los caminos. Escritos políticos, 1956-1981,
Editorial Nueva Imagen, 1983.

1. INTRODUCCIÓN: PILSEN

Hace unos meses, caminando por Pilsen [el barrio mexicano de


Chicago], un amigo me llevó ante la vitrina de un barbero: estaba llena
de fotos de Villa en diferentes épocas de su vida, algunas de Madero,
ninguna de Carranza y el original, enmarcado, de un bando fechado en
Columbus el 16 de marzo de 1916, ofreciendo 5.000 dólares de
recompensa por la cabeza de Pancho Villa o a quien diera indicaciones
que permitieran atraparlo. En otros pequeños negocios de mexicanos,
o en casas, o en lugares de reunión, o en murales callejeros en que es
tan pródiga esta ciudad, encontré en Pilsen personajes y alegorías de
la revolución mexicana o del mítico pasado precortesiano, tal como
quieren imaginarlo quienes, sintiéndose aún en tierra extraña, buscan
afirmar los baluartes protectores de una identidad que no entienden
disolver así nomás porque sí. Se me volvió a presentar entonces, bajo
una nueva forma y en otra función, ese rasgo más marcado en el
mexicano que en otros pueblos, ese peculiar aferrarse a su historia,
verdadera o mitificada, esa especie de pasión por ciertos episodios y
personajes del pasado, creados y recreados por la imaginación
colectiva -y por la retórica oficial, que de todos modos debe adaptar
sus formas a los contornos de aquélla- según las exigencias clásicas de
los mitos fundadores.
El mayor de estos mitos no se pierde, como los mitos clásicos, en el
crepúsculo matutino de los tiempos homéricos, sino que aún
sobreviven algunos de los que lo vivieron o de los que conocieron a
sus héroes mayores, aún es en México anécdota personal o historia
familiar de los padres y abuelos de cada uno. Ese mito casi
contemporáneo es la revolución mexicana. Sometida a esa doble
presión deformante, la del mito de abajo y la de la retórica de arriba,
la historia de esa revolución, como la de tantas otras, ha sufrido sus
propias vicisitudes. Hacer la historia de estas vicisitudes de una historia
es también tarea del oficio de historiador.

2. REVOLUCIÓN Y CIENCIA DE LA HISTORIA

Si la historia es el estudio de las relaciones sociales entre los seres


humanos y de sus transformaciones en el tiempo y en la geografía, no
es difícil comprender por qué las revoluciones, que son o quieren ser
una violenta condensación de esas trasformaciones en un corto
período de tiempo, plantean problemas peculiares a la historia como
tarea científica.

En primer lugar, las revoluciones pueden pasar al lado de muchas


ciencias y de sus conclusiones prácticas, pero siempre interfieren,
como por una necesidad interna, en las ciencias sociales. Lo mismo
hacen las contrarrevoluciones, cuya lógica en esto es similar pero
invertida. De todas las ciencias sociales, las revoluciones interfieren
más directamente en la historia, es decir, en aquella ciencia cuyo
objeto es el material del cual las revoluciones están hechas.

Esto parece normal. Las revoluciones buscan destruir un viejo orden


social y sus instituciones jurídicas e imponer otro nuevo. Pero cada
antiguo orden es una poderosa malla de tradiciones, hábitos,
creencias, imaginaciones e intereses entretejida en siglos incontables.
Y si bien es posible establecer instituciones que reflejan el ascenso de
nuevas fuerzas e intereses sociales desarrolladas en el seno del orden
antiguo, no se puede, por un acto puramente político como lo es una
revolución, sustituir las creencias, las tradiciones, la cultura nacional y
material que se han vuelto casi psicología y, por así decirlo, una
especie de naturaleza social de cada pueblo.

Los nuevos dirigentes, una vez que el levantamiento inicial que los
llevó al poder se ha calmado, como sucede normalmente -la gente no
puede permanecer siempre movilizada dejando a un lado las
exigencias de la vida cotidiana- están obligados a legitimar su poder y
sus objetivos. La primera legitimación, por supuesto, está en el origen
de ese poder, en la revolución misma como movimiento popular. Pero
luego tienen que tomar en cuenta y enfrentar a aquellos otros
elementos profundamente arraigados en la psicología colectiva que
han recibido en herencia- y sin esa herencia ninguna nación existiría-,
si es que aspiran a una aceptación y legitimación más permanentes del
nuevo orden revolucionario.

Aquí se nos presenta, habitualmente, un agudo punto de viraje.

En el antiguo orden historia y tradición trabajaban como fuerzas


legitimadoras de los anteriores poderes establecidos. Los
revolucionarios eran feroces críticos de ese estado de cosas. La
separación de ciencia y religión, de historia y poder, era una demanda
normal de los ideólogos, teóricos y precursores de cada revolución
moderna: ellos estimulaban y promovían el pensamiento crítico y la
crítica.

Pero una vez que el nuevo poder se ha establecido a su vez, su


búsqueda de legitimación lo lleva rápidamente a buscar apoyo
ideológico en los mismos terrenos en que los viejos poderes habían
fundado su propia justificación ideológica. Y entonces, una vez más, la
historia es la primera disciplina que se ve arrancada del terreno de la
ciencia -es decir, de las exigencias del pensamiento crítico, la prueba
material y la demostración empírica- hacia los dominios de la ideología.
La historia, antes concebida por los partidarios del cambio
revolucionario principalmente como una crítica del poder existente,
vuelve a presentarse como un discurso del nuevo poder establecido
-en otras palabras, pierde su carácter crítico y científico, su filo y su
fuerza, y queda otra vez sometida a las exigencias políticas del día o
de la semana. "No hay mejores partidarios del orden que los
revolucionarios en el poder", dice la amarga y escéptica frase inicial del
checoslovaco Milan Simecka en su libro El restablecimiento del orden.

3. CIENCIA Y POLÍTICA

Por supuesto, esta mezcla de ciencia y política no es nueva. Desde que


la política existe en el sentido original de la palabra, desde las
ciudades-estado griegas, ella ha interferido en la ciencia y en el
pensamiento científico. No puedo asegurar que esto fuera una
debilidad. Tiendo a creer más bien que, como uno de los tantos lazos
con la práctica, esta relación era también una fuente de fuerza para la
ciencia. Pues no se puede olvidar que, por otra parte, el pensamiento
científico, desde que se separó de la religión, lo hizo mezclado con la
política y con el Estado, ligazón que realmente necesitaba para afirmar
su autonomía frente al pensamiento religioso. Como a su vez el poder
estatal, hasta las revoluciones modernas, también ha estado casi
siempre y en casi todas partes fuertemente ligado a la religión,
podemos imaginar fácilmente cuán amplio espacio tendría, en una
historia política de la ciencia, este largo y difícil camino en busca de su
propia autonomía -de su libertad, si así puedo decirlo- con respecto a
las exigencias y las imposiciones de la política y de la religión.

Apenas con el ascenso del capitalismo moderno la ciencia pudo


encontrar, en las amplias y poderosas fuerzas del mercado, un sólido
punto de apoyo para su autonomía; pero sólo para ser sometida casi
de inmediato a una nueva amenaza y una servidumbre más férrea: las
del poder del dinero y del capital, tal como se expresan sin retén en el
juego irrefrenable y omnipotente del mercado mundial.

4. LA REVOLUCIÓN COMO LEGITIMACIÓN

Las revoluciones modernas siempre han querido, en sus programas o


en sus esperanzas, cortar esos lazos, poner fin a toda servidumbre de
la ciencia y del pensamiento científico. Era su propósito declarado
ampliar el campo de la política y la participación política -la ciudadanía-
a todos y cada uno de los seres humanos; llevar la educación a todos
sin distinción de raza, sexo, propiedad o lo que fuera; terminar con
todo tipo de dependencia personal: tributo, esclavitud, servidumbre o
vasallaje; separar al poder estatal de la religión y liberar a la ciencia y
al conocimiento de la sumisión al poder político o a la autoridad
religiosa.

Si estos objetivos fueron expresados en su forma más clara por los


ideólogos de la Gran Revolución Francesa, podemos decir también que
ellos fueron heredados por las revoluciones sucesivas y estuvieron
presentes, de un modo o de otro, en todas las revoluciones de nuestro
tiempo, hasta la cubana, la vietnamita y la nicaragüense. Pero si en
este siglo buscamos una revolución que fue y quiso ser heredera
directa y declarada de la Gran Revolución Francesa en sus fines y en
su lenguaje mismo, la tenemos en este continente, en América Latina;
la revolución mexicana de 1910-1920. Aún el congreso revolucionario
que se reunió en su momento culminante, hacia fines de 1914, tomó
su nombre de la tradición francesa: la Soberana Convención Militar de
Aguascalientes.

En esta revolución se nos vuelve a presentar el mismo problema: el


nuevo poder, establecido después de diez años de batallas contra el
antiguo orden y entre los mismos revolucionarios, diez años de
esperanza, crueldad, sangre y furia, necesita afirmar su derecho a
existir y mira otra vez hacia la historia como fuente de legitimación
política.

Pero, por otra parte, debemos ver que la historia misma ha cambiado
su status -si puedo usar esta palabra- en la mente del pueblo. La
historia, para el pueblo mexicano existía como un vago relato de los
orígenes nacionales: la Colonia, la Independencia, la Reforma, y luego
un largo período de más de cuarenta años en que los cambios políticos
casi habían desaparecido, y con ellos la noción de historia como una
realidad viviente para el pueblo. En un sentido aún más amplio, bien
podemos decir que para una gran parte de ese pueblo mexicano la
historia no existía en absoluto, en tanto su vida campesina, en los
pueblos y aldeas, había permanecido prácticamente sin cambiar
durante decenios y decenios y, en sus profundidades, durante siglos.
Como lo muestra John Womack en Zapata y la revolución mexicana,
como desde otro ángulo lo confirma Friedrich Katz en La guerra
secreta en México, para muchos la revolución comenzó como un
alzamiento contra los cambios de la historia: la defensa o la
recuperación de las tierras de los pueblos mediante la restauración de
los derechos concedidos por los títulos virreinales en el sur, el
restablecimiento de las desaparecidas colonias militares en el norte. La
historia, que era entonces la penetración acelerada de las relaciones
capitalistas en la belle époque mexicana del porfiriato, estaba
arrasando con vidas y costumbres de los campesinos, y éstos se
metieron en la revolución, iniciada por los de arriba, sublevados desde
abajo contra esa historia que los destruía.

Pero al hacerlo, se metieron en la historia y con ellos todo el pueblo


mexicano irrumpió a la mitad del foro cambiando al país desde abajo
hacia arriba y por todos sus rumbos, caminos y senderos. El pueblo
mexicano se puso a hacer la historia en primera persona, destruyó un
Estado y su ejército, ocupó con sus armas la capital de la república y,
saliendo de sus casas, aldeas y villorrios a la bola, descubrió a México,
su país, a punta de fusil, y se cambió a sí mismo abriendo a caballazos
las puertas del tiempo. En la revolución mexicana, la historia que antes
se escribía con la H mayúscula, se hizo experiencia colectiva, vida
contemporánea, conocimiento popular y el mito se puso al alcance de
todos, incluído el barbero de Pilsen en Chicago. En esos diez años
crueles y fulgurantes el pueblo mexicano se acostumbró a tutear a la
historia, porque ella se puso a hablar de "gente como uno", Pancho,
Emiliano, Genovevo o Eufemio, y ya no sólo de los héroes epónimos de
uniforme, levita o bigotes de bronce.

5. LOS HISTORIADORES POSTREVOLUCIONARIOS

Esa historia compartida y vivida por todos tenía, al mismo tiempo, las
condiciones para convertirse muy rápido en un discurso fundador, un
discurso sobre los orígenes -como dice Francois Furet de la revolución
francesa-, un signo de identidad al alcance de todos y una
confirmación, útil para los nuevos dueños del poder, de la restablecida
comunidad ilusoria entre los de abajo y los de arriba -los mismos
aquéllos, renovados éstos- bajo la protección de los símbolos
nacionales. El trabajo del historiador, bajo ese mito y con ese signo, se
convirtió rápidamente en el México postrevolucionario en la tarea
altamente politizada de elaborar y enriquecer ese discurso.

Dos presiones sociales convergieron hacia este fin: por un lado, las
necesidades de legitimación de los nuevos dirigentes y gobernantes:
por el otro, las exigencias de una identidad colectiva en el pueblo
pobre que había entrado en los nuevos campos de la historia abiertos
por la revolución. Gobernantes y gobernados, dominadores y
dominados, los de arriba y los de abajo, volvieron a encontrar un
origen común, es decir, una base nacional común. Lo que la revolución
había destruído, la postrevolución comenzó a reconstruir sobre nuevos
fundamentos. Y la historia y sus historiadores fueron llamados a
ponerse al servicio de esta tarea, política y religiosa al mismo tiempo.
Pero la revolución mexicana no era historia todavía: era crónica,
polémica, periodismo, documentos secretos, chismes, novelas,
cuentos. No era todavía historia politizada, era política pura. De este
modo, los principales fundadores de los estudios históricos
postrevolucionarios en México fueron participantes ellos mismos, como
José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán o Mariano Azuela, para
mencionar sólo tres figuras sobresalientes entre los escritores,
cronistas y memorialistas de ese tiempo. Ya entonces podemos
encontrar entre esas figuras algunos norteamericanos, de los cuales el
mayor es, por supuesto, John Reed.

El Estado nacido de la revolución fundamentó su consolidación y su


equilibrio con las vastas reformas cardenistas de la segunda mitad de
los años treinta: organización obrera de masas, leyes laborales,
reforma agraria, educación popular y expropiación petrolera. Podemos
decir que desde esa época en adelante una escuela de historiadores
pro-revolucionarios, como la llama Michael Meyer, o historiadores post-
revolucionarios, como me parece justo denominarlos, comenzó a
afirmarse y a desarrollarse. Pienso que el precursor fue un
norteamericano, Frank Tannenbaum, el escritor que ya en 1933, en
Peace by Revolution, vislumbró con claridad y con fervor los contornos
de esa utopía mexicana que fue el cardenismo. Esta escuela tiene su
expresión por así decirlo clásica en Jesús Silva Herzog, uno de los
herederos en el campo de los estudios históricos de la tradición del
liberalismo mexicano, o en Isidro Fabela, el recopilador minucioso de
los documentos históricos de la revolución. La izquierda, por su parte,
entró en el terreno de la interpretación histórica de la revolución
mexicana, en la forma esquemática hecha norma por el ascenso del
stalinismo en la Unión Soviética y de su influencia en el marxismo
mundial. Si a esta trampa escapa la obra precursora de José C.
Valadés, en cambio cae en ella y se convierte en una de sus
encarnaciones típicas el trabajo de José Mancisidor, un buen y tal vez
honesto ejemplo de cómo no escribir la historia desde la izquierda.

En esta corriente de historiadores post-revolucionarios el discurso de


los orígenes abarca tanto la revolución mexicana como el pasado
azteca, la Independencia o la Reforma liberal. Ese discurso queda
fijado en los murales mexicanos, tan peculiarmente afectos a la
historia como su tema principal y dominante.

El Estado surgido de la revolución necesitaba refundar la historia, y con


él también lo necesitaban los revolucionarios, en un momento en que
no era sencillo establecer una separación entre Estado y
revolucionarios porque ambos enfrentaban, en el terreno de la historia
y de la educación como en todos los demás, a un enemigo común, los
antiguos propietarios del conocimiento, las viejas clases cultas y sus
todavía dominantes interpretación y utilización del pasado y de la
cultura nacionales. A esas clases, a quienes la revolución había
arrebatado el control del Estado, había que quitarles todavía su férreo,
despiadado y secular control del pensamiento mexicano. Sólo pueden
pasar por alto la realidad de este enfrentamiento, aún en los términos
elementales en que muchas veces se dio en los años treinta, aquéllos
que creen que cultura y pensamiento flotan en un éter inmaterial ajeno
a las presiones de la sociedad y por encima de ella.

Estudios históricos y política post-revolucionaria se entretejieron


entonces inseparablemente. Toda la historia de los decenios
posteriores a la República Restaurada y anteriores a la Revolución cayó
bajo condena. El régimen de Porfirio Díaz fue presentado como la
imagen del conservadurismo, la opresión y hasta el atraso. Los
dirigentes de la revolución, que pasaron buena parte de sus vidas
combatiéndose y matándose entre sí, resultaron santificados en bloque
y sus diferencias y disputas fueron minimizadas. Así como tiene
héroes, este pensamiento histórico necesita tener traidores. Victoriano
Huerta, un militar capaz y un presidente despiadado, resultó ser el
paradigma del traidor, y la escuela histórica post-revolucionaria logró
instalar esta idea tan cabalmente que incluso una obra biográfica
importante sobre el personaje, la de Michael Meyer, a diez años de su
publicación en inglés aún no ha encontrado un editor mexicano.
El Estado post-revolucionario alentó y protegió una visión oficial de la
historia de México y de su revolución y el trabajo de los historiadores
fue apoyado y al mismo tiempo interferido por esta visión y este sesgo
políticos de su tarea. Pero esta resultó posible y aceptable no
principalmente en razón de alguna indebida presión política sobre
ellos, sino sobre todo porque esta visión nacionalista y post-
revolucionaria del pasado tenía un fuerte consenso popular en el país.
El Estado mexicano se hizo maestro en el arte de utilizar a la historia
como un instrumento de persuasión ideológica y en confundir el
discurso de los orígenes con sus propios objetivos y programas
políticos inmediatos de cada momento.

Pero lo que en el cardenismo era lucha, ingenua y elemental si se


quiere, contra el monopolio de la cultura y el conocimiento por los
intereses, los puntos de vista y las interpretaciones de las antiguas
clases cultas (y por su aliada y vulgarizadora a nivel popular, la
Iglesia), en el período posterior a Cárdenas, después del viraje
conservador del propio Estado a partir de los años cuarenta, se volvió
cada vez más justificación ideológica de ese curso derechista y
utilización demagógica del pasado revolucionario destinada al consumo
escolar y popular. Desde entonces, cada gobierno mexicano con su
ideología mantuvo y renovó el mito nacional de una revolución
ininterrumpida, una revolución que aún con altibajos continúa y se
encarna, en cada momento, en el régimen de turno en el poder. De
este modo, la historia se convierte en servidora burocrática de ese
poder, aún cuando éste se considere a sí mismo un poder
revolucionario o surgido de una revolución.

Esta influencia de la escuela histórica post-revolucionaria es todavía


tan fuerte que uno de los principales trabajos históricos colectivos
sobre el México contemporáneo, elaborado en los años recientes por
un grupo calificado de estudiosos de El Colegio de México, abarca
desde 1910 hasta 1960 y cubre esos cincuenta años bajo el título
común de Historia de la Revolución Mexicana, como si ésta se
extendiera, según lo quiere la ideología del Estado, en un proceso
permanente que llega hasta nuestros días: difícil hallar un símbolo más
trasparente de la penetrante y persistente politización estatal de la
interpretación y la reconstrucción históricas, precisamente en quienes
han querido y creído oponerse expresamente a esa politización.

6. LA REBELIÓN DE LOS SESENTA

En este campo, como en tantos otros, los años sesenta trajeron un


cambio radical. Una nueva revolución latinoamericana, la revolución
cubana, estaba en auge y cubría con la sombra que proyectaban sus
audacias y sus conquistas el brillo y la gloria ya antiguos y opacados
de la entonces cincuentenaria revolución mexicana. La cubana, yendo
aún más lejos en sus proyectos, sus realizaciones y sus desafíos,
obligaba a la revisión de los límites históricos de la mexicana.

Uno de los principales agentes del cambio en los estudios históricos de


México fue, significativamente, un historiador de la escuela liberal
clásica, Daniel Cosio Villegas, con su Historia moderna de México
revalorando el México porfiriano y trayéndolo del infierno donde lo
había colocado la historiografía post-revolucionaria a la realidad de las
investigaciones y valoraciones objetivas de la historia.

El otro libro fundamental en este viraje fue, indiscutiblemente, el ya


clásico estudio de John Womack que, como bien ha sido dicho, saca a
Zapata de los cielos de la historiografía oficial y lo devuelve a su tierra,
Morelos, y a su gente, los campesinos del sur. Debo también
mencionar aquí -y al hacerlo estoy seguro de que resulto responsable
de más de una omisión- los trabajos de otro precursor norteamericano
de los nuevos estudios sobre la revolución mexicana, Robert Quirk, el
mejor historiador de ese acontecimiento soberbio y culminante de la
revolución, la Convención de Aguascalientes.
Esos fueron años de ruptura al menos en dos aspectos decisivos: 1)
una ruptura inicial con el mito de los orígenes y el discurso de los
fundamentos de la nación y una declaración de independencia del
historiador con respecto al poder y a la política inmediata; 2) un
cambio y un perfeccionamiento sustanciales en el oficio del historiador.

Como sucede siempre, un acontecimiento nacional verdaderamente


histórico ayudó, estimuló y consolidó esta tendencia hacia la
independencia de pensamiento y la autonomía con respecto al poder
en los estudios históricos y el gigantesco movimiento estudiantil y
popular que en México mostró a todos que la esperanza, una vez más,
no era una propiedad del Estado que tenía que dispensarse desde
arriba sino un bien terrenal y común del pueblo que tenía que
construirse y conquistarse desde abajo.

Los años setenta son de ruptura en la historiografía mexicana, ruptura


con la política en su sentido más corto e inmediato y distanciamiento
de la tutela directa del poder estatal de sus exigencias, sus demandas
y sus imposiciones. En todo caso, este es un proceso no concluído, y
está en la naturaleza del poder político post-revolucionario mexicano el
permanente intento de volver las cosas al estado anterior en el terreno
de los estudios históricos, aunque sea en una forma más sutil y
sofisticada, y de mantener las cosas donde están en la utilización
ideológica del conocimiento histórico. Pero este proceso de ruptura,
una vez en movimiento y siendo ante todo un proceso de las ideas y la
inteligencia, difícilmente puede ser vuelto para atrás o siquiera
detenido.

No mencionaré aquí a ninguno entre los historiadores mexicanos


porque por fuerza omitiría demasiados. Haré sin embargo una
excepción con la cual, creo, todo historiador mexicano actual
concordará: el nombre de Luis González, michoacano.
7. HISTORIOGRAFÍA NORTEAMERICANA SOBRE LA REVOLUCIÓN Y EL
MÉXICO CONTEMPORÁNEO

Aquí entra, según creo, un factor nuevo -nuevo en el sentido de que


adquiere, desde fines de los años sesenta hasta el presente, un
impulso autónomo y una dinámica creciente. Es el trabajo de los
estudiosos norteamericanos sobre la revolución mexicana y sus
antecedentes y sobre el México contemporáneo. Ellos traen consigo su
oficio, un punto de observación específico y privilegiado y un hábito
arraigado de precisión documental.

Aquí sí quiero mencionar algunos nombres, aún si ello me hará


culpable de la omisión de muchos. Mi disculpa es que no pretendo dar
a ustedes una bibliografía sino sólo una idea general de una de las
tendencias importantes de la actual historiografía en Estados Unidos.

Como huésped educado de la Universidad de Chicago, pero también


como deudor de conocimientos y de guías para mi propio estudio,
quiero comenzar nombrando a dos de nuestros amigos de Chicago:
Friedrich Katz y John Coatsworth, con sus obras y estudios sobre Villa,
la revolución del norte y el período porfiriano. Partiendo desde allí,
puedo hacer una lista incompleta e impresionante de historiadores
norteamericanos y sus estudios sobre la revolución y el México
contemporáneo: James Wilkie sobre el gasto estatal y el cambio social;
Michael Meyer sobre Huerta y Orozco; Clark W. Reynolds sobre las
tendencias de largo plazo en los cambios del México contemporáneo;
John Cockroft sobre los precursores de la revolución; John Hart y
Ramón E. Ruiz sobre el movimiento obrero mexicano en la revolución
(que continúan el trabajo iniciador de Marjorie Ruth Clark en los años
treinta); Robert Freeman Smith sobre el nacionalismo revolucionario
mexicano; W. Dirk Raat sobre el magonismo y los I.W.W.; Heather
Fowler Salamini sobre el movimiento agrario en Veracruz; Nora
Hamilton sobre el período de Cárdenas; además de los incontables
estudios de caso donde antropólogos e historiadores han iluminado
sectores y puntos específicos del México contemporáneo. Quiero
agregar aquí, aunque no sean norteamericanos, los nombres de dos
británicos y un francés entre los que han contribuido al cambio en
curso en la historiografía de la revolución mexicana: Barry Carr, David
Brading y, por supuesto, Jean Meyer.

Todos estos que digo, y otros que por ignorancia o por olvido no digo,
han significado un enriquecimiento, poco usual en el caso de otros
países, para la historiografía del México revolucionario y
postrevolucionario. Provenientes de diferentes formaciones teóricas y
métodos de investigación e interpretación, ellos han brindado un
inesperado apoyo objetivo a la tendencia ya existente en los estudios
históricos de la revolución mexicana hacia su autonomía del poder
estatal y de sus requerimientos de política inmediata, hacia una real y
necesaria ruptura entre el oficio de historiador y los hechos y
demandas del poder establecido.

Si el trabajo de estos estudiosos aporta a México ángulos y puntos de


vista innovadores sobre su propia historia, es también importante el
aporte que puede representar para la investigación social e histórica en
Estados Unidos. Puede contribuir a abrir, ante todo, una puerta
objetiva, efectiva y desinteresada hacia otros países -siempre que esa
tarea asuma la misma independencia con respecto al poder real de su
propio país (que no reside tan visiblemente en el Estado, como en
México, sino sobre todo en las múltiples formas culturales que el
establishment del capital toma) que demanda a los historiadores
mexicanos. Quiero suponer que abrir tales puertas al mundo ha sido
siempre un problema para los estudiosos de las ciencias sociales en
este país, tan único y tan diferente de todos los otros cuyas sociedades
se arraigan en la compleja riqueza de sus pasados precapitalistas, y
que al mismo tiempo pretende tan imperiosamente aspirar a la
universalidad de su forma de pensar y de su modo de vivir.
Me parece tosca y erróneo la idea -tal vez sorprendente aquí, pero no
al sur del Río Bravo- de que los historiadores norteamericanos puedan
haber sido llevados hacia los estudios mexicanos, aún a su pesar,
como un instrumento de penetración ideológica dentro de México. Esta
suposición es demasiado elemental para ser sostenible, y no porque
sea imposible, sino porque los hechos, lejos de probarla, la refutan.
Más bien me atrevería a proponer la idea opuesta.

Diría que la poderosa rebelión del pueblo mexicano en aquellos días, el


fuerte y orgulloso carácter nacional que en ella se formó, la luz y la
sombra, el sonido y el silencio, la concentración de pasado y de
esperanza que fue, todo junto, la revolución mexicana, han llamado
fuertemente a la imaginación y al sentido del destino y del afecto
humanos que todo verdadero historiador tiene que llevar en su mente
y en su alma. Si este es el caso, tal motivación no sólo es sólida y
fértil: es también una garantía para el futuro del estudio y la
comprensión de una historia, la mexicana, que es inseparable, bien lo
sabemos todos, de la historia pasada y venidera del pueblo
norteamericano.

8. PELIGROS

Afirmados ya los cambios posteriores a los años sesenta, es hoy


relativamente fácil ver y criticar las limitaciones o las exageraciones de
muchos de los historiadores postrevolucionarios (o pro-
revolucionarios), sobre todo cuando su escuela se volvió manierismo e
imitación de los iniciadores o simple tarea por encargo oficial más o
menos directo (y quienes trabajamos en las universidades estamos
obligados a registrar las infinitas formas de sugerir, proponer y obtener
sin decir). Pero también hay en esto un peligro: el de dejar de ver la
tarea necesaria que esa escuela cumplió, con todos sus
esquematismos, contra una visión pretérita, aristocrática y antinacional
de la cultura. Sus años juveniles fueron años de combate, y si hoy
vemos los límites de ese combate que ya algunos advirtieron entonces,
ello no quiere decir que combatir no fuera necesario.

El peligro reside en una visión empirista del trabajo del historiador, que
reaccionando contra la exageración o la tendenciosidad de
interpretaciones apriorísticas insuficientemente contrastadas con los
datos y los hechos, reniegue de todo método interpretativo y asuma
así, sin decirlo y tal vez sin saberlo, su propio sesgo interpretativo, el
del objetivismo empírico que cree ciegamente en la acumulación de los
datos que le parecen relevantes y oculta o no ve el criterio previo que
guía su propia selección y su propio ordenamiento de esos mismos
datos que recoge y usa.

La justificada reacción a favor de la independencia del historiador con


respecto al Estado y sus exigencias políticas encierra otro riesgo: el de
no ver que, superada la polémica de los historiadores post-
revolucionarios con las visiones y las versiones de las antiguas clases
cultas, el historiador actual se crea -él sí- absolutamente autónomo y
portador intelectual e individual de un pensamiento histórico atemporal
colocado por encima de los conflictos y las presiones de las sociedades
reales en las cuales trabaja y vive.

Entonces esta ilusión de neutralidad intelectual puede llevarlo a seguir


imposiciones o llamados, no por invisibles menos poderosos, de otras
instituciones tal vez menos ligadas a la ideología del Estado y más a las
demandas y necesidades del mercado de trabajo intelectual, como
pueden ser las grandes instituciones de enseñanza superior (privadas o
públicas, la distinción cada vez importa menos). Esa ilusoria
neutralidad académica, a la cual puede ser particularmente vulnerable
el pensamiento empírico-objetivista, resulta finalmente, en el campo de
los estudios históricos y en otros terrenos científicos, funcional a los
proyectos de los grandes controladores y usufructuarios
contemporáneos del conocimiento científico y de los recursos que lo
permiten, los dueños del capital. En tal caso la ilusión de
independencia sería sólo la cobertura, por invisible aún más nociva, de
una nueva dependencia, la de la omnipotencia de las fuerzas ciegas
del mercado.

Las instituciones culturales del Estado pueden perfectamente, a esta


altura del siglo y de las cosas mexicanos, subordinarse a esa lógica y
estimularla con planes y proyectos de investigación histórica
supuestamente objetiva y despolitizada.

No es esa la independencia de que hablo. Si los estudios históricos de


la revolución han de ser fieles a la esencia de su tema, su
indispensable autonomía ante el poder y ante el mercado necesita
encontrar un sustento social en el pensamiento y en la práctica
actuales de ese pueblo que es legítimo heredero de las tradiciones y
las enseñanzas intelectuales de aquella revolución, aunque no de sus
bienes y sus goces materiales.

Chicago, 22 de noviembre, 1982.

05/01/2010
Las transfiguraciones del nacionalismo mexicano (MARZO 1995 -
DESHORAS).
Adolfo Gilly.
México: identidad y cultura nacional es el título de un libro colectivo
editado por la Universidad Autónoma Metropolitana. Impreso en un
gran formato inusual de 21 por 32 centímetros, es fácil de leer pero
difícil de acomodar en los anaqueles. Ocho son sus autores.(1) De
ellos, al menos seis constatan, de un modo u otro, la existencia o la
latencia de una crisis del nacionalismo mexicano: Gruzinski, Lafaye,
Monsiváis, del Val, Gabayet y Bartra. El volumen es el resultado de un
coloquio realizado en la UAM Xochimilco en marzo de 1992, coordinado
por Jacques Gabayel. Tres años después, podemos decir que esa crisis
está entre nosotros en su real magnitud, haciendo verdad varias de las
anticipaciones o premoniciones de los autores.

Vivimos hoy una crisis de la forma del Estado mexicano(2) y, con ella,
de su ideología fundante, el nacionalismo propio de la Revolución
Mexicana. En realidad, desde hace tiempo era más perceptible la crisis
de la ideología que la de la forma del Estado. Sin embargo, incapaz
como se reveló este Estado de engendrar una ideología unificadora
diferente, se ha mostrado que la crisis de la ideología anunciaba y
preludiaba la otra, la más profunda, la arrasadora crisis de la forma
estatal y de sus relaciones interiores.

De las dimensiones reales de estas crisis nuestros políticos de todos los


colores, pese a cuanto digan, parecen no tener conciencia clara, a
juzgar por sus desconcertadas idas y venidas en torno al hormiguero
institucional sobre el cual alguien -¿la globalización?, ¿el reino universal
de las finanzas?, ¿la caída del malhadado muro?, ¿la posmodernidad?,
¿el dedo de Dios?- ha volcado su ira sin piedad. No salen mejor
librados analistas y columnistas, esa especie que por lo general
sobrevuela las ondas superficiales de la política. Castigo para algunos
de ellos sería publicar ahora lo que escribieron apenas en septiembre
pasado, mes cuyo otoñal encanto postelectoral fue roto de un solo
balazo por el asesino de José Francisco Ruiz Massieu, el verdadero
heraldo de lo que vendría.

¿Es más que un cruce de dos crisis, la económica y la política, lo que


de este modo extravía las brújulas de individuos por otros conceptos
inteligentes y perceptivos" Creo que algo nos anticipan varios de los
autores de este libro.

Roger Barta dice en su ensayo:(3)


vivimos "una crisis del nacionalismo" y una "búsqueda de nuevas
formas de identidad". Buscamos nuevas respuestas a la eterna
pregunta: ¿quiénes somos esta comunidad de los mexicanos?, ¿quién
soy yo y cuál es mi comunidad dentro de esta comunidad o sin ella? En
la identidad que el nacionalismo define ya no me identifico, me veo
borroso, no pertenezco a ella como en otros tiempos. ¿Está cambiando
esta identidad? ¿Estoy cambiando yo mientras la identidad por siempre
permanece? Estas preguntas en torno a palabras escurridizas y
ambiguas como las del título del libro: "identidad" y "cultura", circulan
cada día en ensayos, artículos y columnas. Ellas delinean una crisis de
incertidumbre.

Para abordar esta incertidumbre, Jacques Laraye anota(4) la dificultad


misma de la idea de una cultura nacional y la atribuye a varios
"malentendidos":

Por un lado hay sectores de la sociedad que se empeñan en defender


una supuesta cultura nacional que sólo representa un vestigio de la
antigua cultura criolla de una reducida elite social, hoy diezmada por el
desarrollo económico acelerado. Por otra parte, una nueva burguesía
cosmopolita, nacida del progreso industrial y del comercio
internacional, exalta una civilización material que no es "cultura".

Hay, empero, un tercer afluente, sigue Laraye:

Por otro lado, los miembros de los grupos étnicos tradicionales,


dispersos por la mecanización de la agricultura, la especulación sobre
bienes, fondos, etcétera, se aferran con desesperación a lo único que
parece capaz de mantenerse a flote en el naufragio de su comunidad:
la cultura de los antepasados.(5) (...)
Una cultura nacional -para ser algo más que un tema de discursos
públicos o una meta ideal- tendría que ser el imposible denominador
común de contradictorias herencias culturales.

Lafaye insiste en aquella idea sobre la cual trabajó sin cesar Guillermo
Bonfil en sus últimos años:(6) la expulsión de los indios del término
"mexicanos", la confiscación de su nombre, mexicanos, por un
nacionalismo
que los excluye:

(6) Guillermo Bonfil, "Historias que no son todavía historia", en Carlos


Pereyra y otros, Historia ¿para qué?, Ediciones Siglo XXI, México, 1980,
pp. 227-245; Guillermo Bonfil, México profundo. Una civilización
negada, Editorial Grijalbo, México, 1990 (1a. ed., 1987).

la descolonización social interna no ha terminado todavía. El vía crucis


del indio, aun después de la Revolución Mexicana, no ha llegado a su
última estación. Todavía hoy uno puede preguntarse: "¿Hasta qué
punto el
indio mexicano es un mexicano?".

Tres años después, en 1994, la insurrección indígena de Chiapas


volvería a traer esta pregunta a nuestra cotidianeidad en la forma que
parece ser la única posible para las preguntas largamente postergadas,
ignoradas
o descartadas: la inesperada violencia de los olvidados. Aquel estado
de cosas, insiste Lafaye, puede dar resultados igualmente no
esperados:
Si se llega a sacralizar la "identidad étnica" como el alfa y el omega de
la sociedad nacional e internacional, se corre gran riesgo. (...) ¿Quién
puede comprometerse a que en el mismo México no vayan a resurgir
nunca
"las guerras de castas"? Es tiempo ya de sacudir de nuestros pies el
lodo de la historia en gestación y regresar a los conceptos que han
sido nuestro punto de partida.

La "identidad" no es idéntica. En todos los casos depende de los


grupos étnicos, regionales, las clases, la edad, las capas sociales y las
épocas.

El concepto de "nación" no coincide exactamente con el de patria ni


con las fronteras y los criterios del Estado-nación. Es más bien una
aspiración, un ideal, una ansia o un espasmo de la sociedad que se
encuentra en
situación crítica

Lo mexicano rebosa de ambigüedades y su definición no es inmutable;


más bien es polisémica.

Los "mexicanos" se definen claramente frente a los extranjeros y con


dificultad frente a sí mismos. (...)

Todo esto conlleva a que los mexicanos se queden, por cierto tiempo
todavía, "con la X en la frente", la X de la incógnita.

Carlos Monsiváis, en trance de despejar esta incógnita (7), registra


otra transfiguración:
El nacionalismo pasa del deber cívico a la orgía sentimental, y ser
mexicano es vivencia progresivamente desligada de la política y el
compromiso social. (...)

El nacionalismo que persiste es ruidoso, beligerante, cursi, áspero,


devoto, bravero, apretujado, sentimental de a madres. Es el
nacionalismo de los excluidos de la Nación Visible, o de los sólo
incluidos en los acarreos.
Es el nacionalismo del futbol, de la música popular, de las evocaciones
regionales, del antimperialismo de sobremesa o de madrugada, de las
reflexiones vacías y circulares sobre el carácter de los mexicanos, de
los reflejos condicionados de un patriotismo no muy claro en su
registro histórico.

Es que la incógnita de este nacionalismo en transición hacia otra forma


de sí mismo está poblada, para Monsiváis, de todas las preguntas que
asedian a una identidad situada en divergencia creciente con aquella
que se definía como la "obediencia a las instituciones":

¿De qué modo se aplica la identidad, que debe ser fijeza, a los
requerimientos del cambio permanente? ¿Cuál es el meollo de la
"Identidad": la historia patria, la Constitución de la República, las leyes,
la religión, el sentido de pertenencia a la nación, la lengua, las
tradiciones regionales, los hábitos sexuales, las costumbres utópicas,
los usos gastronómicos? ¿Cuál es la "Identidad Nacional" de los
indígenas? ¿Pueden serlo mismo la "Identidad" de los empresarios y la
de los campesinos? ¿Hay Identidad o hay identidades? ¿Cómo
intervienen en el concepto las clases sociales y los elementos étnicos?
¿Hasta qué punto es verdadera la "Identidad" que promulgan los mass
media? Si la Identidad es un producto histórico, ¿incluye también las
derrotas, los sentimientos de cabal insuficiencia, las frustraciones?
¿Hay una Identidad negativa y otra positiva? (...)

Una diferencia no muy advertida en la historia cultural: si la "Identidad


Nacional" varía según las clases sociales, también varía, y muy
profundamente, según los sexos. La Nación enseñada a los hombres
ha sido muy distinta a la mostrada e impuesta a las mujeres.

Esta crisis del nacionalismo mexicano como identidad colectiva casi


única, también constatada en este volumen por José del Val ("los
soportes ideológicos del México del siglo XX están en franca disolución,
(...) lo que está verdaderamente en ascuas es la nación, el soporte
natural de una de las identidades")(8) y por Jacques Gabayet, que
habla de "nacionalismo defensivo",(9) se expresa según Roger Bartra

en la ruptura de las cadenas que ataban la existencia misma del


Estado mexicano a la cultura política nacionalista que ahora está en
crisis. Si, de alguna forma, una gran parte de la población llegó a estar
convencida de que su mexicanidad se comprobaba y se correspondía
con las peculiaridades del sistema de gobierno, entonces no debemos
extrañarnos de que las crisis políticas (1968, 1982, 1988) signifiquen
para muchos mexicanos que la realidad nacional está derrumbándose.
¿Y qué decir, entonces, de la crisis inaugurada en 1994? Lo que está
desmoronándose, agregaría yo en este punto, es la relación, casi la
identidad, entre nacionalismo y Estado mexicano.

Ese Estado, a partir de la Revolución Mexicana -heredera a su vez de


ancestrales concepciones corporativas y protectoras- fue concebido
como el Padre, el Benefactor, la Providencia misma. (En ninguna parte
es tan
verdadera como en México la expresión francesa"Estado-Providencia",
con una resonancia de connotaciones religiosas mucho más vastas que
las que permite el laicismo republicano francés). Su nacionalismo
revolucionario, en consecuencia, era una ideología unificadora y sobre
todo protectora de todos los mexicanos. Prometía que ningún
mexicano quedaría finalmente solo, desamparado, desprotegido, y
aseguraba esa promesa a través de las redes inextricablemente
entrelazadas de las instituciones estatales protectoras y de los
caciques, diputados y señores de la política que personificaban y
gestionaban esa protección. El PRI, esa emanación única de la
politicidad mexicana de este siglo, era su producto político natural.

Esa relación no ha desaparecido, pero está desgarrada, rota, se ha


vuelto disfuncional, no está garantizada per se. El híbrido que todavía
(¿por cuanto tiempo?) se llama Solidaridad (híbrido hasta en el
nombre, válgame Dios), mostró no ser más que su sombra en harapos.
En consecuencia el nacionalismo, que al hacerse Estado se convertía
en identidad protectora y unificante, va dejando de ser la casa de
todos, el cielo protector, el punto de encuentro apaciguador entre
todos los mexicanos. El nacionalismo mexicano está en crisis porque
está en crisis su Estado.

O mejor, la profundidad actual de la crisis del Estado fue anunciada


por la crisis del nacionalismo que nuestros autores constatan. Y si el
nacionalismo se concibió como una forma de identidad colectiva y esa
identidad tomó materialidad en determinada forma estatal, al
producirse la separación o la fractura entre ésta y el nacionalismo,
queda cuestionada esa forma específica de la identidad colectiva.

A través de sus gobiernos últimos sucesivos -Carlos Salinas primero,


Ernesto Zedillo después- las prendas materiales de ese nacionalismo
encarnado en el Estado han ido siendo desmanteladas, se desvanecen,
se privatizan. La protección de cada uno ya no queda garantizada por
el Estado- Providencia, sino por el núcleo familiar, desgarrado a su vez
como nunca antes en empleados y desempleados, en los que emigran
y los que se quedan, en los que estudian y los que se sacrifican para
que los otros estudien. De la protección garantizada por la ley a la
privatización sin fronteras, de los derechos para todos a los servicios
pagados, de la nación protectora a la familia individual, esa es la crisis
de una forma de nacionalismo, la que se identifica con las instituciones
estatales y con sus peculiaridades, como la define también Bartra.

Esta crisis podría describirse, también, como una ruptura entre las
identidades culturales de los mexicanos y el Estado mexicano tal como
éste todavía subsiste. ¿Entraña esta ruptura una fragmentación o una
disolución del nacionalismo mexicano? Me atrevería a decir que, por el
contrario, anuncia dos procesos paralelos y tan interdependientes
entre sí que la salida de uno determinará la del otro, y viceversa.

Por un lado, estamos en los inicios de una recomposición bajo formas


diferentes de la comunidad estatal mexicana. Pido no confundir este
proceso con fenómenos menores como reformas electorales,
concertacesiones, acuerdos, pactos y otros pasajeros accidentes del
camino. La recomposición implica derrumbes aún mayores que los ya
presenciados, derrumbes quizá necesarios que esos fenómenos
menores protagonizados por personajes menores pretenden, en vano,
conjurar. La recomposición, bajo la forma en que se produzca, será
resultado de procesos aparentemente desordenados o caóticos (quiero
decir, no dirigidos por nadie) ya en curso en la sociedad mexicana. A
estas alturas todavía resulta aventurado predecir su posible resultado
final.

Por otro lado, creo que vivimos una recuperación del nacionalismo
mexicano bajo formas diferentes, una reelaboración del nacionalismo
como cultura pero esta vez distanciado de la actual forma de Estado.
Bajo las poderosas influencias de la fragmentación, la
trasnacionalización, la interpenetración con otras culturas, el
nacionalismo no se destruye o desaparece, ni tampoco las culturas de
esta nación. Desaparece, en parte, su anterior forma tranquilizadora
como ideología garantista del Estado benefactor, como religión
universal de la Providencia-Estado. Pero entonces se fragmenta y se
convierte en el culto común de los diversos fragmentos de la
comunidad estatal en crisis, aunque ese culto haya dejado de
reconocerse en una forma institucional única para todos, y esos
fragmentos lo practiquen en la mutua hosquedad de rituales
diferentes.

En lugar de unificar por arriba a la nación-Estado (y sin terminar de


hacerlo, porque nación y Estado siguen allí), el nacionalismo se vivifica
por abajo en sus formas menos republicanas y menos cívicas, en sus
connotaciones agresivas hacia afuera y hacia adentro (agresivo no
siempre es un término peyorativo), en su refugio como identidad
última, como aquello de lo cual no pueden despojarnos, como última
trinchera, así sea regional o local, contra quienes todo han destruido,
todo nos han quitado, todo han prostituido.

El nacionalismo es aquello que la traición de este Estado nacionalista


por excelencia no puede quitarnos, es aquello en lo cual nos
defendemos contra él. Es el nacionalismo de las vísceras, de lo
profundo, de una identidad última no muy bien precisada.

Ante el derrumbe o el vaciamiento de la racionalidad estatal del


nacionalismo, éste reaparece como pulsión, como refugio, como grito,
en las formas absoluta y únicamente mexicanas en que se realiza en la
vida real la mezcla indecible de influencias, historias, pasados,
conflictos, invasiones e imposiciones políticas y culturales de múltiples
orígenes e intenciones.

Por eso resulta igualmente pertinente otra observación de Roger


Bartra:
La disyuntiva anual no es entre una opción populista y una opción
trasnacional. Basta encender la televisión para percatamos que la
cultura hegemónica ha logrado ya superar esta contradicción, al
imponemos una cultura profundamente patriotera y agresivamente
alineada a la cultura de masas generada en Estados Unidos.

No sé, nadie puede presumir de saberlo, cuál será la salida de esta


crisis de larga duración ni cuáles sus orientaciones. Creo saber, en
cambio, dos cosas.

Una. Si alguna fuerza política preexistente ha sido literalmente


arrasada por la crisis, no es tanto el PRI, pasablemente desmantelado
a estas alturas, cuanto ese conglomerado que en el pasado se llamó
izquierda mexicana, cuya mayoría visible llegó a un inestable estado de
aglutinamiento en aquel fugaz partido que fue el PMS.

Algunos de sus sectores, entre ellos no pocos antes tocados por la


"ciencia" althuseriana, viraron hacia la "modernización", el salinismo, la
ola global del Primer Mundo. Los anuncios de este cambio no son del
pasado sexenio, como afirman las visiones simples. Están ya presentes
en escritos de 1980 y años siguientes, posteriores a la derrota de los
electricistas democráticos.

Otros, a quienes tal vez la misma "ciencia" les llegó por la vía sintética
de Marta Harnecker (o de su mentor primero al cual hoy todos niegan,
aquel cuyo nombre es el Impronunciable), ahora se refugian en la
cultura política del nacionalismo revolucionario. Pero no en su versión
rústica, vigorosa y original del cardenismo de los años treinta, sino en
la del echeverrismo de los años setenta.
Perdido entre los escombros del muro maldito lo que aún quedaba de
sus símbolos, sus ideales y sus valores, esas corrientes toman ahora
los que encuentran a su alcance en el tianguis sobre ruedas de la
política: el nacionalismo patriotero, por ejemplo. Los destinos
divergentes y sin embargo paralelos de esa izquierda que no sabe
quién es porque se niega a considerar su propio pasado, lejos de ser
una de las posibles premisas de cualquier salida de la actual crisis, son
apenas uno de sus múltiples síntomas.

Dos. Por fuertes que parezcan las influencias externas y las tendencias
a la trasnacionalización y la globalización, el nacionalismo mexicano, en
los sentidos en que lo definió entre otros Jacques Lafaye en sus obras
clásicas,(10) está viviendo una de sus grandes transfiguraciones, que
va mucho más allá de las formas partidarias estatales de este último
medio siglo: el PRI y el PAN, pilares políticos complementarios de la
forma de Estado hoy en ruinas. (El PRI, desde su origen en el
alemanismo, siempre necesitó de la existencia del PAN como planta
epífita y encubridora. O, en otras palabras, la sustitución-subsunción-
supresión del sinarquismo por el PAN a inicios de los años cuarenta fue
la otra cara de un proceso similar y paralelo en la trasformación del
PMR en PRI y en los "charrazos" sindicales que la complementaron.)

Nacionalismo en su sentido fuerte, el de los años treinta, fueron el


cardenismo y el sinarquismo.(11) Ambos, no lo olvidemos, buscaban o
invocaban referentes universales, aunque se reconocieran como
puramente mexicanos. No sé cuál de ambos ancestros, si es que
alguno, o cuál mezcla de los dos según la antigua pasión
mesoamericana de lo híbrido y lo ambiguo, reconocerá este
nacionalismo en gestación. A fuerza deberá incluir de veras, le guste o
no, a los indígenas, que por primera vez entran como sujetos en el
universo estatal mexicano en la misma forma en que antes lo habían
tenido que hacer otros sectores sociales subalternos:
tumbando las puertas a patadas y tomando los jefes y las ocasiones
que encuentran a mano en ese momento. ("La Historia arreglará sus
cuentas allá ella / pero lo vi cuando subía gente por sus hubiéramos /
buenas noches Historia agranda tus portones / entramos con Fidel con
el caballo", escribía Juan Gelman allá por los inicios de la revolución
cubana.)

Son fuertes las posibilidades de que la carga de agresión de ese


nacionalismo sea mucho mayor que su carga de razón. En ese caso
entraría en sintonía con similares tendencias en el norte. Sólo podría
contrarrestar esas posibilidades un nacionalismo cuya consustancial
carga de pasión estuviera equilibrada y fecundada por una equivalente
carga de razón. Pero si así fuera, debo decirlo, tendría que ser nuevo y
diferente de cuanto hemos conocido en el pasado. No alcanzo a ver
hoy en nuestro horizonte cultural indicios que nos anuncien cuáles
podrían ser sus contornos en la política y en las ideas, quizá porque
esos mismos contornos están hoy en día en formación.

México: identidad y cultura nacional tampoco tiene las respuestas.


Pero su lectura puede bien ayudarnos a pensarlas.

Adolfo Gilly. Historiador y ensayista.

NOTAS
(1) Serge Gruzinski, Jacques Lafaye, Carlos Monsiváis, Francisco Piñón,
Roger Bartra, Judil Bokser, Jacques Cabayet y José del Val, México:
identidad y cultura nacional, Universidad Autónoma Metropolitana,
Xochimilco, 1994, 106 páginas.
(2) Ver, al respecto, Rhina Roux, "México: crisis de la forma de
Estado", Viento del Sur, México, junio 1994, no. 2; y Adolfo Gilly y
Rhina Roux, "México: la crisis estatal prolongada", Viento del Sur,
México, diciembre 1994, no. 3.
(3) Roger Bartra, "La venganza de la Malinche: hacia una identidad
postnacional", pp. 61-68.
(4) Jacques Laraye, "Prolegómenos a todo estudio por venir de la
identidad nacional mexicana", pp. 25-34.
(5) No es sólo retórica -y si lo es, lo es en búsqueda de fibras
persistentes- el lenguaje del Comité Clandestino Revolucionario
Indígena-Comandancia General del EZLN en sus comunicados iniciales:
"Los más viejos de los viejos de nuestros pueblos nos hablaron
palabras que venían de muy lejos, de cuando nuestras vidas no eran,
de cuando nuestra voz era callada. Y caminaba la verdad en las
palabras de los más viejos de los viejos de nuestros pueblos. Y
aprendimos en su palabra de los más viejos de los viejos que la larga
noche de dolor de nuestras gentes venía de las manos y palabras de
los poderosos. (...) Pero la verdad que seguía los pasos de la palabra
de los más viejos de los viejos de nuestros pueblos no era sólo de
dolor y muerte. En su palabra de los más viejos de los viejos venía
también la esperanza para nuestra historia".
(La Jornada, México, febrero 22, 1994).
(7) Carlos Monsiváis, "Identidad nacional. Los agrado y lo profano", pp.
37-43.
(8) José del Val, "La identidad nacional mexicana hacia el tercer
milenio", pp. 103-106: Vivimos indudablemente la época de la
convulsión de las identidades". (...) "La identidad es una resultante
compleja de situaciones históricas y valoraciones subjetivas, no es un
dato inequívoco y
comprobable."
(9) Jacques Gabayet, "La aparente inocencia de la historia", pp. 87-99.
(10) Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la
conciencia racional en México, Fondo de Cultura Económica, México,
1977. Jacques Lafaye, Mesías, cruzadas, utopías, Fondo de Cultura
Económica, México, 1984.
(11) Judit Bokser, "La identidad nacional: unidad y alteridad", pp. 71-
84, señala por ejemplo las resistencias dentro de ese nacionalismo
hacia la aceptación sin reservas de la inmigración judía.
01/11/2009
Un mito que se transfigura.
Adolfo Gilly.
El Estado no es una cosa o una institución suprema, sino apenas uno
de los subproductos de la historia. El Estado es un proceso relacional
entre seres humanos conformado en el tiempo largo y sujeto a
sucesivas y no previstas mutaciones. Esto nos dicen varios autores,
entre ellos Rhina Roux en El príncipe mexicano, Philip Corrigan y Derek
Sayer en El gran arco: La formación del Estado inglés como revolución
cultural y, por supuesto, toda la escuela que desciende de Antonio
Gramsci.

Visto desde cada sociedad, el Estado es una relación de dominación y


subordinación a veces estable, a veces conflictiva, pero cuyos dos
términos complementarios y contrapuestos —la dominación y la
subalternidad— viven sus conflictos dentro de un marco común de
ideas y creencias compartidas, aunque diversamente interpretadas por
los unos y los otros. Ese proceso relacional está atravesado y regido
por la violencia y el consenso, como una especie de corriente alterna y
discontinua.

Una revolución es una ruptura violenta de esa relación por parte de los
subalternos. Es, en otras palabras, una insubordinación.

La Revolución mexicana, como todas las demás que poblaron el siglo


XX en el planeta, fue hace un siglo una insubordinación radical contra
uno de los sucesivos órdenes de la dominación y la opresión, antes
aceptado de buen o mal grado por sus subalternos, quienes
activamente habían participado en su creación. Fue una ruptura
violenta e intempestiva de una institución estatal —el Estado
porfiriano, para entendernos— en la cual se materializaba una relación
de mando-obediencia, una forma política de la dominación que los
subordinados ya no aceptaban. Esas reglas del mando y la obediencia,
que hasta les parecían naturales antes que sociales, se les habían
vuelto intolerables y por lo tanto innaturales.

Una revolución, una insubordinación, como en esos mismos nombres


está dicho, es impensable como estado de cosas permanente. Ella
destruye una forma de la relación de mando-obediencia y en su curso
va creando e instituyendo otra, primero establecida, después
negociada vez por vez dentro de las normas de civilización y cultura
que esa sociedad conoce y comparte.

La insubordinación no es un estallido espontáneo ni una conmoción de


la naturaleza, símiles falaces y empobrecedores. Es un acto de la
voluntad humana múltiple, que no se puede comprender ni explicar
como tal si se ignora que esa voluntad se forma en la historia: en la
experiencia larga de la dominación, el despojo y la opresión vividas por
los ancestros; y en la experiencia corta de la generación viva acerca de
los actos y las ofensas del poder existente, heredero y usufructuario de
esa historia.

Dije ofensas, y al decirlo dije también y sobre todo humillación, esa


relación atroz en que se condensa el hilo invisible e interminable de las
dominaciones. La insubordinación, que a escala de una sociedad se
llama “revolución social”, es la ruptura violenta de ese hilo, cuando
aflora en acción común (en acción de la comunidad) la ancestral
convicción, sobrellevada pero no aceptada, de que “esto no es justo”.
Es cuando los que se sublevan se lanzan a romper el antiguo orden
vuelto insoportable, a vengar con violencia las humillaciones, a afirmar
su propia condición humana en la acción, esa acción que en tiempos
normales se llama trabajo y en tiempos extraordinarios se llama
revuelta, rebelión, revolución, insubordinación.

Así fue como en múltiples estallidos locales, no coordinados y


simultáneos, fue surgiendo en México la División del Norte, ese
inesperado ejército fugaz de los “revoltosos”, cuya esencia se había
anunciado ya desde el primer día de la Revolución, el 20 de noviembre
de 1910, cuando una partida de rebeldes mal armados y
disparejamente montados tomó por un momento la ciudad lagunera de
Torreón al gozoso grito de “Ahora es tiempo, yerbabuena, de que des
sabor al caldo” y luego se remontó a los cerros para seguir y extender
las resonancias de su grito.

Qué queda de todo aquello y de sus secuelas, me andan preguntando


un siglo después. ¿No será que ya todo murió? La pregunta no tiene
sentido. Está vacía. Tanto, que la primera respuesta que se me ocurre
es provocadora. Quedan, por ejemplo, el Pedro Páramo de Juan Rulfo,
el Pasado en claro de Octavio Paz, y hasta el Perseo vencido de
Gilberto Owen, ninguno de los cuales habrían sido como son, ni
tampoco Rufino Tamayo o Francisco Toledo, si la historia mexicana del
siglo que fue el de ellos hubiera sido diferente.

Claro: si se reduce la Revolución a las instituciones que surgieron


después, que ella hizo posibles y que sus dirigentes vencedores
construyeron como su forma propia de dominación, entonces sí, quién
sabe cuánto de ellas vaya quedando en la política del partido
conservador y ultramontano hoy en el poder. Pero una revolución no
se reduce a ese oxímoron cínico encarnado en el nombre del Partido
Revolucionario Institucional, emblema de la resignación política y la
subordinación clientelar.

Una revolución, una tal insubordinación general de los subalternos,


deja para siempre un mito en el imaginario de las sucesivas
generaciones, en el sentido en que lo definía Antonio Gramsci en sus
Notas sobre la política de Maquiavelo: “El Príncipe de Maquiavelo
podría ser estudiado como una ejemplificación histórica del ‘mito’ de
Sorel, es decir, de una ideología política que no se presenta como una
fría utopía, ni como una argumentación doctrinaria, sino como la
creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso
y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva”.

Una revolución, por tanto, no se puede reducir o asimilar a las


instituciones que surgen de ella, equívoco cultivado por el PRI y por
todos los gobiernos posrevolucionarios. Hace ya más de un siglo, allá
por el 1900, en su clásico Reforma o revolución definió la cuestión
Rosa Luxemburgo, esa mujer que nunca se habría metido en la
insensata discusión izquierdista sobre la “vía armada” o la “vía
pacífica”:

La reforma legislativa y la revolución no son métodos diferentes de


desarrollo histórico que puedan elegirse a voluntad del escaparate de
la historia, así como uno escoge salchichas frías o calientes. La reforma
legislativa y la revolución son diferentes factores del desarrollo de la
sociedad de clases. Se complementan entre sí y a la vez se excluyen
recíprocamente, como los polos norte y sur, como la burguesía y el
proletariado.

Cada Constitución legal es producto de una revolución. En la historia


de las clases, la revolución es un acto de creación política, mientras
que la legislación es la expresión política de la vida de una sociedad
que ya existe. La reforma no posee una forma propia, independiente
de la revolución. En cada periodo histórico la obra reformista se realiza
únicamente en la dirección que le imprime el ímpetu de la última
revolución y prosigue mientras el impulso de ésta se haga sentir. Más
concretamente, la obra reformista de cada periodo histórico se realiza
únicamente en el marco de la forma social creada por la revolución.
Éste es el meollo del problema.

Las revoluciones pasadas ni perduran ni se extinguen. Permean y se


transfiguran en la vida social como cultura propia y como herencia
recibida de las generaciones precedentes. Se vuelven mito recurrente,
formas imaginadas del Principio-Esperanza, “fantasía concreta que
actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar
su voluntad colectiva”.

Me preguntan ahora si la Revolución mexicana se ha ido muriendo. No


entiendo la pregunta: ninguno es inmortal, si es eso lo que inquieren.
Pero aún nombramos en México a Nezahualcóyotl, y en Bolivia a Tupaj
Katari, y cuando se arma una de Dios es Cristo todavía decimos “aquí
ardió Troya”.

Los mitos nacidos de la vida no se mueren. Son transfiguraciones de la


experiencia. Generaciones van, generaciones vienen, mas la
experiencia, esa herencia inmaterial, transfigurada siempre
permanece.

Como termina por saberlo quien se asome a las historias de la historia,


las de Homero, Esquilo o Virgilio si se quiere, o a estas otras que con
arte y saber nos narran, aquí nomás cerquita, Miguel León-Portilla o
Alfredo López Austin, es condición humana que así sea.

Adolfo Gilly. Historiador. Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y


Sociales de la UNAM. Es autor de La revolución interrumpida y El
cardenismo: una utopía mexicana.
01/01/2008
Nexos de las historias.
Adolfo Gilly.
“¿Para qué sirve la historia?”: hace 28 años, en 1980, Alejandra
Moreno Toscano llevó a término la tarea de reorganizar el Archivo
General de la Nación y trasladarlo a su nueva sede, el viejo edificio de
la Penitenciaría Nacional, la ex cárcel de Lecumberri, mi casa y lugar
de estudio entre 1966 y 1972.
Aquella pregunta del niño al historiador que abre el libro clásico de
Marc Bloch era la misma que, a su manera, se planteaban quienes
habían cargado con esos trabajos. Escribía entonces Alejandra:
“Enfrentados a la tarea de ordenar toneladas de documentos,
organizarlos, clasificarlos y limpiarlos —literalmente— del polvo de los
tiempos, quienes colaboraron entre 1977 y 1980 con el Archivo
General de la Nación conocieron el entusiasmo, la rutina y algunas
veces la franca desesperanza. En muchas ocasiones se planteó la
duda: ¿y para qué sirve todo esto? Esa y otras preguntas semejantes
no sólo cuestionaban la función y el papel de los archivos: planteaban
también problemas acerca del sentido y la función de la historia”.

Tal vez como indagación, tal vez como conjuro, convocó entonces a
nombre del Archivo General de la Nación a un encuentro de
historiadores y escritores en algún lugar de Baja California, para que
respondieran a la pregunta: Historia, ¿para qué? Fueron 11 los
participantes: Alejandra Moreno Toscano, Carlos Pereyra, Luis Villoro,
Luis González, José Joaquín Blanco, Enrique Florescano, Arnaldo
Córdova, Héctor Aguilar Camín, Carlos Monsiváis, Adolfo Gilly y
Guillermo Bonfil Batalla.

El encuentro fue grato, las discusiones y conversaciones tuvieron


sustancia y calidez y el resultado tuvo fortuna: un volumen de
ensayos, titulado precisamente {Historia ¿para qué?}, que desde
entonces ha atravesado reediciones ininterrumpidas.

Esos nombres colaboraban en la revista nexos casi a partir de su


aparición en 1978. Miro sus ejemplares de aquellos años en papel
periódico, con ensayos, artículos y reseñas de libros del color de los
tiempos de la nueva Nicaragua y de otros sucesos y procesos que hoy
son materia de estudio para historiadores. Los miro y, pese al paso y al
cambio de los tiempos, las expectativas y las esperanzas, vuelvo a
encontrar una fresca vitalidad en aquella escritura.
De esta misma vitalidad surgió el volumen que Alejandra tuvo la feliz
idea de convocar. Era, a su modo, un fruto de {nexos}.

¿Qué fue de aquellos 11 nombres: Alejandra, los dos Carlos, los dos
Luises, José Joaquín, Enrique, Arnaldo, Héctor, Adolfo y Guillermo?

Tres ya no están: Carlos Pereyra, Guillermo Bonfil Batalla y don Luis


González. Los otros siguieron cada uno su camino por el jardín de los
senderos que se bifurcan. Quién sabe cuál extraña figura dibujarán sus
huellas entrecruzadas vistas desde el mirador desde el cual Jorge Luis
Borges solía atisbar vidas y obras.

Yo no sabría decirlo. Pero habiendo transcurrido, como quiera que sea,


30 años desde la fundación de nexos y 27 desde aquel su libro que nos
interrogaba sobre la historia, en esta tarde del 26 de noviembre de
2007 en la ciudad de México interrogo al recuerdo y viene a mi
memoria el poema de Rutebeuf que en la Francia del siglo XIII se
preguntaba:

Que sont mes amis devenus}


{Que j’avais de si près tenus}
{Et tant aimés}
{Ils ont été trop clairsemés}
{Je crois le vent les a ôtés}
{L’amour est morte.}
{Ce sont amis que vent emporte}
{Et il ventait devant ma porte}
Les emporta.*

Ese viento boreal arreció desde los años noventa, en esta nueva Bella
Época de la Riqueza, el Progreso, la Violencia, el Despojo y la
Desdicha. Allá por 1995 hice una cabaña en {nexos}. Fue la sección
“Deshoras”, cuyo nombre me prestó Julio Cortázar. Se me fueron
juntando allí mes tras mes otros amigos: Octavio Paz, André Breton,
Alejandra Pizarnik, Jorge Luis Borges, Mario Payeras, Michel Pablo,
Ernest Mandel, Giovanni Battista Piranesi, Marguerite Yourcenar, y
hasta vino a asomarse Juan Gelman, tucán extremista, garza de la
calle Junín, martín pescador, gorrión raspado, paloma de la razón
portátil, calandria filológica, el que llevaba al hombro la mañana.

Duró menos de un año. Creo que el mismo viento se la llevó. Con sus
pedazos armé entonces un libro, que en 2001 publicó Cal y Arena. Se
llama {Pasiones cardinales}. Cada tanto lo abro y leo alguna página,
cuestión de recordar a los viejos amigos con un vaso de vino. {{n}}

* Qué ha sido de mis amigos / Que tan de cerca hube tenido / Y tanto
amado / Ahora están todos dispersos / El viento, creo, se los llevó / El
amor ha muerto / Eran amigos que viento arrastra / Y al soplar ante mi
puerta / Se los llevó. (Si el lector quiere escuchar el poema en las
voces de Leo Ferré o de Nana Mouskouri, puede encontrarlo buscando
“Rutebeuf ” en Youtube.).
01/09/2001
Lázaro Cárdenas.
Luis González y González, Adolfo Gilly, Soledad Loaeza.
LÁZARO CÁRDENAS
MIRAR HACIA LA GENTE Desde su juventud, desde sus cuadernos a
los 16 años, Lázaro Cárdenas pensaba y soñaba con la historia
mexicana, vivía en la historia mexicana y ya escribía: cuando sea
grande, algo grande voy a hacer. Mucho de lo que fue Cárdenas o el
pueblo mexicano en los años treinta, en los años fulgurantes y oscuros
de este siglo, mucho de eso ha moldeado lo que sigue siendo hoy el
pueblo mexicano. El gobierno de Lázaro Cárdenas no fue una
dictadura, fue un gobierno que repartió la tierra, que hizo ejidos y
escuelas, que miró hacia la gente, como dijo Don Daniel Cosío Villegas
Fue una época en la que se condensó el gran desorden de la
revolución y una época extremadamente creadora, no digo del alma
mexicana, el alma mexicana viene de muy lejos, condensadora de
grandes constantes del alma de los mexicanos.

Cárdenas fue uno de los grandes hombres del siglo XX y lo digo como
puedo decir quién fue De Gaulle en la Francia de su tiempo. Los
mexicanos y las mexicanas que cambiaron al México de los años
treinta fueron heroicos, todos estaban allí, en el corazón de una
efervescencia increíble. Lo que me duele es que eso que pasó y se
organizó quedara subordinado al Estado convertido en corporativismo.

—Adolfo Gilly

CÁRDENAS Y LAS DECISIONES

El presidente Cárdenas fue un presidente de rupturas, un presidente


que no buscó reconciliarse con los callistas, por ejemplo. Algunas de
sus decisiones fueron muy divisorias. Tengo la visión de un presidente
Cárdenas con una idea muy clara de hacia dónde va y a partir de esa
idea clara toma ciertas decisiones, a pesar de que sabe que esas
decisiones pueden dividir las opiniones. Además. Cárdenas sabía jugar
con el silencio. No era un presidente muy platicador, era un hombre de
gestos que sopesaba las implicaciones de cada uno de ellos con mucho
cuidado.

Lo importante del presidente Cárdenas son las decisiones que tomó.


Fueron decisiones difíciles pero que tuvieron consecuencias de muy
largo alcance. Cárdenas es uno de los grandes constructores del
México moderno. La expropiación petrolera fue una decisión histórica
con consecuencias de largo plazo muy importantes, que contribuyó a
la industrialización del país y a entender el futuro de México.

Lo único que quisiera subrayar es que lo que me parece un error, y lo


que ha sido un error de varios políticos, es querer emular al presidente
Cárdenas. Cada vez que lo han intentado han provocado un desastre
espantoso, lo cual quiere decir que Cárdenas era un hombre de su
tiempo, un hombre que medía el contexto, que hacía un diagnóstico y
tomaba decisiones adecuadas.

Quizá lo extraordinario, que no es exclusivo de Cárdenas, porque


ocurre con otros líderes, es que las figuras de ruptura se vuelven
figuras de unidad nacional. ¿Cómo ocurre este proceso de conversión?
Estoy convencida de que no es únicamente un proceso de oficialización
de la historia. Creo que tiene que ver con el efecto de las decisiones.

—Soledad Loaeza

UN HOMBRE DE IDEAS

Cárdenas no tenía ideología pero era un hombre de ideas, un hombre


de convicciones. Su preocupación era humanista, y sin cierto respeto
por las ideas era imposible haber pensado en la reforma agraria y el
ejido como lo pensó, contrario a otro hombre de ideas como Calles.
Haber pensado la expropiación petrolera desde mucho antes está en
sus apuntes. Y qué dicen de haberla conducido del modo en que no
hubiera choque y en dividir a los ingleses de los americanos, en
saberse entender con un hombre muy parecido a él: el embajador
americano que también venía del campo, de Carolina del Norte. Y qué
dicen de la tenacidad en las escuelas, en la tenacidad en la enseñanza,
en la tenacidad en que la gente se organizara. Hay un diseño en lo que
hace, en apurar, en darse cuenta de que la expropiación debía ocurrir
el 18 de marzo del 38 o no se hacía más, porque se pasaba la ocasión.
Era el momento de la división de sus oponentes, y a Cárdenas se le
había acabado la fuerza interna, una fuerza que le dio la gran reforma
agraria. Sin ideas nadie expropia la tierra como lo hizo. Lo dijo:
expropio la tierra no sólo porque es justo, sino porque de otro modo
habrá guerra, y no queremos otra guerra, no queremos otra
revolución.

Cárdenas apoyo a la España republicana y no ganaba nada con eso.


Mandó armas, recibió refugiados, y el hecho totalmente gratuito de
recibir a Troski, por lo cual se echó encima a los comunistas, a la
Unión Soviética, ¿qué es sino respeto a ciertas ideas? Algunos les
llamarán creencias, el caso es que se mantuvo fiel hasta el final de sus
días y por eso se puso a escribir un testamento que era un programa
político, correcto o no. Lo último que hizo Cárdenas fue escribir sus
ideas.

—Adolfo Gilly

CARDENAS Y LA DEMOCRACIA

Cárdenas y la democracia pluralista, electoral, como la entendemos


ahora, no hacían una buena pareja, y ahí están las elecciones de
194tO. Esa si es una zona de oscuridad en la trayectoria del presidente
Cárdenas. En la historiografía panista la famosa casilla de Juan Escutia
era en donde debía votar el presidente Cárdenas. Cuando llegó a
votar, los instaladores y quienes estaban en la mesa (portaban el
moño verde de los almazanistas) le dijeron: señor presidente, no
puede usted votar porque no nos entregaron la papelería. No
respondió. En sus memorias, Gonzalo N. Santos cuenta cómo fue a
limpiar de almazanistas las casillas y le avisó al presidente Cárdenas
que podía ir a votar. El fraude de 1940, o por lo menos la violencia en
las elecciones de 1940, arroja una sombra de fraude que siempre está
presente en la conciencia panista. Quizá los rancheros de La Laguna
también hablaron del autoritarismo de Cárdenas: fueron expropiados
para que La Laguna fuera distribuida, a pesar de que no había grandes
propietarios.

Me gustaría que recuperáramos el sentido de dirección que entonces


era mucho mas claro y que en cierta forma impulsaba la creatividad.
Fueron años de una extraordinaria creatividad y de mucho entusiasmo
aun entre aquellos que estaban enojados con el presidente Cárdenas y
con sus políticas.

—Soledad Loaeza n

UN HOMBRE PRAGMÁTICO

Dentro de la historia de bronce, el general Cárdenas es un hombre que


tiene, se supone, una ideología de izquierda. Dentro de la historia de
bronce, el general Cárdenas es un hombre muy preocupado por los
pobres, por los indígenas y por otra parte, muy nacionalista. No creo
que haya sido esto lo que más lo caracterizara. En primer lugar, el
general Cárdenas no tenía ideología, no era ni de derecha ni de
izquierda, fue un hombre pragmático a más no poder. En segundo
lugar, el general Cárdenas tenía la misma facilidad de solidaridad, no
sólo con los pobres, los indios, etcétera, sino un verdadero afecto por
todos los seres humanos, era humanista nato. Por otra parte, si
ustedes preguntan por él en los pueblos de México, sobre todo en los
que visitó muy seguido, dirán: sí, era un gran amigo, y un hombre muy
platicador. En público rara vez hablaba, pero con sus amigos hablaba a
más no poder de caballos, de muchas cosas de la vida cotidiana.

En una ocasión el general Cárdenas le jaló las orejas a los industriales


de Monterrey, pues se consideraba un hombre que iba contra la
política de que el país se industrializara. Poco después se presenta la
Segunda Guerra mundial y entonces propone a los industriales que es
el momento oportuno para que México se industrialice.

Yo no le reprocho nada al general Cárdenas, lo conocí bastante bien y


llegué a estimarlo.

—Luis González y González n


01/05/2000
Liturgia y revolución.
Adolfo Gilly.
LITURGIA Y REVOLUCIÓN

POR ADOLFO GILLY

"La paz sea contigo". El sacerdote acaba de consagrar el vino, ahora


sangre verdadera de Cristo, y los fieles se dan la mano unos a otros
diciendo cada vez: "La paz sea contigo". Yo, que estaba nomás
mirando los oros del altar del templo de San Francisco en Tlaxcala, me
vuelvo hacia mi vecino, nos damos la mano y nos decimos: "La paz sea
contigo". El sacerdote concluyó la misa como la había comenzado: de
espaldas a las imágenes del altar y viendo hacia nosotros en la
profundidad del templo.
Volví a otros mundos, al del niño que era yo al final de los treinta y al
mundo de antes de la Segunda Guerra. Vi al sacerdote de entonces,
que oficiaba la misa dándonos la espalda, alzaba el cáliz hacia las
imágenes del altar, consagraba el pan y el vino mientras nosotros
mirábamos el ofrecimiento sin darnos la mano ni decirnos palabra.
Eramos como testigos de un misterio que transcurría entre el
sacerdote y la divinidad y no entre ésta y nosotros a través del
sacerdote. Más era un acto de autoridad que uno de mediación.

Regresé a San Francisco en Tlaxcala. El lugar nuestro en la misa había


cambiado desde aquel niño hasta hoy. Al salir de la iglesia al cielo azul
de la ciudad del altiplano, pensé: "hizo falta un siglo de guerras y
revoluciones para que este antiquísimo ritual de la Iglesia Católica
cambiara, el sacerdote mirara hacia el lado de acá. nos hablara en
nuestra lengua y los fieles se dieran la mano deseándose la paz unos a
otros".

Me dirán que la inferencia es subjetiva y arbitraria; que no fueron las


revoluciones sino la modernidad, la influencia o la competencia del rito
protestante, el Concilio Vaticano II o la voluntad de Dios; que no se
vale saltar así a apresuradas conclusiones.

Estoy dispuesto a escuchar e incluso a aceptar cada objeción. Y, sin


embargo, sigo anclado en la imagen del siglo XX como aquel cuyas
transformaciones se anunciaron no en el fruto más que maduro de la
Belle Epoque sino en las semillas agrias de ese fruto, las guerras y las
revoluciones; el siglo que creció en el conflicto de los años treinta
entre éstas y sus gemelos monstruos antagónicos: nazismo, stalinismo.
fascismo, falangismo; el siglo que floreció, después del tránsito atroz
de la Segunda Guerra, en la saga universal de las revoluciones
coloniales y nacionales asiáticas, islámicas, africanas y
latinoamericanas, las que disolvieron los imperios y prepararon en las
metrópolis la gran ruptura del 68 cuya figura mítica, el Che Guevara,
venía del mundo de esas revoluciones. Otras dominaciones bullían
dentro de todas ellas. Pero nadie pudo restaurar las viejas
dominaciones que deshicieron y los mundos anteriores que abolieron.

La nueva dominación universal, apenas en sus inicios, se llama


globalización financiera. Es la de la subordinación del conocimiento al
capital, y por fuerza es mundial porque, a diferencia del trabajo, al
conocimiento no se le pueden imponer fronteras nacionales y el no
imponérselas es, precisamente, una condición para su subsunción al
actual capital sin fronteras (pero no sin el monopolio concentrado en
pocos de la violencia última, la que como efecto demostración se
ejerce en la guerra del Golfo y en la de Yugoslavia o en el bloqueo de
Cuba).

Esta nueva dominación dice haber abolido las revoluciones y haber


vuelto obsoleta su idea misma. Quiero pensar sin embargo a esta
segunda Belle Epoque como el fruto final del siglo XX; el que en esta
fiesta universal del lujo extremo y la miseria inenarrable despide ese
olor penetrante y un poco dulzón de los frutos cuando están a punto
de pasar; el que contiene, como el precedente tránsito entre siglos, las
semillas agrias de las rebeliones y de la barbarie.

En la otra Belle Epoque, la reacción del lujo contra las revueltas era
tratar como criminal toda miseria que no se doblara al temor y a la
beneficencia. El siglo XX entero fue la feroz respuesta. No es diferente
la actitud del insolente lujo de esta segunda bella época.

"Para Marx las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal
vez las cosas sean diferentes. Tal vez las revoluciones sean la forma en
que la humanidad, que viaja en ese tren, jala el freno de emergencia",
escribía Walter Benjamín.
Lo que estamos viviendo también puede ser visto como una nueva
fase histórica del despojo universal de los bienes comunes, de la
privatización de lo que era de todos, de la redistribución mundial de la
renta de la tierra y del plusvalor del trabajo vivo. O, en términos más
abstractos, estamos ante una nueva y mucho más concentrada forma
de la dominación del trabajo pasado y cristalizado —en instrumentos
de producción y en conocimiento subsumido al capital — sobre el
trabajo presente y vivo, sobre esta sustancia que constituye la vida de
nosotros, los seres humanos dispersos por el mundo.

A este proceso sobresaltado pero ininterrumpido de despojo y


sufrimientos en un extremo y de concentración de las riquezas y del
lujo en el otro, unos lo llaman progreso, otros modernización. Contra
esa forma del progreso se han alzado, una y otra vez, las rebeliones y
las revoluciones. Una vez estalladas, ambas traen consigo para todos,
dominados y dominadores, penurias y sufrimientos no imaginados de
antemano por ninguno. y menos que nadie por los que, pasados los
límites de lo soportable (por elásticos que estos límites puedan llegar a
ser), violentamente se rebelan.

¿Está inmunizada esta nueva forma del progreso contra esas


rebeliones? ¿Puede ella ahora cumplir sus promesas —viejas promesas
vanas de las sucesivas encarnaciones del capital — de que una vez
acumulada suficiente riqueza en las alturas ésta comenzará a
derramarse por sí misma sobre los despojados, los desposeídos y los
humillados? Las leyes por las cuales vive el capital no es el reparto y la
redistribución, sino la competencia, el despojo, la concentración y la
guerra. No es cuestión de maldad, sino de naturaleza. La ley por la
cual siguen viviendo los despojados —y porque ellos siguen viviendo
puede con su trabajo reproducirse el capital— es la resistencia.
Cuando aquellas leyes de vida del capital rebasan sus propios límites,
esta otra ley de vida de los humanos, la resistencia, se ve empujada
también a rebasar los suyos y a estallar en revuelta, rebelión o
revolución contra el orden dominante en el cual aquellas leyes se
condensan.
Después de la derrota de la Comuna de París, la Belle Epoque creyó no
sólo haber terminado con la revolución sino también haber absorbido o
disuelto sus sujetos y sus razones. Desde 1905 en Rusia y 1910 en
México, el siglo que venía dijo que no. Quién sabe qué dirá el siglo
venidero.

Un libro de fines del siglo XX (Richard Poulin y Pierre Salama, editores:


L 'insoutenable misère du monde. Editions Vent de l'Ouest, Quebec,
1998), se abre con esta constatación de hecho: "La humanidad está
confrontada a una insoportable barbarie. Alrededor de un cuarto de su
población vive en estado de pobreza extrema mientras la producción
de riqueza ha llegado a cimas jamás igualadas. Desde hace alrededor
de veinticinco años, algunos países viven una disminución de la
pobreza, y otros, mucho más numerosos, su agravamiento. Pero en
todas partes, sobre todo desde la liberalización económica, hay un
sensible crecimiento de las desigualdades".

No se trata sólo de polarización de riqueza y pobreza. La combinación


dinámica entre empobrecimiento, enriquecimiento, despojo,
inseguridad sobre el mañana, migraciones y desigualdad, y la
percepción cotidiana de este campo de fuerzas en tensión variable
concentrada durante la vida de una sola generación, es lo que puede
definir la aceleración en las conciencias de movimientos de
exasperación y desesperación.

Hay una diferencia entre pobreza ancestral y empobrecimiento durante


una generación. Esa diferencia condensa la rabia, la ira y la protesta
en los territorios de la economía moral, tal como los definen E. P.
Thompson y James C. Scott, y en las cuatro palabras "con que
protesta el pueblo desde siempre: esto no es justo", recuerda Cezslaw
Milosz.
Buena parte de las mediciones y definiciones institucionales de la
pobreza y del discurso sobre la pobreza son hoy una proyección de la
subjetividad (y de los temores) de las instituciones mismas. Estos
discursos, "ya sean inspirados por la moral y la piedad, la voluntad de
progreso y de modernización, o la preocupación por el orden y el
control, generalmente encubren el hecho de que la pobreza es ante
todo un sistema de relaciones sociales que ellos contribuyen a
reproducir", escribe Blandine Destrenau en el mismo volumen.

La insoportable miseria del mundo no es sólo un hecho absoluto, sino


también relativo. En relación al tiempo pasado, se llama
empobrecimiento en una o dos generaciones. En relación al tiempo
presente, se llama desigualdad creciente en ese mismo lapso. En
ambas relaciones, México ocupa un lugar de primera línea: con Brasil,
Guatemala, Chile y Panamá, está entre los países más desiguales de
América Latina, aquellos donde el quintil más rico recibe 60% o más
de la riqueza social; los dos quintiles intermedios el 30% y los dos
quintiles inferiores (es decir, el 40% de la población) alcanzan a recibir
sólo el 10% de esas riquezas, anota Pierre Salama en su contribución
al libro antes citado. Esta miseria es insoportable porque no es un
hecho de la naturaleza sino un agravio de la sociedad.

De la pobreza en sí misma no nacen las rebeliones. De la percepción


por las generaciones vivas de esa combinación rápida y atroz de
empobrecimiento y desigualdad, puede en veces que sí, si esas
generaciones se ven acorraladas y privadas de medios para resistirla.
De donde nunca nacen, en cambio, es de las conspiraciones a través
de las cuales las quieren explicar las mentes policiales, del mismo
modo como las guerras no son engendradas por los ejércitos ni las
huelgas por los sindicatos.

En sus notas de 1940 "Sobre el concepto de historia", Walter Benjamín


reprocha a la socialdemocracia haber "asignado a la clase trabajadora
el papel de libertador de las generaciones futuras". Cortaba así. dice,
"tanto su fuerza de odiar como su disposición al sacrificio: pues lo que
nutre esa fuerza, lo que preserva esa disposición, es la imagen de los
antepasados oprimidos y no la visión de una posteridad liberada ".

De esas corrientes imaginarias entre generaciones sigue nutriéndose lo


que en México se ha llamado una cultura de la rebelión. No hay razón
evidente para pensar que. en esta segunda Belle Epuque, se hayan
cegado los vasos comunicantes que, en el anterior tránsito entre
siglos, la trasvasaron por debajo del tiempo del progreso y la paz de
don Porfirio. No quieren ser estas líneas una predicción, tarea de la
política, sino una reflexión, oficio de la historia.

Hace ya mucho, en Italia, me refirieron un dicho de Giuseppe Di


Vittorio que tardé años en comprender. Di Vittorio era el gran jefe
sindical italiano de la segunda posguerra, reformista para unos,
reformador para otros. En una ocasión le preguntaron qué habían por
fin aportado el Partido Comunista, sus ideas y sus luchas a los
trabajadores italianos. Di Vittorio respondió: "Les enseñó a no quitarse
el sombrero cuando están ante el patrón". Cambio de modales,
abolición de deferencias. No sucedió sin que antes Italia viviera dos
guerras, diversas rebeliones campesinas, muchas fábricas ocupadas
por las huelgas, el trabajo de una antigua y refinada cultura
intelectual, y esa revolución que fue la insurrección nacional de la
Liberación y la caída del fascismo, n

Adolfo Gilly. Historiador. Entre sus libros. El cardenismo: Una utopía


mexicana.
01/06/1998
La Rebelión como Cultura Sobre El libro Chiapas la razón ardiente.
Adolfo Gilly.
LA REBELIÓN COMO CULTURA
(SOBRE EL LIBRO CHIAPAS: LA RAZÓN ARDIENTE)

UNA ENTREVISTA CON ADOLFO GILLY

Ofrecemos una versión (actualizada) de una entrevista realizada por


Massimo Modonesi. Fue publicada en II Manifesto. Roma, en diciembre
de 1997, con el título "Ribellarsi e normale", y en ella Adolfo Gilly se
propone explicar las razones por las cuales la "rebelión de las
comunidades indígenas de Chiapas encabezada por el EZLN, y su lucha
posterior, han encontrado una recepción tan grande y favorable en
amplios sectores de la sociedad mexicana".

Hoy en México la gran mayoría de los analistas considera que el país


vive una transición a la democracia y hasta se habla de consolidación
de la democracia. ¿Cuál es tu opinión al respecto?

Creo, desde hace tiempo, que lo que estamos viviendo es una crisis de
la forma de Estado, crisis cuyo inicio algunos remontan a 1968 y otros
al terremoto de 1985 o al año 1988, cuando en la elección presidencial
triunfó Cuauhtémoc Cárdenas y, mediante el fraude electoral
electrónico —lo que Cárdenas entonces llamó un golpe de Estado
técnico—, el gobierno de Miguel de la Madrid entregó la Presidencia de
la República a Carlos Salinas de Gortari.

Creo que en ese momento se abrió la crisis de esta forma de Estado.


Digo "forma de Estado" y no Estado, pues entiendo que lo que está en
crisis es la forma específica que tomó el Estado mexicano después de
la Revolución Mexicana. Desde 1988, al menos, vivimos una crisis de
legitimidad de esa forma estatal. Ante la población en general, ante los
electores en particular, el régimen político todavía imperante ha
perdido legitimidad y, por ende, carece de credibilidad.

Contra lo que muchos esperaron, ni la elección de 1994 ni las reformas


electorales le devolvieron la legitimidad perdida, pues no es una
elección ni una ley sino la forma misma de la relación estatal entre
gobernantes y gobernados lo que está en crisis. El gobierno de Salinas
de Gortari nunca logró superarla. Desde el ilegal "quinazo" en enero de
1989 hasta la apertura de las negociaciones con el EZLN en enero de
1994, el asesinato de Colosio en marzo, el fantástico dedazo que
favoreció a Zedillo y la fatal herencia de la crisis de diciembre de 1994,
la paralegalidad de los actos de ese gobierno es patente.

Hoy, la crisis de legitimidad ha desembocado en una crisis de la


relación normal de mando-obediencia entre gobernantes y
gobernados. Esta crisis de mando, como suele suceder, se manifiesta
incluso en excesos innecesarios de mando, en berrinches de un poder
que no se siente reconocido como tal por sus gobernados y por sus
propios subordinados. La crisis de mando desemboca, así, en una
fragmentación del mando en los hechos y en una lucha de bandas
dentro del poder mismo, una lucha sin reglas ni cuartel, donde todo es
legal y todo es ilegal, una situación general de paralegalidad con todo
y paramilitares institucionalizados.

Me parece aventurado y teleológico considerar esta crisis como si ya


fuera una transición a la democracia. Los hechos futuros lo dirán. Lo
que hoy por hoy vivimos es una crisis de legitimidad que puede tener
varias salidas posibles, incluso una prolongada descomposición de la
forma estatal en la cual podríamos estar ya adentrándonos. La lucha y
la inteligencia decidirán si desembocamos en una república
democrática o si tenemos a un Fujimori en nuestro futuro.
Creo que la elección de Cuauhtémoc Cárdenas como jefe de gobierno
de la Ciudad de México es un indicio fuerte de que una mayoría de la
población busca, en efecto, un gobierno democrático, honesto, con
capacidad de mando e iniciativa y responsable ante sus electores.

Como siempre, los hechos deberán probarlo. Por eso creo que en esta
ciudad se juega en buena parte la posibilidad de que resulten viables y
factibles una alternativa republicana y una nueva legitimidad, lo que
esos analistas llaman una "transición a la democracia", o que la
descomposición del régimen pueda tomar formas todavía más turbias y
autoritarias.

Vamos a tu último libro, Chiapas: la razón ardiente. Tú hablas allí de la


existencia en México de una cultura de la rebelión. ¿Cuáles serían sus
orígenes y las razones de su persistencia? ¿Cómo se ubica el
movimiento zapatista en este contexto?

Mi libro es un extenso ensayo (una introducción, tres capítulos y un


epílogo). En este ensayo no me propongo investigar la historia del
movimiento zapatista de Chiapas. A ese respecto, me limito a resumir
para el lector las explicaciones serias ya expuestas tanto en la
bibliografía disponible, que es ya importante, como en las voces y
documentos de los participantes.

Me propongo en cambio explicar por cuáles razones esta rebelión de


las comunidades indígenas de Chiapas encabezada por el EZLN, y su
lucha posterior, han encontrado una recepción tan grande y favorable
en amplios sectores de la sociedad mexicana (mientras otros sectores,
como es normal, mantienen una actitud contraria a ella). Creo, sin
embargo, que es aquella recepción lo que frenó la represión inicial del
gobierno y lo obligó a abrir negociaciones tempranas. Recepción y
negociación cambiaron el curso de la rebelión misma, cuya acción
posterior se dirigió hacia influir sobre la sociedad y no hacia el triunfo
por las armas. Ha habido constantes movilizaciones de las
comunidades indígenas, no ha habido un solo disparo del EZLN. Esto,
en lugar de llevar a una guerra armada entre EZLN y Ejército, ha
derivado en un forcejeo entre un ejército exterior al estado de Chiapas
y las comunidades indias en rebeldía de ese estado. La rebelión sigue,
bajo formas civiles.

¿Por qué esa rebelión, que ya lleva cuatro años, obtuvo tal respuesta
en el país? Obviamente, porque sus demandas respondían a las
urgencias que sentía la mayoría de la población, aunque esta población
no quería la guerra y el EZLN y sus bases de apoyo se habían alzado
en armas. Pero, si recordamos el inicio del movimiento en 1994,
después de la sorpresa inicial a pocos les pareció anormal que los
rebeldes se hubieran alzado en armas. Pareció sorprendente e insólito,
pero no anormal.

Se discutió si tenían o no razón, pero no tanto si tenían o no el


derecho de rebelarse. Después de algunos días, si bien se recuerda, a
casi todos resultó normal que en semejante situación de privación de
derechos, exclusión y miseria alguien se rebelara. Tan normal, que
desde entonces el gobierno aceptó discutir con jefes de la rebelión
encapuchados, y que después esta negociación fue legalizada y
sancionada por una ley del Congreso de la Unión votada por todos los
partidos. No importa si el gobierno conoce o no los nombres
verdaderos de esos jefes. Lo cierto es que la ley sanciona una
negociación con los rebeldes en esas condiciones y hasta ahora, aún a
regañadientes, el gobierno tiene que aceptarla.

Para explicarlo más allá de la noticia inmediata, me remito en mi


ensayo a la historia mexicana e indago la sucesión interminable de
rebeliones indígenas y agrarias, conocidas y olvidadas, de la cual está
hecha esa historia desde la Colonia. Me resulta que en ese tiempo
largo la rebelión es uno de los recursos normales en la relación entre
gobernantes y gobernados cuando las cosas tocan un límite. En casi
cinco siglos la sociedad ha asimilado este recurso como una forma
aceptable de relación con la autoridad cuando las otras formas pierden
viabilidad y legitimidad o no son aceptadas.

Se me dirá que no es una forma de relación, sino una forma de


destruirla. Sí y no, porque la historia de las rebeliones campesinas e
indígenas, que se cuentan por centenares, es la historia de rebeliones
que terminan negociando: o son aplastadas, o el gobierno debe ceder
y negociar. Después de cada rebelión, se abre un periodo de
negociación. En ésta se obtienen algunos objetivos y otros no. No me
ocupo en mi ensayo de cuánto se obtiene vez por vez. Me ocupo en
cambio de mostrar esta costumbre, esta tradición de rebelión-
negociación; y de mostrar cómo la autoridad mexicana, en las formas
seculares de relación que mantiene con la población, en su memoria
aunque no en sus leyes, incluye a la rebelión.

Llamo a esto una cultura mexicana de la rebelión (lo cual nada tiene
que ver, por cierto, con la idea de una rebelión cultural). Esta cultura
nacional hace que, a diferencia de Estados Unidos o de cualquier país
de Europa occidental en este siglo, una rebelión que ocupa una parte
del territorio no resulte insólita, no sale de normas consuetudinarias
que todos conservan en su memoria.

En un comentario a mi libro, Armando Bartra dice que esta nación


tiene la rebelión en uno de sus cromosomas. Yo trato de ubicar lo
insólito y lo extraño de esta rebelión dentro de lo habitual y lo
conocido, para explicar su novedad. Y luego me dirijo a sus símbolos y
a los mitos indígenas presentes en el pasado de esta nación, por lo
cual ese simbolismo le presenta un espejo que le resulta habitual y en
el cual, de un modo u otro, puede reconocerse.

Además de valores, como la dignidad...


Sí, de ciertos valores, como la dignidad el primero. En todas partes la
dignidad del individuo es un valor, no sólo democrático sino también
de izquierda si por izquierda entendemos cambio hacia la justicia y la
libertad. No se trata de la dignidad de sangre, de estado, de casta,
sino de la dignidad democrática de la que habla Hermán Melville en
Moby Dick, a quien cito en mi ensayo. Permíteme leerlo: "Esa
inmaculada condición humana que sentimos dentro nuestro, tan en lo
profundo que se mantiene intacta aún cuando todo rasgo exterior
parezca haber desaparecido, sangra con la más penetrante angustia
ante el espectáculo de un hombre cuyo valor se ha derrumbado. (...)
Pero esta augusta dignidad de la cual hablo no es la dignidad de los
reyes y los ropajes, sino aquella abundante dignidad que no se
manifiesta en vestiduras. La verán brillando en el brazo que maneja un
pico o clava una estaca; esa democrática dignidad que, en todas las
manos, irradia sin fin desde Dios".

Esta condición, que todo ser humano lleva consigo como marca y
distingo de su condición humana, es lo que los indígenas en rebeldía
invocaron. ¿Por qué es tan importante esta interpelación en México?
Porque el régimen autoritario, paternalista y corporativo se basa en
relaciones que niegan o lesionan esa dignidad. Para que en México
tengamos ciudadanos y no súbditos la primera condición es que se
cumpla la ley y se respete la dignidad del ser humano. Ni lo uno ni lo
otro suceden en una sociedad jerárquica y profundamente desigual,
que niega en los hechos las normas democráticas que reconoce en el
derecho. La negación de la dignidad es del tamaño del abismo que
corre entre hecho y derecho.

Quienes reivindicaron esa dignidad como demanda fueron aquellos a


quienes se les negaba en cada acto de la vida cotidiana, los indígenas
de Chiapas, aquellos que, como en la frase clásica de Marx, no tenían
nada que perder salvo sus cadenas. Los despojados de todo, incluso
de la calidad de seres humanos frente a los otros, la mantenían intacta
como en la frase de Melville. Al reivindicarla para sí lo hicieron para
todos, frente a un sistema en cuyas relaciones con la población la
suma de las indignidades cotidianas se ha vuelto intolerable.
La rebelión indígena condensó la crisis y el agravio de la nación entera.
Por eso, y no por error, bondad o capricho, negociar se volvió ley y
usar la violencia armada se volvió ilegal e ilegítimo, en este caso, para
quienes suponen detentar el monopolio de la violencia legítima. Pero,
como en el uso de la violencia no parecen querer ceder, se recurre a la
violencia ilegítima de las bandas paramilitares, uno de los síntomas
más amenazantes de la crisis dentro del Estado.

El levantamiento zapatista cuestionó la modernización neoliberal donde


quedaba excluida buena parte de la población. En tu libro sigues una
reflexión iniciada en Nuestra caída en la modernidad, sobre la idea de
una modernidad alternativa y solidaria. ¿Cómo incide en esto el
movimiento de Chiapas?

El ensayo dice que la rebelión aspira a una modernidad alternativa, a


una entrada diversa en el porvenir, no a un simple retomo al pasado
indígena. Al respecto, Armando Bartra hizo una crítica que creo
correcta. En mi libro digo que o bien habrá modernidad para todos o
no la habrá para nadie. Bartra prefiere decir que esta es la
modernidad, que no hay que verla como un futuro por alcanzar sino
como un presente en el cual vivimos, con su cara brillante y su cara
oscura. La modernidad, dice, es esto que estamos viviendo. Incluye a
las maravillas y también a la explotación, la opresión y la infamia, con
un rostro luminoso y un rostro terrible de barbarie. Si no, agrega,
veremos a los indígenas como premodernos que deben llegar a la
modernidad. No es cierto, ya están en ella y esto que vemos es la
modernidad misma.

Son partes que se sostienen entre sí, lo cual contrasta con la opinión
común de que Chiapas ha sido siempre atrasado y no ha conocido la
Revolución Mexicana, mientras Bartra sostiene que la revolución se
construyó también con estos equilibrios regionales...
Sí, creo que tiene razón: esto también es la Revolución Mexicana.
Ultima cuestión, sobre las luces y las sombras. En mi ensayo digo que
con los indígenas de Chiapas se sublevó también el mundo encantado.
El subtítulo del libro es Ensayo sobre la rebelión del mundo encantado.
Esa rebelión no es sólo chiapaneca. Es una resistencia universal de la
mayor parte de la humanidad contra el uso del pensamiento moderno
y de la Ilustración como propiedad exclusiva de los que mandan y
como instrumentos para la dominación. Esa humanidad quiere acceder
a ese pensamiento, a sus capacidades, poderes y maravillas, pero no a
costa de la destrucción despiadada de su antiguo mundo. Quiere la
modernidad, pero no quiere que ésta se constituya a costa del
exterminio de los saberes y los valores de la sociedad agraria en cuyo
imaginario vive todavía, no lo olvidemos, la gran mayoría de los seres
humanos, como lo recuerdan, entre otros, cada domingo los ritos
cristianos.

Quiere el rostro brillante de la modernidad sin perder para siempre el


rostro misterioso del viejo mundo agrario. No quiere perder los
sentimientos, ni la comunidad, ni la solidaridad, ni el ser humanidad y
al mismo tiempo ser naturaleza. Quiere el Iluminismo y el mundo
encantado al mismo tiempo. Ante una modernidad que se presenta
como caída, desastre y destrucción a un tiempo de seres humanos y
naturaleza, el mundo encantado se rebela. No niega la razón, la
imagina diferente porque la quiere un bien humano y no una
propiedad de unos contra otros o de unos sobre otros. Una rebelión
puede ser también una búsqueda de razón y de sentido.

Por eso el título del libro Chiapas: la razón ardiente. Viene de un


poema de Guillaume Apollinaire, el mismo de donde Octavio Paz tomó
el de La estación violenta. Lo cito al comienzo de mi ensayo. Dice:

Va llegando el verano la estación violenta Mi juventud ha muerto como


la primavera Oh Sol este es el tiempo de la Razón ardiente
El porqué de este guiño a Octavio Paz y su mundo encantado desde el
título mismo, ya habrá otra ocasión para explicarlo. n

Adolfo Gilly. Historiador y ensayista.

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