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LOS LENTOS TRANVÍAS

NUEVA NARRATIVA HISPÁNICA

JOAQUÍN MORTIZ • MÉXICO


NOE JITRIK

Los lentos
tranvías

it
Diseño de la colección: Ricardo Noriega
Foto del autor: Norma Alarcón

Primera edición, 1988


© Instituto Nacional de Bellas Artes
D.R. © Editorial Joaquín Mortiz, S.A. de C.V.
Grupo Editorial Planeta
Insurgentes Sur 1162, México 03100, D. F.

ISBN 968-27-0300-X

Fotografías de Horacio Coppola del libro Buenos Aires, 1936


(Edición de la Municipalidad de Buenos Aires.)

Impreso en México
A MIS HIJOS,
OLIVERIO
Y MAGDALENA
Sería necesario que la gente ad­
mitiera que tenemos derecho a
llegar a los textos no impresos
tal como llegamos a los textos
impresos; es lo que yo mismo
hice, por ejemplo, con el Japón:
aprender a leer el texto, el tejido
de la vida, de la calle. Tal vez
sería necesario, incluso, rehacer
biografías pero como escrituras
de vida, ya no más apoyadas en
referentes de orden histórico o
real. Habría en todo ello un con­
junto de tareas que serían, en lí­
neas generales, tareas de desapro­
piación del texto.

Roland Barthes, 1971


c orno si deseara desencadenarse pero no
tuviera pretexto ni finalidad y, por eso,
fuera tan sólo una especie de desborda­
miento mnésico, se me presenta la ima­
gen, la figura, de un hombre vestido
como solían hacerlo los jardineros de
hace más de cuarenta años. En una at­
mósfera que ahora parece de sueño, como en las escenas de
Ibsen, el hombre sale a la calle y yo lo miro entre inquieto y
asombrado, más esto que aquello; tengo siempre el mismo
sentimiento cuando aparece en la calle, emergiendo de un
zaguán de azulejos lleno de macetas, a la andaluza, y de­
jando ver, al abrir la puerta para salir, un patio muy re­
construido por comparación con los otros patios de la cua­
dra, con hierros forjados aquí y allá, percibidos apenas
en la fugacidad de la mirada que arrojo, voraz, sobre ese
interior.
Junto a la puerta, el hombre dice algo, siempre nos dice
algo y yo siento —recuerdo— que desearía ver, seguramente
para admirarlos, los tesoros que, según se dice, ha ido acu­
mulando adentro, en habitaciones que él mismo construyó
y que contrastan con la rectangular e italiana modestia de
todas las casas del barrio. En cambio, como suele ocurrirme
dada la particular orientación de mi memoria, no recuerdo
sus palabras pero sí su traje, lo que hace que me desespere
tratando de saber, de adivinar mejor dicho, quién podía
haber sido ese hombre y qué decía cuando salía a la calle,
siempre con alguna intención, bonachona o burlona, no
tan secretamente divertida. Lo que es cierto e imborrable es
que sus palabras establecían un contraste evidente con todo
lo que vivíamos en el barrio y en esa cuadra. Me desespero
por no recordar pero también por no haber querido hablar
entonces con él, por no haberme atrevido a fijar un nombre
que al cabo de todos esos años que han transcurrido ya no
me pesa nada, atiborrado como estoy, sin embargo, de nom­
bres y de frases que de ninguna manera interpretan una
imagen tan fuerte como ésa en mi memoria profunda. Sé,
sin embargo, que al escribir, mi memoria profunda entre­

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gará sus conquistas y que terminaré por saber aunque igno­
ro qué quiero saber, adonde voy con esta persecución.
No sé si el hombre de la jardinera era algo, quiero decir
algo más que un mero vecino más o menos diferente; si era,
lo que es probable, un pintor o un escultor o un escritor,
quizás fuera un maestro mayor de obra cuya obra maestra
era su casa. No me queda ni una letra de su nombre y tam­
poco sé si su manera de dirigirse a nosotros era cordial y gene­
rosa o bien reprensiva; lo más probable es que fuera leve­
mente sarcástica. Quizá tenía ojos grandes y era corpulento
pero, salvo la posibilidad de mentirse, qué se le puede exigir
a una memoria salvaje y poco cultivada que, además, debió
atravesar cuarenta procelosos años sin saber que además de
su propio dinamismo y de su propia voluntad de set cabal­
mente ella misma, había que darle algún alimento, ayu­
darla a nutrirse con una pregunta, con un interés algo más
personal que el movimiento en bandada que nos movía en
nuestra forma (provisoria y poco agraciada) de chicos.
Esa casa tan bonita e inaccesible establecía contrastes con
las que la flanqueaban; a un lado, hacia la esquina, en la
esquina propiamente dicha, lo que no deja de constituir
una cierta tradición, estaba el almacén de cuyo techo, colga­
das no sé cómo, pendían algunas piezas de jamón, un poco
más abajo de un ventilador de techo; sobre el mostrador,
predominaba una máquina de cortar fiambres, roja ame­
naza de una cuchilla enorme, capaz de convertir esos mis­
mos jamones en películas sutiles y translúcidas; entre esa
máquina y la caja registradora, en un espacio pequeño,
operaba el dueño del comercio, más petulante que solícito
o bien cuya solicitud se medía en términos de capacidad
adquisitiva de los clientes; de pronto, emergía del fondo
del local la mujer que corroboraba invariablemente la satis­
fecha alegría del titular; en la boca de ambos se dibujaba,
con justicia y oportunidad por cierto, alguna vehemente
condena a nuestra sociabilidad bullanguera que había ele­
gido, como el lugar natural desde donde se dominaban dos
calles, esa esquina, acaso también para no estar tan lejos de
la abundancia o para, desde ese telón de fondo de abundan-

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cia, poder imaginar más acciones brillantes. Del otro lado,
había una casa muy miserable en la que el desempleo esta­
blecía sus reales, mordiendo, además, la carne sufriente de
sus actores o víctimas a quienes rehuíamos porque uno
de ellos, se decía, o quizás todos, estaba enfermo de sífilis,
cuyo terrible carácter de flagelo estaba claramente consig­
nado en unos carteles colgados en lugares públicos que lo
representaban con un realismo sin concesiones, catas hora­
dadas, manos carcomidas, miradas implorantes y por detrás
el sexo que se cobraba de esta manera su precio.
El hombre de la jardinera no era judío y si lo señalo es
porque el barrio en su conjunto pasaba por ser una especie
de margen oriental de un ghetto. Y él no era el único vecino
que se oponía a la imagen compacta del ghetto', a decir
verdad, aunque quizás exagero, los judíos eran minoría en
esa judería y debían compartir, sin que eso les hiciera de
ninguna manera perder presencia, su territorio con matices
nacionales de los que algo recuerdo; por ejemplo, casa de
por medio de la mía vivía una familia siciliana cuyos hijos
mayores, Nicola y Rafa, no hacían otra cosa que vigilar las
evoluciones de su hermana menor, la Rosa, codiciada por
toda la calle; Rafa y Nicola eran casi negros y, aparente­
mente muy fuertes, sobre todo cuando se interpelaban pro­
nunciando la palabra .sóretZa que entonces me parecía
algo obscena; todos, Nicola, Rafa y Rosa, gritaban entre
ellos como si fueran a vender pescado y conservaban el
acento fuerte de los recién llegados, parecían muy enojados,
sobre todo cuando llamaban a Rosa, de quien en presencia
de Nicola y Rafa no se podía decir absolutamente nada, ni
siquiera “vi pasar a Rosa”, frase que a pesar de su inocen­
cia podía desencadenar un vendaval. Yo, por ser y sentirme
demasiado chico, jamás me hubiera atrevido ni siquiera a
aludir a esa interesante persona peto los más grandes que
tenían la calle permanentemente rastrillada eran objeto de
una sospecha agresiva que si por un lado arruinaba los
juegos podía, incluso, asumir la forma de la riña. Nicola y
Rafa eran muy italianos todavía, quiero decir que no ha­
bían renunciado a serlo en homenaje a una famosa intui­

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ción de argentinidad que ligaba a todos los demás; por
añadidura, como estábamos en el preludio de la guerra o en
plena guerra, esa conservación de la peculiaridad nos hacía
pensar que podían ser horribles fascistas simplemente por
ser italianos, sin sospechar todavía que los fascistas crecían
en la mente y el espíritu de muchos que, justamente, habían
aceptado hasta el final la intuición de argentinidad. En el
fondo, y para el horizonte del barrio, el fascismo era algo
tan abstracto, aberrante y lejano que, cuando hablábamos
del tema, nos preguntábamos quiénes podían serlo o, en un
esquema más general, quiénes podían ser diferentes de nos­
otros que, sin embargo, de a ratos nos comportábamos como
tales en circunstancias tal vez no buscadas pero vistas por
los demás como claramente expresivas de esa manera de
ordenar el mundo: no deja de seguirme asediando la mirada
fija, espectral, humillante que me dirigió una inmensa se­
ñora a quien el azar quiso que le pegara en un pie en el
preciso momento en que levantaba el otro, razón por la
cual se cayó sin que nadie pudiera impedirlo; al levantarse,
penosamente, enorme, majestuosa, me dijo, mirándome a
los ojos, “Hitler”, nada menos, calificativo que he cargado
sobre mi conciencia desde la época en que ese malvado
hacía entrar a los hornos crematorios a millones de seres
humanos que no le habían hecho nada, como la señora a
mí, y que hasta hacía poco estaban pictóricos de vida y de fe
en la vida.
Tampoco es cuestión de olvidar a Héctor, “el étor”, un
muchacho más grande que yo, no mucho, un poco protec­
tor, casi líder de la “baña”; yo quería hacerme amigo de él,
en exclusiva, un poco por la fascinación de esos dos años de
diferencia, que le habían dado una experiencia increíble, y
otro poique su casa, situada cerca de la esquina, casi en­
frente del almacén, tenía un aire más argentino que las
otras, acaso más italianas; sin embargo, esa casa no era
como la que Borges dice que era —y es todavía— la casa
de Carriego, pero tenía un poco de misterio o algo más de
pasado. Ya no recuerdo las proezas del “étor” pero sí, en
cambio, que estaba orgulloso de su madre, cuya mirada

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bondadosa nunca olvidaré. Algo me la hacía atractiva, qui­
zás porque yo tenía necesidad de protección y suponía que
ser protegido por alguien tan argentino era una meta desea­
ble; en ella, si no confundo las imágenes, se trataba de
cierta cualidad, de cierta hondura criolla y sin reservas,
cierto amor sobre el conjunto de chiquillos. Así lo sentía
entonces y ese sentimiento me llevaba a rondar por ahí
esperando que el azar me favoreciera y ella me viera y me
hiciera pasar. Con el paso de los años llegué a darme cuenta
de la esencia de su cualidad: era lectora y, de acuerdo con
las entusiastas descripciones de su hijo que, al mencionarlo
se llenaba de orgullo, su curiosidad por la letra escrita no
tenía límites: “mi mamá lee todo; cuando traigo las com­
pras del almacén saca las cosas y alisa los pedazos de diario
y en seguida se pone a leer”. Todo era tan modesto que esa
lectura discontinua me parecía admirable aunque yo había
leído ya libros enteros y de verdad; además, el almacenero,
como Mercurio, desempeñaba el papel de informador aun­
que no por su voluntad ni por su función de intermediario
sino porque lo que se envolvía se envolvía, por afuera desde
luego, en papel de diario, cortado en pedazos regulares; la
mamá del “étor” lo devoraba todo, satisfacía de esa manera
hermosa y rudimentaria una pasión que a los demás se nos
aparece muy de otro modo.
En esa casa pasamos la memorable noche del 24 de diciem­
bre de 1939, contemplando una espantosa tormenta eléc­
trica que se había propuesto desencadenar, y aparentemente
lo había logrado, un inventor llamado, lo recuerdo perfec­
tamente, Baigorrí Velar, mediante un aparato salido de sus
sesos y construido por sus manos. Nadie dudaba de que se
trataba de un gran invento, muy útil a la humanidad y,
frente a los refusilos, todos decíamos que el invento había
resultado, lo cual nos regocijaba intelectualmente al mismo
tiempo que nos impedía lamentarnos porque la fiesta navi­
deña se había frustrado; los más racionalistas y amigos del
progreso sosteníamos que el sacrificio valía la pena porque
el pueblo entero empezaría a concebir una muy concreta
esperanza de conjurar para siempre las sequías, asegurar las

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cosechas y mandar al diablo a las rumorosas langostas que
en esa época del año, en lugar de pavos y juguetes, nos en­
viaban los Reyes Magos con la finalidad de estimular nues­
tro espíritu de lucha; la sustitución que nos proponía el
ingeniero calmaba de alguna manera, proyectiva, el frus­
trante hecho de que nadie podía celebrar. El cielo parecía
desgarrarse y yo, estremecido, pensaba en el instante glo­
rioso que estaría viviendo el inventor, parado junto a un
ventanal, a sus pies los ríos de agua que había conseguido
arrancar; pensaba, también, en la fortuna que haría, inmen­
sa sin duda, equivalente a la cantidad de agua que conver­
tía la calle en un río y que pugnaba por entrar en las casas
desprotegidas de tanta fluidez.
¡Ah! si hubiera registrado algún drama en particular, si
me hubiera fijado más en la gente y en lo que hacía y
decía y no hubiera estado condoliéndome tanto por la me­
diocridad de mi horizonte, hoy habría, quizás como Bashe-
vis Singer, tenido escrita ya la novela de una ciudad que
parecía tan imponente a mi fragilidad de niño y que, en la
nostalgia, se me aparece como una vertiginosa diversidad y
un caudal de apetitos no satisfechos. Nostalgia que, por
cierto, ya no es de esa gente que ahora anima estas páginas,
pegada con alfileres en mi retina y en mi memoria, sino de
“lo que no se dio’’, del mismo modo que “no se dio”,
mucho después, en la tarde de un día de julio o de agosto de
1949, también en la prehistoria, al bajar yo y al subir ella en
un ómnibus y cruzar nuestras miradas. Como dice Darío,
esa muchacha “fija en mi mente está” y si bien los rasgos de
su cara se han diluido, permanece en mí su mirada, que
debió hallar en la mía una respuesta tan fugaz como lo
exigía la cantidad de emoción que podíamos destinar a lo
que la calle nos deparara. “Fija en mi mente está” y no la
olvidaré a pesar de que, como canta Atahualpa Yupanqui,
“nunca le dije nada”. No se lo dije en el momento y sí lo
dije en mi almohada muchas veces, sabiendo ya, a pesar de
mi juventud, que lo que no llegó en el instante no llegará
nunca más. Así, se perdieron tantas cosas del período de mi
vida que estoy ahora recuperando que lo que emerge son

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restos de un naufragio, pobres y desvaídas imágenes que mi
evocación empobrece más todavía.
Ni la madre del “étor” ni nadie en la cuadra compraba el
periódico ni revistas ni libros (los que yo leía provenían de
alguna biblioteca pública a la cual, remedando sin saberlo
a los héroes de Roberto Arlt, asaltamos una tarde, pero no
con el fin de robar libros de Baudelaire ni bombillas de luz
sino para apropiarnos de algunos frutos no muy definidos
que estaban en el jardín; saltamos la verja, nos lanzamos
ávidamente sobre la fruta y, casi en seguida después de
comerla, se nos brotó la cara, alrededor de la boca, prueba
irrefutable de nuestro crimen); no obstante la indigencia
intelectual estábamos informados de los grandes conflictos.
Los internacionales desde luego: ¿quién podía ignorar la
horrible guerra mundial con tanto pariente en Europa que
podía haber sido inmolado o estar pasando hambre o frío?
Pero algo sabíamos también de los nacionales; yo, al menos,
creía conocerlos gracias a un mitológico pastelero que lle­
gaba al barrio todas las mañanas a la misma hora, bambo­
leándose, rumbo a su casa luego de una agotadora noche de
horno y de masa y, por cierto, de compensatorio, hidratante
alcohol; invariablemente, el hombre gritaba a voz en cue­
llo: “¿Alvear-Mosca?”, en forma de pregunta y, después de
una brevísima pausa respondía: “[Alvear-Mierda!”, hacien­
do un juicio, de este modo, sobre dos controvertidas e im­
portantes figuras de la política nacional. A la pregunta
sucedía la afirmación, lo que no dejaba de ser una audacia
en esas épocas ominosas de censura y de pobreza de argu­
mentos. El pastelero reivindicaba su derecho a la disiden­
cia, pese a que el partido en el que esos dos distinguidos
líderes militaban no sólo no estaba en el poder sino que
padecía una de las crisis más fuertes de su historia. O, aca­
so, llevando la crítica hasta el fondo mismo de la amargura,
los hacía culpables de una desgracia que se le despertaba
porque trabajaba o porque regresaba o porque se embo­
rrachaba. Me pregunto si mi anarquismo —o mi insatis­
facción política crónica— no tiene su origen en esa estampa
de mi niñez, como si, único destinatario, esa blasfemia cívica

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se hubiera incorporado, como modelo, a toda mi materia
intelectual. Por añadidura, se decía —yo nunca hablé con
él— que el hombre trabajaba nada menos que en la igual­
mente mitológica Confitería del Molino, en la esquina del
Palacio del Congreso, donde tomaban su té y tejían sus
infamias o sus arrebatos de gloria los legisladores de la
Nación; aunque estaba en el horno cociéndoles los crocan­
tes panecillos, seguramente se enteraba de las cosas, sabría
más que los mortales corrientes que ignoraban qué era o
para qué servía un diputado o un senador; en consecuencia,
el pastelero ebrio debía saber lo que decía aun si lo que
decía era siempre lo mismo. A decir verdad, era una filoso­
fía del espacio contiguo la que me orientaba, como si estar
físicamente en el mismo ámbito que los padres de la patria
garantizara un acceso al cielo o al privilegio que caracteriza
ese cielo. O quizá era el despecho y los celos quienes desen­
cadenaban su aullido porque, ausente de su casa todas las
noches, su mujer no lo esperaría con clásica paciencia y si
tejía no era para alejar pretendientes sino para responder
con una obra a las probables recriminaciones del ebrio y
laborioso marido.
De Isidro sí me acuerdo; estudiaba medicina y era sarcás­
tico pero, me imagino, buena persona, aunque siempre
dudé acerca de su concentración intelectual o de su dedica­
ción a los tratados puesto que estaba permanentemente en
la calle, junto a la puerta de su casa, dispuesto a comentar
algún suceso importante de la cuadra y aun del barrio o a
plegarse a alguna iniciativa que surgiera por ahí. Digo que
era buena persona porque cuando mi padre enfermó para
morir venía a cualquier hora para aplicarle algún calmante
o para establecer, lo que ya no me parecía tan plausible,
complicidades con mis hermanos mayores a costa, creía yo,
de la salud de mi padre o de mi propia estabilidad emocio­
nal. En realidad, a causa de este tal Isidro y por no sé qué
broma hiriente que me hizo, dejé de entenderme con mis
hermanos —que la celebraron en lugar de combatirla—,
supongo que desde entonces y para siempre. Antes de ese
episodio, los admiraba y los ayudaba, los cubría y los dis­

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culpaba, pero luego de un entredicho a propósito de ya no
se qué, motivado por Isidro, sentí un corte, me sentí mini­
mizado por ambos y objeto de su sarcasmo y aun de su
desprecio a pesar de que estaba tan dolorido por la ausencia
definitiva de mi padre.
Porque mi padre había muerto poco tiempo antes y, como
siempre que se descabeza una estructura, hay dolorosos rea­
comodamientos, acaso mis hermanos empezaron a dispu­
tar una conducción de la casa, tal vez mi madre lo admitía y
lo rechazaba pero, para unos y otros, yo debía ser, junto con
mis hermanas, un elemento dúctil y blando, no una barrera
de resistencia. Con la muerte de mi padre todo cambió y ya
no tenían sentido las mismas cosas aunque, desde luego,
fue la pobreza y no otra razón lo que nos sacó de ese barrio
para comenzar una existencia nueva en la que todos traba­
jábamos para tratar de paliarla pero, sobre todo, para redu­
cir un poco, al menos, la idea que acerca de su desdicha y
frustración tenía mi madre, a pesar de que no disponía de
un minuto en el día para organizar sus quejas. Con la
muerte de mi padre me sentí errante y melancólico, vagaba
por esas calles con la boca con gusto a gripe, y mi capaci­
dad de registrar acontecimientos o matices se me disolvía,
sólo pensaba en él y en el peso con que su ausencia me
cargaba.
En efecto, la muerte de mi padre cerró un ciclo que se
había abierto un poco antes de otra, la de mi abuela; ese
hecho fue trascendental tanto porque ya no vería más a esa
buena vieja cuyo suave amor nos había cubierto desde siem­
pre, como porque devine objeto de respeto y consideración
en la medida en que se cernía una película de compasión en
torno a mi presumible dolor. Quién nos daría, ahora, esos
trozos de un dulce que nunca más he vuelto a ver ni a
probar y que ella guardaba en su cajón, único bien con que
nos regalaba, así como algunas ciruelas secas que iba ma­
chacando, más que mordiendo, en su boca desdentada,
mientras, para burlarnos, le pedíamos que dijera palabras
españolas difíciles, como por ejemplo la palabra “bueno”
que ella devolvía como un “boino” irreductible y fonológi­

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camente tan compacto que sólo cabía reírse y someterla a
nuevos desafíos. Cuando la llevamos al cementerio, en una
carroza tirada por seis caballos que hacían sonar sus cascos
en los adoquines del pavimento, los transeúntes se descu­
brían la cabeza y ese saludo me parecía el colmo de lo
trascendente, el mundo entero comprendía mi pena y parti­
cipaba de ella, nuestra tragedia se hacía colectiva. La gente
se descubría en aquella época mitológica como si la muerte
constituyera una situación excepcional, con la que uno
podía toparse de tanto en tanto, no como ahora en que la
brutalidad que le reconozco a causa de todas las muertes
que padecí la tornan casi ordinaria, recuperable y de la que
uno se puede proteger con bastante facilidad a condición de
seguir estando vivo. La muerte de mi abuela inauguró esa
larga serie y esa especie de cálculo que hago cuando alguien
muere, mediante la fórmula exorcística del “todavía no”,
como si, por el hecho de no haber muerto todavía, yo mere­
ciera la vida o como si estuviera haciendo cosas tan impor­
tantes porque necesitan ser concluidas que la muerte no
puede afectarme.
Claro que todo es como un sueño, incluida su particular
desdicha: esa carga que uno lleva y que no surge llamada,
convocada, sino cuando surge, como ahora, con el aspecto
de un signo o un anuncio cuya cualidad o densidad no se
puede discernir. Sin embargo, como lo señala Hermann
Broch, o tal vez por eso mismo, por su carácter, así sea
embrionario, de signo, escribir todo esto me provoca una
suerte de sonambulismo acompañado de una desesperación
muy grande porque lo que recuerdo excluye frases y expre­
siones y eso me impide reconstruir idiosincrasias; se dispu­
tan mi espacio mental y evocativo tanto mis irracionales y
nostálgicas tendencias como mi ética de escritor que desea­
ría, mas no puede, dar un relieve preciso a esas reaparecidas
experiencias, traducir a estructura ciertas vivencias, consti­
tuirse en modelo de relatos posibles que podrían brotar de
un ambiente, tal como es, pero también de una capacidad
de ver, comprender y conservar los núcleos importantes de
ese ambiente, reproduciéndolos y ampliándolos o profun-

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¿izándolos de la misma y severa manera que definía el tono
con que se vivía en la época de mi niñez. Si, además, hoy
me siento de a ratos, abusivamente, como un adolescente o
como alguien que no tiene la edad que los papeles le incri­
minan y, basado en ese engaño, tiendo a compararme con
esa pinta que tenían mis parientes y en general todos los
mayores que, a la edad que tengo ahora, parecían irremisi­
blemente condenados a permanecer lejos de toda fantasía y
de toda empresa, erótica o propia de la juventud, puedo
preguntarme en qué medida me salvo o sobre qué alternati­
va puedo considerar que me estoy salvando, si de algo me
estoy salvando. Sin embargo, a pesar de que sé todo lo que
perdí, empiezan a aparecer estampas y figuras, actores en el
pequeño teatro de mi memoria que se monta apenas le doy
lugar, quizás dejando actuar en mí, sin reprimirla, una
adquirida inclinación por Proust y por lo que él fue capaz
de hacer con sus matices.
Yo no quería una acumulación imaginaria de ése ni de
ningún otro tipo; durante ese ciclo de vida abierto y cerrado
por sendas muertes, yo ansiaba ser social y, al mismo tiem­
po, me preparaba consistentemente para considerar que las
desgracias que afligen a otros a mí no me tocarían. Desgra­
cias mayores, tan lejanas, o menores como, por ejemplo,
cuando por un delito absolutamente trivial, interrumpí, o
tan sólo perturbé el tránsito jugando entusiasta y denoda­
damente al fútbol en la calle, cosa que todo el mundo ha­
cía y fui llevado a la Comisaría de la zona de donde vino a
sacarme mi padre al poco rato; no recuerdo haber tenido
miedo ni culpa, sólo me parecía insólito, increíble, que un
policía a quien no le teníamos temor, porque era nuestro
conocido y a veces incluso bromeaba con los chicos al pa­
sar, se hubiera valido de un ardid para detenerme y provo­
car que mi padre, creo que no ocurrió así, se sintiera ofen­
dido o lastimado porque su hijo menor respiraba el aire
viciado de las prisiones. Fue breve y no muy dramática,
pero esa experiencia en algo me marcó: creo que entendí de
una vez para siempre no que yo podría padecer horribles
castigos que otros sufrían regularmente sino, sobre todo,

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que el orden de las cosas podía cambiar súbitamente y que
un bondadoso protector o un solidario amigo podía con­
vertirse en un júpiter artero e invulnerable; y lo que apren­
dí para mí lo aprendí también para los países que pueden
perfectamente abandonar la generosidad y la alegría de la
vida para consagrarse salvajemente a quitar confianza en la
vida, en la amistad y en la palabra de honor dada a sus
vecinos. Yo era yo y, desde ese momento, también uno de
esos otros amenazados pero, como digo, no logré sentir el
riesgo personalmente y así comenzó mi costumbre de no
sentir el riesgo aunque, también, comenzó mi costumbre de
verlo, en una disociación que quizás sea la fuente más re­
mota, pero más particular, de mi tedio. O tal vez la fuente
de mi incapacidad de escribir novelas, estructura en la que
hay que saber qué dice, qué hace y qué piensa un personaje
y, para ello, es preciso haber sido capaz de verlo en uno
mismo y en la realidad, no sólo en la realidad; en suma, de
sentir que la pena de muerte es inminente, está casi formu­
lada. De ese incidente sólo recuerdo la sonrisa tentada de mi
padre, como si no lograra distinguir en mí el pichón de
malandra que el barrio podía haber incubado o estuviera
nutriendo para dar cuenta, justamente, de lo que el barrio
podía incubar.
Pero siempre me sonreía mi padre, pese a su mutismo;
quizás también a él lo atacó ese sonambulismo al que he
aludido y se puso a pensar en su infancia antes aun de
abandonar enteramente su juventud. Me permitía que tro­
tara a su lado y a pesar de que hablaba mal el castellano no
recuerdo haber tenido vergüenza de que se presentara frente
al mundo hispanoparlante en el que yo entraba irremedia­
blemente. Sí, me dio cierto pudor una vez, cuando, convo­
cado por mi maestro, entró al salón de la escuela, mi “gra­
do” como se decía y seguramente se dice allí, llevando en
la mano su látigo, evidentemente con el objeto de que no se
lo robaran, cosa que habría sucedido si lo dejaba en el
pescante de su carro, tirado por un triste jamelgo. Al entrar
en el aula casi ni me miró ni me dijo nada; recuerdo todavía
su ropa de trabajo, una especie de casaca de fuerte tela gris;

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recuerdo todavía que yo no cabía en mí de confusión por­
que aun si hubiera sabido qué me producía su presencia yo
no habría tenido entonces a quién comunicárselo, tan rús­
tico era todo, tan relativa la noción de la amistad o de los
proyectos comunes. El maestro lo había llamado para una
firma; firmó, se fue y, luego, al vernos en casa, no nos
dijimos nada; era el látigo lo que me perturbaba pero jamás
me habría atrevido a confesarlo y menos a censurarlo por
ese inesperado detalle.
Yo lo acompañaba permanentemente, en todos sus traba­
jos; en realidad yo era el único de la familia que advertía,
en el terreno de los hechos, qué pasaba por su alma cuando
las cosas no andaban bien y por lo general andaban muy
mal en esos tristes años, los de la denominada década infa­
me, período que, a juzgar por cómo le fue a mi padre, no
podría haber recibido mejor designación. El colmo de mi
solidaridad con él lo sentí, rebosando al mismo tiempo de
autocompasión, cuando al subirme al peldaño de atrás de
un carro tirado otra vez por un caballo, otro carro y otro
caballo, siempre se renovaban, un carro-caja cuadrangu-
lar en el que repartíamos hielo para los poderosos que
podían gozar en su propia mesa de la mantequilla fresca,
enhiesta y resistente al cuchillo, me arrojaron una piedra
que me pegó .en la pierna; la vi venir y no la pude evitar y,
acaso por esta lentitud, me sentí terriblemente enojado y
conturbado, me condolí de mí mismo pero, de inmediato,
me pareció que pagaba un tributo al amor de mi padre, que
lo estaba acompañando con mi sangre misma y lo protegía
contra las agresiones de una vida que siempre se le había
escurrido entre los dedos y que en ese momento ya se le
estaba negando francamente. En efecto, poco después de esa
pedrada murió, sin hablar casi, sufriendo atrozmente pero
sin quejarse jamás.
Es curioso pero me está pareciendo que la vida, en aque­
llos tiempos, era de una intensidad sin nombre, casi como
para perder el aliento; todo era noticia y objeto de observa­
ción o de discusión, en el espacio de dos o tres cuadras
multitud de cosas sucedían y estaban investidas de la marca

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de una pasión que las hacía memorables aunque en sí mis­
mas podían ser mínimas, o ahora me lo parecen. Una dispu­
ta familiar, por ejemplo, dejaba hondas huellas además
de provocar violentas crisis, con gritos y recriminaciones y
evocaciones vocingleras de alguna culpa de familia; los
amores frustrados de mis pobres hermanas mostraban un
terribilismo que seguramente yo, por celos, magnifica­
ba, pero que algún correlato tenía en la expresión adusta
de mis padres y la severidad con que emitían juicios. Un
día, mi hermana mayor regresó de la calle y se encerró en el
cuarto que compartía con la otra; sin responder a pregun­
tas ni contestar recriminaciones, evidentemente había to­
mado una decisión grave, si no morir al menos languidecer
llorando; el resto de la familia entendía que esa decisión era
escandalosa y, varias veces, la palabra “vergüenza” salía de
los labios crispados de mis padres y yo, el más pequeño, el
más querido por ella, me sentía invadido por una penosa
sensación de vacío y de distancia, había algo en la situación
que no podía alcanzar aunque, por cierto, adhería en térmi­
nos generales a la condena tribal; ella tenía, sin embargo,
muy buenas razones para desesperarse y llorar y aun morir­
se, aunque no las confesaba; la realidad, que se conoció
bastante después, era que había sido abandonada por un
hombre al que amaba definitivamente; la otra verdad era
que ese hombre también la amaba, tanto que terminaría
por regresar a su vida, pero en ese momento su debilidad,
su pobreza, lo victimaban; como en un melodrama, él tuvo
que casarse con otra pero volvió a ella y durante años,
clandestina o semiclandestinamente, se veían, salían, se
amaban, con gran ofensa de mi madre que ni perdonó la
primera defección ni admitió el regreso en tales condicio­
nes. Después de aquel doloroso y familiarmente mitológico
encierro, mi hermana salió de su reclusión y se reintegró a
la vida común como si no hubiera pasado nada, pero nunca
desapareció de su dulzura una marca, un resto de dolor que
necesitó seguramente de esa explosión; su dolor no se tra­
dujo en rencor ni en abandono de la solidaridad familiar,
la cual, a su vez, me parece que fue como un cemento
24
indestructible hasta muy tarde en nuestra vida y que, al
fin, erosionado sobre todo por las muertes, terminó por
ceder.
Todo, en efecto, era intenso y variado, como si la existen­
cia en esas dos o tres cuadras transcurriera en varios niveles
conectados sin embargo entre sí; con qué alegría lo veo, con
qué alborozo me doy cuenta de lo que todos creábamos con
sólo ponernos a comparar nuestros gestos con los gestos de
los demás y cómo esa comparación erigía un universo de
enjuiciamiento cuya carga podía ser tremenda y sus conse­
cuencias tenaces. Por ejemplo, y para mostrar cómo lo pró­
ximo, así sea pequeño, excita más que lo grandioso si es
lejano, en una de las habitaciones de mi casa vivía un ma­
trimonio ya viejo que tenía un hijo de la edad de uno de
mis hermanos. Si bien nosotros les rentábamos el cuarto,
con derecho al baño que compartíamos todos, ellos mani­
festaban lo que entonces se llamaba un “pasar” más eleva­
do que el nuestro por la sencilla razón de que nosotros
estábamos obligados a rentarles el cuarto para poder pagar
el alquiler de la casa entera mientras que ellos podían pa­
gar sin dificultades lo suyo; esa diferencia económica y
social hacía difíciles las cosas y engendraba de nuestra parte
comentarios sin fin, supongo que con algún dejo de resen­
timiento; el principal, el más grave, giraba en torno a la
presunción de que ese buen señor, que por otra parte casi
nunca estaba en casa y cuando estaba era amable y discreto,
era un contrabandista y que, de ese modo, violando la ley,
podía hacer que su familia se diera lo que entonces creía­
mos que eran “todos los gustos”. Por suerte, no cocinaban
en nuestra cocina de modo que no se podía juzgar lo que
comían, pero todo lo que decían y hacían estaba investido
por esa sombra de marginalidad, con el correspondiente
aunque vago temor de que nuestra casa fuera visitada algu­
na vez por la policía; mi padre, sin embargo, como si todo
eso le resbalara, nunca hizo un gesto o un comentario con­
denatorio o suspicaz o a partir del cual se pudiera conjeturar
que deseaba alguna acción contra ellos. Por otra parte,
eran discretos, mérito que acaso los perdía en la familiari­

25
dad de iguales que practicaban y que, contradictoriamente,
hacía ver todo lo que decían como distante, cargado de
enigmas e insincero cuando no jactancioso. Lo peor, sin
embargo, era el muchacho a quien le habían puesto un
sobrenombre para mí entonces la mar de ridículo; lo llama­
ban “Buby”, a los gritos, y el apelativo más que convocarlo
a él parecía definirlo en su físico: era gordezuelo, tenía la
piel muy blanca y los pelos enrulados; hacía —según nos­
otros— como que estudiaba paseándose por el patio de la
casa con un libro en el que leía alguna cosa en voz alta y de
cuando en cuando; para colmo, mientras mascullaba sus
frases, blandía o mordisqueaba una manzana bien roja, de
ésas que entraban a nuestra mesa cada muerte de obispo;
para él manzanas y para mi hermano, su coetáneo, priva­
ciones y trabajos mientras proseguía penosamente sus estu­
dios de secundaria. Odiábamos la manzana, no creíamos en
el talento de Buby y, por el contrario, agrandábamos el de
mi hermano que hacía todo lo posible por ser un ciudada­
no ágil, pues jugaba al fútbol en la calle como cualquiera,
y probo, pues buscaba los empleos más extraños y los acep­
taba sin vacilar, con un espíritu de sacrificio que aun hoy
me conmueve. De Buby no conservo más que su eterno e
inútil desplazamiento; el pobre estudiaba de memoria y
todos nosotros ya sabíamos, porque mi padre lo sabía y lo
decía, que el que estudia de memoria no entiende y, por lo
tanto, en realidad no estudia. Buby, en consecuencia, no
valía la pena y si nos irritaba era a causa de su privilegiada
manzana, tan opípara cuan distante, tan limpia e incomu­
nicada, como si esa fruta se constituyera en el obstáculo
para que su gozador y usufructuario pudiera acceder al
bien superior de la amistad personal de mi hermano y de
nuestra consideración.
Mi hermano se sacrificaba por todos nosotros; pocas se­
manas después de la muerte de mi padre y a partir de un
estricto recuento de lo poco que quedaba en casa, aceptó
trabajar en uno de los negocios más extraños de que yo
haya oído hablar jamás; se trataba de una empresa que
verificaba el cumplimiento de los contratos de publicidad
26
por parte de las emisoras de radio; en otras palabras, con­
trolaba si las facturas que las grandes firmas pagaban por
sus tandas correspondían efectivamente a la realidad. La
forma de llevar a cabo dicho control consistía en pasar a
máquina esos textos a medida que habían sido dichos; sin
embargo, como los textos eran variados, había que escribir­
lo todo, aun si algunas firmas no deseaban contratar ese
servicio; después de la mecanografía había que clasificar los
anuncios, supongo, agruparlos, contarlos y hacer los co­
rrespondientes informes; ello requería, como se compren­
de, de dactilógrafos veloces —y mi hermano lo era—, pero
también de un dispositivo técnico bastante sofisticado para
la época, me imagino que ahora eso se hace de otro modo;
la empresa grababa las emisiones de una radio de todo un
día y luego, por la noche, en un tiempo casi igual al de la
emisión, descontada la música y los radioteatros, había que
escribir. En consecuencia, mi hermano entraba a trabajar a
eso de las once o doce de la noche, cuando las radios cesa­
ban su labor, y concluía su jornada a eso de las seis de la
mañana del día siguiente. Para evitar gastos de traslado y
no tener que depender de los autobuses, que dejaban de
circular a medianoche, se había comprado una bicicleta en
la que partía para esa ruda faena; mi madre o mi hermana
le preparaban algo para comer, se ponía sweters que una u
otra de las mujeres le habían tejido, se cubría el cuello y la
cabeza con una bufanda y se iba para regresar cuando todos
dormíamos todavía, helado, harto y vacío, la cabeza llena
de publicidad, con una paga inverosímilmente mezquina y,
por añadidura, al cabo de algunas semanas con la ropa
llena de unos insectos parecidos a los piojos, quizás algo
peor todavía y más insidioso, que se instalaban en las cos­
turas en posiciones de casi total inexpugnabilidad. Cuando
mi madre descubrió esa plaga se puso furiosa contra el
mundo, le prohibió terminantemente que regresara a ese
horrible lugar en el cual contraería, sin duda, alguna enfer­
medad mortal, prefería que nos muriéramos todos de ham­
bre antes de aceptar esa degradación. El, sin embargo, insis­
tía, no quería resignarse a perder esa batalla, perder una

27
batalla implicaba, supongo, la posibilidad de perder otras y
él no quería ser un perdedor.
Yo sé que algunos me censurarán por lo que voy a decir;
otros sacarán alguna conclusión acerca de mi forma de ser y
se explicarán, quizás, aspectos de mi comportamiento y
aun de mi estilo, si se interesan por ello: no puedo eludir
las consecuencias de ciertos hechos. En fin, lo que quiero
declarar es que sólo una vez me peleé en la calle; por añadi­
dura, no gané ni perdí en medio del alboroto que hacían
todos los demás chicos mientras mi adversario y yo callába­
mos, los labios apretados y lívidos, conscientes de las espec-
tativas que se habían depositado en nosotros. Eludí los
golpes, acaso di alguno sin mayor relevancia ni gracia y a
mí los puños del otro no me rozaron y eso que a mi rival lo
llamaban nada menos que Tarzán. La vida, pues, me llevó
a enfrentarme con un sustituto de un poderoso mito; salí
del encuentro con más desabrimiento, culpa y sensación de
desorden que orgulloso de un triunfo. Sin embargo, eso no
quería decir que yo no hallara admirable la gesta de los que
con sus solos puños enfrentaban la maldad y restituían la
justicia. Notoriamente, eso ocurrió con Aragona, un mu­
chachito que recuerdo como pálido, pequeño y apocado y
que había hecho todo lo posible por no hacerse notar en la
clase, acaso por temores intelectuales más fuertes que él.
Pálido y todo, dio un paso al frente cuando el matón de la
clase, un tal Miranda, de inquietante recuerdo pues tenía, si
mi memoria no lo idealiza, una espantosa cicatriz que le
cruzaba la cara y que, además de otorgarle un aspecto pati­
bulario, señalaba los alcances de su coraje, desafió a pelear
a todo el mundo, incluido yo; Miranda había insultado ya
no sé a quién y, cuando se le recriminó su actitud agresiva,
respondió más o menos lo siguiente: “¿Qué les importa,
manga de cagones? Voy a romperles la cara a todos, uno
por uno. Hagan la lista, a ver quién es el primero.” Lógica­
mente se hizo un frío, el enemigo no bromeaba y era pode­
roso, sus puños debían ser tan tenaces como su cicatriz, que
se ponía roja cuando se enojaba. Aragona rompió la inercia
y se ofreció casi en silencio y luego, sin ganas, todos los

28
demás; mi turno era remoto y aunque fuera por cansancio yo
tendría algún chance, pero aun así la situación era franca­
mente intranquilizadora. Estremecidos, todos imaginamos
que Aragona sufriría una paliza descomunal pero lo peor
era que ese holocausto no ahorraría dolores a los demás;
como la pelea sería al día siguiente, todos y cada uno pen­
samos en el ritmo de molinete que tendrían las manos de
Miranda, que caerían como rayo sobre una cara de la que,
con el apellido que llevaba su dueño, sólo podría decir que
era francamente española, ancha y con un dejo de severidad
que iría acentuándose con los años. Pues bien, desafiar a
los dioses y a los chicos es más o menos equivalente y
Miranda lo supo: lo perdió su soberbia porque el tímido,
apocado y gordezuelo Aragona lo puso fuera de combate en
menos de lo que canta un gallo, con gritos de triunfo y
alivio de todos los demás, cuyo ominoso futuro se había
transferido al cuerpo del matón, héroe caído y lamentable.
Desagradable ídolo de barro, su estrepitosa destrucción pro­
movió el surgimiento de otro que nunca se jactó de su
higiénica tarea: lo recuerdo bondadoso, simpático, protec­
tor, asumiendo limitaciones intelectuales con una franque­
za conmovedora. Cosas de la vida: casi veinte años después
me encontré con Aragona, que me contó dos cosas: se había
hecho amigo inseparable de Miranda, hasta la muerte, du­
rante el servicio militar y se había propuesto, solito, otra
vez el mismo peleador tranquilo, pálido y generoso, desba­
ratar el infame comercio de la droga cuyos detalles conocía
a la perfección, lo mismo que los diferentes tipos de estra­
gos que causaba. Ignoro qué habrá ocurrido con este solita­
rio Quijote; Miranda, como era de prever, terminó en una
cárcel o algo similar sin que su fiel amigo hubiera podido
impedirlo.
La casa en la que vivíamos tenía una estructura que se
da, creo, sólo en Buenos Aires; siempre he pensado que
resulta de una modificación italiana de una planta colonial
española, pero nunca leí lo necesario como para corroborar
o abandonar esa idea. Probablemente había sido construida
unos veinte o treinta años antes, no era tan vieja, cuando

29
los barrios empezaban a consolidarse y la vida se aburgue­
saba, cuando las clases medias eran pujantes y entusiastas.
Consistía en un pasillo de entrada, que daba acceso a un
hall o “jol”, ambos embaldosados, al cual daban una
sala de ventana a la calle y otra habitación, totalmente
interna; el vestíbulo, por medio de una puerta vidriera que
prolongaba una pared del mismo material, se comunicaba
con un primer patio en el que había otra habitación, igual­
mente interna; el patio se convertía nuevamente en pasillo
a causa de que las paredes del llamado comedor avanzaban
y, unos metros después, cuando el comedor concluía, volvía
a abrirse en un segundo patio por el que se podía entrar
ante todo al comedor, luego, al costado, a una habitación
de estar, con ventana y puerta; enfrentando la puerta del
comedor, al final del patio, estaba la cocina y, para entrar al
baño, había que pasar por dicha habitación de estar, lo que
permite comprender el control que se ejercía sobre los mo­
vimientos de todos los habitantes de la casa. Me pregunto
cómo nos distribuíamos pues rentábamos la sala y la habi­
tación del primer patio; supongo que todos los hermanos
dormíamos en la habitación vecina al “jol”; me consta que
mi madre y mi padre habían convertido el comedor en
recámara y si de algo estoy seguro es de que mi abuela
dormía, yacía, vivía en el cuarto de estar, el más cálido de la
casa, donde verdaderamente transcurría la vida familiar,
donde se comía, se cosía, se estudiaba, se escuchaba radio y
se conversaba. Se me ocurre ahora que la incomodidad y,
relativamente, la promiscuidad, son como el dolor: se olvi­
dan. Acaso porque en el momento en que se aceptan no se
tiene una gran conciencia de lo que ocurre o, a la inversa,
porque ya se sabe que las cosas siempre pueden ser peores.
Además las cosas son así y basta, no se conocen otras y si se
las acepta es porque los valores verdaderos son otros, no
pasan por la comodidad. Estábamos pletóricos de valores
verdaderos en esa casa y en ese tiempo, sólo que no se nos
hubiera ocurrido que a la consideración que se les daba se
la pudiera llamar “valores”; por ejemplo el oscuro porve­
nir inmediato, que suscitaba encendidas discusiones fami­

30
liares, o bien las enfermedades de los miembros de la familia
o de parientes cercanos, las tareas escolares o los trabajos y,
sobre todo, la falta de trabajo, las visitas que recibía mi
abuela y en cuyo transcurso volvían a encenderse trágicas
imágenes del pasado, el tifus del 26, la crisis del 29, la
ceguera de mi abuela, la carta llegada de remotas regiones
del mundo y cuya lectura ocasionaba vastas melancolías
puesto que, invariablemente, volvía a ponerse en escena lo
definitivo de ciertas separaciones y, sobre todo, la terrible
guerra que estaba asolando al mundo, a ese mundo del que
la carta, abultada, escrito el sobre con caracteres acentuada­
mente cirílicos, traía noticias. Cuando mi padre, que presi­
día el “estar” de esa habitación, no leía en voz alta el folletín
del periódico, práctica antigua en casa y que se prolongó
hasta que un aparato de radio fue solemnemente entroniza­
do, procuraba hallar soluciones eficaces a males ajenos; a
veces se hablaba de un sacerdote cristiano que tenía poderes
terapéuticos y ante cuya presencia había que llevar a mi
hermana para ver si se lograba alargarle la pierna; la pobre-
cita tenía una pierna más corta que la otra, lo que no sólo
implicaba un tema práctico importante como, por ejem­
plo, comprarle un calzado adecuado, sino también la re­
aparición de una culpa tremenda, pues ya sea por ignoran­
cia o por una ingenua fe en la ciencia o por la imposibilidad
económica de actuar de otro modo, se había logrado que,
después de cinco años de hospital y de yeso, emergiera con
una pierna atrofiada que no obstante no lograba empañar
su extraordinaria y delicada belleza; ese contraste, precisa­
mente, engendraba más tristeza y las correspondientes la­
mentaciones sobre su presente y su futuro; para mí, en
cambio, que era muy pequeño, ese defecto no impedía que
tuviera celos de sus pretendientes o aun de que imaginara
que ella, fantásticamente, me iniciara en el sexo. Se habla­
ba de la desgracia, se invocaban soluciones mágicas y médi­
cos extraordinarios de los que se conocían proezas fabulo­
sas, se referían los milagros de ese sacerdote que efectiva­
mente fueron a ver mi hermana y mis padres y que, al
tiempo que recibía al grupo en la sacristía de una iglesia,

31
tuvo la singular generosidad de no reparar en que sus soli­
citantes ansiosos y angustiados eran judíos y que ésa era la
primera vez en la vida que penetraban a una iglesia. En
vano, nada dio resultado y ella tuvo que cargar con ese
positivo trauma durante toda su vida. Me amó mucho y su
muerte, al cabo de una devastadora enfermedad, muchos
años después, nos hizo pensar a todos en el cúmulo de
errores, sobre todo nuestros, que la había conducido man­
samente, modestamente, a la infelicidad.
Tengo la impresión de que el déficit de mi hermana
estaba siempre y en todo presente; era “la” enfermedad,
pero como existe un principio de fundamento libidinal que
exige que se siga viviendo y como, por otra parte, ella ya no
se quejaba sino que, con su exquisita paciencia, había lo­
grado convivir con su problema, su problema era frecuente­
mente sustituido por enfermedades de otros, especialmente
de mi madre, quien, porque seguramente sabía que sus
males eran menos definitivos o podían tener remedio, se
quejaba de una manera directa, nada alusiva ni matizada;
frecuentemente se sometía a operaciones que, según se de­
cía entonces, eran exitosas; obstinados, los malestares regre­
saban a veces disfrazados, a veces recurrentemente iguales, y
antes de que se sometiera al bisturí se apelaba a remedios
caseros que algún grado de eficacia tenían o, al menos, nos
tenían ocupados; en una ocasión, alguien indicó las semi­
llas de carqueja para ayudar a un hígado que se negaba a
colaborar; mi padre asumió la administración haciendo un
preparado cuyo primer paso consistía en aplastar las semi­
llas con una botella que hacía de rodillo; cuando los mo­
vimientos dejaban de producir el característico crepitar,
aparecía sobre la tabla una especie de pulpa oleosa con la
cual se hacía una infusión, más bien un caldo, que mi
madre debía ingerir sufriendo hasta la náusea; se resistía,
protestaba, pero todos, interesados en su salud, le insistía­
mos, sabedores instintivos de que instar a alguien a tomar
sus medicamentos si no mejora al enfermo al menos restitu­
ye la siempre humillada mala conciencia de los sanos. A
pesar de la carqueja mi madre no mejoraba, y con razón,

32
pues años más tarde debió someterse a la extirpación de
una vesícula que estaba tan llena de piedras que resultaba
asombroso cómo había podido cargar con ellas tanto tiem­
po. Las piedras eran de diferentes tamaños y colores, algu­
nas eran jaspeadas y todas, en general, mucho más bonitas
que las dos que me extrajeron hace poco a mí: supongo que
debo haber heredado el metabolismo de mi madre, no sólo
por esa disposición a formar piedras. Su metabolismo, por
otra parte, nos tuvo siempre en jaque y en vilo, temiendo
siempre que le pasara algo; algo le pasó, casi constante­
mente, pero vivió muchos años y, como ya no tenía vesícula
para formar piedras, se fue endureciendo en otras zonas a
causa de todas las pérdidas que tuvo que sufrir y admitir y
aun entender como una ley terriblemente injusta, incom­
prensible, de la vida.
Cuando murió mi padre, mi hermano mayor, que se
había quedado en el pueblo de campo donde todos nosotros
habíamos nacido y vivido hasta que nos arrastró la gran
migración que comenzó hacia 1935, vino a vivir con nos­
otros. Como era telegrafista y trabajaba en el correo, había
desarrollado una caligrafía que era el orgullo familiar; veía­
mos en ello una superación, una relación diferente con el
país no sólo porque mi madre no sabía escribir y todos los
demás no habían perfeccionado este aspecto sino porque
existía una ideología de la bella letra, residuo sin duda de la
mentalidad sarmientina, todavía vigente en las escuelas.
Además, manejaba a la perfección un objeto que no he
vuelto a ver llamado “lápiz-tinta”, borrar cuyos rasgos re­
sultaba siempre catastrófico para quien, como yo, no domi­
naba la técnica. Vino a vivir con nosotros para ayudarnos,
pero su gesto solidario y su audacia asustaron a mi madre
que siempre prefirió lo malo conocido y la seguridad. Sin
embargo, como no podía objetar nada, pues en su temor
podía interpretarse un rechazo, optó por traducir su discon­
formidad teórica mediante crujidos, gruñidos y protestas
que muy pronto ocasionaron problemas; a veces la insatis­
facción tomaba forma y no tardaba en manifestarse en tor­
no a una amplia gama de temas, los de mayor vulnerabili­

34
dad: desde considerar que su habilidad para jugar al billar
expresaba una relación sospechosa, lindante con el vicio,
con peligrosas estructuras sociales, lo que arrojaba una som­
bra acerca de su vida anterior, cuando había vivido solo,
hasta entender que sus búsquedas eróticas, tal como las
encaraba, le hacían correr un riesgo de muerte: "te van a
matar” le decía, más enconada que verdaderamente preocu­
pada. En efecto, mientras encontraba el trabajo que le per­
mitiría hacer efectiva su solidaridad, mi hermano cultivaba
la compañía de una señora, inquilina de la casa de mis tíos,
en horas de ausencia de su marido. Como no podía ser de
otro modo, mi madre lo supo y lo amenazó con el fuego del
infierno y, peor todavía, con ese desconocido marido que
sin duda pondría las cosas en su lugar. Sea como fuere, y
aun cuando ese peligro fuera magnificado —justamente en
esa magnificación ella se ponía magnífica, arrebatada y
profètica—, lo que realmente mi madre no podía tolerar era
la extracción social de esa mujer que, como yo mismo lo
pude comprobar observándola furtivamente, tenía una pin­
ta poco acorde con la severidad y la modestia de las mujeres
de la casa; se pintarrajeaba, usaba unas faldas groseramente
cortas, tenía un pelo estrepitoso y además coqueteaba en las
propias narices de mi tía con un muchachito de veintidós o
veintitrés años. Yo compartía, creo, la confusa y prejuicia­
da discriminación que formulaba mi madre quien, más
que yo, que podía estar envidioso, no advertía que, justa­
mente, un muchacho de veintidós o veintitrés años segrega
en su impetuosidad y arrojo diversos atractivos que una
madre, sobre todo sufriente, acaso no puede entender. Esa
pasión no duró; concluyó cuando consiguió un trabajo,
que ya no recuerdo en qué consistía y que lo mantenía,
gran trabajador, positivamente ocupado. Sin embargo, hubo
un período intermedio de búsqueda en el que sus cuali­
dades de telegrafista no eran apreciadas por la Dirección
General de Correos y Telégrafos de la Nación; se hablaba,
al respecto, de recomendaciones, de influencias, se cifraban
esperanzas en las promesas del cuñado de un primo del
ordenanza del secretario privado del Director General, se

35
apelaba a pedidos de audiencia que debían presentar mis
hermanas para explicar las razones o la netesidad de que
residiera y trabajara en el lugar en el que vivía su familia,
afectada por la desaparición de su jefe. Todo en vano, el
correo lo quería en el pueblo, sin duda como avanzada de la
civilización y el progreso, y no en los monumentales edifi­
cios a cuyos secretos técnicos logró, sin embargo, asomarse
en un corto período en el que le habían concedido un tras­
lado provisorio, precisamente mientras mi padre se moría.
Regresaba de la oficina y nos narraba cómo se hacía para
clasificar las cartas, describía la pasmosa habilidad de algu­
nos empleados que las arrojaban a recipientes ordenados
por destino, con una velocidad inimaginable, golpe de ma­
no y golpe de vista, casi simultáneamente los dos golpes.
Yo escuchaba los relatos de esas proezas con una fascina­
ción tan perdurable que cada vez que entro a una oficina
de correos trato de ver si algún empleado está haciendo
algo parecido y se me presenta la imagen de mi hermano
contando, introduciéndonos a un mundo secreto y perfecto.
Igualmente, me producía una sorpresa llena de encanto
cuando traía a casa la revista de la “repartición”, en la que
había cuentos y poemas de grandes escritores, tal vez Jack
London, seguramente Pirandello y Alfonsina Storni; tengo
la impresión de que esa lectura es algo así como una segun­
da base de mi inclinación hacia la literatura, como si, pro­
videncialmente, hubiera llegado a mí un alimento secreto o
una fuerza de refresco en el momento en que las fuerzas
originales entraban en un paréntesis a causa de la intensi­
dad del vivir que me rodeaba y al que ya me he referido, así
sea una pura sensación microscópica. Ahora que lo pienso,
también del lado de mi hermano vino un importante es­
tímulo para mis fantasías de escritor, quizás sólo fue un
desencadenante pero resultó lo más duradero, algo a lo que
regreso siempre sin saber del todo cuán hondamente está
metido en mí; en uno de sus viajes a la Capital trajo consi­
go, casi como quien no quiere la cosa, un ejemplar de Azul,
de Rubén Darío, perteneciente a la Biblioteca del Centro
Cultural de nuestro pueblo; el volumen tenía una encua­

36
dernación en pasta, modesta por cierto, y había sido edita­
do, no sé en qué año, por La Nación. Al principio me sentí
incómodo con el libro, el único, en la casa, desleal con la
biblioteca cuyo acervo me inició en los magnos novelones
del siglo XIX,, que recuerdo haber leído contra la luz del sol
muriente, recargado en la pared de una especie de fábrica de
agua gaseosa que tenia mi padre en el campo. En conse­
cuencia, no supe qué hacer con el Darío pero, con el tiem­
po, ese libro se convirtió en mi puente de ingreso a los
sentimientos más despiadados y desgarradores, a versos cris­
talinos y complejos cuya perfección necesitaba ser, en vano,
imitada y seguida. Creo haberme formado en las atmósferas
exquisitas y melancólicas de Azul, no en su rigor formal.
Conservé ese volumen para siempre; debe estar todavía en­
tre mis libros perdidos, errantes, angustiados sin mí, que
me esperan tal vez en algún rincón de Buenos Aires. Cuan­
do por fin me le animé, le recorté ingenuamente los sellos
que indicaban la propiedad pública; por el libro robado a
la biblioteca, así como por haber traspuesto ilegalmente, y
con riesgo de herida, las rejas de una escuela en cuyo patio
crecían vagos frutales, me sentí posteriormente, y haciendo
una recopilación imaginaria, muy próximo al Silvio Astier
de Roberto Arlt, incluida la obligación o voluntad de traba­
jar, moral de mi casa que yo nunca rechacé y que me depa­
ró, desde una época temprana, el libre correteo por una
ciudad que amé mucho y que llegué a conocer bastante
bien.
Desde mucho antes de entrar en su curva final, mi padre
intentaba toda clase de empresas comerciales para sostener
su casa: nunca le iba bien pero nunca desfallecía ni tampo­
co se proponía grandes metas. La empresa final, ya lo recor­
dé, consistió en alquilar un carro de caja cuadrangular con
su caballo, levantarse al alba, ir a hacer fila a una fábrica de
hielo y comprar varias barras para venderlas por las calles;
es claro, no andaba ofreciendo el hielo como los antiguos
vendedores coloniales que pregonaban su mercancía, en
parte porque era incapaz de pedir o de ofrecer, en parte
porque eso no andaba con la mercancía, sino que atendía a

37
un reducido circuito de personas más o menos conocidas,
que también lo recomendaban con sus vecinos, conjunto al
que llamábamos, pomposamente, “clientela”. En esa época
las heladeras eléctricas eran un sueño de riquísimos y la
gente, aun la que vivía más o menos bien, tenía a lo sumo
una cajita forrada de metal en la que ponía un trozo de
hielo junto con algunas botellas, carnes, mantequilla y otras
cosas perecederas; cuando el calor apretaba o, como es un
lugar común en Buenos Aires, “más que el calor la hume­
dad”, mi padre llegaba a ganar un poco, de modo que por
las noches había una sensación de tranquilidad en casa, a
pesar de que el calor era insufrible. Esa actividad duró poco
y tuvo que iniciarla después que se hubo diluido una pers­
pectiva económica inmensa y por añadidura industrial y
creativa; la frustración tuvo que ver, otra vez, con su mala
suerte pero, al menos, esa mala suerte tenía un ámbito de
origen ecuménico, nada menos que el ingreso del Japón a
la guerra mundial. En efecto, en virtud de que los japone­
ses, gracias a su conocida industriosidad, estaban arruinan­
do el comercio mundial, o sea el de los demás países capita­
listas, al ofrecer productos industriales, entre otros la loza, a
precios ridículos, se le ocurrió montar un taller para deco­
rar platos, fuentes, tazas y demás enseres. Ya no recuerdo
cómo lo hizo pero se informó de los detalles técnicos, se
asoció con su cuñado que, además de tener dineros, era
dueño de un bazar que vendería todo, y he aquí que de
pronto un horno echaba su humo por las noches y, por las
mañanas, cuando se enfriaba, de su boca salían montañas
de platos transformados, adornados con gráciles ribetes do­
rados y motivos florales: daba una gran alegría contemplar
esa transformación. Al principio, desde luego, algo fallaba,
quizás la temperatura, quizás el enfriado, y las hornadas
salían impresentables, los dibujos corridos, las líneas tor­
pes, un verdadero desastre que nos tenía con los nervios de
punta durante todo el día y la noche siguiente, en la tensa
espera del milagro o de la perduración del error que se
traducía en un montón de chatarra invendible e irrecupera­
ble. Finalmente, le encontró la vuelta y todo era felicidad,

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los platos comenzaron a salir, limpios, perfectos, aterciope­
lados, finos, precisos, con los colores bien fijados y nítidos
y todos empezamos a sentir que la fortuna podía por fin
sonreímos, después de tantos castigos, porque toda la pro­
ducción se vendía de inmediato. Yo iba al taller por las
mañanas e, hijo del patrón, hablaba con los obreros e in­
cluso ayudaba en algo, además de traerle a mi padre un
paquete de comida que se le mandaba desde casa; tal vez
habría terminado por aprender a manejar el torno en el que
se ponían los platos con el fin de aplicarles un filete dorado
en toda su circunferencia, si no hubiera existido en la otra
cuadra una plaza en la que ocasionales muchachitas exi­
gían más de mi atención y, esencialmente, si el solapado,
verdadero o fingido, ataque japonés a Pearl Harbor no hu­
biera cerrado la importación de materia prima: debilidades
individuales y grandes cataclismos internacionales impidie­
ron, pues, que yo aprendiera un oficio con el que hubiera
podido ganarme la vida decorada y decorosamente. Pero la
ilusión industrial duró algunos meses y la casa era un her­
videro, sobre todo por las noches cuando mi padre, después
de cenar, colocaba en la mesa del cuarto de estar los folios
de papel engomado en el que estaban impresas las calcoma­
nías y, pacientemente, las recortaba clasificándolas por mo­
delos; el único motivo que podía interrumpir su tarea era la
preparación del caldo o pasta de carqueja que tanto bien le
hacía o le podía hacer a mi madre. A causa de esas perento­
rias obligaciones ya no nos leía el folletín y, a pesar de lo
justificado de sus tareas, se sentía que algo nos faltaba,
acaso la presencia unitiva de lo literario, que nunca nos
había faltado. Pero en esa época ya teníamos un aparato de
radio que, con menos seriedad y profundidad —porque no
se podía interrumpir a mi padre cuando leía, mientras que
la radio no impedía ni hablar ni hacer otras cosas—, entre­
gaba a su vez la “novela”, sustituyendo al folletín, y que yo
escuchaba con pasión, tanta que creo que ahí me inicié en
el suspenso y en la autocompasión que entiendo que acom­
paña casi todo novelar.
Obvio es decirlo, el negocio falló, fue lamentable devol­

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ver la casa que se había rentado, desmontar el horno y
olvidar la plaza de la otra cuadra, en una calle de nombre
sonoro y evocativo, Miriñay, de pronunciación divertida en
labios de mi madre; como dije, no fue el único y mucho
menos tan pintoresco negocio como el que había empren­
dido un tiempo antes y que casi termina con nuestras per­
sonas y con nuestra reputación de gente sobria y contenida.
Por no se qué cálculo, estímulo o especulación, porque yo
no asistía a las deliberaciones, se concibió la idea de insta­
lar en la casa un restaurante, así como suena, quizás porque
nuestra comida era buena, quizás porque hacerlo, en las
dimensiones que se le atribuyeron, no exigía del capital
que, por cierto, constituía en su ausencia el escollo supremo
a todo pensamiento comercial; como éramos modestos no
usábamos esa palabra rotunda: lo llamábamos “pensión",
nombre impropio, como es fácil de entender, pero al menos
buen continente ideológico; tampoco se dio nombre al
nuevo establecimiento, seguramente porque ese acto podía
constituir una inaceptable manifestación de orgullo o de so­
berbia pero, como de todos modos había que hacerlo cono­
cer, para que la gente viniera, en la publicidad que se hizo
—algunos volantes impresos— se puso algo elusivo y más o
menos metafórico, del tipo “comida casera”, y luego todas
las demás precisiones, calle, horario y precio. Sospecho que
mi padre habría evitado aun ese laconismo porque odiaba
presumir pero, como había que aceptar la realidad, hizo la
concesión: aceptó la convocatoria, de cuya distribución me
ocupaba yo con una timidez inenarrable y un desgarrador
sentimiento de vergüenza: temía ser sorprendido por mis
amigos entregando esos tentadores volantes en la puerta de
los comercios del barrio, donde había empleados que sa­
bían que deseaban comer bien por poco dinero pero que no
sabían dónde se conjugaban los dos aspectos; mis volantes
les daban la noticia y el público, para nuestra desgracia,
respondió: el precio para una comida completa era de ochen­
ta centavos, y un salario bajo, para que se vea la relación,
era entonces de ochenta pesos al mes. La organización del
comedero era laboriosa: mi padre hacía las compras de ma­

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terias primas; a veces lo ayudaba yo o mi hermano; mi
madre y una de mis hermanas cocinaban; mi padre servía
las mesas y cobraba y, al final, entre todos, agotados, hacía­
mos la limpieza. Nunca olvidaré el precio por el que dába­
mos la comida; no era nada y, sin embargo, no faltaba
alguna voz en el comedor que se elevaba para señalar que
esa suma era excesiva por lo que dábamos, o para hacer
suposiciones en voz alta acerca de las variantes que podían
justificar esa exorbitancia. La comida se servía en la habita­
ción de mis padres que o bien se habían metido en otra
parte para dormir o bien sacaban y ponían el lecho conyu­
gal todas las mañanas y las noches. El ritmo que se había
creado en la casa era infernal porque, a pesar de que ofre­
cíamos nuestros servicios casi en silencio, venía a comer
mucha gente y hasta tal punto las cosas se complicaban que
ya no sabíamos si el hecho de la afluencia era bueno o
malo. En la cocina, sin ayuda, las dos mujeres padecían el
fuego del infierno; el resto de la familia, ya sea porque
trabajara afuera o porque no estaba involucrado en el siste­
ma, no sabía ni tenía dónde meterse y mi padre que preten­
día mejorar el servicio sin aumentar los precios, todo eso
junto configuraba un desorden al cabo del cual nosotros
mismos casi no teníamos para comer. Por añadidura, por
comodidad, porque no tenían dónde ir o porque les resulta­
ba grato, algunos clientes se quedaban en casa un poco más
después de comer, especialmente los domingos, lo que si en
principio era fastidioso, considerando que la empresa aumen­
taba sus déficits, terminó por convertirse en positivo desde
el momento en que al quedarse había que hacer algo y ese
algo fue derivando paulatinamente hacia partidas de truco,
aparecieron mazos de barajas españolas como por arte de
magia y a pesar del temor de mi madre y de mis hermanas
mi padre empezó a tomar parte en el juego, lo que sin duda
debía implicar varias cosas para los parroquianos; ante todo
la legitimación de la permanencia y la del juego, después,
cierto mitológico toque, “jugar con el patrón’’ y, finalmen­
te, la posibilidad de ganarle y recuperar el gasto de comida
que se había hecho, para restablecer cierto equilibrio so­

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cial; para mi padre, como se comprende, era al revés: si la
memoria no me es infiel, lograba compensar el inexplica­
ble déficit de la caja, pero tampoco eso bastaba porque el di­
nero no tenía origen en el trabajo y, por lo tanto, el nivel de
vida de la casa no mejoraba aunque aumentaba el tedio gene­
ral que envolvía esos atardeceres de domingo, sin perspecti­
vas y llenos de cansancio, con la casa pletórica de desconoci­
dos que gritaban. Uno de los clientes más asiduos era un
hombre totalmente calvo; groseramente, se limpiaba el su­
dor del cráneo con la servilleta que, como correspondía, se
cambiaba todos los días, tarea que, igualmente, corría a car­
go de las mujeres de la casa. Mis hermanas hallaban a ese su­
jeto más espantoso que cómico, razón por la cual tiendo a
pensar que alguna proposición les habría hecho, a una o a
otra, grotescamente sustitutiva de lo que ellas podían estar
deseando en su fantasía y desde sus agotadoras obligacio­
nes. Ignoro cómo se dio por terminada esa tantálica empre­
sa familiar; quizás porque las mujeres estuvieron a punto
de sucumbir de cansancio, quizás porque ya no era vida la
que se vivía en una casa permanentemente rastrillada por
gente ávida, que no dejaba nada en los platos y que, de
bocado en bocado de milanesas, bistés, niños envueltos,
corderitos con papas, engordaba a nuestras expensas. Acaso
de ahí me viene esa rara sensación que me asalta cada vez
que nos echan de la Universidad y alguien propone que
pongamos un restaurante; me digo que podría hacerlo pero
de inmediato me invade un aburrimiento inexplicable y
opto por hacer alguna traducción o escribir un artículo;
también ese episodio debe ser el origen de mi obsesión tenaz
de la demasía, siento que siempre pedimos demasiado por
lo que estamos dispuestos a dar, complementada por ese
otro fantasma, el de que lo que se conoce como economía es
una jugada de la que nunca saldremos triunfantes, una
articulación que por misteriosas razones nos derrotará y
nos hará despertarnos siempre en la devaluación, la estafa,
la inflación y otras calamidades.
Los vecinos de la cuadra, a pesar de los precios, no eran
clientes de nuestro comedero; me imagino que no por des­

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precio sino porque “comer afuera”, aun en la casa de al
lado, habría sido considerado un lujo en la época en la que
vivíamos. Todos resolvían su cocina o bien en privadísimo,
soplando sobre braseros de carbón para avivar el fuego y
poner a cocer su puchero o su guiso, o bien en público los
domingos, yendo en procesión a la panadería del barrio
para meter en el horno desocupado aunque caliente algún
pollo excepcional o una más corriente tira de carne, uno y
otra con sus respectivas papas; se le daba una módica pro­
pina al maestro panadero y él cuidaba del asado con pulcri­
tud artesanal, señalando la hora precisa en que había que
buscarlo; la procesión invertía su rumbo hacia el mediodía
y cada cual, con cierta reserva, transportaba su fuente o
asadera cubierta con un repasador impecable, en el que se
podían distinguir los dobleces del planchado, en gran me­
dida para que la comida no se enfriara pero también para
que el vecindario no pudiera medir la magnitud del dispen­
dio o el grado de “pudiencia” de los demás. En todo caso,
ese aspecto público y ceremonial de la vida del barrio, que
me afectaba porque hacía brotar la mala pasión de la envi­
dia, me importaba menos que el privado y secreto que fran­
camente me intrigaba; deseaba asomarme a todas y cada
una de las casas y ver qué se comía, comer allí: suponía que
la comida de los italianos debía ser extremadamente pican­
te, con “mucha pimienta”, uno de los terrores más acendra­
damente argentinos, y que la de los españoles, mejorada
con el tocino, debía ser deliciosamente grasosa. Me imagi­
naba, como supongo que le ocurre a todo el mundo, que en
las otras casas se comía mejor que en la mía sin advertir
que, acaso, los demás tendrían sus ojos puestos en las ex­
quisiteces que, sobre todo en la época del restaurante, se
debían gestar en la mía. En mi casa predominaba un gusto
centroeuropeo, con frecuencia de remolachas (betabeles) en
sopas rusas, de rellenos consolidados con harina y grasa de
gallina en tripas gordas de vaca o cogotes de pollo, pastas
con rellenos de cebolla y en salsas de cebolla o de hígado,
pescados rellenos, pasteles de arroz, empanaditas de queso,
gelatinas de pollo o, más contundentes, de patas de vaca y,

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en fin, todo un exquisito y delicioso arsenal de platos que
parecen haberse consagrado como propios de la "cocina
judía” y que yo nunca he vuelto a gustar después que se
inició la dispersión en nuestras vidas y las muertes empeza­
ron a sucederse, en especial después que murieron mi her­
mana y mi madre. Sin embargo, porque uno no ve el agua
cuando está en el mar, yo no apreciaba entonces esos gustos
con el entusiasmo que hoy pongo en la evocación, y me
parecía que un buen asado argentino, parecer que sigo
compartiendo, debía conferir a quien lo comiera un sello
especial, un contacto determinado con un espíritu huidizo
para mí pero, aparentemente, cotidiano y decantado, tran­
quilo, en otras casas o en otras gentes. El asado en particu­
lar entraba, por cierto, en nuestra casa, así como de una
manera mucho más apremiante todavía el mate, y, por esa
puerta, se producía un sincretismo culinario que mucho
habla de otras disposiciones a la mezcla muy típicas de esa
ciudad y, como lo he señalado, de ese barrio. De todos
modos, lo que más me atraía, pese a todo, eran los fiambres,
o carnes frías, que se vendían en el almacén de la esquina
del que he dado ya una rápida pintura; Fernández, creo que
ése era el apellido de un animoso propietario que siempre
hacía algún comentario referido a la magnitud de la com­
pra, manejaba con extremada habilidad y soltura una má­
quina de cortar enorme y roja, cuya cuchilla, de por lo
menos cincuenta centímetros de diámetro, afiladísima y
brillante, lograba extraer anchos pétalos de los vastos jamo­
nes que introducía con cuidado de médico; a veces, el ja­
món estaba preparado, en otras ocasiones se asistía a la
operación mediante la que se le quitaba el hueso que, se
supone, iría a enriquecer los caldos gallegos que se gesta­
ban en su casa, puerta de por medio del negocio; recogía las
tajadas de jamón, salame o mortadela con una pinza y las
acomodaba sobre un papel encerado que había puesto pre­
viamente en el plato de una balanza espectacular, dotada de
una especie de pantalla triangular llena de números, reco­
rrida por un hilo que marcaba el peso, sensible el aparato a
la más ínfima presión. Cuando terminaba de pesar y todo

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estaba de acuerdo, retiraba el papel con elegancia, lo plega­
ba geométricamente, incorporaba el paquete a otras com­
pras si las había y entregaba el paquete definitivo haciendo
invariablemente un comentario que indicaba menos su sim­
patía que su infinita seguridad, supongo que en el comer­
cio o en sí mismo. Siempre había gente esperando, respetá­
bamos nuestro turno y nos íbamos enterando de lo que
compraban todos los demás que, a su vez, sabían, según las
ocasiones, lo que comprábamos nosotros; simulábamos no
prestar atención cuando se esgrimía la “libreta” en la que
Fernández anotaba las cifras y actualizaba las deudas fin­
giendo invariablemente una gran dificultad para establecer
el último saldo. Tener que ir al almacén y poder hacerlo, a
pesar de su modestia, constituía a la vez una fantasía desea­
ble o, si se quiere, una fantasía del deseo, y una prueba bas­
tante dura en el momento de la permanencia, casi angustio­
sa, uno no podía prever qué agudeza de índole económica
saldría de la boca incisiva del comerciante que, también
simultáneamente, detestaba dos cosas, que se dispusiera
de poco dinero, en lo que concierne a los clientes, y que los
muchachos y chicos del barrio hubieran elegido precisa­
mente la puerta de su negocio para reunirse y planear allí
las diversiones o aventuras o empresas que los sacarían del
tedio mortal de ser jóvenes y no tener mujeres y desearlas,
de no tener dinero y desearlo, de no saber qué podía estar
ocurriendo en las casas del barrio y desear saberlo. De pron­
to, harto del impedimento que constituían, Fernández sus­
pendía la atención a los clientes y emergía amenazante tra­
tando a todo el grupo de vagos y de inútiles, pero los así
calificados no se rendían, ese sitio era su sociabilidad, no la
dejarían de lado ni por todo el oro del mundo en vista,
justamente, de que carecían de la más mínima parte de ese
oro.
Una vez por semana, y aprovechando que yo iba a la
escuela por las tardes, mi madre me arrastraba, literalmen­
te, al mercado al aire libre, o feria franca, que se montaba a
unas seis cuadras de la casa; yo la seguía malhumorado
durante todo ese trayecto, sin hablar, no tanto por haberme

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tenido que levantar y salir sino más bien porque sentía que
esos paseos prefiguraban un poco mi futuro o mi destino;
no creo que le molestara mi silencio porque lo que ella
quería en esa circunstancia era que le ayudara a cargar las
bolsas y no mi conversación que tal vez nunca le resultó
totalmente estimulante. Al llegar al sitio, invariablemente,
yo sentía un inmenso deseo de que me tragara la tierra
porque no podía soportar ni los encuentros que se produ­
cían con sus conocidas ni las transacciones que hacía con
comerciantes que, por su lado, no hallarían abusivo ni
antinatural que ella, y todas las demás, defendieran encar­
nizadamente sus intereses. Mientras ella mercaba, yo
permanecía en un discreto segundo plano y me hacía el
distraído, sobre todo cuando calificaba con dureza a los ven­
dedores con quienes, intuitivamente, yo simpatizaba, equi­
vocándome como siempre. Finalmente terminaba por com­
prar, aunque poco, porque venía con poco dinero de modo
tal que, ya en situación, salido del humillante sopor ini­
cial, yo no me atrevía ni siquiera a insinuarle que intentara
algún cambio, alguna novedad en nuestras estructuras gas­
tronómicas; adquiría la consabida carne para un puchero,
con las aburridas zanahorias, puerros o poros, algún peda­
zo de zapallo (o calabaza), alguna presa de pollo para algún
ocasional enfermo o para mi abuela, algunas legumbres y
la necesaria “verdurita”, escasas frutas, y esa brevedad de su
compra me hacía desear a veces los grandes paraísos del
consumo, a veces internarme en el despojamiento y la ausen­
cia más total y absoluta. En alguna ocasión, y más para
señalar mi inconformidad en general que porque supusiera
otra dimensión posible de la compra, le señalé que no era
correcto regatear, lo cual le provocó una indignación sin
límites; me llenó de improperios un poco como lo hace la
madre de Elias Canetti con su hijo, claro que no a propósi­
to de compras sino de conocimiento abstracto, mientras
reproducíamos una vez más esos tristes regresos durante los
cuales yo reflexionaba amargamente en el sentido que tenía
para mí esa exigida colaboración de la que yo no extraía
ningún beneficio secundario. Sea como fuere, acaso deba

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considerar que tuve suerte, no obstante las desfavorables
condiciones, pues creo que nunca fui visto por los otros
chicos del barrio o de la escuela en actitud abatida por mi
derrotado sometimiento. Sin embargo, como las experien­
cias crecen con el tiempo, esa parquedad de la capacidad de
compra de mi madre, unida a su realismo respecto de lo
que estaba bien o mal en la relación del mercado, ponía en
movimiento una ética más profunda, aun vista sin el ingre­
diente piadoso con que se suelen examinar estas cosas, que
ejercía sus efectos en mí entonces, en la medida en que me
repugnaban, probablemente como a mi madre misma, los
dispendiosos que se compraban todo el mercado con la
finalidad casi obscena de atiborrarse de comida y que, por
añadidura, traían a sus sirvientes con el fin de tener más
libertad para exhibir su universo de compra. Sea como fue­
re, y de entonces a hoy, esa reiterada y pálida experiencia se
implantó de alguna manera en mí, extraje alguna lección
porque si por un lado no puedo dejar de sentirme desdicha­
do cuando no tengo dinero en cantidad suficiente como
para comprar lo que se me antoje, por el otro, correlativa­
mente, suele parecerme sencillamente inmoral estar com­
prando sólo porque se tiene suficiente dinero a disposición,
propio o tomado en préstamo o como fuere. Ese choque de
fuerzas alimenta mis indecisiones más profundas y, en vista
de lo que de mi madre hay en mí, no se resuelve mediante
figuras de sensatez ni en una síntesis ni en un mero equili­
brio: el dispendio o la magnificencia me ofenden, la escasez
me humilla y, puesto a elegir, yo suelo desear espontánea­
mente, en lo más profundo de mi ser, como un remolino
que derroca toda resistencia, más el ascetismo y la pobreza
aldeana que la lujuria de los bienes materiales cuya acumu­
lación tiene para mí algo de la obscenidad que mi madre
advertía en los que compraban “lujos” o “no se privaban
de nada”. Ahora, ya desde hace años y sea cual fuere la
ciudad en la que me arroja la suerte, voy semanalmente a
los mercados; en el gesto y el momento mismo de encami­
narme vuelve a brotar la imagen de mi madre pero a mí,
contrariamente a ella, me gusta ir solo, no quiero testigos,

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consejeros ni cargadores, no obligo a mis hijos a acompa­
ñarme, me gusta que los vendedores me conozcan, me salu­
den y echen conmigo un parrafito, no quiero compartir ese
residuo que, en cada oportunidad, me devuelve a esas ma­
ñanas grises, me restituye aquellos diálogos de mi infancia
que en su momento rechacé; si bien al estar comprando me
rodea un hálito de somnolienta melancolía, no hago lo que
hacía mi madre, no regateo ni busco conversación y me
digo, para enjugar un infaltable dejo de pena, que lo que
hay es, simplemente, algo extraordinario en ese movimien­
to de personas que se tocan al pasar y que ponen en el
mercadeo una atención suprema, un atractivo y subsistente
sabor medieval a intercambio; tal vez tan sólo sea la huella
que mi infancia dejó en mí, y que no trato de recuperar, la
que de pronto me agobia con su evanescente densidad, co­
mo si no fuera posible evocarla realmente y no se pudiera,
al mismo tiempo, dejar de lado sus efectos.
Varias familias, a lo largo de esos años, nos rentaron los
dos cuartos que no nos quedaban desocupados pero que, en
virtud de una estrategia económica muy pensada, nos ayu­
darían a pagar la totalidad del alquiler; ya dije algo sobre el
contrabandista, su hijo.y la manzana; ahora le toca el tur­
no, en una complementación inevitable, al cuarto más pe­
queño e interior, cuya puerta daba a un patio que mis
hermanas querían con macetas y flores pero que siempre
permaneció desnudo, irremediablemente destinado a ser zo­
na de pasaje. No recuerdo cómo se reclutaba a los futuros
inquilinos ni cómo se analizaban las candidaturas para
ocupat la pieza, ni siquiera si se pedían informes o no, si
los inquilinos estaban satisfechos o no con la renta que
pagaban. De pronto, al menos para mí, una gente total­
mente desconocida aparecía instalada y, a partir de ahí,
comenzaba un arduo trabajo de reconocimiento recíproco
cuyo primer paso, y requisito, era la mutua prudencia: ni
meterse con ellos —consigna emitida por nuestros mayores—,
ni que se metieran con nosotros —sistemas defensivos acon­
sejados por la práctica—, atención y cordialidad sí, con­
fianza excesiva no, nada de historias que empiezan con el

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pedido de un poco de sal y terminan a los gritos. Pero,
desoyendo las normas de este código, yo sí me metía con
ellos por una curiosidad que no tenía nada de genérica; en
un caso, me metía prácticamente en la habitación, a través
del ojo de la cerradura, de noche, cuando adiviné —y acerté—
que la familia que entonces ocupaba la habitación se dis­
ponía a irse a dormir; se trataba de un matrimonio que me
parecía muy mayor y cuyo atractivo residía no en sus inte­
grantes sino en su hija, que compartía la habitación: su
rostro se me escapa por más que trato de recordarlo pero,
como lo señalaré en seguida, en realidad no fijé mucho mi
mirada en él; sí sé que tenía el pálido atractivo de las rusitas
rubias, casi albinas, de ojos muy azules. Cuando el azar y la
necesidad se cruzaron y tuve la certidumbre de que algo iría
a producirse me dirigí una noche, y luego las siguientes,
hasta la puerta de estos vecinos y, arrodillado, inicié la
inspección ocular que me depararía inolvidables visiones.
La muchacha miraba hacia el lecho de sus padres y, al
verlos dormidos, procedía a cambiarse sin apagar la luz;
metía sus piernas entre las mantas, se sentaba morosamente
y luego se endosaba un camisón dejando previamente en
descubierto un pecho soberbio, que yo veía como rodeado
de luz, irradiando una fuerza lumínica tan grande que yo
entraba casi en desmayo; la visión no duraba mucho pero
poseía tal plenitud que, cuando concluía, yo sentía un ma­
reo similar al que podían sentir los místicos, que leí mucho
después; ella parecía realizar un acto corriente y es muy
difícil que imaginara que un ojo juvenil estaba apreciando
ansiosamente su belleza pero también pienso que, acaso sin
saberlo, con total certeza se estaba ofreciendo a una contem­
plación ideal, no necesariamente a la mía; en todo caso lo
que ofrecía, noche a noche, era un inolvidable esplendor.
Con la oscuridad por detrás y la luz adelante yo me sentía
tan extrañado que no podía saber qué era verdad y qué
pertenecía al sueño de modo tal que me parecía que en la
habitación reinaba una atmósfera encantada, suspendida,
silenciosa y casi irreal. Sabía que estos sentimientos podían
traicionarme y, en efecto, una vez casi me sorprenden; al­

49
guien salió o alguien pasó y, con gesto clásico y una rapi­
dez de la que me felicito, fingí buscar por el suelo algo que
se me había caído. Dejé de frecuentar la cerradura durante
cierto tiempo, acaso una semana y, cuando regresé, todo
había cambiado, la muchacha estaba dormida y, en cam­
bio, los padres no sólo seguían despiertos y animados sino
que la madre se endosaba el camisón poniendo al descu­
bierto sus pechos caídos, como en una especie de sarcasmo
terrible para mi sed de belleza; la pérdida de interés fue
ahogando mi audacia y convirtiéndola en inútil, pero mi
convicción había sido grande en el comienzo y el hecho de
que, después de haberme sido brindada y satisfecha esa
pletórica visión, me fuera sustraída, se instaló en mí para
siempre como una certeza que tiene un carácter poético y
fatalista al mismo tiempo, siento una azorada sorpresa cuan­
do las cosas se dan y los cuerpos se ofrecen pero también sé
que eso es efímero y que al brillo sucederá una incompren­
sible oscuridad. Tal vez de esa situación nace la convicción
a la que acabo de aludir: y que podría formular de este
modo: cuando dos voluntades vibran al unísono los lugares
y las ocasiones de los encuentros se multiplican sin lógica
aparente, es como si el azar, autocontrolado por vaya uno a
saber qué mecanismo, ayudara a quienes podrían ser aman­
tes, pero cuando esa vibración conjunta cesa, el azar se
convierte en el enemigo más tenaz, de nada vale forzarlo ni
realizar peregrinajes a los lugares que habían dispensado
antiguas y maravilladas sorpresas; por la misma y arraiga­
da convicción jamás insisto con lo que se me está perdien­
do, aunque sigo soñando y recordando “lo que no fue”, en
un gesto que tiene menos de pudor y de miedo al rechazo
que de sentido de lo real, en cuanto a que verdaderamente
la magia es el ingrediente fundamental y decisivo del amor,
quien indica el “todavía” o el “no va más” de una transac­
ción amorosa, en suma su destino.
Los rusos terminaron por irse con sus bártulos y nunca
más supimos de ellos; los recuerdo silenciosos y cautos aun­
que, claro, el recuerdo con menos posibilidad de borrarse
en mí es el que tiene por objeto los pechos de la hija.

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Durante unos días, cuando pasaba por delante del cuarto
vacío volvía a sentir esa luz de su interior, pero nunca
intenté verificar si algo subsistía de ella en la habitación. Al
poco tiempo, volvimos a rentar el cuarto, esta vez a una
familia argentina, también con una hija pero demasiado
niña como para sustituir con esperanzas a la rusita cuyo
nombre, acabo de recordarlo, era Anita; en cambio, la ima­
gen de la madre tiene mucha fuerza, se me imprimió tanto
que podría incluso describirla; esta mujer tenía una serena
belleza criolla, yo la sentía ancha y, contrariamente a sus
antecesores, deseaba comunicarse, quería informarse e in­
formar sin ser, así como yo la veía, vacua ni charlatana ni
chismosa; tenía, para decirlo de una manera simple, simpa­
tía por las personas y las situaciones y una capacidad ex­
cepcional de comprender sin reticencias ni reservas. Lo
fundamental, sin embargo, no era eso sino el olor que irra­
diaba. A pesar de que no era un perfume, o quizás había
algo de perfume que se mezclaba con su piel, me atraía
irresistiblemente y yo quería estar muy cerca de ella. Ya se
sabe cuán poco se puede decir sobre olores y yo no insistiré,
pero sí puedo decir que mi nariz todavía está llena del olor
que salía de esa mujer que me protegía sin decirlo y que
sentía, creo, un cariño mezclado de curiosidad por mí que
seguramente olía de muy otro modo. Curiosamente, su hi­
ja, más o menos de mi edad, me parecía una impertinente
que me impedía estar cerca de su madre, cosa que yo desea­
ba de una manera decidida y tranquila, despojada de toda
intención non sancta. Ella me lo permitía y hablábamos,
vaya uno a saber de qué; durante las siestas del verano, cuan­
do el calor de enero o febrero paralizaba toda posibilidad
de acción y había que hacer algo para no perecer sofo­
cados, ella se sentaba en el pasillo de la entrada, abría un
poco la puerta de calle y la llamada cancel para que corrie­
ra el aire, pero no tanto como para que nos invadiera la
resolana, y yo me tiraba sobre las baldosas, como los perri­
tos, para recibir algo de fresco y de penumbra. Yo estudiaba
y, de a ratos, cambiábamos alguna frase, alguna pregunta,
tal vez yo fuera a buscarle un poco de agua, con el calor

51
brotaba con más fuerza su perfume. Yo me sentía extraor­
dinariamente seguro con ella porque, además, nuestra
relación tenía una gran seriedad y yo podía consultarla, pre­
guntarle, ella respondía con una bondad infinita a mi nece­
sidad de saber; desde luego, además de incorporar su olor a
mis sensaciones, no se me ocurría mirar por los pliegues de
su vestido abierto su carne generosa y prieta, no pretendía
tocarla ni deliberadamente ni fingiendo que se trataba de
una casualidad, ni imaginarla de otro modo que en esa difu-
minación de una suerte de maternidad universal y genero­
sa. Se llamaba, creo, “señora Amelia”, y si no es así el nom­
bre le viene bien de todos modos porque es un nombre am­
plio y claro, de plena mujer.
Los únicos dos hermanos varones que le quedaban a mi
madre eran peluqueros de profesión, aunque no serían lo
que en la actualidad se tiende a designar como coiffeurs;
venían a casa, en las épocas en que no tenían peluquería
instalada, sea juntos, sea por separado, a cortar el pelo,
tanto de mi padre como de sus hijos varones; mis herma­
nas, creo, preferían resolver esa necesidad por otro lado
aunque, si no recuerdo mal, con una suerte parecida a la
que nos cabía en manos de los tíos. El menor de ellos, que
tenía algo de chistoso, prefería cumplir esa obligación fa­
miliar, por no quedar mal con mi madre, los domingos por
la mañana; de paso, corroborando que no se entendía “na­
da bien” con su mujer, se quedaba a comer y se prendía al
movimiento general que se producía en casa, en la época
del restaurante sobre todo, al concluir las comidas: nunca
decía que no a una partida de truco que se armara, lo que
irritaba bastante a mi madre que lo consideraba todavía un
jovencito a quien había que reprender. Era alegre y des­
preocupado y hacía poco caso de reprimendas, lo cual no
mejoraba, de todos modos, su fortuna, ni en el juego, por­
que perdía, ni en el amor, porque su mujer era bastante
brava. Como causaba problemas, ya sea a su mujer ya a mi
madre porque le causaba problemas a su mujer, su rela­
ción con nosotros no avanzaba demasiado, acaso no se lo
proponía aunque tenía todo el tipo del "tío alegre”. Para

52
colmo, además de que no ganaba bastante, anunciaba a
cada rato que emprendería algún viajecito por el interior
del país donde el dinero colgaba de las ramas de los árboles;
mi madre se enfurecía con estos anuncios y lo acusaba,
literalmente, de tener “alfileres en las asentaderas”, quiero
decir "en el culo”, pero él no se inmutaba, la “invitación al
viaje” era más fuerte que esas consideraciones y se iba no-
más a vender, según las épocas, fotografías de casamiento o
de bautizo, ampliadas y retocadas y puestas en soberbios
marcos ovalados, o bien a comprar, cuando la guerra, hoja­
lata, vidrios viejos, llantas en desuso y otros efectos que sin
duda eran objeto de reciclaje en fábricas que se instalaron a
ese efecto y que ya habían agotado las reservas de la Capi­
tal. Se llamaba Isaac y mi madre lo consentía un poco,
seguramente porque se había salvado cuando la gran epide­
mia de tifus que se llevó a otros dos hermanos y a su padre,
pérdidas que la seguían teniendo triste y un poco recelosa
de lo que podía salir de esta tierra. Su hermano mayor, que
se llamaba Isidoro, al parecer traducción al castellano de
una palabra que sonaba como “Uscher” —que no muchos
años después, cuando empecé a leer, vinculé obviamente
con Edgar Allan Poe—, al contrario del otro no apreciaba
los viajes, lo que no le impedía desaparecer de casa por
largas temporadas, víctima de crisis depresivas que pesaban
como una amenaza biológica sobre la familia. A veces, sin
embargo, lo buscábamos, alguien lo había visto por algún
lado, y lo hallábamos metido en algún sucucho lóbrego,
flaco y con la mirada abrasada, leyendo con rara pasión la
Biblia y considerándose, al responder a nuestras preguntas,
objeto de alguna y variable persecución anunciada en tal o
cual pasaje del libro sagrado. Al referirse a los párrafos
pertinentes, que invocaba como prueba de lo que decía, se
encendía y agigantaba pero su discurso carecía en verdad de
una estructura; parece mentira pero, no obstante su delirio
—que lo era para mí entonces—, me transmitió su entusias­
mo por ese texto y gracias a él leí grandes fragmentos de la
versión de Cipriano de Valera que mi padre había compra­
do al casarse, con la intención tanto de protegerse un poco

53
de la ira divina, creo, como de anotar en las páginas blancas
del final los acontecimientos de la familia que estaba fun­
dando en una tierra extraña. Quizás por eso, mucho des­
pués, extraviado incluso ese volumen en alguna de las nu­
merosas mudanzas que jalonaron esos años, sentí una emo­
ción muy particular cuando vi un filme de Dreyer en el que
el dueño de una casa campesina, azotada por muertes, resu­
rrecciones, furores místicos y tormentas marítimas, traza con
letras temblorosas los nombres de los hijos que nacen y que
mueren en una Biblia a cuyas páginas sólo él tiene acceso.*
Pero mi tío carecía de inclinaciones teológicas tanto como
poéticas, sólo estaba enfermo y durante los accesos de su
enfermedad no tenía interés por nada ni afecto por nadie y
ni siquiera era sensible a las exigencias de mi madre, sobre
la que había recaído todo el peso moral de lo que quedaba
de la familia, que reaccionaba ante esas fugas como quien
dice “esto ya es el colmo’’. Yo contemplaba a mis tíos con
tanta curiosidad como desconcierto, aunque debo confesar
que nunca tuve una gran inclinación por eso que se deno­
mina pomposamente “la familia”; pienso que ese descon­
cierto era fundamentalmente adjetivo, pues si uno no lograba
divertirme con su algazara el otro no lograba conmover­
me con su locura, a la que, por otro lado, nunca le tuve
miedo; el temor, más bien, residía en los ofrecimientos que
me hacía la institución familiar, si ésa era la perspectiva
que se brindaba a mis espectativas sobre el futuro. Pero no
por eso mis tíos me eran totalmente indiferentes: el loco me
provocaba cierta ternura analítica porque, cuando entraba
en su semimutismo y empezaba a alejarse del conjunto, se
evocaba invariablemente si no la causa de su enfermedad al
menos las circunstancias en las que había comenzado a
manifestarse; al parecer, advertirlo y actuar fue todo uno
pero con pésimos resultados; ya no recuerdo si al autismo y
la fuga se le añadían otros síntomas, pero lo que sé es que
un médico sugirió que un remedio posible podía ser un
casamiento, por no decir una actividad sexual continuada;
presurosos, mi abuela, y no se quién más, le consiguieron
* Ordet se llama esa película.

54
una novia con la cual engendró una hija cuya fotografía mi
madre conservaba; pero los ataques regresaron y mujer e
hija desaparecieron poco después del nacimiento porque la
hija era deforme y a su madre no se le escapó la causa, ya
que es sabido que la deformidad se hereda y que la locura
engendra deformidad. Jamás supimos nada de una ni de la
otra pero se las evocaba en los peores momentos de la de­
presión de mi tío, sin que mi madre se sintiera culpable en
relación con ellas; al contrario, tendía a culpabilizarlas por­
que lo habían abandonado y no se ocupaban de él. Yo
imaginé, muchas veces, que me ponía a buscarlas, que ave­
riguaba puntualmente lo que había ocurrido, ese drama
hundido en el silencio que mi tío había asumido para siem­
pre, aunque por períodos. Cuando los ciclos depresivos
concluían mi tío regresaba, parco y acaso con un poco de
vergüenza porque estaba consciente de lo que le había pasa­
do, ciertamente más afectuoso y comunicado pero no por
ello más decidido a convertirse en un triunfador.
Como era lógico, por ser el más chico, yo trotaba detrás
de mi padre que, aunque no parecía darse cuenta de mi
presencia, me estimulaba cuando la ocasión así lo exigía; al
responder por mí, frente a preguntas que conocidos o inter­
locutores casuales le hacían, elogiaba mis calificaciones es­
colares (tengo la prueba de que no me hacía concesiones en
una libreta escolar que se salvó milagrosamente del naufra­
gio y en la que su firma, en la hoja de cada mes, me ratifica
que no exageraba ni mentía), mi afición por la lectura o
mis conocimientos de historia, la del buen Grosso que re­
ducía todo el conflicto nacional argentino a dos o tres si­
tuaciones de una simplificación enceguecedora, que yo com­
prendía muy bien; cuando estábamos a solas trataba de
infundirme respeto por las matemáticas, pero sus panegíri­
cos, que recuerdo, no modificaron los estrechos límites de
mi intelecto; decía algo así como que sin esa ciencia no hay
progreso posible ni bienestar imaginable, ni, en definitiva,
justicia sólida para el ser humano. Yo debo haber seguido
el primero de los aspectos estimados por él, el de la lectura,
y no el segundo a pesar de mi espíritu práctico y aunque, ya

55
se sabe, las matemáticas y el pragmatismo tienen muy poco
que ver. Lo importante es que mi padre quería protegerme
contra la escasez de instrumentos verdaderamente útiles que
nuestra vida, o esa él mismo, podía proporcionarme y pen­
saba que elogiando la ciencia yo saldría robustecido. Lo
que yo sentía, más allá de sus argumentos, era que él con­
fiaba en mí y por nada del mundo yo hubiera querido
defraudarlo ni provocar sus iras que debían ser, cuando se
producían, incuestionablemente justas; tal vez por eso mis
travesuras o desobediencias o fugas fueron tan pocas en
mi niñez, lo que por ahí es un remota causa de un senti­
miento de tedio que suele reaparecerme a veces de manera
inmotivada y un poco venenosa. Había, de todos modos,
una gran seriedad en nuestro trato y en nuestra relación y
tal vez un poco de distancia, pero acaso se me confunden las
imágenes y en realidad yo estaba, sin saberlo, bajo el influ­
jo de su melancolía; si así era, nadie parecía darse cuenta,
nadie hacía nada para sacarme de ella, como si las cosas
fueran simplemente así y simplemente hubiera que aguan­
tarse, sin la menor reflexión o cálculo acerca de si yo
podía poseer o no una energía a prueba de sentimientos
depresivos o de historias prehistóricas que, por esa vía tan
indirecta y hasta cierto punto solapada, podían recaer sobre
mí y alterar mi vida o marcarla.
Los chicos del barrio con los que jugaba diariamente no
sólo eran de la misma clase social que yo sino también de
parecidos recursos económicos, es decir ninguno. Por esta
razón, los juegos, en los que de todos modos no se hacía
gala de una imaginación memorable, excluían toda pers­
pectiva de dinero, salvo la perentoria necesidad de comprar
una pelota o algo semejante; apenas unos centavos, de tan­
to en tanto, interrumpían fugazmente la seca sensación de
que el mundo padecía de límites definitivos e infranquea­
bles. Quizás para violarlos y sentir que el mundo podía ser
otra cosa, pero con la conciencia de que los límites estaban,
una tarde saqué, sin permiso, la bicicleta de mi hermano
que o bien dormía o bien había salido, ya no lo sé, y con
otros ilegales y clandestinos como yo nos lanzamos a devorar

56
las calles de la ciudad con el compromiso interno o la espe­
ranza de regresar antes de que nadie advirtiera la transgre­
sión; mi mala suerte decidió otra cosa y he aquí que de
pronto tuve que enfrentarme, yendo a toda velocidad, con
una mancha de aceite en el pavimento; no la pude evitar, la
bicicleta resbaló y yo caí en plena mancha; la bicicleta se
arruinó y mi ropa se ensució, además del golpazo, y como
mi hermano usaba ese vehículo para ir a trabajar puedo
reconstruir cómo fui recibido cuando por fin regresé, entra­
da ya la noche y preguntándose todos por mí; seguramente
he borrado el calcinante sentimiento de culpa y de vergüen­
za que me ocupaba por entero antes de entrar a casa, espe­
cialmente durante las últimas cuadras; en ese espacio y
mientras me dirigía inexorablemente hacia lo que sería un
oprobioso castigo, imaginé miles de formas de milagro y,
mucho más lógicamente, decenas de posibilidades de hu­
millación; entre unas y otras la mente no me daba para
encontrar la manera de enfrentarme con la verdad; sin du­
da, ese enfrentamiento se produjo pero ya lo he olvidado
por completo sin que haya ya nadie en esta tierra para
recordármelo: me queda el eco de palabras que no me favo­
recieron porque, al fin y al cabo me perdonaban, pero ¡de
qué modo me perdonaban! Tampoco sé de qué modo ni
cuándo, ni tampoco por qué méritos míos, la presión amai­
nó y mis movimientos o actos pudieron merecer una aten­
ción, una consideración o una benevolencia. El incidente
me enseñó a aguantármelas y a esperar que mi ocasión
estuviera conformada no por mi avidez o mi impaciencia
sino por mi labor; es claro que pasarían años hasta encon­
trar la forma de mi labor y de mi ocasión la cual, aunque se
produjera, respondía siempre, invariablemente, a un deseo
anterior y tan antiguo que muchas veces ya no me intere­
saba satisfacer, justamente porque los medios para hacerlo
habían llegado con la paciencia y no en el surgimiento del
deseo. Supongo que a los demás chicos les habría pasado lo
mismo y que en las respectivas casas se celebrarían sesiones
como las que inmortalizó Visconti en esa película tan ar­
gentina que se titula Rocco y sus hermanos, al menos en

57
las secuencias de las peleas y los gritos, los aullidos, las lá­
grimas maternas y las prolijas selecciones de las lentejas
buenas y malas.
Con el paso del tiempo, no mucho de todos modos, y la
ampliación de las amistades por surgimiento de nuevos
intereses, algún amigo nuevo de la misma cuadra o de la de
más allá, alguno del colegio, se fue insinuando en el inte­
rior de ese grupo de constitución lábil y solidaridad cada
vez más laxa, algún principio de diferenciación económica
que mostraba su realidad y su fuerza especialmente los do­
mingos, cuando parte del grupo decidía, y lo ejecutaba,
ir a un cine del centro, a un cine verdadero, pregustando en
voz alta la complementaria satisfacción de pizzas o panque­
ques en lugares prestigiosos, como Las Cuartetas, o llenos
de luces, como La Vascongada; el resto del grupo, del que
yo formaba ineluctablemente parte, reaccionaba con digni­
dad, con un contenido gesto mediante el cual se pretendía
significar que el aire del centro era malsano y no convenía
ir; como contrapartida, fingíamos conformar un plan com­
plementario y mucho más apasionante que el de los otros,
que tendría como escenario la misma cuadra de siempre y
estaría integrado por los mismos juegos de siempre; justa­
mente porque era domingo, que no es un día de siempre, al
rato nos desanimábamos, el grupo empezaba a disgregarse
y los más realistas dejaban para un día de semana el ali­
mento de la fantasía, cuando el o los cines del barrio ofre­
cían tres o cuatro películas, entre las cuales una de episodios,
por unos pocos centavos; un atractivo complementario de
eso que sí nos estaba permitido era que, como humilde
réplica a las pizzerias o lecherías, la panadería de enfrente
del cine entregaba para la ocasión, acaso previendo ese pú­
blico, su sensacional oferta de galletitas rotas a un precio
tan accesible que el que no compraba era simplemente por­
que no quería. El episodio o las películas de acción, general­
mente los lunes, al mismo tiempo que terminaban por irri­
tar los ojos iban borrando el resentimiento del domingo
—pero establecían también una cadencia entre esos dos días
de la semana— mientras cincuenta o cien juveniles volun­

58
tades trituraban las galletas con que la panadería Con­
dal, de evidente filiación barcelonesa (¿o era el cine el que
llevaba ese nombre?), permitía esa especie de necesaria res­
titución moral y visceral. Es claro que, cuando uno llegaba
tarde y el stock de galletitas rotas se había agotado, la situa­
ción volvía a mostrar sus límites y cierta progresiva depre­
sión ordenaba aguantar la larga jornada fílmica con ex­
clamaciones de entusiasmo y un espíritu de sacrificio que
sólo un niño podría entender. En virtud de la cadencia a la
que me referí, los domingos eran generalmente tristones y
desganados, atravesados por un libro que se caía de las
manos o la horrenda y tediosa voz de un locutor de radio
que trasmitía un partido de fútbol que tampoco se podía ir
a ver.
Los domingos recuperaban un poco de fulgor cuando
nos levantábamos tardísimo porque el sábado por la noche
toda la familia había asistido a un casamiento o fiesta se­
mejante, las cuales eran tan infrecuentes que cuando se
producían era no un verdadero acontecimiento sino un hito
histórico y un motivo de excitación peligrosa a fuerza de
imaginarnos las luces, la comida, el regreso a la madrugada
y la sensación embriagadora de pertenecer verdaderamente
a un universo social importante. Nimiedades, quizás, o fan­
tasías, porque en realidad volvíamos a casa en lentos tran­
vías y no en literarios coches y, aunque la lividez del ama­
necer podía ser la misma, algo de diferente se interponía al
mirarla desde las ventanillas y escuchando los chirridos de
acero que producían al deslizarse; además, antes de la fiesta
propiamente dicha, se había discutido largamente el “rega­
lo”, el cual, en su fase inicial de intención, más parecía un
tributo a pagar que un aporte decidido y espontáneo para
estar presentes con todo derecho en la consumación de una
felicidad cuyo nacimiento celebraríamos comiendo a cua­
tro carrillos. Todo esto aparece, por cierto, pero tal vez lo
más bello era el cansancio que caía sobre todos nosotros al
volver a casa y que hacía nuestros pasos elegantes y felinos,
como a punto de lograr algo en la vida.
Las fiestas, sin embargo, no fueron tantas en ese período,

59
una o dos, como mucho, por año; sin embargo, aparecen
multiplicadas en mi imagen, acaso reproduciendo incesan­
temente la primera a la que asistí, cuando tenía, creo, unos
tres años de edad; todavía me deslumbran las luces del sa­
lón y todavía me veo buscando a mi madre por entre una
muchedumbre extraordinariamente entretenida y ruidosa
en un salón inmenso, elegantísimo, lleno de cosas y de
sueño. En el período que estoy evocando, cuando tenía
once o doce años, aquella imagen primaria se matiza y yo
no estoy recorrido ya por la antigua y, en el sentido de que
hay algo de inapresable en ella, arcaica ansiedad; la signifi­
cación es otra y se refiere a la alteración que las fiestas
producían en nuestras vidas. A pesar de ser tan escasas, y
seguramente bastante pobres, constituían una variable tan
fundamental que el plural —las fiestas— brota como la
única dimensión verbal que puede dar cuenta de ese aspec­
to de mi vida. Y todas, o casi todas, tenían lugar en algún
salón alquilado, perteneciente a alguna comunidad extran­
jera, el Unione e Benevolenza fundamentalmente, o bien
a algún vago sindicato como el de los Panaderos. Cuando
llegábamos nosotros ya estaban, invariablemente, mis tíos,
sentados junto a una pared, al lado de la puerta de entrada,
esperando que el personal especialmente contratado termi­
nara el arreglo del salón; pero no se trataba de los hermanos
de mi madre de los que hablé sino de la hermana mayor de
todos ellos y de su marido. Siempre eran los primeros en
llegar y su apuro era motivo de chistes que nos ponían en
situación de superioridad e implicaban, para quienes juz­
gábamos, un embrionario sentido de la elegancia según el
cual el que llega primero se hace excesivamente presente y,
en consecuencia, exhibe algo impúdicamente su interés,
que en estos casos podía implicar algo así como una volun­
tad de recuperar así sea en parte lo que se había gastado en
el regalo. El hecho es que, regulares como la lluvia, cada
año un poco más viejos, estaba la pareja esperando, sabe
dios de qué hablarían para pasar el tiempo. Él, como el
otro tío, al que no apreciaba, también era algo chistoso:
quizás diferían en el tipo de humor o quizás competían en

60
ese plano, pero éste tenía una ventaja en el sentido del
chiste: se parecía extraordinariamente a Oliver Hardy, in­
cluso en el bigotito y el escaso pelo peinado con raya al
medio sobre un cráneo liso; su humor podía incluso ser
contraproducente porque era avaro y eso se decía siempre
aunque no sé si se advertía siempre; mi tía debía ocultarle
ciertas dádivas menores que a veces nos hacía a nosotros,
sus sobrinos, y aun a sus propios hijos que no lo eran de él.
Esa avaricia, como siempre ocurre, le había dado lo que
nosotros pensábamos que era una cierta fortuna metida
toda en un bazar y menaje que él controlaba personalmente
y cuyos alcances financieros sin duda todos magnificába­
mos; al frente de su negocio, durante la jornada de traba­
jo, parecía duro, seguro de sí mismo, eficaz e inabordable
apartando la loza de los cajones llenos de una viruta cuyo per­
fume puro se metía en las narices. Sin embargo de su dudoso
prestigio, ese tío, tan ridiculizado y denostado, fue quien en
un viaje al pueblo en el que vivíamos antes de trasladarnos
a Buenos Aires, había tomado nota de mi existencia y me
había traído, como inesperado y sorprendente regalo, un
monopatín que, al ser evocado en años posteriores, fue algo
así como mi “rosebud”, guardadas las proporciones de ci­
mas alcanzadas y de dramas vividos. Por una lógica natu­
ral, estábamos obligados a querer más a mi tía, era lo indis­
cutible, la “familia”, la cual, según la historia familiar, por
ser viuda y tener que cargar con dos hijos, había debido
casarse con ese hombre por la fuerza de la necesidad o,
según la manera de ver propia de esos tiempos, por una
conveniencia altamente moral; en el fondo, y no obstante
sus evidentes defectos, el hombre me simpatizaba más, no
lograba sentirlo execrable y aun, viéndolo envolver platos
o cacerolas en su imperio, su figura me causaba cierto
placer.
De modo que verlos a los dos, quizás él usaba bastón,
junto a la entrada del imponente salón de las fiestas, cuan­
do la orquesta no iniciaba todavía sus ruidos, provocaba un
ambiguo sentimiento, mezcla de vergüenza y de gracia, co­
como si el que ellos abrieran el acontecimiento pusiera de

61
manifiesto una especie de tara ancestral o una barrera a un
ilusorio proyecto de ascender en la escala social mediante
gestos prudentes y medidos. Pero ese primer escollo era
rápidamente superado en la medida en que los invitados
caían en tropel, casi todos al mismo tiempo, y la masa
envolvía a mis tíos y se indiscernía su prematuridad; a
partir de ahí, la fiesta era para mí una inmensa gratifica­
ción, al alcance de la mano un lujo fuera de lo común
traducible por interminables carreras con otros niños, su­
pongo, todo lo cual era seguramente considerado entonces
como una diversión sublime, anhelada largo tiempo y por
fin satisfecha; si se trataba de un casamiento —casi siempre
se trataba de eso— de pronto los movimientos cesaban y
todos los invitados se dirigían hacia el centro del salón en
donde aparecía, como por arte de magia, una especie de
palio, sostenido por cuatro varas sostenidas por otras tantas
manos, y bajo el cual tenían lugar los esponsales; los no­
vios aparecían rodeados de parientes, alguien recitaba o
canturreaba algunos versos en un idioma incomprensible
al cual, para simplificar, designábamos como hebreo y,
cuando todo eso terminaba, simultáneamente, la orquesta
irrumpía con magníficas explosiones de bronces ejecutan­
do alguna marcha nupcial y, a continuación, una danza
que se llamaba “tijera” que todos los concurrentes baila­
ban con enorme entusiasmo. Todo me parecía brillante y
fascinador aunque a veces pienso que yo hacía esas refle­
xiones y reconocimientos en realidad sólo para darme áni­
mos ya que lo que se me ofrecía no me integraba de una
manera tan plena como podría superficialmente creerse; de
pronto me entraba una extrañeza y en el preciso instante de
tener que felicitarme por estar con toda esa brillante paren­
tela, me ponía a pensar, con melancólica envidia, en lo que
podían estar haciendo mis amigos, seguramente algo mu­
cho más interesante, un cine del centro, comidas, acaso
alguna muchacha en alguna fiesta más íntima, algún mun­
do misterioso, seductor y ajeno; ese forcejeo me persiguió
durante muchos años y provocó celos y heridas en el con­
cepto de mi familia, la cual no podía ni quería admitir, ni

62
por un instante, que podía existir para mí un ámbito más
deseable que ella misma.
A veces, mi tío, el del bazar y menaje, me pedía que fuera
a entregar algunos paquetes de mercancías vendidas en su
negocio; por lo general eran regalos de casamiento y, como
los casamientos solían hacerse los sábados, el trabajo debía
hacerse los sábados por la mañana o por la tarde temprano,
antes de que estuviera instalado como un manto sobre la
ciudad el "sábado inglés”; algunas monedas de propina
constituían el aliciente pero creo que mucho más la aventu­
ra, que siempre me tentó, de andar por la ciudad mirando
las calles y las casas, descubriendo con los pies una textura
histórica y vital que desde el comienzo, a mi llegada a
Buenos Aires, me había impresionado, esa mezcla de color
pizarra y gris, ese color acero del adoquinado, esa atmósfera
húmeda de unos otoños temblorosos en los faroles de las
calles; de esos actos de entrega —de los regalos envueltos en
papel madera— tan sólo recuerdo el deslumbramiento y,
consecuentemente, me explico la naturalidad con que acep­
té, posteriormente, otros empleos regulares o temporarios
en el mismo ramo de la entrega a domicilio. Montaba en un
tranvía, el paquete bien amarrado o entre mis piernas o, si
era demasiado grande, en la plataforma delantera, junto al
"mótorman”, me instalaba junto a una ventanilla y, des­
pués del primer campanillazo y los chirridos del arranque,
empezaba la devoración de las imágenes urbanas que trataba
de fijar o retener con sistema para sentir conscientemen­
te la ganancia que estaba haciendo y que consistía, tan
sólo, en una incorporación de nombres, una verdadera te-
saurización que me otorgaba tan sólo la posibilidad de
decir con orgullo “conozco esa calle” o, en el sentido inver­
so, de obtener un juicio aprobatorio, “él conoce muchas
calles”, lo que no era trivial tratándose de una ciudad cuya
mitología debía existir y de la cual yo deseaba ardorosa­
mente apropiarme. A veces me guardaba las monedas del
pasaje y siempre con mi paquete a cuestas caminaba kilóme­
tros, con la trivial idea, por cierto, de tener unos centavos
pero, en realidad, para sentir que el conocimiento que ad­

63
quiría tenía mucho más de corporal que de visual. No
obstante, no podría hacer un relato de esos viajes ni en esos
viajes ocurría nada más que mis esfuerzos por retener nom­
bres nuevos de calles o tenues emociones de alcance vaga­
mente sociológico, como si ciertas figuras curiosas de per­
sonas que veía a lo lejos fueran propias de una calle o un
barrio determinado y no de otro, o por imaginar las delicias
gastronómicas de los restaurantes cuyas vidrieras, cargadas
de jamones o pescados o quesos majestuosos, divisaba desde
lo alto, o por gustar los múltiples sueños que me acompa­
ñaban en esos desplazamientos en el fondo tan maravillo­
samente ordinarios. Era tanto mi embeleso durante esos
viajes que nunca me pasó nada desagradable, no hubo nin­
gún subtema de literatura naturalista del que yo fuera pro­
tagonista y víctima, todo lo recuerdo como un delicioso
ensueño que me permitía hacerme propietario de una ciu­
dad de la que por una extensa suma de motivos me vería
despojado con el curso del tiempo.
Un día, no se de qué año, quizás un domingo por la tarde
en que estaba en el bazar ayudando a algo, sonó el teléfono
para mí; un amigo me convocaba, así como suena, con una
generosidad que todavía agradezco, a estrenarme en el sexo.
No lo dijo de este modo, desde luego, incluso debe haber
usado alguna expresión más directa e inmediata, lo que no
impidió que yo opusiera resistencias, argumentara y sintie­
ra, al mismo tiempo, un vasto tobogán bajo mi cuerpo;
instado por un movimiento colectivo sin precedentes del
otro lado del cable, me decidí, abandoné mis obligaciones
familiares y laborales y corriendo, casi sin aliento, llegué a
la casa en la que tendría lugar el desfloramiento o, si se
prefiere, la ceremonia individual y masiva del pasaje a la
adultez. Uno de los chicos, aprovechando la ausencia de sus
padres y sabedor de lo que era eso, un poco más grande,
puso la casa a disposición tal vez sin saber el interés que
despertaría su ofrecimiento. Ya en el escenario de los he­
chos volví a defenderme, argüí, lo que era cierto, que no
tenía dinero y no se qué otra cosa más frente a por lo menos
veinticinco chicos que estaban comentando con cierto aire

64
de mundano cansancio, detrás del cual se adivinaba un
interés apasionado, cómo les había ido o, mejor dicho, lo
que a cada cual le había pasado en lo secundario ya que en
lo que respecta a lo esencial lo mismo había sido para
todos. La falta de dinero para pagar el peaje era un escollo
pero el dueño de casa se hizo cargo, parlamentó y me comu­
nicó que había logrado excelentes condiciones: ella acepta­
ría los cincuenta centavos que tenía por todo caudal, a
pesar de que la tarifa que acababa de aplicar había sido de
un peso sin excepción. Después de una espera tensa, me
tocó el turno y entré al dormitorio conyugal paterno con­
vertido en templo iniciático y la mujer que estaba en la
cama me gustó, quiero decir que no me repugnó; si enton­
ces hubiera tenido más cultura la habría visto como a una
Venus criolla, a la manera de Diego Rivera, o andaluza,
como las de Julio Romero de Torres: era morena, ancha y
fuerte y daba órdenes desde la cama pero a nadie en particu­
lar sino más bien a sí misma, en la certeza más absoluta de
que nadie de los presentes podría ser verdaderamente su
interlocutor. Era una reina sudorosa que me miró apenas,
divertida, creo, y me indicó que me sacara los pantalones,
nada más, y que me acercara; lo hice temblando, yo mismo
sudaba y al escalar el tálamo me tomó de las manos, me
acomodó contra su cuerpo distribuido por la cama, me
dirigió la fácil penetración y mientras eso sucedía, en una
segunda etapa para ella, se arreglaba la cara, me pareció
que hacía cosas que nada tenían que ver con mis movi­
mientos ni con mis pensamientos que eran de orgullo; me
volqué en ella sin mayores refinamientos ni sensaciones
muy exquisitas; la habitación olía terriblemente, era en
verano y las paredes rezumaban tanta humedad como esa
cama cuyo estado era una amenaza considerando que en
ella, quizás esa misma noche, volverían a dormir los padres
de nuestro anfitrión. No obstante las circunstacias —los
ruidos de la calle tenían la lentitud amenazante de los sue­
ños—, no me traumaticé ni me sentí encenagado ni pensé
que el sexo era odioso, ni creí que las putas eran seres des­
preciables; creo, por el contrario, haber admirado su energía,

65
tan fantástica que pudo absorber las ansias inaugurales de
más de veinticinco chicos cuyas caras le eran tan indiferentes
como sus sexos innocuos; creo, incluso, haber reverenciado
su majestad y el color de su piel pero, sobre todo, le agrade­
cí emocionado que me hubiera hecho sentir el pasaje del
sueño a lo real, convertido, por supuesto, rápidamente otra
vez en sueño. Los demás chicos, de igual modo, se sentían
otros y, aunque sin mucha emoción, ya poseían algo que
los hacía cambiar de discurso más que de rango, así fuera
porque ahora tenían un secreto que ocultar y también un
temor, el de las enfermedades que la buena mujer podía
habernos endilgado a todos. Yo navegué en su barca, an­
churosa y plana y, cosa curiosa, más que sentir la muerte en
el instante vertiginoso, mis elocuentes estertores me devol­
vieron a mi integración social, no sólo la mujer se alejaba
de su propio cuerpo gastado sino que lo que yo sentía
dejaba de importar y, en cambio, empezaba a importar el
codeo con esos amigos de los que no recuerdo nada, salvo la
cara rubicunda del dueño de casa quien, por ser un poco
mayor, había asumido la riesgosa responsabilidad de ele­
varnos a su altura. Cuando llegué a casa no había nadie,
tuve suerte; me investigué, me lavé, me acosté y reproduje
todos y cada uno de los menudos incidentes de la memora­
ble jornada. Curiosamente, y pese a que había pasado tan
sólo un rato, los detalles se hacían rebeldes y perdían for­
ma, no me quedaba más que lo más general. Por fin, ha­
ciendo el balance, salía de la limitada situación de admi­
rador de otros que, más audaces, ya se habían iniciado y
que, por eso, se situaban en otra esfera, envidiable y, por
cierto, justificadamente altanera. Uno de esos adelantados
había llegado, una tarde, hasta donde estábamos los demás,
en la calle supongo, jugando, para informarnos con toda la
emoción del caso “que se había cogido” a la sirvienta de
su casa y para que nadie dudara de sus palabras ni de su
acción nos mostró su miembro que, inequívocamente, ha­
bía cumplido con esa misión y ahora estaba achicándose,
todavía humeante, retrocediendo, recomponiéndose de su
reciente frenesí.

67
Una de las fiestas a las que me referí terminó brutal­
mente para nuestra familia. Esta vez no era en uno de los
salones rentados ad-hoc, sino tal vez en una casa de los que
la ofrecían o de alguno de sus parientes que la había pres­
tado para la ocasión; era en un barrio y la calle estaba
oscura y perfumada, era al final del verano, cuando en
Buenos Aires se produce un reconcentramiento que tiene su
laboratorio en las noches, antes de que empiecen los prime­
ros fríos. De pronto, no sé si ya tarde o apenas comenzada,
me avisaron que mi padre se sentía mal; salí a buscarlo y lo
vi afuera, apoyado contra un árbol, sosteniéndose, vomi­
tando, creo. Mi madre, a su lado, le tenía la cabeza por la
frente y la luz del farol le daba un aspecto cansado, pálido,
más afilado que nunca. Tal vez se repuso un poco, segura­
mente su malestar preocupó a todos los asistentes: a mis
hermanos y a mí nos alteró, nos angustió; a instancias de los
que estaban por ahí viendo y ayudando nos retiramos, mi
padre se acostó para descansar y nunca más se levantó; ese
malestar, que decíamos que era episódico, abrió las com­
puertas de una enfermedad en la que penetró, quizás por­
que ya estaba dentro de él, con toda esa circunspección que
había sido su respuesta a todos los ataques que había teni­
do que sufrir durante toda su vida. En esa ocasión calló más
que antes todavía: lo veíamos regresar de la consulta médi­
ca o de los hospitales cada vez más débil y seguramente
sufriente pero siempre silencioso, sin protestar ni quejarse,
seguramente entregado o tal vez respetuoso. Cuando, por
fin, ya en sus tramos finales, se le dio morfina para que no
padeciera y yo lo vi dormir con esa burbuja que forman en
la boca los moribundos al respirar, me di cuenta de que
muy pronto la vida sería una cosa muy diferente para mí,
algo inmerecido y hostil me acecharía, la vida estaría llena
de peligros y de puntos ciegos, la vida tendría la forma de
esa burbuja que le vi en la boca; supe entonces de irradia­
ción y del pólipo monstruoso, supe que uno podía hallarse
de pronto, imprevisiblemente, en lugares en los que se es­
pera la muerte, supe que mi padre, de la noche a la maña­
na, se alejaba de mí sin haberme comunicado su secreto

68
más profundo, dejándome con mi suerte como si ni siquie­
ra a él lo hubiera llegado a conocer, como si él no hubiera
deseado que su historia se continuara en mí. Seguramente
por todo eso inconcluso, su imagen, apoyado contra un
árbol, sosteniéndose, se me hizo vivísima, como si estuviera
ahí mismo asistiéndome cuando, a mi vez, descompuesto
un día sábado por la noche, cuando me disponía a ir, preci­
samente, a una fiesta, tuve que ser llevado a un hospital y,
en la calle, antes de llegar al automóvil, no pude seguir y
tuve que vomitar un poco del dolor que me acosaba; quie­
nes me acompañaban no entendieron, quizás, que yo son­
riera al mismo tiempo que hacía el tremendo esfuerzo por
aliviarme; pienso que no era yo quien sonreía sino segura­
mente mi padre quien, con su gran benevolencia, estaba
hablando en mí y conmigo y me decía “a ti nada te va a
ocurrir, aquí estoy yo para protegerte, me recuerdas to­
davía”.
Una noche de setiembre de 1939 se escuchó la sirena del
diario La Prensa. Era tan poderosa que su ulular atravesa­
ba toda la ciudad y, como los antiguos pregoneros, advertía
a sus habitantes de algún acontecimiento extraordinario. La
mera expresión “la sirena de La Prensa” era en sí misma
hiperbólica y servía como metáfora para indicar una desme­
sura, no sólo como consecuencia de su poder sonoro y la
amplitud de su alcance sino también en virtud de la impor­
tancia de las catástrofes que anunciaba. En aquella ocasión
se trataba, nada menos, que del comienzo de la guerra mun­
dial. Nos despertamos todos y comentamos animadamente el
hecho que, sin embargo, no nos desbordaba, estaba en cier­
to modo en la lógica de los hechos y respondía al clima en
el que vivíamos; de todos modos, después de la muerte de
mi abuela, era lo más importante que nos sucedía y en el
mismo año, no consolados todavía del todo por su desapa­
rición. Si la memoria no me engaña nos alegramos inclusi­
ve; mi padre debe haber señalado, proféticamente, que en
ese momento comenzaba el fin del siniestro asesino alemán
que parecía en la cúspide del poder y de la soberbia; estimó,
también, que sólo eso podía salvar a los judíos del total

69
exterminio a que estaban destinados, aunque tuvo, cierta­
mente, un pensamiento triste y apesadumbrado por lo que
quedaba de su familia en la lejana Rusia y lo que les espe­
raba como sufrimiento; pienso que debe haber examinado
el conjunto de circunstancias que lo habían llevado a estar
lejos de ellos en estas circunstancias; quizás se alegró, qui­
zás el hecho de estar a salvo de lo que sucedería más bien lo
ensombreció y culpabilizó. Su madre, me parece, había
muerto ya; quedaban su hermano y sus sobrinos a quienes
no conocía; de todos teníamos fotografías que nos llegaban
de tanto en tanto, en voluminosos sobres azules, en los que
la escritura cirílica pugnaba por latinizarse en el trazado
de la dirección. Mi padre sabía que aunque no era Rusia la
que entraba a la guerra, no tardaría en hacerlo, nadie se
engañaba al respecto, y por lo tanto se preguntaba en qué
se convertirían aquellos restos de recuerdos que lo ataban
con ya poca fuerza a su propia infancia y juventud. Para
mí, en cambio, esas reflexiones no llegaban a tener una
densidad abrumadora; no entendía, ni me importaba dema­
siado, en qué podía consistir la demoníaca maldad de los
nazis que habían logrado ya la poco envidiable fortuna de
ser los términos de comparación del mal; los fascistas italia­
nos parecían ridículos, divertidos y sumamente cobardes en
virtud de que los negros de la ignota Etiopía les habían
dado una buena tunda, hasta les habían quitado los unifor­
mes y los cascos y los habían hecho correr gritando “¡mam­
ma!”, no podía comprender que el destino de los judíos
pudiera involucrarme desde el momento en que para mí
eran infinitamente más importantes las cosas que ocurrían
cada día, el malhumor de mi madre y sus enojos, las penas
de mi hermana, la mirada de mi padre, los mundos que
descubrían mis hermanos, la muerte de mi abuela, los nue­
vos amigos que estaba haciendo y que me prometían, sólo
con llegar a ser amigos míos, mundos de fabulosa intensi­
dad. Por estas razones, achacables a lo limitado de mi indi­
vidual horizonte, además o aparte de la sirena de La Prensa
no recuerdo casi nada, aunque colijo que mucho se debe
haber hablado; los diarios que empezaron a referir, casi en

70
seguida, avances alemanes —contradiciendo en lo inmedia­
to los vaúcinios de mi padre— y retrocesos franceses, nos
eran ajenos; de cuando en cuando veía en la calle algún
estrepitoso titular, “Cayó la línea Maginot’’, "Cayó París”,
“Armisticio en Francia”, que comentábamos cabizbajos pe­
ro en la calle, donde los demás muchachos estaban un poco
como yo, casi diría peor que yo porque, por añadidura, la
mayor parte de ellos no tenía en su casa la cuestión judía
que podía otorgarles un temor algo más que deportivo por
un eventual triunfo nazi. De este modo, la vida siguió su
curso y en la calle no se formaron dos bandos; nadie, que yo
recuerde, asumía el partido alemán, de modo tal que nada
alteró el juego de las pasiones dominantes y conocidas. De
tanto en tanto, sin embargo, un titular de diario, tal como
“Bombardean Londres”, por ejemplo, señalaba que algún
mito se fracturaba ruidosamente, lo que hacía correr un
aire de preocupación, correlativa a la gravedad del asunto.
En otra esquina, en cambio, a la vuelta de mi casa, esas
noticias y, en general el curso de la guerra, se vivían de un
modo muy diferente, como asumiéndolas combativamente;
se trataba, en esa esquina, de la casa de una familia polaca, a
la que entré no sé por qué circunstancias; esa familia, se­
gún pude entender después, no sólo estaba fervorosamente
politizada y al día con las noticias, la radio permanente­
mente sintonizada y al acecho de las novedades, sino que,
además, se expresaba en términos de comunismo para in­
terpretar la guerra y aun lo que ocurría en nuestro pacífico
barrio; eran sastres o algo así y, mientras cosían y se respira­
ba ese olor que producen las máquinas Singer al mezclarse
el aceite con la pelusa de la tela, discutían acaloradamente
en un castellano deficiente y crispado más por la imposibi­
lidad de manejarlo que por los conceptos que con él se
vertían, tenían alguna fotografía de Stalin, creo, pegada a
la pared (¿o acaso era de Trotski?), y temían la llegada de la
policía porque además hablaban del sindicato o algo simi­
lar. Yo no los podía seguir bien, no los entendía cuando
hablaban en polaco y con mucha dificultad cuando aulla­
ban su castellano y, hasta cierto punto, dentro del código de

71
humor del barrio, me parecía raro que se disputaran por
esas cosas, un poco extravagantes; al mismo tiempo, sin
embargo, había algo de atractivo en esa situación, de modo
tal que, al menos para ellos, yo no admitía los juicios des­
pectivos que en general se arrojaban sobre los polacos, con­
siderados unánimemente en casa como gente frívola, aman­
tes de lujos y partidarios de usar dientes de oro, vocingleros
y poco serios en sus tratos comerciales a los cuales presenta­
ban siempre como si estuvieran a punto de proporcionarles
resultados grandiosos. Al tiempo, me hice amigo de uno de
los muchachos de esa casa, un poco mayor que yo, bonda­
doso y suficiente, y a él le debo, muy pocos años después,
haberme iniciado en la música gracias a los servicios que a
tal fin cumple el inevitable Tchaikowsky y algunos otros
de sus secuaces.
La sirena de La Prensa volvió a despertarnos pocos meses
después. ¿O acaso fue antes? Esta vez era para anunciar la
renuncia primero y la muerte posteriormente del buen pre­
sidente Ortiz, un hombre que parecía tranquilo y que, aun­
que había llegado al poder gracias a los métodos ya bastante
decantados del fraude, una especie de saber común y gene­
ral en el país, inició algunos tímidos ensayos de democrati­
zación; se decía que “se había dado cuenta de lo inicuo del
sistema y que había cambiado”, aunque no sé si éstas eran
las exactas palabras que se empleaban entonces para indi­
car que se estaba enfrentando a sus antiguos aliados de la
oligarquía; por otra parte, era pro-aliado, por viejas fideli­
dades a los ingleses, y su muerte, en consecuencia, nos deja­
ba en cierto desamparo, casi en manos de los nazis. A pesar
del encierro informativo en el que vivíamos todos, el proce­
so de su ceguera y las alternativas de su curación nos tenían
muy interesados, en parte también porque, a raíz de la
operación de los ojos que había sufrido un par de años
antes mi madre, nos sentíamos con autoridad en el tema; la
llegada del doctor Ramón Castroviejo, un famosísimo of­
talmólogo español, una "eminencia” como se decía enton­
ces, engendró comentarios apasionados y aun la esperanza
de que lo libraría de la ceguera; no lo libró y, al contrario,

72
poco después moría, hecho que en casa vivimos con mucha
pena, no nos gustaba que un hombre decente corriera esa
suerte tan nefasta; su rostro ancho y bonachón nos era co­
nocido, en la escuela me habían enseñado los nombres de
todos los ministros, hasta el de Groppo, de Agricultura, del
que podía, con no mucho ingenio, salir un chiste político en­
gendrado, metonímicamente, por una tradición muy vivida
en los campos: “crotos” se denominaba a los vagabundos
que habían sido arrojados a la miseria por las disposiciones
de un ministro, también de Agricultura, llamado “Crotto”;
el chiste podía ser “grupo” que quiere decir engaño, menti­
ra. El hecho es que la muerte de Ortiz era un presagio
ominoso, podían empezar a ocurrir cosas que no imaginá­
bamos todavía o, al menos, su desaparición tendía a opacar
esa lucecita de esperanza que sus intentos de cambio habían
encendido, especialmente en lo que concernía a las sinies­
tras maffias que se habían afincado en torno a la ciudad de
Buenos Aires y cuyos héroes y mentores eran el tristemente
recordado Barceló, dueño de prostíbulos y casas de juego,
asesino de radicales, y el no menos siniestro Fresco, que
gobernaba la provincia a la manera del fascismo italiano,
con juventudes de camisas negras e himnos prepotentes. La
sirena de La Prensa volvió, seguramente, a sonar varias
veces más en ese período anunciando hechos graves, hasta
que no se habló más de ella ni se la oyó más o, al menos, yo
dejé de escucharla; supongo que caducó cuando se empezó a
entender que ese medio de alertar a la población debía ser
primitivo, con reminiscencias de trompetería medieval, in­
digno de una gran ciudad que, como tal, puede permitirse
ignorar las grandes catástrofes, ciudad cuyos habitantes son
tan soberbios que no quieren que se les recuerde ni invoque
nada, como si se bastaran a sí mismos o les bastara lo que
los modernos medios de información les pueden propor­
cionar.
Las calles del barrio tenían nombres atractivos en las
transversales e indiferentes en las paralelas, incluida la
nuestra que se llamaba "Julián Álvarez”. ¿Quién habría
sido el señor Julián Álvarez? ¿Un asambleísta del año 13,

73
un constituyente del 53? Nunca lo averigüé y entonces,
cuando llegamos al barrio, sólo nos chocaba lo común de
ese apellido que afectaba cierto deseo poético; tanto nos
empobrecía que solíamos hacer sarcasmos con él; decíamos
que aún peor, el colmo de lo anodino, sería vivir en una
calle que se llamara “Pérez”, a secas, apellido que, como se
sabe, si no viene con otro, primero o segundo, es el más
abundante en la Argentina y por ello muy desvalorizado en
cuanto a resonancias de cualquier tipo. La primer paralela
hacia el centro tenía un poco más de gracia: se llamaba
—supongo que se sigue llamando así— “Lavalleja” y cele­
braba, como se sabía perfectamente ya entonces, a un caudi­
llo uruguayo, miembro conspicuo si no el jefe propiamente
dicho de los famosos “33 Orientales” que tan brillante­
mente se comportaron en la guerra contra el Brasil. ¿Es eso
lo que los consagró? El nombre tenía, pues, un fuerte colo­
rido tan aventurero como patriótico, podría haber sido un
nombre de novela de Conrad y, además, minimizaba el de
Lavalle, nombre sólidamente argentino mientras que La­
valleja, finalmente, era uruguayo. En el sentido contrario,
la paralela se denominaba, tenuemente, Aráoz, personaje
compactamente desconocido, nombre vagamente salteño
pero que, aun así, no alentaba mucho la imaginación ni el
encanto, reservado en Buenos Aires, en cuanto calles, sólo a
“Florida”, casi la única vía que podría no deberle nada a
personas, por más destacadas que hayan sido, ni a fechas,
aunque me temo que se refiere, más que a una tradición
colonial, a un hecho heroico, a una batalla que, de todos
modos, no tiene nada de azteca. Como digo, las transversa­
les tenían otra connotación y formulaban, en el conjunto,
un breve y coherente sistema semiológico como los que en
México sorprenden por su imaginación municipal; lleva­
ban nombres de conquistadores o fundadores españoles, tam­
poco muy conocidos pero en sí mismos ricos en evocacio­
nes: Vera, Velasco, Aguirre, Castillo, Jufré, Lerma. Entre
dos de ellas, quizás Aguirre y Castillo, se tendía, reso­
nando con aires de duro misticismo, la calle Loyola, de
cuya historia de fundador yo ignoraba más aún que de los

74
restantes nombres que, en última instancia, porque habían
fundado alguna ciudad del interior, algo habían tenido que
ver con mi vida escolar. Quizás por esos relentes de evoca­
ción, y pese al escaso misterio que ofrecía en general la
cuadriculación urbana, yo prefería orientar hacia ese lado
mis caminatas y me parecía que tan sólo a causa de la
acción de los nombres en esas calles debía haber más cosas,
o las cosas podían ser más intrincadas, o más apasionantes,
aun siendo, en realidad, tan simples como las que sucedían
en las calles con nombres menos sugerentes. En efecto, las
cosas eran más interesantes de este lado como, por ejemplo,
una fragante panadería árabe, llamada, creo, Ararat o, pa­
radojas de la historia, una pequeña sinagoga situada, pro­
vocativamente, en la calle Loyola. Cuando, de pronto, me
enteraba de que un conocido vivía por esa zona, me en­
traba una emoción muy grande no liberada de cierta es­
coria de envidia, como si esa persona tuviera acceso a una
parcela de un paraíso indefinible, entrevisto apenas y vaga­
mente anhelado, sentimientos todos inconfesables que se
vinculan —y acaso fundan— con mi decidida inclinación a
las nomenclaturas urbanas y la mucha o escasa poesía que
brindan. Quizás había también por ahí una herrería en la
que de una antigua fragua salían llamas y chispas en forma
de cometa cuando el herrero, protegido por su delantal de
suela, machacaba sobre el yunque; incluso había, o debía
haber —si mi memoria no está rearmando artificiosamente
un escenario que nunca existió o cuyos fragmentos provie­
nen de otros lugares— una cochera en la que verdaderos
caballos esperaban, no muy piafantes y mascando su comi­
da, ser uncidos a verdaderos carros para transportar verda­
deras^ pero seguramente humildes, cargas: el olor a pienso
frescá el repiquetear de los cascos en los adoquines del
empedrado, los gritos de los cocheros, el arte de la construc­
ción de los pesebres, todo configuraba un espectáculo que
yo miraba con ansia, parado frente al portón, reminiscente
todavía del campo en el que me había criado y que reapare­
cía, milagrosamente, como una sobrevivencia impagable,
en medio de la ciudad. La sinagoga, por su lado, carecía de

75
fachada ritual, lo que quiere decir que había sido construi­
da no hacía mucho tiempo, y era tan modesta que a nadie
se le hubiera ocurrido asistir a ella para celebrar las grandes
fiestas o con la esperanza estética de gozar de algunos gran­
des oficios; sin embargo, yo, que carecía de inclinaciones
religiosas aunque el costado estético de los cánticos siempre
me interesó, debí concurrir a ella cotidianamente después
de la muerte de mi padre. A pesar de que él no practicaba el
culto ni tenía, como tampoco nosotros, cultura religiosa, el
medio obligaba a cumplir con uno de los ritos complemen­
tarios al de la inhumación y eso debía hacerlo un deudo del
sexo masculino; como tal cosa debía hacerse a la hora de la
caída del sol, "hora de la paloma’’ dice Borges que la lla­
maban los antiguos hebreos, cuando se reunían los fieles y
elevaban sus plegarias, y todo el mundo trabajaba, fui de­
signado para ir, cosa que primero hice a regañadientes y
luego con curiosidad; iba por las tardes, tal vez durante
todo un mes. A los pocos días terminó por seducirme la
ceremonia: primero buscar los rollos abriendo el taber­
náculo, la manera en que eran posados en la gran mesa, la
delicadeza, puntuada por esbozos de cánticos, con que los
desenrollaban y, por fin, la lectura de los versículos que, en
ocasiones, eran cantados o canturreados. Las voces de los
oficiantes no eran pulidas pero tenían algún acento melo­
dioso y los sonidos tan rudos me hacían imaginar comarcas
de la tierra y de la historia que se remontaban al puro
origen. Años después, al leer páginas de Sarmiento sobre
ceremonias a las que asistió en el desierto, o de Vasconcelos
sobre la salvaje Palestina de sus viajes, sentí que esas estam­
pas me devolvían a aquellas tardes del mes de junio de 1942
pero sin que las asociaciones se me establecieran con firme­
za. Los asistentes vespertinos eran hombres viejos y segura­
mente muy pobres, a juzgar por sus ropas y sus sombreros,
y quizás por eso mismo eran asiduos y conmigo generosos
porque algunas de las oraciones estaban dirigidas en favor
de mi padre, por quien intercedían ante el poderoso Jeho-
vá. Para mí era un juego, ciertamente, no una ocasión mís­
tica, pero el juego me proporcionaba un goce elemental

76
que me hacía pensar más que en mi pertenencia a un gru­
po, ligado por ancestrales y solidísimos códigos, en la ex­
traordinaria suerte que me permitía estar tan cerca de arcai­
cos y misteriosos ritos y acaso conocerlos un poco, aunque
es seguro que la posibilidad de internarme plenamente en
su conocimiento me arredraba de una manera definitiva y
total.
Ya no sé qué día de la semana murió mi padre; tampoco
recuerdo quién estaba a su lado cuando expiró pero sí se ha
fijado en mí su coma final que duró varios días. Lo vela­
mos en casa, como solía hacerse, vino mucha gente, mi
padre había sido un hombre honrado y digno, respetado
por todos los que lo habían tratado; luego lo llevamos al
cementerio en el que ya reposaba mi abuela y cuando todo
concluyó, después del lavado ritual y las viejas oraciones
que dignificaban su alma inmortal, regresamos a casa tran­
sidos y cansados, yo me sentía vacío, no tenía nada que
decir, casi no sentía nada; ciertamente, su final no nos sor­
prendió, porque, como ya lo señalé, su agonía había sido
lenta y su muerte una liberación, pero su muerte, ya produ­
cida, nos enfrentaba con una doble realidad que había que
aceptar; por un lado, había que considerar que también
nosotros, hasta entonces casi invulnerables —ya que la po­
breza no era una vulneración—, podíamos ser desgarrados
por una desgracia tan absoluta que, como cualquiera lo
sabe, simplemente inauguró una serie tan larga que es iluso­
rio pensar que se ha de interrumpir, salvo con mi propia
muerte; por el otro, la realidad era que estábamos tan po­
bres que en esa casa que sonaba a hueco en esos momentos
no había un centavo ni, me parece recordarlo sin patetis­
mo, siquiera comida. Si no estoy fantaseando, creo que hi­
cimos un inventario de lo que teníamos, además del dolor que
teníamos, que era mucho; luego, tal vez el día siguiente o a la
semana, se tomaron decisiones; mi madre, como clásicamente
era de esperar, encabezó valientemente el lento proceso de
reconstrucción de una casa y una familia; en el mismo acto,
y por las mismas razones, mi infancia concluyó brutalmente,
digamos que quedaba librado a mi propia suerte. De todos

77
modos yo era casi un muchacho, iba a la escuela secundaria
y empezaba a tener necesidades para cuya satisfacción, aun­
que fuera parcial e ilusoria, servirían tal vez los restos deja­
dos por mi padre. Mi madre consideró, por lo tanto, que
“el” traje casi nuevo que mi padre había usado muy poco
podía ser reformado para mí; era marrón, seguramente de
buena tela —porque es un hecho universalmente conocido
que en esa época no había telas malas—, tenía una rayita
muy delicada, pero los arreglos que requería eran de fondo
y mi madre no los podía abordar; en cambio, un sastre
gogoliano, que tenía la boca llena de alfileres y se cruzaba
de piernas para sentarse encima de ellas, admitió la tarea,
más condolido por mi situación de orfandad que por lo que
ganaría y, como siempre ocurre en esos casos, cumplió a
medias ya que el pantalón no quedó elegante y el saco
estaba terriblemente incómodo, de modo tal que en el me­
jor de los casos usé esa ropa sólo una vez. He señalado que
el traje era nuevo y no miento, lo que no quiere decir que
hubiera sido comprado recientemente; era nuevo porque
no había sido casi usado, aunque la verdad histórica era
que había sido confeccionado unos tres años antes, con
algún motivo solemne. ¿Y si hubiera sido confeccionado
todavía antes? Es posible, porque entonces las cosas dura­
ban, ya sea porque serían de buena calidad, no me puedo
expedir sobre el punto, ya porque no se usarían sino en
ocasiones tan especiales que demoraban en gastarse; pero,
además, las personas mayores mantenían una relación muy
especial con la ropa, diría que de constancia y fidelidad; mi
abuela, por ejemplo, usaba prendas que seguramente ha­
bían venido con ella, en el barco que la había traído, casi
treinta años antes; además, no se concebía que los adultos
vistieran bien todos los días, ni siquiera con comodidad,
puesto que en invierno o en verano se ponían invariable­
mente lanas de todo tipo y los hombres, por añadidura,
sombreros de fieltro que en verano hacían las cosas difíci­
les, aunque ellos parecían no darse cuenta. Quizá, seria­
mente, las telas no se gastaban porque eran buenas pero eso
no es un argumento, al menos en la actualidad; yo creo que

78
se trataba de otras cosas: por un lado, la crónica e inmodifi-
cable modestia de recursos; por el otro, un sincero terror a
la liviandad, a la frivolidad, a la ostentación, todo lo cual,
además de configurar un universo puritano que no es fácil
apartar de la conciencia, hacía que los cuerpos vistos así
vestidos, con la mirada de la infancia, aparecieran como
inmensamente viejos y lejanos, imponentes, envueltos en
corazas más que en sacos y pantalones.
Todas las cosas, efectivamente, duraban, no sólo la ropa;
había en casa, por ejemplo, una maquinilla de picar o
moler carne, de hierro rojo, usada constantemente para ha­
cer los pescados que, como se sabe, se muelen para dar
lugar a una mezcla de tipos: tenía grabada todavía, y perfec­
tamente legible, la marca de la fábrica alemana que en su
momento era la única que producía esos aparatos*; esa ma­
quinilla como todo lo demás que ahora voy a enumerar,
había venido de Europa en el barco que trajo a mi familia, lo
que quiere decir que la tenían y la usaban desde antes; ha­
bía un precioso samovar de bronce del cual tomé té en más
de una ocasión y que luego se perdió, vaya uno a saber qué
fue de él; el reloj de la familia, que mi madre me regaló casi
sesenta años después de haber sido comprado, era también
europeo y en su péndulo había un indescifrable monogra­
ma en letras inglesas, entrelazadas: mi hermano tiene ese
reloj y su sonido no se parece al de ningún otro de péndulo
que conozca; la vajilla era inglesa, también había venido en
el barco, quizás el Cap Arcona, y se usaba sólo en ciertas
fiestas: ¿era su decoración de motivos florales u ornitológi­
cos? Un hacha de cocina tenía grabadas letras rusas y un
pico agujerado, sin duda para colgarla de un clavo: la hoja
era negra y voluminosa y el mango corto, todo lo cual
contribuía a darle un aspecto de pájaro panzón, peligroso y
poco usable. La máquina de coser, núcleo estructurante de
mi casa y de mi vida, databa de épocas remotas, seguramen­
te de mucho antes de 1910, y con ella mi madre ya había
hecho prodigios, cuando había cosido para alguna prince-

* Alexander-Werk era ese nombre.

79
sa, y los seguía haciendo, pues con su costura mantenía la
casa, nos daba de comer y pagaba la renta. Debía haber
también cajitas y objetos diversos, sobre todo fotografías en
sepia colocadas en marcos ovalados y que representaban,
con retoques, lejanos abuelos, personas correctamente ves­
tidas, las mujeres con camafeos sobre el pecho y rodetes en
la cabeza, los hombres casi de levita y con barbas suaves.
Esa curiosa sensación de vivir con los objetos de otra exis­
tencia, que se prolongaban con toda la validez de su uso en
ésta, parecía tener un efecto moral en la medida en que los
que por fuerza se adquirían en la Argentina, como el traje
de mi padre, eran entendidos con el mismo sentido de pro­
longación. Y, como para no olvidar el medio que había
sido empleado para traer todos esos objetos, había en la
casa un enorme baúl reforzado con tachuelas de hierro que,
como todo lo demás, se iba convirtiendo en un resto impo­
nente que representaba, por su invocación viajera, menos el
origen que la provisoriedad misma de la existencia.
Creo haber mencionado o aludido a los trabajos que hice
en ese período de mi infancia: ayudar a mi padre a vender
hielo o acompañarlo en sus diferentes tentativas comercia­
les e industriales o entregar paquetes los días sábados para
el bazar de mi tío; además de ello, movido por un impulso
ético que nació por entonces y que nunca me abandonó, en
cuanto pude acepté igualmente empleos como correspon­
de, pagados al mes, con regularidad o, al menos, así prome­
tidos. Y aceptaba no tanto porque creyera que hacía grandes
cosas ni que pasaba a la categoría de los ciudadanos útiles,
ni siquiera porque podía disponer de algunos centavos que
mi familia no me podía proporcionar, sino porque se me
brindaba, legítimamente, la posibilidad de escapar un poco
de la atmósfera detenida que reinaba en mi casa con el
objeto de llegar a un Shangrilá, que al poco tiempo se
mostraba tan detenido como mi propia, casa; eso me hace
pensar que todas las casas o la época o el barrio o el mundo
entero estaban entonces detenidos y que el cambio no lleva­
ba en el fondo a ninguna parte. Mi primer empleo fue en
una tienda de ropa, a unas dos cuadras de casa, situada

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puerta de por medio con la peluquería que en ese momento
tenía uno de mis tíos, o en la que trabajaba de oficial,
vestido de blanco y enfrentado permanentemente a la pared
de espejos, divididos, a su vez, por unos cilindros de cristal
de rayas que daban la sensación de un giro infinito. No sé si
duré un mes en mi empleo pero sí recuerdo el tono solem­
ne, debe haber sido en broma, con que me ofrecieron diez
pesos, cantidad que ni siquiera entonces tenía ningún re­
lieve ni consistencia; de todos modos, recogí ese dinero con
unción y, reverentemente, se lo llevé a mi madre para con­
tribuir a los gastos de la casa. Despedido, acaso debía volver
a la escuela, me convertí en chômeur durante largo tiem­
po, no recuerdo cuánto. Después de la muerte de mi padre,
en cambio, empecé a leer los avisos clasificados hasta que
me decidí por un lugar en el que efectivamente me engan­
charon y que fue importante para mí; tenía que ir a traba­
jar por las tardes —por las mañanas iba al colegio— y el
establecimiento quedaba lo suficientemente lejos de casa
como para hacerme sentir que la cuerda se estiraba o que la
cuerda tenía cierta extensión; se trataba de un taller de
platería, que se llamaba “Platafix”, que producía semiin-
dustrialmente objetos que seguramente eran decorativos; el
procedimiento era, creo, sencillo: un operario cortaba con
grandes alicates pedazos de metal de formas diversas; otro
los elegía, según el plan fijado, y los sometía a un trabajo
de cincelado según el cual de repente aparecían flores, for­
mas diversas, todas ornamentales, además de darles una
forma cóncava o determinarle un borde o practicarle un
plegado en el borde natural; luego, las piezas eran someti­
das a un baño de plata o bien se las galvanizaba en unos
recipientes enormes en los que hervía un líquido, me pare­
ce, y cuando tales operaciones físico-químicas concluían,
emergían bandejas (o charolas), fuentes, ceniceros, platos
para colgar y todo lo que en este rubro puede imaginarse;
en el taller había un olor acre que sin embargo no disgusta­
ba aunque quizás fuera malsano. Luego venía la venta, que
dependía de otro departamento, para mí lejano y miste­
rioso y, a continuación, la entrega que, cuando era de un

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número escaso o razonable de piezas, corría a mi entero
cargo, lo que implicaba menos un ascenso en la carrera
laboral que la posibilidad de desplazamientos, esta vez al
brillante, idealizado, maravilloso centro de la ciudad, don­
de este tipo de cosas tenía su sitio. De modo, pues, que
subía a los tranvías, que iban por rumbos muy diversos de
los que me permitieron cumplir funciones en el bazar de mi
tío, y luego me demoraba en las calles luminosas a cuyos
transeúntes miraba ávidamente, como quien se bebe el aire
más que lo respira. Pero el establecimiento tenía un anexo
en el cual se trabajaba sobre una materia muy diferente,
cuyo producto final tenía sin duda una afinidad mayor con
mis todavía no despiertas aficiones a la literatura o, si se
quiere, a la mera escritura; el anexo estaba situado sobre el
taller de platería, en una especie de tarima a la que se subía
por una escalera rudimentaria y en ella estaban todos los
elementos para imprimir globos de goma con fines o ins­
cripciones publicitarias. El procedimiento remitía a la época
de Gutenberg: había una caja que contenía, en sus res­
pectivos compartimientos, tipos de un solo modelo de letra,
una especie de almohadilla que se entintaba mediante una
preparación adecuada, con sus solventes y espátulas para
mezclar y, lo más interesante, un pequeño compresor de
aire que de pronto se ponía en marcha y del cual, gracias a
un pedal que se oprimía oportunamente, provenía la ener­
gía que se requería para inflar los globos; con los tipos
componíamos, otro muchacho y yo, las leyendas, luego las
entintábamos, después echábamos aire en los globos y, man­
teniéndolos oprimidos con ambas manos, los pasábamos
por la composición; inflados todavía, observábamos el re­
sultado mientras secaban un poco y luego dejábamos esca­
par el aire al tiempo que los globos caían en una caja
exhalando un postrer suspiro. Esta cadencia nos daba, co­
como a todo gráfico, la oportunidad para conversar intensa
y apasionadamente sobre variadísimas cuestiones, en espe­
cial sobre política, rubro en el cual el otro muchacho, José
se llamaba, era un maestro, mientras que yo me guiaba por
un instinto más ignorante que aguzado; José era comunista

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y pese a mis resistencias me explicaba, con la prolija tenaci­
dad de los militantes de esa época, no sólo la grandeza de la
Unión Soviética, cuya producción de trigo convertía en
ridículos los esfuerzos norteamericanos, canadienses y ar­
gentinos todos juntos en esa materia, sino también los se­
cretos de la argumentación dialéctica y materialista; mien­
tras, los cinceles de abajo golpeaban, el compresor arrancaba
y los globos bufaban.
He olvidado los argumentos y las explicaciones del buen
José, vehementes y sentimentales, acaso primarios; lo que
en cambio no se me borra es el matiz de respeto con que
pronunciaba el nombre del club al que pertenecía, en su
barrio, y donde —era mayor que yo— iba a bailar en los carna­
vales con otros amigos de su barrio y de su edad; de acuerdo
con su relato, esas fiestas eran el summum del arte y de la
diversión y la institución se denominaba, inolvidablemen­
te, “Flotes que surgen”, nombre que aludía sin duda al
barrio pero también a una pujanza ligada a la juventud, lo
que era por otra parte contradictorio pues el barrio es de los
más viejos de la ciudad. Yo creo que el club debe existir
todavía aunque en verdad nunca fui a verificar si era o no el
paraíso que mi docente me prometía pero al que tampoco
me invitaba.
Es inolvidable, también, la figura del administrador o
gerente de ambas ramas —la platería y la globería— de la
explotación; era un hombrecito bajo y nervioso, siempre
enfundado en un guardapolvos de color gris; su tono era
imperioso y su español era incipiente, muy marcado por un
fuerte acento alemán; se excitaba fácilmente y, en especial,
era sensible a lo que calificaba como irresponsabilidad y
prepotencia; al mismo tiempo era muy emotivo, le tembla­
ba el labio superior —en el que cultivaba un bigote re­
cortado, de color también gris— cuando hacía alguna in­
terpretación sobre algo que no le gustaba, ya sea falta de
cumplimiento en el trabajo, ya una noticia sobre la guerra.
Pude darme cuenta, al poco tiempo, que era efectivamente
alemán, pero judío, y sospeché que estaba traumatizado
aunque no fuera furiosa o muy verbalizadamente antinazi,

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al menos no hablaba de eso; conjeturé, también, que acaso
había sido recogido por los dueños de la empresa, que qui­
zás, como él, también fueran judíos alemanes pero a cubier­
to del trauma por estar ya muy incorporados a la Argen­
tina y vivir, en consecuencia, en uno de los suburbios más
ricos y elegantes de la ciudad, en San Isidro creo. El alemán
administrador era un tipazo: me hablaba levemente de lite­
ratura o de noticias y quería estimular mi curiosidad. En
ciertos momentos, su figura se agigantaba, sacudida por un
sentimiento de particular deleite, por ejemplo cuando po­
día llegar a conceder algún beneficio al personal, cosa que
ocurrió al final del primer y único año en que trabajé allí:
se nos reunió y se nos anunció que se nos daría, a todos,
obreros y empleados, un aguinaldo que los patrones, deida­
des lejanas y raramente entrevistas, habían sustraído de sus
beneficios para alegrar un poco unas fiestas que segura­
mente y de todos modos un aguinaldo de esa suerte no
lograría efectivamente mejorar.
Muy poco antes de que yo decidiera cambiar de rumbo y
de ocupación, entró a trabajar a la oficina una muchacha
alta, rubia y grande, de facciones igualmente germánicas;
era más grande que yo y el administrador la mantenía a
buen resguardo, lejos de obreros y empleados, aunque no
creo que fuera por razones de clase, si tengo que considerar
lo que me ocurría a mí en su cercanía: dejaba de trabajar,
buscaba pretextos de toda índole porque, lo tenía claro, mi
aspiración suprema era estar lo más cerca posible, y el ma­
yor tiempo que pudiera, de sus piernas, que eran espléndi­
das, pero ella se burlaba implacablemente de mí sin por eso
enojarse demasiado si un roce casual me permitía experi­
mentar algunas divinas sensaciones. Tal vez por esa presen­
cia, tal vez por las conversaciones con mi compañero co­
munista, empecé a sentir que para entrar mejor en mis
ensueños diurnos, especialmente durante los viajes a tra­
vés de la ciudad, necesitaba un coadyuvante; ya no me
bastaba acompañar mis desplazamientos cantando franca­
mente o silbando con discreción algunos tangos que, su­
ponía yo, ilustraban tanto lo que mis ojos veían como lo

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que yo sentía; ya no se trataba de Ángel Vargas, cuyo reper­
torio sabía de memoria, ni de Julio de Caro, cuyas comple­
jidades armónicas me sugerían un mundo a la vez tortuoso
y distinguido, serio y problemático; tuve la convicción de
que la poesía podía ser un vehículo mejor para que mi
espíritu produjera la forma de mi relación con un exterior
en permanente descubrimiento y, por lo tanto, no muy
deliberadamente, recurrí al único libro que había en casa,
ese ejemplar de Azul, de Rubén Darío, que había llegado
con mi hermano en uno de sus descensos a la capital. Esos
versos me arrebataron, repetía de cabo a rabo “Margarita
Gautier” y hasta aprendí de memoria algunas estrofas del
“Responso a Verlaine”, el liróforo celeste cuyas huellas
empecé a seguir un poco después. Darío, en consecuencia,
está en el origen de mis fantasías sobre la poesía, quiero
decir mis fantasías acerca de escribir poesía yo mismo, pero
también en el origen de un indudable sentimiento de difi­
cultad que experimento hasta hoy para atravesar el umbral
de los otros, especialmente de las mujeres, a las que desde
antes aun de darme cabal cuenta adoré sin reservas ni con­
cesiones a mi propio narcisismo, con una devoción román­
tica que la poesía, no sólo la de Darío, no hizo más que
reforzar: “y sabías que te adoraba ya”. Cargaba el libro en
mi bolsillo y, al subir al tranvía, lo sacaba y leía y, llevado
por esos ritmos y esas palabras lujosas, soñaba con que yo
mismo podría escribir algún día, además de apropiarme de
las imágenes que brotaban de los versos. Acaso, indirecta­
mente, ese nuevo sueño me compensaba sin saberlo yo toda­
vía —quizás sólo hoy que lo escribo empiezo a saberlo— de la
ausencia de mi padre, junto a quien, en realidad, yo hubie­
ra debido en ese momento seguir trotando todavía, comen­
tando los que sabía sus imposibles éxitos en los negocios o
adivinando lo que se ocultaba en sus silencios. Al tiempo,
ya no se cuánto, mi compañero y mentor comunista, el
buen José, abandonó su trabajo y yo fui designado impre­
sor en jefe de los globos; además, no perdí mis funciones
anteriores, de modo que también debía entregarlos y aun
colocarlos si el pedido había sido hecho para decorar un

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salón. Este aspecto me interesaba mucho porque con ello se
seguía ampliando mi ingreso en el mundo y en sus diversos
recovecos; cuando se trataba de eso, entonces, por lo general
en vísperas de alguna fiesta, yo llegaba al lugar temprano, a
veces por la mañana, estudiaba las medidas y las posibilida­
des y, para empezar, colocaba los correspondientes hilos de
pared a pared, trazando una red que hiciera rendir lo más
posible la globulación colorida; luego, por lo general satis­
fecho de la disposición, ponía en acción un fuelle manual
del que me valía para inflar los globos que aparecían de
este modo rebosantes, rutilantes pero también mostrando
las imperfecciones del previo proceso de impresión; los ata­
ba para que no escapara el aire y con ese hilo los amarraba a
los hilos que surcaban el espacio aéreo, de acuerdo con el
plan fijado por los dueños del salón: más bajos, más altos,
más aglomerados, más dispersos, para que se soltaran en
algún momento, previsiblemente de entusiasmo festivo,
para que pudieran ser reventados por los asistentes; si el
lugar era algún club nocturno, yo sentía, al realizar mi
trabajo, que estaba rozando las delicias de vicios lujosos o
las alternancias del gran mundo; mis globos, por ejemplo,
no debían desmerecer los farolillos estables de un lugar
chino denominado quizás, previsiblemente, Hong Kong; al
retirarme, antes de que comenzara la función, echaba una
mirada generosa al conjunto mediante la cual quería ex­
presar a los desconocidos concurrentes, que llegarían al­
gunas horas después, que era yo quien les había propor­
cionado una parte importante del marco adecuado para la
gran vida que iban a darse ahí; si la jornada de trabajo era
demasiado larga y me daban de comer de la cocina princi­
pal, mi entusiasmo no conocía límites; cuando volvía a casa
estaba lleno de imágenes, tenía algo que contar y mucho
que reservarme —mis fantasías de vicios y placeres—, era
evidente que estaba conociendo el mundo con madurez,
con pura curiosidad, sin el menor asomo de perversión.
Probablemente durante las vacaciones, por lo menos dos,
me parece que las de invierno (en las de verano nunca logré
un lugar en lo que entonces se denominaba “colonias” y

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que estaban situadas en remotas playas o mitológicas sie­
rras), mis padres me enviaban (reproduciendo lo que había
sido norma o costumbre cuando vivíamos en el campo,
donde, para reponerme, mi padre me llevaba en un sulky a
través de la pradera que aparece en mi memoria bajo la luz
del atardecer, a la chacra de unos primos de mi madre) a la
casa de otros parientes que vivían en Lomas de Zamora, a
pocos kilómetros de la Capital. Como había que tomar un
tren en una estación inmensa y fragorosa —que fue, por
otra parte, la que me dio al llegar, algunos años antes, la
primera y definitiva imagen de la gran ciudad, su angustia
y su extravío y también su misterio— y como la estación de
Lomas estaba rodeada en toda época del año por un intenso
perfume que emanaba, simultáneamente, del carbón de pie­
dra con que se alimentaban las calderas de los trenes y de
los copudos paraísos que la circundaban, yo siempre tenía
ganas de ir, aunque en esa casa no había niños y la casa
distaba de estar en el campo. Al contrario, la casa, en la
calle Garibaldi me parece, estaba asociada indisolublemen­
te con el tren que pasaba junto a sus fondos pitando a lo
loco antes de detenerse con sus característicos mugidos junto
a los edificios de ladrillos rojos de la estación, una pura y
fiel imitación del estilo inglés. Ya no recuerdo cómo eran
las llegadas, si alguien me conducía o no, ni cómo se iba
diluyendo esa suerte de extrañeza o de nostalgia que se
precipitaba invariablemente sobre mí al irme de mi casa,
obligado, benévolamente por cierto, a penetrar en una at­
mósfera de costumbres al fin de cuentas diferentes aunque
en su exterioridad no lo parecieran. El pueblo, además, me
gustaba, tenía algo de convincente, como si todo en él estu­
viera vivido y decantado, tal vez por sus árboles espléndidos
en todas sus calles, pero quizás más por sus aceras amplias
y por las casas casi todas cubiertas de tejas rojas y con sus
paredes en estilo normando, con maderas cruzadas en dia­
gonal, a la manera inglesa de la estación. Como en la casa
de los parientes no había niños con quien jugar, eran los vie­
jos los que se hacían cargo de distraerme, ya que los jóvenes
desaparecían en sus respectivas ocupaciones; me pregunto,

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por lo tanto, por qué me mandaban allí, aunque yo lo
pasaba de todos modos bien. Pero el plural —viejos— es
abusivo; la mujer, aunque bondadosa, estaba llena de tra­
bajos y apuros y me consideraba algo distraídamente, de
modo que, de hecho, sólo el viejo me hacía caso y me
ofrecía todo lo que estaba a su alcance, que era pura conver­
sación: era un platicador empedernido y quizás por eso yo
era bien recibido ya que sus hijos se impacientaban un
poco y su mujer parecía conocer casi todos sus tópicos.
Desayunábamos y en seguida me llevaba consigo a su taller
de carpintería, que estaba a escasos doscientos metros de la
casa, yo le ayudaba a abrirlo, se ponía un delantal duro por
las manchas de cola, quitaba algunas virutas que habrían
quedado de un barrido anterior, elegía la madera que debía
trabajar, comenzaba y, simultáneamente, se ponía a conver­
sar. Yo lo escuchaba atento, respetuosísimo, le alcanzaba
algo que me pedía hasta que llegaba algún cliente y nos
interrumpía: se ponía a discutir con él sobre el mueble re­
querido o bien le informaba sobre el que estaba haciendo y,
cuando todo parecía resuelto —nunca lo vi enojarse ni dis­
cutir airadamente, tenía una cualidad serena que convertía
la negociación en un intercambio agradable y caballeres­
co—, o bien me presentaba a esa persona o bien la dejaba
irse sin presentarme, aunque en este caso me la describía
con suntuosos adjetivos y un tono que irradiaba satisfac­
ción por tener tales clientes, pletóricos de méritos sociales o
intelectuales. Por lo general, esas personas tan considera­
bles y consideradas con él eran altos empleados del ferroca­
rril y, por lo tanto, de ilustre nacionalidad inglesa; lo
requerían y le daban trabajo porque era un buen artesano
pero, básicamente, porque gustaban evocar con él algunos
recuerdos londinenses, placer que parecía insólito pero que
podían proporcionárselo porque el buen carpintero habla­
ba inglés y había vivido en esa brumosa ciudad. La atmós­
fera del pueblo y del taller era, por lo tanto, marcadamente
británica y hasta la calle donde estaba el taller, la Avenida
Meeks —Mies—, compartía ese universo idiomático. Mi
anfitrión y protector exhalaba benevolencia y un gusto por

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la palabra que en los medios familiares le era reprochado
como un signo indudable de su pereza, de su morosidad
para las cosas prácticas o de su incapacidad para progresar
o hacer fortuna; porque no la había hecho, justamente, se
le censuraba sin piedad —de otro modo lo habrían elo­
giado— su culto a lo británico y su verbosidad probritáni­
ca, hablaba de Inglaterra como de un dorado más allá
donde todo era perfecto y se contraponía a la torpe disposi­
ción de las cosas y costumbres que nos rodeaban; se decía,
incluso, que el apellido que gastaba había sido adquirido
en Londres, esto es que se lo había cambiado cuando pasó
por allí una temporada al emigrar de la misma Rusia de
donde habían salido todos los otros parientes que, aunque
hubieran pasado por Inglaterra, como el padre de mi ma­
dre, no hablaban inglés ni se hacían llamar con nombres
ingleses ni maldito lo que les importaba la perfección de
esos lugares. Yo que lo quería y admiraba por su mundani­
dad, simpatizaba más con su idealización que con los jui­
cios pragmáticos y cortantes de sus críticos y mi única duda
al respecto consistía en no saber si decirle don Luis o
don Leslie, que de este modo preguntaban por él esos
británicos largos y estirados, de mejillas rojas, que abunda­
ban bastante por las aceras de la Avenida Meeks paseando
perros de aspecto análogo al de sus amos. A veces, no obs­
tante el reducido círculo de sus desplazamientos, íbamos
con don Luis/Leslie a un pueblo vecino, Témperley, a
entregar algo o a cobrar algún dinero y ello le permitía
mostrarme un círculo más amplio de sus relaciones y de sus
mitologías y, en cuanto a mí, me producía una emoción
particular: ansiaba volver a leer el nombre de ese pueblo en
los enormes carteles de la estación porque había sido ése el
primer nombre que divisé, como anuncio de la gran ciu­
dad, cuando el tren nos trajo desde el fondo del campo
hasta ella; habíamos dormido malamente en los asientos de
madera de la segunda clase y, de pronto, al percibir que el
monstruo aminoraba su marcha, desperté; me levanté de
golpe, abrí la ventanilla y leí esa palabra enorme y extraña
de cuyo embrujo no me pude desprender nunca más, Tém-

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perley: muchos años después, al pasear por algunas de sus
calles en busca de un restaurante griego, cuyo dueño, ya
estudiantes de la Facultad nosotros, nos largaba algunas
palabras en koiné mientras nos servía unos tallos de acelgas
inimitables que nunca he comido después en ningún otro
lugar, volví a recuperar una sombra de ese encanto verbal
que ilustraba mi deslumbramiento primero y mis paseos
posteriores, como si en esas sílabas residiera alguna clave
fundamental para mí. Regresábamos con don Leslie/Luis,
yo me rezagaba un poco entre las primeras sombras de la
noche para seguir gustando esa palabra tan plena y lo veía
entrar en su casa desde un poco más atrás: su cuerpo era
algo cónico, los hombros estrechos y las caderas gruesas y la
cabeza se alargaba en un sombrero angosto; se daba vuelta
para llamarme y yo veía su bigote grisáceo y sus ojos rodea­
dos de bolsas no demasiado pronunciadas, el todo respiran­
do una bondad que entonces me conmovía pero que termi­
né por no comprender algunos años después, cuando ya se
había retirado de los negocios y no tenía más el taller en el
que atendía a los ingleses, los cuales, a su vez también se
habían ido. Ahora sus hijos debían mantenerlo, viudo, y
seguramente pretendiendo, como suelen hacer los viejos
que se retiran, divertir impertérrito a su auditorio con las
mismas historias y anécdotas con que años antes lo había
divertido. Entrábamos por fin a la casa en sombras, no
había nadie y, de pronto, hasta los cimientos se conmovían
por el paso del tren, las dos o tres gallinas que se aburrían
en el patio cacareaban enloquecidas, el silbato penetraba en
las habitaciones y, cuando el estrépito había desaparecido
—don Leslie decía “es el tren de Bahía o de Carhué o de
Guaminí”— nos disponíamos a cenar, por lo general un
tazón de café con leche con un poco de pan, como era la
costumbre en las casas pobres de esa época. Pero “café’’ era
una manera de decir porque la materia de que se trataba era
en realidad achicoria tostada y molida, un producto del que
nunca supe cómo era, si semillas u hojas o raíces, pero cuyo
gusto inesperadamente reencontré en algún lugar del norte
de Francia, en la cuenca minera, si no estoy equivocado; el

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gusto me resultó intolerablemente áspero, tal vez porque, al
recuperarlo de ese modo, se me cerró una red de imágenes
que estaban encapsuladas en mí, esperando el momento
—que no era todavía ése, tan lejos de los lugares de mi
experiencia— de hacer presente su significación.
Seguramente antes de trabajar en “Platafix” mis búsque­
das de empleo me llevaron a responder a un aviso de La
Prensa-, me presenté a la hora indicada en un segundo piso
de la calle Suipacha, en pleno centro, y después de una
breve conversación entré a trabajar, a los pocos días, a la
oficina de un hombre taciturno que decía realizar negocios
inmobiliarios y que necesitaba un muchacho para ayudar­
lo vagamente en sus transacciones. Estuve yendo allí sólo
durante un mes y en ese tiempo no vi que se realizara
ninguna y menos que requiriera mi colaboración para algo
semejante; en cambio, muy pronto advertí que el hombre
estaba completamente loco. Por de pronto, me instaló en
una habitación en la que sólo había una silla y altos de
diarios viejos y cuyas ventanas, que daban a la calle, esta­
ban pintadas de blanco, como para que nadie pudiera ver
desde el exterior; él, a su vez, se encerraba en lo que debía
ser su oficina, a la que nunca me dejó entrar: cuando quería,
decirme algo salía él y cerraba la puerta cuidadosamente,
repitiendo el gesto al irse, de modo tal que yo no podía ni
siquiera ver de paso ni de reojo ni de nada; como, por otra
parte, el hombre estaba allí permanentemente, su vigilan­
cia era inexpugnable y no logré saber ni cómo era ni qué
había en ese sagrado recinto. A los dos o tres días me empe­
cé a aburrir, esperando que me indicara algo para hacer y,
por lo tanto, me dediqué a las tres cosas que estaban a mi
alcance: me puse a estudiar las materias en las que andaba
flojo, especialmente física, empecé a leer los periódicos atra­
sados y, por fin, comencé a quitar con la uña la pintura de
las ventanas —en un gesto ancestral de ansioso prisionero—
para mirar un poco de la apasionante vida que tenía su
escena en la calle. A veces el hombre aparecía y con su aire
lóbrego, de una seriedad fúnebre, me pedía que le fuera a
comprar algo, especialmente leche; yo interpretaba que la

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comisión era sencilla y me disponía a ejecutarla, pero el
hombre me demostraba que el asunto era bastante más com­
plejo y me exponía un arsenal de precauciones que era
indispensable tomar; empezaba por decir que leche sí pero
no la común que vendían en la esquina, ya que podían
ponerle algo dentro que le hiciera daño; lo mejor era tratar
de conseguir leche desecada, en primer lugar porque era de
fábrica, venía envasada y era muy difícil introducirle algo
dentro; en segundo lugar, no la vendían por ahí cerca sino
en el otro extremo de la ciudad, donde nadie lo conocía a él
y, en consecuencia, no intentarían perjudicarlo. Yo enten­
día sus razones y, finalmente, aceptaba de buen grado sus
extravagancias porque me permitían realizar esos peregri­
najes urbanos de los que era tan ávido y que todavía consti­
tuían para mí un interés fundamental; regresaba a las dos
horas con el paquete y él lo recogía de mis manos con
evidente alivio; por su expresión yo sentía que no lo había
defraudado y que haberme tomado como empleado había
sido un indiscutible acierto. Tanta era la confianza que
ponía en mí que un día me pidió que lo ayudara a compro­
bar, nada menos, la existencia de un complot en su contra:
me hizo traer todos los alimentos que había en la cocina,
los apilamos en el centro de la sala y trazamos, él y yo
juntos, un círculo de tiza alrededor, en el piso, con tal
astucia que si alguien venía para poner un veneno en los
alimentos dejaría una marca de su paso. Al día siguiente
me recibió demudado y me dijo que había visto la marca,
habían tratado de envenenarlo, razón por la cual tiró todos
los alimentos, mejor dicho los había tirado ya, y me envió a
comprarle otros nuevos donde el diablo perdió el poncho.
Yo contaba estas cosas en casa, cuando regresaba, y todos
nos reíamos de buena gana pero no nos atrevíamos a consi­
derar que el demente era demente ni pensábamos que podría
haberla emprendido conmigo. Me salvó un instinto que
podría denominar “dialéctico”, en el sentido de un razona­
miento que podía ser tranquilizante, o bien mi pureza, que
el loco consideraba confirmatoria, o bien estábamos ence­
rrados ambos en otro círculo, el del lugar común según el

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cual los niños y los locos tienen establecido un convenio
inexpugnable. Pienso, muchas veces, que esa situación inau­
guró algo en mi vida y que yo debí haberla interpretado
adecuadamente para orientar mi existencia; no lo hice, no
fui psiquiatra pero, a la vez, nunca se me ocurre que los
locos con los que me topo puedan emprenderla conmigo o
que la anormalidad pueda tenerme como objeto o como
codiciada presa; navego a través de ella, la entiendo y la
absorbo, no me roza, es como si estuviera dotado de un
poder o de una gracia especial que me permite reconocerla
y que, al mismo tiempo, me preserva del daño que pudiera
infligirme aunque, por cierto, tampoco estoy muy dotado
para paliarla en quienes la sufren. El hombre se puso diná­
mico al final de la primer semana: irrumpía en mis lecturas
y me enviaba a hacer copias mecanografiadas a tres kilóme­
tros de ahí cuando a la media cuadra había un enjambre de
copistas; yo le decía naturalmente que sí pero acudía al más
cercano y el tiempo que me quedaba libre lo usaba para
seguir paseando por mi amada ciudad o para sentarme en
una plaza y leer con inocultable ardor algún clásico de la
pornografía que diligentes amigos me habían prestado: de­
voré en esas circunstancias la historia de la princesa rusa,
que irrumpe desnuda, sólo cubierta con un espeso tapado
de pieles, en un regimiento, y se hace montar por todos los
vigorosos cosacos, o la de un vicioso llamado Teófilo, un
exhibicionista exitoso, ante cuyo miembro en exposición
sucumbían las mujeres de todas las edades. Confundido por
esa magia de las imágenes regresaba, entregaba las copias,
el hombre las recogía y se encerraba en su escritorio yen su
mutismo para reaparecer al rato presentándome una graví­
sima cuestión: “¿No le parece que el canillita (voceador)
vocea La Razón de una manera especial? Yo creo que me
está provocando, le deben haber pagado para hacerlo.” Des­
de luego, la palabra “razón” para un loco es como el ajo
para el vampiro o el crucifijo para Lucifer, pero yo no
establecía relaciones tan metafóricas sino que intentaba di­
suadirlo y tranquilizarlo. Mis esfuerzos eran vanos, según
él nada menos que su madre había orquestado una espan­

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tosa persecución en su contra, con el casi evidente fin de
envenenarlo, o de impedirle dormir, o de torturarlo psíqui­
camente, o de hacerlo morir de inanición y, lo peor, sin él
saber por qué, puesto que nunca le había hecho daño. Exac­
tamente a los treinta días de haber ingresado llegué a la
oficina, a la hora de siempre, y el hombre no estaba; el
portero de la casa me informó que se lo acababan de llevar
atado y en camisa de fuerza y que podía, era una sugerencia
persona], reclamar mi salario o información en la casa de
su padre, un juez muy famoso, cuya residencia, digo bien:
residencia, estaba en la calle Lavalle, me parece, justo fren­
te al Palacio de los Tribunales. Cuando llegué, una persona
que salió a recibirme me negó el pago en virtud, justa­
mente, de que quien me había contratado estaba loco y,
en consecuencia, vaya uno a saber qué compromisos había
contraído. Expliqué, reclamé: fue inútil. Recuerdo de esa
casa sólo un fragmento, una escalinata de mármol que gi­
raba suavemente, en ascenso, hacia arriba, algunos cuadros
y esculturas y, por supuesto, la firme y cortés negativa de
un hombre joven que pronuncia, creo, la palabra “para­
noico”.
Ya no se quién, quizás mis hermanas, advirtió que yo no
veía muy bien; tampoco recuerdo Cuándo, aunque segura­
mente bastante antes de ingresar a la escuela secundaria;
cuando me lo señalaron me di cuenta, efectivamente, de
que me había estado esforzando mucho para leer lo que el
maestro escribía en la pizarra y que, en general, los objetos
situados a cierta distancia se me aparecían borrosos, lo que
me provocaba una sensación difusa de infelicidad. Se tomó
la decisión, fui a una especie de dispensario escolar y, al
poco tiempo, me vi usando unos anteojos cuya forma, ade­
más del hecho mismo de llevar tal prótesis, no contribuyó
demasiado a reducir mi timidez. Por un lado, hizo su apari­
ción en escena la palabra miopía, que indica, connotativa-
mente, algo más que un simple déficit fisiológico; por el
otro, la difícil cuestión de asumir una deficiencia física,
tema que se sorteó atribuyendo el mal a mis malos hábitos
de lectura que, como lo señalé en otra parte, habían comen­

94
zado algo prematuramente, en mi pueblo natal, donde mi
voracidad por los novelones me había llevado a desafiar la
mala iluminación de velas, focos de luz pequeños y, lo
principal, los ardientes rayos del sol del verano, sentado
junto a una pared y calcinándome la vista; todos estos fac­
tores, sin duda, estaban en el origen de la miopía y consti­
tuían una explicación que conjuraba, al mismo tiempo, la
amenaza de una fatal herencia que había cobrado su tribu­
to en mi abuela y en mi madre: mi abuela, en efecto —y así
la conocí yo—, había enceguecido a causa de unas sangui­
juelas mal administradas y mi madre, que como la suya
había empezado a padecer de cataratas, durante un tiempo
no veía absolutamente nada; mi madre, por suerte, fue so­
metida a una operación que le devolvió la vista en un hos­
pital llamado Santa Lucía, nombre que me parecía un
homenaje a la Iglesia y sus mitos más que una alusión
eficazmente protectora. Fui exonerado de esa carga genética
pero ello no me amparó de los enfrentamientos que me
aguardaban con los otros chicos, para quienes el que lleva
anteojos es inmediatamente objeto de burla, “cuatrojos”,
“anteojito”, etcétera, adjetivos que se suman a la poca
gracia de la edad y aumentan la torpeza a causa de los
esfuerzos que se hacen para evitarlos ya que no se puede no
merecerlos. Cuando, a su vez, me vieron llegar con esa pró­
tesis por primera vez, mis hermanas me examinaron con
indulgencia, como diciendo “pobrecito”, y mi madre no
dejó de manifestar una especie de descontento en la medida
en que yo había introducido, con mi miopía, un nuevo
factor de perturbación, lo que, como en otras circunstancias,
la ponía de un humor dudoso, casi como si esa interferen­
cia fuera un ataque contra ella. Yo, por mi parte, hice lo
que pude, me manejé casi con orgullo, tanto para frenar las
posibles agresiones o limitaciones que comenzarían como
creyéndome auroleado por algo, un timbre especial, una
nueva jerarquía; sentimiento sustitutivo, por cierto, por­
que en realidad el artefacto entrañaba una disminución
indiscutible del prestigio, sobre todo frente a las muchachi­
tas que, no llevándolo, admiraban sin restricciones no sólo

95
a los videntes de tiempo completo sino también a quienes
podían enfrentar peleas o situaciones difíciles sin temor, o
sin excusas, a que les “rompieran los anteojos”, expresión
que tenía su correlato, en los muy valientes, en “tenéme los
anteojos”, pero que ampliaba su campo semántico en una
amenaza siempre actuante y que en mí gravitó decisiva­
mente, determinando una prudencia muy grande frente a
tumultos, violencias o agresiones y, más aún, cierta repug­
nancia inmediata frente a provocaciones que no sé cómo
responder ni cómo enfrentar: es como si me surgiera una
gran lástima por el agresor, mezclada, naturalmente, con
repugnancia y, al tiempo que me hace sentir mal su agre­
sión, temeroso y poco imaginativo, surge en mí una especie
de invasora decepción respecto de la humanidad entera.
Todo eso mezclado me ha valido que desde entonces a la
fecha nunca me hayan golpeado la cara, lo cual no me ha
creado ningún complejo y, al contrario, me ha hecho desde­
ñar ya sea a los matones ya a quienes —las mujeres— podían
llegar a admirar a los matones. Sin embargo, a causa de los
anteojos, tuve que aguantar, desde luego, situaciones duras
de las cuales no creo haber salido precisamente ganador, ni
siquiera airoso; en ellas, por lo general, estaba implicado
un “qué pretende” referido desdeñosamente a mi aspecto,
chico flaco y de ojos lejanos detrás de esos aros redondos y
enormes, en permanente estado artificial de sorpresa. Me
recuerdo acudiendo a una casa que estaba a unas cuatro
cuadras de la mía para preguntar, después de dramáticas
cavilaciones, por una muchachita de mi edad a la que ha­
bía conocido la noche anterior, en ese paseo de carnaval
que se llama, respondiente bien a su nombre, "corso”. La
noche no había tenido nada de especialmente mágico pero
la chica me había dicho dónde vivía y eso constituía una
prometedora señal. Me armé de valor, me sentí audaz, lle­
gué hasta la casa en la cual la dominante era un enorme
patio y me encontré, al llamar, con toda la familia reunida,
seguramente tomando mate para tolerar una siesta desarti­
culada por la acostada tarde, mediante los comentarios que
el mate, como es sabido, suscita; la chica no estaba en ese
96
pleno familiar que, muy amablemente, empezó a hacerme
preguntas cada vez más perturbadoras hasta que, rojo de
timidez y de humillación, consciente de que se burlaban,
aunque no agresivamente, de mí, tuve la nítida visión de
que la persona que yo buscaba nó formaría parte de mi
existencia; supe que ella estaba metida en el interior de la
casa, sin ninguna gana de hacerse cargo de mí pero hacién­
dose cargo de esa familia fornida y criolla, tremendamente
homogénea, que la protegía y que yo, a mi vez, librado a
mis escasas fuerzas, estaba parado frente a ese tribunal, ago­
biado por el sol de la siesta y con los vidrios de esos anteo­
jos, que preconizaban un embrión de intelectual, empa­
ñados por el sudor.
Tal vez por esa misma razón no aprendí a nadar. Si lo
hubiera hecho habría que haberme considerado un ser ex­
traordinario, no sólo porque habría vencido la barrera ocu­
lar o anteocular sino también porque las únicas posibili­
dades acuáticas al alcance de brazos y piernas residían en el
Río de la Plata, cuya suciedad fue hermoseada en esa ya
clásica cuasi imagen de Borges: “río de sueñera y barro’’,
expresión que, justamente, no llega a ser del todo una ima­
gen porque en ese río predomina, sin lugar a dudas, el
barro. Sea como fuere y de todos modos, ir a bañarse a ese
mismo río en el verano estaba bastante alejado de mis posi­
bilidades hasta una época tardía: como lo he señalado, la
imaginación festiva en el barrio y en la casa no pasaba de
las diez cuadras a la redonda y el río se aparecía, mitológi­
co, como algo de otros, un lugar al que tal vez otros, que no
se podía saber quiénes podían ser, irían acaso alguna vez.
Esos otros no éramos ni podíamos ser nosotros. Cuando ya
estuve en condiciones de romper esa barrera imaginaria,
porque en la realidad se hubiera podido ir con sólo tomar
un autobús que pasaba a escasas dos cuadras de casa, mi
interés había desaparecido y me resultaba duro, inhóspito,
llegar a ese apiñamiento de gente que se denominaba pla­
ya, multitudes vocingleras que comían en las orillas, junto
a los sauces, y que, de pronto, inmotivadamente, se arroja­
ban a un charco marrón en el que penetrar era no sólo

98
problemático desde el punto de vista de lo que se podía
tragar sino también de los brazos y piernas que movían las
aguas jugando aparentemente con enorme placer. Para col­
mo, no se podía entrar al agua con los anteojos, porque
además de impropio era ridículo, y dejarlos en alguna par­
te, con el terreno ocupado por tanta gente desconocida y
brusca, se convertía en una obsesión paralizante frente a la
libertad de movimientos de quienes, al no tener tal proble­
ma, podían lanzarse ya a las procelosas aguas y hacer la
venturosa experiencia-aprendizaje de la natación, ya a la
conquista, desenvueltos, seguros de sí mismos, de las mu­
chachas que por ahí pululaban. Puede parecer patética la
imagen de un chico con anteojos, metido en su interno
rincón en medio de ese ritmo tan peculiar de los domingos
en una playa popular, pero en el fondo no me lo parece;
siento, por el contrario, que todo ese espectáculo colorido
tiene, a la distancia, la modesta forma del sainete, con sus
convenciones y sus límites, con el juego de fingidas e infun­
dadas arrogancias, con el sabor de una hueca convención
acerca del carácter de esa realidad considerada entonces co­
mo supremamente deseable por lo grandiosa. Y quizás, al
escribir todo esto y ordenar los elementos de esa estampa de
domingo en la que, de lo que está fijo en mí, yo me destaco,
introvertido y tímido, maldiciendo mi suerte, doy a enten­
der que no estoy del todo curado de un opresivo sentimien­
to de extrañeza y de descontento, aunque sé claramente que
si me marcó, por todo lo que implicaba, la marca no era
terrible ni profunda sino, a lo sumo, un brote, una pequeña
hendidura por la cual empecé a mirar, aun entonces, total­
mente metido en las cosas, las cosas de otro modo.
Las fiestas patrias, que en una época tuvieron una gran
importancia en la vida social y cultural argentina, consti­
tuyen un capítulo aparte que corresponde menos a mi vida
barrial y familiar que a mi vida escolar; algo de ellas recuer­
do, y las evocaré, pero antes, abriendo un paréntesis, o una
interferencia incontenible, regresan imágenes de mi tránsi­
to por la escuela; son demasiadas y configuran un anecdota-
rio que ha de parecerse, sin duda, a muchos otros que andan

99
por ahí, pues no cabe duda de que hay una suerte de clasi­
cismo de la vida escolar y del cual es difícil escapar. Me
queda, no obstante, algún objeto concreto y material cuyo
poder de evocación es innegable: una fotografía del grado
en la que, junto a un maestro que recuerdo como bastante
temperamental, capaz de indignarse y de enternecerse casi
sin transición, sus grandes ojos deslumbrados o desconfia­
dos, un señor grande ya a pesar de que debía ser muy joven,
se ve, rodeándolo, a un grupo integrado por figuras disími­
les, casi cómicas, gordos y flacos, altos y bajos, con anteojos
y sin anteojos, engominados y despeinados, con guardapol­
vos niveos y manchados de tinta, tan característicos todos
de una idiosincracia confusa, tal como efectivamente sería
la del barrio y, seguramente, la de la sociedad entera. Esa
fotografía lanza sus destellos y devuelve al día en que se
tomó, lo que no importa demasiado, y, de ese ritmo de
presencia y de olvido, la previsible catarata fugaz de imáge­
nes que tal vez no logre recuperar, pese a que estoy lanzado
irremisiblemente por esa pendiente; la primera tiene que
ver con el nombre de la escuela: Francisco de Vitoria; como
se puede comprender, tardé muchos años en saber de quién
se trataba y por qué se omitía una c que, inicialmente,
perfeccionista, yo suponía que debía estar: esa c, si no hu­
biera estado extraviada en lo que iba del cartel del frente
hasta mi conciencia, habría enviado el nombre hacia otra
zona, podría haber sido el nombre de un esclavo negro,
como Falucho, redimido por la revolución y la Asamblea
del Año 1811 que, como se sabe, abolió la infamante escla­
vitud. Cuando ingresé a la escuela, daban todavía un vaso
de leche como merienda y zapatos a quienes lo solicitaran;
una vez, creo, obtuve un par, pero como no logré domarlos
no insistí en la demanda: no sé en virtud de qué o de cuál
categoría ciudadana se los llamaba “botines patria’’, acaso
por lo duros. Cuando salíamos de clase, en alboroto, ha­
llábamos invariablemente, siempre parado en la misma es­
quina rumbo a casa —junto a la de Treviño, un muchacho
sonriente y carirredondo, que soportaba con infinita pa­
ciencia sutiles bromas a causa de que su padre era dueño de

100
una vidriería—, a un hombre enormemente grueso y silen­
cioso que vendía, con aspecto de resignación, algo a lo cual
denominábamos “pizza”, seguramente por metáfora; para
cumplir tal vez con disposiciones municipales usaba una
gorra y un vago guardapolvos extremadamente sucio, esta­
ba siempre con una barba de tres días y exhalaba un reco­
nocible relente de grasa; su instalación, portátil, consistía en
un trípode sobre el que descansaba una especie de fuente
redonda de un metal más parecido a la hojalata que al
aluminio; cuando aparecíamos en bandada, levantaba la
tapa y entonces se podía ver en el interior del recipiente una
decena de panes redondos, levemente coloreados y sin que­
so, totalmente fríos y más bien delgados, precursores, sin
duda, de lo que posteriormente se llamó “pizza a la pie­
dra”; tomaba con la mano uno de esos redondeles, cortaba
con un cuchillito pedazos a discreción y los entregaba di­
rectamente, por el módico precio de cinco centavos. Creo
no haberle comprado nunca, en parte porque los cinco
centavos no me sobraban, en parte porque esa folklórica
suciedad que, otra vez, remitía al sainete, me llenaba de
dudas y prevenciones, las mismas que me invaden todavía
respecto de los puestos callejeros de comida, en París o en
México, en Buenos Aires y en Roma; miro, me dejo tentar,
pienso, calculo, estoy por decidirme, me digo mejor no y
finalmente me arranco del sitio sin entregarme jamás a
delicias que sé que existen y han entregado tanto material
descriptivo a novelistas y cineastas que han trabajado sobre
algo más que la infancia. Me queda, por lo tanto, una
ausencia en la que no me puedo lanzar proustianamente,
porque nunca comí esa comida, mientras que, por el con­
trario, toma su lugar en el origen de mi personalidad un
núcleo de poca audacia, suplida, tal vez, por una imagina­
ción dolorosa de lo real.
Dos cuadras más y, ya solo, penetraba en esa otra atmós­
fera respecto de la cual la de la escuela se me aparecía como
incidental; entre ambas los lazos no eran muy firmes salvo
cuando mi padre debía presentarse por algún trámite, o
bien cuando se avecinaba una fiesta escolar o algún otro

101
acontecimiento que hacía ver la escuela con más interés
que el acontecer del barrio o de la casa. En este aspecto,
todavía me sigue causando gracia la confianza que tenía mi
familia en mis capacidades para redactar. Fue esa confianza
lo que me instó a participar, como si yo poseyera indiscuti­
blemente todos los secretos de la literatura, en un concurso
interescolar de composición sobre ya no recuerdo qué tema;
mi engendro fue bien pobre, por cierto, pero la oportuna
intervención de mi hermano lo enriqueció mediante la in­
troducción de una fórmula clásica, “Fénix de los Ingenios”
o bien “Como el Ave Fénix que renace de sus cenizas”; yo la
introduje sin vacilar, aunque tal vez no venía a cuento y eso
me permitió clasificar, en el grado primero y en la escuela
después, pero no me alcanzó para figurar en las posiciones
finales, ni siquiera en los últimos lugares. Mala suerte.
En cuanto a las fiestas de la escuela, cada vez que se
aproximaba alguna mi madre se esmeraba con el guarda­
polvos, prenda de la hermosa tradición sarmientina, y lo
ponía niveo, rígido a fuerza de almidón; mi camisa y mis
medias estaban también impecables y, así vestido, iba yo a
engrosar las filas de pequeños ciudadanos que rendían tri­
buto a la Patria, o al General San Martín o al General
Belgrano, principales destinatarios de los acostumbrados
homenajes. En una de esas ocasiones, nos condujeron a un
parque cercano, próximo a una comisaría de policía; ha­
bían instalado un proscenio que adornaron con banderas
plegadas en el medio y, al lado, instalaron un mástil en
cuya cima, después de la ceremonia del izamiento, vibraba
una bandera; a ella le rendimos honores, lo mismo que al
Presidente de la República que convivió, desde lo alto del
palco, con esos niños, como remedando, pero oficial y pú­
blicamente, al legendario Haroun al Raschid cuando se
mezclaba con el pueblo; su presencia era inesperada pero
resultó majestuosa y la imagen de ese hombre anciano no se
me olvida tan fácilmente; al saber que estaba ahí nomás,
junto a otros caballeros, quizás ministros —casi no lograba
distinguirlo a causa de mi incipiente miopía— me sentí en
la gloria o formando parte de la historia, me parecía menti -

102
ra que yo pudiera gozar de tan insigne privilegio que hu­
biera sido mayor y más perfecto si nos hubiera dirigido la
palabra o, dicho de otro modo y más objetivamente, si
hubiera hecho uso de la palabra, expresión muy corriente
entonces y que proviene seguramente del discurso político;
una banda de música, sin duda militar o policial, ejecutó
himnos y otras piezas indispensables, hubo discursos, in­
cluso del Señor Director de la Escuela, pero de todo ello lo
que me queda, implacablemente, como un núcleo de signi­
ficación que no termina de agotarse, es que todo tenía un
aspecto marcial, en gran medida porque estaba lleno de
uniformados pero también porque la marcialidad parecía
ser el elemento connotador indispensable; noté, con sorpre­
sa —que los años transformaron en temor y desconfianza—
que esa gesticulación, que a mí no me gustaba, suscitaba la
admiración de mis compañeros; de esa circunstancia me
quedó un regusto, disgusto, un sabor de boca muy definido
pero poco expresable, como si estuviera rodeado por otra
clase de gente tan sólo porque nuestra forma particular de
pararnos y de reverenciar a la bandera nos distanciaba; en
todo caso era gente diferente a mí y con la cual me costaría
entenderme, sentimiento que se corroboró ampliamente en
todo el transcurso de mi vida posterior. Ya entonces pensé,
en embrión, que mucha más gente de lo que se supone
admira a la policía y a los militares, y si bien yo no conocía
a estos últimos, sabía ya que de la policía sólo se podía
esperar limitaciones y correcciones y una generalizada
incomprensión por el tipo de alegría de vivir que estaba
tomando forma en mí y que se instaló en mi interior desde
entonces hasta siempre.
Después de olvidar el esfuerzo que hay que hacer para
recordar con la vaga precisión con que lo he hecho, me
viene súbitamente a la mente, como producido por la escri­
tura y no por ninguna mnemotecnia, el nombre de esa
persona que vivía a la vuelta de casa y cuya casa y persona
o, mejor dicho, cuyas imágenes de persona y casa desenca­
denaron, a fin de cuentas, este flujo de concentradas asocia­
ciones; la imagen, reitero y confirmo, nada ha cambiado

103
durante este transcurso, es la de un ser diferente a los demás
del barrio, es alguien que emerge o brota o se desprende de
un zaguán azulejado y lleno de macetas, quizás de geranios,
a través de cuya ventana se perciben muebles exquisitos,
¿cuadros?, ¿libros?, un hombre que aparece vestido, insóli­
tamente, de jardinero. Ahora lo sé, se llamaba Próspero (¿o
Plácido?) Maclas. También sé que conozco su nombre por­
que lo he leído en una especie de medallón de metal, en el
que está calado, y que, suspendido por dos cadeni tas desde
el techo, cuelga a la entrada de la casa. ¡Qué admirada
sorpresa tenía, y sigo teniendo, por ese extraordinario gol­
pe de imaginación, qué reverencia ante la riqueza de su
idea en la que no veía ni veo ningún narcisismo! Por otra
parte, convertir el nombre en objeto ornamental implicaba
otro elemento más de diferenciación, de singularidad en la
medida en que lo general en el barrio era, justamente, la
omisión de los apellidos y aun de los nombres, como si sus
poseedores tuvieran, junto con la conciencia de la objetiva
dificultad para pronunciarlos —en la mayor parte de los
casos a causa de su inabordable estructura consonántica—,
un poquito de vergüenza, como si esos nombres complica­
dos no hubieran horadado todavía las brumas de su propio
origen para acceder al plano superior de la integración y,
en consecuencia, sus tenedores no sintieran en ella ningún
valor. En cambio, el señor Macias, quizás don Próspero o
don Plácido, a la manera de los anónimos artistas árabes
que enriquecieron con las letras de los suras coránicos las
piedras de la Alhambra, obtenía algo más de su nombre,
producía un objeto de adorno frente al cual no se podía
sino tener una actitud de rendida admiración, necesaria, a
su vez, para sentir en el leve movimiento de la placa impul­
sada por las corrientes de aire un hálito de significación,
una reverberación tan enigmática como significante, de es­
tar plantado allí mirando con la boca abierta. Ahora pienso
que si su nombre era Próspero se lo puede inscribir en una
filiación arielista y el apellido, Macias, trae ecos de un
Azuela inicial, todo lo cual indica una estirpe criolla que
no entra en colisión con el espíritu de su casa. El hecho es

104
que don Próspero, o don Plácido, aunque ni yo ni ninguno
de los chicos se hubiera atrevido a dirigirse a él con tanta
familiaridad, salía de tanto en tanto a la calle y departía
con nosotros o con los muchachos que podían estar hacien­
do tiempo y sociedad en la esquina próxima. Acaso los
mayores comprendían el alcance de sus dichos, que bien
podrían ser proyectos o cavilaciones, a los que yo no tenía
acceso porque era demasiado pequeño para lo que podía
tramarse intelectualmente. Supongo que los muchachos
más grandes lo mirarían con curiosa sorpresa más que con
admiración, aunque ellos no constituían una de esas pan­
dillas que perfeccionan fechorías o molestan a la gente; se
limitaban, tan sólo, a obstruir el acceso al almacén de la
esquina y creaban, en consecuencia, un remolino, una in­
comodidad. Es posible, incluso, que cuando no departían
con el señor Macias miraran con procacidad —o simple­
mente deseo— a las muchachas que pasaban por las inme­
diaciones; de pronto, sin nada más que hablar, salían en
estampida e, infantilmente, se ponían a jugar al fútbol, a la
pelota decíamos nosotros disminuyendo la grandeza de
la expresión, en medio de la calle, canalizando sus energías
en esa dirección. Entregados al deporte, corrían, gritaban,
se insultaban, se acaloraban pero la contienda no duraba
demasiado porque casi de inmediato brotaban de las casas
de la cuadra voces familiares que reclamaban a uno u otro,
gritando su nombre desde una distancia variable, a veces
cincuenta metros o más; en consecuencia, los nombres que,
por contraste con el del señor Macias, no se exhibían, re­
aparecían gritados, como suele hacerlo, por los caminos
más inesperados, lo reprimido. Los que verdaderamente
estaban decididos a hacer de su juego la definición de un
proyecto de independencia ignoraban el llamado, por lo
general materno, lo cual no arredraba a las madres que, en
su insistencia, parecían cantantes de ópera; los más
obedientes o los más pudorosos abandonaban el campo depor­
tivo retornando a una realidad quizás sin horizontes, con­
formista y mediocre, con el paso lento de los derrotados. En
uno u otro caso, los nombres gritados sin ahorro de entona­

105
ciones características suscitaban a veces risotadas feroces en
aquellos a quienes todavía no les tocaba el turno de ser
llamados, matizadas según el alcance nacional con que eran
pronunciados; quienes ganaban el campeonato de risa eran
los judíos e italianos: la dicción de las madres era tan gro­
tesca en la naturalidad con que gritaban que se establecía
un triste contraste entre la rica realidad del juego y la dura
verdad de la extranjería. También mi hermano corría con
esa suerte y, en ese instante, yo, que lo miraba jugar, me
ponía rojo, no quería estar en su piel sobre todo porque mi
madre no reparaba en nada, lo único que quería, más allá
de cualquier conveniencia, era que su hijo se salvara de los
peligros que entrañaba esa calle en la que él parecía meter­
se con naturalidad y desaprensión.
Precisamente, y en lo que respecta a los nombres, en
nuestra familia había una división bien neta de la que no
nos dábamos cuenta; los progenitores los tenían germáni­
cos, no por su voluntad seguramente, y los hijos, casi todos,
bíblicos. Mi abuela, por ejemplo, figuraba como Bernardi­
na, mi madre como Berta y mi padre como Bernardo; no
obstante su filiación, nosotros creíamos a pies juntillas que
no había nombres más judíos que esos, sin saber que eran
traducciones muy aproximadas, hechas por diligentes em­
pleados de migraciones desbordados por las enormidades
fonéticas del habla de los inmigrantes; lo menos que puede
decirse es que salían del paso rebautizando a miles de perso­
nas que ignoraban cómo habían llegado a poseer un nom­
bre, que nunca terminaban de considerar como propio y
definitorio: que yo sepa, mi abuela nunca supo que se lla­
maba de esa manera eufónica y bella ni que su nombre era
el femenino de uno que, masculino, estaba ligado nada
menos que a la institución presidencial: Bernardino Riva-
davia. Mi padre, en cambio, aceptó el suyo y lo llevó con
gallardía, tenía sus documentos en regla, firmaba y respon­
día cuando se le decía “don Bernardo”, se reconocía en él;
lo mismo ocurría con mi madre, aunque en su caso la
convicción era menor, tenía que hacer un esfuerzo para
aceptar esa identificación. A los hijos, en cambio, se nos

106
había atribuido nombres casi todos sacados de la Biblia;
nos habían sido puestos en homenaje o memoria de vagos
abuelos o tíos, pero aparecían en su versión castellana; no
mediando empleados de migraciones, nuestros padres recu­
peraron en nosotros su originaria y lugareña voluntad ono­
mástica y tomaron decisiones que si por un lado marcaban
una voluntad de tradición, por el otro tenían un curso
social normal, respondían a un sentido y tenían su situa­
ción que, aunque desventajosa, podía ser defendible. Una
de mis hermanas se llamaba Rebeca; mi hermano mayor
Saúl, el otro Abraham y yo Noé. No cabía ninguna duda, al
menos en un lugar como Buenos Aires, en el que si bien
estos nombres eran corrientes no lo eran en el sentido en
que pueden serlo en México y en lugares del interior argen­
tino o donde la sociedad se hubiera permeado a la influen­
cia, así sea tenue y esporádica, del protestantismo. El nom­
bre de mi otra hermana era más curioso: en sus documentos
figuraba como Eufemia, sin ninguna razón aparente, ya
que le decíamos Fanny, y no como sobrenombre; esto era
desconcertante y descansaba igualmente sobre un equívoco
porque creíamos que Fanny podía ser un nombre judío,
integrado al paradigma que constituíamos los otros cuatro
hermanos, mientras que su nombre oficial indicaba alguna
otra interferencia bastante inexplicable; sea como fuere nos
parecía que ese nombre podía incluso ser chistoso, pero en
otra veta, como Eulogio o Eulalio, ignorando su prosapia
helénica y la alta densidad de significado que incluía. Creo
que todos nosotros llevamos con bastante galanura nuestros
nombres; tal vez no todos porque, ya mayor, mi hermano
Abraham nos sorprendió haciéndose llamar Alberto, como
si hubiera alguna comunicación entre las dos palabras y, en
consecuencia, un pasaje legítimo de un nombre a otro. A
los demás no se nos ocurrió esta alternativa; es más, con el
tiempo he llegado a pensar que los nombres de mis herma­
nos eran muy bellos y el que uno de ellos lo dejara de lado
siempre me inquietó un poco. Si en su momento nos resul­
taban pesados era porque vivíamos en exceso el mundo de
los “otros”, en el cual la onomástica cuenta tanto, y envi­

107
diábamos, yo seguramente más que los otros, la seguridad y
tranquilidad, pero también el ocultamiento, que brindan
los nombres regulares del santoral.
Ya no recuerdo cuál fue la vía que eligió el progreso para
instalarse en casa en forma de un aparato de radio que
prestó sus servicios durante muchos años; ya no sé si algu­
na vez —debe haberlo sido— fue desplazado o reemplazado
por alguno más moderno o qué se hizo de él en las mudan­
zas; quizás fue sacrificado en aras de un bienestar económi­
co respecto del cual sus sonidos podían tener demasiado
hueco o “descarga”, como se decía entonces. Fue una nove­
dad importante, un cambio en nuestras vidas, puesto que
instauró una dimensión imaginaria cuyas consecuencias
no se pueden medir; por de pronto, nos sorprendimos co­
mentando o evaluando objetos conceptuales provenientes
de esa caja (cuyo diseño debía ser una prolongación del
modem style, con arcos torneados hacia arriba, unos sobre
otros, y un paño de tapicería tapando la boca de salida del
parlante) y ya no más conductas familiares o recuerdos de
infancia o de momentos perdidos de la vida. Probablemen­
te, la radio nos ayudó mucho a aculturarnos y a sentir, más
que a comprender —porque esa capacidad preexistía a su
entronización—, que había un mundo exterior integrado
por pasiones, verdaderas y falsas, desgarradoras o tierní-
simas, conflictos inimaginables y situaciones muy diferentes
a las que integraban nuestro mundo. El vehículo era, fun­
damentalmente, el radioteatro, novelones que estiraban sus
llantos a través de voces duras y palabras terribles, pero
también contaban en la mencionada dimensión pedagógi­
ca los cómicos, que entonces proliferaban, los programas
de tango y de música mexicana, la transmisión de los parti­
dos de fútbol en las tardes aburridas del domingo, que mis
hermanas detestaban, y muy poco más. En suma, que la
atmósfera social y cultural se constituía en torno a la radio
que no sólo concentraba a la gente gracias a sus deslum­
brantes programas sino que llevaba muy naturalmente a
hablar de ellos, a analizarlos con minucia y pasión: se dis­
cutían las incidencias de las novelas o los equívocos de los

108
personajes, las ocurrencias de los cómicos que, como eran
en su gran mayoría imitadores, inducían a ser imitadas, o
las tremendas consecuencias que podía tener la rivalidad
entre dos emisoras. Este último aspecto, que ahora conside­
raríamos asunto de sociólogos o de políticos de la comuni­
cación, importaba sobremanera, a pesar de que, bien visto,
residía casi en un olimpo objetivamente muy alejado de
nuestra vida familiar, acaso porque los nombres de los je­
rarcas de las emisoras más importantes, Radio Belgrano y
Radio El Mundo, algo nos decían; el de uno porque, siendo
judío, había logrado establecer un imperio en el mundo del
arte, aunque su físico no condecía (era gordo y de aspecto
vulgar, sus labios eran particularmente gruesos y su frente
quizás puntiaguda), cosa bastante rara pues los imperios
que lograban establecer los conocidos se relacionaban más
con el comercio y la industria, discrepancia que daba lugar
a comentarios en los que debía haber algo de envidia y de
resentimiento, por más que esa persona no perteneciera a
nuestro círculo; se llamaba Jaime Yankelevich y aparecía
fumando puros en la revista Radiolandia y Sintonía; en
cuanto al otro, su nombre era Pablo Osvaldo Valle y había­
mos oído hablar de él un tiempo antes de venir a vivir a este
barrio; el dueño de la casa en la que rentábamos tres cuar­
tos, apenas instalados en la ciudad y del lado penumbroso
de un cuasi suburbio todavía llamado, amenazadora y lite­
rariamente, Mataderos, los mencionaba casi todas las ma­
ñanas, Valle era su amigo y lo apreciaba, según mis recuer­
dos prácticamente no tenía otro tema. Ese hombre, dueño
de la casa por decir así, nos llamaba poderosamente la aten­
ción; por empezar, se parecía notablemente a Jules Berry,
un versátil actor francés que actúa un embaucador en una
película de Jean Renoir: desde luego, yo ignoraba esa se­
mejanza pero, al establecerla, me explico parcialmente el
alcance y el sentido de su atractivo porque era un embauca­
dor típico de la década del treinta, que usaba polainas y se
engominaba para salir. Supimos todo sobre él; era en ver­
dad un niño bien del centro que había tenido la pésima
idea de seducir a la sirvienta de su casa, con tanta mala

109
suerte que su familia, al descubrir a la embarazada, lo obli­
gó a casarse con ella, regalándole, como consuelo, por haber­
se casado, una lejana morada para que vivieran la nueva
fase del idilio, de modo que la víctima de la seducción, de
esta manera recompénsada, no se hiciera presente nunca
más en los dominios centrales a los que, al parecer, el se­
ductor podía acceder en la medida en que había aceptado el
castigo. Tampoco el fruto de tales relaciones debía ser visto
por ahí, tres muchachas a cual más hermosa y al mismo
tiempo salvaje. La vida transcurría del siguiente modo: el
seductor se levantaba tarde, salía al patio envuelto en una
bata de baño raída, se sentaba en un banquito y se hacía
cebar unos mates, tarea que la sirvienta elevada a señora
ejecutaba con dedicación; absorbido el primero, como era
de preverse, comenzaba a hablar y narraba sus proezas so­
ciales de la víspera; las cuatro mujeres lo rodeaban y se
embelesaban con su relato, permanentemente reaparecía el
nombre de Valle y la evocación insinuaba que sus contactos
iban todavía un poco más lejos, que abarcaban el lejano y
mitológico mundo de los locutores y las actrices que, decía,
hacen cosas que nadie ve, se besan con los actores mientras
siguen actuando y, en fin, participan de una liberalidad ini­
maginable. Sin dejar de hablar hacía que le trajeran un
espejo de mano, un poco de agua caliente en una taza y los
demás implementos para afeitarse, cosa que hacía con la
colaboración de sus hijas, la una sosteniéndole el espejo, la
otra la taza y la jabonera, la tercera la toalla. Cuando con­
cluía, pero sin cerrar su cuento que las mantenía en suspen­
so, entraba a bañarse y emergía engominado y blanco de
liso y de talco; retomaba su historia mientras pasaba a ves­
tirse, operación que concluía en el patio con una compe­
tencia de las muchachas para lustrarle los zapatos. Cuando
ya no quedaba ningún detalle y la mujer le pasaba el ce­
pillo por el cuello de terciopelo de su abrigo, remataba su
historia diciendo con un suspiro que tenía otra vez cita con
su amigo, el director de Radio El Mundo, donde se comía
admirablemente; a continuación, y ya cerca de la puerta de
calle, adonde todo el grupo se había ido desplazando, saca­

110
ba algunas monedas del bolsillo, nunca más de treinta cen­
tavos, que entregaba a su legítima esposa advirtiéndole que
era “para los gastos”; invariablemente, la mujer tomaba las
monedas y entraba en una especie de estupor del cual salía,
antes de que el hombre desapareciera, mediante una reta­
hila de insultos que secundaban sus tres hijas, hechas unas
quimeras, los pelos enrulados y sucios, vociferando impro­
perios mientras el caballero, a punto de retirarse, se sacaba
con la mano enguantada las pelusas que su abrigo había
podido recoger y se calaba un aristocrático sombrero Orion;
se retiraba de a poco, sacaba algún caramelo del bolsillo y
lo arrojaba hacia las fieras para distraerlas; a esa altura, sin
embargo, ya no engañaba a nadie, sobre todo a la mayor,
una muchacha llamada Alba a la que recuerdo como un
temperamento bellísimo y una suciedad descomunal. A la
mañana siguiente la escena recomenzaba de la misma ma­
nera, con el mismo espejo y las mismas menciones, esas
mujeres eran infatigable e incomprensiblemente adoratri­
ces y alternativamente furias. Alba reía y lloraba, a veces de
rabia a veces de hambre, era agresiva y tierna, y tan igno­
rante que mis hermanas, que mucho no sabían, habían
emprendido la noble tarea de enseñarle a escribir, ya que ni
siquiera podía ir a la escuela, carente hasta de zapatos; esa
misión asumida por mis hermanas resultaba una verdadera
ironía histórica pues nosotros, con dos ciegas en la casa, un
padre severo y melancólico, una desorientación mayúscula
y una pobreza sólo equilibrada por la dignidad, habríamos
debido ser el objeto de la atención y de la ayuda, y no los
descendientes de familias de prosapia, ligadas a directores
de emisoras de radio.
Este no tan lejano marco de referencia se actualizaba
cuando las emisoras presentaban, con gran bombo, una
estrella cómica o una orquesta de tangos que hasta hacía
poco había actuado en otra: se trataba de una guerra de
cuyos términos, batallas y triunfos estábamos al corriente.
Y si bien esto sazonaba y hacía menos pasiva nuestra adhe­
sión al medio, dispensábamos la mayor atención a los pro­
gramas propiamente dichos, de los cuales los más atrapa­

111
dores eran los radioteatros, mezcla de dramones sociales con
conflictos reconocibles entre inmigrantes y criollos, según
el modelo de La gringa, de Florencio Sánchez, o bien de las
narraciones de “reconocimiento”, a la manera de una que
se titulaba, sin ambages, El linyera, cuyo fondo musical
rezaba: “Linyera soy, lo que gano lo gasto lo doy, no tengo
norte, no tengo guía, para mí todo es igual”. Y si bien el
patrocinio musical-poético anunciaba con toda claridad el
conflicto, el temperamento del personaje central y su desti­
no final, en algún momento de la obra se producía un
cambio, el linyera en cuestión acertaba a pasar, por pura
casualidad, delante de la rica mansión en la que había
vivido antes de que el engaño de algún traidor o de alguna
infiel lo hubieran arrojado al miserable mundo de la enran­
cia infinita, y alguien apiadado, llevado por un impulso inex­
plicable, lo hacía pasar y le daba un refrigerio, lo hacía que­
darse hasta que, acaso por la mirada o por un movimiento de
las manos, se producía un reconocimiento con tal profusión
de lágrimas, gritos y música, que todos nos quedábamos
electrizados, dominados por la impresionante intensidad de
los conflictos. Los cómicos, en cambio, que disponían de las
mejores horas, relajaban el ambiente y, como continuado­
res de la tradición sainetesca, aparecían como héroes de la
pista, construían solitariamente un estilo, una gracia, una
comunicatividad que debía ser peculiar porque de lo con­
trario moría. Eran de un talento increíble, jamás se repe­
tían y las ocurrencias que sacaban en cada una de las
apariciones ingresaban rápidamente al lenguaje corriente.
Todavía me hace reir la sempiterna frase de don Bildiger-
no, una creación de Fernando Ochoa:, “animal qu’embo-
rrezco la berenjena”; es una idiotez, lo reconozco, pero
entonces establecía eficazmente un puente con un mundo
exterior en el que la facilidad, el ingenio y la crítica podían
realmente ejercitarse, o al menos yo así lo veía, en tanto que
mi propio horizonte imaginario parecía cegado o limitado
a la pura calificación. Niní Marshall era exquisita en sus
plurales personajes, una verdadera galería de seres que uno
podía reconocer en el barrio, a la vuelta de la casa, y lo

112
mismo Augusto Codecá, cuyo alter ego se llamaba, nada
menos, Alí Salem de Baraja, para morirse de risa: nunca
olvidaré esa situación en la que el divertido turco espera
que su replicante, el solemne doctor Flores, dé comienzo a
su siempre inconcluso discurso; el doctor Flores se aclaraba
la voz, exigía silencio y decía: “Cuba, recostada muelle­
mente a orillas del mar Caribe...” En ese preciso punto Alí
Salem de Baraja encuentra algo que decir y que no tiene
nada que ver, rompe el efecto, hace enloquecer de rabia al
doctor Flores y a nosotros nos divierte hasta las lágrimas. El
hecho es que el aparato nos agrupaba, no creo que discutié­
ramos acerca de lo que había que escuchar y concluíamos
divertidos y emocionados, conectados con un mundo que
yo, al menos, intuía que podía llegar a ser mío, en la pala­
bra y en la simbologia, y que efectivamente fue de mis
padres y de casi todos mis hermanos, en la medida en
que, por turno, fueron entrando en una tierra que aun los
alberga.
En uno de esos veranos, tal vez el de 1941 o el de 1942, no
sólo el calor arreciaba y entontecía las noches impidiendo
descansar sino que mi padre carecía casi completamente
de ingresos y aun de ideas para procurárselos; por las dos
razones todo el mundo estaba disconforme y nervioso, dis­
puesto al ataque, de nada servía acostarse sobre las baldosas
o abanicarse o protestar o desnudarse; si no equivoco las
entonaciones mi padre no participaba de ese estado de áni­
mo quizás porque ya lo estaban atravesando las lanzas de la
enfermedad que no muchos meses después lo llevaría a la
muerte. De repente, rompiendo esa nerviosa inercia, surgió
una posibilidad: le ofrecieron —y aceptó— instalar un pues­
to de venta de alguna cosa, lo que se le ocurriera, en una
kermesse que se estaba organizando para el mes de febrero
en un club de barrio llamado “Villa Malcolm”, el barrio y
el club, con motivo de sus veinte o quince o treinta años de
deportiva, cultural y social existencia. Consiguió el dinero
para la renta y se le ocurrió, con el general aplauso de
todos, que lo conveniente era poner una venta de algo sim­
ple y efectivo, donde no hubiera necesidad de transformar

113
nada, o sea un puesto de bebidas frescas y helados: duran­
te febrero, al menos, comeríamos y tal vez también durante
marzo. El calor exasperante autorizaba la idea, lo mismo
que la conjetura de que mucha gente iría por las noches a
esa sede para divertirse o ver gente o refrescarse. Mis razones
para apoyarlo, y acompañarlo —cosa que no se discutía
porque era obvio que yo debía ayudarlo— eran otras, mitoló­
gicas si se quiere; es que justo enfrente del club había un
cine al que había ido, una inolvidable tarde de un domingo
de otoño, llevado por mi hermano unos años antes, apenas
llegados del campo, para ver una película titulada Muñe­
cos infernales: el cine, el regreso a casa a la salida, ya de
noche y soplando el viento, y la película fueron iniciáticos
para mí, sentí por primera vez que todas mis aprensiones y
cautelas podían ser borradas por un acto imaginario tan
potente que mi alma podía ser ocupada por el miedo como
si mi cuerpo y sus preocupaciones y recuerdos fueran un
objeto vacío; la historia era tan tremendamente terrorífica
que jamás podré olvidar de qué manera implacable cruzó
mi cara una ráfaga de viento helado y cómo me estremeció.
Lionel Barrymore representa un sabio biólogo que, con­
denado por jueces venales a la horca, sobrevive a ella gracias
a uno de sus inventos; como se comprende, intenta vengar­
se, para lo cual se vale de otro invento increíble, unos mu-
ñequitos maravillosos y encantadores que, seduciendo a los
niños, logra introducir en la casa de cada uno de los jueces
que lo habían condenado; en realidad los muñecos son
seres humanos reducidos, mediante un procedimento que
sólo Barrymore conoce, al tamaño de un dedo; son asesinos
implacables, preparados para matar, cosa que hacen des­
pués de despertar de su letargo, con movimientos de espe­
luznante lentitud, más sobrecogedores aún porque todos
duermen, mediante diminutos puñales impregnados de un
veneno mortal, sin duda curare. Quizás al final lo pescan al
biólogo-asesino, quizás nadie logra determinar la causa
de tan insólitos crímenes, el hecho es que era como para no
dormir. En consecuencia, ir al club todas las noches impli­
caba echar una mirada sobre el cine y favorecer una ligera

114
evocación de aquel estremecido miedo; al mismo tiempo yo
hacía, supongo, una curiosa elaboración que no tenía nada
de racional sino que se apoyaba en una comparación extra­
ña, dislocada, en la que lo que se denomina “realidad” se
enfrentaba silenciosamente con el recuerdo del efecto de lo
que se llama “fantasía”. Yo celebraba ese rito, de reojo y al
pasar, cada noche, antes de entrar al club y de ponernos a
preparar el changarro, trabajo por otra parte muy simple
ya que todo era al aire libre; de algún depósito, que ya no
recuerdo dónde estaba, mi padre sacaba sus refrescos, traía
una o dos barras de hielo que picaba y ponía dentro de un
fuentón de hojalata galvanizada, un metal color de acero
con manchitas oscuras, luego acomodaba ahí dentro las
botellas y montaba un pequeño mostrador sobre el cual
colocaba algunos vasos, que seguramente había traído de la
casa; ahí nos poníamos a esperar la clientela al son de la mú­
sica que propalaban los parlantes. Durante los dos pri­
meros días hubo poca gente, cosa que atribuimos a lo que
comienza, pero algo se vendió y, aunque sospechábamos
alguna exageración por parte del club acerca de la impor­
tancia que podían tener sus festejos en el ánimo de las
grandes masas, pensamos que la afluencia de gente sería
mayor sobre el fin de semana. Al tercer día, sin embargo, se
produjo un acontecimiento inesperado que destruyó todos
los cálculos: empezó a hacer frío y los pocos audaces que se
atrevían a ir a la kermesse preferían morir, o tomar algo
caliente, antes que ingerir un refresco o un helado. Las
ventas descendieron casi totalmente, tendencia que se pro­
longó durante el resto del mes. Yo no podía dejar solo a mi
padre, echaba alguna carrera y regresaba a los pocos minu­
tos, lo miraba interrogativamente y él callaba, razón por la
cual yo sabía que no había ingresado a la caja ni un centa­
vo. No había novedades, la música empezaba de pronto a
extinguirse en los altavoces, las luces a apagarse y, por lo
tanto, había qué guardar todo en un silencio desanimado
que nos desgastaba pero que, seguramente, nos hacía sentir
juntos, negados por la naturaleza, despojados por la cultu­
ra. A fin de mes, cuando el permiso había concluido, había-

115
mos perdido dinero y nos habíamos muerto de frío. En el
mismo momento, volvió a hacer un calor insoportable y en
casa, como siempre, no sabíamos dónde meternos para ce­
rrar el ojo y descansar.

116
EPÍLOGO
veces, escribiendo estas páginas, me daba
la impresión de estar escuchando música

A
de Niño Rota, conmovedora, indulgente,
seductora, el fantasma de Federico Felli­
ni por arriba y por atrás. Con un esfuerzo
de sensatez la música llegaba a desapa­
recer, pero quedaba flotando en el aire
vacío una inquietud, la de que otros, los así llamados
res, al leer estas páginas escucharan, metafóricamen
misma música, pero esta vez empalagosa, a pesar de
que he escrito tiene de la evocación tan sólo la apariencia y
no su previsible engolosinamiento; apariencia apoyada,
quizás, en el hecho de que se emplean fórmulas del tipo “en
aquellos tiempos” o “mi padre hacía tal cosa o decía tal
otra” o “nunca olvidaré esa piel mientras viva”, pero de
inmediato desmentida porque aquellos tiempos no podrían
nunca jamás reaparecer ni ser presentados tal como fueron
vividos o transcurridos, ni mi padre podrá re-presentarse
tal como fue, ni esa piel volverá a estar en ninguna parte
salvo por su ausencia. Pero esta incapacidad de “re-presen-
tar” verdaderamente, relacionada con todo recordar, va de
suyo y hacerla explícita es una quimera, o una tontera: en
realidad, y siempre, lo vivido permanece intocado, invulne­
rable en su química de estampa, tal como está almacenada
en mi cerebro; podría, por ello, volver a escribir sobre los
mismos núcleos y siempre se trataría de algo nuevo, de un
laborioso rodeo, de un eterno recomienzo, porque la estam­
pa es inasible, estática, es como una fotografía que sólo yo,
en el mejor de los casos, puedo llegar a ver en su sepia, en
su pátina. Por eso, al final del recorrido, llego a la conclu­
sión de que me equivoqué al citar, como primordial, un
verso de Rubén Darío, inmortal, invencible; en realidad
debería haber destacado, del mismo poema, otro verso, el
que dice “Su extraño rostro fijo en mi mente está”, que
explicaría perfectamente el grado de inmóvil fijeza en que
se encuentran mis propias imágenes.
Entonces, puesto que no se trata de evocación, ¿de qué se
trata? Es fácil decirlo: se trata de escritura. Claro que, dicho

119
de esta manera, el concepto tiene algo de mecánico, como si
fuera tan sólo cuestión de experimentar una expresión y de
pronto uno buscara temas nuevos o más difíciles o más
escondidos con el objeto de ver cómo se las arregla para
resolverlos. Sin contar con que se piensa por lo general que
la escritura es un puro instrumento. Desafiando esa manera
de pensar, para mí la escritura es un tipo particular de
investigación, bastante difusa, sobre la unidad que puede
existir entre un ser, el mío, y un hacer, el de mi relación con
el mundo. La escritura, en esta dimensión, que a lo mejor
sólo se propone o que en el mejor de los casos asume —y
que sería lo que la justifica—, desafía constantemente un
saber normalizado y tranquilo y se lanza, invariablemente,
a una zona desconocida que, en mi caso, es desde hace
tiempo un pensar por fragmentos, una renuncia a toda
fantasía sobre abarcar una totalidad coherente y aplastante.
La imagen de lo vivido permanece, entonces, tal cual,
resonante en su perfecta ambigüedad y resplandeciente en
su redondez: es estática y me conmueve, pero en verdad no
la aprehendo ni la puedo aprehender, razón por la cual la
página final no es final de un recuerdo ni concluye glorio­
samente en una apología soñada, que a pesar de no confe­
sarse como tal se habría realizado, ni piadosamente en la dis­
culpa, ni filosóficamente en la demostración; por eso, no
hay “historia de vida’’ ni antropología de la pobreza ni, en
ese espantoso equívoco, realismo, a pesar de que las aguas
de la sintaxis transcurren tranquilas en el escrito y no hay
crispaciones vanguardistas. Es claro, sin embargo, que la
escritura se desencadena y se enrosca a la manera del recuer­
do, pero eso no implica nada más que lo que implicaría el
hecho de que toda prosa sigue una gramática; esta escritura
persigue sus efectos en un más allá que, para que estas
frases sean verdaderamente un epílogo sobre un texto que
no se cierra, semeja tan sólo un terreno no vedado pero
oculto en el que debo internarme para no morir y para
extraer de lo único que tengo, mis palabras, otra vibración,
otra capacidad, otra fuerza.

120
Los lentos tranvías de Noé Jitrik se terminó de
imprimir el día 26 de agosto de 1988 en los talle­
res de Impresores Cuadratín y Medio S. A. de
C. V., Dr. Vértiz 931 -A, México 03020, D. F.
La edición, de 2 000 ejemplares, estuvo al cui­
dado de Gabriela Becerra.

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