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C A P Í T U L O O C H O

El progreso como «ciencia-ficción»

i. La s r u ed a s d el pr o g r eso

Tras los descubrimientos científicos y las innovaciones técnicas


que se acumularon con rapidez desde el siglo xvi, hemos de re­
conocer la influencia constante de la imagen mecánica y cósmica
del mundo que los acompañó. Aunque los avances técnicos pro­
piamente dichos eran nuevos, el espíritu que subyacía en ellos
había disfrutado de una existencia espectral ya en la Era de las
Pirámides, a la espera, por así decir, de reencarnarse en el dios Sol
para poder materializarse.
«La sensación fundamental de las primeras obras», señalaba
Flinders Petrie acerca de los egipcios, «es de rivalidad con la na­
turaleza»; y esta sensación de rivalidad, el deseo de conquistar la
naturaleza y controlar todas sus manifestaciones para, en un sen­
tido casi literal, subirse encima de ella, ha sido uno de los rasgos
distintivos del hombre moderno. A este respecto, la célebre haza­
ña de Petrarca de escalar el monte Ventoso sin otro motivo que el
propio ascenso — conquistar el espacio y erguirse por encima de
la tierra— podría considerarse el heraldo de esta nueva era. Esa
aspiración ahora ha culminado en un paseo por la luna.
En el siglo xvm comenzó una sutil alteración en los valores,
a medida que la técnica misma empezaba a ocupar un lugar cada
vez más amplio, y si la meta de la técnica era la mejora de la condi-

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ción humana, la del hombre era limitarse cada vez más al avance
tecnológico. El progreso mecánico y el progreso humano pueden
considerarse uno solo; y ambos eran, teóricamente, ilimitados.
Para entender de qué modo la idea del progreso técnico ob­
tuvo durante el siglo xix una aceptación comparable a la de una
fe casi religiosa, hay que analizar su historia, que curiosamente
es muy breve. H a habido periodos en todas las culturas avanzadas
en que eran palpables las pruebas de mejoras técnicas; como en
la sustitución de herramientas y armas de bronce por otras de
hierro, o en la conversión de los toscos templos de madera de la
Grecia del siglo vu en las magníficas formas de mármol del v
a. C., que solo hizo posible una ingeniería imponente, capaz de
esculpir, transportar y erigir bloques de piedra inmensos. Pero
aunque estas mejoras fueran lo bastante impactantes para inci­
tar a la imitación, no engendraron el sentimiento de que fueran
algo inevitable, ni presagiaron una larga serie de avances en otros
campos. Llama la atención el hecho de que quienes aspiraban a
la perfección del hombre siguieran inclinados a buscarla en el pa­
sado: pretendían recobrar la simplicidad que habían perdido, una
humanidad que había ido corrompiéndose con el paso del tiem­
po. Incluso el pueblo judío, que poseía el sentimiento de tener
una misión histórica, creyó más fácil volver a M oisés que hacia
un nuevo mesías.
La idea original de progreso tal vez estuviera ya latente en la
noción cristiana de autoperfeccionamiento con miras a un fin di­
vino; y su consumación ideal, si bien no era una nueva versión de
la Edad de Oro, suponía un futuro igualmente estático en el cielo;
un futuro que no podría disfrutar toda la comunidad, ya que tam­
bién contemplaba la posibilidad de que los malvados pasaran una
estancia tan larga como dolorosa en el infierno. A simismo, la idea
del progreso anclaba sus raíces, como ha demostrado Tuveson,
en la creencia moderna de un milenio venidero, no en el acceso

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a un Paraíso remoto sino a un cielo más tangible que estaba a
punto de llegar a la tierra.
John Edwards, un teólogo ortodoxo, lo expresó ya en 1699.
Lo más interesante de su formulación es que, en contraste con los
anabaptistas del pasado, que también poseían una visión social
milenarista e incluso experimentaban con ponerlo en práctica a
la manera beatnik, él creía que, a la misma altura de los avances
en mecánica y filosofía natural, estaba dándose una mejora en
el conocimiento divino, de tal modo que las naturalezas física y
humana se renovarían simultáneamente. Resultado: «los virtuo­
sos mejorarán la filosofía natural, el suelo recuperará su fertilidad
primigenia, la vida será más cómoda. Los herederos de la tierra
de Utopía no serán santos resucitados sino la simple posteridad».
Costaría encontrar una única frase que reuniera tantas de las
ideas centrales del progreso: la ciencia, las habilidades especiali­
zadas, la comodidad, la elevación moral, la utopía y el futuro. En
resumen, el cielo podría descender por fin a la tierra, y la «filoso­
fía mecánica» iba a encargarse de ello.
Pocas generaciones más tarde, la idea de progreso alcanza­
ría su forma más vasta de la mano de Turgot y Edward Gibbon.
Turgot, ministro de Estado en el reinado de Luis XVI y una men­
te raramente equilibrada, no consideraba el progreso como un
simple producto de la técnica sino del genio humano. Por muy
grande que fuera su admiración por la ciencia, y por mucho que
se hubiera adelantado a una época en que todas las verdades po­
drían expresarse en formas matemáticas abstractas, prefería atri­
buir la posibilidad del progreso a una tendencia innata, presente
en todos los hombres, a la innovación y a la creación, en contras­
te con un impulso, también observable, a reprimir los avances y
las reformas, y a refugiarse en un estado de «cinta ergométrica».
’P odemos hallar una versión más vaga de esta idea en Gibbon y
Sus reconfortantes palabras finales -de Declive y caída del Imperio

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Romano: «Todas las épocas del mundo», señalaba, «han aumen­
tado la riqueza real, la felicidad, el saber y quizá incluso la virtud
de la raza humana; y siguen haciéndolo».
La imagen de una acumulación firme, persistente y casi in­
evitable de mejoras no reflejaba solo el insípido optimismo de
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los intelectuales de la «Ilustración», sino también , a noción tan
autoindulgente que poseían acerca de su propio lugar en la histo­
ria humana; pues los líderes de este movimiento, de Voltaire en
adelante — ¡aunque aquí hemos de exceptuar a Turgot!— , creían
que las culturas del pasado, especialmente la Edad M edia, habían
sido víctimas de una mezcolanza de ciegos instintos, ignorancia
supina, represión religiosa y tiranos despiadados. U na vez extir­
padas las prácticas y las ideas pretéritas — fueron particularmente
hostiles a la arquitectura gótica— , el único motor y gobierno de
todos los hombres sería la sola razón, en armonía con la bon­
dad inherente a la naturaleza humana. Pero si la observación de
Gibbon fuera acertada, la mejora humana nunca llegaría a su tér­
mino: la naturaleza de las cosas la garantizaba. Cada generación
sobrepasaría los logros del pasado.
Esta conversión ala doctrina del progreso tuvo lugar en muy
poco tiempo. A comienzos del siglo xvu i ,el duque de Saint-Simon
describía así las aprensiones de su eminente contemporáneo, el
mariscal de Catinat: «Deploraba los errores de la época, que veía
sucéderse en una serie interminable: el desaliento deliberado del
rigor, la proliferación del lujo... Cuando observaba los signos de
los tiempos, creía descubrir todos los elementos de la inminente
destrucción del Estado»; en tanto que un observador anterior del
siglo xvi, Loys Le Roy, había señalado que todas las civilizaciones,
después de alcanzar cierto punto, habían sufrido un declive.
Lo que para el mariscal de Catinat era una previsión audaz,
aunque bien fundada, se convertiría en una promesa feliz para
los espíritus más avanzados del siglo xvm . M idieron el progreso

32a
por el número de instituciones anticuadas de que podrían desha­
cerse. Si consideramos el progreso al modo de un movimiento
lineal a lo largo del tiempo, podemos verlo de dos maneras: como
un acercamiento a la meta deseada o como un alejamiento del
punto de partida. Q uienes tenían una visión más simplificada del
progreso creían que los males eran patrimonio del pasado y que
solo podríamos garantizar un futuro mejor distanciándonos de
aquel tan rápido como fuera posible.
H abía en esta doctrina los suficientes atisbos deverdad como
para que sus radicales falacias se volvieran aún más peligrosas.
Quiero volver a insistir en que todas las civilizaciones habían car­
gado en los últimos cinco mil años con las traumáticas lacras que
acompañaron el auge de los primeros sistemas de poder: el sa­
crificio humano, la guerra, la esclavitud, los trabajos forzados y
las desigualdades arbitrarias en riqueza y privilegios. Pero junto a
estos males también se había dado una acumulación considerable
de bienes, cuya conservación y transmisión eran esenciales para la
propia humanización, y eventual mejora, del hombre. Los repre­
sentantes del progreso estaban demasiado consagrados a su ideo­
logía como para prever que las instituciones autoritarias que pre­
tendían aniquilar para siempre podrían volver con una forma más
opresiva que nunca, fortalecidas por la misma ciencia y la técnica
que ellos consideraban un medio para emanciparse del pasado.
U n siglo después, la curiosa premisa de un progreso conti­
nuo e inexorable, que no se permitía ninguna indulgencia respec­
to a los procesos orgánicos visibles — decadencia y destrucción,
derrumbes y rupturas, paradas y regresiones— se plasmaría ne­
gro sobre blanco en la fatua arrogancia del popular filósofo fran­
cés Víctor Cousin: «Piénsenlo, caballeros: nada retrocede, todo se
mueve hacia delante». Según ese mismo principio, los p ro fetas
contemporáneos del progreso han dado la bienvenida al avión su­
persónico, con sus estampidos físicamente destructores, su vio­
lento impacto al sistema nervioso, su contaminación del aire y su
progresivo deterioro del clima, como si se tratara de una contribu­
ción inevitable al progreso en el transporte; aunque no han sido
capaces de indicar ni una sola función, aparte de las ofensivas
militares, que no pudiera hacer antes, con mayor comodidad y
seguridad, otro medio de transporte menos veloz y destructivo.
Ahora bien, lo más extraño de la fórmula de Gibbon es que
aparece en mitad de un libro que exhibía con detalle el proce­
so opuesto. Lo que demostró su gran investigación histórica fue
cómo aquel torrente de energía inicial que había alzado la civili­
zación romana hasta un nivel tan elevado en tantas esferas, es­
pecialmente la ingeniería, el urbanismo y el derecho público, en
pocos siglos se convirtió en lo contrario; de qué modo a lo largo
del gran Imperio las «ruedas del progreso» fueron deteniéndose
de manera paulatina; por qué vías se perdieron saberes importan­
tes, se degradó la eficacia técnica y lo que en su día habían sido
unas fuerzas armadas muy disciplinadas se transformaron en
turbas codiciosas y pendencieras. Por último, los documentos de
Gibbon muestran cómo en una sucesión de retiradas y derrotas
lo que antaño habían sido bienes viables de Roma se convirtieron
en males, mientras la pobreza, la inseguridad y la ignorancia que
el Imperio se jactaba de haber derrotado servían, ante la mirada
incrédula de los romanos cultos, como núcleo organizativo de un
orden cristiano más creativo; un orden que aglutinaba las ener­
gías pujantes de la antigua cultura y las polarizaba en torno a una
concepción negativa de la vida terrena.
Ya se habían producido otros reveses semejantes, como po­
día saber incluso un historiador del siglo xvm , no una vez en la
historia humana sino en muchas otras ocasiones del pasado, con
una ruptura semejante en la tradición, una pérdida de conoci­
mientos y una disipación de la riqueza efectiva, por no hablar de
los brotes de violencia y de un aumento exorbitante de la miseria

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humana. Estos hechos históricos innegables desmentían radical­
mente la descripción que ofrecía Gibbon de un incremento pro­
gresivo de la riqueza y la felicidad. Y si la doctrina del progreso
proporcionaba una llave para el nuevo futuro, no había nada en la
sumaria sentencia de Gibbon — aunque lo hubiera, y mucho, en
su descripción histórica— que previniese a sus compatriotas ante
el revés del «Progreso» técnico, que se vio seguido por una retira­
da y un colapso similar a lo largo y ancho del Imperio Británico.
De hecho, en su propia imaginación ya había visto a un Gibbon
futuro estudiando las ruinas de Londres, del mismo modo en que
él había visitado las de Roma.
En realidad, lo que estaba celebrando Gibbon no eran las
realidades del progreso humano sino el petulante sentimiento de
superioridad y seguridad de que gozaban las clases superiores de
Gran Bretaña, que creían que, con el tiempo, la inteligenciahuma­
na se haría cargo del control de todas las instituciones e incluso se
aseguraría de que el bienestar y el lujo de la minoría dominante
pasaran al resto de la población en una forma convenientemente
diluida y simplificada: la doctrina esencial del «liberalismo» whig.
Con esta premisa, Gibbon llegó a decir, pocos años antes de las
revoluciones americana y francesa — en la práctica, el comienzo
de dos siglos de sublevaciones nacionales, luchas de clases, ocu­
paciones imperialistas y represión brutal— , ¡que las revoluciones
ya no serían necesarias!
En cuanto se implantó en la mentalidad occidental la equipa­
ración de progreso mecánico y progreso moral, se convirtió en una
doctrina aceptada de forma general, y que solo encontraba opo­
sición en los países católicos de Europa occidental o en aquellas
regiones atrasadas que la máquina aún no había conseguido pene­
trar. Cada nueva invención exitosa no hacía más que ahondar esta
fe incondicional en su correspondiente avance humano. Por su­
puesto, la creencia en la inevitabilidad del progreso tendió, durante

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un tiempo, a aportar cada vez más pruebas de su existencia, del
mismo modo en que una fe inquebrantable en los poderes de un
doctor-brujo süele garantizar el buen resultado de sus curas o sus
maldiciones mágicas. Ya que la idea de progreso no tenía forma de
explicar las regresiones o los nuevos males, se acostumbró a hacer
desaparecer las voluminosos pruebas, tanto históricas como con­
temporáneas, de la existencia de estos. Contar solo los beneficios y
hacer caso omiso de las pérdidas resultó ser el método habitual de
preservar las premisas milenarias sobre las que se erigió original­
mente la ideología del progreso. Pero el progreso era tan desigual,
incluso en cuestiones materiales, que, como señaló sardónicamen­
te en su día W inston ChurchiU, las mansiones inglesas del siglo
xx todavía carecían de calefacción central, algo de lo que habían
disfrutado los prototipos romanos de casi dos mil años antes.
El «progreso», obviamente, significaba cosas diferentes para
espíritus distintos: una cosa para Diderot y Condorcet, otra para
M arx y Comte, otra para H erbert Spencer y Charles Darwin, y aun
otra más para sus continuadores de hoy. Entre tanto, la noción vá­
lida de enriquecer un acervo cultural y servirse de él, que en parte
todavía le sirvió a Gibbon, acabó abandonando el concepto.
La burlona fórmula para definir el progreso que acuñó
V oltaire— ahorcar al último rey con las tripas del último cura—
les pareció a sus correligionarios una manera admirable de hacer
borrón y cuenta nueva a la hora de construir la sociedad sobre ba­
ses nuevas. Incluso aquellos que podían sentirse impactados por
esta sádica propuesta siguieron en otros ámbitos, no obstante, la
misma política de «tierra quemada» de arrasar con el pasado como
vía para acelerar la marcha hacia el futuro. La doctrina de Gibboñ
había aceptado el hecho de que los bienes de una civilización son
acumulativos, y no sucesivos: pero en cuanto el movimiento en
sentido opuesto al pasado se convirtió en el criterio del progreso,
la función de la acumulación se recluyó en los museos.

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2. Ev o l u c ió n y r e g r e s ió n
Lo que le hacía falta a la nueva noción de progreso eran dos rea­
lidades que más tarde aparecerían en el concepto de evolución;
pero dado que ambas surgieron casi de manera simultánea, el
pensamiento popular tendió a confundirlos con frecuencia. La
evolución se centraba en el hecho fundamental de la vida misma.
En esta perspectiva evolutiva, la masa, la energía y el movimiento
solo sirven para explicar la base abstracta de la vida. A diferencia
de las energías «físicas» que no actúan más que en una dirección
— cuesta abajo— , las actividades orgánicas son bipolares, a la vez
positivas y negativas, activas y pasivas, constructoras y destruc­
toras, acumulativas y selectivas; es decir: crecen, se reproducen
y mueren. Cuando los procesos positivos (antientropía o creci­
miento) llevan las de ganar, aunque sea por un pequeño margen
de tiempo, la vida prospera.
«Arrastrándose hacia arriba en espiral», la lombriz puede,
según la lacónica metáfora de Emerson, «convertirse en hom­
bre». Esta criatura no «progresa» incrementando su ritmo de cre­
cimiento y llegando a ser simplemente una lombriz más grande,
o engendrando mayores cantidades de lombrices. Para inconta­
bles organismos, seguir con vida y reproducirse, «mantener la
posición», constituye de hecho su éxito como especie, aunque su
mera existencia puede enriquecer su entorno lo bastante como
para que otras especies puedan prosperar, como el ínfimo planc­
ton sostiene al cachalote.
Tan solo en una única vía ha consistido la evolución orgá­
nica en un cambio indefinidamente progresivo: en el desarrollo
del sistema nervioso de los mamíferos. A sí como los riñones y
pulmones aparecieron hace decenas de millones de años, el sis­

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tema nervioso se ha vuelto cada vez más amplio y adaptado; y en
el hombre ha conocido un crecimiento extraordinario durante los
últimos quinientos mil años. Gracias a este sistema nervioso y
a los productos que han brotado de su propia materia cerebral,
signos y símbolos, el hombre vive en un mundo infinitamente
más rico en posibilidades que cualquier otra criatura. Solo ahí, en
la mente humana, puede tener la idea de progreso un contenido
real, u ofrecer la perspectiva de un futuro mejor.
Pero, dentro de esta singular evolución, hemos de resaltar
un aspecto destacado: ha complementado la selección natural
mediante una selección cultural que no solo ha modificado el en­
torno mismo del hombre y su modo de vida, sino que ha aportado
nuevas potencialidades para su propia naturaleza, tales como el
dominio de las abstracciones matemáticas por pura curiosidad, ¡o
que no podía haberse previsto cuando el hombre empezó a contar
con los dedos. H asta la invención de los símbolos, el progreso téc­
nico mediante la manipulación y el trabajo manual desempeñó
un papel muy pequeño en esa transformación básica.
Esta historia, que no se ha reconstruido hasta el último si­
glo, altera totalmente la concepción del progreso, pues separa las
etapas de formación evolutiva de la mente en el seno de la especie
humana, la cultura y la personalidad emergente, de los avances
puramente materiales en herramientas, armas y utensilios que
influyeron en las doctrinas del siglo xix.
Pero mientras que la evolución revela saltos esporádicos
y desvíos creátivos, también presenta caídas, reversiones, para­
das y fracasos letales en los intentos de adaptación; y debido a
su superior dotación neural — superior pero inestable y frágil en
extremo— incluso sus mejores avances técnicos se han visto a
menudo detenidos, pervertidos o mal aplicados. Al dominar el
arte de volar, por ejemplo, el hombre se liberó de su condición de
ser terrestre. Pero esta hazaña acarreó ciertas limitaciones des­

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concertantes. En su afán de desplazarse a mayor velocidad, ya ha
restaurado, aunque sea con una forma más restrictiva (los trans­
bordadores espaciales) las barreras de que quería huir, y se ha
convertido en una simple masa transportable, que teóricamente
mengua a medida que se aproxima a la velocidad de la luz cuando
en realidad está perdiendo toda capacidad de reacción vital básica
en proporción directa al incremento de velocidad de la nave.
En términos de experiencia evolutiva, no hay razones para
creer que pueda lograrse un progreso genuino en ninguna direc­
ción de acuerdo con las exigencias que impone la naturaleza bio­
lógica del hombre, modificada y en parte superada por las culturas
históricas, del mismo modo en que estas se han visto intensifi­
cadas por el desarrollo del sistema nervioso humano. En lo que
concierne al entorno vivo, muchas de las apabullantes proezas
tecnológicas del hombre moderno ya han demostrado ser desme­
didamente peligrosas y, en ciertos casos, mortales. Si la propia
doctrina de la evolución no hubiera sufrido la influencia de la cos-
movisión mecánica y el progreso material no se hubiera puesto al
mismo nivel de la malthusiana «supervivencia del más apto», es­
tos hechos se habrían identificado y evaluado correctamente hace
ya mucho tiempo.
Creer que un punto posterior en el tiempo conlleva nece­
sariamente una mayor acumulación de valores, o que la última
invención representa por fuerza una mejora humana, supone
olvidar la prueba patente de la historia: las recurrentes recaí­
das en la barbarie, más manifiestas y espantosas, como observó
Giambattista Vico en su día, en la conducta del hombre civiliza­
do. ¿Acaso la Inquisición, con sus ingeniosas innovaciones me­
cánicas en la gradación de la tortura, fue un signo de progreso?
Técnicamente, sí; humanamente, no. Desde el punto de vista de
la supervivencia humana, y no digamos de un desarrollo futuro,
úna punta de flecha de sílex es preferible a la bomba de hidróge­

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no. No hay duda de que para el orgullo del hombre moderno tiene
que ser hiriente darse cuenta de que otras culturas anteriores,
con medios técnicos más sencillos, pudieron ser superiores a él
según su propio baremo de valores humanos, y que el auténti­
co progreso implica continuidad, conservación y, por encima de
todo, previsión y selección racional, esto es, la antítesis de nuestra
caleidoscópica multiplicación de novedades aleatorias.
Básicamente, la forma en que los profetas del progreso tra­
taron de demostrar la validez de esta idea fue centrarse en las
abstracciones de tiempo, espacio y movimiento. La propia metá­
fora no era más que otro nombre para el desplazamiento sin res­
tricciones en el agua, luego por el aire y, ahora, con los motores a
reacción, en el sistema solar, gracias a la propulsión de las fanta­
sías de viajes a otras estrellas sitas a años luz de distancia. No es
casualidad que el héroe de la obra de ficción más original de H . G.
W ells, La máquina del tiempo, sea un inventor que ha aprendido
a viajar en el tiempo. (Claro está, el equivalente simbólico de este
ingenio puramente mecánico es el estudio de la historia.)
En términos vulgares, el progreso ha llegado a significar mo­
vimiento sin limitaciones en el espacio y el tiempo, así como, ne­
cesariamente, un control igual de ilimitado de la energía, lo que
culmina en la destrucción sin límites. Incluso mi viejo maestro,
Patrick Geddes, que en su corazón todavía era un Victoriano op­
timista, aunque atemperado por el pesimismo realista de Carlyle
y Ruskin, solía decir tanto sobre sus ideas como sobre sus pro­
yectos: «Tenemos que seguir adelante», y sostenía que el hecho
de que las ideas de M ahatma Gandhi procedieran de tres fuentes
principales — Thoreau, Ruskin y Tolstói— dos generaciones más
viejas suponía ya una suficiente condena de su método para al­
canzar la independencia de la M adre India. Pese a la amplia gama
de máquinas que se han fabricado durante los últimos dos siglos,
lo que la mentalidad popular identifica como avances de la tecno-

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logia moderna son esencialmente medios de transporte: barco de
vapor, tren, automóvil, avión y cohete.
A un cuando restrinjamos la noción de progreso a la conquis­
ta del espacio y el tiempo, sus limitaciones humanas son flagran­
tes. Tomemos una de las ilustraciones favoritas de Buckminster
Fuller acerca de la contracción de estas dos dimensiones, empe­
zando por una esfera de seis metros de diámetro, para represen­
tar el tiempo y distancia del desplazamiento a pie. Con el caballo,
esta esfera se reduce a algo menos de dos metros; con el velero, se
contrae hasta el tamaño de un balón de baloncesto; con el tren, al
de una de béisbol; con el avión, al de una canica; y con el cohete,
al de un guisante. Y si fuera posible viajar a la velocidad de la luz,
para redondear la idea de Fuller, la tierra se tomaría, desde el
punto de vista de la velocidad corporal, una molécula, de tal modo
que se podría volver al punto de partida sin haber tenido la más
mínima sensación de haberse movido.
Al llevar al extremo teórico la ilustración de Fuller, estamos
reduciendo esta concepción mecánica a su grado correcto de irre-
levancia humana. Pues como cualquier otro avance técnico, la
velocidad solo tiene significado en relación con otras necesidades
y metas humanas. Salta a la vista que el efecto de acelerar el trans­
porte es disminuir las posibilidades de la experiencia humana di­
recta, incluyendo la experiencia de viajar. Una persona que dé
una vuelta al mundo acumularía al final de tan largo viaje una rica
variedad de recuerdos de las diferentes realidades geográficas, cli­
máticas, estéticas y culturales: estas experiencias retroceden en
proporción directa a la velocidad, hasta que el viajero, en el clímax
jjjj¡el movimiento acelerado, carece de toda experiencia: su mundo
fseha vuelto estático, un mundo en que el tiempo y el movimien­
to no cambian nada. No mengua solo el espacio sino también el
hombre. Dado el volumen de desplazamientos en avión y el ve­
loz flujo de turistas, estos medios de transporte ya han arruinado

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irremediablemente muchos de los entornos y ciudades históricos
que incitaban a la visita de las masas.
El progreso, tal como lo definió nuestra cultura de la máqui­
na, no era más que un movimiento hacia delante en el tiempo, y
la «marcha», como expuso un filósofo pragmático, «se convierte
en la meta»; esto es, una versión primitiva de esa otra idea, aún
más superficial, según la cual «el medio es el mensaje». Sin em­
bargo, ambas ideas pueden expresarse en una forma válida: la
«marcha» forma parte, en efecto, de la meta, y la amplía, en tanto
que el «medio» modifica por fuerza el mensaje.
Pero véase: en sus inicios, esta fe ciega en el «progreso» con­
taba con su parte de justificación. En demasiadas ocasiones, las
innovaciones benéficas del pasado habían sido incapaces de abrir­
se paso a través de las gruesas capas de la tradición. Incluso el
muy racional M ichel de M ontaigne creía que había que mantener
las malas instituciones antes que exponer a una sociedad a correr
los riesgos que podría conllevar reformarlas. Para disponer de la
libertad de que gozamos hoy de escoger entre las posibilidades
del pasado, primero tal vez habría que romper completamente
con él, del mismo modo que un adolescente tiene que romper con
sus padres a fin de alcanzar la madurez suficiente para, pasado el
tiempo, tomar de ellos aquello que le permita seguir creciendo.
Q uizá por primera vez en la historia el futuro se adueñó
de la mente de los hombres, no como una remota esperanza de
emancipación en una lejano Cielo inalterable, sino como presen­
cia indeleble y promesa realizable de mayores logros. Todos los
organismos tienen una porción importante de futuro inscrito
en su ciclo vital: los acontecimientos venideros y las formas aún
sin realizar condicionan las decisiones actuales y las modifican:
«prealimentación» (feedforward) es el complemento vital de «re-
troalimentación» (feedback). Y, no obstante, hay al parecer una
cultura — aunque de longeva existencia— , la de los judíos, que

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ha encarnado activamente la conciencia persistente del futuro,
entendido como ingrediente dinámico de la vida; y, con miras
a una eventual liberación y el consiguiente regreso a Jerusalén,
arrostraron penurias y duras pruebas que destrozaron y aniquila­
ron a otros pueblos con menos confianza en sus propias metas y
menos esperanzas en su futuro. En la medida en que la doctrina
del progreso concedía al futuro tanta relevancia como al pasado,
sirvió de contrapeso a un excesivo respeto hacia instituciones y
tradiciones desfasadas que en demasiados casos habían perdido
toda importancia.
Por muy arbitrario e ignorante que sea su rechazo del pasado,
la idea del progreso fue emancipadora en sus orígenes: representó
el acto de desprenderse de las cadenas oxidadas que agarrotaban el
espíritu humano. En el marco concreto dela Europa occidental, ello
condujo a una crítica despiadada de muchos males muy graves y,
pese a la hostilidad que mostraba la dase dirigente hacia «reforma­
dores» y «entrometidos», aportó varios remedios eficaces. Gracias
a este nuevo ímpetu, se introdujo por doquier la educación pública
gratuita, se suprimieron los grilletes para los enfermos mentales y
se sanearon y expusieron a la luz las pemidosas cárceles; en algu­
nos países, el pueblo llano se hizo con una cuota del poder legisla­
tivo; sordos y mudos contaron con apoyo para poder expresarse, e
jnduso se enseñó a hablar con sobrehumana paciencia a aquellos
que, como H elen Keller, añadían a su sordera el agravante de ser
ciegos. Durante un tiempo, se eliminó incluso el uso de la tortura
— por lo menos de manera oficial— en los interrogatorios, si bien
Jas instituciones más funestas de la antigüedad, como la esclavitud
y la guerra, siguieron siendo muy reales.
No hay necesidad de desdeñar el hecho de que la idea de
¡progreso impulsó y aceleró estos cambios tan felices. Pero aunque
istos avancesjueron notables confrecuencia, tal vez sea aún más des-
tacable que ni uno solo le debía nada a la innovación mecánica.

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Con esto no pretendo negar que hubiera una interacción,
desde el siglo xvm , entre la idea de progreso, la invención me­
cánica sistemática, la investigación científica y la legislación po­
lítica: el éxito en un ámbito reafirmaba y respaldaba los demás
esfuerzos similares en otras esferas. «¿Dónde podrá detenerse la
perfectibilidad del hombre, armado de geometría, química y artes
mecánicas?», se preguntaba Louis Sébastien M ercier en su utopía
dieciochesca El año 2440. Cierto, ¿dónde? La propia elección de
ese año distante proclamaba que el futuro se había hecho coetá­
neo del pasado e incluso amenazaba con suplantarlo del todo.
La de M ercier fue una de las primeras utopías que se han
vuelto corrientes en el siglo xix; y no pocas de sus previsiones se
han realizado antes de llegar a la fecha que eligió como punto cul­
minante. La noción de que la máquina, a causa de su racionalidad
de diseño y su austera perfección práctica era ahora una fuerza
moral — la fuerza moral, de hecho, que iba a establecer un nuevo
baremo para medir los logros del hombre— hizo que resultara
más fácil equiparar la nueva técnica, incluso en sus manifestacio­
nes más sórdidas, con la mejora humana. El pecado ya no consis­
tía en la incapacidad de realizar las potencialidades humanas: en
lo sucesivo, significaba no optimizar la máquina al máximo.
En las filosofías y religiones'clásicas, la idea de perfección se
había dirigido casi de forma exclusiva al cultivo de la personalidad
o a la salvación del alma. Las instituciones humanas solo merecían
accesoriamente semejante esfuerzo — y el medio técnico, menos
aún— , hasta que la disciplina benedictina convirtió el propio tra­
bajo en una forma de piedad. Este divorcio y aislamiento del in­
dividuo respecto al sistema económico y la cultura material que
contribuían a moldearlo y a dotarle de sustancia fue un error tan
crucial como cualquiera de los que se cometieron en el bosquejo
de la imagen mecánica del mundo. Pero tenía un mérito: requería
una participación consciente y un esfuerzo disciplinado. La doctri­

334
na del progreso, por otro lado, entendía la mejora como algo exter­
no y automático; daba igual lo que deseara o escogiera el individuo:
siempre que la comunidad aceptara la multiplicación de máquinas
y el consumo de los productos industriales típicos como la meta
primordial del interés humano, el progreso estaba garantizado.
Tan rápidas, abundantes e imponentes fueron las invencio­
nes mecánicas que para mediados del siglo xix incluso un espí­
ritu compasivo y equilibrado como el de Emerson se dejó influir
por esta visión, aunque rechazara los cimientos metafísicos del
credo utilitario: «Los esplendores de nuestra era», exclamó en una
Ocasión, «deslumbran a todas las épocas conocidas. En mi vida he
visto producirse cinco milagros, que son: i.°, el Barco de Vapor;
2 °, el Ferrocarril; 3°, el Telégrafo Eléctrico; 4.0, la aplicación del
espectroscopio en la Astronomía; y 5.0, la Fotografía». Este elogio
prematuro le deja a uno sin las palabras adecuadas para describir
nuestros milagros modernos: el microscopio electrónico, la pila
atómica, el satélite dirigido por control remoto o el ordenador.
El mismo autor podía señalar cáusticamente en otro lugar
que, por muy lejos que viajara una persona, el viejo yo iría con
ella. Pero precisamente para evadirse de la misión axial de dis­
ciplinar y dirigir la personalidad, los apóstoles del Progreso vol­
caron todas sus energías en perfeccionar y multiplicar las má­
quinas, y en utilizar por medios novedosos el conocimiento que
empezaban a tener a su disposición. Se suponía que para todas
tas debilidades o trastornos humanos había un rápido remedio
mecánico, químico o farmacéutico. Incluso la lámpara de arco
Fue acogida en el momento de su introducción como una medida
preventiva contra la delincuencia nocturna. De ahí la aplicación
desmedida de los rayos X durante medio siglo, antes de que se
Conocieran los efectos dañinos de los muchos tipos de radiación;
a el empleo aleatorio y excesivo de antibióticos; o también el re­
curso apresurado a la cirugía, como en la lobotomía frontal, para

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remediar trastornos orgánicos tratables valiéndose de otros me­
dios más asequibles.
Emerson expresó una vez más la optimista concepción de la
máquina entendida como agente aventajado del bien moral y polí­
tico, así como material: solo esto basta para mostrar la solidez que
había alcanzado la doctrina del progreso mecánico. «El progreso
de la invención», observaba en 1866, «es una verdadera amenaza.
Cada vez que veo un tren, busco una república. Debemos tomar
las medidas necesarias para espolear el libre comercio y abolir las
aduanas, antes de que comiencen a llegar globos con viajeros de
Europa, y creo que el tren Superintendent posee un sentido secun­
dario y más profundo cuando inscribe esta leyenda en la parte
delantera: “Atención a la locomotora”.»
Apenas podría sospechar Emerson que el equipamiento téc­
nicamente superior conduciría no a una unión mundial de repú­
blicas sino a una alineación de máquinas militares dotadas de una
capacidad destructiva totalitaria. H oy todavía quedan espíritus «de
vanguardia», fabricados en estos obsoletos moldes «progresistas»,
que siguen creyendo que la comunicación instantánea de la te­
levisión producirá un entendimiento inmediato, o que están tan
aferrados a su fe dogmática en el progreso tecnológico como para
creer que el control por radio desde un helicóptero de los embote­
llamientos y atascos de tráfico es una prueba de suprema eficacia
técnica, en lugar de verlo como lo que realmente es: una revela­
ción del fracaso palmario tanto de la ingeniería contemporánea
como de la planificación viaria, la gestión social o el urbanismo.
A los primeros creyentes en la salvación mecánica les costa­
ría explicar cómo la misma década que contempló el triunfo del
transporte aéreo fue testigo también de la restauración univer­
sal de las restricciones en el paso de fronteras, que en la práctica
habían caído en el olvido a fines del siglo xix. En resumen, la
idea de que el progreso científico y técnico conllevaba un equi­

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valente humano paralelo ya era cuestionable en 1851, el año de la
Exposición del Palacio de Cristal, y en nuestros días se ha vuelto
completamente insostenible.
Ambas esperanzas de progreso, la científica y la técnica, y
su consiguiente sensación de desengaño, encontraron expresión
en dos poemas de Alfred Tennyson: «Locksley H all» (1842) y
«Locksley Hall, sesenta años después» (1886). De joven dio una
calurosa bienvenida no solo a la locomotora sino también a los
futuros viajes aéreos como un avance que haría preferible vivir,
en sus propias palabras, cincuenta años en Europa que todo un
ciclo en Catay. Pero al final llegó a una conclusión distinta: la
guerra aérea que permitía augurar «el Parlamento del H ombre,
la Federación del M undo» ya no le parecía tan proclive a ese final
feliz. En lugar de apelar a «M archar hacia delante, adelante», dio
la espalda a sus ideas originales con «No pronunciemos la voz de
“adelante” hasta dentro de diez mil años».
Como sucedáneo de la religión, la ideología de un progre­
so mecánico y humano inevitable ofreció a la nueva cosmovisión
algo de lo que esta carecía: una meta implícita; concretamente, la
demolición total del pasado, y la creación, sobre todo por medios
«técnicos», de un futuro mejor. El cambio en sí mismo se con­
virtió, en el seno de este complejo de ideas, no solo en un hecho
natural — que lo es— sino en un valor humano apremiante; y re­
sistirse al cambio o retrasarlo del modo que fuera suponía «opo­
nerse a la naturaleza», y en última instancia poner en peligro al
hombre que desafiaba al dios Sol y desobedecía su mandato.
Basándose en estas premisas, dado que el progreso era un
exhorto del cielo, la regresión ya no era posible. Pocos años antes
de la Primera Guerra M undial, en una de las mejoras novelas de
H . G. W ells, el héroe exiliado se jacta, mientras escribe sobre su
vida pasada: «N ingún rey ni ningún consejo puede atraparme ni
torturarme; ninguna Iglesia ni ninguna nación puede silenciar­

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me. El poder de llevar a cabo una aniquilación tan completa y
despiadada ha desaparecido». Todavía entonces, una inteligencia
bien informada, confiada en la bondad de las obras de la ciencia,
era incapaz de prever la posibilidad de un H itler, un Stalin o un
M ao: y podía seguir creyendo que el progreso humano era irrever­
sible, aunque poco después, en 1914, describiría de manera muy
realista en El mundo se liberta la destrucción de una ciudad por
una sola bomba atómica.
La doctrina popular del progreso respaldó el concepto más
tardío de Evolución, y a su vez recibió el apoyo de este. Pero esta
fue una alianza ilícita, ya que, como señaló Julián H uxley, la evo­
lución no implica un progreso lineal sino «divergencia, estabiliza­
ción, extinción y avance». En las transformaciones orgánicas, las
fuerzas que se resisten al cambio y garantizan la continuidad son
tan importantes como las que dan paso a la innovación y son cau­
sa de mejoras. Incluso lo que constituye un avance en un periodo
puede convertirse en una adaptación deficiente o una regresión
en otro.
Sea como sea, un hecho debería ser obvio: el cambio no es
un valor en sí mismo, como tampoco es un generador automático
de valores; ni la novedad es una prueba suficiente de avance. No
son más que eslóganes comerciales y latiguillos de unos intereses
económicos que quieren vender algo. En cuanto a la idea de que
las innovaciones técnicas han sido la fuente principal del desarro­
llo humano, se trata de una dudosa leyenda antropológica, que
no es capaz de soportar, como mostré en el primer volumen de
El mito de la máquina, un análisis exhaustivo de la naturaleza y la
cultura del hombre. En cuanto el hombre moderno comprenda
la necesidad de la continuidad y la modificación selectiva, en tér­
minos de sus propias capacidades y metas, en lugar de someterse
ciegamente a la naturaleza o a su propia tecnología, dispondrá de
muchas posibilidades nuevas a su alcance.

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