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Las setenta estrellas de agua

Por Horacio Benavides

Valencia, la capital del Valle de las papas, está a 3.000 metros de altura; la cumbre desde donde
nos proponemos mirar algunas de las 70 estrellas de agua, a 4.300. Se sube por un sendero de
piedras que poco a poco se va empinando; en el pie de monte hay potreros y bosques, árboles
grandes. Después de trepar los primeros 500 metros el corazón se agita; Awka Yarimajha, nuestro
guía indio, pone en mi mano un puñado de hojas de coca y mambe; empiezo a masticar las hojas,
poco a poco el corazón se va tranquilizando y las fuerzas se renuevan.

Les oigo hablar, a los que avanzan con Awka, de los osos perezosos; me acerco y les manifiesto mi
extrañeza, el por qué a estos animales, siendo tan lentos, se les conoce también con el nombre de
pericos ligeros. Después de un silencio, habla Awka: “Les dicen así porque estos osos son muy
veloces, se lanzan desde los árboles, se trepan en una nube y vuelan; en muy poco tiempo van de
aquí al Amazonas”.

En el camino damos con una piedra grande en la que están grabados algunos símbolos de las
culturas indígenas, entre otros la cruz, la tawa, que en el pensamiento indio tiene un significado
diferente al cristiano. Awka nos explica: “En la cruz están los cuatro puntos cardinales, el abajo y el
arriba, lo horizontal y lo vertical, lo estelar y lo terrestre; y en el cruce de sus líneas, el centro, el
ombligo del universo”.

Un poco arriba de los 3.500 metros empieza el bosque de frailejones, sus hojas grandes y
alargadas, de un color blanco amarillento, e infinidad de otros árboles enanos, algunos de un
centímetro, miniaturas con flores muy bellas. Estamos en verano, qué de flores habrá en invierno.
El terreno parece ser fértil, no crecen porque en la altura el oxígeno es menor. Caminamos por el
lomo de la montaña, abajo los bosques andinos, la selva, arriba el cielo y unas pocas nubes. He
visto muchos lugares hermosos, en Colombia y fuera, ninguno como este, su esplendor es
misterioso, llama al recogimiento.

Caminando y mambeando por el interminable camino de piedras, le digo a Awka que caminar en
noches oscuras por este sendero me parece imposible. Me contesta: “Cuando la noche aparece
oscura, es la mente la que está oscura”.

He visto el río Magdalena, de un gris oscuro, confundirse con el mar; desde la altura donde
estamos, veo abajo la laguna de la Magdalena donde el niño río nace; los que bajaron hasta la
orilla dicen que el río aquí es un hilo de agua pura. Estamos en la estrella fluvial, aquí nacen varios
de los grandes ríos de Colombia, ríos que corren hacia distintas partes de la geografía del país: el
Caquetá que va hacia el Amazonas; el Magdalena y el Cauca que van hacia el Atlántico, el Patía
que corre hacia el Pacífico.

En un alto, nos sentamos en rededor de Awka que, esta vez, quiere contar: “Cuentan”, dice, “que
un joven de estos lugares caminaba a las fiestas de Santiago; desde un filo, vio abajo el pueblo y
mucha gente enfiestada en las calles; se extrañó al ver a un míster (hombre de fuera) montado en
un macho grandísimo, caminando entre el gentío. Siguió el joven su camino, pensando en la fiesta,
cuando de pronto, en un recodo, se encontró con el míster, y este le preguntó que hacia dónde
iba. ‘Voy a las fiestas de Santiago’, le contestó el joven. ‘Esas fiestas están muy malas, se bebe
poco y casi no se baila; lo invito a unas fiestas mejores, donde en verdad se baila y se come’. El
joven se quedó pensando. ‘Si usted quiere súbase en mi macho y yo lo llevo’, continuó. El joven se
montó en ancas y se encaminaron en dirección contraria a Santiago. El macho volaba corriendo, se
oía silbar el viento. Habían caminado bastante y el míster se bajó a mear, el chorro era tan grande
que empezó a bajar represado, formando el río Yunguilla (nombre quechua que significa
resplandecer de la luna llena). Al fin, llegaron al pueblo, la gente bailaba y bebía, era una gran
fiesta. El míster lo invitó a su casa donde también se comía y bailaba, y qué carne había y qué
licores; el joven bailó y bebió hasta hartarse. En la madrugada el míster le dijo: ‘Vaya por el macho
al potrero y me lo trae’. El joven le trajo el macho, y el hombre le dijo: ‘Es hora de que se vuelva, lo
llevaré en el macho, pero antes le voy a regalar una guayunga de maíz’; le regaló el maíz. El míster
le dijo que se trepara en ancas y deshicieron el camino; al llegar al sitio donde lo había recogido, se
despidieron. El joven regresó a su casa. Los familiares le preguntaron por las fiestas de Santiago, y
él les dijo que se había ido para otra fiesta; les contó cómo lo habían atendido y les mostró la
guayunga de maíz. Los parientes se pusieron a mirar el maíz y se dieron cuenta que las mazorcas
eran de oro y les brillaron los ojos”.

La más grande de las lagunas que ahora vemos, abajo a unos 400 metros, es la de Santiago; el
viento riza el agua de un azul casi negro; cerca a ella, dos de menor tamaño. A 20 minutos,
subiendo a otro mirador, está La Suramérica, la Laguna seca y otra cuyo nombre no recuerdo. El
día anterior habíamos divisado, desde una cumbre menor, la laguna Kusiyaco. Kusiyaco es una
palabra quechua, compuesta: kusi significa conejo, y yaco: agua; vendría a ser: conejo de agua o
laguna del conejo; y en verdad la laguna tiene la forma de un conejo. Algunas de estas lagunas
tienen nombres indios, la de Santiago, se llama Sukugún: que significa rincón de los espíritus; la de
la Magdalena, Yumamuy: laguna de la nube. Awka nos dice que los nombres indios perdidos, están
tratando de recuperarlos por medio de ritos; entre otros, el del ayuno; ayunan en las alturas
durante nueve días, en ese tiempo sólo mambean; sentados al aire libre, esperan sin esperar,
hasta que las lagunas hablan.

Noticia biográfica
Horacio Benavides nació en Bolívar, Cauca, en 1949. Cursó estudios de pintura en el Instituto
Departamental de Bellas Artes en Cali. Ha sido profesor y coordinador de talleres de literatura.
Actualmente dirige el Taller de Literatura con niños Viento Sur, coedita la revista de Poesía Deriva
y coordina la Ruta de la Literatura, un proyecto de talleres de Literatura de la Gerencia Cultural y la
Secretaría de Educación del Valle. Ha publicado los libros de poemas: Orígenes, 1979; Las cosas
perdidas, 1986; Agua de la Orilla, 1989; Sombra de Agua, 1994; La aldea desvelada, 1998 (Premio
Nacional de Poesía, Instituto Distrital de Cultura de Bogotá, 2001); Sin razón florecer, 2002; Todo
lugar para el desencuentro, 2005 (Premio Nacional de Poesía, Eduardo Cote Lamus, 2005);
Conversación a oscuras, 2014, y Bajo la hierba o el cielo, 2014. También ha publicado una poesía
reunida, De una a otra montaña, 2008, y dos antologías: La serena hierba, 2013 (Premio nacional
de Poesía del Ministerio de Cultura de Colombia, 2013) y Como acabados de salir del diluvio, 2013.
Igualmente, en su trabajo con niños ha escrito tres libros de adivinanzas: Agua pasó por aquí,
1999; Ábrete grano pequeño, 2009, y Tapiz al revés ¿Dime quíen es?, 2014.

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