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¿Se puede hacer una teoría crítica del mercado?

publicado por Tomas Ruiz-Rivas en 2014/03/18.


tema  en foco,  reciente
dossier:  arte&mercado

“A mitad de mi visita a la feria Volta el viernes, se me ocurrió que lo que ha


cambiado más dramáticamente en la era de las ferias de arte es que en gran
medida el arte actual parece existir en respuesta a la presión del tiempo. El
marchante necesita nuevo trabajo, el artista lo hace lo más rápidamente
posible, el enmarcador / transportista llega ganando días, el trabajo es
enviado a la feria horas antes de ser instalado, y el coleccionista dispone de
una breve ventana de oportunidad para comprarla antes de que esté en la
siguiente feria. Voy a ir un paso más allá y a sugerir que la falta de solidez de
gran parte del arte actual se debe a la transparencia con que revela esta
prisa por cumplir con las demandas del mercado. ¿Algún pensamiento sobre
este asunto?”
Este breve comentario de Dan Cameron en su muro de Facebook (1) ha
provocado una aluvión de respuestas, más de doscientas en un par de días,
que al margen de la intención de su autor, que no pasaba de compartir una
impresión en su visita a la edición neoyorquina de la feria Volta, nos indican
que posiblemente haya un iceberg a la deriva en el mundo del arte, y no
acabamos de ver, o entender, lo que se oculta bajo la superficie. Sin
embargo, a juzgar por esos doscientos y pico comentarios, hay una
percepción más o menos clara de una amenaza oculta, apenas delatada por
señales como la él reseña, y existe una inquietud entre los creadores
respecto al crecimiento y proliferación de las estructuras comerciales e
institucionales del arte, donde ellos, los artistas, apenas tienen voz.
La promiscuidad entre ambas esferas, que representan el ideal moderno – y
falso – de la separación entre lo público y lo privado, es un hecho conocido y
ya ampliamente comentado y denunciado: los agentes del mercado, galerías
y casas de subastas, así como  los major collectorsy sponsors que ocupan
sillas en los patronatos de los museos y fundaciones, trasladan sus intereses
económicos – la revalorización de sus productos y colecciones – al espacio
supuestamente aséptico del museo. La producción de conocimiento, o como
queramos describir la función de las instituciones culturales, se ve
contaminada por el mercantilismo, que al menos en nuestro imaginario es lo
opuesto a un ejercicio libre y crítico de las facultades creativas.
Pero mientras la crítica del museo ha sido un tema central en toda la teoría
que se ha producido desde los años 70, y en buena parte de la producción
artística, la crítica del mercado brilla por su ausencia. Varios prejuicios
bloquean nuestro pensamiento en este sentido: que lo privado no es objeto
del pensamiento crítico, que el mercado – la economía capitalista – es un
fenómeno natural, algo así como el caldo primigenio en que estamos
sumergidos, o simplemente, en el caso de los artistas, que uno no debe
morder la mano que le da de comer. Pero nada de esto es cierto. El mercado
es una institución, no una condición natural, y como tal debe ser sometido al
análisis crítico. Obviamente no estoy propalando rechazos simplistas o
nostalgias de una arcadia de arte puro que nunca existió; trato de
comprender cómo es y qué papel juega el mercado en los procesos creativos
y en la producción de sentido.
Lo que Dan Cameron señala en su comentario es un buen ejemplo: el
mercado impone los tiempos de producción e incide por tanto de manera
directa en la creación, la cual compromete cuestiones mucho más complejas
que la mera provisión de mercancías. Para mí, que me inicié en el arte en una
ciudad donde la primera institución contemporánea que tuvimos fue una
feria, ARCO, es quizás más evidente el efecto de este tipo de espacios de
circulación sobre cuestiones que van mucho más allá de la economía y que
afectan a la manera en que artistas y públicos entendemos esos procesos
creativos, o los complejos mecanismos a través de los cuales se producen los
imaginarios colectivos – esos andamiajes simbólicos donde se legitiman las
prácticas sociales, entre ellas el ejercicio del poder – o las atribuciones de
significado a partir de las que se constituyen los sujetos, por señalar algunos
horizontes hacia donde podemos volver la mirada. Todas éstas cuestiones
íntimamente ligadas con el arte o con la cultura en general.
Dentro del mercado, que es una estructura muy amplia, el fenómeno de las
ferias es, como dice Cameron, el que identifica nuestra época. Desde la
segunda mitad de los 90 las ferias de arte no sólo han proliferado alrededor
del mundo, sino que ha ganado protagonismo dentro del intrincado aparato
de legitimación en que se basa la creación actual. Repasemos brevemente
cómo son.
La mayoría son empresas privadas, productoras de eventos especializadas,
aunque algunas son propiedad de fundaciones o tienen participación pública.
Por otra parte, aunque son empresas, cada vez es más frecuente que reciban
fondos públicos al amparo de una noción difusa de apoyo a la cultura.
Algunas los reciben directamente, mediante el alquiler de espacios a las
instituciones, y otras indirectamente, porque en muchos países las galerías
reciben subvenciones para los gastos de renta de stands, transporte de obra,
etc. No vamos a discutir aquí la idoneidad de estas subvenciones.
El acceso a las ferias está restringido a galerías, y según la importancia de la
feria los requisitos serán más o menos duros: varios años de funcionamiento,
deben ser empresas, no asociaciones o fundaciones, al menos cuatro
exposiciones al año, un local abierto al público en horarios fijos, artistas
reconocidos… Nunca he escuchado una discusión sobre estos lineamientos,
que vienen a decirnos quién o cómo es legítimamente un canal para la venta
de arte, o, visto desde otra perspectiva, nos dejan claro que al mercado no le
gustan los inventos. En cada feria hay un comité de selección que está
formado, para mí sorprendentemente, por galerías. No sólo por galerías, sino
por las mismas que toman parte en esa misma feria. No hace falta ser muy
perspicaz para comprender que siendo juez y parte… pues eso.
Cada feria tiene además un reglamento que normalmente se puede
descargar de su página web. Una de las normas que más me han llamado
siempre la atención, y que se repite en prácticamente todas las ferias, es la
prohibición de pintar, empapelar o intervenir los tabiques de los booths en
forma alguna. Para las ferias la obra de arte debe ser un objeto autónomo
que no establece relación alguna con el contexto, ni siquiera el físico. Esto es
algo determinante, porque anula un siglo de experimentación artística y
devuelve la obra de arte a una dialéctica sujeto/objeto propia del siglo XIX,
cuando el apogeo de la cultura burguesa.
También existe una arquitectura particular de las ferias, que se diferencia de
la de los museos o la de los Salones de épocas pretéritas. Pero en todos los
casos podríamos decir, parafraseando a Stavros Stavrides, que la arquitectura
específica de los museos, ferias de arte y otros espacios de exhibición no es
un epifenómeno de las relaciones de poder, sino una precondición y un
resultado de su ejercicio.
El objetivo de las ferias es alquilar booths o stands, que a su vez son valiosos
en la medida en que la feria sea capaz de convocar coleccionistas solventes y
haya en consecuencia cuantiosas ventas. Sin embargo las ferias tienen
negocios secundarios y la necesidad de legitimarse culturalmente. La venta
de entradas es posiblemente la segunda fuente de ingresos para muchas
ferias, que reciben un público masivo, reforzando así un pretendido carácter
cultural frente a su naturaleza comercial. Las entradas por regla general son
caras, en Zona Maco 2014 por ejemplo costaba 200 pesos, 100 estudiantes,
una cantidad respetable si tenemos en cuenta que el salario mínimo general
en el DF es de 67.29 pesos diarios, unos 5 dólares. Este año recibió alrededor
de 40,000 visitantes.
Al margen del fenómeno tantas veces observado de que miles de personas
hacen cola y pagan para entrar en una feria, pero jamás han pisado una
galería de arte, que es gratis, y rara vez un museo, para elaborar esta teoría
crítica del mercado tendríamos que analizar cómo se ve el arte en una feria.
Para mí en principio se trata de un evento altamente especializado, donde
uno va a ver algunas piezas concretas de artistas que ya conoce y por los que
tiene un interés especial, o quizás a conocer una galería sobre  la que ha oído
o leído, pero por el motivo que sea, normalmente que se encuentra en otro
país, no ha podido visitar personalmente. Más allá de eso ver una feria de
arte es bastante aburrido, porque al tratarse de un evento de carácter
comercial las galerías llevan lo que piensan que es adecuado para ese
mercado en concreto. Simplemente. Ese es el criterio. Algunas galerías, no
todas, tienen una coherencia interna, un discurso diríamos, pero el panorama
general que podemos apreciar en una feria es precisamente el de la ausencia
de discurso. No hay relación histórica, estética o de cualquier otro tipo entre
las obras expuestas, no existe un relato que dé sentido al caótico torrente de
la creatividad presente. El resultado es que las personas que no están
introducidas en el arte contemporáneo salen de su recorrido un tanto
confusas, más impresionadas con algunas cotizaciones que con la prometida
experiencia estética; o divertidas con ese espécimen ya habitual de la obra-
chiste-escándalo. Pero lo interesante es que con esta convocatoria al gran
público las ferias ocupan una parte del espacio institucional, pese a que todo
su procedimiento y regulación interna tienen poco que ver con las exigencias
de transparencia y rigor de un museo. Como en el caso del mall, un espacio
comercial privado produce un sucedáneo de espacio público, donde la
sociedad, una parte previamente cribada del cuerpo social, desarrolla ciertas
performatividades preestablecidas y refuerza su identidad de clase a través
de la experiencia estética, por precaria que esta sea.  Es muy interesante,
porque en la Modernidad esta función competía al museo, muy
especialmente en América latina, donde la cultura europea se contraponía a
las originarias para legitimar el orden social republicano, y su absorción por
parte del mercado pone en evidencia una crisis de lo público. Crisis que está
presente en otros debates, como el del espacio público, pero que nunca he
visto aparecer en las obras expuestas en booths de medio mundo.
ARCO, por ejemplo, en su primera década fue objeto de constantes
intervenciones “ilegales” por parte de los artistas, que no disponían de otro
espacio de confrontación con el sistema. Yo mismo participé en un picnic en
los pasillos hacia el 89 – 90, una pegada de monedas de peseta modificadas
en el 91 y la ocupación de un stand vacío en 1992. Es curioso que entonces
este tipo de desafíos, gamberradas, eran tolerados como una parte
consustancial del mundo del arte. Creo que hoy cualquiera de esas acciones,
en cualquier feria, sería contestada con violencia.
Esta situación tiene un efecto colateral: desde hace años las ferias tienen
secciones “curadas”, que de alguna manera pretenden suplir la falta de
discurso. Sin duda lo que hace un curador es producir discurso, no sólo con el
texto, donde su trabajo se solapa con el del crítico, sino por medio de una
praxis instituida que es la exposición. La función del curador es generar o
invocar conexiones entre las obras aparentemente individuales y diversas de
los artistas, y los problemas que afectan a la sociedad. Crear un relato donde
esas piezas, en una articulación determinada, adquieran un  determinado
sentido. Se inserten en la historia y en la geografía. Y éste es sin duda un
trabajo esencial para el arte contemporáneo, donde la obra carece de un
valor simbólico intrínseco, y apasionante para quien lo realiza. Pero dudo que
esto sea lo que hacen los curadores de las secciones especiales de la ferias,
cuyas propuestas están acotadas por factores como que la selección de
artistas debe hacerse a través de galerías, o las limitaciones museográficas
más arriba descritas. En realidad deberían llamarse promotores, ya que lo
que hacen es una forma de marketing, pero a nadie gusta ese nombre. Lo
que buscan las ferias, finalmente, es lucir una imagen vagamente intelectual,
pero no tanto que asuste a los compradores. Como con mucha elegancia dice
Joshua Decter (2) acerca del Armory Show …which now deploys intellectual
window-dressing to give it some cosmopolitan street cred.
El último factor que debemos considerar para establecer una teoría crítica
del mercado es su globalización. Hay una relación profunda entre el
desarrollo del proceso de globalización económica y la proliferación de
bienales y ferias de arte alrededor del mundo, y no es la de causa-efecto. El
espacio global del arte es una sublimación del espacio financiero global, una
mitificación que podemos entender precisamente si pensamos en los
diferentes espacios que el capitalismo ha creado a lo largo de los siglos: el
espacio de la otredad (el de la conquista, la colonia, el de la naturaleza
virgen), el espacio utópico como cancelación de la lucha de clases, el Estado
nacional como lugar del derecho, y un largo etcétera, hasta llegar a este
espacio global de los flujos de capitales y mercancías, que tiene su correlato
en el espacio global del arte contemporáneo. No quiero decir con esto que la
globalización del arte sea algo intrínsecamente perverso, mis valoraciones no
se basan en oposiciones binarias, pero la teoría crítica consiste precisamente
en desvelar las relaciones de poder que se ocultan bajo fenómenos que se
presentan como naturales, pero que en realidad tienen una naturaleza
histórica. La reciente crisis de la Bienal de Sydney tiene su raíz más profunda
en esta relación, cuando ese espacio global del arte entra en conflicto con
una de las muchas caras obscuras de la globalización económica, las leyes de
extranjería, y su transformación en negocio. Felizmente la familia Belgiorno-
Nettis prefiere gestionar campos de concentración a presidir bienales de arte,
por lo que todo se ha solucionado.
La construcción del nuevo espacio global, tal como lo están investigando
Saskia Sassen, David Harvey, Edward Soja y otros muchos, tiene una cantidad
casi infinita de ramificaciones, entre las que se encuentra esta posibilidad de
desarrollar la teoría crítica del mercado, o del arte en general, a través de
su espacialidad, yo estoy haciendo esto en el ámbito de la gestión autónoma,
lo que nos facilitaría tener una compresión más amplia del arte
contemporáneo como institución global, vinculándolo a la transformación de
las ciudades y del modo de producción capitalista en su etapa avanzada.
En conclusión, hay múltiples formas de desarrollar una teoría crítica del
mercado, que nos aliviarían de las cansinas reseñas de las ferias, donde los
críticos van comentando una tras otra las piezas que les han llamado la
atención sin penetrar los entresijos del “dispositivo” y la condiciones no sólo
de visualidad, sino de producción de sentido que se derivan del mismo,
contribuyendo a que se sostenga la ficción de que ahí no hay nada más.

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