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Capítulo 1

Francia, verano de 1318

─Lo que necesita es otra esposa. ¡Y esta vez tengo a la mujer perfecta!
Edouard Gillet, Comte 1 de Trouville, le dirigió al impertinente Barón una mirada
de paciencia. Esto era lo único que le faltaba para que su día se volviera un completo
desastre.
–Me parece que tuvimos esta conversación hace cuatro años, Hume. Y he de
admitir que no terminó bien.
Gentilmente clavó sus espuelas en Bayard y se adelantó. El calor asesino había
disminuido de alguna manera entre más se adentraban al norte, pero el sudor que
permanecía bajo su camisa acolchonada y su cota de malla no dejaba de provocarle
comezón. Gracias a Dios no se había puesto el pesado casco. Sus pensamientos
confundidos molestaban su cabeza lo suficiente. Y ahora tenía que soportar la
molesta presencia de Hume. Una esposa. Tenía que estar loco para siquiera
sugerirlo.
Dairmid Hume condujo a su montura para estar nuevamente a la cabeza, y
continuó, alegremente inamovible por la expresión de Edouard.
–Su fino muchacho podría necesitar una madre que le enseñe sobre la cortesía,
¿no es verdad? ─señaló con la cabeza al joven Henri que montaba lejos de ellos.

1
Conde en francés. (N.R.)
–Y si recuerdo correctamente nuestras últimas transacciones, mi lord, usted ya
pasa de los treinta años. ¡No se está volviendo más joven! ─continuó el
Barón.Edouard gruñó, casi riéndose.
–Eres el tacto hecho persona, Hume. Me pregunto cómo sigues teniendo la
cabeza sobre los hombros.
No soportaba a este hombre. Casado con una noble francesa, el Barón escocés
había servido como un mensajero entre los reyes de Francia y Robert de Escocia.
Hume usaba cualquier asociación Real que pudiera conseguir para elevar su estado
en la corte.
Tal como había hecho hace cuatro años, el Barón obviamente tenía en mente la
relación de Edouard con el Rey Philip y cómo le beneficiaría. ¿Qué reacción tendría si
supiera que su presa actual acababa de ser expulsado de la corte por su primo Real?
La orden de Philip no era oficial, pero cuando el rostro de este Rey en particular
se enrojecía y su boca gritaba:
─¡Quítenlo de mi vista! ─no dejaba mucho espacio para debatir. No es que
Edouard se hubiera quejado. Aunque había pasado casi toda su vida con compañía
Real, agradecía el cambio aun si no agradecía las circunstancias que lo provocaron.
Como Comte de Trouville, daba consejo al Rey y planeaba estrategias. Luchó y
moriría por Francia, pero insinuarse en la corte inglesa y reunir inteligencia en la
manera indecente que le fue sugerida no era su manera de hacer las cosas. Philip se
equivocó al exigirle hacerlo, y Edouard se lo había dejado claro.
El Rey pensaría en algún tipo de castigo para la rebelión de Edouard, de eso no
había duda, y no tardaría mucho en hacerlo. Un hombre sabio se preparaba para lo
peor. No solo dejaría la corte, dejaría Francia completamente.
Fue por eso que Edouard, su hijo, y dos caballeros se encontraban en camino al
norte. Que se encontraran con Hume y sus jinetes en el camino no había ayudado a
mejorar el humor de Edouard. Aun así, combinar sus dos caravanas y cabalgar los
siete juntos proveía una seguridad a los criminales que Edouard, en su prisa por dejar
la corte, no había tenido tiempo de organizar.
Se dirigía hacia los países bajos. Desde ahí esperaría para conocer los planes del
Rey hacia él. Posiblemente no sería más que perder su lugar como consejero. O
podría perder sus Estados, ciertamente una consecuencia más grave. En el peor de
los casos, podía ser culpado de traición.
¡Hume saldría corriendo retirando su oferta si lo supiera! Edouard casi se sentía
tentado a decírselo, solo para ver su reacción. Pero, hasta ahora, no le había dicho a
nadie, ni siquiera a su hijo o a los dos compañeros que lo acompañaban. Su deber era
seguirlo a donde los llevara sin hacer ninguna pregunta.
Hume siguió presionando.
–Solo pienso lo que es mejor para usted, mi lord ─levantó una mano para detener
la objeción de Edouard. –Sigue sin casarse, molesto por la estupidez de mi hija, sin
duda. Pero todo eso está en el pasado, y tiene que olvidarlo, ¿no le parece?
─Créeme, no tengo deseos de recordarlo ─dijo Edouard apretando los labios. –Ni
tú tampoco si sabes lo que te conviene.
El Barón suspiró. Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza como si estuviera
seriamente consternado.
–Sabe que lo hubiera preferido a usted como hijo político en lugar de ese
comerciante de las tierras altas que escogió. Lamento profundamente las acciones
de mi hija y la manera en que declinó su oferta.
¿Declinó su oferta? Edouard casi se rió por la manera en que Hume lo dijo. Había
huido por su vida hace cuatro años, o eso pensó ella. La pobre mujer se había
aterrorizado a la mera idea de casarse con él, el temido Comte de Trouville, un
hombre que había enterrado a dos esposas y tenía una reputación del mismo
demonio. Incluso cuando Edouard había viajado a Escocia para reclamarla, el
pequeño escocés lo había derrotado completamente. Declinado su oferta. No
entendía cómo Hume llevaba el título de diplomático.
Edouard solo podía culparse a sí mismo por su oscura reputación. Podría haber
cambiado la opinión que Lady Honor tenía de él, si se hubiera molestado en
explicarle los rumores que tanto temía.
Dado que no lo había hecho, la mujer se encargó de tomar las riendas de su
propio destino y huyó a Escocia, alteró sus documentos de matrimonio y se casó con
alguien más. Secretamente admiraba su espíritu incluso más increíble que su belleza.
En una poco característica muestra de sentimentalismo, incluso se había sentido
enamorado de ella por un tiempo.
La había seguido para acabar con el escocés con el que se había casado,
intentando convertir a Lady Honor en una viuda. Quizás debió haberlos matado a
ambos cuando tuvo la oportunidad. En su lugar, le había dado una espada al escocés
y le había dado la oportunidad de luchar por la mujer.
El repentino estornudo de Edouard en la mitad de ese encuentro había decidido
el asunto. El terminar en el suelo con una espada en la garganta tendía a enfriar el
temperamento de un hombre considerablemente.
Ahora estaba aquí, montando junto al padre de esa mujer, con el idiota ansioso
por proponerle otra pareja. Arriesgarse a que los bandidos los atacaran sería
preferible, después de todo.
Detuvo su verborrea mental y se le ocurrió una repentina idea. Hume podría
seguir siendo de utilidad. Edouard necesitaba tierras fuera de Francia ahora. Vivir en
los países bajos, incluso aunque la mayoría de sus empresas marítimas tenían base
ahí, no lo atraía en lo más mínimo. Pero Escocia podía tener su atractivo. Lo que
había visto del salvaje país libre lo había impresionado.
Edouard dio la vuelta a su montura para hablar directamente.
─¿Cómo está esa hija tuya últimamente?
Hume sacó el pecho.
─¡Ah! Me dio un nieto este año. Es ahí a donde me dirijo ahora. Negocios y placer.
─Una parte de las tierras de la dote de Lady Honor están en Escocia, ¿no es
verdad? ─le preguntó Edouard al Barón.
─Sí, una pequeña fortaleza en el norte ─Hume asumió una expresión penitente. –
Sigo diciendo que debió tomar al menos una parte de su dote como pago por su
traición. Honor incluso lo sugirió, si es que lo recuerda.
─No. Las tierras son suyas ─Edouard se detuvo un momento antes de agregar:
─Pero, puede que me interese comprar esa propiedad en particular si ella y su
esposo están de acuerdo. Y si cumple con mis necesidades desde luego.
─Tengo una idea incluso mejor, mi lord, si quisiera considerarla. Puede que gane
un Estado, ¡Completamente gratis! ¡Y la promesa de otro! ─Hume se enderezó sobre
su montura, su sonrisa calculadora advertía sobre su propuesta.
─Dudo en preguntar ─murmuró Edouard.
Hume ignoró el sarcasmo.
–Verá, tengo una sobrina, la única hija de mi hermana, que recientemente quedó
viuda. Una chica gentil, así era Anne la última vez que la vi, y ahora es la madre de un
chico de diez años. Ustedes dos, al igual que sus hijos, se beneficiarían de la alianza. Y
tranquilizaría mi conciencia en lo concerniente a la traición de mi hija ─dijo Hume. –
Tengo que buscarle pareja a mi sobrina mientras esté en Escocia, ¿y quién mejor que
usted? ¿Puede ver cómo intervino el destino?
Destino. Sin importar cuán poco le agradara ese hombre, Edouard se preguntó si
Hume podría tener razón. Era extraño que la provincia los hubiera puesto juntos en
un momento así. Un momento en que Edouard realmente necesitaba un nuevo
hogar, una esposa y una madre para su hijo.
Si esta sobrina de Hume se parecía en lo más mínimo a Lady Honor… Bueno, no
haría daño escuchar a lo que el viejo demonio tuviera que decir.
─¿Tienes disposición de ella? ¿Qué hay de sus padres?
─Murieron hace años, mi lord. Su hijo heredó los valores de Baincroft, pero Anne
es dueña de aquellos lugares contiguos. Además, tendrá al menos ocho años para
aumentar sus propiedades mientras administra el Estado de su hijo por él. La guerra
nunca tocó ninguno de esos lugares y los beneficios de ambos son excelentes.
Créame, esas tierras están en un mejor lugar que aquellas que ofrece comprar de mi
Honor y de Alan Strode.
Edouard no pudo descartarlo inmediatamente. Ninguna mujer desde Lady Honor
lo había atraído para ser candidata a ser su esposa. Tanto así que no había
considerado el matrimonio desde hace algún tiempo. La corte Francesa tendía a
atraer mujeres como su madre, hastiadas, promiscuas, y hambrientas de poder. Valía
la pena considerar la oferta de Hume.
─Dijiste que tiene a un niño de diez años, ¿y no ha tenido más? Ya no debe poder
tener más ─ dijo Edouard. Ningún hombre deseaba a una mujer seca.
Hume pareció preocupado mientras jugaba con su barba.
–Anne tiene veintisiete, me parece. Sí, debe ser así, pues se casó a los dieciséis
─su rostro se iluminó. –Fue culpa de su esposo que no tuviera más. Estoy seguro.
Tenía casi sesenta años, después de todo.
─Podría ser ─contestó Edouard sin demasiado entusiasmo, pero la suposición de
Hume tenía sentido. Ya había tenido éxito teniendo un hijo, y probablemente tendría
más con un esposo más joven. Ser un padre de nuevo era algo que atraía a Edouard.
Tener un Estado fuera de Francia era incluso más atractivo en ese momento. La
oferta de Hume tenía su mérito si la mujer resultaba ser apropiada.
Y el Barón tenía razón sobre tener una madre para Henri. Vivir entre su fortaleza
de soltero y el libertinaje de la corte lo habían convertido en una especie de
gamberro. Aprender algunas gracias sociales de parte de una mujer podría suavizar
su duro exterior.
Entre más pensaba en ello, más crecía el interés de Edouard. No le agradaba
Hume personalmente, pero era el padre de esa maravillosa criatura que Edouard una
vez lamentó tanto perder. ¿Podría ser que su hermana hubiera criado a alguien
igual?
─Descríbemela, con todo y verrugas ─ordenó.
Hume se rió.
–Ninguna verruga, mi lord. Anne se parece mucho a Honor en apariencia. Piel
suave como la crema nueva. Su cabello tiene un largo y un volumen que lo hace
parecer olas oscuras. Sus ojos son profundos como las aguas misteriosas de un lago
de las tierras altas.
Así que Hume iba a ponerse poético, musitó Edouard. Escuchó con la lengua
contra la mejilla mientras el tío orgulloso continuaba:
─Recuerdo que su brillante melena le llegaba a la cintura el día en que se casó.
Sus ojos exquisitos ligeramente inclinados. Ambas tienen la apariencia de mi madre,
que siguió siendo encantadora aun después de su juventud. Pero en temperamento
Anne ha resultado ser más manejable que mi Honor. Hizo su deber cuando fue
comprometida, y lo hará de nuevo.
Edouard se preguntó qué tipo de persuasión se requería para que una mujer de
dieciséis años se casara con un hombre del triple de su edad. Pero Hume parecía
tener confianza en que la mujer aceptaría si Edouard realizaba una oferta.
En caso de que llegara a hacerlo, Edouard decidió enviar a Sir Armand con una
carta a su fábrica en París. Le ordenaría que recolectara y mandara todos los bienes
portables de sus propiedades en Francia a Escocia.
Edouard llevaba con él las monedas y joyas que pudo tomar, en caso de que su
primo Real decidiera confiscar sus Estados. Los beneficios de sus inversiones en los
Países Bajos también podían ser fácilmente dirigidos a Escocia.
Incluso si nada resultaba de la reunión con la sobrina de Hume, Edouard
construiría o compraría un lugar para vivir cómodamente cerca de Edimburgo.
Cuanto más pensaba en ello, más agradecía este cambio en su vida. Sí, ¿por qué
no comenzar de nuevo en Escocia, libre de la intriga y las maquinaciones necesarias
para mantener su lugar en los círculos Reales de Francia? Eso le vendría a la
perfección, ya fuera que se casara con esta escocesa o no.
Hasta ahora, nunca había considerado seriamente lo cansado que estaba de todo,
o lo perjudicial que podía ser la vida de la corte para la crianza de Henri.
El destino bien podía estar a cargo de esto.
Hume se removió impacientemente en su silla.
–Bueno, ¿qué dice, mi lord?
─Muy bien. Conoceré a esta sobrina tuya. Luego veremos. Pero te lo advierto, no
me casaré con una mujer que no quiera hacerlo. Si decido ofertar por Lady Anne, tú
no intervendrás como lo hiciste con tu hija, Hume. ¿Está claro? ─le dirigió una mirada
de advertencia. –En lo absoluto.
El Barón contestó con una sonrisa beatifica.
–Oh, no será necesario, mi lord. Estoy seguro de que le encantará a mi sobrina.

*****

Dos semanas después, Lady Anne estaba en el salón de la fortaleza de Baincroft,


sorprendida ante la horrorosa sugerencia de su tío. ¿Otro matrimonio? No podía
aceptar esto, no lo haría.
Maldijo al canalla que le avisó de la muerte de su esposo. Pensó que debió saber
que las noticias de Escocia tenían que llegar a la corte de Francia con alguna
regularidad, pero Anne había esperado que la muerte de un noble menor sería
demasiado mundana para reportarla. Aparentemente no.
─El Comte de Trouville quiere inspeccionar tus tierras de lote y llegará
directamente. ¡Me adelanté para prepararte y asegurarte que es perfecto! ¡Solo
piénsalo, querida, su título equivale al de un conde, y tú serás una comtesse 2, una
condesa!
Intentó tomar sus manos, pero ella las apartó. Luego, conocedora de su absoluto
poder sobre ella, suavizó la ruda acción con una sonrisa forzada. No ganaría nada
rebelándose.
Cierto, solo había visto a su tío dos veces en su vida, incluyendo esta visita, pero
claramente se tomaba seriamente las relaciones familiares.
─Sé a qué equivale su título, Tío. Pero te juro que Robert y yo podemos
encargarnos de Baincroft por nuestra propia cuenta. Llegó a la edad de la razón hace
tres años. Su gente lo ama y están ansiosos de servir a su lord, a pesar de su
juventud. Verdaderamente no tengo deseos de volver a casarme. Te ruego que me
complazcas en esto.
Vio inmediatamente cómo se elevaba su hiel, y que no podría razonar con él, sin
importar lo dulcemente que hablara.

2
Concesa en francés. (N.R.)
─¿Qué te complazca? ─escupió furioso y luego la observó con furia. Apuntó un
dedo hacia su rostro. –Escúchame, Anne, pues no tengo tiempo para convencerte
amablemente o azotarte hasta que me hagas caso. Trouville es primo del Rey
Francés. Necesito esta conexión y no aceptaré ninguna negación de tu parte. Si dices
una sola palabra, o diriges una sola mirada de rechazo a la propuesta de este
hombre, ese hijo tuyo estará en camino a Francia conmigo en el siguiente bote.
Anne no pudo contener su grito de protesta.
Él asintió y sonrió malvadamente cuando la escuchó.
–Sí, me pareció que eras una madre gallina cuando hablaste de tu único polluelo.
No volverás a ver a tu preciado Robert nunca jamás si te rehúsas a esto. ¡Sabes que
tengo derecho a criarlo! Ocho años, Anne. Piensa en eso.
Anne cerró los ojos y luchó contra la furia que explotó en su interior. Primero su
padre la había forzado a casarse con MacBain, un hombre mucho más mayor, rico, y
odioso que su propio padre. Once años había pasado en ese infierno. Once años de
soportar calumnias constantes, incluso crueldades directas. Y casi nueve años
escondiendo de su vista al hijo que MacBain llegó a odiar.
Ahora su tío la lanzaría de vuelta al pozo de desesperación del que acababa de
escapar por la gracia de la muerte de MacBain.
Aunque la mataba someterse a otro matrimonio, mantener a Robert a su lado
debía ser su prioridad principal. Incluso si tuviera la habilidad de sobrevivir bajo el
cuidado de alguien más, ella nunca permitiría que fuera a la fortaleza de su tío. No
duraría ni un día.
Podía decirle la verdad a su tío, desde luego, y no querría llevarse a Rob. Pero si
Dairmid Hume descubría la debilidad de Robert, nunca le permitiría a su hijo
quedarse con Baincroft. Su tío le diría al Rey que le diera las tierras a él siendo el
hombre más cercano a Rob.
Demandaría saber cómo podría un chico que no podía escuchar o hablar
propiamente esperar gobernar o conservar lo que había heredado. Todo se perdería.
Nadie con autoridad defendería los derechos de Rob o a él de ninguna manera. La
corte estaría de acuerdo con Lord Hume.
Lo sabía porque hace menos de un año, el castillo de Gille MacGuinn y su título
habían sido pasados a su hijo cuando el anciano, que aún no tenía siquiera ochenta
años de edad, había quedado ciego en un accidente. El que había sido un gobernador
ahora vivía por la caridad de su hermano. El precedente estaba demasiado claro para
Anne.
Solo ella podía salvar los derechos de nacimiento de su hijo.
Gracias a Dios el problema de Rob era invisible. Aun así, la sordera no era algo
fácil de esconder. Había contado con la renuencia de MacBain de admitir que había
procreado un hijo así, y por la esperanza que él sentía de tener a un hijo menos
defectuoso. Ahora que el anciano estaba muerto, dependía del amor de aquellos que
servían a Rob para ayudarla a ocultar su discapacidad.
Mientras su secreto siguiera siendo secreto, ella podría conservar Baincroft en
nombre de su hijo hasta que tuviera la edad suficiente. Para entonces, lo habría
rodeado de tanto apoyo que nadie podría privarle los derechos de su herencia. Y ella
le probaría a su señor feudal, Robert Bruce, que las tierras de su hijo habían
funcionado perfectamente y habían creado beneficios por años bajo el cuidado de
Rob, a pesar de su sordera.
Su matrimonio terminaría con la amenaza inmediata de su tío, eso era cierto,
pero solo crearía una nueva. Este conde que había traído para que se casara con ella
podía usurpar las tierras de Rob, usando su influencia con el Rey francés, obteniendo
la bendición del Rey Robert Bruce para el robo.
Lo mejor que podía esperar era que este noble francés solo la quisiera por sus
propiedades y lo que estas producían. Tenía qué descubrir cómo eran las cosas.
–Mencionaste su afiliación Real. ¿El conde regresará pronto a Francia entonces?
Hume habló más calmadamente, obviamente seguro de su obediencia.
–Oh, definitivamente. Trouville es un hombre muy importante y el Rey Phillip lo
necesitará. Además de su papel como consejero, Trouville siempre participa en los
torneos como el campeón del Rey. Sí, estoy seguro de que tendrá que volver pronto.
Ella asintió.
–Ya veo. Supongo que meramente desea establecer un Estado aquí para obtener
ganancias extra. ¿Es eso correcto?
─Desde luego. ¿Qué otra razón podría tener? No es como que desee tu persona
─le sonrió entonces, como si no acabara de amenazarla para obtener lo que quería. –
Pero te querrá una vez que te vea, querida. Si le sirves bien como esposa, quizás
incluso te pida que lo acompañes a la corte. El sueño de cualquier mujer. Amarás
estar ahí.
Bueno, ella se encargaría de que la dejara aquí. Aquí, para que ella y su hijo
pudieran continuar como lo habían estado haciendo desde la muerte de MacBain.
Ocultaría el secreto de Rob de ambos hombres, a toda costa, incluso aun teniendo
que ceder en cuestión al matrimonio.
Este conde no podía ser peor de lo que había sido MacBain, y ella podía soportar
lo que fuera por el tiempo que se quedara ahí. Lo que fuera, para recuperar al menos
algo de la paz y libertad que había conseguido, y seguridad para su hijo. Si rechazaba
a este hombre, su tío solo encontraría otro, uno que se quedara en Baincroft para
siempre. Y, mientras tanto, se llevaría a Rob con él. Qué Dios no permitiera que eso
pasara.
Anne asintió.
–Muy bien, si juras dejar que mi Robert se quede conmigo, haré esto por ti.
─Te lo prometo con gusto ─asintió, felizmente. –Sabía que verías que es lo
correcto.
Rápidamente le ordenó a una de las sirvientas subir y limpiar las habitaciones de
visitas principales, y arreglar un cuarto adicional para su tío. No había tiempo de
hacer más.
La puerta del salón se abrió de golpe. Un fornido joven que llevaba una
vestimenta de aspecto costoso entró como si fuera el dueño del lugar.
Dos caballeros entraron detrás de él, sus espuelas rallaban el suelo bajo la
delgada capa de juncos. Con sus brillantes cascos descansando en sus brazos.
Enormes espadas se movían en sus cinturas. Eran una vista formidable, esos dos.
Anne resistió la urgencia de retroceder.
El chico se detuvo a poca distancia de ellos, hizo una reverencia formal y anunció:
─El conde de Trouville, mi lady, Lord Hume.
No tuvo problema distinguiendo cuál caballero llevaba el título. Tenía que ser el
oscuro. Si su aire de absoluta supremacía no lo había proclamado, entonces su
ejemplar vestimenta lo había hecho. Llevaba una sobrecubierta que llegaba hasta sus
rodillas que tenía el color de las ciruelas maduras, blasonado con colores negro y
plata. Su espada tenía varias joyas magnificas en el mango, y Anne no pudo distinguir
una sola mota de polvo en las uniones de su cota de malla. El polvo del camino nunca
se atrevería a posarse sobre algo así.
Su compañero era bastante pálido en comparación. Tenía el cabello claro, vestía
de color azul cielo con blanco, mediría una mano menos de altura y no era tan ancho.
Incluso con lo ricamente que vestía, Anne nunca lo confundiría con un Lord. No tenía
la presencia imponente ni la seguridad del otro.
Aun así, ambos parecían haberse vestido para impresionar, sentía ganas de
preguntar dónde era el torneo.
Su tío la empujó levemente.
–Mi lord conde, quisiera presentarle a mi sobrina, Lady Anne.
El conde extendió su guantelete derecho al chico, que rápidamente se lo quitó.
Luego, agraciadamente, hizo una reverencia y Anne automáticamente extendió su
mano. Él se la llevó a los labios y apenas rozó sus nudillos. No la hubiera tocado en lo
absoluto si ella no se hubiera estremecido.
─Bienvenido a Baincroft, mi lord ─dijo, intentando no sonar como que le faltaba el
aliento. Muchos hombres habían visitado a su padre y su esposo, pero nunca en su
vida había visto a uno parecido.
Era oscuro como un pecado. Su cabello oscuro como la medianoche colgaba hasta
la orilla de la gorguera de acero que protegía su cuello. Sus largas pestañas cubrían
sus ojos color nuez, que la observaban con curiosidad y no poca admiración.
Anne sintió su rostro enrojecer bajo su escrutinio. Llevaba uno de sus vestidos
viejos, de lino rojizo, y su cabeza no estaba cubierta de ninguna manera. MacBain le
había mandado vestirse con griñones anticuados, y no tenía nada más que ponerse
en la cabeza. No importaba. Era mejor si Trouville pensaba que no sabía vestirse. La
dejaría en Escocia donde pertenecía.
Para un hombre que acababa de llegar de un largo viaje, se veía
remarcablemente arreglado, limpiamente afeitado, bien peinado y sin ningún aroma
desagradable. ¿Siquiera sudaba?
Sus facciones, aunque refinadas, no tenían nada de la suave simpatía que había
esperado de alguien de la corte. Ni tampoco su figura. Parecía endurecido por
batallas y tenía músculos ganados con ejercicio, juzgando por su presencia, la
amplitud de sus hombros y la estrechez de su cintura y caderas. Aterrador lo
describía bien. Lidiar con él tomaría mucho esfuerzo.
Él se enderezó y finalmente soltó su mano.
–Mi lady, quisiera presentarle a Sir Guillaume Perrer, caballero a mi servicio
─esperó hasta que el hombre hiciera una reverencia. –Y el heraldo de este día, mi
hijo y heredero, Henri Charles Gillet, mi escudero.
Anne observó la seria expresión del joven que era idéntica a la de su padre.
Demasiado joven para ser escudero, pensó. Parecía apenas tener más de trece. Sus
modales parecían tan impecables como los de su padre.
─¿Henri? ¿Ves a ese hombre junto a las escaleras? Te mostrará la habitación
donde tú y tú padre se quedarán.
Pensándolo bien, después de recordar el hambre constante de los jóvenes en
crecimiento, añadió con una sonrisa:
─Comeremos en una hora. ¿Supongo que te gustan los dulces? ─él le sonrió
repentinamente y toda su apariencia se transformó.
Cuando regresó su mirada al padre, notó una expresión de alivio, casi tan
transformadora como la sonrisa de su hijo.
─¿Se sentará para tomar vino, mi lord? Usted y Sir Guillaume deben estar
cansados ─señaló el estrado.
─Le agradezco, pero subiré con mi hijo para quitarme la armadura ─se giró hacia
el caballero. –Encuentra los cuarteles, Gui, y vuelve para la comida de la tarde.
Anne rápidamente se dirigió a la cocina para ordenar comida extra. Luego envió a
Simm, su administrador, a buscar rápidamente a su hijo y enviarlo a su habitación.
Durante la cena, el conde se sentó en el asiento de honor, su tío a su izquierda y
ella a su derecha. El joven Henri sirvió a su padre y permaneció parado detrás de su
silla. Sus hombres y la gente de su tío estaban sentados en las mesas menores con su
pastor, un poco más alto que el administrador y las demás personas del lugar.
Ni una sola vez hizo un comentario el Lord respecto a la pobre comida preparada
para las visitas inesperadas. Tampoco señaló nada sobre el estado de la fortaleza.
Aunque estaba escrupulosamente limpia, Baincroft no contaba con ninguna de las
frivolidades a las que seguramente estaba acostumbrado. Seguramente no tendría
deseos de quedarse ahí por mucho tiempo, pensó con satisfacción.
Lo mejor de todo era que no había mencionado la ausencia de su hijo. Robert, por
derecho, debería estar con ellos en la mesa, o al menos servir como paje.
Anne notó que, al contrario de Sir Guillaume, Trouville no dirigía miradas
despectivas hacia el salón o la gente en él, si se sentía confinado en una enorme
choza llena de plebeyos, su Señoría lo escondía bien y parecía bastante feliz
exactamente donde estaba. Muy educado de su parte, decidió.
Considerándolo todo (y a pesar de su aterradora apariencia) el conde parecía un
hombre agradable. Pero Anne no se atrevía a engañarse a sí misma. Su graciosidad la
sorprendía, pero sabía que debía esperar una decepción. Después de todo quería su
mano y sus propiedades. ¿Por qué no se comportaría de manera encantadora?
MacBain había hecho lo mismo cuando se conocieron. No había durado mucho.
Después de que la comida terminara, el conde pidió hablar con ella en privado.
Preparándose para la inminente e inevitable propuesta, lo invitó calmadamente a
compartir una copa de vino en su solar privado que estaba junto al salón.
─Todo será apropiado, mi lord, pues no es mi habitación ─le aseguró mientras
entraban. –Encuentro adecuado arreglar mis negocios en el solar durante el día,
dado a que tiene mejor iluminación. También cocemos y tejemos aquí, pues es más
cálido que el mismo salón. Tengo habitaciones en el piso superior para mi uso
privado.
Él le ofreció su brazo.
–Nunca cuestionaría su propiedad, Lady Anne, pues veo que la practica
modélicamente.
Su rostro se encendió ante su cumplido.
–Es muy galante, mi lord, siendo que apenas me conoce.
Su mano libre cubrió la de ella, que se encontraba sobre su manga.
–Una condición que espero arreglar pronto.
En el momento en que se acomodaron en las sillas de respaldo alto junto al
fuego, dijo:
─Sé que su tío le habló de mí antes de que llegara. ¿Está de acuerdo en una unión
entre nosotros, mi lady?
Qué sorpresa, obviamente no le gustaba llevar las cosas con calma una vez que
tomaba una decisión.
─Sí ─dijo solo después de dudarlo por un momento. Lo miró directamente a los
ojos, esperando hacerlo sin ninguna expresión. –Estoy de acuerdo ─pero primero
moriría que agradecerle por el honor.
Él terminó el contenido de su cáliz y lo puso en el suelo. Luego tomó sus manos,
dejó su propio cáliz a un lado, y la hizo levantarse con él.
Sin ninguna advertencia, se inclinó y unió sus labios, sellando el acuerdo.
Anne se quedó quieta, sorprendida por el calor de su boca sobre la de ella y el
placer que provocaba. Él la soltó y se apartó. Ahora no se tocaban, pero podía
sentirlo. Su mirada alegre tenía tal cantidad de satisfacción que debía saber lo fácil y
profundamente que había movido sus sentimientos con lo que debió haber sido un
gesto formal.
Esto no funcionaría. Parpadeó para romper el trance y sacudió su cabeza para
despejarla. Si el hombre podía eliminar cualquier pensamiento con tomar sus manos
y darle un beso de paz, ¿qué clase de encantamiento lograría cuando tuvieran
intimidad real?
No, esto no funcionaría en lo absoluto. Ahora tenía que cuidarse de sí misma así
como de él.
Gracias al cielo no se quedaría ahí por mucho tiempo.
Capítulo 2

─Su tío ya tiene los contratos listos, sin duda ─dijo Trouville. Inclinó la cabeza y
levantó la boca hacia un lado con una sonrisa conspiradora. –Lo he visto escribir
como un clérigo loco cada noche durante la última semana.
─Parece ansioso de terminar con esta unión ─le contestó Anne, preguntándose si
el conde sabía por qué. Si era así, ¿se oponía a ser usado en las ambiciones de su tío?
Trouville no parecía un hombre que dejara que lo utilizaran a menos de que pensara
que ganaría más de lo que tenía que ofrecer. Bueno, ciertamente sería así si se
casaba con ella.
─¿Tenemos que esperar por las amonestaciones?─ preguntó el conde. ─¿Tiene a
un pastor que aceptará nuestra palabra de que no hay ningún impedimento? Hume
podría servir de testigo en eso.
Anne desearía terminar con esto inmediatamente, pero sabía que no podía ser.
–Mi tío probablemente querrá tantos testigos como pueda conseguir.
Las oscuras cejas del conde se fruncieron.
–Debo volver a la costa en tres días para recibir una embarcación, y quiero dejarlo
todo listo antes de irme. No hay necesidad de convertir esto en un Día de Mayo. Es,
después de todo, su segundo matrimonio y mi tercero.
Entonces pareció reconsiderar su abrupta confesión.
–A menos, claro, que desee hacerlo algo grande.
Anne rápidamente sacudió la cabeza mientras luchaba por ocultar su alivio de
que se fuera tan pronto.
–Oh, no, preferiría no hacerlo.
La manera rápida en la que cedió le ganó una sonrisa que hizo que su corazón
diera un salto.
─¿Siente que necesita más tiempo para preparar a su hijo? No tomé eso en
consideración, ¿evitó nuestra presencia a propósito?
─Oh, no, mi lord. No sabe nada de esto todavía. ¿Cómo podría, cuando todavía no
había nada oficial entre nosotros? Robert no causará problemas. Se lo prometo.
─Está bien. No tenemos que esperar más entonces ─dijo firmemente.
─Como desee ─concordó. –Hablaré con el Padre Michael mañana en la mañana.
Puede realizar la ceremonia el día después, si le parece bien.
Él levantó una ceja y cruzó los brazos sobre su pecho, recargando su peso sobre
un pie. Anne pensó que parecía haber practicado la pose, pero no le importó. Era
alguien extremadamente agradable de mirar y parecía saberlo.
─¿No tiene reservas, mi lady, de casarse con un extraño? ¿No le interesa saber lo
que yo puedo aportar al trato?
Anne sabía el poder de la adulación, pero no había encontrado muchas ocasiones
de utilizarla en los últimos años. Agachando la cabeza tímidamente, la utilizó en ese
momento. Mantener la buena imagen que tenía de ella sería algo útil para su causa.
–Usted es extremadamente apuesto, mi lord, y valiente. Obviamente, no es
ningún indigente, y ha venido desde muy lejos para honrarme con su cortejo. Me
casé antes con un extraño por ninguna razón más que alterar mi estado de soltera y
porque mi padre así lo dispuso. ¿Cómo podría no hacerlo cuando tengo más buenas
razones de las que jamás había soñado?
─¡Qué dulcemente lo dice! ─señaló mientras la recorría completamente con la
mirada con una cálida y sugerente expresión. –Empiezo a creer que este acuerdo
nuestro fue planeado en los cielos.
O en el infierno, pensó Anne.
–En efecto ─contestó inclinando levemente la cabeza.
Anne podría haber jurado que el pecho del hombre se expandió cuando lo halagó.
Lo más probable es que su cabeza lo había hecho también, pensó secamente.
─Ah, lady, qué honor me hace ─señaló. Sonaba increíblemente sincero, pero Anne
dudaba que realmente se hubiera sentido honrado de esa manera alguna vez en su
vida. Pero escondía bien su arrogancia.
Incluso dando cumplidos, se esforzaba tanto como podía.
–Rezo porque su hijo apruebe esta unión tanto como su hermosa madre. Si es así,
predigo que este será uno de los mejores eventos de mi vida sin ningún punto
negativo.
Anne pensó en una razón para que Robert no se les hubiera unido en la comida.
El conde debía tener curiosidad, ya que lo había vuelto a mencionar.
–Robert no pretendía faltarle al respeto, mi lord. Es solo que es muy vergonzoso
con los extraños. Y no se siente bien. Hablaré con él cuando regrese a mi habitación.
─¿Duerme con usted y sus mujeres, mi lady? ¿Un chico de diez años?
Anne sacudió la cabeza como si compartiera su diversión.
─¡Claro que no! Dormía en la habitación del lord, tal como era su derecho. Pero
ahora que usted ha venido, ordené que llevarán sus cosas a mi antesala ─bajó la voz
como si estuviera compartiendo un secreto. –Robert piensa que se quedará a dormir
ahí para protegerme mientras recibimos a invitados poco conocidos ─se rió
suavemente para asegurarse de que apreciara la pequeña broma y no se ofendiera.
─Qué buena es protegiendo el orgullo de un jovencito ─dijo. Su rostro se suavizó y
Anne tuvo que evitar suspirar. Su aspecto hacía que sus rodillas temblaran. Y no
precisamente por miedo. Debía tener cuidado de sus propias reacciones. Era la
primera vez que trataba con un hombre que la atraía. Nunca había conocido a
alguien que lo hiciera.
Una vez que estuvieran casados, Anne no se atrevería a negarle sus derechos. En
el fondo de su mente, se preguntó si no sería tolerable. Tolerable o no, tenía que
complacerlo, desde luego, y enviarlo en su camino. La idea de esa necesidad no le
preocupaba tanto como debería.
Tenía que encargarse de que no hubiera ocasión de molestarlo mientras estuviera
ahí. Un pedazo de carne mal cocinado, una copa de vino agria, un mozo de cocina
que gritara cerca de él. El conde no reaccionaría diferente a como lo habían hecho su
padre o MacBain. Pero el hecho de que solo tendría que mantenerlo feliz por menos
de tres días, la consolaba infinitamente. Podría lograrlo.
Anne aclaró su garganta y levantó la barbilla.
–El día después de mañana entonces, y tendremos que casarnos para que pueda
irse temprano la mañana siguiente. Pero preferiría que se lo dijera a mi tío usted
mismo, mi lord. Podría pensar que es cosa mía que nos apresuremos a casarnos.
El conde se rió y Anne se sonrojó. Debía pensar que acababa de admitir que
estaba ansiosa por casarse.
─¡Le aseguraré que fui yo quien lo organizó! Y le agradezco por considerar mi
necesidad de dejarla tan pronto después de nuestra boda, Anne. ¿Puedo hablarte
informalmente?
Sonrió encantadoramente de nuevo, y tocó su rostro con un dedo. Anne se tensó
ante su impertinencia, y eso hizo que se relajara. Era su prometido, después de todo.
Debía permitir que la tocara. Y en realidad se sentía bastante bien.
─Puede hablarme como quiera, mi lord.
─El nombre de santa parece apropiado para una dama tan amable. Mi nombre
cristiano es Edouard, si es que quieres utilizarlo. Desearía que lo hicieras ─hablaba
muy amablemente. Oh, una persona con práctica siendo encantadora, pero la fruta
más dulce podía ocultar el centro más podrido. Eso era un hecho.
─Edouard ─permitió una suave promesa de compromiso entrar en su voz. –Tiene
un nombre fuerte. Significa protector, ¿no es verdad?
Él asintió. Luego cruzó los brazos sobre su amplio pecho y la observó como si
estuviera considerando algo.
–He decidido que nuestra unión será por amor ─dijo de manera determinada.
─Oh, ¿de verdad? ─contestó Anne, riendo felizmente a pesar de sí misma. Esa
inesperada broma la complacía. El hombre parecía permanentemente feliz con la
vida en general y eso le gustaba. Aunque a veces tenía una expresión seria, tal como
ahora, Anne pensó que la utilizaba solo para resaltar sus ocurrencias.
─Sí, me parece que eso será lo mejor.
Ella intentó ponerse seria, determinada a compartir su indiferencia.
–Ah. Bueno, eso explicaría nuestro día completo, comprometidos y nuestro
apresurado matrimonio, si alguien llega a preguntarnos.
Él asintió y apuntó un dedo en su dirección.
─¡Eso también! Buena idea. Pero no, me refiero a que deberías amarme.
Sinceramente.
Anne apretó los labios, intentando contener cualquier risa. Aclaró su garganta y
respiró profundamente antes de hablar.
–Amarlo. Ya veo. Una idea inusual. ¿Por qué querría que hiciera eso, me
pregunto?
El conde se encogió de hombros y levantó las manos.
–Creo que ayudaría a nuestra felicidad. ¿Preferirías odiarme?
Ella pasó junto a él para dejar la habitación, insegura de qué decir después. Este
tipo de conversación era nuevo para ella.
–Bueno, ¡desde luego que no quiero odiarlo! Pero sea razonable, mi lord Edouard
¡apenas lo conozco! Y es tan inminentemente fácil de amar que asume que yo…
─Oh, puedo ser bastante amoroso ─la interrumpió con una media sonrisa. –
Aunque algunas lo negarían, sé cómo serlo.
Ella se rió entonces.
─¡Yo diría que sí! ¿Qué hay de mí entonces? ¿También debería amarme? ¿Cómo
sabe que no tengo el corazón más oscuro de Christendom, hmm?
Él sonrió completamente y levantó ambas cejas.
─¡Porque conozco a la dueña de ese corazón, querida, y no eres tú! Y para
responder a tu pregunta, sí, voy a amarte.
Anne sacudió la cabeza y giró los ojos.
–Bueno, amor o no, no nos faltarán risas, ¿verdad? Qué buen concepto, casarse
por matrimonio. No me pareció que fuera alguien sentimental. Dígame, ¿cuándo
tomó esta decisión, de amar y ser amado? ¿Y por una esposa de todas las personas?
Él caminó hacia la ventana del solar y miró hacia afuera, dándole la espalda.
–Yo diría que fue el momento en que mis ojos se posaron sobre tu dulce persona.
Pero, a decir verdad, he pensado en ello durante años. ¿No sería algo único?
Lo sería, admitió Anne. Pero no importaba que fuera de una manera o la otra, si
las dos personas involucradas vivían en dos países diferentes. Aunque, esa podría ser
la única manera en que un amor de esa índole podría sobrevivir. Eso también debía
ser lo que estaba pensando.
Se le ocurrió que podría haberse esforzado haciendo esta oferta de amor para
mantenerla fiel a él mientras vivía apartado de ella. En ese sentido, no necesitaba
preocuparse en lo más mínimo. No tenía intención de atraer la atención de ningún
otro hombre.
─¿Entonces usted verdaderamente cree en el amor? ─aunque hizo la pregunta
con un tono juguetón, Anne realmente quería saber lo que pensaba, pues no
pensaba que tal emoción existiera entre un hombre y una mujer, además de en las
canciones y poemas. Ciertamente nunca había existido en la cercanía de su
existencia.
─Absolutamente y sin ninguna duda ─contestó rápidamente, mientras daba la
espalda a la ventana. –Sé que muchos temen combinar el amor con el matrimonio,
pero he soportado dos matrimonios sin él y…
─Y yo uno ─añadió, interrumpiéndolo. –Pero si nunca ha conocido el amor,
¿cuándo decidió que era capaz de amar?
─Cuando vi el rostro de mi hijo cuando nació. ¿No amaste tú al tuyo?
─Sí, desde luego, ¡más que a cualquier otra cosa! ¡Pero no es lo mismo! Amar a
un niño no es lo mismo.
─En lo absoluto ─concordó. –Pero prueba que un sentimiento más profundo, que
querer a alguien más que a uno mismo es posible. Me gustaría sentir eso por una
mujer. Por ti. Si pudieras regresar el favor y amarme igualmente ─acarició su mejilla
con una mano y ella no pudo resistir recargarse en sus caricias.
Luego lo miró.
–Creo que el amor no se crea bajo ese tipo de condiciones, mi lord. O uno ama, o
no lo hace.
Él le dio un golpecito en la nariz con un dedo.
–Crearemos nuestras propias reglas, tú y yo. No habrá amor no correspondido
entre nosotros. Tú me amarás, y yo te amaré, sin ninguna reserva. Lo he decidido.
El hombre estaba un poco loco, o sino estaba completamente metido en estas
tonterías para hacerla reír y aliviar el ambiente de esta propuesta suya.
La chispa de diversión en sus ojos en ese momento le dijo cuál de las dos
opciones era. Le estaba mostrando cómo eran las cosas entre su divertido círculo de
conocidos, sin duda. Podía haberse criado en el campo, pero había escuchado
muchas historias sobre cómo se comportaban los nobles mejor hablados. Hablar
sobre el amor y temas por el estilo era considerado un pasatiempo divertido en la
corte, eso proclamaban los juglares viajeros. Había sido así desde los tiempos de la
Reina Eleanor.
¿Qué importaba? Podía hablar sobre ello todo lo que quisiera. Era una
conversación agradable, después de todo, y altamente entretenida. Una vez que
volviera a Francia, les contaría a todos sus amigos en la corte las historias sobre
cómo la había conquistado completamente y había ganado el corazón de su esposa
escocesa, y luego la había dejado esperándolo. ¿Qué le importaba, mientras se fuera
pronto y la dejara en paz?
Si quería juegos durante los dos días que estaría ahí, ella jugaría con él.
─¡Amor será entonces! ─dijo con su reverencia más elegante.
─¿Deberíamos compartir nuestras felices noticias con los demás? ─preguntó él.
─De inmediato ─concordó Anne.
Él puso su mano en su brazo mientras volvían al salón. Y ella sonrió. Ni siquiera si
le aseguraban un lugar en el paraíso le permitiría a su tío Dairmid pensar que había
aceptado el compromiso por miedo, aunque así había sido. Los hombres se
alimentaban del miedo, lo sabía.
–Esta es mi elección ─le dijo a su tío con la mirada tan claramente como si lo
hubiera hecho con palabras.
El problema era que entre la felicidad de Dairmid Hume y sus copiosas
felicitaciones, no parecía importarle de quién había sido la decisión.
Anne se consoló pensando que había ganado mucho más en este arreglo que su
tío. Tendría a un esposo ausente, no tendría que seguir tratando a Dairmid Hume
como su guardián, y su hijo se quedaría con ella. Sí, todo sobre esta situación era
perfecto en ese momento. No podía haber pedido más.
Ahora todo lo que tenía que hacer era mantener a Rob lejos de su tío y el conde
hasta que dejaran Baincroft para volver a Francia. Asumiendo que Robert cooperara.
Esa preocupación por si sola amenazó su pequeño triunfo, y su bien practicada
compostura. Su niño tenía mente propia y más orgullo del que era conveniente.

*****

Al día siguiente, Edouard se despertó de un mejor humor que de costumbre. El


sol entraba por su venta, su calor se sentía en la brisa que lo acompañaba. Incluso el
clima le daba la bienvenida en este lugar. Si fuera supersticioso, lo consideraría una
señal de buena suerte. Pero su naturaleza cínica le advertía que el clima de Escocia
era conocido por ser voluble, al igual que las mujeres. Por ahora, le daría a ella el
beneficio de la duda. Una vez que se casara, le daría buenas razones para
permanecer alegre como el cielo soleado, pensó Edouard con una sonrisa seca.
Anne de Baincroft no le parecía una chica guiada por la culpa y obsesionada con
el mito del pecado original como lo había sido la madre de Henri. Ni mostraba dudas
sobre el matrimonio como su segunda esposa lo había hecho. Si Anne amaba a otro
hombre tal como Helvise lo había hecho, ciertamente lo sabía ocultar. Sus palabras,
expresiones, y actitud indicaban que era exactamente lo que aparentaba ser, una
brillante y hermosa viuda que había sabido recibir un buen trato.
Tal belleza y gracia natural era más de lo que había esperado. Su risa era como
dulce música. Y su entusiasmo por durar poco tiempo comprometidos era
definitivamente un extra.
Había bromeado con ella para tranquilizarla la tarde pasada, y su respuesta había
sido amable. Aunque podía ser tímida, había visto inmediatamente que no poseía
ninguna de las características de las mujerzuelas sofisticadas a las que estaba
acostumbrado. Se había encontrado hablando medio en serio sobre amor mutuo. No
sería sorprendente si ella realmente…
─La fortaleza está en ruinas, pero la lady no, ¿eh? ─interrumpió sus pensamientos
Henri con una sonrisa. –Es lo suficientemente bonita para alguien tan vieja.
─Mocoso impertinente ─le amonestó Edouard mientras se mojaba la cara con el
agua del lavabo. –Sacude mi capa azul y encuentra mi cinturón, ¿quieres? No, el de
plata.
Baincroft debía verse bastante pobre para los estándares de Henri, pensó
Edouard. Su hijo nunca había vivido en un lugar tan modesto como este. No que
estuviera en ruinas, como su hijo había dicho, pero si le faltaban las comodidades y
los ricos tapices de sus muchos Estados en Francia.
Y después de muchas ocasiones compartiendo habitaciones con los Reyes a los
que habían servido, Henri debía pensar que eran tiempos tristes sin duda. Pero
Edouard sabía que este viejo castillo, pequeño como era, poseía grandes
posibilidades.
Lady Anne tenía acomodaciones espartanas, aunque había cobertores de lana
suficientes para calentarse, y víveres suficientes para que nadie pasara hambre.
Preparaba comida sin sabor, falta de especia salvo por sal, y la servía en humildes
tazones. La economía era buena en una esposa, aunque no sería necesario que Anne
siguiera utilizándola.
El cuadrado tenía solo tres pisos sobre el nivel del suelo, y se podía acceder a
todas las habitaciones a través de una escalera de espiral. Algún ancestro sabio había
hecho una muralla alta para agregar protección, creando un espacioso patio donde
se hallaban muchos otros edificios. Todo era de piedra, por dentro y por fuera, y no
estaba recubierto, ni siquiera encalado.
Sus riquezas podían cambiar todo eso. Recibiría a la embarcación esta semana y
tendría todas las pertenencias que podían enviar desde su fábrica y propiedades en
Francia. Sus pertenencias harían de Baincroft un lugar habitable por los siguientes
años, un lugar adecuado para un mujer como Lady Anne. Para cuando su hijo lo
reclamara como suyo, Edouard tenía planeado haberle construido un hogar
adecuado para la Realeza en su interior en la tierra vecina a esta.
¿Recibiría la grandeza, o seguiría siendo un alma digna y nada pretenciosa a pesar
de ello? Secretamente esperaba que siguiera siendo igual que ahora. Tenía un brillo
de serenidad, un manto más apreciable que cualquiera que él hubiera conseguido
hasta ahora. Incluso ahora, Edouard podía sentir una calma entrando en su alma
para reemplazar a la constante sospecha y necesidad de vigilancia.
Enderezó la unión que acababa de hacer a su cinturón y se quedó parado
esperando porque Henri se pusiera el resto de su ropa.
─¿Apruebas a la Lady entonces? ─le preguntó a su hijo.
─¿Podría no hacerlo? ─le contestó el chico, sosteniendo su ropa de terciopelo.
─¿Importaría? No lo hizo la última vez.
─No ─admitió Edouard. Debería reprimir a Henri por su sarcasmo, pero el chico
estaba siendo honesto. En su lugar, endulzó la verdad con una sonrisa afectuosa. –
Pero apreciaría que me apoyaras en esto.
Edouard suspiró y puso sus manos sobre los delgados hombros de Henri.
–Hijo, ya eres casi un hombre. Te he hecho daño al permanecer soltero por tanto
tiempo. ¿Quién te enseñará modales y la manera apropiada de conducirte con las
damas si no tengo una esposa? Es cierto, podría mandarte con otro Lord, uno con
esposa que acepte la tarea, pero no confío en que nadie te entrene como lo haré yo.
Henri asintió.
–Aprenderé del mejor, padre.
─Sigues cediendo a subir el orgullo de un hombre viejo, ¿eh? ─Edouard se sentía
inmensamente orgulloso porque Henri se sintiera de esa manera. Sacudió un polvo
no existente de los hombros de la fina ropa de su hijo. ─¡Entonces! ¿Deberíamos
bajar, desayunar, y encantar a mi futura esposa?
─¿Por qué no? ─contestó Henri. –Al menos no sirve intestinos de ovejas como me
habían dicho que hacen aquí arriba. Debe agradarme por eso, supongo.
Edouard le dio un pequeño golpe mientras se reían juntos.
Mientras bajaban las escaleras, se preguntó si Lady Anne había convencido a su
propio hijo de que este matrimonio era algo bueno. Un chico medio crecido podía
sentir celos de su madre, odio por un hombre que reemplazaría a su padre muerto, y
resentimiento por cualquiera que cambiara sus tierras durante los siguientes años.
Ella los saludó, con toda gracia y una voz suave, mientras entraban al salón.
–Mi lord. Henri. Vengan a comer. Mi tío dejó Baincroft hace dos horas ─levantó
las cejas y le ofreció a Edouard una media sonrisa conspiradora. –Quiere músicos
para el festín de la boda. Y mejor vino.
─¿Por qué no me sorprende? ─se rió suavemente Edouard y colocó su mano en su
brazo. Presionó sus dedos y sintió como lo apretaba suavemente en respuesta.
Durante este proceso, se felicitó a sí mismo por decidir casarse con esta mujer.
Después de verla por primera vez el día anterior, había sabido que quería tenerla.
Hacía que su sangre se agitara, pero su encanto estaba más allá de lo obvio.
Detectaba una fuerza remarcable, una calma interior, y una valiente personalidad
decidida que sobrepasaba la de cualquier mujer que había conocido. Todo esto sin
ninguna agresividad evidente. Se preguntó cómo lo lograba.
Se parecía a la hija de Hume, Honor, de alguna manera. Solo que los
encantadores ojos grises de Lady Anne no lanzaban chispas de odio y temor cuando
se encontraban con los de él. Sus atrayentes labios, los cuales había besado tanto
como pudo durante el beso de paz, le ofrecían solo sonrisas y palabras dulces. Su voz
musical hacía cosas maravillosas con sus sentidos, tranquilizadora y emocionante al
mismo tiempo. Solo podía imaginar lo gentil que sonaría cuando…
─¿Cuándo conoceremos a su hijo, mi lady? ─se atrevió a preguntar Henri. Edouard
lo hubiera reprendido por hablar sin pensar, pero él también quería saber la
respuesta a esa pregunta. Su mirada cuestionadora se unió a la de Henri.
Ella mordió sus labios rosados por un instante antes de contestar.
–Más tarde, este mismo día. Robert salió a cazar con mi administrador. Me temo
que no esperábamos su compañía ayer y hoy nos encontramos con que nuestras
reservas de carne son escasas. Espero que puedan perdonarlo. Rob se siente muy
responsable por la hospitalidad de Baincroft.
─¿Se recuperó de su enfermedad entonces?
─¿Enfermedad? ─lady Anne pareció confundida por un momento y luego sonrió
brillantemente. –Oh, sí, ¡está lo suficientemente bien para cazar! Parecía
determinado a ir.
─Eso es admirable de su parte ─le aseguró Edouard. Había notado una pequeña
tensión en su porte y deseaba restaurarlo. Debía estar preocupada a la reacción que
tendría su hijo ante la noticia del matrimonio. –Lord Robert debe proveerte mucho
consuelo desde que perdiste a tu esposo. Cuando vuelva, agradeceré a tu hijo por
pensar en cubrir nuestras necesidades.
La dama meramente sonrió, asintió y les indicó que deberían sentarse. Esta vez le
hizo señales a Henri para que se les uniera en la mesa. Había suficientes manos para
llenar las copas y la comida ya estaba puesta sobre la mesa frente a ellos.
Edouard apenas había tocado su copa de alcohol cuando un hombre pesado, uno
que había visto en los establos, entró corriendo con dificultad, jadeando.
─¡Lady… venga rápido… nuestro niño… en la pared norte!
Lady Anne ahogó un pequeño grito y se levantó de un salto. Abandonando toda
gracia a favor de la velocidad, atravesó el salón y salió por la puerta. Edouard la
siguió corriendo, al igual que Henri y el resto de las personas en el salón.
Cuando rodearon la fortaleza, ya había un número de personas viendo hacia
arriba a la pequeña figura sobre la almena de la esquina, con los brazos elevados
hacia el cielo. Un enorme halcón daba vueltas sobre él y el niño parecía listo para
saltar hacia él.
─¡Mon Dieu! ─susurró Edouard mientras corría hacia los escalones hacia la
muralla.
Lady Anne lo tomó del brazo y se colgó de él cuando pasó junto a ella.
─¡Espere! ¡No hay tiempo! ─luego lo soltó y puso sus dedos sobre sus labios,
emitiendo un agudo sonido que retumbó en sus oídos. Luego otro.
El chico se dio la vuelta. Por un instante, agitó las manos, con los brazos
extendidos en el viento antes de finalmente recuperar el balance. El corazón de
Edouard se detuvo. Imaginó el pequeño cuerpo roto yaciendo al otro lado de la
muralla.
Anne hizo señas frenéticamente y el ágil pequeño comenzó a bajar. Nadie se
movió mientras observaron al niño correr sin cuidado por la muralla, de un lado se
encontraban unas duras raíces que protegían una parte de la pared de piedra. Del
otro una caída de dos metros. Un suspiro colectivo salió de la multitud cuando llegó a
las escaleras y bajó.
Lady Anne cayó de rodillas en el suelo. Edouard se adelantó y tomó al niño por los
hombros. No pudo detener la ola de duras reprensiones.
─¿Ves lo que has hecho, tonto descuidado? ¡Mira a tu Lady! ¡Casi se desmaya
preocupándose porque te rompieras el cuello!
Sacudió al pequeño con más fuerza y luego lo arrastró frente a Lady Anne por el
cuello de su ropa. Un viejo sabueso corrió hacia él, gruñendo, pero el niño lo silenció
con una palma levantada. Ignorando al perro, Edouard forzó al niño a ponerse de
rodillas frente a ella.
─¡Discúlpate de inmediato!
Edouard no podía soportar el pálido terror que había robado la calma de Anne, el
terror que permanecía en sus suaves ojos grises. Aparentemente tampoco el
muchacho. Con una mirada de arrepentimiento más sincero y gestos gentiles, llevó
sus sucias manos a su rostro y lo acarició. Cuando las quitó, había manchas de
suciedad en sus mejillas, mezclándose con la humedad de sus lágrimas.
Los labios de Anne se apretaron y entrecerró los ojos.
─¡Ve a mi solar! ¡Deprisa! ─demandó. No gritó, pero remarcó cada palabra en un
tono distintivamente bajo que destrozó las agallas del pequeño atrevido, pensó
Edouard. El niño y el viejo sabueso salieron corriendo como les fue ordenado, con la
cabeza abajo y compungidos.
Él tomó su brazo y la ayudó a levantarse.
–Estás extremadamente afectada, mi lady. ¿Debería lidiar con él en tu lugar?
─¡No!─ exclamó levantando la cabeza. –No entendería su… su francés.
Edouard levantó ambas cejas ante eso.
–Sé hablar inglés. Pero no pretendo hablar mucho. Ese granuja no tiene nada de
cuidado y necesita que le enseñen una lección.
Ella lo miró con los ojos llenos del odio más puro que había visto en su vida.
─¡Golpea a cualquiera que me pertenezca y te mataré!
Antes de que pudiera registrar sus palabras, se había apartado hecha una furia de
él y seguido al chico hacia la fortaleza.
─¿Escuchaste eso padre? ¡Te amenazó! ─susurró Henri sorprendido.
─Sí, lo escuché. Aparentemente Lady Anne es muy protectora con su gente ─eso
era algo bueno, supuso Edouard, pero su aprehensión no parecía adecuada. –Vete,
Henri, y termina tu comida. Tienes práctica con la espada dentro de media hora.
Sir Gui se acercó cuando Henri se fue.
–Mi lord, tengo que hablar con usted en privado.
─¿Qué sucede, Gui?
El caballero caminó detrás de Edouard mientras volvían a entrar lentamente.
–Escuché accidentalmente a la Lady. Debería tomarse su amenaza en serio.
Edouard se rió.
─¿Y por qué? ¿Piensas que sería capaz de cumplirla?
Sir Gui dudó brevemente antes de responder.
–Sí, mi lord. La gente de aquí es diferente a lo que estamos acostumbrados.
Rudos, no completamente civilizados, y más propensos a la violencia. Su primer
esposo murió bajo circunstancias muy particulares. Dicen que fue por su propia
mano.
Edouard se detuvo abruptamente.
─¿Quién esparce tales rumores? Tengo que tener su nombre. Y su lengua
también, si no puede mantenerla quieta.
─No puedo decirle su nombre, pues no lo sé. Anoche dormí en los establos en vez
de en los cuarteles. Mi montura parecía enferma y mal alimentada, así que me
acomodé cerca de ella. Me desperté tarde en la noche cuando escuché a dos
hombres hablar en voz baja, como si se estuvieran contando secretos. Uno se rió y le
preguntó al otro si pensaba que el conde francés también sucumbiría a la fiebre con
el tiempo.
─¿Y la respuesta? ─demandó Edouard.
─Probablemente, dijo el otro hombre, pues la lady sufrió por demasiado tiempo
antes de descubrir la solución al problema. Ahora que la había encontrado, declaró el
hombre, no tendría problemas resolviendo este otro. Si eso significa que mató a su
primer lord, ¡podría tener los mismos planes para usted!
El silencio creció entre ellos mientras Edouard consideró la posibilidad de que la
conversación tuviera algo de verdad. Conocía bien el poder de los chismes. Cuando
alguien moría de una manera que dejaba dudas sobre la razón, la pareja que
quedaba siempre se volvía sospechosa. No importaba si no había ningún motivo,
ninguna prueba, ningún rastro de evidencia.
El mismo Edouard había sufrido ese tipo de acusación, no una vez, sino dos.
Pero el hecho era que Lady Anne acababa de advertirle que lo mataría si
usurpaba su poder para disciplinar a su gente. Una reacción demasiado fuerte por
sacudir a un muchacho del establo.
La mirada que tenía en el momento en que lo dijo mostraba una pasión más
intensa que la que había sospechado que tenía. Pero podía dirigir ese sorprendente
fervor y convertirlo en algo positivo entre ellos. A pesar de su intensidad, no podía
creer que Anne fuera capaz de asesinar.
─No le digas a nadie lo que escuchaste, Gui. Dudo que haya razones para darle
crédito a sus palabras.
─Dude si lo desea, mi lord, pero no lo olvide completamente, ¿de acuerdo? Ella
piensa que este lugar y su gente siguen siendo de ella, no de usted. Incluso las perras
más calmadas se vuelven peligrosas cuando amenazan a sus cachorros.
─¡Buscas morir al hacer esa comparación! ─le advirtió Edouard, su mano
automáticamente apretaba su espada.
Gui retrocedió, levantando las manos.
─¡No pretendo faltar al respeto! Solo quería señalar mi punto. Escogí mal mis
palabras. Me disculpo.
Edouard sabía que había exagerado.
–Muy bien entonces. Encárgate de Henri cuando salga. Necesita trabajar en sus
rechazos.
─Con gusto, mi lord ─Sir Gui se detuvo y se arriesgó a dar otra advertencia.
─¿Tendrá cuidado? Encontrar a otro lord tan generoso no sería fácil.
¿Generoso? Edouard se preguntó qué había provocado tal cumplido. Gui todavía
no había demostrado ser merecedor de ninguna recompensa especial. Ni era
probable que lo hiciera, dada esa lengua suelta que tenía.
–Desde luego, Gui. Estaré alerta.
Capítulo 3

Edouard subió los viejos escalones de madera y entró en el salón. El descuidado


chico del establo, el sabueso, el pastor, y Lady Anne estaban saliendo del solar. Ella
se apresuró hacia él mientras los otros se dirigían hacia las cocinas.
–Mi lord, debo disculparme por mis palabras irrespetuosas. No hay excusa…
─No te preocupes por eso, Anne. Entiendo lo preocupada que estabas por aquel
chico ─le sonrió, sintiendo nuevamente la poderosa necesidad de restaurar su
tranquilidad. –Si te preocupas de la misma manera por toda tu gente, debo imaginar
que todos te aman.
Por un breve instante, pudo haber jurado que su mirada se llenó de temor. Quizás
porque acababa de recordarle el incidente, supuso.
No respondió a su comentario, sino que cambió el tema completamente.
–Hablé con el Padre Michael. Aceptó oficiar nuestra boda en la mañana para que
no tenga que retrasar su viaje.
Edouard tomó sus manos y se las llevó a los labios, besando cada una
individualmente.
–Aplaudo tu eficiencia, dulce lady. Qué hombre más afortunado soy de haber
encontrado tal tesoro ─sintió que se tensaba ante su reacción, pero esta tensión se
disolvió lentamente, convirtiéndose en aceptación. Tomando ventaja, dio la vuelta a
sus manos y besó sus palmas.
Entonces soltó una y pasó sus dedos por sus mejillas.
–El pequeño ingrato convirtió en lodo las lágrimas que derramaste por él ─dijo
suavemente. –Solo por eso, podría terminar con él.
Ella arrebató su mano de su agarre. La oleada de repentina furia transformó sus
ojos en plata fundida.
─¡No mientras yo esté con vida! ─le espetó.
─¡No, no, querida! ¡Me malinterpretas! ─atrapó su mano antes de que se diera la
vuelta para dejarlo. ─¡Solo es una manera de hablar! Solo quería decir que odio verte
llorar por cualquier razón. Ven ahora.
Edouard controló su ira gentilmente, determinado a tranquilizarla.
–Tú arreglaste el asunto y ahora está en el pasado, ¿verdad? Se terminó y no
volveremos a pensar más en ello. Ven, siéntate y toma vino conmigo, pues tenemos
mucho que aprender el uno del otro.
Sus hombros se enderezaron defensivamente y se rehusó a mirarlo.
–Perdóneme, no. Debo ir a lavar mi rostro. Luego debo ver a la esposa del Padre
Michael y planear…
─¿Esposa? ¿Tu Padre tiene una esposa? ─demandó Edouard.
En su confusión, pareció olvidar su ira. Eso era algo por lo menos.
–Sí, la tiene. ¿Qué tiene de raro?
─Los Padres deberían vivir con celibato. ¡Es la ley de la iglesia!
─¡Tonterías! ─dijo sacudiendo su mano. –Muchos Padres están casados aquí en el
campo. Apostaría que en el de ustedes también. Es mejor que ocultar a su mujer y
sus niños, ¿no está de acuerdo?
Edouard cerró la boca. Sabía que no serviría de nada discutir más en este punto.
La boda era mañana. Después tendría tiempo suficiente para establecer control
sobre las tonterías de los pueblerinos y los hombres santos rebeldes. No le era
desconocida la discreción, y eso era ciertamente lo que necesitaba en ese momento.
─Como digas ─dijo tranquilamente, añadiendo una reverencia.
Observó mientras se dirigía a la misma dirección por la que se habían ido el Padre
y el niño. Luego se dio la vuelta lentamente y se encaminó a observar el progreso de
Henri con la espada.
Sir Gui podría no estar muy equivocado sobre la naturaleza primitiva de los
escoceses. Después de encontrarse con las repentinas olas de ira de Anne, los Padres
que tenían esposas, los jóvenes lords que no recibían a sus invitados, y plebeyos que
creían poder volar, Edouard consideró que su caballero podía tener toda la razón.
A pesar de todo, o quizás por ello, a Edouard le gustaba este lugar. Y pretendía
quedarse.

*****

Anne entró corriendo en la cocina donde se encontró con Robert y el Padre


Michael devorando bannocks. El viejo sabueso de Rob, Rufus, se rascaba detrás de
una oreja, gimiendo para que Rob compartiera su comida.
─Padre, dígale a Meg que necesito verla en el solar inmediatamente después de la
comida de la tarde.
Entonces tomó la barbilla de Robert entre su pulgar y dedo índice.
–Ve a tu habitación. No dejes que él te vea.
Robert asintió, sonriendo felizmente con la boca llena del duro pan. Se deslizó
para bajar de la mesa donde había estado sentado con los pies colgando y salió
corriendo hacia el salón, Rufus lo siguió de cerca. Anne observó cuando Rob se
detuvo de golpe, se asomó por el arco, y luego subió corriendo las escaleras.
Anne se dirigió al solar para buscar su canasta de costura, encontró sus tijeras
más afiladas y lo siguió.
─Siéntate ahí ─le ordenó a su hijo una vez que acomodó un banquillo frente a la
silla junto a la ventana. –Y quédate quieto.
Tomó entre sus dedos una sección de su cabello que colgaba hasta sus hombros
mientras lo cortaba. Una vez que lo hubo acortado todo considerablemente, le
ordenó desvestirse y meterse en la bañera. Ambos rieron cuando Rufus desapareció
bajo la cama.
Rob chilló y tembló cuando entró en el agua, que se había vuelto fría desde el
baño de la mañana.
–Mamá ─comenzó a protestar, pero ella lo detuvo rápidamente con una mirada.
─¡Cállate! ─le advirtió, frotando su ahora corta cabellera. –O yo lo haré por ti.
Anne lo observó con dureza mientras le hacía caso. Vertió agua sobre su cabeza
para retirar el jabón, riendo con él mientras escupía. Le recordó cuando era un bebé,
la primera vez que compartieron la experiencia de un baño. Ese niño era su vida.
Cuando terminó, extendió un pedazo de lino y lo enredó con él. Luego lo llevó a
sentarse cerca del brasero, donde secó su húmedo cabello.
Aunque éste tenía el mismo color que el de MacBain, sus ojos eran como los de
ella. Pensaba que se parecía más a su padre que al de él. Pero su disposición era
propia.
El alegre Rob, amigo de todos. Pero también tenía carácter, no era tan confiado
como parecía. Debía lamentar perderse de los sonidos que todos los demás daban
por sentado, pero nunca parecía molesto por ello. Incluso durante los peores
momentos con MacBain, había sido Rob quien había elevado su espíritu decaído,
asegurándole que todo estaría bien. Envidiaba su auto confianza y se preguntó de
dónde pudo haberla obtenido. Una compensación de Dios, sin duda.
Qué apuesto era, todo limpio y tallado. Pasó una túnica de lana de azafrán sobre
su cabeza y le dio sus paños menores y sus pantalones para que se los pusiera él
mismo. Cuando lo hizo, Anne le ofreció un cinturón de cuero curtido, con una hebilla
de oro, una que había obtenido de las cosas de su padre.
Él hizo una mueca cuando lo tomó, probablemente recordando a su anterior
dueño.
–Cintuón feo 3 ─murmuró, pero se lo puso obedientemente.
Con la manera en que se veía en ese momento, Trouville nunca se daría cuenta
de que Robert era el chico en el parapeto aquella mañana. Había transformado la
larga melena de su cabello lleno de tierra en un sombrero iluminado por el sol. Las
raídas ropas hechas a mano que siempre usaba cuando cazaba en la mañana se
habían ido. No, el conde no lo reconocería. Ella apenas lo reconocería si no lo viera
limpio y bien vestido casi cada noche.
3
Cinturón feo (Defecto en la pronunciación por su falta de audición) (N.R.)
Rob regresó a su banquillo y se sentó. Sus ojos expresivos, apenas más oscuros
que los de ella, la bombardearon de preguntas. ¿Por qué me bañé antes de la tarde?
¿Por qué tengo que vestirme tan finamente a medio día? ¿Qué está pasando aquí,
Mamá?
Se puso de rodillas frente a él para quedar cara a cara.
–Vas a conocer a Lord Trouville hoy ─le explicó.
Las cejas de Rob se juntaron. No le había gustado la manera en que Trouville lo
había sacudido.
─¡No!
─¡Sí! ─declaró. –Lo harás. Ahora debes prestar atención, Rob.
La rebelión hizo que cerrara los ojos y se diera la vuelta, pero ella tocó
firmemente su rodilla, señal de que esto era serio y tenía que hacer caso.
Cuando finalmente la volvió a ver, con aparente resignación por la manera en que
dejó caer sus hombros, continuó.
–Tengo que casarme con este hombre ─dijo, juntando sus palmas.
Él la estudió por un momento, suspiró pesadamente, y luego asintió secamente.
─Quiere conocerte. Debes observar sus palabras. Solo contesta “sí, mi lord” o “no,
mi lord”.
Rob mordió su labio y bajó las cejas. Sabía que estaba considerando si podía
cumplir con éxito lo que le demandaba. El acento francés sería un gran obstáculo.
Rob debió notarlo cuando Trouville lo amenazó antes.
─Yo estaré ahí. Mírame a mí ─le aconsejó, llevando su dedo a su ojo y luego a sus
labios. –Ahora ve a practicar tu habla.
Él golpeó una de sus cejas con el reverso de su mano y giró los ojos, gruñendo
dramáticamente mientras se deslizaba hacia el suelo. Anne se rió ante sus tonterías,
olvidando sus miedos por el momento.
Más tarde, mientras dejaba a Rob en su habitación, perfeccionando su reverencia
frente a Rufus, la aprehensión de Anne volvió. Tenía que presentarse a Trouville, no
había manera de evitarlo. Rogaba a Dios que el hombre estuviera demasiado
distraído por la emoción de su boda para prestarle demasiada atención a un mero
hijastro.
Su nuevo esposo se iría muy pronto. Por necesidad, Rob tendría que aparecer en
la ceremonia, pero seguramente no tendrían tiempo de hablar entonces. Si tan solo
pudieran pasar la confrontación de esta tarde sin que se dieran cuenta, mantendría a
Rob fuera de la vista hasta que el protocolo demandara su presencia.
Si llegaban a lo peor y el conde descubría la verdad sobre Rob, no tendría otra
salida más que implorar piedad. Si rogaba de buena manera y las suficientes veces,
podría permitir que ella y Rob vivieran como suplicantes. Pero Anne sabía, con tanta
seguridad como sabía cuál era su nombre, que Trouville nunca le daría a Robert todo
lo que era suyo por derecho cuando se volviera adulto.
Pero muchas cosas podían pasar hasta que llegara ese momento. Su tío no estaría
ahí para observar a Rob en los años que llegarían. Tenía un hogar y deberes en
Francia. Trouville podría hacer visitas poco frecuentes, pero podía mantener a Rob
lejos de él. Si la fortuna le sonreía, ninguno de los hombres debería de darse cuenta
hasta que Robert fuera un hombre adulto, si es que lo llegaban a hacer.
Para entonces, Anne esperaba haberle podido enseñar a su hijo lo suficiente para
arreglárselas solo. Para entonces, le habría conseguido una esposa con suficiente
inteligencia para ayudarlo en lo que necesitara. La hija de Meg y Michael, Jehan,
tenía la cabeza bien puesta sobre los hombros. Rob también tendría a un joven
administrador, Thomas, hermano de Jehan, protegería y serviría por amor a su lord.
Su entrenamiento estaba saliendo bien hasta el momento. Había hecho todo lo que
podía hacer en ese momento.
Si no fuera por su agotadora preocupación, podría dirigir todas sus energías a
asegurarse de que Trouville se fuera el día después de la boda como un hombre feliz.
Anne sabía que todavía tenía que pensar cómo lo mandaría satisfecho a su casa,
seguro de que ella cuidaría sus intereses aquí sin necesidad de ninguna supervisión.
La ceremonia y la pequeña celebración no presentarían ningún problema por sí
mismas. Luego tendría que soportar la noche de bodas, desde luego.
MacBain nunca había requerido nada más que su sumisión cuando la buscaba.
Anne no necesitaba más lecciones para comprender la inutilidad de la resistencia.
Quizás cumplir con su deber matrimonial no sería tan horrible esta vez. Ninguna
mujer podría decir que Trouville no era agradable a la vista. Y no podía imaginar que
fuera rudo cuando se trataba de la intimidad. El conde no parecía inclinarse por la
brutalidad a menos que fuera provocado, y ciertamente sabía que no debía incitar la
ira de ningún hombre.
Meg la ayudaría a evitar otro embarazo justo como la vieja curandera, Agatha, lo
había hecho en los días siguientes al nacimiento de Robert. Tenía que prevenir que
naciera otro bebé a toda costa. Trouville no cuestionaría su infertilidad, dada su edad
avanzada. Él tenía a su heredero, así que eso no sería un problema.
Su mayor preocupación tenía que ser ver que Rob terminara este día y el
siguiente sin problemas. Anne simplemente no tenía tiempo de lidiar con el pequeño
problema de satisfacer las necesidades carnales de su nuevo esposo. Para cuando
contara los veinte nudos en las cortinas de la cama habría terminado de cualquier
manera. Lo soportaría una vez, y con gusto, para sacarlo inmediatamente de sus
vidas.
Un pequeño escalofrío de aprehensión la rodeó. Seguramente era aprehensión,
¿verdad?

*****

─Lord Edouard Gillet, Comte de Trouville, quiero presentarle a mi hijo, el Barón


Robert Alexander MacBain, Lord de Baincroft ─anunció Anne. Dio un paso adelante y
se dio la vuelta para poder pararse a un lado y ligeramente detrás de Trouville.
Anne había decidido presentarle a Rob a su prometido justo antes de la comida
de la tarde. Planear la comida de la noche y el festín nupcial del siguiente día era
suficiente excusa para evitar al conde toda la tarde.
Había mantenido a Robert en su habitación practicando sus palabras y
reverencias, esperando mantenerlo limpio y lejos de cualquier travesura. Gracias al
cielo había dejado a Rufus escaleras arriba tal como le había ordenado, pues ver al
leal sabueso podía delatar todo.
Ahora había llegado el momento que tanto temía.
Robert hizo una perfecta reverencia y se enderezó, mirando al conde
directamente a los ojos y sonriendo. Lo hacía tan bien, pensó. Su hijo conocía sus
armas y las utilizaba completamente a su favor. Esa sonrisa era la que más resaltaba
entre sus talentos. Nadie salvo su viejo padre había podido resistirla.
Pero podría haber alguien más que pudiera. Tenía el presentimiento de que el
conde, cuando tenía la edad de Robert, probablemente hacía exactamente lo mismo.
Incluso ahora utilizaba una versión más avanzada de esa sonrisa.
─Lord Robert ─dijo Trouville formalmente. –Estoy encantado de conocerlo
finalmente ─dijo en francés.
Con un rápido movimiento, Anne torció rápidamente su puño y señaló su pecho.
─Y yo ─dijo Robert claramente.
Anne casi se desmayó, aliviada porque Rob había contestado algo, pero sufriendo
por sus pobres modales. Había contestado en inglés, porque no sabía nada más.
Demasiado fuerte además, pero eso podía atribuirse a la tensión del primer
encuentro. O eso esperaba.
Incluso en los alrededores, los nobles siempre conversaban en francés entre ellos,
usando inglés o gales con la gente de menor rango. Pero, si Trouville se ofendió por
ello, era demasiado educado para decirlo. En realidad, rápidamente cambió a inglés
mientras le presentaba su hijo a Rob. Ninguno de los chicos dijo nada, meramente
hicieron una reverencia simultáneamente y se observaron con gran interés.
El corazón de Anne dio un salto cuando se dio cuenta de que había olvidado a
Henri por completo y no había pensado en su convivencia con Rob. No estaría tan
distraído como su padre esa noche, e incluso podría intentar volverse amigo de su
hijo. Si no, por lo menos intentaría conversar con él.
Rápidamente los reunió a todos como si se tratara de ovejas problemáticas y los
dirigió hacia el estrado. Indicó que Henri tenía que sentarse a la izquierda de su
padre. Le recordó a Rob con un rápido gesto que tenía que quedarse parado
sirviendo vino para ella y sus invitados.
Trouville insistió en acomodar su silla, y Anne le agradeció la cortesía. Luego, sus
largos dedos acariciaron cuidadosamente sus brazos y hombros sobre el terciopelo
que la cubría. Un escalofrío recorrió su espalda, aunque no parecía una sensación
desagradable.
Qué atrevido era, tocándola de esa manera. Pero aunque lo intentara, Anne no
podía objetar al gesto. Tampoco tenía razones para hacerlo, dado que ciertamente
haría más que eso en el futuro. Complácelo, se recordó a sí misma.
Antes de que se acomodaran lo suficiente para que les sirvieran, su tío llegó.
Afortunadamente, su placer después de adquirir múltiples juglares y una pipa de la
borgoña francesa previnieron que notara a Rob en lo absoluto. No pensaba en lo
absoluto tentar al destino con más introducciones a menos de que se volviera
absolutamente necesario.
Con un supremo esfuerzo, Anne mantuvo un flujo constante de conversación,
apoyando las sugerencias de su tío para la ceremonia del día siguiente. Trouville
parecía ligeramente divertido al verla hablar tanto y con gusto opinaba cuando se lo
pedían.
Se las arregló para girarse más de una vez para asegurarle a Rob con una sonrisa
que todo había salido según lo planeado, y que él se había comportado
admirablemente. Si solo desapareciera inmediatamente después de la comida como
le había ordenado. Pero Anne podía sentir su satisfacción por estos extraños
visitantes, especialmente Henri.
¿Qué pasaría si su tremenda curiosidad superaba a su temor? Pensándolo bien, ni
siquiera había notado miedo en su expresión. En lo absoluto.
Ante tal idea, Anne miró sobre su hombro y le frunció el ceño a Rob en
advertencia. Él la miró, no con una sonrisa angelical, sino con la sonrisa demoníaca
que guardaba especialmente para ella. La que utilizaba cuando había decidido actuar
por su propia cuenta.
Dio un paso hacia adelante y le mostró el vino.
─¿Queres más, Mamá? 4
─¡No más, Robert! Gracias, eso sería todo ─contestó, bajando las cejas para
amenazarlo. ¡No me lleves la contraria en esto o ambos lo lamentaremos!
Si la idea no pasó directamente de su cabeza a la de él, no fue por falta de intento
de su parte. Si tan solo pudiera explicarle el peligro más claramente de como lo había
hecho, su miedo a que perdiera todo, a que lo mandaran lejos, a perderlo para
siempre.
Rob se rió en voz baja, un sonido casi inaudible, pero lleno de significado que hizo
que Anne terminara de un trago lo que le quedaba de vino. Ahora si iba a comenzar.
Robert se paró a un lado de Trouville y levantó el vino.
─¿Más, miod5?
Anne llevó los ojos arriba, buscando ayuda desde los cielos.
─Sí, gracias ─dijo el conde, girando la cabeza levemente para ver a Rob mientras
servía su vino.
Anne no podía ver su expresión, pero podía imaginársela. Tendría curiosidad de la
manera de hablar de Rob, que nunca incluía l o r a menos de que pusiera mucha
atención y cuidado. No sentía ninguna trepidación de parte de Rob, así que la falta
de atención a sus palabras debía ser por emoción. ¡Piensa mi niño! ¡Cuida tu lengua!
El conde estaba hablando.
–Has perfeccionado esta tarea, jovencito. Y tu madre me ha dicho que también
provees carne para las cocinas. Una empresa admirable para alguien de tu edad.
¿Atrapaste esta liebre esta mañana?
Los ojos de Rob volaron hacia ella. Aunque el conde había hablado con un inglés
perfecto, su hijo no había entendido una sola palabra. El acento lo desconcertó tal
como había supuesto. Incluso bajo las mejores circunstancias, Rob solo entendía una
palabra de cada tres, apenas lo suficiente para entender lo que querían comunicarle.

4
¿Quieres más mamá? (Defecto en la pronunciación por su falta de audición) (N.R.)
5
¿Más milord? (El mismo defecto) (N.R.)
Hizo un movimiento hacia arriba y hacia abajo con su puño, como una pequeña
cabeza asintiendo.
─Sí, miod ─contestó Rob con entusiasmo. –Sí.
─Una cualidad admirable ─comentó Trouville. ─¿Por qué no cazamos juntos algún
día, los tres juntos? Henri no tuvo mucha oportunidad de hacerlo mientras servíamos
a su majestad. Al Rey Philip no le gusta ese deporte; y había muchos otros que
proveían para su alacena. Dime, ¿qué tipo de arco utilizas?
─¡Ningún arco! ─interrumpió Anne, apresurándose a distraer a Trouville de su
conversación con Rob. –Solo utiliza una honda, con la cual es bastante
experimentado. Tiene una afinidad especial por las aves. Por todos los animales, en
efecto. ¿Tiene halcones, mi lord? Supongo que no, dado que dice que usted y Henri
tuvieron poca oportunidad de cazar.
Sabía que estaba hablando demasiado. Su hijo la miraba complacido, como si
hubieran convertido esto en un juego y ahora fuera su turno.
Guiñando un ojo rápidamente detrás de la cabeza del conde, Rob se colocó al
otro lado de la silla de Henri.
─¿Tú quiees más vino?
Anne contuvo el aliento. Henri sonrió hacia Rob y asintió. Rob sirvió con maestría
y dio un paso hacia atrás, levantando la barbilla con satisfacción. Obviamente
pensaba que había hablado tan bien como ellos. Había sido demasiado generosa con
sus alabanzas. Él no tenía ni un gramo de duda en su cuerpo.
Trouville la miró, con una pregunta en sus ojos, pero no dijo nada. Anne sabía que
esperaba algún tipo de explicación. Susurró en voz baja en francés, como si temiera
que Rob los fuera a escuchar.
–Perdónelo, mi lord. Es solo que su primera lengua es el galés. Me temo que mi
niño no es bueno con los idiomas.
El conde asintió y apretó los labios, aparentemente satisfecho.
–Nada que un buen tutor no pueda arreglar. Nos encargaremos de ello.
Rezó con todas sus fuerzas porque ni Trouville ni su hijo hicieran a Rob ninguna
otra pregunta directa que requiriera más que un sí, no, o gracias. Incluso entonces
solo tendría una oportunidad entre tres de dar la respuesta correcta.
Bendito sea Dios, su tío permanecía completamente sin interés a la presencia de
Rob.
El resto de la comida continuó sin incidentes. Cuando retiraron la comida, el tío
de Anne presentó a los juglares quienes, por falta de espacio, estaban sentados justo
debajo del estrado. Mientras preparaban sus instrumentos, su tío dejó su silla y se
acercó a Anne para el primer baile.
Sin tener una buena razón para negarse, permitió que su tío la guiara alrededor
de la mesa hacia el círculo que se estaba formando.
Sir Guillaume se había apropiado de la bella Kate, una de las jóvenes tejedoras,
como pareja. Simm, el administrador, guió a su esposa y el joven Thomas escoltó a su
madre, Meg. Otras cuatro parejas formaron otro círculo, y los músicos comenzaron a
tocar una animada bransle.
Aunque no tenían más educación que en lo referente a los carretes y las hondas,
su gente le siguió el paso a su tío Dairmid y lo hicieron con muy pocos tropezones. La
ineptitud solo aumentó su felicidad mientras la danza progresaba. Solo Sir Guillaume
permaneció serio, ejecutando la danza como si le hubieran ordenado algo de vida o
muerte.
Forzando sus labios a sonreír, Anne miró hacia la mesa. Sus rodillas casi cedieron.
Trouville, con su enorme mano en el codo de Robert, fruncía el ceño mientras
hablaba con su hijo. Su tío volvió a girarla y casi cayó al cielo.
Tan pronto como se recuperó, miró de vuelta frenéticamente hacia el estrado.
Rob estaba asintiendo y sonriendo tan dulcemente como nunca mientras el conde
extendía su copa para que volviera a llenarla.
Luego Rob dejó el vino sobre la mesa y salió corriendo con Henri. Jesús, los
habían descubierto. Todo estaba perdido.
La danza se terminó rápidamente cuando su tío la levantó por la cintura y la dejó
caer sobre sus pies. Unos acalorados aplausos se burlaron de la inutilidad de sus
planes. Anne abandonó tanto su sonrisa como su esperanza. Miró los juncos en el
suelo y suspiró en señal de derrota.
─¿Bailamos, mi lady?
Sintió los dedos de Trouville atrapando los suyos, y se giró lentamente, esperando
un furioso anuncio de su culpabilidad, una promesa de un castigo por la verdad que
había luchado por ocultar, y una amenaza de lanzar a Robert a los cuatro vientos
para que se las arreglará por su cuenta.
En su lugar, su prometido le sonrió. La lira y el gittern emitían una dulce pavana y
él levantó su mano, girando hacia un lado y hacia el otro mientras giraban
lentamente sobre el suelo.
¡Todavía no lo sabía! No lo sabía. Anne se tragó un lloriqueo de alivio y se
concentró en sus pies.
Cómo deseaba perderse en la música, tener quince años de nuevo y confiar en el
mundo. Trouville se veía divino en su terciopelo plateado. La suavidad y brillo no
ocultaban su formidable fuerza y dureza. Su aroma exótico la envolvía, generando
fantasías de festines llenos de especias y otros placeres desconocidos.
─La Gracia necesita un nuevo nombre ─dijo él con una voz tan suave como el
terciopelo de su manga. –La llamaré Anne.
Ella suspiró a pesar de sí misma. Aquí había un hombre que bien podía robar su
corazón junto con su mano. El sueño de cualquier damisela, la ilusión de una novia.
Desearía que le hubieran permitido eso en su juventud, incluso por un corto periodo
de tiempo. Una quimera imposible.
Hubiera sido diferente si hubiera llegado años antes, antes de MacBain. Todo
hubiera sido lo mismo después del nacimiento de un hijo, desde luego, pero al
menos hubiera disfrutado fingir felicidad por un tiempo.
Anne sacudió la cabeza para recobrar el buen juicio. No podía permitirse bajar la
guardia un solo momento durante esa noche, ciertamente no para recordar su hace
tanto perdida infancia y sueños románticos. Su inteligencia debía permanecer
afilada.
El conde no lo sabía todavía, ni siquiera después de hablar directamente con
Robert. O quizás lo sabía. Bien podría saberlo todo, y solo jugar este juego para
aumentar su terror. ¿Todos los hombres disfrutaban haciendo sufrir a las mujeres?
Capítulo 4

La danza le dio a Anne más sueño que placer. El conde le sonreía como si pensara
que todo estaba bien en el mundo. Se preparó para lo que seguramente pasaría
después.
¿Cuánto tiempo más tendría que soportar esto antes de que anunciara sus planes
de apoderarse de todo lo que su hijo poseía? ¿Hasta que la música se detuviera? No.
Se dio cuenta de que tendría que posponerlo hasta que estuvieran casados con
seguridad por miedo a que se negara. Sí, eso debía ser. Si se negaba a casarse con él,
entonces su tío, siendo el único familiar masculino de Rob, tomaría Baincroft como
suyo. Dairmid Hume ya lo hubiera hecho si supiera de la discapacidad de Rob.
Anne se atrevió a mirar a Trouville directamente a los ojos, buscando por los
signos de su avaricia. Todo lo que vio fue una benevolente preocupación.
Podía ser que no lo supiera después de todo. ¿Había logrado Rob tener una
conversación completa sin revelar su secreto? Anne tenía que saberlo.
─¿Mi hijo lo molestó esta noche, mi lord? ─le preguntó tentativamente.
─¿Molestarme? No, no esta noche. Me temo que lo amonesté nuevamente por
sus acrobacias de esta mañana. Pero me prometió solemnemente nunca repetirlas
de nuevo. Debiste decirme antes que se trataba de tu hijo, aunque entiendo porque
no lo hiciste.
─¿Lo entiende? ─Anne contuvo el aliento. Había reconocido a Rob, después de
todo, a pesar de los cambios que había efectuado con el cambio de peinado y ropa.
Su profunda risa sacudió sus nervios.
–Desde luego. Temías que volviera a reprenderlo por ello, solo que esta vez como
lo haría un padre con su hijo. Perdóname, pues terminé haciéndolo. Pensé que
debíamos comenzar a actuar como lo que seremos, Robert y yo.
Ella dejó de bailar y se apartó de él, fulminándolo con la mirada.
─¡No es su padre! ¡No tiene derecho…!
Él tomó firmemente sus manos y les dio un apretón.
–Robert será mi hijo, Anne, tanto como me lo permita. O tanto como tú me lo
permitas ─sus ojos oscuros se clavaron en los de ella, dulces, con un brillo de buen
humor. –Sabes lo que necesitas, ¿verdad?
─¿Necesito? ─preguntó, perdiendo repentinamente la intensidad de su mirada.
Casi había olvidado su pregunta.
─¡Necesitas más niños! Lo consientes demasiado ─la forzó a moverse
nuevamente, continuando con su baile. –Quizás consentir no es la palabra correcta,
pero lo sostienes demasiado cerca. Debería estar trabajando, preparándose para ser
escudero, no jugando en las murallas, buscando morir tempranamente. Aunque el
granuja es ágil. Admitiré eso.
Ella no podía formar ninguna palabra, su corazón latía con demasiada fuerza.
Trouville continuó:
─Él atiende bien. Nunca dejó que su atención se perdiera como suele pasar con
todos los chicos. Juro que se concentra en cada palabra. ¿No puedes ver que anhela
que alguien lo guíe?
─¡Yo lo guio! ─declaró en su defensa. Si tan solo supiera el tipo de guía que
alguien como Rob necesitaba. Intimidante.
─Claro que sí ─respondió tranquilamente. –Pero todos los niños de su edad
buscan aventuras. Yo pondría una pequeña espada en su mano y le enseñaría a
defender lo que es suyo cuando tenga la edad. Necesita la disciplina de servir a un
maestro firme para que algún día sepa dar sus propias órdenes.
Todo era verdad. Anne lo admitía. ¿Pero cómo? Trouville hablaba como si él
mismo fuera a enseñarle esas cosas a Rob. ¿Cómo podría permitirle al hombre que
era su mayor amenaza proveer ese tipo de instrucción? No podía.
─Me quedaré a mi hijo conmigo, mi lord. Insisto en que se quede aquí. En
Baincroft.
Él no dijo nada por un largo momento, moviéndose elegantemente con su
música.
–Concuerdo. Debería quedarse aquí. No te preocupes más por ello, querida.
Simplemente era una idea ─la música terminó y la llevó de vuelta al estrado.
Ambos chicos se habían unido a los demás que rodeaban a los músicos,
esperando por el siguiente baile. Rob tiró de la trenza de Jehan y tomó su mano,
mientras Henri se abría paso entre el caballero de su padre y la joven Kate. Al menos
mientras bailaban podía respirar más fácilmente.
No quedaba más que esperar y ver lo que ocurriera. Aparentemente, Trouville
debió hacer solo preguntas a las que Robert pudo contestar apropiadamente de
alguna manera.
La pobre manera de hablar de Rob pudo haber parecido dificultades por un
idioma que no era el galés. Una absoluta broma, pues solo sabía una docena de
palabras en el idioma antiguo. Pero Rob tenía la habilidad de aparentar escuchar
intensamente incluso si no entendía una sola palabra. O incluso si no le interesaba en
lo absoluto. Era otra herramienta que utilizaba con eficiencia, al igual que con esa
sonrisa celestial que tenía.
El cansancio amenazaba con dominarla mientras la noche avanzaba en una
interminable progresión de canciones y poemas de parte de los artistas de su tío.
Recargó un codo sobre la mesa y puso su barbilla en su mano. No era una posición
digna para una lady, pero evitaba que cabeceara.
─¿No dormiste anoche? ─preguntó Trouville mientras tomaba su otra mano y
jugaba con sus dedos. –Admito que yo me quedé recostado con los ojos abiertos
durante horas. Qué injusto de tu parte el haber grabado tu rostro en mi techo.
La repentina risa de Anne la sorprendió tanto como a él.
─¿Qué tontería es esa? ¿Qué quiere decir?
Él se inclinó hacia ella y juntó sus narices.
–Tú eras todo lo que podía ver, mientras estaba recostado. Y cuando finalmente
logré dormir, invadiste todos mis sueños. Quizás es mi corazón el que has grabado
con tu dulzura ─sus labios rozaron los de ella, un toque susurrante que hizo que un
calor la recorriera como una fiebre.
Se apartó y se le quedó mirando. Nunca antes de Trouville alguien la había hecho
reír con sus bromas además de su hijo. Y nadie la había cortejado de tal manera.
¿Qué sentido tenía esto? ¿Qué esperaba ganar con este juego?
La idea formó palabras que escaparon de su boca:
─¿Qué quiere, mi lord?
Él pellizcó gentilmente su labio inferior y la miró directamente a los ojos.
–Tienes que llamarme Edouard, querida. Y desde ahora, solo quiero verte sonreír.
Su única opción era complacerlo, mantenerlo contento hasta que se fuera y la
dejara sola. Así que sonrió.

*****

Dios, cómo amaba su sabor. Amaba como se veía. Y amaba su gentileza. Incluso
su corazón demasiado gentil que le permitía a su hijo un comportamiento infantil
cuando era casi un hombre.
Edouard juró que pronto la haría ver lo peligroso que era el camino por el que
estaba dejando que su hijo creciera. Sin ningún entrenamiento formal en las armas,
poco conocimiento de idiomas además de la lengua de los ancestros de MacBain, y
una remarcable falta de disciplina, el niño terminaría siendo peor que inútil como
lord de su propia fortaleza. Robert necesitaba desesperadamente la mano firme de
una fuerte figura paterna. MacBain debió haber sido demasiado viejo para que le
importara antes de morir, o quizás lo quería demasiado.
No que el hijo de Anne no hubiera conseguido ningún atributo durante sus diez
años de vida. Tenía un cuerpo bien formado, aunque era pequeño para su edad. Era
un chico apuesto y fuerte. También era ágil como un mono. Robert amaba a su
madre, respetaba educadamente a sus mayores, y había dominado algunos deberes
requeridos para un paje.
Siendo la madre maravillosa que era, Anne le había enseñado a su hijo todo lo
que había podido con su propia experiencia. Ahora la educación de Robert le
correspondía a él, decidió Edouard.
Se maravilló ante la buena fortuna que lo llevó a ese lugar. ¿Quién hubiera sabido
que encontraría una mujer tan perfecta, una que dejaría que criara a su hijo y, Dios
mediante, le daría más niños en el futuro?
O, lo que era más sorprendente que todo eso, estaba ganando una hermosa y
dispuesta compañera que parecía querer complacerlo en todas las maneras posibles.
Admiraba la manera en que su espíritu fiero, oculto bajo su gentileza, surgía cuando
algo amenazaba a aquellos que amaba.
Ninguna mujer lo había afectado tan profundamente, pero recibía con gusto
estos nuevos y profundos sentimientos. Su corazón se volvía cálido con solo verla.
Otras partes de su cuerpo se calentaban considerablemente también, pensó
sacudiendo la cabeza.
La felicidad que sentía en su alma combinada con la pesada excitación de la
lujuria predecía que su unión sería una llena de alegrías en efecto. Ella le proveería lo
primero, desde luego. Y en cuanto a lo segundo, él se encargaría completamente de
brindárselo. Sería casi como el amor sobre el que habían bromeado la tarde pasada.
Único, y satisfactorio.
─Me pregunto, Anne, ¿tú también piensas que nos llevaremos bien? ─preguntó
suavemente, casi sin darse cuenta de que había expresado sus pensamientos en voz
alta.
Ella levantó las pestañas y lo observó serenamente.
–No veo por qué no.
Edouard agradeció a los santos por haber encontrado a Anne. No había querido
una novia joven y asustadiza. Tampoco había deseado tomar a una de las mujeres de
la corte como esposa, aun con el amplio conocimiento que tenían complaciendo a los
hombres. Quería una mujer en la que pudiera confiar. Y todos los que lo conocieran
se sorprenderían de saber que quería a una mujer a quien pudiera amar.
Tal como le había dicho a Anne, solo medio bromeando, creía que el amor existía,
aunque había recibido muy poco en sus treinta y dos años de vida, y ciertamente
nunca de parte de una mujer. Su madre lo había considerado una obligación,
presentándolo a su padre cuando nació y olvidando rápidamente su existencia. Su
padre, satisfecho con tener un heredero, no deseaba tener a un niño siguiéndolo.
Consecuentemente, Edouard había sido relegado a los sirvientes hasta que tuvo siete
años, y fue enviado a la corte como un paje.
Afortunadamente, había conocido a Lord de Charnay ahí. Edouard le había
servido como escudero, y eventualmente recibió sus espuelas de su parte. Durante
su tiempo con de Charnay, Edouard también consiguió echar un vistazo a la feliz vida
hogareña y el afecto que el hombre disfrutaba con su esposa. Eran las memorias más
queridas que tenía.
La pareja no lo había amado, desde luego, pero le habían mostrado con el
ejemplo que el amor podía florecer entre un hombre y una mujer. Cuando su padre
arregló su matrimonio cuando tenía diecisiete años, Edouard había estado
completamente preparado para disfrutar de todo el amor que habría entre él y su
nueva esposa. Solo que ella había deseado ser esposa de Cristo.
Una competencia demasiado poderosa, en efecto, pero Edouard lo había
intentado. Tenía tanto a sus padres como a los de ella como aliados. Pobre Isabeau.
Había muerto culpando a Edouard por quitarle su inocencia y hacer que lo disfrutara.
Pero siempre pensaría bien de ella. Le había dado a Henri, la prueba definitiva de que
el amor existía y de que él lo poseía.
Su segunda esposa, elegida nuevamente por su padre, destruyó sus esperanzas
desde un principio. Helvise amaba a otro hombre, uno que no era digno en la opinión
de su padre.
Pero su esposa, su Anne, no moriría dejándolo con solo culpa, arrepentimiento y
un niño sin madre como había hecho Isabeau. Ni lo traicionaría de la misma manera
en que lo había hecho Helvise. Este matrimonio podría hacer realidad su sueño
secreto si lo hacía florecer cuidadosamente.
La manera en que sus esperanzas se habían disparado confundía un poco a
Edouard. Nunca antes, con Isabeau, Helvise, o incluso cuando había pensado que se
había enamorado de Lady Honor, había bajado la guardia de tal manera. Siempre
había mantenido en su mente la posibilidad de un desastre marital. Pero ahora, con
Anne, estaba esta conexión entre dos mentes, este afecto mutuo, esta esperanza
compartida de obtener felicidad.
Qué perfecta era. Sí, la podía amar, y ella lo amaría. Él se encargaría de eso. Con
el tiempo, se daría cuenta de que le había confesado su más profundo deseo con las
bromas que compartieron sobre un matrimonio amoroso.
La gente se estaba marchando en ese momento, dirigiéndose a sus propios
hogares, o retirándose a las alcobas y edificios externos en los que dormían.
─Deberías subir y descansar ─le dijo cuando vio cómo caían sus párpados. –El
mañana llegara pronto y durará bastante, te lo aseguro.
─Sin duda ─concordó, poniéndose de pie con su ayuda.
Se deleitó al notar que parecía un poco más cómoda cuando la tocaba. Su plan de
tranquilizarla, al menos en ese aspecto, parecía estar funcionando. Aunque ella ya
había estado casada antes y sabía qué esperar, Edouard sabía que no sería fácil
admitir a un casi extraño en su cama.
─¿Confío en que dormirá bien esta noche? Si el techo se burla de usted, debe
dormir con la cara contra la almohada ─le dijo tímidamente.
Edouard presionó sus labios contra su delicado oído para susurrar:
─Ah, pero dejaré que entres en mis sueños, dulzura. ¿De qué otra manera podría
soportar la espera hasta mañana?
Con eso la envió hacia las escaleras y le deseó buenas noches. Decidió que
volvería al salón por un tiempo y tomaría otra copa de vino. Las paredes vacías y los
duros muebles desafiaban a su habitación, una distracción que necesitaba
desesperadamente esa noche. Sí, podría transformar esta vieja fortaleza en un lugar
esplendido para la joya que era su Anne.
Vivir aquí lo atraía. Vivir aquí con ella lo atraía. La dorada corte francesa se veía
cursi y oscura en comparación, y no la extrañaba en lo más mínimo. Era como si
hubiera lanzado su pesada capa de engaño, tejida con la pretensión necesaria para
sobrevivir en un mundo de políticas e intriga. Aquí había una frescura, un nuevo
comienzo, y diversiones simples. Sí, se quedaría, y lo haría con gusto.
Anne colapsó en la silla frente al tocador, infinitamente aliviada de haber
encontrado a Rob dormido en su jergón en la antesala. Por mucho que quisiera saber
qué había pasado entre su hijo y Henri, sabía que sería inútil intentar despertarlo.
Rob dormía como un muerto.
─¿Mi lady?
─¡Meg! ¿Dónde habías estado? Le pedí al Padre Michael que te enviara conmigo
esta tarde.
─Atendiendo a la joven Dora. Su bebé llegó esta noche, un varón ─dijo Meg,
sonriendo a pesar de su preocupación. ─¿No te sientes bien?
─Me siento bien, pero necesito algunas yerbas, inmediatamente. La boda es
mañana ─le recordó Anne. ─¿Tendrán efecto si las tomo con tanta cercanía al
momento en que me acueste con él?
Meg inclinó su cabeza hacia un lado, sus ojos verdes brillaban con la luz de la
chimenea.
─¿Cuáles yerbas? ¿Quieres que el francés se vuelva incapaz?
─No ─admitió Anne, sintiendo cómo su rostro se calentaba por la vergüenza. –
Dudo que creyera que fue por una causa natural, tan viril como parece. Solo estará
aquí por la noche de bodas y luego volverá a su hogar en Francia. No me atrevo a
negarme.
Meg se rió y juntó sus manos.
─¿No te atreves o no deseas hacerlo? Ese conde tuyo es bastante apuesto. Yo lo
he visto, ¡y es de los que te agitan la sangre! ¡La mía se revolvió de inmediato, y
estoy casada y con dos niños!
─¡Baja la voz, Meg! ─no podía mirar a la otra mujer a los ojos. A decir verdad, sí
pensaba que Edouard era apuesto. Y encantador. Una parte en su interior temblaba
con ávida curiosidad sobre qué sucedería entre una mujer y un hombre joven y de
rostro gentil. –No debo tener a su hijo. Sabes bien la razón.
Meg suspiró y removió la bolsa que tenía atada en su delgada cintura.
─¿Temes tener a uno igual que el joven lord?
Anne se tensó.
─¡No, no lo temo! ¡No podría pedir un hijo mejor!
La ira se disipó. Meg sabía sobre los problemas que esto implicaba tanto como
ella.
–Sí, eso. Debo admitirlo ─dijo Anne suspirando. –Además de eso, un niño haría
que su Señoría se sintiera más cercano a este lugar e hiciera visitas más frecuentes.
Quiero que se vaya de aquí y vivía feliz en Francia con las ganancias de mis tierras.
Sabes lo que sucederá si descubre la sordera de mi Robert. Escuchaste sobre el hijo
de Lord Gile, ¿el que quedó ciego y perdió todo ante su hermano por ello?
Meg asintió.
–Así es como son las cosas. Son las reglas. Pero nuestro Rob es poderoso, o lo
será cuando crezca.
Anne le sonrió a su amiga.
–Sí, lo será. Hasta entonces, debemos aferrarnos a lo que es suyo con cualquier
método necesario. Ahora, ¿tienes una poción para ayudarme o no?
─Una pena que nuestra vieja Agatha se haya ido, y yo soy tan nueva en esto.
Nacimientos, ayudar a los heridos, enfriar fiebres y esas cosas, las he aprendido a
hacer bien ─Meg sacudió la cabeza. –Solo nos queda intentar lo único que he
escuchado que funciona. Semillas de lechuga le hicieron bien a Angus Moraig. Solo
un niño en doce años. Agatha se las daba para prevenir que volviera a tener otro. Es
todo lo que sé que no te va a envenenar.
Anne frunció el ceño y acarició el dolor que se expandía por su frente.
─¿No hay nada más seguro que eso?
─No. Pero aun así, que sea solo cosa de una vez es mejor a que fuera algo
constante, ¿eh? ─preguntó Meg, iluminando su ánimo.
─Una vez es todo lo que se necesita, lo recuerdo bien ─contestó Anne.
─Probaremos con las semillas ─declaró Meg mientras se dirigía hacia la puerta. –
Iré a molerlas para la poción. Será mejor que empieces a tomarla esta noche.
Meg haría todo lo que pudiera para ayudar. Ella y el Padre Michael habían sido
sus mejores amigos durante muchos años. Una pareja apuesta que estaba felizmente
casada a pesar de las circunstancias que los llevaron a ello. Sus maravillosos niños le
daban esperanzas para el éxito en el futuro de Robert. El pragmatismo y la riqueza de
conocimiento del Padre Michael combinado con la disposición alegre y naturaleza
leal de Meg, habían producido dos resultados excepcionales a quienes Anne amaba
casi tanto como a su propio hijo. Se sentía bendecida de tener a esta familia con ella.
Le habían dado un apoyo que había necesitado desesperadamente cuando se
casó con MacBain, y lo harían de nuevo cuando se volviera la esposa del conde. Con
su ayuda, su plan de reforzar los derechos de Robert tendría éxito. Y sobreviviría a
este matrimonio.
Anne se desvistió y se metió entre los suaves cobertores sobre los que se hallaba
su cobija de piel. Acarició las pieles de conejo, regalo de su hijo, que había cocido
para formarla.
Pasaría la noche de mañana en la habitación del lord y descansaría entre seda y
piel de marta que habían viajado con Trouville desde Francia. Si es que le permitía
descansar. La idea la hizo estremecerse, pero Anne casi deseaba que fuera por
temor. Se sintió un poco culpable por su curiosidad y falta de horror ante la idea de
acostarse con Trouville. Pero él no era un hombre horrible, al menos hasta donde
ella sabía.
Anhelos que enterró durante su infancia surgieron de su escondite y la atacaron
como pequeños demonios. ¿Cómo sería rendirse ante esos sentimientos que
Edouard provocaba? ¿Se podría atrever a rendirse a ellos por algunas horas? ¿Sería
sabio hacerlo, dado que su meta principal era distraerlo hasta que se fuera?
Anne apretó sus almohadas. Desde luego, debería. ¿Por qué no? Se iría con el
siguiente amanecer.

*****
La noche sin sueño que Edouard había esperado finalmente dio paso al
amanecer. Se levantó en el momento en que la luz del sol invadió su ventana.
Ninguna duda lo molestaba ese día. Silbó suavemente mientras Henri preparaba
su baño. Soportó que lo rasurara, algo arriesgado cuando Henri seguía medio
dormido. Una hora transcurrió y luego otra y él y su hijo realizaron sus rituales
mañaneros con cuidado exagerado e intercambiando pocas palabras.
Maldición, desearía poder bajar y hacerlo de una vez. Esperaba que Anne no
estuviera sufriendo la misma ansiedad o parecería que ambos habían sido forzados a
hacerlo.
Se sentó frente a la ventana, vestido únicamente con sus paños menores y una
camisa, esperando a que Henri se pusiera su ropa.
─Ya casi es hora ─murmuró Henri, señalando una vela marcada para señalar las
horas mientras se quemaba.
─¡Como si no hubiera estado observando esa maldita cosa como un halcón
cazando a su presa! ─espetó Edouard.
Se vistió rápidamente, esperaba no haber olvidado nada importante. Henri solo
hizo débiles intentos de ayudar antes de que Edouard lo apartara.
Una vez que llegaron al salón, comenzó una nueva espera. Una hora entera de
espera. Edouard ajustó su espada incrustada de joyas, cambió su peso al otro pie y
tiró del cuello de su ropa con un dedo. Sus enaguas de terciopelo negro se sentían
incómodas y resultaron ser demasiado calientes para ese día. Solo se las puso para
complacer a Henri. El chico le aseguró que era su mejor ropa y complacería a su
esposa. Edouard sospechaba que lo hacía parecer malvado como un recolector de
impuestos.
Cómo odiaba esperar. En la mayoría de los casos, solo lo toleraba cuando el Rey
estaba involucrado. Nuevamente movió sus dedos, girando sus hombros hacia
adelante y hacia atrás. Luego se forzó a quedarse quieto, juntando sus manos detrás
de su espalda.
─Se está tardando en venir ─le susurró Henri impacientemente.
Edouard levantó la barbilla un poco y le dirigió una mirada de advertencia.
–Me parece que llegamos antes de tiempo.
─Todos los demás están aquí ─señaló Henri mientras miraba de reojo a la
multitud de gente del castillo reunida en el salón. –Quizás cambió de opinión y se
escapó.
─No puede ser, a menos de que haya escalado las murallas ─contestó Edouard
secamente. –Los rastrillos están viejos y oxidados, su sonido se hubiera escuchado
hasta la costa. ¿Piensas que es buena escalando? ─le sonrió a Henri, intentando
obtener una risita.
Observó los ojos del niño abriéndose con admiración y su boca cayendo
completamente. Edouard levantó la mirada para ver qué lo había cautivado de tal
manera.
La apariencia de la novia lo sorprendió tanto, que casi imitó la expresión de su
hijo. La imagen que proyectaba provocó un suspiró colectivo de todos los presentes
para la ceremonia.
Su cabello suelto rodeaba sus hombros como una capa de seda negra. Con cada
movimiento, su ondulante brillo reflejaba luz a todos los rincones del salón. Un
pequeño anillo plateado coronaba la cima de tal imagen.
Su vestido parecía hecho de hilos de plata finamente tejidos, a pesar de su
simpleza. Las mangas de blanca nieves y el cuello de su blusa de seda con oro tenía
un elegante diseño de cardos de plata. El color plateado y blanco que tenía, junto
con la pureza de su piel solo servía para enfatizar el rosa natural de sus suaves labios.
Las manos de Edouard intentaron tomar las suyas antes de saber qué estaba
haciendo. Él, quien siempre había mantenido una actitud de respetuoso desinterés,
sabía que había mostrado demasiada emoción. Por alguna razón, no le importaba en
ese momento.
El ligero temblor que sentía en los dedos ajenos fomentó un fiero anhelo en su
interior, un deseo irresistible de consolar, proteger, y tranquilizar.
Su pastor habló. Como si fuera un sueño, Edouard se movió junto con Anne hacia
una mesa cercana donde estaban preparados los contratos listos para ser firmados.
Aun si ella no le hubiera ofrecido nada más que su dulce persona, él hubiera
entregado con gusto cada moneda que poseía y hubiera conseguido más para darle.
Qué humilde abrirse de tal manera, pensó Edouard. Qué tonto. Pero, por Anne,
parecía haber dispersado todo sentimiento de duda y sospecha. Podía ser que
resultara equivocarse, pero por ahora (por esa noche) sería solamente suya. Una
mujer incomparable. Una esposa incomparable.
Renuentemente soltó sus manos. Edouard apenas escuchó al pastor enumerando
sus propiedades y declarando la división de la dote. Apenas si vio los documentos de
reojo, y garabateó su nombre con un apresurado entusiasmo que, en cualquier otro
momento, le hubiera parecido divertido.
Cuando se dio la vuelta, Hume había apartado a Anne. Los dos estaban parados
cerca del pastor junto a la puerta hacia la pequeña capilla junto al salón. A su lado
estaban Henri, Robert, Sir Gui y una encantadora sirvienta vestida sencillamente.
Edouard utilizó el tiempo necesario para cubrir la pequeña distancia recuperando
cuánto pudo su decoro, pero sabía que el hechizo de Anne todavía lo llenaba.
Probablemente sería así hasta que terminara la noche. Quizás después de dos
noches. O más.
El hecho de que se sintiera tan atontado repentinamente le molestó.
Ciertamente, deseaba amar a Anne, pero no podía permitirse a sí mismo perder el
control. Era indigno comportarse de la manera en que lo estaba haciendo.
Frunció el ceño mientras escuchó la verificación del pastor de su nula relación
sanguínea y mutuo consentimiento. Aceptó la mano de Anne con prontitud cuando
Hume se la ofreció. En el momento adecuado, Edouard dijo sus votos con una voz
clara y brusca.
Solo cuando Anne, con su tono suave y sincero, juró honrarlo y obedecerlo por el
resto de su vida, sintió que su elegancia volvió completamente.
Se dio cuenta entonces de que había estado conteniendo un ligero miedo de que
cambiara de opinión. ¿Por qué habría pensado algo así? ¿No había aceptado
rápidamente el matrimonio? Edouard decidió que su tonta imaginación era algo
común en las bodas, y sonrió felizmente a su nueva esposa.
Cuando Sir Gui empujó su hombro, Edouard se quitó el anillo que siempre llevaba
en su dedo pequeño. Nadie lo había usado jamás, excepto por su madre y, después
de su muerte, él mismo. Sintió un ligero piquete de tristeza por nunca haber
conocido a la mujer que lo había llevado.
La esmeralda rodeada de oro se sentía cálida en su mano. Siguiendo las
indicaciones del pastor, lo deslizó en la primera articulación del dedo índice de Anne,
luego en su dedo medio, y finalmente lo colocó en el que contenía la vena que se
dirigía hacia el corazón. Anne le pertenecía ahora. Para siempre.
Su rostro mirando hacia arriba lo invitaba a besarla, y lo hizo, intentando
recuperar su fervor. Después de todo, todavía tenían que celebrar la misa. Y una
comida de celebración que probablemente duraría todo el día. Casi gruñó pensando
en las largas horas que tendrían que soportar antes de irse a la cama. La sola idea lo
movió casi por completo.
Edouard invitó a Anne a ir delante de él cuando entraron propiamente a la capilla
y tomaron sus lugares uno junto al otro para la misa nupcial. El pastor habló y habló,
una liturgia interminable, un latín apenas comprensible, mientras Edouard permitió a
su mente imaginar lo que sucedería esa noche. Así que ahí estaba, erecto y sin
vergüenza, ignorando la misa y pensando cosas lascivas.
Casi quería reírse por la tortura que estaba colocando sobre sí mismo. Ni una sola
vez intentó esconder su rapacidad sin precedentes. Deseaba a Anne, y quería que
ella lo supiera. Quería que todos lo supieran. Ahí estaba la diferencia entre este y sus
otros matrimonios. Esta vez estaba más que deseoso. Esta vez, él había decidido.
Sí, su unión sería por amor. Edouard lo había decidido, sin lugar a bromas. No
podía pensar en absolutamente nada que pudiera evitar que se amaran el uno al
otro.
Capítulo 5

Anne inhaló con anticipación mientras salían de la capilla y se dirigían al estrado


donde desayunarían espléndidamente. Meg dijo que el cocinero y los empleados se
habían superado a sí mismos, dado el corto tiempo de preparación y los materiales
disponibles.
El tío Dairmid los había ayudado procurando varias delicias tales como anís y
almendras, junto con vino costoso. Incluso había comprado lampreas, las cuales no
podía soportar a pesar de su valor. Pero los franceses las adoraban, eso había dicho
su tío.
El truco sería evitar la desgracia de la miseria frente a su nuevo esposo, sin
impresionarlo lo suficiente para que quisiera visitarla frecuentemente en el futuro.
─Qué agradable ceremonia ─observó mientras el Conde movía su silla para que se
sentara y luego hacía lo mismo. –Mucho mejor que mi primera vez, aunque recuerdo
poco de aquel día. Era tan joven entonces.
─Lo sigues siendo ─dijo Trouville. No, Edouard, se recordó a sí misma. Debía
llamarlo como él quería, incluso en su mente. Debía hacer todo lo que él quisiera.
─Ah, aquí están nuestros hijos, ¡vengan a felicitarnos! ─dijo, girándose para recibir
a los chicos.
─Felicitaciones, Lady Anne, Padre ─ofreció Henri haciendo una reverencia formal.
─Muchas gracias, Henri ─exclamó, sonriéndole a su hijastro.
─Feiz día, Mamá 6 ─dijo Robert, y mirando dudosamente al conde, añadió
dulcemente: ─Pade 7.

6
Feliz día, Mamá. (N.R.)
7
Padre. (N.R.)
Anne sabía que si llegara a vivir cien años, nunca olvidaría la expresión en el
rostro de su esposo. Su usual savoir faire 8 lo abandonó en un instante, y podría jurar
que se veía humilde. Eso o la horrible asunción de Robert lo había dejado sin
palabras.
Se apresuró a brindar una explicación.
–Perdónenos, mi lord, pero me temo que Robert malinterpretó…
─Estoy honrado ─interrumpió Edouard, observando fijamente los ojos de su hijo.
–Profundamente honrado. Hijo.
Henri soltó una risita.
─¿Entonces puedo llamarla Madre, mi lady?
─¡No! ─interrumpió Rob, golpeando a Henri en el hombro.
Edouard frunció el ceño y Henri parecía listo para reprenderlo cuando Rob
interrumpió.
─¡Dile Mamá! ─explicó su hijo con los ojos completamente abiertos por la
desaprobación y repitió, ─Mamá.
─¡Mamá! ─repitió Henri, riendo y picando juguetonamente a Rob en las costillas.
Anne los observó correr a la banca al final del estrado. Edouard ignoró su
comportamiento impertinente y la miró con esperanza en los ojos.
─¿Te importa?
Ella colocó la mano en su manga sin considerar en lo absoluto que no era
apropiado y le sonrió.
─¡No, en lo absoluto! Henri es un buen hijo.
─¿Entonces no te opondrás si lo dejo contigo cuando me vaya? ─preguntó. –Juro
que nunca lo había visto tan feliz. Ha tenido pocos amigos de su edad y ninguna
madre en lo absoluto.

8
Saber hacer. Comportarse. (N.R.)
¿Ahora qué? Anne buscó en su mente una razón para poder negarse. Le agradaba
Henri, pero no sería nada bueno que él y Robert se volvieran buenos amigos y
hermanos. Después de todo, Henri no ocultaría secretos de su padre. Le diría a
Edouard sobre Robert. Era un milagro que todavía no hubiera descubierto la verdad.
El hecho de que los chicos de su edad pasaran la mayor parte de su tiempo en
actividades físicas y casi nada conversando probablemente era lo único que lo había
evitado hasta ahora.
─¿No te extrañará? ─preguntó.
─Creo que no.
Edouard tomó su mano y se la llevó a los labios.
─¿Te das cuenta de que la disposición de un hijo debería ser lo último que
tengamos en mente en este momento? Por derecho, deberíamos estar descansando
en la cama en este momento.
La doble intención apenas podía notarse en la leve luz en sus ojos. Anne se
encontró respondiendo con un fuerte sonrojo, sus labios torciéndose por la
diversión.
─¿De verdad?
─¡Sí, de verdad! ─afirmó, levantando una ceja. –Nada me gustaría más que
terminar de inmediato con este día.
─¿Estás ansioso porque sea mañana entonces? ─bromeó.
Él sonrió torcidamente y mordisqueó la punta de su dedo índice.
─¡Porque sea de noche! ─exclamó.
Anne se sonrojó nuevamente, pero no por la vergüenza. El calor tembloroso que
venía de sus dientes y lengua contra su dedo hizo que la sangre palpitara en sus
orejas. Podía sentir cómo comenzaba a recorrer todo su cuerpo.
Finalmente admitió que la velada no podía llegar lo suficientemente pronto. ¿Por
qué no podía desear que llegara? ¿Por qué no explorar los placeres de la cama
matrimonial, aunque fuera solo por una noche?
Sabía por su observación de las familias felizmente casadas entre su propia gente
que acostarse con alguien no siempre era el temido deber que había soportado con
MacBain.
Este hombre buscaría hacerla sentir placer. Anne no tenía ilusiones sobre su
propósito. Su placer solo incrementaría el de él. Meg le aseguró que un hombre con
la suficiente inteligencia lo sabía. Edouard parecía verdaderamente sabio en este
sentido, pensó con una sonrisa.
Sabiendo esto, Anne casi deseó que pudiera quedarse por un tiempo, tan
imposible como era. Él no toleraba nada más que perfección. Sus hombres y su hijo
no parecían tener defectos en lo absoluto. Sus propios modales y apariencia no
tenían ningún defecto. Incluso sus ropas no tenían una sola arruga.
¿No había asumido inmediatamente que podría corregir las palabras de Robert
para que no ofendieran sus oídos? ¿Cómo reaccionaría si se diera cuenta de que
nunca podría arreglarlo? Contrataría a todos los tutores del mundo conocido y Rob
seguiría estando sordo. Habría peores complicaciones que simplemente lidiar con los
problemas de habla de su hijo si Edouard descubría eso.
Anne solo podía imaginar el disgusto que su esposo sentiría ante la imperfección
de Rob. Y entonces llegaría la absoluta verdad. Consideraría el verdadero origen de
los defectos de su hijo. Ella.
Sin duda, los echaría a los dos y tomaría la herencia de Rob como compensación.
Y el Rey, Robert Bruce, sostendría la proclamación, sin importar si su hijo era su
tocayo.
Admitió que el riesgo de casarse con él era grande. Pero la seguridad de perder a
Rob con su tío si se hubiera negado hacia que el riesgo fuera necesario. Pero las
oportunidades de ocultar el secreto de Edouard si se iba de Baincroft a la mañana
siguiente existían, y eso era obviamente lo que planeaba hacer. Esto podía funcionar.
Tenía que funcionar.

*****
Edouard acompañó a su esposa en los bailes. En lugar de encontrarlo tedioso
como había sucedido con las mujeres en el pasado, descubrió ahora la felicidad que
esto provocaba. Su abierta admiración por él llenaba su vanidad, desde luego, pero
más que eso, disfrutaba su risa avergonzada y su mente rápida.
Vio más allá de su belleza y fuerza de espíritu y una rara inteligencia. También
había una naturaleza apasionada que sentía que ningún hombre había descubierto
todavía. Aunque no sería el primero en tocar su cuerpo, esperó con todas sus fuerzas
ser el primero en tocar su corazón.
El día siguió extendiéndose sin fin. Para satisfacer la tradición, Edouard soportó la
caza mañanera con Hume, Gui, y los dos chicos. Cazó un enorme corzo para probar
sus habilidades para proveer para la mesa de su esposa, y luego persuadió a Hume a
detenerse. Volvieron a la fortaleza donde fueron bañados y vestidos finamente de
nuevo para el entretenimiento de la tarde.
Finalmente, los numerosos platos de la comida de la tarde habían sido retirados.
Los músicos y acróbatas que Hume había contratado parecían exhaustos por tantas
labores. Igual que él.
Edouard había esperado tanto como había pretendido esperar. Se levantó y le
ofreció su mano a Anne, que se veía exactamente igual de deseosa que él porque
todo terminara. Eso hizo que en su rostro apareciera una enorme sonrisa, que
compartió con todos los presentes.
–Tiempo de retirarnos ─anunció.
Con gritos de alegría, varias de las sirvientas de la mesa inferior se acercaron,
guiadas por la mayor que había atendido la ceremonia de Anne. La rodearon y la
llevaron escaleras arriba.
Tan pronto como las mujeres desaparecieron, Hume se levantó y ofreció un largo
brindis. Le siguió Sir Gui, conteniéndose de alguna manera. Luego Henri. Edouard los
escuchó atentamente a cada uno.
Luego Robert levantó su copa de vino rebajado con agua y gritó.
─¡Feli noce 9!
9
Feliz noche. (N.R.)
Todos gritaron.
Edouard se le quedó mirando al niño, preguntándose cuánto podía saber alguien
de diez años sobre lo que estaba a punto de ocurrir. Nada en lo absoluto, decidió,
juzgando por la beatifica sonrisa en su rostro. Le regresó el gesto con gentileza,
sabiendo que Robert había sido completamente sincero con su deseo.
No le sorprendió a Edouard cuando los hombres no se apresuraron a llevar al
novio escaleras arriba. En primer lugar, era demasiado grande para que pudieran
cargarlo cómodamente, incluso aunque no hubieran estado llenos de vino. En
segundo, su propia actitud lo prevenía, estaba seguro. Nadie se atrevía a tocar al
Comte de Trouville sin que él lo permitiera. Su cuidadosamente construida
reputación, aumentada por su constante distancia de las demás personas, le
aseguraba seguridad por esta noche. Estaba seguro de que no tenía deseos de ser
cargado a su lecho matrimonial, desnudado y lanzado al colchón junto a Anne.
Sería un comienzo poco digno para su seducción planeada, pensó secamente.
Ciertamente lo había sido durante su primera noche de bodas. ¡La imagen de su
cuerpo desnudo había sido tan sorprendente para la inocente Isabeau, que había
tardado tres semana en convencerla de que todos los hombres estaban construidos
de esa manera, y de que no estaba deformado de alguna manera! Había logrado
evitar ese susto de Helvise, pero esa mujer nunca había recibido sus atenciones sin
importar lo gentilmente que las ofreciera. Simplemente había sido el hombre
equivocado.
Pero no sería así esta vez. Anne la recibiría en su cama y en su cuerpo. Había visto
el deseo brillar en esos ojos suyos, casi transformándolos en plata. El saberlo lo
excitaba. Calentaba su corazón. Hacía que su sangre ardiera. Estaba esperándolo.
Suspirando profundamente por la anticipación, se apresuró hacia las escaleras y
las subió de dos en dos, dejando atrás a sus alegres compañeros.
─¡Fuera de aquí! ─les ordenó a las mujeres mientras entraba en la habitación
principal. Suavizó la orden guiñando el ojo a la sirvienta más grande. –Y limpien las
escaleras mientras bajan.
Las llevó hacia afuera y cerró la puerta, rápidamente poniendo la barra en su
lugar.
A propósito había esperado a ver a Anne hasta que estuvieran solos. Se dio la
vuelta lentamente y observó a su novia. Si había pensado que era un banquete para
los ojos el día de su boda, ahora veía todas las comidas completas.
Estaba recargada en las enormes almohadas que reposaban en la cabecera. Las
sábanas apenas escondían sus pechos y revelaban claramente el contorno de su
delgada figura. Anne sostenía en una mano un cáliz de plata que le ofreció.
–Vino, ¿mi lord?
─Me temo que mi hambre supera a mi sed ─admitió sugerentemente. –Bastante.
─Entonces tendremos que ver que tus necesidades sean satisfechas ─susurró
amablemente mientras dejaba de lado el vino.
La mirada que Anne le dirigió lo atrajo como una telaraña. Un momento había
estado parado contra la puerta y el siguiente se encontraba junto a ella, sobre ella,
con su boca devorando la dulzura que ella le ofrecía tan abiertamente.
Usó todos sus poderes de contención para terminar el beso y apartarse de ella
para desvestirse. Edouard encontró el retraso casi deseado, pues no deseaba
terminar demasiado pronto. Ciertamente no mientras seguía completamente vestido
y antes de haberla tocado íntimamente.
Respiró profundamente para prepararse, determinado a extender su placer una
vez que comenzaran. Edouard rápidamente se deshizo de sus enaguas y de la ropa
debajo de ellas. Aunque no se atrevió a levantar la mirada, o podría abandonar su
tarea, sintió sus ojos posándose sobre su pecho desnudo. Sus sonidos de aprecio casi
hicieron que terminara justo ahí.
Ella se rió un poco cuando sus dedos fallaron en el primer intento de deshacer los
nudos en su cintura. No era una risa de burla, sino una empática que le decía que le
encantaría ayudarlo. Se acercó a ella y ella a él.
Observó, poniéndose cada vez más duro y pesado a cada momento, mientras sus
pequeñas manos desataban los nudos. La ligera capa de lino con la que quedó no
hizo nada para ocultar su tamaño, y temió que se sintiera amenazada.
─Ahh ─comentó ella suavemente, pero bien podría haber gritado: ─¡Apresúrate!
Edouard escogió hacer justo eso, abandonando todas sus buenas intenciones. En
un solo movimiento, liberó el cinturón de su última cubierta y se deslizó en la cama
junto a ella.
Unos brazos preparados rodearon su cuello mientras él la acercaba a sí. El
sentimiento no se parecía a nada que hubiera experimentado en toda su vida. Era
parecido a llegar al calor de tu hogar después de pasar meses congelándote en el
norte. Solo que más grande que eso, no había palabras para describirlo. Nada lo
había preparado para esto. No sabía que tal felicidad y plenitud existía.
─Ámame ─susurró desesperadamente en su oído.
─Sí ─contestó, pero con más que sus palabras. Se abrió a él tan naturalmente
como si siempre hubieran estado juntos. Tal confianza. Tal fe.
Edouard se sumergió en su calor gruñendo profundamente y en éxtasis. La
sensación llenó completamente su alma. Su súplica silenciosa no permitía que sus
sentidos descansaran, ni que él recuperara el control. Simplemente le dio lo que
deseaba, y mucho más, penetrando en su interior hasta que gritó suavemente por la
sorpresa.
Su cuerpo tembló bajo él, sacudiéndose con intensas olas de placer que rodeaban
todo su ser. Se quedó quieto por un instante, para absorber la casi dolorosa
sublimidad y entonces, incapaz de contenerse por más tiempo, la llenó con su propio
placer.
Totalmente agotado, su mente se sumergió en una nube de felicidad, Edouard la
sostuvo. Sintió su ligero esfuerzo por respirar más profundamente mientras se
acomodaba a su lado.
Cuando salió de su cuerpo, escuchó su pequeño sonido de arrepentimiento. Su
corazón dio un brinco en su pecho y le dio un beso caliente en el hombro.
–En un rato, amor.
Ella acarició su rostro y colocó su boca sobre la de él. Suavemente en un principio,
pero el beso se volvió más demandante mientras las lenguas jugaban, los dientes
presionaban y las manos se volvían valientes.
–Ahora ─ordenó ella mientras sus delgados dedos recorrían su pecho, buscando.
Su cuerpo volvió a la vida cuando ella encontró la respuesta. Y esta vez, abandonó
toda esperanza de control. Dado que no había rezado aquella mañana para poder
imaginar este escenario, Edouard formó ahora una ferviente oración en su mente.
Por favor, que esto dure para siempre.

*****

Anne se despertó primero. Estiró sus brazos sobre su cabeza y bostezó. Edouard
estaba dormido y se dio la vuelta para admirar la manera en que las sombras en su
rostro realzaban sus facciones. Relajado en su sueño, su rostro mostraba la inocencia
siempre presente en el rostro de su hijo. Aunque sabía que pasaba de los treinta
años, tenía pocas líneas en el rostro. Era esa expresión de desconfianza en sus ojos la
que lo hacía parecer más grande cuando estaba despierto.
Deseaba poder quedarse con él. La noche había pasado demasiado rápidamente.
Quizás no debió haberse lanzado a la consumación con tanta rapidez. Ahora que
sabía cómo podía ser el matrimonio, pasaría muchas noches arrepintiéndose de que
el suyo no pudiera continuar de manera normal. Lo extrañaría. Por noches tales
como la que acababan de pasar, eso era seguro, pero también por su galante
compañía.
Lo observó con una sonrisa cuando su suspiro prolongado lo despertó.
–Buenos días, mi amor ─susurró, con la voz grave por el sueño. Apartó un mechón
de cabello de su rostro. –Mi tesoro.
Anne tomó sus manos.
–Es tiempo de levantarnos ─dijo con arrepentimiento. –Tienes que desayunar
antes de que vayas a la costa. Tus monturas deben ser cargadas, y Henri querrá…
─¡Quédate donde estás! ─ordenó mientras se levantaba y atravesaba la
habitación para llegar a su cofre de ropa.
Mientras lo hacía, Anne se permitió estudiar el cuerpo que había dado tanto
placer al suyo. Un escalofrío de deseo la recorrió con tanta fuerza que cruzó los
brazos y apretó sus hombros.
Él tomó una pequeña caja de joyas de entre sus pertenencias y la abrió, sacando
un pequeño paquete cubierto con lino y rodeado por una cinta color escarlata.
Cuando volvió a la cama, tomó su mano y colocó en ella lo que había tomado.
–Es tu regalo de mañana ─explicó.
─Pero no es necesario ─dijo. ─¡Yo no tengo nada para ti! No hubo tiempo después
de que…
─Tú eres la novia, mi amor. Ya me diste tu regalo ─dijo mientras tiraba de la cinta.
Levantó una ceja. –Bueno, desenvuélvelo, yo desenvolví el tuyo.
Ella lo hizo y soltó una exclamación de asombro cuando reveló un collar de oro
decorado con esmeraldas que combinaban con el anillo de bodas.
─¡Oh, Edouard! ¡Nunca había visto algo tan hermoso!
Él lo tomó de sus manos temblorosas y rápidamente lo colocó alrededor de su
cuello.
–Yo tampoco ─dijo suavemente. –Completamente desnuda e invitadora,
despeinada y cubierta en joyas. Qué visión eres. Cuando vuelva, seguiré viéndote de
la misma manera.
Anne se rió nerviosamente, avergonzada por el extravagante alago.
─¿Y cómo debería prepararme para ello cuando ninguno de los dos sabe cuándo
te volveré a ver?
Él la besó en los labios y sonrió de esa manera tan malditamente intima como
solo él podía.
–El siguiente jueves. Menos de una semana. Espérame cuando comience a
oscurecer. Y te quiero aquí, exactamente donde estás ahora.
Anne jadeó.
─¡Pero… pero vas a embarcarte! ¡Dijiste que tenías que alcanzar tu bote! ¡Tu
hogar está en Francia!
Mientras hablaba, Edouard no dejaba de sacudir la cabeza lentamente de lado a
lado.
–Mi hogar es aquí, mi amor. Aquí, contigo y nuestros hijos. Iré a alcanzar mi bote
para recolectar todo lo que traigo de mis estados. ¿Cómo pudiste creer que me
casaría y luego te dejaría?
Anne no respondió, sentía que no podía hablar. Y que estaba aterrorizada.
Incluso la preocupación evidente en sus palabras no hizo nada para tranquilizarla.
–Me preocupa un poco que estés sorprendida ─dijo, ─pero no me di cuenta de
que me habías malentendido. ¿No te alegra que vuelva pronto, dulzura?
¿Qué vuelva? ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Ahora qué?
Anne forzó a sus labios a curvarse y asintió. ¿Edouard quería saber si estaba feliz?
¡Se sentía completamente deshecha! ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo podría él vivir
con ellos día tras día sin saber todo lo que podía saber? Apretó sus manos juntas
hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
─¿Qué es esto? ¿Lágrimas? ─la reprendió gentilmente. ─¡Sinceramente espero
que sean de felicidad! ─aunque intentó hacerlo sonar como una broma, Anne
escuchó el tono de sospecha en sus palabras. ¿O era dolor?
No podía darse por vencida todavía. Él se iría en algunas horas o menos. Una vez
que se fuera, tendría varios días para formular otro plan antes de que él volviera. Por
ahora, tenía que tranquilizarlo de alguna manera. Habiendo tomado esa pequeña
decisión, se acercó a él.
Una vez que estuvo en sus brazos, Anne sintió algo de tranquilidad volviendo a
ella. ¿Cómo podía ser Edouard el ogro que ella había imaginado? Ciertamente nunca
había conocido a alguien como él. ¿Era posible que estuviera equivocada sobre cómo
reaccionaría a la sordera de Robert? Si tan solo pudiera determinarlo sin decirle nada
al respecto.
─¿Edouard?
─¿Sí, mi amor? ─pasó su enorme mano de arriba a abajo por su espalda desnuda,
siguiendo su columna con un dedo.
─¿Podríamos quedarnos acostados aquí y hablar de cosas sin importancia por un
rato? Todavía no puedo soportar la idea de que te vayas, ¿Podríamos fingir que no
tienes que irte a ningún lado, que tenemos todo el día para nosotros? ¿Solo por un
momento?
─¿Y hacer el amor de nuevo? ─preguntó con una suave risa y un beso en la curva
de su cuello.
Tentada, Anne puso un poco de distancia entre ellos.
–Quizás, pero primero, me gustaría saber tu opinión sobre ciertos asuntos. Eso
me ayudaría a conocerte mejor de cómo lo hago ahora. Ahora somos marido y
mujer. Espero que podamos compartir más que esto ─dijo honestamente. –Aunque
esto es bastante disfrutable.
Pasó su mano por su frente y deshizo su ceño fruncido, un gesto inocente, como
el que le ofrecería a su propio hijo.
─¿Qué dices?
Él suspiró y se adentró más en la cama, para quedar recostado junto a ella.
─¿Qué asuntos son esos? ¿Te preocupa algo?
─Oh, no ─Anne buscó desesperadamente algo que no revelara su propósito. Algo
general y que no tuviera relación.
─Meramente quiero entender cómo ves… las cosas. Cómo estás acostumbrado a
vivir. Qué piensas. Eres, después de todo, alguien que sabe más del mundo que
cualquiera que yo conozca, y aun así eres nuevo a nuestras costumbres aquí. Por
ejemplo, ¿qué piensas de nuestro Rey, El Bruce?
Edouard acarició el rastrojo mañanero en su barbilla con la punta de los dedos.
–Un hombre nacido para la política, me parece. Un líder natural. Admiro su
habilidad de organizar una armada con hombres sin entrenamiento ni disciplina,
puedo decirte eso. Aunque he escuchado que su padre era más inclinado a la
picardía que el honor, creo que le enseñó a tu Rey una buena cantidad de ambición.
Ella asintió empáticamente, viendo ahora como podía retorcer la conversación
para que satisficiera sus necesidades.
–Sí, y una rica herencia que se añadió a su fortuna. Hablando de eso, ¿qué dices
de las leyes sobre primogénitos? Hay esas leyes en Francia, ¿no es verdad?
─Sí, desde luego. Y siendo alguien que se beneficia de ellas, he de decir que las
favorezco ─admitió, sonriendo. ─¡Qué temas tan delicados! ¿Concordamos en este?
Anne pudo ver que intentaba complacerla, siendo un poco condescendiente en el
proceso. ¿Debería arriesgarse a preguntarle lo que verdaderamente necesitaba
saber?
–Entonces, ¿los hijos mayores siempre deben heredar sin importar las
circunstancias?
Él unió sus cejas para pensar un momento antes de contestar.
–Bueno, supongo que habrá ocasiones en que eso sea imposible, pero en lo
general, sí.
Ella apretó los labios y apartó la mirada para que no pudiera ver la importancia
que tendría la siguiente pregunta.
–Por ejemplo, ¿si el mayor está loco?
─Certainement10. Un loco no podría controlar las propiedades o servir
correctamente al Rey y su gente.
Ella asintió.
─¿Y qué hay de ceguera? Conozco a alguien así por aquí cerca. El heredero perdió
la vista repentinamente y el hermano menor recibió todo lo que poseía. Él tomó sus
tierras, su herencia, todo. Eso me pareció incorrecto.
Edouard lo pensó por un momento y luego se encogió de hombros.
–Tal como yo lo veo, el segundo hijo no tenía muchas opciones. Sería casi
imposible manejar todas las responsabilidades que debía sin poder ver. Además, un
hombre así no podría defenderse a sí mismo. ¿Qué le pasó al hijo mayor, el que
quedó ciego?
Anne suspiró.
–Vive de la caridad de su hermano.

10
Ciertamente
─Una pena, pero la vida no suele ser justa, Anne. ¿Por qué tantas preguntas sobre
herencias? ¿Te preocupa por alguna razón? ¿Este hombre es amigo tuyo? ─se dio
cuenta de que una pequeña señal de celos se coló en su voz.
─No, nunca lo he conocido ni a él ni a su hermano. Simplemente me pareció algo
digno de conversar ─Anne tenía su respuesta. No era una que le gustara, pero la
tenía. –Hablemos de algo más ─sugirió.
Por un tiempo discutieron los costos de vivir en París al contrario que en
Edimburgo y el interior de Escocia.
Eventualmente él se impacientó con las preguntas banales que le hacía para
cubrir su verdadero propósito, y miró nuevamente hacia la ventana para observar la
posición del sol.
–Comienza a hacerse tarde, mi amor. Debería prepararme para irme, o tendré
que viajar después de la puesta del sol. Te prometo que tendrás años para comparar
nuestras costumbres y creencias.
Ella le sonrió con los labios apretados.
–Desde luego. Agradezco tu tolerancia. He de admitir que solo deseaba tener tu
compañía por un rato más.
Su mano acarició la curva de su cintura.
–Solo tenías que pedirlo. Todavía puedo quedarme media hora más.
─¿Y retrasar tu llegada? ¡El riesgo sería demasiado tonto! Ya te he detenido por
demasiado tiempo ─apretó la cobija a su alrededor, intentando levantarse.
Con su mano sobre su hombro, la besó nuevamente, un beso amable que tenía
sabor a despedida.
–Entonces he de recordarte mientras esté lejos. ¿Prometes encontrarte aquí
conmigo dentro de seis días, Anne? ─preguntó, acariciando la cama a su lado.
─Desde luego ─dijo. Mientras se vestía, Anne encontró sus ojos pegados en su
esposo, notando la gracia con la que se movía. Tomó sus ropas de viaje y empacó
rápidamente. Se daría la vuelta hacia ella y la vería detenidamente, con una mirada
acalorada que mostraría que no quería marcharse.
Sus propios sentimientos luchaban en su interior como dos adversarios. La parte
suya que era una esposa quería que se quedara, repetir lo que habían hecho estas
últimas horas, aprender lo que le gustaba y lo que no, darle más niños y ser una
buena compañera como había jurado ser. Pero sus instintos maternales y de auto
preservación deseaban que se fuera con toda velocidad, y nunca volviera.
Capítulo 6

Una hora después, Edouard llevó a Bayard, su caballo árabe, hacia los escalones
que llevaban a la fortaleza, aceptando la copa de las delgadas manos de Anne. Se
tomó el vino de un solo trago, entregó el cáliz, y luego le sonrió.
Qué esposa tan encantadora, incluso mojada por la lluvia como estaba. La
mayoría de las mujeres se hubieran despedido desde su cálido y seco salón, pero ella
había salido al patio para desearle bien en su jornada. La preocupación evidente en
su expresión lo incitó a tranquilizarla.
–No te preocupes por mí, pequeña esposa. Volveré antes de que siquiera me
comiences a extrañar.
─No lo dudo ─murmuró mientras apretaba el contenedor plateado contra su
pecho.
Él incitó a los dos chicos a acercarse.
–Henri, Robert, encárguense de cuidar a su madre. Tienen permitido descansar su
entrenamiento con las armas hasta que vuelva, pero no de las lecciones de cortesía.
Ambos tienen que aplicarse, y prepararse para un tremendo ejercicio una vez que yo
esté en casa.
─Sí, Padre ─contestó Henri. –No te decepcionaremos ─le dio un codazo a Robert.
─Sí, Pade. Umm… Tepnaemos ─añadió Robert asintiendo con seriedad.
Edouard profundizó su ceño. El inglés de Robert era atroz. El solo pensar en lo
que podría convertir el francés hacía que se retorciera. Pero aun así, el muchacho
parecía dispuesto a aprender. Henri proveería la mayor parte de dicha instrucción,
simplemente estando con su nuevo hermano. Una vez que Robert pudiera hablar
constantemente con otras personas que nativos galeses, pronto se volvería
excelente. O con suerte, por lo menos se le entendería.
─No se metan en problemas. No quiero tener que castigarlos. Robert, no te
acerques a las murallas. Henri, sin juegos de azar.
Su hijo asintió y Robert lo siguió de cerca.
─Bien. Me despido de ustedes ─dijo para Lord Hume, los chicos, y muchos
hombres de armas que habían venido a despedirlo. Entonces dirigió toda su atención
a Anne, para recibir su bendición. ─¿Mi lady?
─Que tengas buen viaje, mi lord esposo. Qué Dios te proteja y vea que regreses a
salvo.
Qué formal. Qué correcto. Qué absolutamente hermosa, por dentro y por fuera.
¿Qué otra esposa sentiría una preocupación tan sincera después de conocer a su
esposo por tan poco tiempo? No era ninguna farsa. Podía ver escenarios negativos
reflejándose en esos ojos encantadores. Temía por su seguridad incluso en un viaje
tan corto. Sacudiendo su cabeza mientras se preguntaba cómo había tenido tan
buena suerte, Edouard se forzó a llevar a Bayard hacia el portón de Baincroft y
marcharse.

*****

Anne se quedó parada ahí, observando mientras el portón se cerraba detrás de


Edouard y su caballero. Sintió, más que ver, a Meg acercándose detrás de ella. La
suave voz de su amiga apenas si rompió el silencio.
–Volverá el próximo jueves. Es lo que he escuchado.
─Es cierto, ¡no sé lo que haré entonces! Si pretende entrenar a los dos chicos él
mismo, es seguro que descubrirá que Rob no puede escuchar ─respondió Anne en
galés sin darse la vuelta. Respiró profundamente mientras observaba a los chicos
correr hacia los establos. Parecían no notar la lluvia o el fango bajo sus pies.
─¿Qué es entonces? ─demandó su tío. –Temes que descubra…
Anne se dio la vuelta bruscamente. Ni siquiera había notado lo cerca que se
encontraba su tío.
─¡Nada! No es nada importante ─Meg huyó del patio, dejando a Anne sola con él.
Sus ojos se entrecerraron mientras se acercaba a ella, con las manos sobre la
cadera.
─¡No me mientas! ¡Tengo oídos, y no creas que he olvidado el idioma de mi
juventud! ¡Dijiste que no puede escuchar! ¿Tu niño está sordo?
Pensó en mentir, pero sabía que sería inútil.
–Sí ─susurró, con la cabeza baja, incapaz de ver la condena en sus ojos.
─¿Cómo puede ser? Lo escuché hablar. ¡Los sordos son tontos!
Anne se apartó de él, se apartó de la furiosa condena igual a la de su padre.
–No siempre, tío Dairmid. Le he enseñado a hablar.
Él maldijo en voz baja.
─¡Pues qué mal trabajo has hecho! Pensé que estaba maldito con una lengua
torcida. Lo vi bailar la noche pasada. ¡Responde cuando le hablas! ¿Cómo puede ser
si no puede escuchar?
Sus hombros cayeron en señal de derrota. El juego había terminado. Su tío
gritaría esto a los cuatro vientos. Todos los que todavía no lo sabían, lo harían
pronto.
Ofreció la explicación que pudo.
–Rob siente la música de alguna manera, observa a los demás y copia sus
movimientos en la danza. Hago que me preste atención mientras observa mis labios
moverse. Puede ver las palabras mientras las digo, y entiende casi todo. Además,
hemos creado un lenguaje de señas entre nosotros.
Su tío escupió en la tierra, frotando su frente con una mano mientras comenzaba
a caminar en círculos.
–Terrible ─murmuró. –Terribles noticias en efecto. ¿Tienes una idea de lo que
Trouville me hará? ¡Soy yo quien insistió en que se casara contigo! ¡Seré yo quien
sufra su ira cuando se dé cuenta de que está unido a una mujer que tiene animales
inútiles en vez de los finos hijos que le prometí!
La furia tensó su espalda, sus hombros se enderezaron, y levantó la barbilla.
─¡Él no es un animal! ¡Mi niño haría a cualquier padre (o cualquier hombre, para
el caso) más orgulloso que cualquier otro! Además, Trouville ya tiene a un heredero.
Su fría risa hizo que su piel se erizara.
–Sí, tiene uno, ¿pero qué hay de un segundo para asegurarse de que su línea
continúe? ¿Qué hay de ello? ¿Y qué hombre quiere criar a un imbécil, aunque
claramente sea culpa de su esposa?
Anne se dio la vuelta, incapaz de encararlo por más tiempo sin golpearlo.
─¡Supongo que lo descubriremos cuando se lo digas!
─¿Se lo diga? ¿Estás loca? ¡Me mataría en un instante! Sin duda querrá que sea
yo quien sufra. ¡Solo Dios sabe lo que haría!
La esperanza floreció en su pecho. No le diría.
─¿Entonces me ayudarás a mantener el secreto?
Nuevamente se rió sin humor.
–Puedes contar con eso, te lo aseguro ─golpeó su palma con su puño. ─¿Pero qué
hacemos con él? Ciertamente no me puedo llevar a un chico así. Debemos encontrar
un lugar a donde mandarlo para esconderlo. Hay una abadía en Kelso, y por
suficiente dinero podrías…
─¡No! ─gritó Anne. Respiró profundamente varias veces para tranquilizarse lo
mejor que pudo. –Nunca apartarás a mi hijo de mí. Preferiría decirle a Trouville para
que nos eche a los dos juntos.
─¡Pequeña tonta! Te digo que te matará. Se rumorea que asesinó a su esposa por
producir a un hijo enfermizo sin oportunidades de vivir. No importa que lo haya
hecho. ¡No esperó para ver si lo haría!
Detuvo inmediatamente su caminata y se le quedó mirando, atontada.
─Sí ─continuó, su voz había bajado a un serio suspiro, sus ojos se habían
entrecerrado hasta volverse casi líneas. Apuntó dos dedos a su rostro. –Y la segunda
esposa, ella no se preñó de ningún niño. Tomó plantas para incrementar sus
posibilidades, pero Trouville la descubrió. ¡Le clavó un cuchillo en el corazón! ¿Vés
cómo trata a las esposas decepcionantes?
Anne lloró silenciosamente, queriendo desesperadamente no creerle a su tío.
Pero había visto un atisbo de la ira de Trouville. Incluso en ese momento, la manera
en que trató a Robert después del incidente con la muralla hacía que su sangre se
helara. No importaban sus gentiles modales o ese comportamiento debajo de las
cobijas, el hombre nunca había sido molestado desde que llegó. Nadie le había dado
una causa para sentir una rabia verdadera. Estas noticias podrían hacerlo.
Pero nunca podría mandar a Robert lejos. Nunca entendería por qué, y pensaría
que no era amado. Abandonado por la única persona en la que confiaba, su propia
madre.
─No hables más de esto, te lo ruego ─susurró, con la garganta seca por las
lágrimas. –Ahora no.
Su tío suspiró profundamente con los dientes apretados y miró hacia las nubes.
Se acercó a ella y puso una mano sobre sus hombros tembloroso, dándoles un
apretón.
–Está bien, como tú digas. Quedarnos parados aquí bajo esta maldita lluvia y
discutir al respecto no conseguirá nada. Necesito tiempo para considerar lo que debe
hacerse. Hablaremos luego.
Anne se fue apresuradamente, queriendo nada más que apartarse de él. Su tío no
diría nada sobre Robert porque temía por sí mismo. Había prometido que podía
contar con ello. Pero aún tenía que temer los poderes de observación de Trouville
cuando regresara. Y, en ese momento, los de Henri.

*****

La llovizna duró cinco días y finalmente llegó una mañana soleada. Robert dejó su
cama temprano, se vistió y se dirigió a la habitación principal para ver cómo se
encontraba su madre. Él y Henri habían prometido cuidarla, pero Henri estaba
demasiado enfermo para hacerlo.
Sabía que la mayoría de las personas podían escuchar los pasos, así que tuvo
cuidado de no despertarla cuando entró de puntitas en su habitación. Parecía triste y
parecía como que necesitara dormir. Debía estar triste porque su nuevo padre
estaba lejos. Después de salir a cazar, la revisaría de nuevo.
Rob le prestó poca atención a la gente del castillo que comenzaba con su día
cuando pasó por el salón. Que lo hiciera era algo común. Pero por cuatro largos días
había permanecido adentro, sintiéndose caliente, luego tosiendo y sorbiendo la
nariz. Hoy se sentía él mismo de nuevo. Henri tenía la misma enfermedad, pero no se
había recuperado tan rápidamente.
La caza sería buena hoy, con todas las liebres saliendo a ver el sol. Su confiable
sabueso, Rufus, lo disfrutaría, pero Rob no lo vio por ninguna parte aquella mañana.
Ajustó la honda que había metido en su cinturón, pretendiendo que era una espada.
Esperaba tener pronto una espada como la de Henri. Él tenía la vieja espada de su
padre, desde luego, pero era demasiado pesada para poder usarla bien.
Cuando descubriera cómo hacerlo, le pediría a su nuevo padre que le diera una.
¿Por qué no olvidar escoger sus palabras y simplemente apuntar a la espada de
Henri, y luego a sí mismo? Al contrario de su viejo padre, ese parecía ser mucho más
brillante. Tenía que entender una petición tan simple.
Pero mamá le había dicho que estas nuevas personas no podían saber que era
especial, con unos ojos más amables que los de cualquiera en el mundo. No les
gustaría si descubrieran que él podía entender y hacerse entender sin usar palabras.
Por sobre todo, ella temía que a su nuevo padre no le gustara.
Tenía que fingir que podía escuchar. Hasta ahora, los había engañado, y podría
seguir haciéndolo si mantenía a Henri como su amigo. Sus ojos le decían que sabían
que era diferente, pero también sabía que todavía no adivinaban por qué.
A Rob le gustaba especialmente que este nuevo padre lo trataba mejor que el
anterior. No había palizas ni necesidad de esconderse ahora. Se preguntó si lo bueno
que era fingiendo tenía algo que ver con eso.
Los viejos Nigel y Tiernan lo ignoraron mientras luchaban por levantar los
rastrillos para permitir que la gente entrara y saliera de Baincroft. Robert se recargó
contra la muralla de piedra, esperando. Solo podía salir por la poterna, pero no tenía
prisa.
Reconoció a dos de los hombres que habían llegado con el tío de su mamá.
Estaban parados cerca del herrero, mirando a Rob y hablando detrás de sus manos
para que no pudiera ver lo que estaban diciendo. Qué rudo de su parte, pensó
secamente.
No que pudiera entender mucho de lo que esta nueva gente decía de cualquier
manera. Mamá decía que venían de otro lugar y todas sus palabras eran extrañas.
Ella le había enseñado algunas, pero ya que estas personas formaban la mayoría de
sus palabras en sus narices, le advirtió que su idioma no sería fácil de hablar. Él se
encogió de hombros y desechó la idea.
Cuando se dio la vuelta, el portón se abrió completamente y Rob se escurrió por
él, ansioso de revisar sus trampas y utilizar su honda. No había nada mejor que la
liebre asada, pensó sonriendo felizmente.
El sol se levantó todavía más, casi directamente sobre su cabeza, para cuando
llegó al lugar de su tercera trampa. La encontró completamente abierta y vacía, al
igual que las primeras dos. Rob sacudió la cabeza, rindiéndose a algún día lograr
colocarlas de manera correcta.
Cuando se inclinó para volverla a colocar, toda la luz se ocultó repentinamente.
Desesperadamente apretó el áspero saco sobre su cabeza. Tirando furiosamente,
Rob respiró profundamente y gruñó una y otra vez, tan fuerte como pudo. Pateó
desesperadamente a cualquiera que lo hubiera forzado contra el piso hasta que sus
botas alcanzaron a tocar algo.
Justo cuando pensó que podría escaparse, más de dos manos lo tomaron y Rob
sintió cintas de cuero rodeando sus muñecas.
Ataron sus manos con seguridad y lo pusieron de pie, poniendo el saco más
profundamente contra sus hombros para cegarlo más. Rob abandonó sus esfuerzos
inútiles y se puso a pensar. Mamá siempre le advertía que no debía entrar en pánico
si se asustaba. Debía mantener la mente fría y pensar, decía.
También le había enseñado que los sonidos que él hacía no viajarían lejos en el
aire, y estaba a casi medio día adentro del bosque. Dudaba que ella lo escuchara en
la fortaleza, sin importar cuanto gruñera.
¿Por qué le haría alguien esto? ¿Ladrones que querían sus trampas y honda?
¿Cazadores furtivos que temían que le dijera a su madre que los había visto cazar por
los alrededores? ¿Por qué no lo habían matado entonces? Habían cubierto su rostro
para que no los viera, así que debía saber quiénes eran.
Entonces sujetaron sus brazos, y lo arrastraron entre ellos mientras caminaban.
Rob se dio cuenta de que podía respirar lo suficientemente bien a través de la tela,
así que los dejó hacer lo que querían, pensando que probablemente se cansarían
pronto y se detendrían. Entonces podría escaparse.
Dejaron de caminar, justo como había esperado, pero solo para subirlo a un
caballo detrás de uno de los hombres. Rob tiró incluso más diligentemente de las
ataduras en sus muñecas.
No necesitaba ver sus rostros u observar sus palabras para saber que sus captores
no tenían intención de llevarlo a casa. Si no se liberaba antes de que dejaran el
bosque, nunca encontraría su camino de regreso. Si lo dejaban vivir para intentarlo.
Sorbió con fuerza su nariz, determinado a no llorar, incluso cuando las cintas de
cuero se clavaban en sus muñecas, haciéndolas sangrar. Si el cuero se humedecía,
podía estirarse, pensó Rob. Nuevamente movió sus manos y sintió el dolor crecer. No
se rendiría. Mamá había dicho que uno nunca debía rendirse. ¡Ella nunca lo había
hecho, y tampoco lo haría él!

*****

Edouard cabalgó solo mientras se acercaba a los portones de Baincroft. Gui y los
hombres contratados para escoltar sus tesoros desde Francia hasta su nuevo hogar
tardarían otros diez días en llegar, tan lentos como iban por todo lo que llevaban con
ellos. Edouard los había dejado a cargo de ello.
Esa fortaleza de color gris con su poca imaginativa construcción cuadrada no
tenía ninguna comparación en lo absoluto con sus otras propiedades, pensó
Edouard. Pero eso era si uno solo tomaba en cuenta la apariencia del lugar. Baincroft
ya era un lugar querido para él por lo que contenía en su interior.
Todas las noches de la última semana, sueños de su lady lo habían apresurado a
terminar sus negocios y volver. Visiones de su cuerpo desnudo sobre la cama,
esperando con los brazos abiertos y deseosa por su llegada lo llevaron a abandonar
toda precaución y volver a toda prisa a su lado. Por lo tanto, viajaba solo a toda
velocidad. Ahora estaba aquí.
Los portones estaban abiertos, con los rastrillos levantados. Podía ver una
multitud reunida frente a los escalones de la fortaleza. Algo debía haber pasado. Hizo
que Bayard comenzara a trotar y entraron, haciendo que se detuvieran frente al
grupo. Éste se separó inmediatamente cuando Anne se acercó a él, empujando a la
gente para pasar. Edouard desmontó rápidamente y la atrapó cuando tropezó hacia
sus brazos.
─Anne, ¿qué sucedió? ─su primera idea fue correr hacia Henri, pero ella jadeó el
nombre de Robert.
Él la apartó ligeramente de él y la sacudió gentilmente.
–Tranquilízate. Dime. ¿Robert está herido?
─Ido ─gruñó mientras sacudía la cabeza. –Se ha ido, desde ayer temprano. Envíe…
envíe gente a buscarlo cuando no volvió. Oh Edouard, ¿dónde podrá estar? Los
hombres revisaron todo el bosque, revisaron los escondites de los vagos. ¡No está
por ninguna parte! ─se dejó caer contra él. –Encuentra a mi hijo. ¡Por favor
encuéntralo!
Edouard ofreció palabras que pensó la tranquilizarían, mientras su mente
examinaba y analizaba las posibilidades. Robert podía haber salido de Baincroft y
haberse perdido, o alguien lo había secuestrado.
Si se trataba del primer caso, debían encontrarlo rápidamente para que no
sufriera por el clima o el hambre. Edouard no pensaba que el niño fuera a morir de
hambre a menos que se hubiera lastimado lo suficiente para no poder cazar.
Pero si era el prisionero de alguien intentando conseguir una recompensa,
Edouard sabía que sería inútil hacer nada más que esperar hasta que los contactaran.
Incluso mientras lo pensaba, sabía perfectamente que Anne nunca accedería a
esperar. Él ciertamente no lo haría si fuera Henri el que estaba perdido, y no debía
hacerlo con este nuevo hijo suyo.
Abrazó a Anne con un brazo mientras señalaba a diferentes hombres qué pensó
podrían ser útiles.
–Tú, tú y tú, monten a todas las propiedades cercanas y pregunten si alguien sabe
algo sobre Lord Robert.
Una tímida voz habló.
–Perdone, mi lord, pero no lo reconocerían.
Edouard bajó la mirada para ver a la modesta sirvienta llamada Meg que a veces
atendía a Anne.
─¿Por qué no?
La misma Anne contestó, firmemente limpiando las lágrimas de sus mejillas.
–Porque MacBain lo escondía siempre que alguien venía de visita ─gimió.
─¿Su padre lo escondía? Pero, ¿por qué…?
Hume se apresuró a interrumpir, con los ojos completamente abiertos, y
hablando sobre la búsqueda que ya había tomado lugar.
–Es muy probable que haya caído a un arroyo y haya sido arrastrado hacia el lago,
mi lord. Nunca volverá a aparecer si eso pasó. Tememos que eso haya pasado.
Anne se giró contra el pecho de Edouard, sacudiéndose por su incontrolable
pesar.
─¡No! ─Edouard casi gritó. La apretó con fuerza y reafirmó su negación a la
sugerencia de Hume. –No, Anne, eso no puede ser. ¡Robert no es ningún tonto para
caer en el agua! ─pero recordó al mismo pequeño tonto balanceándose
precariamente en el parapeto, con los brazos abiertos para simular el vuelo.
─¡Tranquilízate, Anne! ─susurró. –En este mismo instante iré a buscarlo.
Tranquilízate ─dijo mientras pasaba sus mangas por sus mejillas para limpiarlas de las
lágrimas.
─Pero no lo entiendes ─gimió. –Rob no puede…
Edouard la silenció.
–Oh sí, sí puede. Puede cuidar de sí mismo hasta que lo encontremos. Ve a vigilar
la comida para la tarde. Prepara algo delicioso para nuestro Rob para cuando lo
traiga a casa, ¿eh? Sabes que estará hambriento como un sabueso ─Edouard la pasó
a Meg y se dio la vuelta para montar a Bayard.
Los hombres a los que había mandado a viajar a las propiedades cercanas estaban
parados, completamente inmóviles. Movió una mano hacia los establos.
─¡Vayan! Ensillen sus monturas y salgan. Describan al joven lord a los que vean.
Díganles que ofrezco cien libras en recompensa a quien sepa algo sobre su ubicación.
Si descubren alguna pista sobre él, persíganla a toda prisa. ¡Nadie en Baincroft
descansará hasta que Lord Robert regrese!
Con eso, llevó a Bayard hacia el portón y se dirigió al bosque cercano.
Edouard se dio cuenta rápidamente que rastrear al chico sería imposible. Cientos
de pisadas cubrían el suelo donde la gente había pasado buscándolo. Si tan solo
hubiera estado ahí cuando todo ocurrió, hubiera evitado la perdida de pistas.
Horas después, cuando cayó la oscuridad, finalmente volvió a la fortaleza,
agotado y frustrado.
Si no había ninguna noticia sobre Robert esperándolo, volvería a salir al amanecer
para encontrar al hijo de Anne. Ella le había confiado al chico, y Robert lo aceptaba
como padre. Edouard sabía sin ninguna duda que su esposa nunca lo perdonaría si
no tenía éxito. Ni tampoco podría perdonarse a sí mismo. Nadie bajo su protección
tenía permitido simplemente desaparecer.

*****
La comida de la tarde no atraía a Anne en lo más mínimo, preparada como estaba
para el disfrute de su hijo. Él no estaba ahí para comerla.
Edouard intentó distraerla, agradeciéndole profundamente por sus cuidados con
Henri, quien aún seguía en cama. Aunque Robert se había recuperado rápidamente
de la enfermedad que ambos habían adquirido la última semana, Henri seguía
enfermo, con un estómago perturbado y una ligera fiebre.
Imaginó a Rob enfermando nuevamente por el frío de la noche, hambriento y
solo. ¿Estaba recostado en un lugar oscuro y peligroso, escondiéndose de los
depredadores del bosque, o estaba arrinconado en el calabozo de algún bastardo
esperando su rescate?
Lo último parecía poco probable, dado que nunca salía vestido finamente, y nadie
fuera de Baincroft lo reconocía por vista. Aun así, sería preferible a que tuviera que
enfrentarse con los lobos o algún jabalí salvaje.
Edouard la exhortó a comer, murmuró palabras de ánimo, pero Anne reconoció
las nuevas líneas de preocupación bajo sus ojos. Vio una fiera determinación sobre
sus firmes hombros y la firme línea de su boca.
Su estómago dio una vuelta cuando le ofreció una mordida de una pera con miel.
Con un suspiro torturado, ella giró la cabeza.
–No puedo.
El tío Dairmid se inclinó a su otro lado, inundándola con miradas suplicantes y
apretando frecuentemente su brazo y su mano. Apreciaba su silencio, lo sabía, pues
casi había dicho abiertamente la verdad sobre Robert aquella tarde.
Seguía pensando que sería necesario decirle todo a su esposo. ¿Afectaría la
búsqueda? Desde luego que sí. Si supiera la verdad, podría considerar que Rob no
valía tantos problemas. Ciertamente pensaría que no valía la enorme recompensa
que había ofrecido. Era tan grande como el rescate para un caballero hecho y
derecho.
El tío Dairmid tenía razón en esto. Colocó su mano sobre la de él que estaba en la
mesa, mostrando silenciosamente que obedecería su deseo y se quedaría callada
sobre la sordera de Robert. Decidió, en ese momento, que su silencio sería lo mejor
para todos los involucrados.
Edouard se levantó en el momento en que terminó de comer.
─Ven, Anne, me retiraré ahora para poder volver a salir al amanecer. Además,
debemos hablar de Robert para que conozca sus hábitos y habilidades. ¿Los conoces,
o hay alguien a quien pueda preguntar?
Al menos tendría algo de participación en el procedimiento.
–Puedo responder ─lo siguió escaleras arriba hacia la habitación principal.
Ahí le permitió desvestirla mientras ella solo se quedó parada. Él la metió en la
cama y la cubrió hasta los hombros con las pieles.
Anne casi lloró, recordando la última vez que habían estado juntos y su promesa
de esperarlo usando solo las joyas que le había dado. Cuánto había temido su
regreso entonces, pero ahora le agradecía a Dios que hubiera vuelto. Si alguien podía
descubrir qué le había pasado a Robert, era Edouard. Lo que fuera que pasara
después, podrían soportarlo. Por ahora, todo lo que quería era que su hijo estuviera
seguro y a su lado nuevamente.
Por algún tiempo, Edouard le preguntó gentilmente si Rob podía encender fuego,
si conocía cosas comestibles en el bosque, además de lo que cazaba, qué armas
tenía, y si también estaban desaparecidas. De esta manera, la tranquilizó de cierta
forma, pues se dio cuenta por sus propias respuestas que Rob no estaba tan
indefenso como ella había temido.
─Te agradezco, Edouard ─susurró cuando éste guardó silencio. –Pase lo que pase,
te agradezco por tu preocupación y determinación de devolverme a Robert.
─¿Cómo podría hacer menos? ─le preguntó, mientras se recargaba en un brazo y
la observaba. ─¿No has atendido a Henri como una madre devota? Su fiebre casi
había bajado completamente cuando fui a verlo antes de la cena. Aunque estaba
igual de preocupado que nosotros por su hermano.
Las lágrimas la vencieron nuevamente.
–Oh, Edouard, no puedo soportar esto.
─Puedes y lo harás ─murmuró mientras la apretaba entre sus brazos.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que se había apoyado en alguien? Años,
supuso. Pero ahora, dejó que pasara, esperando completamente el precio que
tendría que pagar por ello. Él querría su cuerpo como recompensa por su bondad, y
ella se lo daría.
Solo que, después de algún tiempo, Anne se dio cuenta de que no le estaba
pidiendo nada, no hizo ningún movimiento para forzarla a complacerlo. Simplemente
la mantuvo cubierta por su calor, con su oído escuchando los latidos de su corazón.
El ritmo firme y confiable que tenía la arrulló, hasta que finalmente se quedó
dormida.
Cuando despertó, Edouard estaba parado frente al fuego, poniéndose una camisa
acolchonada sobre su playera de piel de oveja. El apretado pantalón de lana
mostraba sus piernas musculosas por el ejercicio constante. Se veía como un hombre
capaz de cualquier tarea, por difícil que fuera. El simple hecho de observarlo hizo que
sus esperanzas se elevaran.
Cómo desearía poder confiar en él, que le ofreciera entendimiento y consuelo de
que Rob se quedaría con su herencia. Pero temía la demanda de Edouard porque
todo fuera perfecto.
Incluso mientras lo consideraba, observó cómo levantaba cuidadosamente su
cota de malla y la observaba en busca de daño. No había una sola cosa fuera de lugar
en su aspecto, se dio cuenta cuando lo vio completamente vestido. No había un solo
defecto ni en su ropa ni en su persona. ¿Cómo podía esperar que tolerara un defecto
en el chico al que llamaba hijo?
Pero, en ese momento, su preocupación era lo más importante. Tenía que
recuperar a Rob.
Él la miró de reojo, descubrió que estaba despierta, y sonrió.
–Me marcho ahora, mi amor. Mantente ocupada hoy. Intenta no pensar
demasiado.
─Tráelo conmigo, Edouard ─susurró, sintiendo las lágrimas caer antes de poder
contenerlas.
─Tan pronto como pueda ─concordó. Entonces atravesó la habitación y le dio un
beso lleno de promesas. –Juro que haré todo lo que esté en mi poder para
encontrarlo. No descansaré hasta ponerlo en tus brazos.
Anne creía con todo su corazón que haría todo lo que pudiera. Solo esperaba que
eso fuera suficiente. Asintiendo y forzando una sonrisa de aliento, le deseó buena
suerte.
Capítulo 7

Anne permaneció en su habitación hasta muy entrada la tarde, perdida en


pensamientos oscuros y fervientes suplicas. Le prometió a Dios todo tipo de cosas si
tan solo cuidaba de Robert por ella.
Muchas veces alguien se acercó a la puerta.
─¿Algo sobre mi hijo? ─decía, y una contestaba que no. –Entonces déjame
─demandaba y volvía a sus plegarias.
Finalmente cansada del confinamiento y ansiosa por hacer algo (lo que fuera)
físico, Anne se levantó del frío suelo y acarició sus rodillas adoloridas. Cepilló su
cabello y había comenzado a tejer una trenza cuando un golpe seco la interrumpió.
─¿Sobrina? ¡Déjame entrar! Tengo que hablar contigo antes de que Trouville
vuelva.
Ella abrió la puerta de golpe y encontró a su tío cambiando su peso
impacientemente de un pie al otro.
─¿Qué pasa? ¿Lo encontraron?
─No ─admitió, y pasó junto a ella empujándola. Comenzó a caminar frente al
fuego, mirándola acusadoramente. ─¡Casi le dijiste!
─Pero no lo hice. Y no lo haré. ¿Tenemos que hablar de esto ahora? ─se sentó en
la silla cerca del fuego y continuó arreglando su cabello. –Todo lo que importa ahora
es encontrar a Robert.
Él la reprimió con la mirada.
–Es la voluntad de Dios que el chico haya desaparecido, sabes. Es lo mejor para
todos. Tú, yo y Trouville, desde luego.
─¿Lo mejor para todos? ¿La voluntad de Dios? ─demandó Anne, sorprendida,
mientras sus manos se detenían abruptamente. Una sospecha persistente se formó y
creció. Observó a su tío cuidadosamente, buscando algo que pudiera proclamar su
culpabilidad. Él evitó mirarla a los ojos y su caminata se volvió más acelerada, casi
errática.
─¿Tío Dairmid? ¿Qué sabes de la desaparición de mi hijo? ─demandó.
─¿Yo? ─chilló, lanzándose hacia ella, pareciendo confundido. ─¿Piensas que yo…?
─se clavó el pulgar en su enorme pecho. ─¿Tu propio tío?
Anne saltó y se lanzó hacia él, lanzando golpes frenéticamente, gritando:
─¡Bestia! ¿Qué le has hecho? ¿Dónde está mi hijo?
Él la tomó de los hombros y la sacudió con tanta fuerza que su cuello casi se
rompió.
─¡Tranquilízate, mujer! ¡Calla, antes de que atraigas a todos en la fortaleza!
Ella pasó saliva para contener su furia palpitante, sabiendo repentinamente que
así no conseguiría respuestas. Con un esfuerzo determinado, Anne respiró
profundamente una y otra vez hasta que se sintió controlada. Él la soltó y ella dio un
paso hacia atrás.
Entonces observó detenidamente su dura expresión y adoptó una igual.
–Me lo dirás, tío. Dime dónde puedo encontrar a mi hijo, o te prometo que
Trouville lo sabrá todo. Apenas tenga oportunidad de dejar sus armas cuando llegue,
se lo confesaré todo. Como forzaste este matrimonio, como pretendes usar su
influencia con el Rey Francés, y como esperas cubrir tu error a expensas de mi niño.
Él la fulminó con la mirada.
–No te atreverías. Trouville te mandaría al exilio. ¡O algo peor!
Anne estaba segura de cada palabra que decía.
─¡Tal como hará de cualquier manera cuando me vuelva loca por el dolor!
¡Dímelo, o estarás maldito, y no será por obra del demonio! ¿Mandaste a Rob a
Kelso? ¿Con los monjes?
Su mirada escurridiza evitó la pregunta. Anne gruñó y lanzó sus manos al aire.
─¡Sal de esta habitación! Debo vestirme para salir.
─¿A… a dónde crees que vas? ─preguntó, con su miedo ahora completamente
visible.
─A Kelso, ¿a dónde más? Voy a encontrar a mi niño.
Él estiró una mano regordeta en señal de súplica.
─¡Pero no puedes! Reza, espera, e iré yo mismo, en secreto. Prometo que lo
traeré de vuelta. Y sin un solo rasguño, sobrina, lo juro. Mis hombres tienen órdenes
de no asustarlo ni dañarlo. Cuando lo regrese, olvidaremos que esto pasó.
Anne corrió a la puerta y la abrió de golpe.
─¡Fuera de mi vista!
Su tío asintió, fingiendo arrepentimiento.
─¿No le dirás entonces? Podría decir que saliste a buscar a Robert por tu cuenta
y…
─Dile a Trouville lo que quieras. Pretendo ir a encontrar a mi hijo. ¡Ahora vete!
─repitió Anne.
─Sí, me iré ─concordó, saliendo de la habitación, hablando furtivamente. –Solo
sígueme cuando vuelvas a casa. Tu niño solo estaba perdido, ¿entendido? Trouville
nunca tiene que saber…
Ella azotó la puerta en su rostro. Después de un momento, sus pasos dejaron de
escucharse. Deseó tener la fuerza de patearlo por las escaleras, al maldito canalla.
Anne se arrancó la ropa de cama y sacó una blusa y una falda limpias. Poniéndose
su capa más práctica, una hecha de manta, y botas de trabajo, se preparó para viajar
las veinte leguas necesaria para tranquilizar a su corazón.
Mejor que su pobre Rob estuviera completamente bien cuando llegara con él, o
su tío Dairmid pagaría por esta sucia trampa suya. Era seguro que pagaría. Incluso si
significaba entregar Baincroft, sus tierras de dote, y cualquier esperanza de un futuro
con Edouard de Trouville.

*****
Edouard apresuró a Bayard para que galopara mientras se acercaba al portón
abierto. Había encontrado al hijo de Anne. O mejor dicho, Robert lo había
encontrado. El niño había salido de detrás de un enorme roble, levantado los brazos
y gritado:
─¡Pade! ─parecía tan bien como siempre, aunque ciertamente agotado por su
aventura en el bosque. Edouard pretendía hablar con Robert por tal tontería, pero
después, después de la gloriosa reunión en Baincroft. Una enorme sonrisa cubrió su
rostro y gritó con fuerza por todo el patio.
─¡Todos! ¡Busquen a mi lady! ─la vio entonces al otro lado del patio. ─¡Anne!
Detuvo su montura mientras la observó correr a toda velocidad desde su camino
hacia los establos. Robert se retorció y pasó una pierna sobre el caballo, intentando
bajarse de la silla.
Edouard lo sostuvo con fuerza hasta que Anne llegó, llorando y riendo, hablando
incoherentemente mientras se acercaba. Solo entonces le permitió al chico soltarse
de su agarre y correr a sus brazos abiertos.
Sus ojos ardieron cuando vio cómo se abrazaban. El amor poco común que Anne
sentía por su hijo le sorprendía. Si su propia madre lo hubiera tenido en tan alta
estima. Si todas las madres se sintieran como ella, pero Edouard sabía que Anne era
única. Era cierto que consentía a su hijo, y no prestaba atención a los elementos más
básicos de su entrenamiento, pero ciertamente lo amaba.
A Edouard lo llenaba un calor con saberlo, pero lo hacía sentir más su propia
perdida de lo que la había sentido jamás. Rezaba porque tuviera una pequeña
esquina en su corazón para Henri. Quizás incluso un pequeño espacio para su esposo
también. La sola idea lo hizo sonreír.
Cuando ella lo miró, Edouard sintió su gratitud cubrirlo como una cálida y dulce
ola.
–Cumpliste tu promesa ─susurró. Las palabras se formaron en sus labios como
una bendición. Aunque no pudo escuchar su voz, con el ruido que la gente a su
alrededor estaba generando, el mensaje le llegó claramente.
─Sí ─contestó sin sonido. –Siempre lo haré ─su sonrisa temblorosa le dijo que lo
había escuchado en su corazón, tal como había pretendido que lo hiciera.
Cuando la cacofonía disminuyó levemente, Edouard desmontó, le dio las riendas
de su montura a uno de los chicos del establo, y siguió a Anne y Robert al interior de
la fortaleza.
En lugar de detenerse en el salón, se dirigieron directamente a la habitación.
Edouard cerró la puerta detrás de él para que los tres pudieran estar solos. Se dirigió
directamente a Anne.
–Lo encontré en el bosque. Cansado como estaba, no hice preguntas más que
para saber si estaba herido. Dice que no.
Luego se dirigió a Robert.
–Dinos que pasó, hijo ─dijo suavemente. ─¿Te alejaste demasiado y te perdiste?
Robert asintió, sus ojos bajando al suelo con cansancio.
Anne presionó la pequeña cabeza del chico contra su pecho y la besó.
–Deberíamos esperar hasta mañana, esposo. Debe comer algo y dormir primero.
Edouard concordó, ansioso de comida y descanso para sí mismo. Descansó junto
a su Anne que más que probablemente querrá mostrarle su agradecimiento.
─Muy bien. Pero, tenemos que asegurarnos que nada como esto vuelva a suceder
en el futuro. Tú, mi niño, tienes que llevar compañía la próxima vez que vuelvas a
cazar. Y todas las próximas veces. ¿Entendido?
Cuando no obtuvo respuesta, Edouard pensó que el niño debió quedarse dormido
parado, recargado en su madre.
─¿Debería llevarlo a la cama? ─le preguntó a Anne.
─No ─dijo suavemente. –Déjamelo a mí, mi lord. ¿Por qué no subes a nuestra
habitación a dejar tus cosas? Haré que alguien le lleve comida y vino. Cuando
acomode a Rob y vea que Henri siga mejorando, me uniré a ti.
Edouard hubiera caminado felizmente al infierno para hacer lo que fuera que ella
pidiera, tal era la promesa brillando en sus ojos.
*****

El alivio sobrecogedor que Anne sintió por tener a Robert a salvo en su hogar
eclipsó cualquier otra emoción por un momento. Solo después de que lo hubo
alimentado y metido en su cama, comenzó a considerar nuevamente su futuro y lo
que éste podía tener preparado para ellos.
Henri dormía pacíficamente cuando fue a verlo. Su fiebre y tos persistente
parecían haber desaparecido. Meg le aseguró que había comido bien y había
comenzado a quejarse por tener que permanecer en la cama. Pronto los chicos
recuperarían su creciente amistad.
Le había advertido a Rob que no podía revelar lo que le había sucedido,
especialmente a Henri. Si Edouard llegaba a descubrir que su tío había ordenado el
secuestro de su hijo, no descansaría hasta saber por qué.
Su tío Dairmid conocía a su esposo mucho mejor que ella, habiendo observado
sus actividades durante años. Anne no dudaba de las palabras de su tío cuando le
dijo que la ira de Edouard podía destruirlos a todos. Se sentiría engañado, estafado,
robado de su oportunidad de producir más niños, y posiblemente lo suficientemente
molesto para cometer asesinato. Podía desafiar a su tío y terminarlo sin ningún
problema, dada la alta reputación que Edouard tenía con las armas. En cuanto a ella,
nadie la defendería, pues un hombre podía encargarse de su mujer como mejor le
pareciera. Si su tío Dairmid decía la verdad, Edouard ya lo había hecho antes. Anne se
estremeció. No mataría a su hijo, desde luego. A la ley no le gustaría eso, si es que
era reportado. Pero fácilmente podría deshacerse de Robert. Lo que le había pasado
al heredero de MacGuinn bien podía pasarle al de MacBain.
Rob nunca podría defender su derecho a Baincroft si Edouard se encargaba de
ella primero. No habría nadie con el rango suficiente para hacerle frente. No podía
soportar la idea de Robert viviendo la vida de un mendigo, solo y sin amigos, sin
ninguna familia.
Anne se recargó contra la pared fuera de la pequeña habitación que le había
asignado a Henri. Su mirada recorrió el corto corredor hacia la puerta de la
habitación principal. ¿Podía entrar a aquella habitación, sonriendo y lista para
ofrecer su gratitud por todo lo que su esposo había hecho aquel día? ¿Podía hacerlo,
sabiendo que él podría ser el instrumento de destrucción que la condenaría a ella y
su hijo a una vida de pobrezas?
No quería creer que Edouard fuera un hombre vengativo. ¿Cómo podía alguien
tan bueno amando, tan cariñoso y solicito en tantas maneras, volverse lo
suficientemente vicioso para asesinar a dos mujeres porque no le complacieron? No
parecía posible. Pero sabía que las cosas salieran como él quería desde el día de su
nacimiento, nacido para las riquezas, el poder y privilegios, y familia de la Realeza.
Edouard bien podía ser capaz de eliminar a aquellos que intervinieran con sus
deseos. Ciertamente podría hacerlo sin recriminaciones de ningún tipo.
Apretó sus manos contra su corazón. Latía rápidamente, temió que fuera a
colapsar justo ahí y tuviera que ser cargada a donde necesitaba ir.
¡Detén esto! Se ordenó Anne a sí misma para detener las horribles imágenes que
estaban imaginando antes de hacer alguna tontería. En este estado mental, bien
podría decirlo todo, caer de rodillas y rogar misericordia en el instante en que
entrara en la habitación.
Unas pisadas pesadas en la escalera la distrajeron y se enderezó, preparándose
para enfrentar a quien quiera que fuera.
─¿Tío? ¿Qué haces aquí? Estaba a punto de retirarme ─dijo.
Él se acercó y se inclinó hacia ella, su voz no era más que un susurro.
–Pretendí alcanzarte antes de que lo hicieras. Te observé dejar la habitación del
chico para poder hacerlo. No le dirás nada a Trouville ni esta noche ni ninguna otra.
¡Que te quede claro!
La ira la recorría, sobrepasando su intranquilidad. Aquí estaba la causa de todas
sus dudas. Aquí estaba parado el responsable. Deseó con todas sus fuerzas que
nunca hubiera ido ahí, que nunca hubiera visto su rostro. Deshacerse de él aliviaría
por lo menos una parte del problema, y sabía exactamente cómo hacerlo.
─¡Quiero que te vayas de Baincroft! Sal con la primera luz. ¡Si no lo haces,
admitiré tu participación en la desaparición de Robert antes del desayuno!
Detuvo su respuesta levantando su mano cerrada en un puño.
–Puede que Trouville eche a Rob. Puede que me mate como dijiste que hizo con
sus otras esposas. ¡Pero tú, mi lord, sufrirás algo peor! Tú mismo lo dijiste.
Él bajó la mirada al suelo, como si estuviera arrepentido. Ella sabía que no era así.
Pero cuando habló, sonaba más sincero de lo que había esperado.
–Anne, sé que tengo algo de la culpa de todo lo que ha pasado. Si me hubiera
mantenido en contacto contigo durante todos estos años, hubiera sabido sobre tu
hijo, tienes que creer que nunca hubiera causado todo esto. Rezo porque me
escuches ahora.
Se atrevió a tomar su puño y sujetarlo con ambas manos.
–Déjame llevarme al chico. ¡No, escúchame! ─insistió en voz baja. Incrementó el
agarre en su puño como si quisiera prevenir que saliera corriendo. –Si me lo
permites, lo llevaré a la fortaleza de Byelough cuando vaya a visitar a mi hija. Su
esposo es un buen hombre, aunque sea un Highlander. Ama a sus hijos, incluso a la
pequeña que Honor tuvo con su primer esposo. Permítele que se encargue de tu
hijo, te lo ruego.
─¡Nunca! No conozco a ese hombre, apenas si recuerdo a mi prima. Es mi único
niño, tío, y el único que tendré jamás. Si fuera un poco más grande, y si supiera que
solo quieres lo mejor para Rob, podría considerarlo. Pero a ti solo te preocupa tu
propio futuro, no el de Robert ni el mío. Eres solo un anciano egoísta y quiero que
salgas de Baincroft. Lo digo en serio. Vete mañana, o sufrirás las consecuencias.
Él soltó su mano y suspiró.
─Como tú digas.
Anne se apartó de él, con los brazos cruzados sobre el pecho, y esperó a que se
fuera.
─Que Dios te acompañe, sobrina ─dijo tristemente. –Por favor créeme que mis
intenciones eran buenas.
Anne recargó su frente contra la pared de piedra y escuchó su retirada. Cuando
todo quedó en silencio nuevamente, se preparó para la noche que vendría.
No queriendo rendirse a su desesperación, midió sus opciones. Edouard la
deseaba. Y, a pesar de todas las razones por las que no debería, Anne tenía que
admitir que ella también lo deseaba. Habían tenido un buen comienzo en ese
sentido. Si no fuera por el secreto que tenía que mantener por el bien de Robert, su
incapacidad para darle más hijos a Edouard, y las horribles ocurrencias en el pasado
lleno de violencia de Edouard, podría haber agradecido la unión.
Anne decidió que tenía que usar cualquier método necesario para poder retrasar
lo inevitable. Por lo menos la pasión que sentía por ella podía servir como una
distracción. ¿Quién sabe si un milagro podía ocurrir mientras tanto? El Rey francés
seguramente lo llamaría a Francia antes de que pasara mucho. El tío Dairmid había
dicho que su esposo servía como un importante consejero en la corte. Un hombre
tan acostumbrado a tener poder debía cansarse rápidamente de la vida en una
fortaleza aislada en un país desconocido.
Si tan solo pudiera mantener el cuerpo y la mente de Edouard ocupados con
otros intereses, podía ser que apenas notara la presencia de su hijo en lo absoluto.
No podía permitirse pensar que ya no había esperanza. Una mujer tenía que utilizar
todas las armas que poseía, especialmente si no le quedaba ninguna otra alternativa.
Lo que más preocupaba a Anne era el hecho de que no le molestaba en lo
absoluto el tener que usar sus armas. Cada vez que la miraba, o ella a él, su pulso se
aceleraba y recordaba la noche que habían compartido. Sus manos sobre su cuerpo,
sus labios, el aroma a especias de su piel, el sentimiento de él en su interior. Lo
quería tener nuevamente. Su deseo era tan fuerte en ocasiones, que se había tenido
que recordar a sí misma por qué tenía que sacarlo de ahí.
¿No debería sentir repulsión por un hombre que había asesinado a dos mujeres
cuando pudo simplemente haberse apartado de ellas, y mandarlas a una casa
religiosa para que vivieran ahí por el resto de sus vidas? Pero no sentía repulsión. En
lo absoluto.
Anne se dio cuenta de que seriamente dudaba que Edouard fuera culpable de lo
que se le acusaba. A pesar de la insistencia de su tío de que su esposo había realizado
tales acciones viles, no podía, con un corazón honesto, creer que fuera cierto.
Pero existía la posibilidad de que se equivocara. La manera en que se comportaba
y su propia pasión por Edouard bien podía haber distorsionado la percepción que
tenía de él. Para poder estar segura, tenía que actuar asumiendo que, si se le daban
razones, sería capaz de utilizar violencia definitiva.
En cualquier caso, pretendía completamente intentar mantenerlo ocupado para
que tuviera poco tiempo de hacer nada más hasta que el Rey lo mandara llamar. Con
este fin, acomodó las arrugas de su vestido, humedeció sus labios con su lengua, y se
dirigió hacia la habitación principal.

*****

Edouard se inclinó en su silla de respaldo alto y alimentó el fuego nuevamente,


un acto inútil para pasar el tiempo. Su fuego interno ardía sin necesidad de ser
alimentado. ¿Qué demonios la estaba retrasando? Parecía como si hubiera estado
esperando durante horas.
Todas esas fantasías en las que había pensado todo el camino hacia la costa y de
regreso habían desaparecido, después de todo Anne no lo había estado esperando
desnuda, cubierta de joyas y anhelando su toque. En su lugar, había encontrado todo
el lugar echo un desastre, su lady llorando, un hijo enfermo con fiebre, y el otro
desaparecido.
Pero, considerándolo todo, pensó que el incidente de la desaparición de Robert
había logrado un mejor entendimiento entre él y Anne. Ahora conocía lo profunda
que era su capacidad de amar y eso lo complacía mucho más de lo que cualquier
acto físico podría hacerlo. Y ella había aprendido que él siempre cumpliría sus
promesas, sin importar el costo.
Esa noche proveería todo lo que le había faltado en su llegada. Si tan solo se
aparecía en la habitación.
Se dio la vuelta cuando escuchó la puerta abriéndose. Cuando la vio, Edouard
inmediatamente revisó sus planes de seducción. Ella le sonreía casi dulcemente, pero
su expresión parecía forzada. Sus ojos no mostraban nada salvo signos de
agotamiento. Los pequeños hombros bajo su capa parecían demasiado rectos para
ser natural.
No se levantó para recibirla, sino que se quedó dónde estaba.
–Ven ─invitó, estirando una mano hacia ella. Ella se acercó sin dudarlo y unió sus
palmas. –Estás muerta de cansancio por estos dos días, ¿no es verdad?
Ella comenzó a negarlo, pero no le prestó atención. En su lugar, la colocó sobre su
regazo y la invitó a recostarse contra él, con la cabeza sobre su hombro. Su largo
suspiro le dijo la verdad.
Acarició toda su espalda hasta que su mano llegó a su cuello. Deslizando sus
dedos por debajo de su pesada trenza, apretó los pequeños músculos de ahí hasta
que sintió que se relajaba contra él.
–Descansa, mi amor. Qué pobre esposo sería si esperara algo de ti esta noche.
Solo quédate quieta.
Con manos experimentadas, desató su vestido. Se agachó y le quitó las botas de
cuero, lanzándolas a un lado. Ella apenas si se movió cuando subió sus faldas sobre
sus rodillas y enrolló su pantalón de lana.
–Dios mío, ¿qué le pasó a tus rodillas? ¿Te caíste?
Lentamente, renuentemente, ella se sentó y vio sus piernas desnudas.
–Oh. Recé ─explicó. –No es nada.
Edouard la movió un poco para poderse levantar. Luego la levantó a ella,
llevándola a la cama.
–Lo que necesitas es una buena noche de sueño.
La desvistió tan rápida e impersonalmente como pudo, ignorando sus protestas
de que podía hacerlo por su cuenta. Él la cubrió con las cobijas y la acomodó debajo
de ellas.
Anne apretó su mano.
–Pero antes de que te fueras prometí…
─Obedecerme ─dijo firmemente. –Y ahora tienes que hacerlo. Cierra los ojos, no
quiero escuchar más ─acomodó los cobertores bajo su barbilla y la besó suavemente
en la frente.
─¿Edouard? ─murmuró. ─¿Vendrás a la cama?
─En un momento ─prometió, conmovido por su necesidad de su presencia. –Me
uniré a ti pronto.
Aunque esa noche sentía que la necesitaba (de una manera diferente a como ella
lo necesitaba a él) Edouard deseaba satisfacer sus necesidades más que las de él. En
su mente, esto demostraba su creciente amor por ella, y se sintió feliz por ello.
Anne hubiera sucumbido a sus avances con tanta gracia como lo había hecho
durante la noche de bodas si se lo hubiera demandado. No habría habido quejas,
suspiros impacientes, negaciones en palabras o pensamiento, si lo hubiera hecho.
Sabía eso sobre la mujer con la que se había casado. Esto indicaba que podía ser que
ella sintiera más que simple aceptación ante la idea de ser su pareja.
Su cuerpo podría irse a dormir sin satisfacción esa noche, pero el corazón de
Edouard estaba rebosante. Él y Anne estaban bien encaminados en lograr que su
matrimonio se transformara en la unión por amor que tanto querían.
La felicidad lo cubrió cuando volvió a su silla junto al fuego y observó las gentiles
llamas. En ellas podía proyectar un futuro feliz que se alargaba por muchos años
más, años en los cuales reirían y amarían juntos. Verían a sus hijos crecer para
convertirse en finos hombres que tendrían sus propios lugares entre la nobleza
francesa y escocés. Sus hijas, una vez que llegaran, serían gentiles y gráciles,
pequeñas versiones de su querida madre.
Después de que Anne se quedó dormida y Edouard se le unió en la cama,
continuó haciendo que sus esperanzas crecieran. Podía imaginarlo todo, un futuro
formado con el amor que nunca había experimentado cuando era niño. Nada del frío
y calculador egoísmo de sus padres. Nada de la infidelidad y decepciones de sus
esposas anteriores. Su nueva vida sería perfecta en todos los sentidos.
Más tarde esa noche, Edouard se despertó, agitado por un sueño más vivido que
cualquiera que hubiera experimentado las noches pasadas. Las manos de Anne
recorrían su cuerpo, frotando, acariciando, lo excitaban hasta que se sentía arder en
fiebre. Incluso ahora, mientras el sueño lo abandonaba, podía imaginar la calidez de
su mano acariciándolo. Su propia mano descendió por su cuerpo y se posó sobre la
de ella. No era un sueño entonces, pensó mientras gruñía por la anticipación.
Apretó sus dedos sobre sí mismo, aliviado por la felicidad del placer, luego
abandonó su mano para regresarle el favor. Anhelaba la luz. El fuego se había
apagado, y la luna no brillaba a través de la ventana. La oscuridad de la habitación
hacía que tanto amor se sintiera irreal, y necesitaba todos sus sentidos para creer
que no lo era. Cuánto deseaba ver su hambre, incluso si la sentía.
Su respiración se agitó cuando su mano encontró su pecho, acariciando su duro
pezón. Se inclinó para llevárselo a los labios para saborearla. Su agarre en él se
apretó casi dolorosamente.
Debatirse ante su obvia falta de experiencia podía proveer una distracción lo
suficientemente fuerte para prolongar este viaje, pero Edouard meramente se
deleitó ante lo que esto implicaba.
En la parte de su mente en donde había vuelto a haber razón, entendía que no
había recibido el amor de su anterior esposo en ninguna cantidad. El viejo no le había
enseñado nada de placer y probablemente tampoco le había ofrecido mucho, dado
su inocencia y torpeza. Una ineptitud que lo estaba llevando a su final más
rápidamente que cualquier maniobra perfectamente practicada.
La sangre hervía en sus venas. Un pesado mareo lo cubrió cuando tomó su pierna
y la pasó por encima de su cuerpo para que ella estuviera sobre él.
–Déjame entrar en ti ─jadeó. ─¡Ahora, amor, ahora!
Sintió cómo lo guiaba, jadeando frenéticamente, con un deseo que apoyaba
completamente, arqueando sus caderas hasta que quedó completamente sentada.
Se dejó sumergir en su aroma, la suavidad de su piel, sus pequeños gritos de
sorpresa cuando se movía bajo ella.
Sus manos se cerraron en sus caderas y la guiaron, primero gentilmente, luego
con fuerza, cuando la necesidad del éxtasis lo sobrecogió. Sus músculos internos se
apretaron rítmicamente a su alrededor, llevándolo aún más cerca de un vórtice sin
control. Su duro jadeo llenó la noche mientras se vaciaba en su interior, entrando y
saliendo, hasta que no pudo más.
Soltó sus caderas y la rodeó con sus brazos, acercando su sonrojo a su cuerpo,
que se encontraba repleto y lleno de apaciguamiento.
─Te amo ─se escuchó decir. No había pensado decir tales palabras. Simplemente
se presentaron por cuenta propia. Así que las repitió contra el suave palpitar de su
cuello, solo para saborearlas un poco más. Para que ella las escuchara, las sintiera, y
supiera que eran absolutamente ciertas y venían directamente desde su mente, al
igual que su alma. –Te amo.
Ella se acurrucó y suspiró. Y se quedó dormida.
Edouard se quedó quieto, amando la cercanía de sus cuerpos. Sin nadie
apartándose, nadie saliendo de la cama para lavarse o irse a alguna otra parte. El
sostenerse uno al otro como lo estaban haciendo parecía tan inexorablemente
correcto de alguna manera, como si algo lo hubiera organizado desde el comienzo de
los tiempos. Él la amaba. Con todo su corazón, la amaba. Y ella también debía
amarlo.
Tenía que hacerlo.
Capítulo 8

Anne pretendió dormir. Solo el hecho de que su cuerpo entero se sintiera como
mantequilla derretida previno una reacción ante la sorpresa de las palabras de
Edouard.
Lo había dicho dos veces. Solo una, podría haberla atribuido al momento. ¿No
había sentido ella el mismo deseo de hablar? ¿Decir algo para glorificar lo que
acababa de pasar entre ellos? ¿Pero que lo dijera dos veces…?
Suspiró nuevamente y acomodó un poco su rostro, para que sus labios rozaran la
almohada y no su cabello. Un beso impensable a su frente podía significar que lo
había escuchado, incluso que tenía los mismos sentimientos. Asumiendo que hubiera
dicho sus verdaderos sentimientos. Seguramente no. Se conocían desde hace tan
poco tiempo, ¿cómo podía ser posible que la amara? Sin duda los hombres decían
todo tipo de cosas en circunstancias como estas.
Pero la manera en que la sostenía (casi con desesperación, incluso después de
que los había satisfecho a ambos) la hacía pensar que podía necesitar algo más. Algo
que deseaba que le diera que todavía no le había dado. ¿Tendría que haberle
regresado esas palabras? ¿Era eso lo que esperaba? Podía decirlas. ¿A quién
lastimaría?
En efecto, sentía algo que no podía definir completamente. Ciertamente
admiraba a Edouard, y no solo por su asombroso cuerpo y apuesto rostro. No le
había mostrado sino bondad, un deseo de complacer, y un intento genuino de volver
su unión una feliz. Las horribles historias que el tío Dairmid había repetido sobre su
esposo podían ser falsas. ¿Por qué tendría que creerle al hombre que la había
amenazado para casarse, que la había amenazado y secuestrado a su hijo?
En ese momento, sintió como si pudiera abrirse a Edouard y él le mostraría
compasión y entendimiento. Seguramente este hombre nunca la dañaría a ella ni a
Robert.
El tío Dairmid debió haber mentido. Pero, ¿con qué propósito ensuciaría el
nombre de Edouard? El miedo que su tío le tenía parecía genuino, ciertamente lo
suficiente para que huyera.
¿Debía atreverse a arriesgar todo el estado de su hijo y su misma vida por confiar
en este esposo al que apenas conocía?
Le debía complicidad a Edouard, había jurado dársela, para no sentirse culpable al
buscar complacer las necesidades de su esposo. Tampoco se sentía mal usando esas
necesidades para apartar su atención de Robert durante los siguientes días. ¿Pero
decir que lo amaba, cuando sabía en su corazón que lo que sentía por él podía ser
solo deseo y admiración? Sí, eso sería problemático. Al menos en esto, le sería
completamente honesta.
Pero escuchar esa declaración de amor de su parte la llenó de esperanza. En eso,
sería honesta consigo misma. Deseaba con todo su ser que fuera la verdad, que
verdadera y sinceramente la amaba. ¿No resolvería eso todos sus problemas?
Tendría que esperar y ver. Y mientras tanto, podrían… Anne se sacudió por la
sorpresa. Su miembro crecía en su interior incluso mientras la sola idea de volver a
hacer el amor atravesaba su mente. Sus caderas se arquearon por propia voluntad,
haciendo que entrara más profundamente. Suspiró con placer puro.
─Adoro los sonidos de tu placer ─susurró él. Su lengua recorrió la forma de su
oído y sus labios introdujeron su lóbulo a su boca. La suave mordida que le dio
provocó un grito.
Él pareció saltar en su interior.
─¿Edouard? ─una súplica por más.
Su risa grave y vibrante recorrió todo su cuerpo.
–Me alegra que no te enseñara nada.
─¿Hmm? ─murmuró Anne, con sus sentidos tan llenos de él como su cuerpo.
─MacBain. Olvida que existió. Desde este momento, olvídalo ─murmuró a través
de un beso húmedo. Su boca parecía devorarla, sus palabras se sentían como comida
deliciosa bañada con el vino de la pasión. –Pues ahora eres mía, mi ángel ─dijo con la
voz áspera. Sus manos rodearon su cintura de manera controladora, moviéndose
ligeramente hacia adelante, luego retrocediendo cuando lo apretaba con fuerza. –
Por siempre… y para siempre… mía.
─Siempre. De todas las maneras posibles ─prometió, regresándole el beso y
aferrándose a él con todo el poder que poseía.
Cuando la ola de éxtasis amenazó con consumirla, él la apartó.
─¡Oh, no! ─gritó en protesta.
Él la tranquilizó con otro beso, otra promesa.
─De esta manera ─sugirió, poniéndola boca arriba. Sintió cómo metía una
almohada bajo ella y levantaba su cadera.
Su cuerpo pulsaba casi dolorosamente, llorando por él, mientras él colocaba sus
manos en sus muslos y la abría completamente.
–Mi flor ─pareció canturrear. Sintió su aliento sobre ella. –Dulces pétalos ─susurró
haciendo lentamente un círculo con su lengua. –Un capullo que atesorar…
Anne gritó mientras la tormenta llegaba. Él se movió sobre ella a toda prisa,
llenándola con una fuerza que nunca antes había siquiera soñado. Sus poderosas
embestidas incrementaron en profundidad y velocidad hasta que pensó que moriría
del placer. Su repentino grito y erupción en su interior la mandaron nuevamente
hasta la cumbre más alta.
Incluso mientras estaba tendido sin movimiento alguno, sentía sus palpitantes
temblores en su interior.
Pudo haber hablado entonces, tenía el aliento para hacerlo. Pudo haberle
ofrecido su alma si no la tuviera ya. El resto de su ser, era seguro que ya lo había
proclamado como suyo.
Con lo que pareció un esfuerzo exhaustivo, se colocó sobre sus codos para quedar
sobre ella.
–Respira ─jadeó, ─si puedes.
Detectó un atisbo de humor detrás de esa orden. Obedientemente, introdujo aire
en su interior y lo soltó.
─La pequeña muerte ─explicó. ─¿Vivirás para morir de nuevo, o te he destruido
más allá de toda esperanza?
Se removió de nuevo, salió de su cuerpo y se recostó a su lado. Una mano de
dedos largos recorrió su forma delicadamente, como si quisiera examinar los daños.
Se detuvo finalmente sobre su pecho izquierdo.
–Ah, ¡un pulso! Uno bastante rápido ─apretó su pezón juguetonamente y se
inclinó para besarlo. –Bueno, tu primera lección. ¿Qué opinas de tu tutor?
¿Demasiado francés?
Anne se rió. Nunca había esperado este lado de este hombre. Aunque le dijo la
pregunta en broma, no le pasó desapercibido el tono ansioso que ocultaba. Temía
haberla sorprendido. Y lo había hecho. Agradeció a todos los cielos por la oscuridad
que los rodeaba.
Ni en sus más locas imaginaciones había pensado que algo como lo que acababa
de pasar era posible.
─Creo que los franceses son mejores que nosotros en más que solo su estilo para
vestir ─ofreció. –Nuestras costumbres bucólicas pueden parecer retrógradas.
Él jugó con un mechón de su cabello, pasándolo por su mejilla y pecho.
–Puede que te hayas dado cuenta de que no estoy desmayado.
─Umm. Me di cuenta de que te tomas tus lecciones muy en serio. ¿Has tenido
muchas estudiantes entonces? ─no había pretendido preguntar eso, ¡incluso lo había
halagado ligeramente! Ahora pensaría que estaba celosa de sus anteriores amoríos.
A decir verdad, lo estaba. Por qué se sentía así, no podía imaginarlo. El hombre se
había casado dos veces, después de todo, y probablemente no había sido ningún
sano antes de eso.
─Unas pocas ─admitió. –Pero ninguna como tú. ¿Por qué MacBain te dejó tan
inocente? Estuviste casada por diez años. No puedo imaginar a ningún hombre
desperdiciando toda esta… adaptabilidad nata ─su dedo rodeó su ombligo y luego se
introdujo en él.
Anne se estremeció, tanto por su toque como por su pregunta. Edouard estaba
tocando un tema peligroso. ¿Cómo podía decirle que su esposo la despreciaba hasta
cuando se hallaban en la cama?
–Me pediste que olvidara a MacBain. Está olvidado ─contestó, más
cortantemente de lo que había pretendido.
Él sujetó su rostro y la besó suavemente en los labios.
–No pienses ni por un momento que pretendo avergonzarte, mi amor. Solo
pregunté por curiosidad. No debería haber secretos entre nosotros. Te prometo que
no hay nada que no puedas decirme. Hablemos del pasado y dejémoslo detrás de
nosotros para siempre. Háblame de MacBain.
─¿Y tú me hablarás de tus esposas? ─preguntó, deteniéndolo para no tener que
contestar. ─¿Qué te hace pensar que deseo saber sobre ellas?
Él tocó su nariz.
–Porque eres curiosa como un gato. ¡No lo niegues!
─Entonces cuéntame, si tienes que hacerlo ─dijo malhumoradamente, pues tenía
razón. –Empieza. E incluye a tus amantes también, si lo deseas ─quizás para cuando
terminara, se olvidaría de su pregunta. O se le acabaría el aliento, considerando el
número de mujeres que debió haber tenido. Al menos tendría tiempo para pensar en
una razón por la cual MacBain la evitaba en la cama.
Él se acercó a ella. Para mayor confianza, supuso.
–Mi primera vez fue con una lechera ─anunció, con una sonrisa en su voz. –Gentil,
regordeta, y con aroma a queso. No hace falta enumerar a las demás hasta que
llegué a los diecisiete años y me casé. Ellas no me dejaron ninguna impresión.
─Oh, gracias por evitármelo. ¿Y la esposa? ─preguntó Anne renuentemente. No
estaba segura de querer escuchar esto si lo que el tío Dairmid había dicho era cierto.
El rumor era que cuando le había dado un hijo débil la había asesinado por ello.
Seguramente no.
─Ah, Isabeau. Un matrimonio arreglado. Mi padre la llevó conmigo y nos casamos.
A ella no le importaba mucho el matrimonio, pero ninguno de nosotros podía decir ni
hacer nada. Murió poco después de haber tenido a Henri.
─¿Por el parto? ─preguntó Anne cuidadosamente.
─Pérdida de sangre ─dijo ambiguamente. O así sonó. Anne ciertamente no
escuchó simpatía ni dolor en su voz. No se atrevió a pedirle que se explicara más
detalladamente, por temor a lo que diría.
Se quedó callado por un momento y luego siguió con su lista.
–Tuve a una amante por dos años. Una viuda.
─¿La querías? ─demandó Anne. No había pretendido hacerlo.
─Sí, quería mucho a Marie. Cuando decidió casarse de nuevo, la ayudé a escoger
un esposo adecuado. Tiene dos hijos fuertes ahora y parecía muy feliz cuando me la
encontré por última vez en la corte.
─Conveniente para ti ─contestó Anne. ─¿Por qué no te casaste con ella?
─Estaba comprometido ─dijo. –A Helvise, mi segunda esposa. No me gusta hablar
de ella, pero lo haré por esta vez, para que sepas todo. Sin que yo lo supiera, su
padre la forzó a casarse. Ella amaba a alguien más ─suspiró pesadamente. –Y
continuó amándolo a cada oportunidad que tuvo.
─¿Qué… qué pasó? ─susurró Anne, temiendo la explicación.
─Murió por ello ─dijo con una voz sin ninguna tonalidad.
Anne no le preguntaría si la había matado. Escuchó el dolor en su voz, la traición
que había sufrido. Pudo haber asesinado a esa esposa infiel en una ola de furia.
Hacerle preguntas al respecto no parecía prudente. Aun no podía creer que lo
hubiera hecho, pero tenía miedo de asegurarse. Era mejor dejar descansar el asunto,
pues no había nada que pudiera hacer para corregir el error si es que existía.
─Ya veo ─dijo simplemente. ─¿Es todo?
─Todas las que vale la pena mencionar. Ahora es tu turno. Quiero saber todo
sobre ti ─tomó una de sus manos y jugó con sus dedos mientras esperaba.
─Me casé a los dieciséis años. MacBain era amigo de mi padre. Murió por una
fiebre hace seis meses. Seguramente mi tío te ha contado todo esto ─dijo.
─¿Fue un buen matrimonio para ti? ¿Se llevaban bien? ─preguntó gentilmente.
─No, en realidad no ─Anne se detuvo con eso, esperando que lo satisficiera.
Tendría que haber sabido que no sería así.
─Le diste un buen hijo. Me sorprende que te pidiera más.
─MacBain era un hombre viejo ─dijo. –Y no le gustaba mucho estar en la cama o
los niños. ¿Tenemos que seguir con esto? Me hace sentir infiel, hablar de él aquí.
─Hmm. ¿Infiel a él o a mí? ─preguntó Edouard suavemente.
─A ambos, supongo ─espetó. –Déjalo ser, Edouard. Está muerto y se ha ido.
Preferiría que también fuera olvidado.
─Así será entonces ─dijo tranquilamente. ─¿De qué deberíamos hablar ahora?
¿Nuestros hijos?
Anne apretó los ojos y rezó para pedir una guía. ¿Ahora qué? Ya fuera que
recibiera inspiración divina o no, se giró hacia Edouard y presionó sus labios contra
su cuello.
─¿Tenemos que hablar? ─preguntó, mientras pasaba una mano por su costado,
marcando su esbelta cadera con una uña. ─¿Tenemos que…?
Toda conversación cesó inmediatamente, tal como era su intención. Pero incluso
mientras se dejó consumir por las flamas que Edouard emitía nuevamente, Anne se
preguntó cómo desviaría su curiosidad durante el día, fuera de su habitación.

*****

Durante los siguientes siete días Edouard se dedicó a mejorar Baincroft. Dado que
Sir Gui todavía no llegaba con el equipaje y todo lo que venía desde Francia, no había
nadie con quien Edouard pudiera practicar las armas. Henri parecía recuperado,
aunque un poco débil para sostener su espada. Y Robert parecía demasiado exhausto
por su aventura como para comenzar a entrenar.
Faltándole esa actividad, Edouard salió a montar para descubrir cómo podía
mejorar las cosas. Se reunió con tenientes, examinó los campos, decidió cuales
debían ser plantados y cuales era mejor usar para pastura. Con él iba el
administrador de Anne y a veces el chico, Thomas. Las salidas resultaron ser
agradables y fructíferas, pero cada día sentía más curiosidad sobre qué preocupaba a
su esposa.
Hoy, necesitaba soledad para considerarlo más claramente, montaba solo.
Aunque Anne reía con gusto y parecía lista a complacerlo de cualquier manera,
algo la molestaba. Solo esperaba que pronto confiara en él lo suficiente como para
revelar el problema que invadía sus pensamientos. Odiaba esas líneas de
preocupación que crecían bajo su frente. Edouard no quería que nada perturbara la
perfección de su nueva esposa o de esta nueva vida que tanto anhelaba para sí
mismo.
Su morada sería muy pronto rival para cualquiera en Escocia, si no en tamaño,
seguramente sí en riquezas. Incluso ahora, trabajadores se encargaban de remendar
y encalar las murallas externas para que brillaran en color blanco. Había ordenado
que construyeran unos nuevos rastrillos, al igual que portones de roble finamente
tallado. Sus cosas pronto llegarían de Francia para darle un poco más de gracia a la
fortaleza.
Edouard pretendía crear una morada lo suficientemente hermosa para agraciar a
la joya que tenía por esposa. Hecho eso, comenzaría a construir un castillo incluso
más fino en las tierras adjuntas a éstas. Entonces, cuando Robert tuviera la edad de
tomar su herencia, la nueva propiedad estaría preparada para Anne y él. Y sus
futuros niños, desde luego. El hogar perfecto para la familia perfecta.
Se preguntaba por qué Anne se agitaba cada vez que hablaba sobre esto. Edouard
le aseguraba que de ninguna manera disminuiría las ganancias de Robert ni las suyas.
Su propia riqueza crecía todos los días con sus inversiones y ganancias de sus
estados.
Vivir tan frugalmente debía ser algo difícil de abandonar para Anne. ¿Nunca había
conocido nada más? ¿Cómo había podido soportarlo durante tantos años? Baincroft
necesitaba mucha restauración, simplemente para volverlo más habitable.
En su experiencia, cuando algo estaba roto, lo tenías que arreglar
inmediatamente. Si no podía repararse, entonces tenías que desecharlo. Esta idea
hacía que Anne se estremeciera cada vez que la mencionaba. Solo podían
permanecer las cosas sin defectos. Tendría que enseñarle que no podía aferrarse a
las cosas sin utilidad ni belleza, pues podían ser fácilmente reemplazadas por otras
que tuvieran estas cualidades.
Era, después de todo, la condesa de Trouville. Solo merecía lo mejor, pues quería
que fuera feliz en toda manera posible. La amaba.
Ella nunca había dicho tales palabras, pero esperaba escucharlas algún día. O
alguna noche. Esa idea lo hizo sonreír. Esas incomparables noches. Al menos podría
eliminar todos sus problemas, los que fuera que ella imaginara tener, cuando la
llenaba de besos y todo lo que les seguía. Sin duda todo resultaría en otro niño y
Edouard no podía esperar. Una hija, esta vez. Una justo como Anne.
Se le ocurrió algo repentinamente. ¿Pudiera ser que Anne temía ser infértil ya
que solo había tenido a Robert y a nadie más? ¿Podía ser eso lo que la preocupaba?
Le diría esta noche la razón para ello. MacBain había sido demasiado viejo y
probablemente demasiado poco frecuente en sus atenciones para darle otro bebé.
No demasiado poco frecuente, para el gusto de Edouard. Aunque le alegraba que
hubiera tenido a Robert, que obviamente le brindaba alegría, Edouard quería ser el
que llenara el hogar de Anne con hijos.
Y lo haría. Con esa tarea deliciosa en mente, dio la vuelta a Bayard para volver a
casa.

*****

Anne estaba parada sobre el techo de la fortaleza, mirando hacia el patio y más
allá de la muralla. Observó a Edouard montar más allá de las chozas que rodeaban el
camino que llevaba a los portones.
Con cada día que pasaba, su culpa la estresaba más. Todas las noches él la
envolvía en sus brazos y le hacía el amor tan dulcemente que Anne se sentía aun
peor por su falta de honestidad. No le había dado ninguna razón en lo absoluto para
ocultar cosas tan importantes que afectaban su vida tanto como la de ella y Robert.
Su pecho dolía con la necesidad de liberarse a sí misma y dejar de vivir una mentira.
Edouard le había dicho que la amaba de tantas maneras diferentes y tantas veces.
Sabía que esperaba que le devolviera el afecto y que lo dijera. A decir verdad, temía
que ya lo amara. ¿De qué otra manera podía llamar a esos sentimientos que hacían
que su corazón pareciera a punto de estallar? ¿Lujuria? No, pues su ardor
incrementaba una vez que esta era satisfecha. ¿Admiración? Ciertamente, pero
mucho más. Había llegado a respetar a Edouard, y sentía una abrumadora necesidad
de complacerlo de todas las maneras posibles.
La verdad, si la decía, no le complacería, pero le debía hacerlo con tanta
seguridad como que le debía lealtad y obediencia como esposa.
─Es alguien interesante, ese hombre tuyo ─comentó Meg mientras se le unía y
recargaba sus manos contra la pared protectora que rodeaba el techo.
─Es verdad ─concordó Anne. –No es para nada como pensé que sería cuando
llegó aquí. Su aspecto fiero era engañoso.
─Parece tener un temperamento fácil ─murmuró en voz alta.
─Espero que tengas razón ─Anne apretó los labios pensativamente mientras lo
observó desmontar, acariciar el cuello de su montura y darle las riendas al joven
Tobe.
─Meg, estoy considerando contarle a mi lord sobre Robert. Seguramente notará
que Robert no puede escuchar cuando comiencen su entrenamiento. Su ira será peor
si descubre que pretendía engañarlo. Rob tiene tantos deseos de aprender, no creo
poder soportarlo por mucho más tiempo ─suspiró. –Solo espero que mi esposo
reciba la noticia sin ser consumido por la furia y hacernos algún daño a ninguno de
nosotros. ¿Recuerdas la reacción de MacBain cuando lo supo?
─¡No podría olvidarla! ─exclamó Meg. –El viejo canalla quería matar. Ambas
tuvimos que ocultarnos.
Anne necesitaba que alguien la aconsejara antes de tomar su decisión final.
–No ha habido incidentes de violencia desde que me casé con Lord Trouville. De
hecho, no ha sido nada más que amable y bueno. Todos aquí parecen aceptarlo
como su Lord.
Meg asintió.
–Sí, su juicio es bueno. Es un hombre razonable, o eso dicen.
─Recemos porque lo sea.
Se giró hacia Meg y colocó una mano en su brazo.
–Lo he decidido. Mañana en la tarde, deseo servirle todas sus comidas favoritas.
Después de que esté bien alimentado y nos retiremos por el día, lo haré feliz lo mejor
que pueda en cada manera posible. Entonces lo confesaré todo. Quizás no nos eche
a Rob y a mí, especialmente si le recuerdo su caballerosidad y votos de proteger a
aquellos más débiles que él. ¿Qué piensas, Meg?
─Apuesto a que lo sabrá pronto, ya sea que se lo digas o no. Sería mejor que
evitaras que tenga que adivinar, o escucharlo de alguien más ─apretó los labios y
suspiró temblorosamente. ─¿Tocarás el tema de más niños?
Anne miró a su esposo, que estaba hablando con varios niños de la villa.
–No, no tendré que hacerlo. Una vez que entienda que Rob nació de la manera en
que es, no habrá más preguntas sobre más bebés. No querrá ninguno mío. E incluso
si le aseguro que no volveré a tener otro, aun así no querrá nada de mí. Estoy
resignada a ello. Nuestro matrimonio se terminará completamente. Lo mejor que
puedo esperar es su misericordia, un lugar para vivir, y la promesa de que no le quite
Baincroft a Robert cuando tenga la edad. Quizás me conceda eso, si su
comportamiento hacia nosotros resulta ser honesto.
Meg se apartó de la pared y se dirigió a la pequeña escalera circular que llevaba
abajo.
–Rezaré porque lo haga.
─Y yo también ─contestó Anne. –Pero tengo esperanzas de tener la razón en esto.
Edouard no es un hombre cruel. No tengo razones ni derecho de ocultarle la verdad
por más tiempo.
Secretamente, Anne deseaba que le jurara amor eterno y le prometiera todo lo
que ella le pidiera, pero eso no era nada realista.
Disfrutaría esta noche y la guardaría en su memoria, pues probablemente sería la
última que pasaría en la cama de Edouard. Quizás la abandonaría y volvería a
Francia. O podía hacerla a un lado, quedarse ahí, y mandarla a sus tierras de la dote
para que viviera en una de las chozas ahí. No había ninguna fortaleza, solo unas
ruinas, eso le habían dicho.
Rob iría con ella, desde luego, si eso pasara. Con suerte, Edouard le permitiría irse
y volver a Baincroft cuando tuviera la edad para heredar. Era la única oportunidad de
Rob de aferrarse a lo que era suyo.
Incluso si lograra controlar su conciencia llena de culpa, este secreto no podía
mantenerse por mucho tiempo. No tenía otra opción más que confiar en Edouard.
Capítulo 9

Al día siguiente, Anne lanzó los cobertores y se apresuró a vestirse. Edouard la


había dejado dormir y se había ido a cumplir con sus deberes desde temprano. La
noche inolvidable que la había agotado no debía de haberle afectado mucho.
Sonrió cuando recordó estar tendida escuchando el casi indistinguible sonido
mientras acomodaba su ropa y armadura. La había besado suavemente y le había
deseado un buen descanso, arropándola mientras lo hacía. Anne volvió a sumergirse
en el calor del sueño por un tiempo, recibiendo sueños invitadores sobre su noche
de amor.
Si viviera hasta los cien años, siempre recordaría la noche que acababa de pasar
con él. Anne intentó apartar de su mente los planes que tenía para aquella tarde,
cuando le diría sobre Robert. Eso sería pronto, y probablemente terminaría con
cualquier esperanza de repetir el placer que había llegado a anhelar. Pero incluso
más que su disfrute físico, sabía que extrañaría la risa burlona de Edouard, su ternura
y cuidados, la amistad que había comenzado a florecer entre ellos. El amor.
Las lágrimas humedecieron sus mejillas y gimió, permitiéndose un momento para
lamentar todo lo que perdería. Casi deseó haber admitido cómo se sentía sobre él
mientras tuvo la oportunidad. Pero ahora, cuando le dejara todo en claro en la
noche, podría pensar que había mentido. Pensaría que solo lo había dicho para
salvarse a sí misma y a Rob.
No podía imaginar la ira de Edouard. No dirigida hacia ella y su hijo. Pero la
posibilidad ciertamente estaba ahí, y la enfrentaría si tenía que hacerlo. Su ira sería
segura si se enteraba de alguna otra manera. Su mente estaba resuelta. Tenía que
saberlo todo.
Se encontró con Meg en las escaleras.
─¿Dónde está mi lord? ¿Lo has visto?
─Cazando con los chicos, mi lady. Se llevaron a Thomas y a los sabuesos ─Meg le
sonrió. –Oh, ¡y buenas noticias, mi lady! Sir Gui llegó justo después de que salieran a
cazar. Se adelantó para decir que las cosas llegarán mañana. Me he estado
asegurando de que las bodegas estén listas.
Anne le agradeció y continuó su marcha hacia el salón. Edouard estaría feliz de
tener sus cosas con él, supuso. Había parecido intranquilo por la espera esta última
semana.
Un día de caza podía ser bueno para todos. Henri ciertamente se había
recuperado lo suficiente para un viaje corto y un poco de emoción. Solo Dios sabía
que Robert necesitaba hacer actividades.
Su salida con Edouard y Henri no la preocupaba mucho. Había poco tiempo para
conversar mientras recorrías los bosques buscando a tu presa, una actividad en la
que Rob era excelente. El joven Thomas estaría ahí para generar una distracción si
Robert se metía en problemas entendiendo a Edouard. Él entendía los problemas
implícitos tanto como ella. De cierta manera, Anne se sentía aliviada de solo tener
que mantener la farsa por un día más.
Mantener a su hijo metido en su habitación durante los últimos días había sido un
verdadero desafío. Había necesitado descanso después de su aventura, pero no la
semana que lo había obligado a tomar.
Robert le había dicho con señas, dibujos, y con las palabras que conocía, cómo los
hombres bajo el mando de su tío Dairmid lo habían capturado mientras revisaba sus
trampas. Sin el viejo Rufus a su lado para advertirle, Rob dijo que había sido presa
fácil.
Aunque Rob había sido bien cuidado después de su escape, sus pobres muñecas
aún estaban lastimadas por su lucha contra sus ataduras. Gracias a Dios era lo único
que se había lastimado, y había sido demasiado orgulloso como para revelar su
herida a Edouard o Henri. Todos seguían pensando que simplemente se había
alejado demasiado de casa y se había perdido.
Rob se había liberado de sus ataduras y se había adentrado al bosque cuando los
hombres que lo capturaron se detuvieron para descansar y comer. Había subido a un
árbol y se había ocultado, observando a los hombres hasta que finalmente se
cansaron de buscarlo y se fueron.
Gracias a su increíble sentido de dirección había llegado a pocas horas a caballo
de la fortaleza. Si Edouard no lo hubiera encontrado, Anne estaba segura de que Rob
hubiera entrado por el portón el día siguiente.
Su pequeño, valiente Rob. ¿Cómo podía cualquiera no apreciar esa mente suya?
Todo lo que le faltaba en escuchar sus otros sentidos lo compensaban de manera
que un hombre adulto lo envidiaría. Era ágil como un bailarín de cuerda y rápido
como la luz de un relámpago. Sería excelente con las armas una vez que recibiera
entrenamiento, si sus habilidades con la honda aprendidas autodidácticamente eran
una indicación.
Aunque se rehusaba a dejarlo montar sin compañía, Rob controlaba una montura
tan bien como cualquier hombre. Tenía una manera con las bestias de todo tipo y las
entrenaba con facilidad.
Su precioso sabueso debía haberle regresado el favor y entrenado la nariz de Rob,
pues su niño parecía oler hasta las termitas en la madera. Podía incluso decirle lo que
el cocinero estaba preparando para la cena incluso antes de que bajaran al salón.
Y a los ojos de Rob nunca se les pasaba nada. Podía comunicarle sus
pensamientos con solo una mirada la mayoría de las veces sin tener que hablar o
hacer alguna señal. Su juicio en las personas había probado ser infalible muchas
veces. Podía sentir la culpa o la traición en una persona y distinguir a un mentiroso
antes que ella. Eran cualidades que le servirían una vez que se volviera un lord.
Se las mencionaría a Edouard una vez que le dijera sobre la sordera de Rob. Si tan
solo le daba la oportunidad. Cómo esperaba que escuchara sus palabras. Quizás no
ignoraría los talentos de Robert, sino que lo ayudaría con la instrucción que
necesitaba.
Anne pasó junto a las mujeres que estaban ocupadas fregando los caballetes que
se usarían en la comida del medio día. Pretendía supervisar los quesos que se
hallaban madurando en la despensa y mandar a alguien a pescar para la cena. En el
momento en que llegó al patio, escuchó una conmoción en el portón.
─¡Llegaron antes! ─gritó alguien en la pared. ─¡Miren ahí! ¡Algo salió mal!
Anne corrió hacia la entrada para encontrarse con el grupo de caza. Simm, Sir Gui
y muchos otros se le unieron.
─¿Qué sucedió? ─preguntó cuándo los jinetes se detuvieron repentinamente.
Notó todas las caras largas y los sollozos que Rob apenas podía contener. ─¿Alguien
está herido?
Rob pateó sus estribos y bajó de su palafrén. Antes de que pudiera alcanzarlo,
corrió hacia la fortaleza. Nunca en su vida había visto Anne a su hijo abandonar a su
montura sudorosa sin pensar en su cuidado. Comenzó a silbar para que volviera,
pero se detuvo a tiempo.
─El viejo sabueso ─explicó Edouard. –Está muerto.
Anne apartó su mirada de Robert y miró a su esposo.
─¿Qué?
Edouard desmontó. Entonces vio el cuerpo peludo de Rufus en la montura.
Muchos otros perros se amontonaban en las pezuñas de los caballos como si
temieran un destino parecido.
─¿Por qué? ─susurró, acercándose para pasar una mano por la cabeza del querido
amigo de Rob. Había sangre endurecida en el pelaje bajo su cuello y en la cobija con
la que lo habían enredado.
Rufus había llegado sin invitación cuando se casó con MacBain, la única cosa
viviente de su hogar que se quedó con ella después de su matrimonio. Sintió las
lágrimas deslizarse por su rostro antes de saber que lloraba.
─¿Por qué está muerto?
Henri quiso correr detrás de Rob, pero Edouard lo detuvo.
–Déjalo estar, hijo. Será mejor que sufra en privado. Tú y Thomas lleven las
monturas a los establos. Limpien al sabueso y envuélvanlo para enterrarlo. Nos
encargaremos de ello cuando Lord Robert se nos una.
Anne apartó sus lágrimas, deseosa por saber qué había pasado a su viejo amigo y
protector de Rob.
–Dime.
Edouard pasó su mano englobada por su brazo y tomó su mano.
–La vieja criatura corrió demasiado hoy. Se colapsó y apenas podía respirar. Tuve
que ponerlo a dormir para que no sufriera.
─¿Tú lo mataste? ─gritó Anne furiosa, apartando bruscamente su brazo de su
agarre. ─¿Tú mataste a Rufus?
─No tenía otra opción, Anne. Apenas podía ver o escuchar, y sus pulmones
estaban desgastados. Debía tener quince años o más. ¿De qué servía un sabueso en
esa condición?
Su horror no tenía límites.
─¿Asesinaste a esta pobre bestia leal? ¿Pusiste una espada en su garganta porque
no podía cumplir con la idea de perfección del gran conde? ─su voz se fue elevando
con cada palabra, el ultraje sacudiéndola hasta las botas. ─¿Qué sentirías si alguien te
hiciera eso? ¡Maldito seas por esto, Trouville! ¡Podría matarte por esto!
Se dio la vuelta rápidamente y corrió a la fortaleza para consolar a Robert. Estaría
devastado por esto. Inconsolable. Incluso mientras corría a ver a su hijo, Anne se dio
cuenta de las implicaciones de este acto. Trouville no podía soportar nada (o quizás a
nadie) que tuviera ningún defecto. Oh, él nunca rebanaría la garganta de Rob, desde
luego, pero era seguro que no vería ninguna utilidad para un niño que no cumplía
con sus estándares. Se desharía de él tan pronto como le fuera posible.
Antes de que llegara a las escaleras, Edouard la tomó por detrás y la empujó hacia
el solar. Luchó contra sus manos, llorando por su dolor por Rufus y su decepción por
Trouville.
Odiaba que había llegado a amar a este hombre. Le aterraba que casi había
confiado completamente en su compasión, cuando no tenía absolutamente ninguna.
Una vez que la puerta se cerró, la forzó a sentarse.
─¡Ahora tienes que tranquilizarte, madame!
Anne apretó los dientes, su aliento saliendo y entrando con rapidez por la
urgencia de hacerle daño.
─¡Te odio! ─le gritó, temblando por la emoción.
Él se inclinó frente a ella y la sacudió ligeramente, luego tomó su rostro entre sus
manos.
–Escúchame, Anne. Hice lo que tenía que hacer. ¿Preferirías que Robert hubiera
tenido que hacerlo? Él lo entendió. Le dije lo que tenía que hacer y concordó en que
era necesario.
Ella se liberó de su agarre y sacudió la cabeza con firmeza.
─¡No te entendió! ¡No tenía idea de lo que pretendías hacer, tonto! ¡Él no
puede…!
─¡Lo hizo, te lo estoy diciendo! Lo discutimos y lo entendió completamente.
Anne enterró su rostro en sus manos.
─¡Oh, déjame en paz! Solo déjame en paz.
Él se puso de pie y retrocedió.
–Muy bien. Mandaré a alguien para que te atienda. No vayas con Robert mientras
estés así.
─¡Iré con él cuando yo quiera, y tú no puedes decir nada al respecto! ─declaró.
─Te quedarás en este solar, Anne. El chico es casi un hombre. Odiará ver a su
madre sumida en lágrimas. ¿Por qué piensas que corrió? Créeme, se recuperará y
vendrá a enterrar al sabueso para que descanse. Tú también deberías venir, si
puedes dejar este berrinche poco apropiado.
─¿Poco apropiado? ─le gritó. ─¡Patán asesino! ¡Cómo te atreves a juzgar lo que es
digno!
Él encontró su mirada acalorada con una llena de determinación. Su voz era
suave, pero llena de advertencia.
–Quédate en esta habitación, Anne. Te lo ordeno.
Luego la dejó ahí, llorando como una niña y preguntándose qué haría ahora. Por
dejar salir su indignación, había terminado con cualquier esperanza de ablandar el
corazón de Robert. Si es que acaso lo hubiera podido hacer. Parecía que su esposo
no toleraba los defectos en cualquiera que viviera bajo su poder. No en Rufus el
sabueso, no en ella, y seguramente no en su hijo.
Apenas tuvo tiempo de componerse antes de que la puerta se abriera
nuevamente. Henri se arrodilló frente a ella, con la cabeza agachada.
–Mi lady madre, ruego que me permita hablar con usted sobre Robert. He de
decir lo que vine a decir antes de que mi padre me encuentre. Me preguntará por
qué vine y no puedo mentirle ─inclinó más la cabeza por la culpa. –Al menos no
directamente.
─¿Qué sucede, Henri? ¿Qué pasa con Robert? ─preguntó, tocando su hombro.
─¡Tenemos que esconder el hecho de que no puede escuchar! Mi padre nunca
debe saberlo.
Así que Henri se había dado cuenta. Supuso que era algo inevitable. Tal como
sería con Edouard una vez que comenzara a pasar más tiempo con Robert.
Él se apresuró.
–He sido capaz de encubrirlo mientras estamos juntos. Mi propia conversación
distrae a mi padre así que no se da cuenta. Y le cuento cosas que Robert me ha
confiado ─parecía un poco avergonzado. –A veces las invento, desde luego, pero lo
hace creer que Robert puede hablar bien.
Anne asintió, sorprendida por las habilidades del muchacho.
─Jehan y Thomas ya lo saben ─dijo. –Me están enseñando cómo entender a
Robert. Pensé en un principio que mi padre debía saberlo, así nos podría ayudar de
alguna manera. Pero ahora cambié de opinión, y me alegra no haberle dicho.
Limpió su nariz con su manga, la miró pidiendo una disculpa por ello, y continuó:
–Mi padre mató a Rufus. Esa pobre criatura vieja no hizo nada malo excepto por
agotarse, pero mi padre lo mató ─apretó su cuello y tragó saliva con fuerza. –Le cortó
la garganta y lo dejó desangrarse.
Anne sintió una fuerte simpatía por su hijastro. No podía soportar la crueldad.
Acarició su cabeza con una mano y tomó su mejilla con la otra.
–Lamento que hayas tenido que presenciar algo así.
Él se encogió de hombros.
–He visto muchos seres ser asesinados. Es solo que, bueno, no eran nadie que me
agradara. ¿Sabes?
─Sí, hijo. Lo sé. No debes odiar a tu padre por ello. Insiste en que solo hizo lo que
tenía que hacer ─Anne sabía que Edouard no veía su asesinato de Rufus como un
acto cruel. Creía verdaderamente que era mejor para el sabueso no vivir, dada su
edad y discapacidades.
─Lo sé ─dijo Henri. –Mi padre es un hombre duro a veces. Espera demasiado. Es
tan difícil para mí estar a la altura, mi lady. Me pregunto cuán difícil será para Robert
─tragó saliva con fuerza. ─¿Y qué pasa si Robert no es capaz?
Anne se mordió la lengua.
─¡Seguramente no piensas que tu padre podría lastimarlo! ─notó la indecisión en
el rostro de Henri y su sangre se congeló. ─¿Verdad?
Henri sacudió lentamente la cabeza.
–Nunca lo he visto infringir una herida seria en ninguna persona que no lo
amenazara primero. Solo en el sabueso. Pero no puede terminar bien para Robert, si
mi padre descubre la verdad. Podría mandarlo lejos a algún lado.
─Sí, admito que he tenido la misma idea. ¿Crees que podríamos mantener el
secreto de Robert entonces? ¿Será posible?
─Sí. Mi padre siempre requiere que escuches más que hablas. Si todos trabajamos
juntos, creo que podremos hacerlo ─dijo Henri, su expresión era tan fiera como la de
su padre llegaba a serlo. –Dado lo que ocurrió hoy, debemos intentarlo ─suspiró. –No
me gusta este sentimiento de deslealtad, mi lady, pero debo proteger a mi hermano
lo mejor que pueda. No es culpa de Robert ser como es. Aunque lo compensa
bastante bien, ¿no te parece?
Anne sonrió y se inclinó para abrazarlo.
–Siempre estaré en deuda contigo, Henri. Pase lo que pase, estoy feliz de que
ahora seas mi hijo. Y, por lo que sirva, creo que tienes lo mejor de tu padre en tu
corazón.
─Gracias, mi lady. Rezo porque así sea ─mordisqueó su labio inferior con sus
dientes y la miró directamente a los ojos. –No quisiera que pienses que es un
hombre malvado. Puede ser muy amable. Es solo que no puede soportar…
Anne sonrió tristemente cuando luchó por encontrar la palabra correcta.
–Estamos de acuerdo, Henri. Sé a lo que te refieres. ¿Por qué no vuelves a los
establos antes de que se den cuenta de que no estás? ─colocó una mano sobre su
hombro. –Te agradezco por tu preocupación y por tu ayuda.
Henri desapareció tan rápido como llegó y Anne se hundió en el asiento de la
ventana para preguntarse qué debía hacer. Informar a Edouard sobre Robert estaba
ahora fuera de cuestión. Eso lo sabía. Rufus estaba muerto, y no había nada que
pudiera hacer sobre eso. Lanzar acusaciones a Edouard no cambiaría nada salvo los
sentimientos que sentía por ella. Había más esperanza en intentar mantener su
mente en cosas distintas a Robert hasta que se fuera.
Tendría que controlar su temperamento, enterrar su dolor y actuar como la
esposa perfecta. Edouard no tendría ninguna consideración con ella si no resultaba
ser lo que él quería que fuera.
Su decepción en ella era obra propia, razonó Anne. Debió haber aprendido esa
lección con su primer esposo. Sí, y también con su padre y su tío. La tolerancia y los
sentimientos amables no eran más que farsas, todo demasiado corto, y algo que se
perdía en los hombres cuando llegaban a la adultez. Así que, recibiría la farsa de
Edouard cuando decidiera ofrecerla, y él recibiría la suya. Era una tonta por creer que
las cosas podían ser de otra manera.

*****

Robert soportó bien su dolor. Edouard observó a su hijastro lanzar tierra en el


agujero en el que habían colocado al viejo sabueso. Aunque sus ojos estaban rojos
por las lágrimas, el chico parecía haber superado lo peor. Henri lo ayudó en el
entierro, pareciendo más afectado que cualquiera de las demás personas que
asistieron. Su hijo se había rehusado a mirarlo a los ojos o incluso hablarle desde que
habían vuelto de su caza cancelada.
Anne estaba parada completamente tiesa, su rostro era una máscara que no
mostraba ningún sentimiento en lo absoluto. Edouard sintió el sufrimiento más
grande que había sentido en mucho tiempo al hacer un acto de piedad. Obviamente
ella le tenía un gran amor al viejo sabueso.
Incluso si lo hubiera sabido en ese momento, igual no hubiera podido hacer nada
más. La pobre bestia se había caído en el camino y estaba intentando respirar
dolorosamente, un sonido líquido que Edouard ya había escuchado antes. Una
horrible muerte hubiera seguido en algunas horas, con el animal sufriendo
miserablemente en el proceso. Robert lo había sentido, Edouard lo sabía por la
expresión en sus ojos.
─¿Debería terminar con su agonía, Robert? ─le había preguntado al chico. Le
había ofrecido su espada, por si el chico quería hacerlo él mismo. Sacudiendo
simplemente la cabeza, Robert se había negado. Edouard no pensaba menos de él
por eso. Recordaba bien haber tenido que destruir a su caballo favorito que se había
roto la pierna en una pelea. Agradecía a Dios que tuviera a alguien dispuesto a
hacerlo por él.
Los chicos habían cubierto la tumba y ahora estaban colocando rocas sobre ella
según la tradición de los escoceses. Un montón de piedras al que le agregarían una
nueva cada vez que visitaran a aquel que había partido.
Cuando terminaron, Robert cayó de rodillas junto al montón y simplemente se
quedó viendo a la tierra.
─Dejémoslo por un rato ─sugirió Edouard, Apartando a Henri y Anne. Cuando ella
se resistió levemente, insistió. –Vamos, Anne, y regresa luego si tienes que hacerlo.
Se movió rápidamente entonces, dando grandes zancadas y dejándolo solo con
Henri.
─Hijo, sé que esto te causa conflicto.
Henri finalmente lo miró, con los ojos entrecerrados.
─¿Te causa conflicto a ti, padre? Me refiero a matar.
─Desde luego que sí. Ningún hombre cuerdo lo disfruta ─contestó, sorprendido
porque Henri pensara que la pregunta era necesaria.
─Has matado hombres antes ─dijo Henri.
─Es verdad ─admitió Edouard. –Pero solo cuando no tenía otra opción, en una
circunstancia de matar o ser matado. Tendrás que hacer lo mismo algún día. Es por
eso que deseo que entrenes bien.
─¡El viejo Rufus no era ninguna amenaza! ─acusó Henri acaloradamente.
─Estaba muriendo y sufriendo… ─comenzó a explicar Edouard. Pero Henri salió
corriendo, atravesando el patio a toda velocidad. Maldiciendo, Edouard se detuvo y
los observó correr lejos de él. Henri hacia los establos, Anne hacia la fortaleza.
Por primera vez en su vida adulta, Edouard se arrepintió que los demás lo
consideraran duro y sin piedad. Había trabajado sin descanso para hacer que las
personas pensaran que era así. A decir verdad, podía serlo. Pero en la mayoría de los
casos, era necesario. En incontables ocasiones su reputación había salvado su vida, o
por lo menos había prevenido que se viera involucrado en una competencia de poder
que terminaría con alguien muerto o herido. Pocos lo desafiaban últimamente.
Aquellos que lo hacían estaban advertidos.
No estaba acostumbrado a defender sus acciones. Solo durante este día, había
explicado más de una vez el por qué había sacado a un perro de su miseria, y maldita
sea, no lo haría nuevamente. Tanto Henri como Anne estaban malentendiendo
completamente lo que había hecho. Que fuera así entonces. Que pensaran lo que
quisieran.
─Si fuera usted, creo que dormiría con un ojo abierto ─dijo Sir Gui cuando se le
acercó.
─Te vi hace un momento. ¿Cuándo volviste? ─preguntó Edouard, aun observando
el camino de Anne.
─Poco después de que saliera esta mañana.
─¿Todo está bien con la embarcación?
─Todo llegará mañana ─le aseguró Gui. Siguió la línea de visión de Edouard. –
Espero que ella lo deje vivir para verlo.
─Vete de aquí, Gui. No estoy de humor para tu oscura frivolidad ─le gruñó
Edouard.
─No pretendía bromear, mi lord ─dijo Gui. –Estaba siendo completamente serio.
Escuché lo que le dijo sobre el sabueso. Al igual que todos. Nuestra lady no teme
expresar sus pensamientos de odio, ¿eh?
Edouard lo fulminó con la mirada.
–Pensamientos que ciertamente tiene el derecho de tener, al igual que tú puedes
tener los tuyos. ¡Aunque desearía que te llevaras los tuyos a alguna otra parte!
El caballero suspiró, asintió y se apartó, sacudiendo la cabeza.
Por un instante, Edouard se preguntó si Anne verdaderamente lo odiaba lo
suficiente para buscar una retribución. Tal temperamento vehemente desmentía la
serenidad que mantenía usualmente, y todo lo que había asociado con ella. Dos
veces había amenazado su vida. ¿Debería preocuparle?
¿Su deseo de encontrar amor y un buen matrimonio lo estaba cegando en una
situación que debería ser preocupante? Anne nunca había dicho que lo amaba, o por
lo menos que le agradara. No con palabras. Su cuerpo amaba el suyo, eso lo sabía sin
ninguna duda. Pero la lujuria sin duda podía existir sin involucrar al amor en lo
absoluto. O a la mente, para el caso.
Quizás él era el imbécil en todo esto. No había vivido tanto ignorando las
amenazas, aunque fueran ofrecidas de manera sutil. Y Anne no había sido nada sutil,
en lo más mínimo.
Pero la idea de Anne matándolo por efectuar un acto de piedad en un perro
parecía ridícula. Si pretendía hacerlo, seguramente sería lo suficientemente
inteligente para no gritar sus intenciones.
Su estómago había comenzado a agitarse. Debía ser el calor, pensó. O los eventos
del día. Su cabeza ahora dolía fieramente, apenas podía pensar. No quisiera pensar
más en este problema en particular, decidió. Para aclarar su mente, se dirigió a los
pequeños cuarteles donde Gui y los pocos guardias de Anne residían y ordenó un
baño. Después, se adueñó de una de las camas vacías y se quedó dormido.
*****

El día continuó con Anne encerrada en su habitación. Alternaba entre rezar para
pedir una guía y maldecía su falta de habilidad para controlar su temperamento. No
ganaría nada haciendo que Edouard se enfureciera todavía más. Podía perderlo todo,
incluso si nunca descubría el secreto. La mandaría a un convento, a Rob a un
monasterio, y habría terminado con los dos, sin necesitar ninguna razón si así lo
quería. Y ella seguía dándole razones como una completa idiota.
Anne mandó llamar al cocinero a medio día y organizó todas las comidas favoritas
de Edouard. Originalmente lo había planeado para contarle sobre Rob. Ahora lo
hacía para fingir arrepentimiento por su comportamiento.
Anne agradecía a los cielos que la hubiera evitado después del entierro, sin
siquiera ir a la habitación para cambiarse para la comida de la tarde. Ella llevaba su
vestido azul favorito y había arreglado su cabello. Ahora todo lo que tenía que hacer
era bajar a enfrentarlo, sonreír y actuar como si nada hubiera ocurrido.
─Buenas tardes, mi lady ─él se levantó y la recibió sin ninguna expresión,
apartando su silla de la mesa de manera practicada. Sus movimientos parecían
demasiado deliberados, como si hubiera bebido demasiado vino y quisiera ocultarlo.
─Mi lord ─contestó amablemente y tomó asiento, acomodando sus faldas
mientras lo hacía.
─Nuestros hijos solicitaron tomar sus comidas en soledad. Espero que no te
importe que haya dado mi permiso ─ofreció educadamente.
─Es tu prerrogativa el dar los permisos que desees, mi lord ─dijo suavemente.
─Es justo ─no dijo nada más hasta que la sopa había sido servida y consumida.
Edouard bajó la mirada cuando uno de los sirvientes colocó un plato frente a él y
otro lo llenó con suculentos pedazos de cordero. Su mirada se dirigió rápidamente
hacia su lugar, donde habían colocado otro pero lleno de pedazos de perdiz asada.
─¿No compartiremos?
─No me gusta el cordero, pero sé que a ti sí. Mandé a que lo prepararan
especialmente.
─Ah ─lo picó con su cuchillo y luego miró hacia las otras mesas. ─¿Solo para mí?
─Sí. Es todo para ti ─dijo, con una amplia sonrisa, aunque parecía estar congelada
en sus labios. –Es mi manera de pedir perdón por mis duras palabras esta mañana.
Dirigió lentamente su mirada hacia la mesa inferior donde estaba sentado Sir Gui
observándolos intensamente. El caballero frunció el ceño, bajó su cuchillo y abrió la
boca como si fuera a hablar. Edouard la volvió a mirar, capturándola con sus ojos
mientras llevaba una pequeña pieza de comida a su boca.
Mordida tras mordida, masticando pensativamente, manteniendo su afilada
mirada en ella, Edouard se comió cada pedazo frente a él.
─Delicioso ─dijo con una voz curiosamente determinada. Levantó su copa de plata
y la miró sobre el borde mientras bebía.
Anne apenas si había probado el pedazo de codorniz que había tomado.
─¿No quieres más?
Él no contestó. En su lugar, sus ojos se abrieron y su rostro se tornó pálido como
un muerto. Gotas de sudor cayeron por su frente y sus manos apretaron la tela sobre
la mesa, moviendo su vino. Los músculos en su garganta se movieron en espasmos y
tragó una y otra vez.
─¿Edouard? ─le preguntó ella. ─¿Qué sucede? ¿Te sientes mal?
Con un gruñido que estremeció su estómago, se apartó rápidamente de la mesa y
medio corrió, medio tropezó hacia la puerta más cercana, que resultó ser la que
llevaba al solar.
Ella saltó para seguirlo, pero Sir Gui rodeó el estrado y la empujó en su prisa por
alcanzar a su lord. Para cuando los alcanzó, Edouard había vaciado por completo su
estómago y se encontraba tirado en el piso del solar. Su espalda se levantaba y caía
mientras intentaba respirar con todas sus fuerzas.
─¡Ve a traer a Meg! ¡Rápido! ─le gritó a Sir Gui mientras se arrodillaba junto a su
esposo.
El caballero la obligó a ponerse de pie y la lanzó tan fuerte que se golpeó contra la
pared.
─¡Arderás por esto! ─gritó.
Una multitud se había reunido en la puerta del solar, con las bocas abiertas por la
sorpresa. Sir Gui levantó un puño en su dirección mientras se dirigía a ellos.
–Su lady ha envenenado a mi lord. Llévenla a la habitación y enciérrenla ahí. Yo
me encargaré de ella después. ¡Tú, mujer! ─le habló a Meg. ─¡Si conoces algún
remedio para esto, aplícalo ahora o morirás con ella!
Meg corrió al lado de Edouard, mirando cuestionadoramente a Anne mientras se
agachaba. ¿Seguramente Meg no creía que sería capaz de algo así?
Edouard gruñó e intentó levantarse, pero el caballero y el Padre Michael lo
volvieron a recostar, haciendo sonidos tranquilizadores. Meg mandó a alguien por
sus yerbas y pidió a los hombres ayuda para poner a Edouard boca arriba.
Anne jadeó y se acercó cuando vio lo muerto que se veía. Respiraba con jadeos
cortos e irregulares y la línea que rodeaba sus labios se veía blanca.
─¡Edouard! ─Le pasó una mano temblorosa por el rostro. Se sentía tan frío.
Sir Gui la apartó de un codazo y gritó sobre su hombro.
─¡Sáquenla de aquí, o la mataré ahora!
Su administrador se acercó y la tomó de los brazos.
–Venga conmigo, mi lady.
Aunque Anne luchó por quedarse, Simm la apretó contra su regordete cuerpo y la
arrastró fuera del solar. Rápidamente la guió por las escaleras y la puso en la
habitación principal.
–Será mejor que se quede aquí hasta que sepamos lo que pasa, Lady Anne.
¿Usted…?
─¿Lo envenené? ¿Cómo podrías preguntar algo así?
Él inclinó la cabeza, mirándola por entre sus pestañas.
–Lo siento, mi lady, pero estaba terriblemente molesta con él por el sabueso.
Anne dejó salir su aliento con frustración y preocupación por Edouard.
─¡No tan molesta! Santo Dios, Simm, ¡es mi esposo! ¡Mi lord!
Simm asintió, con una expresión de duda.
–Sí, es verdad, pero no es ningún secreto que usted teme lo que hará cuando
descubra todo sobre el Maestro Rob ─suspiró. –Será mejor que se quede aquí hasta
que veamos que pasa.
Con eso, se apartó, cerró la puerta, y bajó por las escaleras. Anne colapsó en la
cama. Sabía que no estaba encerrada. No había manera de cerrar la habitación desde
el exterior. Pero si bajaba, Sir Gui podría cumplir con su amenaza. Solo rezaba porque
Meg hiciera su máximo esfuerzo por salvar a Edouard de lo que fuera que le hubiera
pasado.
Seguramente no podía ser veneno. Nadie haría nada como eso a menos de que
ella lo ordenara, y probablemente ni siquiera entonces. Lo único en lo que podía
pensar era que la carne estuviera descompuesta. Pero no era probable, dado que el
cordero acababa de ser asesinado.
Intentó recordar si alguna vez había visto a alguien actuar de la manera en que lo
hizo Edouard. Náuseas, escalofríos, respiraciones rasposas, palidez como de muerto.
La extraña enfermedad que los chicos habían tenido dos semanas atrás había venido
con esos síntomas, solo que había comenzado bien entrada la noche, no
inmediatamente después de comer. Por la mañana, sus fiebres se habían asentado.
Henri había sido afectado mucho más que Rob y le tomó el doble de tiempo
recuperarse. ¿Podía ser que Edouard fuera un caso más grave? Nadie más se había
enfermado.
Pisadas apresuradas en el corredor se acercaron a su puerta. Antes de que llegara
a ella, unos fuertes golpes comenzaron. Abrió de golpe la puerta e interrumpió a
Simm y dos hombres que estaban colocando barras de hierro para formar un seguro.
Él se encogió como disculpa.
–Será mejor que retroceda, mi lady. Son las órdenes de Sir Gui, ¿comprende?
Anne se dio cuenta de que debía decirle a Meg sobre lo que había pensado
respecto a Edouard.
–Escúchame, Simm. Creo que mi esposo tiene la misma enfermedad que tuvieron
nuestros hijos. Dile a Meg que use el mismo tratamiento. Menta molida, y té de
barra de sauce cuando llegue la fiebre…
─No creo que ella lo necesite ─dijo tristemente. –Parece que su señoría está más
allá de cualquier ayuda.
Anne jadeó, cubriendo su boca con sus manos.
–Oh no ─gimió, recargándose contra el marco de la puerta para evitar caer. –
Dime que no está…
─Supongo que el Padre Michael subirá pronto ─dijo Simm, con un tono lleno de
dolor. –Cuando termine con los últimos ritos para su señoría, usted querrá
confesarse.
¡Extremaunción! ¡Oh Dios, Edouard estaba muriendo! ¡O ya estaba muerto! Las
rodillas de Anne cedieron bajo ella. Apenas notó a los hombres todavía martilleando
en la pared junto a la puerta.
Simm pasó por el umbral y la puso de pie. La guió hacia el asiento de la ventana y
la dejó ahí. Sin otra palabra, se apartó y cerró la puerta detrás de él.
Todo quedó en silencio por unos instantes. Luego Anne escuchó el seguro siendo
colocado, encerrándola junto a su dolor y miedo.
Capítulo 10

Edouard entraba y salía de la inconciencia, incapaz de distinguir entre sus sueños


inducidos por la fiebre y la realidad. Le dolía todo el cuerpo y no podía obligarse a
abrir los ojos.
Débilmente, escuchó que alguien hablaba latín y se imaginó a sí mismo en misa,
arrodillado junto a Anne, sosteniendo su mano. Pero su mano se sentía demasiado
grande, demasiado fría. Lo soltó. Luego unos fríos dedos mojados tocaron sus labios,
sus ojos, sus oídos.
─…et Spiritus Sancti. Amen 11 ─murmuró una voz grave. Edouard suspiró e intentó
volverse a sumir en la cómoda oscuridad y escapar del calor.
Los susurros de una mujer lo trajeron de vuelta.
─¿Qué opinas, Michael? La fiebre sigue subiendo a pesar de todo lo que he
hecho. No puede tragar saliva. Ach, ¡no tengo ninguna experiencia con venenos!
Alguien gruñó.
–Bueno, tampoco yo. Pero Sir Gui debe tenerla. Adivinó de inmediato lo que esto
era. ¿Quiénes somos para contradecirlo? El hombre pasó su vida entera en la corte
francesa, que debe estar llena de este tipo de cosas. ¿No lo sabría él?
─Sí, supongo. ¿Pero quién crees que querría asesinar a Lord Edouard? Sabes muy
bien que Lady Anne no hizo algo así.
─Ella le teme, Meg. Sabes que es así, y todos sabemos porque. Sir Gui pretende
que mañana hagamos un juicio y la culpemos del asesinato de Lord Edouard.
La mujer se rió secamente.

11
…y el Espíritu Santo. Amén (En latín). (N.R.)
─¡Ni siquiera está muerto todavía! Además, ese caballero francés no puede
imponer sentencias por esa ofensa, ¡aunque resultara ser cierta! ¿Quién se cree que
es?
─Mandó llamar al alguacil. Va a pasar. Intento de asesinato de un esposo tiene el
mismo castigo que haber completado el acto. Tengo prohibido ir con ella hasta que
su culpabilidad sea decidida. Temo que nuestra Lady sufrirá las consecuencias de
esto, Meg. De verdad lo temo.
La sorpresa detuvo la respiración trabajosa de Edouard. Dios en los cielos, ¡iban a
quemar a su esposa! Forzó un sonido a través de sus labios sellados. Tenía que
decirles que no era verdad. Anne nunca le haría daño. La oscuridad tiraba de él y él
intentaba luchar con todas sus fuerzas.
─¡Se mueve! ─dijo la mujer. Se acercó lo suficiente para que Edouard sintiera su
aliento en su rostro. ─¡Mi lord! Mi lord, ¿puede escucharme?
─Oui12 ─ logró decir a través de su garganta rasposa. ─¿Anne?
─¡Sir Gui piensa que lo envenenó con comida, mi lord, pero le juro que no fue así!
¡No lo haría!
─No ─ dijo. ─¿Gui?
Pero el caballero no fue. Con toda su voluntad, Edouard luchó por mantenerse
lúcido para defenderla, pero la niebla lo cubrió y bloqueó toda consciencia.

*****

Anne lloró hasta no poder más. El Padre Michael no fue como Simm había
prometido. Nadie fue. Las horas pasaron hasta que el rosado color del amanecer
iluminó la oscura habitación en la que sufría. Edouard estaba muerto.
Semanas atrás, cuando acababa de llegar, quizás hubiera recibido gustosamente
tales noticias. La culpa por saberlo la hacía sentir desolada. ¿Cómo había llegado a

12
Sí (en francés). (N.R.)
amarlo tanto en un período tan corto de tiempo? Nunca le había dado una verdadera
razón para no confiar en él. Había asumido que estaba lleno de pecados
simplemente por rumores estúpidos y sus propias experiencias. Si hubiera sido
honesta desde un principio, bien podría haberle ofrecido compasión a Rob.
No, admitió con un gemido. Ahora que se había ido, solo estaba exagerando
virtudes que desearía que hubiera poseído. Henri no podía estar tan equivocado
sobre su propio padre. El niño había vivido con Edouard por casi catorce años. Él
tendría que saber cómo era exactamente. Cuán estrictamente juzgaba su padre los
defectos de las personas.
Pero aun así, Anne no quería esto para Edouard. Hubiera preferido que los
exiliara para siempre que verlo muerto.
Su rostro la perseguía. Aquel hermoso, exquisitamente formado rostro con una
ceja levantada en duda. Los finamente forjados labios levantados levemente en las
esquinas. Los ojos, con sus largas pestañas y oscuros como el pecado, clavándose en
los suyos. ¿Tú me mataste, Anne?
─Oh, no, Edouard. No lo hice ─susurró tristemente.
¿Por qué la sombra de MacBain nunca se había aparecido para atormentarla? Ahí
hubiera estado menos segura. Si lo hubiera atendido ella misma, podría haber
prolongado su vida por algunos días más, tal vez incluso semanas. ¿Por qué no lo
había hecho? ¿Había pensado que era lo mejor permitir que la muerte terminara con
su sufrimiento? ¿O había temido que se recuperara completamente y las palizas
fueran retomadas?
─Bah, esto es una tontería ─murmuró para sí misma. No tenía habilidades
especiales para la curación, ni ningún conocimiento particular sobre los
medicamentos. ─¿Quién puede asegurar que mi asistencia hubiera hecho algo que
los demás no pudieron? ─no era probable que MacBain hubiera recibido su presencia
ahí mucho mejor de lo que lo hacía cuando estaba saludable. La culpa podía
permanecer como un compañero constante, pero por suerte su fantasma no.
No como el de Edouard. No podía borrar su imagen constante en su mente, ni
tampoco quería hacerlo. Anne se aferraba a ella, considerándola un regalo, y
planeaba atesorarla mientras siguiera con vida. Que no sería por mucho tiempo, para
el caso.
No le importaría si no fuera por Robert. ¿Qué pasaría con él ahora? ¿Meg y
Michael serían capaces de mantener el engaño? ¿Seguirían ellos con los planes que
tenía para él? ¿O se volvería un mendigo en el camino, dependiendo de la caridad de
los demás?
Anne se recargó contra el alféizar y miró por la ventana. Los portones estaban
abiertos y muchos jinetes se acercaban a la fortaleza. Aymer Galbraith estaba a la
cabeza de la caravana, instantáneamente reconocible por su considerable
circunferencia. Así que habían mandado llamar al alguacil. No era más de lo que
esperaba del buen Sir Gui, leal caballero de Trouville, el fiel terrateniente. Y ahora les
ordenaría quemarla en la hoguera tal como había amenazado.
¿Cómo podría defenderse contra la acusación de asesinato? Edouard había
comido, bebido algo de vino e inmediatamente después, colapsado.
Meg no adivinaría la causa de ella, pues ella no había estado ahí cuando los chicos
se habían enfermado aquella noche. Anne la había llamado escaleras arriba solo
cuando las fiebres comenzaron a subir a la mañana siguiente. Si Edouard había
muerto antes de llegar a esa etapa de la enfermedad, Meg nunca vería la relación de
todo.
Anne observó al alguacil y dos de sus hombres entrando por el portón, saludando
sombríamente a todos los que se acercaban. Vio a Henri y Robert parados a un lado,
observando a los hombres pasar. ¿Ellos también sospechaban que había asesinado a
su padre? No lo crean, hijos míos.
Robert repentinamente la miró. Arrastró a Henri por el codo hasta que estuvieron
parados directamente bajo su ventana. Nadie en el patio les prestó ninguna
atención. Todos estaban ocupados mirando al alguacil y su comitiva entrar.
Lo siento. Hizo señas, con su palma frotando su pecho como si doliera, sus ojos se
humedecieron nuevamente. Pensó que todas sus lágrimas se habían terminado.
Observó los labios de Robert mientras intentaba pasarle el mensaje a Henri con sus
limitadas palabras.
Henri levantó la mirada y murmuró palabras silenciosas.
─¿Envenenaste a mi padre? ─Robert repitió la pregunta con las cejas levantadas.
Anne sacudió la cabeza vehementemente. Mientras pronunciaba palabras de
negación, clavó un dedo en su parte media, la señal que Rob tenía para enfermedad,
movió sus dedos índices juntos, que para él significaba igualdad, luego los señaló a
ambos, primero a Henri y luego a Rob.
–No, estaba enfermo, igual que ustedes dos.
Los observó asentir como si el asunto estuviera terminado. Ella gimió y secó sus
ojos, feliz de que, por lo menos ellos, la creyeran inocente.
─Ahora está muerto ─añadió con un susurro lastimero. –Muerto.
Anne sintió más que ver el movimiento frenético de la mano de Robert. Cuando
parpadeó para apartar sus lágrimas y verlo, él sonrió e hizo amplias señas. Padre no
está muerto. Henri imitó las palabras, sonriendo levemente.
─¡Lo vimos! ─añadió.
Cuando se recuperó de la alegría por la sorpresa, los niños habían desaparecido.
¿Podía ser cierto? Si Edouard vivía, ¿por qué nadie había ido a decírselo? ¿Por qué
habría llegado el alguacil si no era para condenarla de asesinato?
Anne solo podía pensar en una razón. El mismo Edouard pensaba que había
intentado asesinarlo. Pensaba que había envenenado su comida y había querido que
muriera porque había asesinado a su sabueso. Planeaba que la castigaran por el
intento. ¿Cómo podría convencerlo de que no lo había hecho?
La felicidad de saber que vivía eclipsó incluso su miedo. Anne se dejó caer de
rodillas y agradeció a Dios que fuera así. También pidió piedad para su propia alma, y
rezó porque Edouard se diera cuenta de su inocencia antes de que fuera demasiado
tarde.
Dos horas después, Simm subió a buscarla. Lo siguió calmadamente por las
escaleras. Llevaba el mismo vestido que había usado para la cena que cambió todo.
Aunque había cepillado su cabello y lavado su rostro mientras esperaba, Anne había
temido desvestirse, sabiendo que irían a buscarla pronto.
Sir Gui, el alguacil Galbraith, y dos extraños que habían llegado estaban sentados
en el estrado.
Simm la hizo pararse frente a ellos.
–La condesa de Trouville ─anunció con su voz grave.
Galbraith se levantó, su peso masivo provocó que las tablas del estrado crujieran.
–Aunque sea un hombre justo, más justo de lo que la ley lo requiere, no debería
permitirle hablar hoy, mi lady ─con sus dedos gordos y peludos, tomó dos
pergaminos que estaban frente a él en la mesa. –Pero, dado que no tenemos
ninguna evidencia, escucharé a todos los lados de este asunto antes de decidir lo que
debe hacerse.
Se giró levemente hacia el enojado caballero a su derecha.
–Sir Guillaume Perrer presenta el cargo de intento de asesinato contra usted, mi
lady. Dice que usted, rencorosa y maliciosamente, envenenó la comida o el vino de
su lord la tarde pasada, provocando que cayera terriblemente enfermo, tanto así que
en este momento se encuentra muy cerca de la muerte. ¿Cómo se declara ante esta
acusación?
─Inocente ─declaró. –No envenené a nadie. Creo que mi esposo ha caído enfermo
con la misma enfermedad que atacó a nuestros hijos hace dos semanas.
Él levantó una espesa ceja y canturreó.
–Me pregunto. Dicen que su primer lord, MacBain, murió de una manera
parecida. ¿Qué dice usted?
Anne apretó los labios, dándose cuenta de lo dañinos que eran los rumores.
–MacBain era viejo, se enfermó y murió. No hice nada para provocarlo ─y poco
para prevenirlo, pero nunca admitiría eso ahí.
El alguacil señaló con la cabeza a Sir Gui.
─¿Por qué piensas que la lady deseaba que Lord Trouville muriera?
Sir Gui habló con los dientes apretados, con los ojos entrecerrados hasta casi ser
líneas.
–Amenazó su vida dos veces en mi presencia. La primera cuando ofreció castigar
a su hijo por ella, y nuevamente cuando terminó con un sabueso que se había vuelto
inútil. Ambas veces, mi lord solo intentaba ayudar. Ambas veces ella amenazó con
vengarse. Y lo hizo. Todos vieron a mi lord caer.
El alguacil la fulminó con la mirada y apretó los labios por un momento. Luego
miró al pergamino.
–Margaret MacBrus, acércate.
Meg se acercó a la mesa.
─¿Sí, mi lord alguacil?
─Eres la curandera aquí. ¿Su Señoría sucumbirá a este veneno?
─No lo sé. Su fiebre es alta. No está consciente en este momento, pero sí logró
hablar una vez.
─¿Y qué dijo?
Meg aclaró su garganta y dudó.
–Bueno, llamó el nombre de mi lady y luego el de Sir Gui. Después volvió a
desmayarse.
El alguacil se inclinó hacia adelante.
─¿Estuviste presente en el momento de la muerte de Lord MacBain?
─Sí, lo estaba.
─¿Tu lady le ofreció algo de comida o vino? ¿Te pidió que le dieras alguna yerba
que pudo haberlo enfermado?
─No, no lo hizo. Ninguna yerba en lo absoluto. La comida y las bebidas se
preparaban en las cocinas, usualmente solo las llevaba una sirvienta.
─¿Le dio de comer con su mano entonces? ─preguntó el alguacil.
─No. Vio cuando lo atendían, pero nunca lo hizo ella.
Sir Gui interrumpió.
–Bien pudo haber agregado el veneno mientras nadie veía. E incluso si la
hubieran visto, nunca hablarían contra la mujer que los gobernaría una vez que
MacBain muriera. El hombre la odiaba y ella lo detestaba. ¡Todos en los alrededores
lo saben!
─Nadie te preguntó ─dijo el alguacil sin ninguna acentuación. –Si necesito tu
opinión, sir, te la pediré. Esto es un asunto de escuchar, no de condenar
inmediatamente, ¿me escuchas?
Reconoció el firme asentimiento del caballero y continuó.
–Ve a atender a su Señoría, señorita ─Meg se retiró rápidamente.
El alguacil se sentó. Se inclinó hacia los hombres a su izquierda y murmuraron por
algunos momentos. Luego se giró hacia Anne.
–Su culpabilidad no puede ser decidida con la evidencia disponible. Lord Trouville
comió y bebió toda la comida supuestamente envenenada. Si todavía quedara algo,
podríamos dársela a alguna bestia y ver si moría. Faltando eso, y sin tomar en cuenta
los viejos rumores, se vuelve la palabra de Sir Gui contra la suya. Él dice que intentó
asesinarlo. Usted dice que no.
Su mirada calculadora viajó por el círculo de gente reunida en el salón.
–Debemos hacer un juicio por prueba. El juicio de Dios. ¿Fuego o agua, mi lady?
Un coro de protestas sorprendidas se levantó. Vio a Henri, Rob, y el Padre
Michael por un lado, hablando juntos. Esperaba que el pastor le diera consuelo a
Rob. El sonido continuó por algún tiempo, volviéndose cada vez más fuerte hasta que
el alguacil finalmente los silenció golpeando su puño contra el estrado.
─¿Agua o fuego? ─demandó cuando todos guardaron silencio.
─Agua ─dijo estremeciéndose.
Él asintió y habló a sus cohortes.
─¿Nos dirigimos al lago entonces?
─¡Esperen! ─gritó la voz de Henri.
─¿Quién es este chico que interrumpe los procedimientos? ─preguntó el alguacil.
─Ningún chico, mi lord alguacil. Soy Henri, heredero de Trouville. Y demando el
derecho de cerciorar la culpabilidad de mi madrastra.
Avanzó al frente, actuando como su padre en cada centímetro de su cuerpo.
Debía pesar la mitad que él y le faltaba bastante altura, pero su presencia
comandante estaba ahí, pensó Anne. ¿Henri pensaba diferente ahora que había
escuchado las preguntas del alguacil?
─No detendrá este juicio, mi joven lord. ¡No me importa quién sea! ─le informó el
alguacil.
Henri asintió una vez.
–Que así sea, pero actuaré en representación de mi padre y veré que esto se haga
apropiadamente ─se adelantó y tomó las manos de Anne, atándolas con una cuerda
de su bolsillo. Anne la reconoció como la pequeña cuerda que Henri usaba para
practicar nudos de marinero en su tiempo libre. El pasatiempo lo había vuelto un
experto. Cuando hubo terminado, no podía estirar sus ataduras en lo más mínimo.
Su voz sonaba llena de sarcasmo, como Edouard en su peor momento, cuando
habló, con el volumen justo para que todos lo escucharan.
–Mire a su hijo, mi lady. Está temblando, impaciente por ver cómo terminará
esto.
─¡No hay necesidad de ser cruel, chico! ─lo amonestó el alguacil. ─¡Solo
hagámoslo de una vez!
La mirada de Anne voló hacia Robert. Solemne y discretamente formó las
palabras, Henri te ayudará.
Anne asintió una vez. Tenía pocas opciones ya que Henri la tenía atada, lo siguió
mientras salían del salón. El alguacil y los otros rápidamente rodearon el estrado y
los siguieron.
La multitud se intranquilizó nuevamente mientras se dirigían hacia el lago.
Anne se estremeció cuando pensó en el frío del agua, pero aun así lo prefería
mejor a la prueba por fuego. Rob había caminado delante de ellos, llevándolos a
Henri y ella hacia una orilla donde el lago no era tan profundo. Incluso se podían ver
algunas formas en el fondo a través del agua turbulenta.
Su hijo encontró su mirada estoicamente y una seguridad que no hubiera
esperado de alguien que estaba por ver a su madre morir. Sus pensamientos llegaron
a ella. Valor, mamá. Todo estará bien.
Anne apartó la mirada, incapaz de soportar el temor que sentía por él. ¿Qué
pasaría con su hijo? Su apuesto, demasiado confiado hijo.
–Cuiden de él, por favor ─rogó en un susurro, mirando primero a Henri y luego a
Simm. –Por favor.
Simm le regresó la mirada. Sabía a quién se refería, incluso si nadie más lo hacía.
Incluso si la creía culpable del peor de los crímenes, cuidaría de su muchacho. Él y
todos en Baincroft ya estaban unidos a Robert por juramento. Anne tomó todo el
consuelo que pudo de eso.
El Padre Michael se acercó entonces. Anne apenas escuchó sus palabras mientras
le ofrecía rápidamente la absolución. Hizo la señal de la cruz y presionó el crucifijo en
los labios de Anne.
–Atenta a Henri ─dijo, y se alejó.
Cuando el alguacil pidió las ataduras, Henri arrebató el rollo de cuerda de las
manos de Simm antes de que nadie pudiera detenerlo.
─¡Haré esto yo mismo! ─anunció. –Pueden revisar mis nudos. No pretendo
hacerlos mal, se los aseguro.
El alguacil Galbraith lo miró de reojo y apretó los labios.
–Procede.
Henri la empujó para que estuviera sentada en el pasto, y le ordenó poner sus
rodillas contra su pecho. La apretó con tanta fuerza en esa posición que apenas
podía respirar. Dejó un largo extremo de la cuerda para poder tomarlo, para que
pudiera volver a sacarla una vez que el agua decidiera su destino.
Las murmuraciones de la multitud que los había seguido hasta el lago
aumentaron, pero Anne no tenía esperanzas de que intentaran rescatarla. Nadie iría
en contra de Galbraith, un oficial de la corona. Ni se atreverían a protestar contra la
palabra de Sir Gui, el segundo al mando de su nuevo lord.
Cuando Henri se inclinó para asegurar el último nudo, susurró vehementemente:
─Saca todo el aire de tu pecho cuando entres. ¡Todo!
Anne se preguntó si pretendía que se ahogara inmediatamente. ¿Estaba
intentando darle una muerte rápida y eficiente? Había aprendido una lección de la
muerte de Rufus a manos de Edouard después de todo. Matar por piedad. De tal
padre, tal hijo.
Lo que fuera que intentara, Anne decidió seguir su consejo. Sabía que moriría de
una manera o de otra. Dios no tendría mucho que ver con mantenerla viva en este
caso.
Si flotaba, eso probaría su culpabilidad. La quemarían hasta la muerte por
intentar asesinar a su esposo. Supuso que tendría que agradecer que Edouard fuera
nobleza francesa en lugar de escocesa o inglesa. Su crimen sería entonces traición y
sería colgada, estirada y descuartizada.
Si el agua la proclamaba como suya, declarándola inocente de la acusación, se
ahogaría ahí. Pero entonces, al menos, Robert, Henri y los otros creerían que había
hablado con la verdad. Rezaría por ese final, y haría lo que Henri había sugerido.
Sir Gui la observaba con petulante satisfacción, probablemente imaginándola en
el infierno.
Henri se levantó rápidamente y asintió a los demás. Los hombres se acercaron y
tiraron de las cuerdas, declarando que parecían bien atadas, y se apartaron.
Galbraith se dirigió a la multitud.
─¡Testigos! Si la lady flota, su culpabilidad es segura. Si se hunde, la acusada es
inocente de los cargos. ¿Acepta el resultado de este juicio, Sir Guilluame?
─Sí ─anunció con una voz fuerte para que todos pudieran entenderle. –Ella
flotará.
─Entonces veamos si es así ─dijo el alguacil. ─¡Métanla al lago! ─sonaba
demasiado ansioso para el gusto de Anne.
Henri gruñó mientras él y Simm la levantaban y la lanzaban al lago.
Anne expulsó todo el aire en su pecho justo antes de entrar en el agua. Hecha
una bola como estaba, se hundió rápidamente en el fondo.
Cuando levantó la mirada, vio a un número de cabezas observándola. Su ropa
flotaba a su alrededor y su cuerpo se endureció y comenzó a levantarse. Justo en ese
momento, sus manos atadas descubrieron una piedra grande, medio enterrada en el
fango bajo ella. Anne enredó sus dedos en ella y se aferró por su vida.
Debieron haber pasado horas, pensó, luchando por sobreponerse a la urgencia de
meter algo en sus pulmones vacíos. Lo que fuera. Justo mientras comenzaba a
rendirse, la cuerda se tensó. ¡La estaban sacando! Su mente nublada le advertía de la
superficie. ¡No! ¡Salir significaba culpabilidad! Anne no se podía obligar a soltar la
piedra. El agua entró en su boca y su nariz y Anne entró en pánico. ¡No lo hice,
Edouard! ¡Oh, Dios! ¡No lo hice!
Henri y muchos otros la sacaron a la orilla y comenzaron a cortar sus cuerdas. Ella
se azotó frenéticamente cuando la liberaron, escupiendo y tosiendo el fluido, y
absorbiendo el precioso aire. Su nariz ardía tremendamente y su boca sabía a
pescado y bilis. Sus miembros se sentían dormidos y sin vida, incontrolables.
Gritos de alegría se esparcieron entre todos los presentes. Robert cayó a su lado,
apartando el cabello de su rostro, acariciando sus muñecas, murmurando palabras
incoherentes de preocupación. Consiguió sonreírle débilmente, y luego a Henri,
quien estaba parado sobre ellos, mirándolos tan dignamente como cualquier juez.
Gracias a Dios por tu interferencia. Anne envió el pensamiento directamente a él
como siempre hacía con Robert. Para su sorpresa, él asintió y le mostró el fantasma
de una sonrisa. Podía ver a Edouard en cada una de sus facciones, Dios los amaba a
ambos.
El alguacil se giró hacia Sir Gui como si pensara que sabría lo que pasaría desde un
principio.
–Bueno, sir, ¿estás satisfecho? Es inocentes, ¿lo ves? Ella puede, desde luego,
presentar cargos contra ti por testificar falsamente contra ella. ¿Le gustaría hacerlo,
mi lady? ─preguntó, con un tono que solo indicaba negocios.
Anne estuvo severamente tentada. Pero Sir Gui solo había hecho lo que creía que
era correcto. No importaba que no podía haber estado más equivocado, era leal a su
lord, y solo quería que se hiciera justicia. Ahora solo se veía meramente atónito a lo
que había provocado. Obviamente, confiaba más en los juicios por prueba de lo que
ella jamás lo había hecho.
Pero entonces, quizás Dios la había salvado, usando a Rob y Henri como sus
instrumentos. ¿Quién era ella para cuestionarlo?
─No, no lo haré ─murmuró Anne con molestia. Luchó por ponerse de pie con la
ayuda de los chicos. –Vayamos a casa.
Empujó su camino entre el grupo de borregos que pretendían dejarla ahogarse, y
se dirigió a Baincroft para cuidar de su esposo. Después de soportar todo esto,
estaría maldita si le permitía morir.
Capítulo 11

A pesar de la dignidad extremadamente civilizada que Edouard había presentado


durante las primeras semanas en que Anne lo había conocido, el hombre resultaba
una bestia de la categoría más baja cuando estaba confinado a una cama.
Anne maldecía el día en que había enfermado por más de una razón. Cierto, casi
había provocado su propia perdición, pero eso era lo menos importante. Durante dos
días después de su juicio, lo había ayudado a salir de la fiebre y se había quedado a
su lado aunque apenas podía mantener sus ojos abiertos para cuidarlo. Había
bañado su cuerpo ardiente, escuchando inventivas lo suficientemente salvajes para
que le dolieran los oídos, y sufrido varios golpes cuando se había movido durante sus
miedos nocturnos. Ahora que estaba fuera de peligro y sabía exactamente lo que
estaba haciendo, sus protestas la molestaban.
─¡Abre tu boca y bebe esto, Edouard! ─le ordenó bruscamente, llevando la copa a
sus labios. ─¡No tendrás pudín si continúas rehusándote!
─¡Estoy harto del tres veces maldito pudín! ─hizo a un lado el brebaje. –Y aparta
esta cosa vil. ¡Apesta como el fondo de una letrina! Te digo que estoy bien.
─¡Niño! ─lo acusó Anne, completamente enferma de su petulancia. ─¡Muérete
entonces, para lo que me importa! ─se dejó caer en la silla junto a la cama y cubrió
sus ojos con sus manos.
Para su horror, todo su cuerpo comenzó a temblar con grandes gemidos. Sacó
todo el sufrimiento y miseria que no había liberado durante años. Incapaz de
detenerse, se abrazó a sí misma inclinándose hacia adelante, meciéndose, con los
sonidos lastimeros que emitía repitiéndose en su cabeza.
Repentinamente unos brazos la rodearon, sosteniéndola con fuerza.
─¡Tranquila! ¡Oh, Anne, no hagas esto! ¡La tomaré! ¿Vés? Mira, ya está. Deliciosa,
lo juro. Por Dios santo, ¡podrías dejar de llorar!
A Anne ya no le importaba que sus gritos de dolor se habían salido de control, la
liberación era casi demasiado embriagadora para soportarla. Edouard gritó para
llamar a Meg.
A través de sus lágrimas, se dio cuenta de que estaba junto a ella, desnudo, con
sus manos acariciándola, intentando consolarla.
─¡Cúbrase, mi lord! ─ordenó Meg cuando entró. –Morirá de un resfriado, ¿y luego
qué? Tenemos a otros seis en cama con el mismo veneno, y todos necesitan mi
atención.
─Oh, Meg, lo siento ─gimió Anne, ahora sintiéndose tonta por su arranque que
había apartado a Meg de sus deberes. Pero incluso así, se sentía mucho más ligera.
─Métela en la cama ─ordenó Edouard duramente. –Ve que descanse. ¡No la
quiero aquí de nuevo hasta que no esté completamente bien!
Meg hizo sonidos de disgusto.
─¡Hasta que usted esté completamente bien, diría yo! ¿Volverá a su propia cama
o continuara desnudo, alentando a la fiebre? ¡Hombres! ─con ese epíteto,
prácticamente empujó a Anne fuera de la habitación y hacia su propio dormitorio.
─Tranquilícese ahora, mi lady. No voy a dejar que se enferme usted también. ¡Ese
hombre suyo y los otros enfermos son suficientes! ¡Creo que yo también quiero
sentarme a llorar cuando pienso en ello!
Anne acomodó su arrugado vestido, haciendo una mueca ante la dureza de sus
músculos.
─¿Podrías hacer que alguien prepare un baño para mí, Meg? Odio tener que
pedirlo, pero…
─¡Ya era hora de que pidiera algo para sí misma! ¡Estoy harta de verla esperar
junto a ese carcamán día y noche! ¡Y él con esa lengua de víbora que tiene!
─contestó Meg.
─¡No hables así de mi esposo! ─reprendió Anne, frunciendo el ceño, y luego lo
arruinó todo con una risita. –Es horrible, ¿no es verdad?
Se rieron juntas, cayendo contra la cama como señoritas risueñas. Anne lanzó sus
brazos, dejando que sus piernas colgaran en la orilla.
–Ah, Meg. No tiene sentido. Dame una razón por la que debería amar a ese
hombre.
Meg se rió.
─¿Es rico?
─¡Y tan arrogante al respecto!
─¿Educado entonces?
─¡Oh, sí, tú lo sabes! ─respondió Anne girando los ojos. ─¡Tan caballeroso que
apenas puedo soportarlo!
─Y apostaría a que es un demonio en la cama ─dijo Meg con una sonrisa astuta.
─¡Todos hemos sido testigos de ello! ─admitió Anne, riendo.
─Sabe bien a qué me refiero, y no es a cuando está enfermo.
─Sí ─admitió Anne. Luego se tranquilizó y suspiró. –Oh, Meg, tengo tanto miedo.
─¿Por qué, mi lady? Es débil como un cachorro. A pesar de todos sus ladridos, no
hay ninguna razón para temerle por el momento.
Anne giró su cabeza para encararla.
–Mi período tendría que haber llegado la última semana. Me di cuenta esta
mañana de que podría estar engordando.
Meg se sentó, su sonrisa ya no era más que un recuerdo.
─¡Oh, no! ¿Tomó la poción que preparé?
─Sí, sin fallo. Bueno, puede que haya fallado, pero la tome. Todos los días.
─Pero ya había pasado antes que no tuviera su período, incluso cuando no había
posibilidad de que concibiera, cuando el anciano estaba enfermo, ¿recuerda?
Anne suspiró.
–Es verdad, pero entonces no habían más señales que me preocuparan. Viste
como comencé a llorar justo ahora.
Meg se rió burlonamente.
–Y qué sorpresa fue eso. ¡Mire todo lo que ha soportado desde que ese hombre
llegó aquí! Sí, e incluso antes de eso con MacBain. Me parece que tiene suficientes
razones para llorar por años. Y aun así raramente lo hace.
Anne se estremeció y dejó salir repentinamente su aliento.
–Raramente. ¿Pero recuerdas cuando tuve a Robert? Las lágrimas sobraban
entonces. Y esta mañana que me levanté me sentí mal.
Meg gruñó.
–Oh, lady. ¿Qué debemos hacer?─se enderezó en la orilla de la cama y miró de
reojo a Anne. ─¿No va a…?
─No ─dijo Anne suavemente. –No lo haré. Este niño, si hay uno, será tan querido
como mi Rob. Incluso si tengo que quererlo junto al camino mientras mendigo por
comida.
Se quedaron en silencio por mucho tiempo, cada una sumida en sus propios
pensamientos. Entonces Anne se levantó de la cama.
–Ve a encargarte de mí baño, ¿lo harías, Meg? Tengo que refrescarme y volver
con mi lord antes de que lance todo su pudín por la ventana.

*****

Edouard maldijo a la debilidad y la tos que continuaba atacando su cuerpo en


ocasiones. Por lo demás, se sentía lo suficientemente bien y estaba agradecido de no
tener más la fiebre ni los dolores que lo habían plagado.
Pero la casi insolación estaba a punto de volverlo loco. Si fuera capaz de liberar su
deseo por Anne, disfrutaría teniéndola solo a ella como compañía. Aunque
probablemente sería capaz de complacerlos a ambos, la pobre Anne se sentía incluso
más agotada que él.
Necesitaba alguna distracción. Algún visitante. Además de su esposa, pocos
habían ido a verlo. Simm iba y se encargaba de sus necesidades personales. Meg
llevaba sus viles brebajes y su comida. El Padre Michael llegaba todas las mañanas
después de la misa, ofrecía una pequeña plegaria, y se iba.
Como si fuera la respuesta a su deseo, alguien tocó su puerta.
─¡Entra, quienquiera que seas! ─gritó, desesperado por conversación, un juego,
una discusión, lo que fuera.
Sir Gui metió su cabeza por la apertura de la puerta como si hubiera esperado
que lo echara.
─¡Gui, entra, entra! Por los dedos del Señor, eres tan bienvenido ─Edouard se
recargó contra las almohadas y extendió su mano.
Dudosamente, Gui tomó su brazo como un saludo.
–Pensé que quizás no querría verme, mi lord.
─No actúes como un tonto, a menos de que tengas una verdadera broma ─dijo
Edouard animadamente. ─¡Siéntate! Dime todo lo que me he perdido estos últimos
días. ¿Henri practica regularmente? ¿Robert ya comenzó? ¿Cómo van los trabajos de
reparación?
Gui evitó ver los ojos de Edouard. Su voz siguió precavida.
–Los chicos se están encargando de eso, mi lord. Van bastante bien, por lo que he
observado. Las murallas están terminadas y los nuevos portones levantados. Todos
sus bienes llegaron y están en su lugar o guardados hasta que esté lo
suficientemente bien para verlos.
Edouard se acomodó, con los brazos descansando sobre sus rodillas.
─¿También te estás enfermando, Gui? No suenas como tú mismo hoy.
Gui respiró profundamente y luego expulsó todo el aire.
–Vine a decirle lo que ocurrió antes de que alguien más lo haga ─gimió un poco,
pareciendo esquivo. –Aunque estoy seguro de que ella preferiría contárselo. Aunque
diga que no, a mí me parece que se ve lo suficientemente bien para saberlo ahora. Y
preferiría que lo supiera todo de mí para que sea lo más verídico posible.
─Supongo que tuviste algunas diferencias con mi lady ─dijo Edouard.
─Ordené un juicio cuando usted enfermó, mi lord. Estaba seguro de que lo había
envenenado.
Edouard se quedó completamente quieto. Así que no había soñado esa
conversación.
─¿Y qué tipo de juicio fue, Gui? ─pero ya lo sabía.
Habían querido quemar a Anne. Pesadillas sobre eso lo habían plagado durante la
fiebre. Dado que había estado con él desde su primer momento despierto, había
asumido que solo había sido una imaginación provocada por la fiebre.
–Dime ─ordenó.
Cuando el caballero terminó su historia y guardó silencio, Edouard le dijo
tranquilamente:
─Sal de esta habitación.
Gui objetó.
–Incluso su lady no me considera culpable. ¡Sabe que tenía buenas razones para
sospechar de ella! ¡No puede culparme por mí…!
Edouard no se movió mientras le dirigía una mirada de odio.
–Vete, antes de que te mate con mis propias manos.
Ahora entendía por qué le habían permitido tan pocas visitas, por qué no habían
dejado que los niños entraran. Anne pretendía ocultarle la verdad para no
molestarlo. Debía saber muy bien que nunca se hubiera quedado en la cama de
haberlo sabido. No hasta que el último hombre que había tenido que ver con ello
hubiera sido castigado severamente.
Ese bastardo alguacil no mantendría su puesto mucho más tiempo del que le
tomara a Edouard localizar a Robert Bruce. Y más pronto que eso sentiría Henri su
ira. Atar a su nueva madre y lanzarla en el lago… ¡Sospechar de ella en primer lugar!
Nunca antes había golpeado a Henri. Eso se arreglaría una vez que pudiera tomar
una barra y encontrar al pequeño granuja.
¡No había duda de por qué ese pastor suyo apenas si se había aparecido!
Destrozaría a ese hombre en pedazos por haber permitido el juicio. ¡Juicio! Ninguno
sabía el tipo de juicio que recibirían por sus tonterías.
─¡Aja! ¡Veo que dejaste que tu cena se enfriara! ─dijo Anne mientras entraba en
la habitación. ─¿Esperaste a que te la diera en la boca? Muy bien…
─¿Por qué me ocultaste la verdad, Anne? ─demandó, bajando sus piernas a un
lado de la cama. Se levantó con dificultad y tomó el marco de la cama para evitar
caer. ─¿Por qué no me contaste del juicio? ─su cabeza se sacudió tanto, que no tuvo
otra opción más que sentarse. Su voz bajó hasta un susurro. ─¡Dios mío, casi mueres!
Ella tomó la silla y se sentó frente a él, con las manos recargadas sobre las rodillas
de Edouard.
–Sir Gui finalmente logró colarse y confesar, ¿no es verdad? ¡Podría matarlo por
esto!
Edouard la fulminó con la mirada.
─¡Lo mataré por esto! ─suspiró con frustración. –Tan pronto como pueda.
Ella se rió.
─¡Qué buena manera de agradecer su lealtad! El hombre de verdad pensó que
era una asesina. Parecías muerto después de vaciar tu estómago y colapsar. ¿Puedes
culparlo por pensar que lo había hecho?
─¡Haré mucho más que solo culparlo!
Simm entró en la habitación.
–Señor, ¿necesita mi ayuda?
Edouard la necesitaba, pero necesitaba algo más.
–Ve por mi hijo. Quiero verlo. ¡Ahora!
Anne colocó su mano en su brazo.
–No vas a gritarle a Henri. Si solo supieras que él…
─¡Silencio! Y quédate por allá. Escucharé de sus propios labios lo que te hizo, no
una bonita historia que hayas inventado para salvar su pellejo.
Anne se retiró, apretando sus manos en su cintura. Sacudió lentamente la cabeza
y se giró hacia la ventana.
–Oh, Edouard.
─¿Me llamaste, padre? ¡Oh, ya estás sentado! ─Henri corrió hacia Edouard y él se
movió con rapidez. El golpe con el reverso de su mano mandó a su hijo al otro lado
de la habitación. Apretando un puño contra su boca, Henri abrió grandemente los
ojos y se dio la vuelta para correr.
─¡Henri! ─gritó Edouard. ─¡Vuelve aquí!
─¡Tonto! ─gritó Anne. ─¡Eres un estúpido! ¿No podías haberme escuchado?
─luego siguió a su hijo, llamándolo.
Edouard se arrastró de nuevo a la cama y cayó contra las almohadas, exhausto y
enfermo por lo que había hecho. Además de poco frecuentes palmadas en sus
mejillas inferiores por algún comportamiento menor, nunca había golpeado a su hijo.
E incluso entonces, nunca había sido por ira pura.
No importaba que Henri se mereciera el golpe y más, le dolía a Edouard el tener
que castigarlo. Le dolía incluso más el haber fallado en enseñarle que siempre tenía
que proteger a las mujeres, sin importar lo que pensaras que habían hecho. Sentía
ganas de llorar como lo había hecho Anne antes. Un grito desde el fondo de su alma
amenazaba con dejar su garganta.
Ella había vuelto. Lo supo antes de verla, antes de que hablara. Edouard cerró sus
ojos y espero que las lágrimas no se presentaran, pues él nunca lloraba. Nunca.
─Deberías estar avergonzado ─le gruñó. –Si no estuvieras tan enfermo, ¡Te
golpearía con un palo!
Él no dijo nada. ¿Qué podía decir? Anne quería a su hijo y él quería que lo hiciera,
ya fuera que Henri se lo mereciera o no.
─Henri salvó mi vida, Edouard ─dijo en voz baja. –Tomó el control del asunto en
lugar del alguacil. De alguna manera parecía saber qué hacer. Me instruyó para que
sacara todo el aire para que no flotara. Con las cuerdas, me ató en una posición en la
que era inevitable que me hundiera. Él, con ayuda de Rob, me llevó a un lugar donde
había rocas debajo del agua, piedras que sabían que podría tomar para permanecer
abajo. Si no lo hubiera hecho, bien podría haber sido juzgada culpable antes de que
despertaras de tu enfermedad.
─Oh, Dios ─susurró Edouard, cubriendo sus ojos con una mano. ─¿Qué he hecho?
─Dejaste que la fiebre te friera el cerebro ─le contestó. –Ahora, cuando lo vuelva
a traer aquí, vas a arreglar las cosas.
─Si es que puedo ─prometió.
Pero Henri no volvió. Ni ese día ni el siguiente. Ignoró todos los mensajes que
Edouard le mandó, ya fueran peticiones o suplicas. Se rehusó a ver o hablar con su
padre que no aceptaría a un hijo que no podía escuchar, que golpeaba a su hijo sin
ninguna razón.
Edouard no culpaba a Henri en lo más mínimo, pues él mismo había sufrido de la
misma manera durante muchos años. Conocía demasiado bien el sentimiento. En el
poco tiempo que habían pasado juntos, su propio padre había sido imposible de
complacer, nada deseoso de brindar el más remoto halago. Aunque el viejo conde
nunca había sido extremadamente cruel, era rápido en enfurecerse. Un hombre sin
amor obsesionado en su búsqueda de poder y prestigio.
Mientras el día avanzaba, la triste verdad lo cubrió. Edouard se dio cuenta de que
había perdido a su hijo, que lo había apartado. No de Baincroft, pues Henri no tenía
ningún otro lugar al que ir y estaba atado por su juramento como escudero a
quedarse. Pero el niño nunca le concedería la confianza que Edouard tanto había
disfrutado antes. A pesar de su cercanía, habría una distancia imposible de cruzar
entre los dos.
Anne lo había abandonado también. No demandaría que ella fuera a verlo, en
parte porque temía que se rehusara como Henri. Sabía que la había enfurecido con el
trato hacia su hijo, la había desilusionado, probablemente había hecho que le
temiera.
Esto no serviría. Edouard sabía que tenía que arreglar lo que pudiera con su
familia, incluso si eso significaba humillarse. La humildad nunca había sido su fuerte.
Siendo honestos, esa cualidad era completamente extraña a su naturaleza, y se
preguntó cómo empezar a ganarla.
La mañana siguiente, Edouard dejó su cama, discutiendo a las protestas de Meg
de que no había recuperado su fuerza.
─¿Cómo voy a recuperarla si me quedo aquí tumbado hasta que me marchite?
─preguntó. Aunque se atrevió a gruñir y sacudir la cabeza hacia él, Edouard tomó en
cuenta que al menos a ella parecía importarle de una manera u otra.
Terminó de vestirse a sí mismo y se aventuró por las escaleras por primera vez
desde que había enfermado.
Alguien había transformado Baincroft mientras yacía en su cama. Sus brillantes
banderines y exquisitos tapices cubrían las ahora pintadas paredes del salón. Tablas
pulidas sobre caballetes tallados reemplazaban las mesas rudamente talladas.
Reconoció dos sillas fabricadas elegantemente que había encargado a Morevin en
Lorraine. Las viejas sillas para el lord y la lady, recientemente enceradas y brillantes,
lideraban a las nuevas. Se habían ido los juncos primitivos, y el suelo ahora brillaba
con la humedad de la última limpieza.
Cuando llegó al patio, inspeccionó más de cerca las renovaciones que había sido
capaz de ver desde su ventana y aquellas que no. Después de un agotador recorrido
de una hora por el lugar, Edouard se sintió satisfecho de que hubiera podido hacer
una diferencia considerable en el lugar. Una vez que las habitaciones fueran
renovadas, nadie le encontraría ningún defecto a Baincroft.
A menos de que notaran la actitud de su gente. Algunos lo habían saludado
cuando no habían podido esquivarlo, pero no le pasó desapercibido el repentino
sentimiento de precaución. Algunos de verdad corrían. Sabía que era un resultado
directo de lo que había pasado entre él y Henri. Ya no lo consideraban un lord justo y
razonable.
Justo entonces vio a Sir Gui dirigiéndose hacia las barricadas.
–Detente, Sir, tengo que hablar contigo ─dijo Edouard mientras corría hacia el
caballero. La demasiada entusiasta búsqueda de justicia que había llevado a cabo Gui
todavía le enfurecía, pero no podía permitirse mantener el rencor. Había un
juramento eterno entre los dos, dado y recibido de buena fe.
─¿Sí, mi lord? ─dijo Gui cuidadosamente.
─Buen Dios, no voy a pedirte que te claves tu espada. Endereza esos hombros.
¿Has visto a mi hijo?
Gui se abrazó a sí mismo.
–Está en la casa de baño. Acabamos de terminar la práctica.
Edouard pasó a su lado, todavía sin sentirse lo suficientemente preparado para
arreglar la brecha entre ellos. Podría ser que nunca lo estuviera, pero ya había
actuado con prisa demasiadas veces. Hasta que su temperamento se enfriara,
Edouard no podía tomar esta decisión.
─¿Lord Trouville? ─preguntó Gui mientras pasaba. ─¿Sus palabras anteriores
fueron una despedida final? ¿Desea que deje mi servicio?
─Has jurado ante mí ─dijo Edouard tranquilamente, sin girarse a hablarle
directamente. –Te quedarás.
Siguió caminando, notando el sonido de la pesada exhalación de Sir Gui. Edouard
se preguntó si era una señal de alivio o decepción.
La habitación de baño comunal estaba llena de diversas tinas y un agujero con
fuego para calentar el agua, un lugar cálido que generaba camaradería y relajación.
Edouard sintió que sus músculos se contraían, sin el más mínimo atisbo de relajación.
Robert, desnudo como un recién nacido, estaba ocupado añadiendo
diligentemente una cubeta a la enorme tina que Henri ocupaba. Cuando terminó, el
niño se metió en una orilla. Edouard sintió una ola de orgullo ante la promesa de
esos dos cuerpos jóvenes y llenos de energía. Crecerían para convertirse en finos
caballeros, buenos lords y, esperaba, buenos hombres.
Ambos lo notaron.
–Padre ─dijo Henri, con la voz entrecortada, solo un poco malhumorado.
Edouard decidió que lo mejor sería terminar con los asuntos que había venido a
resolver antes de que las cosas empeoraran.
–Henri, debí haber escuchado antes de aplicar mi castigo. No te merecías ese
golpe. ¿Me perdonas?
─Sí ─dijo Henri simplemente. Le recordó a Edouard la cortante respuesta de Sir
Gui.
─Te agradezco entonces ─contestó Edouard, intentando ocultar su desagrado. Se
giró hacia Robert. –Escuché que finalmente comenzaste tu entrenamiento. ¿Cómo te
va con la espada?
─Será modesto ─se apresuró a decir Henri, asintiendo con repentino entusiasmo.
─¡Pero Rob es excelente!
─En tu opinión ─comentó Edouard secamente. ─¿Es eso cierto, Robert?
─¡Sí! ─anunció Robert, y lo hizo con una alegre sonrisa.
Edouard se rió. No podía contener su felicidad, ya fuera por la confiada
afirmación del chico, o por la primera expresión de felicidad que había visto en
muchos días.
Seguía riendo ligeramente cuando volvió al salón. Estaba tan aliviado de que
Henri lo hubiera perdonado, aunque fuera renuentemente, que casi chocó con Anne.
─¡Oh, tenga cuidado, mi lady! ─sus manos se apresuraron a sostenerla. ─¡Quería ir
a encontrarte, no a pisotearte!
Ella dio un paso atrás, soltándose de su agarre. Fue entonces que notó su
apariencia. Su esposa se veía como si hubiera sido arrastrada por el chiquero.
Aunque algunos de sus vestidos no tenían el estilo actual ni ricos adornos, nunca
antes la había visto con un atuendo menos que presentable.
─¡Estás sucia! ─comentó.
─Qué perceptivo es, mi lord ─dijo, echando sus hombros para atrás y levantando
la barbilla defensivamente.
─¿Puedo preguntar por qué? ─preguntó, frunciendo el ceño. –Una condesa no
debería verse de esa manera ─seguramente no necesitaría que le dijera que no era
apropiado ni necesario bajo ninguna circunstancia.
Juzgando por el fuego en sus ojos y la manera en que apretó sus labios, debió
haber leído su mente y haberse ofendido rápidamente.
–Me he estado ocupando de tus cosas ─explicó.
─Ya veo ─dijo, cuando ciertamente no era así. –Mis cosas.
─¡Todos los tan llamados tesoros con los que has bendecido mi hogar! ─sacudió
un brazo para señalar el salón renovado.
─Nuestro hogar ─contestó, no muy amablemente. –Y ciertamente nunca pensé
ser una inconveniencia. ¿Cuál es el problema con las cosas?
Ella se entristeció visiblemente y permitió que sus brazos cayeran a sus lados, con
la barbilla sobre su pecho.
–Intenté tenerlas todas listas antes de que te recuperaras y bajaras. La tarea
resultó ser más difícil de lo que imaginé. No hemos terminado.
Él puso un dedo bajo su barbilla y la levantó par que pudiera ver su rostro.
─¡Tus ojos! ─exclamó. Había profundos círculos morados bajo ellos. ─¡Y tu
cabello! ─estaba cubierto de polvo y parecía casi muerto. Obviamente se había
estado esclavizando. ─¡Ven conmigo! ─le ordenó, y casi la arrastró hacia la silla más
cercana. –Siéntate.
Gritó para pedir una copa de vino.
–Ahora dime por qué consideras necesario esforzarte hasta desmayar. Tenemos
todo el tiempo del mundo para acomodar las cosas en Baincroft. Ciertamente no
tenemos ninguna prisa, y tengo los medios para contratar ayuda adicional.
Ella se apartó un mechón de la ceja y sollozó.
–No estarás contento hasta que todo sea perfecto a tu alrededor. Sobre todo,
quiero ver que seas feliz, mi buen lord ─su afilado sarcasmo lo dejó paralizado.
Anne se levantó de su silla.
–Ahora, si me disculpas, iré a ponerme presentable para no ofender a tus ojos.
La vio dirigirse hacia las escaleras mientras maldecía por su falta de tacto. Una de
las primeras lecciones que había aprendido sobre lidiar con mujeres era que nunca
debía hablar mal de su aspecto.
Anne probablemente tenía razón. Esa maldita fiebre debía haber cocinado su
cerebro. Nada de lo que había hecho desde que había despertado había sido
correcto. Parecía haber alejado a toda persona a leguas de distancia sin hacer mucho
más que levantarse de la cama. Tampoco parecía poder resolver adecuadamente
nada.
Edouard se sintió fieramente tentado a volver a la cama, dormir por varios días, y
esperar que al despertar nuevamente, encontraría que este lamentable estado en
que se encontraban las cosas fuera solo un horrible sueño. ¿Cómo es que las cosas
habían salido tan idóneamente en un principio y entonces haberse degenerado a tal
desorden, casi tragedia y confusión? Todo lo que había salido mal se había originado
de malentendidos. Ahora que se había recuperado y ganado el control sobre los
asuntos, vería que las cosas se arreglaran. Estaba a cargo aquí, después de todo.
Repentinamente su complejo trabajo en la corte francesa parecía algo infantil en
comparación.
Capítulo 12

─¡Ha ordenado que reemplacen completamente los cuarteles, mi lady! ─declaró


Meg. –Dice que traerán unos más grandes. También va a haber nuevas armaduras. Y
traerá a un nuevo herrero ─chasqueó la lengua. –El viejo Tom se ha rendido, ¿pero
qué se supone que haga ahora? ¿Cuidar ovejas?
─Le encontraré al viejo Tom algún tipo de empleo. Dile que no tema ─sabía
perfectamente que el viejo Tom nunca temería. Ni tampoco se conformaría con
ningún otro trabajo. Probablemente se iría, lleno de orgullo lastimado, y se mataría a
sí mismo de hambre en el bosque. Nunca le había agradado particularmente el
herrero, pero nunca hubiera despedido a un hombre de una edad tan avanzada de
una manera tan ruin.
¿Por qué no podía Edouard aceptar las cosas como eran? ¿No podía entender que
todos tenían fallos? Desde luego que no. Ahí yacían todos sus problemas.
Anne se pasó una palma por la frente, deseado poder apartar el dolor en su
cabeza, un dolor que parecía tan permanente como estaba resultando ser la
presencia de Trouville. El hombre estaba cambiando todo de izquierda a derecha, en
Baincroft, en su paz mental y especialmente en su corazón.
Nunca mencionaba la posibilidad de irse, incluso por una semana para atender
sus otras propiedades. Una parte de ella anhelaba el día en que su Rey lo llamaría a
Francia y la dejaría descansar de sus preocupaciones y engaños.
Pero otra parte suya, más delicada, rezaba porque ocurriera un milagro. Deseaba
que Edouard repentinamente recibiera una nueva tolerancia. Pero parecía que
cuanto más tiempo pasaba en Baincroft, más determinado se volvía a convertir todo
en incomparable, impecable, perfecto.
Su entusiasmo la aterrorizaba. Había algunas cosas que ni siquiera sus riquezas y
determinación podían reparar. Cuando descubría esas cosas, las desechaba sin
pensarlo dos veces.
Se recargó en la orilla del nuevo estanque de retención y observó a las truchas
explorando su hogar temporal. Meg pescó otra con su red. Anne admitía que algunas
de las mejoras de Edouard, como esta, hacían más fácil la vida. Pero cuando
disminuía el trabajo en un área, demandaba más en otra.
El sonido del acero en el patio probaba ese punto. Si no fuera por este enorme
estanque que había logrado meter un día con sus enormes redes manipuladas por
cada mano disponible, los chicos estarían pescando ahora. Podrían estar disfrutando
de un hermoso día en la costa del estanque, mientras llevaban comida a la mesa. En
su lugar, se esclavizaban sudando bajo su supervisión, absorbiendo las duras e
interminables lecciones de guerra.
Hacía que Henri, Robert, y especialmente Sir Gui terminaran completamente
exhaustos cada mañana durante su entrenamiento con las arma. Ni ellos ni los otros
hombres bajo su servicio se quejaban nunca, pero Anne no le veía el sentido. No era
como si hubiera una inminente guerra para la cual necesitaran una preparación tan
intensa.
El hecho de que Edouard tampoco era suave consigo mismo contaba muy poco. El
hombre parecía tener algo que lo obligaba a ir a cierta velocidad, y hacer que todos a
su alrededor lo hicieran también.
La imagen de ese esposo suyo, desnudo hasta la cintura, con sus músculos
apretados, su piel quemada por el sol brillando con una capa de sudor, la llenaba con
una indeseable oleada de placer. Maldito, ¿tenía que mostrarse de tal manera?
Había mantenido por mucho tiempo su ira por el golpe a Henri aquel día. Edouard
la había sorprendido al haberle permitido que durmiera apartada de él. Solo le había
preguntado una vez si volvería a su cama. Su cortante no y un simple asentimiento
habían terminado con el asunto.
Que no se hubiera preocupado por protestar simplemente incrementaba su ira.
Podría haberle insistido. Habían pasado dos semanas desde aquella vez, y ni siquiera
la había mirado con deseo una sola vez. Ahí quedaban los encantos que esperaba
que ablandaran su corazón. Si es que siquiera tenía un corazón.
Pero quizás era para lo mejor. Ahora estaba completamente segura de que habría
otro niño. Edouard debía haber notado los cambios en su cuerpo, por pequeños que
fueran, pues había pocas cosas que no notaba.
Gracias a Dios una de las cosas que no notaba era que Robert no lo escuchaba. La
diligencia de Henri en prevenirlo sobrepasaba a la suya.
Anne no podía evitar sentir que una enorme espada colgaba sobre su cabeza.
Edouard lo descubriría. Eventualmente descubriría que estaba embarazada, y
también el secreto de Robert. A menos de que se fuera. Esperaba que planeara irse
pronto, y que su fervor actual en perfeccionar Baincroft fuera una señal de ello. Y
aun así, lamentaría su ausencia. Se sentía dividida.
La práctica con las espadas terminó mientras los observaba. Sir Gui, los otros dos
hombres y Robert se dirigieron a los cuarteles para limpiar y guardar sus armas.
Edouard le había dado su espada a Henri, se había puesto la camisa, y se dirigía
directamente hacia ella.
Raramente había visto a su esposo tan desarreglado, tan ardiente, exhausto y
descuidado. La última vez había sido mientras yacía tendido cerca de morir por la
fiebre. Edouard sentía orgullo de su apariencia. El que fuera con ella antes de
ponerse presentable le decía a Anne que esta no sería una conversación casual. Se
veía molesto.
─Buenos días, mi lord ─dijo mientras se acercaba.
Sus labios, presionados en una firme línea, confirmaban el hecho de que algo
había salido mal. Hizo que Meg se fuera con una mirada, y solo cuando estaba
demasiado lejos para escucharlos, regresó su formidable mirada a Anne.
─Robert me resiente ─declaró sin preámbulos.
─¿Qué? ¡Oh, seguramente es un error! Lord, ¿qué había hecho Rob ahora?
Edouard exhaló con molestia, limpió su frente con una mano, y la miró de manera
acusadora.
–Si fuera directo al respecto, podría entenderlo y darle ese derecho, pero no lo
es.
─¿Qué quieres decir? ─preguntó. –Rob nunca es discreto. ¿Qué sucedió?
Edouard comenzó a caminar de un lado al otro, obviamente lo bastante
preocupado como para abandonar su usual comportamiento calmado y sin
alteración.
–Hay ocasiones en las que me ignora completamente. Cuando se digna a
escuchar, sonríe dulcemente como un santo. Luego hace las cosas completamente
opuestas a lo que ordeno. Cuando lo corrijo, asiente y dice “sí”. ¡Siempre sí! ¡Se burla
de mí, Anne y no pienso soportarlo!
Anne se dio cuenta de que no podía respirar, mucho menos hablar. ¿Cómo podía
explicar esto?
Aparentemente, Edouard no requería ninguna explicación y simplemente
deseaba quejarse con ella. Golpeó su mano con un puño.
─¿Qué he hecho para merecer esto, te pregunto? ¿Es que acaso me odia por
tomar el lugar de MacBain? ¿Siente que es desleal a su padre? Me llamó padre una
vez. Lo hizo libremente, ¿recuerdas? ¿Por qué lo haría si no desea que lo sea?
Anne podría jurar que sonaba más herido que molesto. ¿Qué podía decirle?
Robert lo quería mucho, lo admiraba enormemente, y nunca había mostrado una
onza de animosidad. No era probable que pudiera convencer de eso a Edouard
ahora, dado el comportamiento accidental de Rob. Y si le explicaba la verdad del
asunto, todo estaría perdido.
Él continuó, pasándose las manos por su sudoroso cabello.
–Anne, tengo que preguntarte. ¿Le has hablado a Robert sobre tus sentimientos
hacia mí? ¿Lo has puesto en mi contra por tu propio odio? Si es así, ¡te advierto que
eso no le hace ningún bien!
La boca de Anne cayó por la sorpresa.
─¡Edouard! ¡Yo no te odio! Nunca lo he hecho. ¿Qué tonterías estás diciendo?
Él sonrió burlonamente.
–Dejaste en claro que no me quieres. Sé que mis acciones hacia Henri aquel día te
molestaron, pero es más que eso, ¿no es verdad? Casi mueres por mi repentina
enfermedad. Me consideras culpable por tu juicio. Sí, puedo entender eso, y no te
culpo por pensar como lo haces. Pero estoy haciendo todo lo que puedo para
compensar ─lanzó su brazo, en un gesto que pretendía señalar todas las mejoras
visibles. ─¿Qué más puedo hacer para satisfacerte?
─Edouard, escucha…
Pero no lo haría.
–Todo lo que te pido es que le permitas a Robert formar sus propias opiniones,
Anne. No necesitas que repita tu odio hacia mí. No lo hagas elegir. No es justo, ¡ni
para él ni para mí!
─¡No lo he hecho! ─declaró. ─¡Si tan solo me escucharas, Edouard, te diría que
Robert no te odia, ni tampoco yo! Mi juicio no fue culpa tuya. ¿Cómo podías evitar
enfermarte, o lo que pasó mientras estabas inconsciente? Es verdad que tu injusticia
con Henri me enfureció, pero sé que lo hiciste sin pensar. Todo padre ha actuado sin
pensar una o dos veces.
─¡Ja! ─le contestó, dándose la vuelta y pateando una roca al lago. ─¡Puedo
imaginarte golpeando injustamente a tu Robert! ¡Dudo que siquiera haya sufrido un
toque con tu dedo pequeño!
Anne deseaba de todo corazón poder decirle lo que Robert había sufrido,
inmerecidamente. No bajo su mano, claro, sino la de MacBain. Edouard se asustaría
de solo escucharlo.
Respiró profundamente y dijo lo único que se le pudo ocurrir para terminar de
una vez por todas el asunto.
–Hablaré con Robert, Edouard. Ruego tu paciencia.
Él asintió, rehusándose a mirarla.
─¿De verdad no me sigues odiando?
─Te dije que nunca te he odiado. Solo me molesté, lo cual ya fue resuelto.
─Entonces volverás a mi cama. Esta noche ─ordenó, más calmadamente ahora. O
quizás pretendiendo estarlo. Pensó haber visto un brillo de inseguridad en sus ojos, y
una repentina gentileza en su voz hizo más suave la orden.
─Muy bien ─dijo. Anne se preguntó por qué no sentía ninguna ira ante esta
manipulación, pues seguramente se trataba de eso. Esa podía no haber sido su
intención al principio de la conversación, pues Anne sentía que su preocupación por
Robert era real. Pero Edouard nunca dejaría que una oportunidad de hacer lo que
quería se le escapara.
Admitió su anticipación en dejarlo que hiciera lo que quería por esta vez. Aunque
no tenía sentido por invitar al desastre al invitarlo a continuar con su cercanía, no
podía conjurar ningún remordimiento al dejar que pasara. Todavía era muy pronto
para que notara que su niño podía estar creciendo en su interior. Quizás incluso se
cansaría de ella y se iría antes de que comenzara a mostrar ninguna señal obvia.
─Esta noche ─confirmó.
Él se dio la vuelta entonces, sin dirigirle ninguna otra palabra. Juzgando por su
actitud mientras lo hacía, uno nunca hubiera pensado que el gran conde de Trouville
hubiera tenido un solo pensamiento de dificultad. Tenía que admirar su aplomo, una
vez que lo ponía en su lugar. El hombre creía que todo estaba arreglado ahora y para
siempre.
Si tan solo se diera cuenta de que algunas cosas estaban más allá de su control,
más allá de la ayuda de nadie. Anne sacudió tristemente la cabeza.
Sería una esposa para él nuevamente, y no podía negar su entusiasmo por ello. Si
se aplicaba a sí misma, podría proveer suficiente distracción para que olvidara sus
problemas con Robert.
Si Edouard finalmente decidía que todo estaba bien aquí, todo arreglado y
reparado a su satisfacción, se sentiría feliz de volver a sus asuntos más importantes
en Francia. Como una ayudante preocupada, una preocupada por los deberes lejanos
de su esposo, así como sus responsabilidades, ¿no sería lógico si sugería tal cosa?
Podría, desde luego, y le dolería inmensurablemente. Anne lo quería fieramente, y
para siempre. Pero no podía tenerlo de esa manera. ¿Por qué era tan injusta la vida?

*****

Esa noche, cuando se reunieron para cenar, el nuevo esplendor de Baincroft no


hizo nada para mejorar el humor de Edouard. La nueva apariencia del lugar podía
causar admiración en la gente simple y halagos por sus propios trabajadores, pero
solo servía para recordarle a Edouard de las otras cosas que habían cambiado. Y esas
cosas, no lo habían hecho para mejor.
Robert servía en la mesa con un cuidado digno de un paje bien entrenado en la
corte. Como un joven escudero, había tomado el lugar de Henri en su deber hasta
que algún futuro aprendiz tuviera un rango menor a él. Edouard no había encontrado
ningún error en la ejecución de Robert en su tarea, así que aplicó su cortesía y
halagos, como hacia siempre que alguien lo merecía.
–Gracias, Robert. Muy bien hecho.
El niño seguía con la misma expresión brillante y deseosa que tenía la última vez
que Edouard lo vio. Sin mortificación, sin inclinar la cabeza para indicar que había
jugado este juego por demasiado tiempo.
─¿Vino, mi od? ─preguntó Robert levantando el recipiente.
Edouard lo fulminó con la mirada.
─¿Cuántas veces debo repetirlo? Es mi lord, Robert. Dilo correctamente ─Anne se
tensó detrás de él y se giró para intervenir. Él puso una mano en su brazo para que
guardara silencio. El niño no seguiría burlándose de él. ─¡Di mi lord!
Los ojos de Robert se abrieron completamente y rápidamente dirigió su mirada a
la boca de Edouard.
–Mi ─repitió obedientemente. Luego colocó su lengua en su labio superior y
berreó, ¡Lot! ─luego se rió. El pequeño granuja se reía como si hubiera dicho algún
tipo de broma. Edouard quería darle un golpe sonoro.
─¡Ve a tu habitación! ─le ordenó Edouard, manteniendo su voz baja aun cuando
quería gritarle. –Vete. Ahora. Lidiaré contigo después.
Anne hizo sonidos de preocupación, pero la ignoró. Henri saltó de su asiento para
llenar el espacio así como la copa de Edouard. Edouard colocó su mano en el
contenedor y le dijo a su hijo que se fuera.
–Ve y dile a Robert el castigo por burlarse de su lord. ¡Puede que te crea a ti, ya
que obviamente no lo hizo cuando yo se lo dije! ¡Santo cielo! ¿Qué se supone que
haga?
─¡Te he dicho que tiene problemas con el inglés, Edouard! ─declaró Anne. –Te
juro que no se burlaba de ti. Lo que escuchaste fue orgullo en sí mismo. ¡Rob solo
pensó que había logrado lo que le habías pedido y se sentía feliz!
─Hmp, qué bonito cuento.
─¡Es la verdad!
Edouard dejó salir el gruñido que había estado conteniendo, sacando casi toda su
ira. En su lugar sintió decepción y frustración.
–Anne, estoy perdido. Se supone que me ayudes a corregir a Robert.
Ella paso su mano por su brazo, un gesto de consuelo que no debió servir de
mucho. Pero su toque, su aroma floral, y el timbre de su voz ayudaron a borrar algo
de su desesperación.
Por lo menos, podía contar con dejar el problema de lado por un tiempo. Parecía
dispuesta a mimarlo por un rato. ¿Pero se comportaba así por él o por su hijo? Era
una pregunta tonta pero, si era honesto, Edouard sabía muy bien por qué se la hacía.
─Ven a nuestra habitación y deja de lado esta preocupación ─sugirió. –Mañana
todo se verá mejor.
Todo el camino escaleras arriba consideró los eventos del día tan subjetivamente
como pudo. Algo no estaba bien con todo esto. Algo no había estado bien desde que
se había enfermado, posiblemente incluso antes de eso.
Podía verlo en los ojos de todos los que lo miraban y luego apartaban
rápidamente la mirada. Incluso Anne había hecho eso en ocasiones. El único que no
lo hacía era Robert, que le sonreía sin ninguna culpa, y luego desobedecía sus
órdenes. Algo estaba definitivamente mal. Pero no podía adivinar qué era ni aunque
le costara la vida.
Solo cuando hubo cerrado la puerta de su habitación Edouard comenzó la
conversación.
─Henri tampoco me ha perdonado ─dijo. –Mi hijo tiene una mirada que nunca
antes había visto, culpa mezclada con desafío. Me ha mostrado bastante de una o de
la otra a través de los años, pero nunca al mismo tiempo. Confieso que me preocupa.
Cuando ella no dijo nada, continuó.
–Y Robert claramente se burla. Tienes que saber que tengo que resolverlo.
─Olvida a los chicos por ahora ─sugirió suavemente mientras pasaba un dedo por
su manga. –Seguramente estás demasiado cansado como para complicarte más esta
noche.
Él pasó junto a ella y tomó asiento en la silla frente a la chimenea apagada,
evitando la cama para que no pudiera evitar la plática sobre el comportamiento de
su hijo.
─Escúchame bien, Anne. Vendrá otro día en el que Robert piense que puede
divertirse a expensas de un hombre que tiene tres veces su tamaño. Por su propio
bien, tengo que borrarle la idea de que puede hacerlo y vivir para reírse de ello.
Ella se colocó detrás de él y colocó sus pequeñas manos en su cuello, sus pulgares
acariciaron sus músculos. A pesar de su determinación de permanecer firme,
permitió que su cabeza se inclinara hacia atrás para recargarse contra ella. Sus
manos se movían con la suficiente magia para derretir sus huesos.
Pero Edouard sabía que tenía que decir lo que tenía que decir. Lo escucharía todo
y entendería. El movimiento sensual de sus palmas y sus dedos prevenía que hablara
con dureza, pero hablaría.
─Anne, lo escuchaste esta noche. No digas que esto es solo una broma infantil.
Bajo todo propósito, soy su padre ahora. Es mi deber señalar sus errores.
─Qué buen padre ─canturreó, esparciendo su voz sobre él como la miel caliente. –
Y esposo ─sintió cómo reforzaba estas últimas palabras con un movimiento de
pulgares particularmente fuerte sobre sus hombros. Sus cabellos se erizaron en la
parte que se sumergía en el valle de su pecho. Tenía unos pechos tan encantadores.
Su presencia lo rodeó, su sutil fragancia a jazmín silvestre, alterado, endulzado
por el aroma único de la misma Anne. Una pesada combinación que lo ponía bajo su
hechizo con tanta fuerza como estaría bajo el de una bruja.
El deseo surgió en sus venas. Sabía perfectamente lo que pretendía. Pretendía
distraerlo, capturarlo en una red de lujuria que destruiría cualquier pensamiento
salvo aquellos de lo que harían juntos. Y sus intentos estaban resultando tan
condenadamente exitosos, que Edouard pudo haberse reído ante su completa falta
de defensa. Repentinamente, no le importaba nada más que aquellas manos sobre
él, las imágenes que evocaban, su cuerpo bajo el suyo, su dulce voz en su oído.
Pero no se movió para tomarla y terminar con este tormento que estaba creando.
Sus manos se deslizaron hacia arriba, sus dedos recorriendo todo su cabello,
acariciando, haciendo que su mente se volviera un espacio en blanco que
inmediatamente se llenó de escenarios más enfocados en el placer.
Ligera como el batir del ala de una polilla, sus dedos recorrieron sus cejas, sus
parpados, y bajaron a su rostro para acariciar su barbilla. Entonces se inclinó sobre
él, sus labios rozando los suyos, su lengua ofreciendo una tentadora invitación.
─Me provocas, mi lady ─murmuró contra su boca mientras intentaba profundizar
el beso.
─¿Lo suficiente? ─preguntó, molestándolo sin piedad con pequeñas mordidas.
─Bastante ─contestó, capturando una de sus manos y llevándola frente a él. Unió
sus labios con los de ella mientras se ocupaba de las cintas de su vestido. Anne
rompió el beso y se separó. Edouard abrió los ojos, preguntándose si ahora pretendía
negarse. No podía permitir eso. No en el estado en que se encontraba.
Pero no, solo pretendía torturarlo más. Sus ojos se sentían pesados, hambrientos
por ella, mientras se quitaba sus paños menores. La red de lana que cubría su cabello
se soltó y se quitó el vestido, permitiendo que una oleada de seda negra la rodeara.
Las manos de Edouard dolían por recorrerla, sujetar su cabello con su puño y
acercarla de nuevo. Pero esperó, incluso más deseoso de que terminara de quitarse
la ropa de lo que había estado por tocarla antes.
Ella desató la camisa de sus hombros y le permitió caer como un montón de nieve
en el suelo, junto a sus tobillos. El grácil movimiento de sus piernas mientras pasaba
sobre él casi destruyó su voluntad de no sujetarla y tomarla ahí mismo en la silla.
Gruñó en lo profundo de su garganta cuando se arrodilló frente a él, la cubierta
de su cabello cubriéndola casi completamente mientras se quitaba sus botas. Sus
palmas se deslizaron debajo de su túnica y jugaron con los nudos en su cintura. Las
manos de Edouard apretaron los brazos de la silla.
–No podré continuar por mucho si sigues con este juego ─le advirtió en un
susurro.
Ella lo miró, con esos oscuros ojos llenos de promesas.
–Entonces deberíamos planear una segunda ronda donde puedas terminar con
distinción.
Edouard se rindió entonces, la dejó hacer lo que quiso, y saboreó cada instante
mientras lo desvestía.
Admiró los movimientos de su pecho mientras cumplía con su tarea, sus
pequeñas puntas ya se habían endurecido sin que él siquiera la tocara. Ella sabía que
la observaba, pues echó su cabello hacia atrás para darle una mejor vista de sus
atributos.
Edouard suspiró fuerte y vigorosamente, deseando fortaleza aunque fuera
imposible. Ella merecía su propia satisfacción por estos esfuerzos. Aun así, no se
movía para dársela todavía, nada deseoso de perder el paralizante placer que estaba
lanzando sobre él.
Él se levantó después de que ella lo hiciera para poder desvestirlo
completamente. Cuando lo hizo, abrió sus brazos, esperando más que listo.
Anne le sonrió, una hermosa muestra de hoyuelos y atrevimiento, y se acercó
lentamente a sus brazos. Edouard la levantó, la apretó contra él, y cerró los ojos,
para sentir mejor su suave calor. Rápidamente la llevó a la cama y la colocó sobre la
costosa cubierta.
Por un largo momento, se quedó sobre ella, atesorando el conocimiento de que
Anne le pertenecía y él a ella. Ninguno habló mientras se inclinaba para que cupieran
juntos.
Su gruñido de bienvenida fue lo suficiente para encender un fuego urgente en su
interior. Ya no podía negar la pasión que había mantenido a raya durante semanas. Y
ya no podía contener lo que ella demandaba de su cuerpo y alma.
Le dio todo lo que era con toda su pasión y energía, apenas notando o
importándole si ella le respondía con igual fuerza. Surgieron juntos una y otra vez
hasta que su agudo grito contra su oído provocó una explosión tan intensa que
perdió tanto su aliento como su mente.
El poder que requirió lo dejó presionándolo contra la suavidad de la cama.
Cuando la razón volvió, se preguntó si alguna vez volvería a moverse.
Pero tenía que hacerlo. Anne estaba jadeando. La sintió sollozar, una cálida
humedad contra su hombro. Solo con el mayor esfuerzo se recargó en su costado,
primero metiendo una mano debajo de ella para mantenerlos unidos. Quería que se
quedaran así, aunque realmente no podía moverse en ese momento, agotado como
estaba.
─Anne, mi amor ─susurró, acariciando su mejilla húmeda con sus labios,
absorbiendo sus lágrimas.
─Shh. Duerme ahora ─dijo, sus palabras apenas eran más que un suspiro que lo
sumergió en la oscuridad.
Capítulo 13

Edouard despertó con el sol de mediodía brillando a través de la ventana y la


deliciosa sensación de unos suaves miembros enredados con los suyos. Anne se
acercó incluso más y suspiró felizmente cuando comenzó a estirarse. Nada salvo un
ataque en la fortaleza lo hubiera sacado de la cama en ese momento, sin importar lo
tarde que era.
Si había pensado que estaba demasiado agotado para hacerle el amor por más
tiempo, su cuerpo le aseguró que no. Y el de ella parecía concordar. Sonrió
perezosamente cuando las encantadoras puntas rozadas de su pecho dejaron en
claro su excitación. Lentamente, Anne deslizó su suave pierna por la de él y suspiró.
Su delicado aroma femenino lo hacía sentir una urgencia que encontró
sorprendente, dado lo satisfecho que se había sentido después del encuentro de la
noche pasada.
Muchas caricias lentas después, se dio cuenta de que su anhelo era igual al de él.
Sin ninguna pretensión ni timidez, Anne lo apresuró para que entrará en ella tan
naturalmente como si le estuviera diciendo buenos días.
Él le hizo el amor lentamente, buscando tanto el placer ajeno como el propio,
hasta que se arqueó debajo de él y gritó suavemente. Incluso en el momento en que
se vació en su interior, Edouard supo que esta vez era diferente, era como una unión
de almas. Se sentía uno con Anne, más cerca de la felicidad pura de lo que había
estado jamás en su vida.
Aunque estaba tentado a repetir su encuentro y quedarse en la cama por el resto
del día, Edouard se forzó a dejarla retorciéndose en las cobijas, con los ojos cerrados
y sonriendo con felicidad. Podrían seguir durante la noche, y todas las que le
seguirían.
Llevó esa imagen de ella en su cabeza hasta bien entrado el día, cuando buscó a
Simm para su reporte sobre Baincroft y las cuentas de las tierras de Anne. Apenas
podía concentrarse.
Cuando se encontró con ella para comer, su mirada lánguida casi hizo que le
pidiera que fuera con él escaleras arriba. Pero no lo hizo. Debía estar exhausta y, a
decir verdad, también él lo estaba.
En su lugar, colocó un gentil beso en su mano y prometió por ambos que
continuarían en el momento en que la puerta se cerrara aquella noche. Los asuntos
matrimoniales estaban resultando ser una verdadera delicia en esta ocasión.
Edouard se felicitó nuevamente por escoger a Anne para casarse. Su corazón casi
se detenía cada vez que recordaba cómo casi la había perdido.
Esa tarde Edouard aceptó la petición de Anne de ser excusada. Se unió
rápidamente a Meg para coser después de que habían limpiado la comida. Su mirada
le indicaba que pretendía prolongar su anticipación por los eventos de esa noche.
Dos podían jugar ese juego, pensó con una sonrisa sugerente en su dirección.
No había olvidado los asuntos sin terminar que habían precedido a su noche de
amor. Ciertamente necesitaban hablar más sobre la falta de respeto de Robert, pero
Anne parecía demasiado distraída como para prestar atención a cualquier cosa que
dijera en ese momento.
Dudó en provocar un argumento por ello cuando todo lo demás entre ellos se
había resuelto solo durante la noche. Era mejor si la dejaba por un tiempo para que
hiciera las cosas mundanas que tanto disfrutaban las mujeres. Tejer, tan tedioso
como le parecía, debía renovar las energías de una mujer. No podía pensar ninguna
otra razón por la que escogerían pasar tanto bendito tiempo haciéndolo.
Observó a las mujeres colocarse cómodamente junto al fuego bajo, con marcos
sobre sus piernas, las cabezas inclinadas, y concentradas en su trabajo.
El salón era práctico para tales actividades ahora que las mejoras se habían
hecho, pensó Edouard con satisfacción. No hacía el frío usual que, incluso durante el
verano, mandaba a todos a habitaciones más pequeñas y cerradas una vez que la
comida había terminado.
Qué sociable se veía todo. Nada del alboroto de la corte, ningún temperamento
Real que aplacar, ninguna intriga que descubrir. Solo un hogar donde podía sentirse
libre de ser él mismo y disfrutar de la vida para variar.
Sir Gui se le acercó, cojeando ligeramente, y se deslizó en la silla que Anne había
dejado.
─¿Puedo unirme? ─dejó su copa llena de alcohol y llenó la de Edouard.
Habían pasado muchas tardes de la misma manera antes de llegar a ese lugar,
pensó Edouard. Ya no más.
Le lanzó una mirada llena de intención a la pierna vendada de Gui mientras el
caballero la estiraba frente a él.
Gui se encogió de hombros.
–Esa maldita bestia mía me lanzó esta mañana. Su curandera dice que no está
rota, aunque me duele como si lo estuviera.
Como si le importara. Edouard todavía tenía ganas de romperle la pierna. Y
también la cabeza.
─¿Qué dice sobre un juego de chaquete?
Su mente estaba completamente llena de Anne, Edouard no tenía deseos de
jugar a ningún juego, al menos no con uno de sus caballeros. Y especialmente no con
este.
Aunque Gui le había servido fielmente durante dos años, Edouard no podía
sacarse de la cabeza lo que casi le había hecho a Anne. Sabía que tenía que dejar el
incidente detrás de ellos, pues juró ser el lord de este hombre. Antes de que eso
pasara, siempre le había agradado Gui. El hombre a veces era pomposo y siempre
era ambicioso. La mayoría de los caballeros sin tierras lo eran, y Edouard no lo
culpaba por ello. Pero, la acusación de Gui y la casi muerte de Anne se interponían
entre ellos como una gruesa pared de piedra.
─No estoy de humor para el chaquete ─contestó Edouard honestamente.
─¿Ajedrez entonces? ─intentó nuevamente Gui.
─No.
─Sigue molesto conmigo ─declaró Gui, sus cejas arenosas se unieron en un ceño
irritado.
Edouard asintió.
–El tema sigue demasiado fresco, Gui. Déjalo ser si eres sabio.
El caballero se erizó con resentimiento. Se levantó de la silla y la empujó.
–Eso no es justo de su parte, y siempre lo he conocido como un hombre justo.
¡Hice lo que cualquiera con un juramento a usted hubiera hecho! ¡Solo pensé en
vengarlo, tal como espero que usted haga por mí bajo cualquier circunstancia!
¡Debería estar agradecido!
─¿Agradecido? Casi matas a mi esposa ─gruñó Edouard, su voz era baja y llena de
advertencias. ─¡Ahora no hablemos más de esto, o diremos palabras de las que no
podremos arrepentirnos!
─Repito que no hice nada malo. ¡No me va a callar como a un paje descontrolado!
Cuando Gui se colocó en una posición defensiva, Edouard se levantó para
encararlo, una mano tocando el mango de su espada.
Por algunos momentos de tensión se observaron uno al otro. Luego Gui habló.
–Este maldito lugar lo ha cambiado. Esa mujer lo ha cambiado todavía más. Se
está volviendo exactamente como estas personas, usando su crudo y horrible
idioma, tomando sus costumbres. Me enferma el solo verlo. ¡Hacen que usted
cuestione mi lealtad a cada oportunidad!
Edouard apenas podía contener su furia, tanto por cómo Gui había ignorado su
advertencia, como consigo mismo por su incapacidad de absolver a este hombre.
Incluso así, podría haber contenido su temperamento si Gui no hubiera persistido
con lo imperdonable.
─¿Romperá nuestra conexión, mi lord? ¿Por una mujer?
Las siguientes palabras de Edouard, aunque mortalmente tranquilas, se
extendieron por el salón que los había estado escuchando.
─Deja esta fortaleza, Sir Guillaume. Vuelve a Francia o a donde quieras ir. Hemos
terminado uno con el otro en este momento.
Anne corrió al estrado, con su tejido apretado en una mano, y la otra extendida
hacia él.
─¡Oh, no, Edouard! ¡Te ruego que no lo hagas! Sir Gui solamente…
─Silencio, Anne. Esto no te concierne.
Parecía como si fuera a debatir eso, pero consiguió mantener quieta su lengua.
Sin embargo, sus ojos hablaban más que suficiente.
Notó su decepción, arrepentimiento y no poco miedo. Edouard intentó ignorarla,
clavando sus ojos en Sir Gui, que salía lenta y furiosamente del salón.
Luego tomó el saco de oro que siempre llevaba en su bolsillo y contó doce
monedas.
─¿Henri? Ven a mí ─gritó.
Henri se acercó desde donde había estado parado detrás de la silla de Edouard.
Había escuchado todo, desde luego, juzgando por su ceño fruncido.
─¿Sí, padre?
─Llévale estas monedas a Sir Gui en los establos. Dile que es su pase por
Michaelmas.
Henri asintió.
–Padre, me gustaría decir…
─Tómalo ahora ─ordenó Edouard. ─¡Y no pretendas discutir conmigo!
─No, señor ─dijo Henri encogiéndose. –No pretenderé ─aunque se atrevió a
dirigirle una última mirada cuestionadora, se apresuró a obedecer.
Edouard se preguntó si algún día podría volver a esperar la obediencia de alguien
sin ninguna objeción.
─Sí me concernía, ¿no es verdad? Ahora ese caballero que era tu amigo está roto,
expulsado, y yo soy la razón ─el murmullo lleno de dolor de Anne atravesó su ira.
─No digas tonterías, Anne. Sir Gui se ha ido porque no tiene sentido común. Es
incluso más descuidado con su lengua que con esa montura suya. No tendré a un
caballero que no tiene sentido. Que le vaya bien, y eso es todo, ¿me escuchas?
─Te escucho bien, mi lord ─murmuró y se retiró rápidamente junto a la fogata
para continuar con su tejido.
Ahora si lo había hecho. Bien podría sentirse aterrada y obligada a obedecerlo, o
furiosa como el demonio, y no tenía manera de saber cuál.
No importaba mucho con los planes que tenía para esa noche. No habría calor en
su cama cuando se metiera en ella. Ninguno en lo absoluto. Podía ser que casi no
entendiera la mente de las mujeres, pero sabía lo suficiente para saber que ni la furia
ni el miedo estimulaban el deseo de una mujer de complacer a su pareja. Edouard
admitía que eso no era todo lo que lamentaba. No le gustaba ver la culpa en los ojos
de Anne, especialmente cuando había sido él quien la había puesto ahí.
Tal como lo veía, tenía dos opciones aquí. Podía disculparse por su explosión de
ira, llamar al caballero y restaurar su puesto. O podría explicarle a Anne qué había
causado su reacción para que pudiera entender su razonamiento. Pero las disculpas y
explicaciones eran tan desconocidas para la experiencia de Edouard que temía que
fuera a empeorar las cosas con cualquiera de las dos. Y su ira no se había calmado lo
suficiente para intentar deshacerse de ningún hábito arraigado.
Mucho después de que Anne y los demás se retiraron, Edouard estaba sentado
en la mesa alta, perdido en sus pensamientos. ¿Cómo podía todo salir tan mal en tan
solo unos momentos? En un instante, se había sentido absolutamente confiado en
que nada podría destruir su nueva serenidad. Ahora estaba sentado ahí, despreciado.
Todo lo que había querido era la paz que esperaba que le trajera su exilio.
El precio de reparar las cosas sería humildad, desde luego. Podía mandar a
alguien tras de Gui. El caballero podría volver si se pensaba perdonado. Pero Edouard
sospechaba que el deseo de dejar Escocia se escondía detrás de las acciones de Gui,
tanto en su acusación hacia Anne como en este inevitable encuentro.
El hombre siempre había tenido a este país y su gente en baja estima,
especialmente a Anne. Había sospechado de ella desde el principio, dispuesto a creer
los peores rumores sobre la muerte de MacBain.
¿Había usado la oportunidad de la repentina enfermedad de Edouard para
intentar librarse de la principal razón de que se quedaran ahí? Un acto
verdaderamente inconcebible, y no digno de un caballero.
Incluso si Gui de verdad creía que Anne era culpable de intento de asesinato,
ciertamente no había dejado mucho tiempo para confirmarlo.
Si tan solo Edouard le hubiera explicado a sus hombres por qué estaba dejando
Francia en primer lugar, Gui quizás hubiera tenido su preferencia clara y se hubiera
quedado aquí. Hubiera servido a Edouard de otra manera. Pero un caballero seguía a
su lord sin ninguna pregunta. Y un lord tenía que mantener sus propios juramentos,
¿no es cierto?
Considerándolo todo, sabía que no podía retractarse de la expulsión de Gui. El
orgullo tenía poco que ver con ello, decidió Edouard. Incluso si lograba obligarse a
ofrecer a Gui palabras de reconciliación, no tendría verdadero significado. Una
completa mentira. Siempre recordaría que Anne casi murió horriblemente bajo las
órdenes de ese hombre. Nada cambiaría eso, y nada podría hacer que Edouard lo
perdonara u olvidara.
Podía intentar hacer que Anne lo entendiera, pero se seguiría sintiendo culpable
por esto. Incluso si explicaba exactamente lo que había en su mente y su corazón que
lo había obligado a desechar a lo más cercano que tenía a un amigo, ella se seguiría
sintiendo responsable.
Él y Gui no habían gritado toda su conversación, así que Anne no debió escuchar
lo último que había dicho sobre ella. Quizás sería mejor si lograba hacerla creer que
habían discutido por otra cuestión, una que no tuviera nada que ver con ella.
Cuando decidiera qué cuestión sería, Edouard subiría las oscuras escaleras para
intentar arreglar lo que Gui había descompuesto.

*****

A la mañana siguiente, la supuesta confesión de Anne al Padre Michael contenía


indignación más que arrepentimiento. Se sentaron lado a lado en una pequeña
alcoba en el interior de la capilla, más como los amigos que eran que como pastor y
penitente.
─¡Te lo estoy diciendo, rompió su juramento con este hombre simplemente
porque Sir Gui pudo haberse lastimado la pierna permanentemente!
El pastor chasqueó la lengua, en un sonido de resignación.
–Bueno, ¡supongo que extrañaremos la postura santurrona de ese caballero, no
es cierto!
Anne giró los ojos y bufó.
–Sir Gui no es precisamente mi persona favorita, como bien sabes, ¡pero
expulsarlo es un acto de un lord cruel! ¿No ves las implicaciones de esto? Primero
mató al pobre Rufus por sus enfermedades, luego echó a nuestro herrero por su
edad. Ahora termina toda relación con un caballero que le ha servido fielmente ¡solo
por un miembro lastimado! ¡Tiemblo en pensar en lo que nos pasará al resto de
nosotros!
El Padre Michael asintió y acarició su cabeza.
–Quieres decir a Robert.
─¡Sí, Robert! Pero no solo él. Ahora todos parecen en peligro. Que Dios nos
ayude, ¡Trouville va a sacar a toda la gente de Baincroft si no llegan a su noción de
perfección! ¿Qué debemos hacer?
─¿Señalar algún fallo suyo para que entienda los de los demás? ─sugirió.
─¿Tiene algún fallo? ─preguntó, con palabras llenas de sarcasmo.
El Pastor sonrió.
─Eso dices tú. Es intolerante. Es arrogante. Tiene mal temperamento. Es injusto.
Ella lo miró con hastío.
–Es un hombre. ¡Esos no son fallos, simplemente son características!
─¡Cuánto duelen tus palabras! ─le contestó, con la lengua en la mejilla. Anne
podía escuchar la diversión en su voz cuando continuó. –Aunque mi Meg
probablemente estaría de acuerdo contigo en todo.
─Sé serio por esta vez.
Él asintió y sonrió.
–Sí, tienes razón. Esto no es cosa de broma. Pero, mi lady, tu esposo y nuestro
lord solo te ha mostrado sino cariño desde que llegó aquí. Cada vez que te mira, uno
no puede evitar ver que te quiere profundamente. Si me lo preguntas, me parece
que echó a Sir Gui por la manera en que ese hombre se apresuró a juzgarte y el juicio
que tuviste que soportar como resultado.
─Él dice que no. Asumí en un principio que esa era la razón, pero él lo negó. Y si
fuera así, ¿por qué no lo hizo inmediatamente después de que pasó? ¿Por qué me
mentiría sobre ello ahora?
─No lo sé.
─¿Qué puedo hacer? ─preguntó, rogando por respuestas que sabía que el Padre
Michael no tenía. Le diría que rezara, desde luego. Ella lo hacía tanto que sus rodillas
estaban lastimadas y Dios debía estar completamente harto de escuchar su voz.
Tomó su delgada mano. –Además de rezar ─aclaró.
─¿Buscar la perfección? ─sugirió con una sonrisa.
Apartó rápidamente su mano.
–Canalla. Trouville probablemente se deshará de ti por tu falta de celibato. Ya
cuestionó tu derecho a tener una esposa. Lo hizo el primer día que llegó.
Michael suspiró.
–Y tuvo razón en hacerlo. Mi matrimonio va en contra de todo lo que la iglesia
enseña. Pero tú conoces la razón detrás de él, y no pude haber hecho otra cosa. Amo
a Meg y a nuestra niña. Si mi alma está en riesgo, entonces ese es asunto mío y de
Dios. Nosotros estamos en paz. Si su Señoría no lo acepta, entonces nos iremos
cuando diga que lo hagamos. Hasta ahora, no nos ha molestado ni a mí ni a Meg al
respecto.
─Probablemente porque no sabe que estás casado con ella. Oh, sabe que tienes
una esposa, pero ya que no te ha visto como pareja con ninguna mujer,
probablemente se le ha olvidado. Parecía sorprendido cuando mencioné que tenías
una esposa, pero después no dijo más al respecto. En realidad no necesitas
preocuparte. Solo lo dije para molestarte. A él no le importa de cualquier manera.
El Padre Michael se quedó pensando silenciosamente por un momento.
─¿Podría ser que su Señoría no sea tan intolerante como tú crees, Anne?
Ella sacudió la cabeza tristemente.
–Además de ignorar (o más probablemente olvidar) tu estado marital, me temo
que sus acciones hablan por sí mismas.
Él se removió, juntó sus manos, y asumió una posición más dignificada en la
banca que compartían.
–Bueno, dudo que podamos resolver esto hoy, y estás aquí para confesarte. Es
casi hora de la misa y deberíamos terminar con esto.
Anne se levantó.
–Prepárate entonces. No tengo nada más con lo que molestarte esta mañana.
─¿Ni siquiera un pensamiento impuro? ─preguntó inocentemente.
Anne sintió que su rostro se calentaba con un sonrojo, y rápidamente le dio la
espalda.
─Ve en paz, mi niña ─entonó solemnemente. Anne no necesitó ver el brillo en sus
ojos para saber que estaba ahí.
Se dirigió de vuelta al salón, hablando con las otras personas que se estaban
reuniendo para la misa. Había dejado a Trouville dormido. Había ido muy tarde a la
cama, y su explicación sobre Gui los había mantenido a ambos despiertos hasta más
tarde. Ninguno había intentado tener intimidad después de eso. Ella había estado
demasiado preocupada, y él parecía agotado de alguna manera.
Ahora veía que había bajado las escaleras y estaba hablando animadamente con
Meg.
Cuando se acercó lo suficiente para escuchar sus voces, él se giró a recibirla con
una sonrisa.
–Ah, ¡aquí está! Buenos días, mi lady.
─Mi lord ─contestó. –Pensé que dormirías hasta después del servicio de la
mañana.
Él inclinó su cabeza hacia Meg.
–Solo estaba agradeciéndole a nuestra estimada curandera por su buen cuidado
con nosotros, y le decía lo afortunados que somos de tenerla. ¿Por qué no me habías
dicho que Margaret es hija de Simon de Oldfield? ¡Lo he conocido bien durante años!
Un buen caballero y un poderoso oponente en el campo, aunque me parece que
ahora se ha retirado.
Anne transformó la verdad.
–No pensé que fuera de interés para ti ─miró con duda a Meg. ¿Por qué le había
contado Meg sobre su padre? ¿Y por qué le había dado su nombre completo? Nadie
la llamaba Margaret. Edouard la había hechizado, sin ninguna duda. Tenía demasiado
encanto para su propio bien. O mejor dicho para el de ellas.
Edouard le sonrió a cada una individualmente.
─¡Oh, pero es muy interesante! Tendré que escribirle una invitación a Simon para
que nos visite.
La mano de Meg voló hacia su boca, probablemente para ahogar un grito de
protesta.
─¡No, no lo hagas!─ le advirtió Anne, dándose cuenta tardíamente de que tendría
que decirle la razón. Lo sabría pronto de cualquier manera, y sería mejor si no lo
hicieran parecer como un enorme secreto. El Señor sabía que ya tenía suficientes
cosas que ocultar.
Probablemente no causaría problemas por ello. Especialmente si le daba la
excelente razón que había sido en primer lugar.
–Sir Simon no aprueba su matrimonio. Él y Meg están peleados.
Edouard frunció el ceño con incredulidad.
─¿No lo aprueba? ¿Pero cómo puede ser? ─se giró hacia Meg. ─¿Cuál es la
circunstancia que causó que desafiaras a un padre tan valioso? ¿O fuiste forzada a
casarte? ¿Dónde está ese esposo tuyo?
─Después ─le prometió Anne. –Es hora de la misa.
─¡No! ─demandó Edouard. –Lo escucharé ahora.
Meg abrió su boca para hablar, pero Anne la silenció.
–Le diré yo misma.
Fulminó con la mirada a Trouville, retándolo a no entender.
–Será corto, así que no me interrumpas. Margaret fue recibida aquí por la
primera mujer de mi esposo no mucho antes de que la pobre mujer muriera. Cuando
MacBain decidió que la joven señorita sería una buena adición a su cama, el Padre
Michael hizo lo único que pudo para protegerla. La volvió una esposa, y amenazó a
mi esposo con la condenación eterna si tan solo tocaba un solo cabello de su cabeza.
Ahí lo tienes ─se dio la vuelta y se dirigió a la puerta de la capilla.
─¡Espera un momento! ─dijo Edouard, parándose frente a ella. Le hizo señas a
Meg de que siguiera su camino antes de preguntar, ─¿De quién la hizo esposa?
─De sí mismo. Mejor dicho, hizo que otro pastor los casara.
─¿Pero por qué?
─¡Ya te lo dije! ¡Para protegerla! ─explicó nuevamente Anne. –Ninguno de
nosotros sabía dónde encontrar a Sir Simon.
─¡Seguramente existían los conventos!
─Sí, pero toda Escocia era un torbellino en ese entonces, y viajar no era seguro,
nadie se ofreció a escoltarla. Michael era el único que quedaba aquí con un rango
adecuado para casarse. También sabía que mi esposo temía por su alma, y amenazó
a MacBain con condenación por adulterio si la tocaba. Michael la salvó. Es simple.
Trouville todavía tenía una mirada de incredulidad.
─¡Pero es un pastor, un hombre de Dios!
Anne asintió sabiamente.
–Y familiar cercano del Rey Robert. ¡Así que no lo confundas con alguien a quien
puedes echar de aquí sin consecuencias! ─con eso, se dio la vuelta y entró para
tomar su lugar usual para el servicio.
Sabía que estaba caminando por una línea delgada. Era cierto, Michael estaba
relacionado con el Rey. Pero no era querido ni por Bruce ni por el hombre que había
sido su padre. La familia de Michael lo había mandado a un monasterio antes de que
fuera lo suficientemente grande para conocer otro tipo de vida. Fue dado a la iglesia
como penitencia por los pecados de Neil Bruce, y no tuvo mucha opción más que
tomar sus votos en el momento en que tuvo la edad para hacerlo.
El hecho de que siguiera siendo un pastor no tenía nada que ver con una llamada
de Dios o una inclinación en esa dirección. Pero había sido entrenado para serlo, no
conocía nada más, y estaba renuente a romper cualquier otro de sus votos si no era
necesario. Anne respetaba eso.
Durante toda la misa, mientras Edouard estaba parado junto a ella, pudo sentir su
consternación. Nunca debió habérselo dicho. Habría repercusiones por esto y
probablemente llegarían tan pronto como Michael diera la bendición.
Anne tenía un horrible presentimiento de que un asunto que había pensado sin
importancia se convertiría en algo enorme. Y pensar que había envuelto todo su
miedo alrededor del destino de ella y Robert. Qué increíblemente egoísta había sido
durante las últimas semanas.
Cielos, esperaba que Edouard encontrara algo de tolerancia. La mayoría de los
habitantes de Baincroft quizás pronto terminarían viviendo en el bosque cercano,
mientras su justo esposo se preguntaba dónde podría encontrar gente sin ningún
defecto para su nueva fortaleza.

*****

Edouard le prestó poca atención a la misa. Se arrodilló cuando todos los demás lo
hicieron, pero su mente saltaba de problema en problema. Esta nueva vida que había
conseguido para sí mismo parecía estar desmoronándose como un tejido mal hecho.
Su cercanía con Anne, la actitud de Robert hacia él, el amor de su hijo, eran preciosos
hilos que se había desbaratado con un solo toque.
Probablemente no había convencido a Anne de que no tenía nada que ver con la
partida de Gui. Ahora, en adición a la culpa, se preocupaba de que echaría a su
pastor y su amiga porque le había contado sobre su matrimonio.
Solo Dios sabía lo que Robert intentaba conseguir con esa feliz insolencia suya.
Incluso Henri se estaba convirtiendo en un extraño para él en lugar de su leal hijo y
escudero.
Aunque estos problemas eran preocupaciones suficientes, sentía que algo más lo
eludía, algún problema más importante. Había secretos aquí en Baincroft. Secretos
que todos salvo él parecían conocer.
¿No podían ver que él solo tenía en mente querer hacer lo que era mejor para
ellos? ¿Todos sospechaban que tenía un propósito ruin? ¿Todos le temían?
Si era así, supuso que no podía culpar a nadie más que a sí mismo. Aunque había
intentado, tanto con palabras como con acciones, destruir la creencia de que era el
hombre cínico y peligroso que había pretendido ser en su vida anterior, todos debían
pensar que lo era.
Edouard examinó su comportamiento de las últimas semanas y no pudo descifrar
cuándo habían empeorado las cosas. ¿Había sido por la muerte de aquel sabueso?
No, Robert había entendido eso, aunque Henri obviamente no. Anne no lo había
vuelto a mencionar desde que Edouard se había recuperado de su enfermedad.
Parecía que había algo más que un solo incidente.
Al menos podría establecer algo de paz entre él y Anne si aceptaba el matrimonio
del pastor. Aunque el hecho de que el Padre Michael se hubiera casado con una
mujer lo sorprendía, ciertamente no pretendía hacer nada al respecto. ¿Qué podía
hacer él, salvo negar a la familia que se quedaran y mandarlos lejos? Eso no
resolvería nada. Seguirían estando casados. Dios podía encargarse de eso cuando
mejor le pareciera.
¿Pero qué podía hacer para descubrir la verdadera razón para la discordia en su
familia?
Podía ser que no tuviera talento para hablar honestamente, una táctica que
usaba tan poco que casi había olvidado cómo aplicarla. ¿Había lidiado durante tanto
tiempo con conspiraciones y mensajes ocultos que lo primero que pensaba era en
ocultar la verdad? Pero seguramente su esposa e hijos serían directos con él si él lo
era con ellos. Preguntas simples que requerirían respuestas directas. Tan pronto
como la misa terminara, comenzaría con Anne.
Anne lo siguió mientras todos abandonaban la capilla. Él se dio la vuelta
inmediatamente y la tomó del brazo mientras entraban propiamente al salón.
–Ven al solar. Tengo cosas que preguntarte.
Ella lo miró agresivamente, pero no se apartó. Así que todavía pensaba que se
desharía de sus amigos. Edouard sonrió. Anne estaría aliviada cuando supiera su
reacción a ello.
Tan pronto como se sentaron, fue directo al punto.
–El Padre Michael y Meg pueden quedarse. No me importa que estén casados.
Anne apretó los labios y asintió precavidamente.
–Bien.
─¿Es todo lo que tienes que decir? ─había pensado que mostraría más gratitud, y
que eso llevaría a poder ser más abierto sobre los otros temas que tenía que tratar.
─¿Qué más quieres escuchar?
─¿Por qué estás enojada conmigo? Quiero saberlo ─dijo.
Sus perfectas cejas se levantaron.
─¿Enojada? ¿Quién dice que estoy enojada?
Edouard giró los ojos.
─¡Nadie tiene que decirlo! Lo muestras en cada expresión en esa encantadora
cara tuya desde esta mañana. ¿O estoy equivocado? ¿Es miedo entonces? ¿Te
asusto?
─¿Tengo razones para asustarme? ─preguntó.
Él tomó una de sus manos y enlazó sus dedos con los de ella.
–No. Te lo juro por mi vida, Anne. Nada podría hacer que te lastime a ti ni a tu
felicidad. Pero tengo que saber qué te hace infeliz. No puedo leer tu mente.
Ella se relajó un poco, sus dedos se cerraron naturalmente alrededor de los suyos.
–Ah, pero yo desearía poder creerte, Edouard. De verdad lo desearía.
─¿Cómo te he fallado hasta ahora? ─demandó. –Algo está mal. Dime.
Por un largo momento, pensó que lo haría.
La motivó con una sonrisa tranquilizadora.
–Te prometo que soy muy bueno deshaciéndome de los problemas.
Sus dedos se tensaron y su guardia se levantó.
–No tengo ninguno.
Edouard estudió sus ojos, que se habían cubierto por un rastro de lágrimas. Algo
perturbaba a Anne profundamente, pero no estaba dispuesta a compartírselo.
Su falta de confianza dolía, pero pensó que estaba justificada. No podía adivinar
por qué, pero lo haría. Si hablar directamente no le conseguía ninguna respuesta,
entonces tendría que confiar en sus antiguos y malvados medios que había esperado
desechar.
─Muy bien ─dijo. –Entonces vayamos a desayunar. Una felicidad tan grande como
la tuya seguramente debe ser compartida por todo el mundo, dado que parece
gustarles imitar tu humor.
Capítulo 14

─La esposa de tu pastor parece haber perdido el apetito ─observó Edouard


señalando con la cabeza la mesa baja. Tomó un pedazo de puerco frío y lo ofreció a
Anne. ─¿No quieres tranquilizarla? Estoy seguro que debe estarse preguntando cuán
rápido tendrá que empacar.
Anne se encogió de hombros mientras aceptaba el bocado de carne y comenzó a
masticarlo pensativamente. Cuando hubo tragado, finalmente encontró su mirada.
–Lo hubiera hecho, pero darle falsas esperanzas sería cruel. Creo que será mejor
esperar para ver si cambias de opinión.
¿Cambiar de opinión? Edouard se recargó en su silla, con las manos apretando el
borde de la mesa. Observó el cuchillo para comer que estaba sosteniendo como si
ésta escondiera todas las respuestas a las preguntas que ella le provocaba. ¿Cómo
podía esta mujer provocar su furia con tan pocas palabras?
No era como si no supiera lo que estaba haciendo. Él mismo había hecho lo
mismo, muchas veces. Recordarle a un hombre que su honor estaba en riesgo si se
arrepentía de su palabra, y todos lo sabían. No era por esta táctica, sino por la falta
de confianza, que estaba furioso.
─Dije que pueden quedarse, Anne ─dijo tranquilamente, no queriéndole permitir
ver su ira. ─¿Alguna vez me has visto mentirle a alguien? No tienes razón para
insultarme con esas dudas que tienes. Siempre mantengo mi palabra.
Ella se dio la vuelta para mirarlo directamente.
─¿Tal como hiciste con Sir Gui? Él no te deshonró. Su pierna sanará, Meg me lo
dijo, y te servirá bien de nuevo. Ve tras él. Arregla las cosas.
─No ─dijo, deslizando su cuchillo firmemente en el pedazo de queso en su tazón y
cruzando los brazos sobre su pecho. –Eso no sería sabio.
─Entonces has sido injusto con él, ¿no es verdad? Él te hizo un juramente, y tú a
él, hace años. Como su lord, estás obligado a ofrecerle protección, incluso cuando
esté discapacitado. No era una herida grave. Si la hubiera recibido en la batalla,
seguramente no lo echarías de tu servicio ─sus ojos, al igual que todo su cuerpo, lo
desafiaban a negarlo. Probablemente sabía bien que había inventado la razón por la
que mandó lejos a Gui.
Si admitía la verdad, que la pierna lastimada de Gui no había tenido
absolutamente nada que ver con el asunto, entonces ella lamentaría su papel en la
discusión. Aunque no quisiera que sufriera por arrepentimiento, tampoco quería que
lo creyera capaz de romper su juramente como lord de Gui por una causa tan
pequeña. Le diría una verdad a media entonces.
─Sir Gui nunca quiso venir aquí. Todo lo que decía revelaba el hecho de que
quería volver a Francia y a la corte. Es un hombre ambicioso que debe saber para
este punto que nunca hará que su fortuna crezca si se queda conmigo. Si se uniera a
otro lord, podría conseguir tierras. Yo no le ofrecería ninguna. Ahora deja en paz ese
tema.
Sus oscuras cejas descendieron mientras consideraba sus palabras.
─¿Te pidió que lo relevaras?
─De cierta manera. Cuando le advertí que cuidara su lengua, cuestionó si quería
romper nuestra unión.
─Y al molestarte por eso, le ordenaste que se fuera ─adivinó.
Cuando Edouard no dijo nada, ella colocó una mano sobre su brazo en señal de
súplica.
–Por favor manda llamarlo, Edouard. No dejes que las cosas entre ustedes
terminen tan fácilmente. Llegará el día en que te arrepientas de lo que ha ocurrido
entre ustedes. Él era tu amigo.
─Esa es la palabra clave. ¿Por qué te importa tanto lo que le pase? ─demandó
Edouard, incapaz de encubrir su ira completamente. ─¡Ese hombre casi terminó
contigo! ¿Cómo puedes pensar que no fue nada? ¡Juro que me confundes!
Ella se recargó en su silla y cerró los ojos.
–Así que tenía razón. Esto es sobre mí. Sobre el juicio.
─¡No completamente! ─discutió Edouard. Ahí quedaba su practicado arte del
engaño de la que tanto se enorgullecía. Suspiró derrotado. No podía mentirle y hacer
que le creyera.
Tampoco podía negarle nada que le pidiera.
–Muy bien, mandaré por él ya que tú insistes. No dejaré que te sientas culpable
por esto. Ciertamente no hiciste nada mal.
─Lo sé ─dijo, asumiendo ese tono formal que tanto odiaba. –No me culpo a mí
misma en lo absoluto. Pero cuando te desesperes con el comportamiento de Sir Gui,
puedes culparme. Ahora, si me disculpa, mi lord, iré a decirle a Meg que ella y
Michael pueden quedarse.
Él la miró mientras se levantaba.
─¿Hay algo más que desee de mí, mi lady? Mi voluntad parece trabajar para tu
placer. ¿Debería saltar de la muralla?
Edouard experimentó un breve momento de incomodidad cuando ella se detuvo
a considerarlo. Entones miró la mesa inferior en donde sus hijos estaban riendo
juntos con el hijo del administrador y una encantadora niñita. Los ojos de Anne se
entrecerraron mientras colocaba un dedo contra sus labios, moviéndolo gentilmente
mientras pensaba. Edouard podía ver su cabeza haciendo cálculos rápidamente.
Quería pedirle algo, y lo supo definitivamente cuando decidió aprovecharse de su
ventaja.
─Sí, hay algo más que puedes hacer ─dijo decisivamente. –Entrena a Thomas
junto con Henri y Robert. Convierte a ese chico en caballero también.
La petición lo sorprendió.
─¿El hijo del administrador, un caballero? ¿Por qué?
Ella lo observó con confusión.
–Thomas no es hijo de Simm. ¿Qué te hizo pensar eso?
Edouard se encogió de hombros.
–Siempre está con el hombre, preguntando sobre los negocios de Baincroft. Solo
asumí… ─entonces lo supo. –Aja, déjame adivinar. El joven Thomas es producto de
nuestro infame clérigo, ¿me equivoco?
Ella le sonrió, otro desafío.
–Así es. Y también el nieto de tu buen Sir Simon, como bien recordarás. Lo
estamos preparando para que administre cuando Robert crezca. Di mi palabra en
esto. ¿La romperás?
─Estás forzando tu autoridad, madame. ¿Tan segura de ti misma estás?
─¿Mi palabra no vale nada entonces? ─preguntó con un exceso orgullo que no
había imaginado que tuviera. –Si tú estás orgulloso de la tuya, esposo, ¿yo no
debería? ¿Destruirías mi honor y me convertirías en alguien que rompe sus
promesas?
Edouard lo consideró por un momento. Ella no tenía ningún derecho bajo la ley o
las costumbres de escoger al administrador del estado de su hijo, ni ahora ni en el
futuro. Pero había dado su palabra, y él no quería romperla. Al menos no
completamente.
Decidió que ambos podían ceder.
─Muy bien. Le daré a Thomas un período de prueba ─concedió. –Si posee la
habilidad adecuada, consideraré en volverlo escudero. Pero debe ganarse el volverse
caballero. Eso no es una promesa de ninguno de nosotros. Debe tener un tutor,
desde luego. Leer, escribir, y un manejo de los números serán cosas que se le
requieran.
Ella sonrió.
–Ya lo tiene, gracias a su padre.
Edouard suspiró. Tendría que haber sabido que no lo dejaría cambiar nada.
–Su futuro como escudero seguirá en cuestión hasta que se pruebe a sí mismo ─le
advirtió. ─¿Te parece justo?
─Justo ─dijo, con esperanza brillando en sus ojos. –Gracias, Edouard.
Él se levantó y se paró a su lado.
─¿Me atrevo a esperar que Thomas sea un hijo único? ¿O tienen más para la
posteridad?
─Solo Jehan ─murmuró mientras jugaba con las llaves en sus faldas.
─Mmm─mmm. ¿Supongo que la futura curandera?
─No exactamente ─ofreció Anne precavidamente. Mientras lo rodeaba y bajaba
del estrado, habló sobre su hombro. –Dueña de la casa, Lady de Baincroft.
─¿Qué? ─gritó. ─¿Dueña?
─La esposa de Robert ─aclaró, desde la distancia. –Están comprometidos.
Edouard se dejó caer en su silla, derrotado. ¿Comprometidos? Ese contrato no
podía haber sido cosa de MacBain. Ningún lord cuerdo comprometería a su heredero
con la hija de su pastor.
Esa niña no brindaría ninguna tierra, nada de dote y ninguna alianza importante
para su esposo. El Padre Michael bien podía ser familia del Rey Escocés. Pero
Edouard sabía que este clérigo no era su favorito o no estaría aquí encerrado en este
estado desconocido. A pesar de su vocación, El Bruce podría haberle otorgado alguna
posición de poder. No, este compromiso era idea de Anne, un acuerdo
desafortunado y seguramente reciente.
Edouard observó a la mujer que se apartaba rápidamente de él, preguntándose
qué otra información había decidido ocultarle.
¡Por Dios, tenía que establecer su autoridad inmediatamente si iba a tomar el
control de este lugar! Había tenido más poder administrando toda Francia, de la que
tendría en la fortaleza de Baincroft si Anne se salía con la suya.
Lo mantendría en la oscuridad sobre asuntos importantes a menos que la
presionara para que le dijera la verdad. Y tenía el presentimiento de que apenas
había rasguñado la superficie de su pequeño cofre de secretos.
Algo más la preocupaba, una preocupación más grande que contarle sus planes
para los hijos del pastor o el asunto de Gui. Y no quería que él supiera qué era.
Tenía razón en estar preocupada, pensó. Destapar planes y conspiraciones era un
talento que había desarrollado como una ciencia durante toda su vida. Había llegado
el momento de emplear su talento con toda seriedad.

*****

Sir Gui llegó esa noche, traído de vuelta por un mensaje que Edouard le mandó
con uno de los hombres de Anne. Ella se dio cuenta casi de inmediato que pudo
haber cometido un error en instar esto. El caballero de Edouard no parecía
complacido cuando entró en el salón después de la comida de la tarde.
─Proclamó que era urgente que volviera ─declaró, fulminando con la mirada a
Edouard. –Así que aquí estoy. ¿Qué desea de mí ahora? ¿El dinero que envió fue un
error?
Su esposo tenía una expresión de calma practicada, sin ningún sentimiento en lo
absoluto. Anne se preguntó si había provocado una horrible confrontación al insistir
en esta reunión. Pero Edouard respondió sin ira a la agresividad del caballero.
─Deseo hablar contigo en privado, Sir Gui, concerniente a nuestra última
conversación. Ahora que los humores se han enfriado, quiero que discutamos cómo
hemos de continuar. ¿Te unirías a mí en el solar?
Gui marchó hacia la puerta, sin contestar ni esperar a que Edouard se levantara
para acompañarlo. Anne saltó por la sorpresa cuando Edouard tomó su brazo,
indicando que debía seguirlo.
Sir Gui frunció el ceño cuando ella y Edouard entraron juntos.
–Tenía entendido que hablaríamos en privado ─espetó, viendo de mala manera a
Anne.
Podía sentir la tensión en el brazo de Edouard bajo ella. Se temía que esta
paciencia forzada suya no duraría mucho.
Cuando habló, sonaba más calmado de lo que esperaba.
–Mi lady creé que actué con demasiada prisa cuando te eché. Me gustaría que
ella presencie esto.
─¿Esto qué? ─presionó Sir Gui. ─¿Se arrepiente?
Los músculos de Edouard se abrieron y un musculo saltó en su barbilla. Anne
pensó que este caballero debía estar verdaderamente loco para probarlo. Podían
llegar a los golpes si no intervenía.
Anne dio un pequeño paso al frente, con su mano todavía sobre el brazo de
Edouard.
–Sir Gui, le pedí a mi lord esposo que reinstaurara su relación. Ambos
entendemos ahora que tu lealtad y preocupación por él provocaron que me
acusaras. Has sido su caballero durante años. ¿Considerarás volver con nosotros?
El caballero miró a uno y luego el otro, su truculencia se fue desvaneciendo.
Cambió su peso de un pie al otro por un momento, luego se inclinó y cayó de manera
rara sobre una rodilla.
–Si usted lo desea, mi lord. Seguiré siendo su hombre.
Ambos observaron la cabeza inclinada de Gui. Edouard aun parecía renuente de
aceptar a sir Gui, incluso después de esta muestra de humildad. Si no lo hacía, tarde
o temprano perdonaría a Sir Gui. Entonces la culparía por perder a este confiable
caballero. Edouard la miró entonces. Anne asintió para motivarlo.
Él frunció el ceño mientras llevaba su mano a la cabeza de Gui.
–Qué así sea. Puedes levantarte.
Sir Gui lo miró entrecerrando levemente los ojos.
─¿No debería jurar de nuevo?
─No te lo he pedido ─dijo Edouard calmadamente. –Olvidaremos todo lo que ha
ocurrido y continuaremos como antes.
─Como deseé, mi lord ─contestó Sir Gui mientras se ponía de pie. Hizo una breve
reverencia a Edouard y luego a Anne. –Si eso es todo, entonces les deseó buenas
noches a ambos.
─Buenas noches ─contestó Edouard con un tono sin emociones. Anne se dio
cuenta de que no había mostrado ninguna señal de perdón o alivio por haber
recuperado el servicio de Sir Gui. Se preguntó nuevamente si había cometido un
error.
─Puede que tuvieras razón ─admitió Anne. Cuidadosa e insegura de sí misma, se
sentó en una de las sillas del solar, poniendo sus manos sobre su regazo. ─Él no
parece encantado de haber vuelto, ¿o sí?
Edouard la miró como si le hubieran salido cuernos.
─¡Tampoco me encanta su presencia, pero tú querías esto, así que para bien o
para mal, aquí está!
─Dijiste que extrañaba Francia. ¿Tú no la extrañas, Edouard? Debe haber sido
emocionante estar en la corte. No puedo ver cómo logras soportar estar aquí por
tanto tiempo, cuando podrías estar disfrutando las celebraciones y toda la compañía
de allá. Si deseas volver, ciertamente lo entenderé. Sir Gui estará feliz, y tú serás…
─Miserable ─dijo. Se dejó caer en la silla frente a ella con un pesado suspiro. –No
he de volver.
─¿Nunca? ─jadeó Anne, sonaba tan definitivo. Se había resignado a la idea de que
no se iría inmediatamente, pero, ¿cómo podía ignorar esas responsabilidades de las
que había hablado su tío Dairmid? Se enderezó, implorando. ─¡Pero tendrás que
hacerlo! ¡Eres necesitado allí!
Él se encogió de hombros.
–No mientras Philip sea Rey.
Anne rápidamente bajó la mirada para que no pudiera ver su asombro. Aunque
parecía más como una sorpresa, y no del todo mal recibida. ¿Por qué no se sentía
desesperada? Debería sentirse así. Todos sus planes se habían sostenido en que él
dejaría Baincroft eventualmente y se quedaría lejos por largos períodos de tiempo.
Pero se quedaría.
Incluso cuando había invertido tanto de su fortuna en mejorar Baincroft, había
asumido que sus motivos eran el orgullo y su propia comodidad temporal. No querría
su nombre asociado con una fortaleza pobre, había pensado. Cuando había
comenzado con las reparaciones, Anne verdaderamente había pensado que era un
hombre con más dinero del que sabía gastar.
Pero si era así, ¿por qué nunca había cuestionado que la tomara a ella como
esposa? Se lo preguntaba ahora, desde luego. ¿Por qué se casaría con una mujer con
una dote modesta, una viuda de veintisiete años con un hijo medio crecido? Podría
tener a cualquiera. Parecía que ella no era la única con motivos ocultos para este
matrimonio.
─¿No te agrada el Rey Francés? ─preguntó, probando sin demasiada sutileza sus
razones para quedarse en Escocia.
─No ─dijo simplemente.
Anne sabía que tendría que desenterrar su razón para abandonar a su Rey y su
país, por tomar una esposa escocesa y cambiar su estilo de vida tan drásticamente. Si
no entendía esas decisiones suyas, ¿cómo podía comenzar a cambiarlas? ¿Cómo
podía convencerlo de que se fuera? Tenía que hacerlo, desde luego, aunque su
partida dejara un vacío en su interior.
Tenía como mucho otro mes antes de que se diera cuenta de que llevaba a su
niño. Saberlo haría que se quedará aquí hasta después del nacimiento.
─¿Me dirás por qué no te agrada el Rey?
Él respiró profundamente y se recargó en su silla, con los codos en los
reposabrazos, sus largos dedos en su barbilla. La estudió por un largo momento
antes de hablar.
─No estoy acostumbrando a explicar mis decisiones, Anne. Pero ya que eres mi
esposa, te lo diré. Philip y yo tuvimos una diferencia de opiniones y ordenó que me
apartara de su vista. Mi gobernante no es un hombre razonable, sino uno con un
temperamento mortal. No sería sabio de mi parte el volver a Francia hasta que
descubra qué castigo pretende darme. Lo más probable es que pretenda quitarme mi
título y estados. Aunque, podría estar equivocado.
Anne no dijo nada, pero estaba segura de que se veía apropiadamente
horrorizada. Porque lo estaba. Esto ciertamente lo explicaba todo, pero no la aliviaba
en lo más mínimo.
Edouard había venido a Escocia buscando, no propiedades adicionales que
agregar a las que tenía, sino estados primarios para reemplazar aquellos en Francia
que pronto ya no serían suyos. Gracias a su tío, había encontrado dos, los que
pertenecían a ella y su hijo. Sus tierras adjuntas, le pertenecían ahora por virtud del
matrimonio. Y tendría el derecho de poseer Baincroft. Tan pronto como descubriera
que podía deshacerse legalmente de Robert.
─¿Mi tío sabía que estabas en malos términos con el Rey?
Edouard se rió.
─¿Tú que crees? Desde luego que no. Si fuera así, ¿te hubiera ofrecido para mí?
No es probable. Irónico, ¿no es verdad? Estaba buscando ganar un poco de influencia
en la corte con nuestra alianza.
Anne lo sabía muy bien, dado que el tío Dairmid lo había dejado en claro. Solo no
sabía que Edouard entendía sus motivos.
─¿Qué harás ahora?
─¿Ahora? ─preguntó tranquilamente, mientras cruzaba sus brazos sobre su pecho
y sonreía. –Ya lo hice, dulzura. He establecido un hogar para mí y Henri justo aquí
contigo y Robert. Incluso si tuviera la libertad de volver a Francia, no cambiaría lo que
he encontrado aquí por ningún otro lugar del mundo.
Decidió que faltaban pocas cosas por decirse. No podía dejar las cosas más claras
que eso. Aunque quería desesperadamente un futuro con él, nunca podría ser. Era
un inminente peligro para su niño.
–Perdóname, Edouard. Me temo que me encuentro bastante mal.
Él se levantó y se inclinó, lleno de preocupación, y rápidamente tocó su frente
con el reverso de su mano.
─¡Estás sudando!
Corrió a la puerta del solar y gritó:
─¡Meg, mi lady! ¡Está enferma!
Anne protestó, pero no le prestó atención mientras Meg venía corriendo del
salón.
Antes de que Anne pudiera oponerse, la levantó en sus brazos y se dirigió a las
escaleras, hablando con Meg sobre su hombro.
–Probablemente tenga la misma enfermedad que tuve. ¡Tenemos que llevarla a
la cama!
Anne gruñó. Quería que la llevaran a la cama, pero no con él gritando y ladrando
órdenes. Todo lo que quería era volverse una bola bajo las cobijas y llorar. Si Edouard
iba a vivir ahí constantemente, pronto lo sabría todo. Todo estaría perdido.
Quizás lo había estado desde el día en que llegó. ¿Qué había estado pensando
para creer que podría ser más inteligente que un hombre como él? El conde de
Trouville nunca le permitiría a un pequeño niño ponerse en el camino de poseer
completamente Baincroft. Ya fuera que ese niño escuchara o no. ¿No había
convertido ya Edouard esta fortaleza en suya?
Una vez que la dejó en la cama, Anne no lloró como pensó que lo haría. Sucumbir
a esa debilidad en particular no resolvería nada en lo absoluto. Quizás incluso la
dejaría tan enferma como Edouard estaba convencido de que lo estaba. Pero aun así,
no podía decidir lo que tenía que hacer. Pensó en ello durante horas, considerando
cada alternativa, mientras fingía dormir.
Él estaba tumbado junto a ella, girándose cada hora para sentir su frente,
intentando no despertarla. Deseaba que la tomara en sus brazos y le hiciera el amor,
aunque su mente probablemente estaba demasiado preocupada para sumergirse
completamente. Lo quería. Temía que siempre fuera a quererlo.
Y lo amaba. Esa verdad no era exactamente nueva para ella. Una parte suya se
regocijaba que se quedara. Su deseo egoísta de tenerlo con ella la enfurecía, pero no
podía negarlo. Tenía que ser una madre primero, se decía repetidamente. Y aunque
ahora admitía que amaba a Edouard, seguía sin confiar en que fuera justo con la
herencia de Rob.
Ya no creía que fuera a expulsarlos a Robert y ella sin darles ningún apoyo.
Edouard no era una bestia, y ella le importaba. Pero seguramente encontraría la
manera de prevenir que Robert asumiera el control cuando tuviera la edad para
hacerlo. Pero ahora que iba a tener otro niño, había mucho más en riesgo que Rob
perdiendo Baincroft.
El amanecer llegó finalmente.
─¿Estás despierta?─ susurró Edouard. Nuevamente colocó su mano sobre su
frente y exhaló con lo que sonaba como alivio. –Todavía no tienes fiebre, gracias al
cielo. ¿Cómo te sientes esta mañana?
─Lo suficientemente bien ─contestó. –Meramente me había mareado un poco. Te
dije la noche pasada que estaría bien.
Él se levantó y comenzó a vestirse. Su voz sonaba apagada mientras se ponía su
túnica sobre su cabeza.
–Iré a decirles a Robert y Henri. Estarán muy preocupados por ti. ¿Por qué no te
quedas hoy en la cama y descansas, solo para estar seguros?
Solo para estar seguros. Anne apretó sus ojos y le rogó a Dios poder sentirse
segura. Solo una vez, le encantaría aferrarse a ese sentimiento.
–Por un rato ─concordó suavemente. A decir verdad, simplemente todavía no
quería tener que enfrentar al día. Seguramente le podían permitir una debilidad
pasajera.
Él la besó gentilmente y se fue, saludando a Meg cuando se la encontró en la
puerta.
–Mantenla en la cama si puedes ─escuchó Anne que susurraba. –Está mejor, pero
todavía no está bien ─luego se fue.
─Te ves como si necesitaras dormir más, pero te garantizo que no estás enferma
─declaró Meg. –Te traje algo para que tu estómago se asiente ─dejó un pedazo de
pan en la mesa junto a la cama.
─Gracias, amiga mía. No sé lo que haría sin ti ─Anne se sentó y tomó su leche con
cerveza. Cuando se la terminó casi toda, la dejó y miró a su amiga. –No está
planeando irse como habíamos esperado. Nunca.
─¿Su Señoría? ¿Te dijo la razón?
Anne explicó todo lo que Edouard le había dicho sobre lo imposible que le era
volver a Francia.
Meg apretó los labios mientras se hundía en la orilla de la cama.
─¿Crees que cuando sepa lo de Robert querrá abandonar al bebé cuando llegue?
¿Lo expondrá a los elementos?
─¡Oh, Dios lo perdone! ¡No había pensado en eso! ¡Seguramente, no querrá que
muera!
─¡No, no, claro que no! ─Meg acarició la mano de Anne con simpatía. –Tienes
razón, no podría. Olvida que siquiera lo mencioné. MacBain hubiera sido quien lo
hubiera hecho si lo hubiera sabido durante los primeros días. Era la manera antigua
de deshacerse de los bebés que eran… defectuosos de alguna manera. Pero incluso
él no podría ser tan cruel una vez que supo sobre Robert. No después de tenerlo
cerca por casi dos años.
Anne bufó y golpeó la almohada con su puño.
–Pensó en ello. Decidió terminar nuestro matrimonio en su lugar, y desheredar a
Rob. Pero logré convencerlo de que la sordera de Rob no era de nacimiento, sino de
una fiebre en los oídos cuando era un recién nacido. Le prometí que tendría más
hijos. MacBain era un bruto, como bien sabes, pero no un asesino. Quería creerme,
creo.
Meg se iluminó.
─¿Crees que esa podría ser la verdadera causa de la sordera de Rob? Si es así…
─¿Cómo podría saberlo? Es cierto que Rob se enfermó una vez, pero no fue nada
serio. Inventé esa historia para que MacBain no pensara que todos nuestros hijos
nacerían de esa manera.
─Y tú tuviste cuidado de no darle otro bebé ─dijo Meg suavemente.
─Sí. Pero me temo que muy pronto llegará la prueba de que he mentido ─se pasó
una mano por el estómago.
─Lord Edouard no es el mismo hombre que tu anterior esposo era. Trata a todos
con respeto, Anne. No se parece a MacBain en lo absoluto. No, no puedo imaginar
que permitiera que un hijo suyo muriera por ninguna razón. Lamento terriblemente
haberlo mencionado. Y ahora te he dado más de que preocuparte.
Anne suspiró y se recargó en su silla, cerrando los ojos.
–Quiero creer en Edouard, Meg, pero tengo miedo. ¿Quién sabe lo que hacen en
su país en estas circunstancias? Si hay la más mínima oportunidad de que él…
Se quedaron sentadas por un momento, ambas pensando en la posibilidad. Luego
Meg anunció.
–Bueno, ambas sabemos que tendrás que decirle sobre el niño, o muy pronto se
dará cuenta él mismo. Pero creo que deberíamos seguir manteniendo el secreto de
Robert hasta que el nuevo bebé entre en el corazón de su Señoría. Entonces será
demasiado tarde para que haga nada sino amarlo y hacer lo que es correcto.
Anne asintió.
–Es la única solución. Y si descubre lo de Robert de alguna manera, le diré la
misma historia que le dije a MacBain sobre la enfermedad de Rob.
Meg concordó.
–Deberíamos informar a Michael, todos los niños, y Simm del plan de continuar
con el engaño ─dijo. –Deben tener mucho cuidado si vamos a tener éxito en esto.
─Me pregunto por cuánto tiempo podremos mantener la mentira ─se preguntó
Anne sin nada de ánimo. –Solo desearía poder confesárselo todo, Meg. Lo amo y no
me gusta engañarlo. Pero no me atrevo a arriesgarme a confiar demasiado pronto.
O confiar en lo absoluto, pensó.
Capítulo 15

Rob respondió su llamada al solar, agradecido de que sus lecciones con el Padre
Michael se atrasaran. Hacer sumas no era su cosa favorita. Henri, Thomas, y Jehan
también venían. Se preguntó si su mamá pretendía reprenderlos por alguna
transgresión. Si lo hubieran llamado a él solo, hubiera pensado que de alguna
manera había descubierto la vieja espada de su padre.
Le preocupaba que lo hiciera. Pero nadie lo había visto sacarla de la habitación de
su padre después de que muriera. Y había tenido cuidado de esconderla por miedo a
que no le permitiera tenerla. Si supiera que jugaba con ella en la habitación de la
torre cada vez que lograba llegar ahí sin ser visto, se la quitaría y la pondría con todas
las demás en la armería. La pequeña que su nuevo padre le había dado para practicar
era mucho más fácil de manejar, pero tenía una navaja muy poco afilada. Suponía
que era más segura, pero no le servía de mucho a un hombre si necesitaba
protección.
─Ah, aquí estás ─dijo su mamá cuando entró. –Padre Michael, me disculpo por
interrumpir sus lecciones, pero necesito hablar contigo y los niños ─miró hacia el
salón, asintiendo como si estuviera satisfecha de que nadie se acercara, luego cerró
la puerta.
La señorita Meg estaba ahí también, al igual que Simm. A Rob no se le pasó
desapercibido el hecho de que su padre no había sido convocado.
Mamá respiró profundamente y comenzó a hablar. Sus manos temblaron un poco
mientras incluía algunas señales que habían inventado entre ellos para que le
entendiera. Su rostro parecía triste. Siempre se fijaba primero en las expresiones
para saber si estaba feliz con lo que iba a decir o no. Definitivamente no. Ahora tenía
que encontrar las palabras para descubrir por qué.
─Así que no podemos dejar que lo sepa ─estaba diciendo mirando directamente a
Robert.
─¿Pade? ─preguntó Rob, para estar seguro de que entendía de quién estaba
hablando.
─Sí ─dijo asintiendo. –No debemos dejar que lo sepa. ¿Lo entiendes, Rob?
─¿Qué sepa qué? ─preguntó. No había tantos secretos que le había pedido
guardar, pero cuando su mamá tenía una expresión preocupada, siempre era mejor
ver que todo estuviera absolutamente claro.
Su rostro se llenó de dolor, como si no quisiera decir sus siguientes palabras.
–Que no puedes escuchar ─dijo, sacudiendo la cabeza y tocando una de sus
orejas.
Rob se giró para ver a los otros, y cada uno lo miraba de manera expectante,
como si la decisión fuera suya. Le servían bien a su madre, y nunca irían en contra de
sus deseos. Tampoco él, no por gusto. Al menos no sin una buena razón.
Su mamá le había pedido que fingiera poder escuchar, y lo había hecho tan bien
como había podido para complacerla. A Henri y su nuevo padre podría no gustarles si
supieran que era especial, eso decía ella.
Especial, así lo llamaba. Su mamá siempre intentaba hacerlo sonar como si fuera
alguien bendecido, pero Rob sabía la verdad. No le importaba demasiado no poder
escuchar nada. Después de todo, nunca había sabido cómo era hacerlo, y tenía
habilidades que otros no tenían.
Su viejo padre lo había odiado porque no podía escuchar bien, pero a nadie más
parecía importarle. Su mamá se había equivocado sobre Henri. Su hermano decía
que a él no le importaba en lo más mínimo. Rob no podía imaginar que su nuevo
padre pensaría mal de él por algo tan pequeño. Si padre lo supiera, ayudaría a
explicar por qué Rob a veces no podía entender las palabras que él y Sir Gui le
dirigían directamente mientras practicaban con las armas. No habría necesidad de
fingir que lo entendía, ni de que se enojaran con él cuando no lo hacía.
Robert decidió cuestionar la decisión de su madre en esto.
–Pade es bueno. digamose 13.

13
Padre es bueno. Digámosle, (N.R.)
─¡No podemos decirle! ─discutió.
─¿Por qué?─ preguntó.
Ella hizo una señal de tomar algo y luego la paso por su brazo como para enfatizar
todo sobre ellos.
–Te quitará Baincroft y tus tierras.
Rob sabía que se equivocaba sobre eso. Su padre no tenía que apropiarse del
lugar. Ya vivía aquí.
–No, mamá. Die 14.
Miró de reojo a los demás. Todos lo veían como si hubieran temido esto. Pero
Rob sabía que tenía razón. Ver la bondad de una persona era fácil para él, justo en la
profundidad de sus ojos, la manera en que movían su cuerpo, casi como si los
rodeara una luz que venía desde su interior. Rob entendía que de alguna manera
escuchar a esa persona debía interferir con ver todas estas cosas, así que su mamá
no tenía la culpa por no poder hacerlo. Su padre podía demandar demasiado algunas
veces, pero estaba seguro de que no intentaba ser malo. Era bueno.
Rob admitió para sí mismo que podría estar equivocado. Pero si no tenía
habilidades juzgando el valor de una persona, entonces no tendría en lo absoluto
nada con lo que gobernar a su gente. Pronto sabría la verdad, sobre su capacidad
para juzgar y sobre su padre.
–Yo e digo 15.
─¡Dije que no! ─declaró su mamá. ─¡Y soy tu madre!
Rob se detuvo para formar las palabras en su mente, para determinar
exactamente cómo debían sentirse en su lengua para que no hubiera ningún
malentendido. Entonces hizo algo que nunca antes se había atrevido a hacer.
–Yo soy lord ─dijo con toda la autoridad que pudo. ─¡Y yo digo que sí!

14
Dile. (N.R.)
15
Yo le digo. (N.R.)
Corrió hacia la puerta, con la cabeza arriba y dando grandes zancadas, justo como
su padre siempre lo hacía. Incluso aunque su espalda estaba hacia los otros, Rob
sabía que estaban haciendo un alboroto. Su mamá especialmente. No miró hacia
atrás. Estaba completamente decidido y eso era todo. Era su secreto después de
todo.
En el solar, todos estaban parados mirando a la puerta, incapaces de creer que
hubieran escuchado la declaración de Robert. Anne se recuperó primero. Sacudió su
cabeza como si quisiera despejarla. Rob nunca había establecido su dominio sobre
nada ni nadie antes. ¿Qué había pasado con su hijo? Debía estar bastante seguro
sobre esto.
–Quizás tenga razón ─murmuró, más para sí misma que para los demás.
Desearía poderse permitir esa confianza ciega que Robert acababa de mostrar.
Obviamente idolatraba a Edouard, simplemente porque el hombre había sido
amable con él casi todo el tiempo. El entrenamiento, la atención, la falta de palizas
deberían parecer amor verdadero en comparación con el trato que recibía de
MacBain.
─No temas ─dijo Henri, interrumpiendo sus pensamientos. –Dudo que mi padre
entienda a Rob incluso si se lo dice.
─¡Sí! ─añadió Thomas. –Incluso si su Señoría entiende lo que Rob le diga,
entenderá que solo es algo temporal. Las orejas de Rob le han dolido, están
inflamadas por dentro, y…
─Silencio, Tom ─lo amonestó el Padre Michael. ─¿Mentirías de verdad? ¿No te he
enseñado bien?
─Oh, pero él sabe mentir bien, ¿no es cierto, pá? ─anunció Jahen con su dulce
sonrisa.
Anne lanzó sus brazos al aire.
–Todos nosotros hemos mentido, ¡o al menos omitido la verdad! Y no es más
correcto que lo hagamos nosotros a que Thomas lo haga. ¿Qué clase de ejemplo le
estoy poniendo a nuestros hijos al pedirles esto? Sería mejor que le dijera todo a
Edouard. ¿Para qué retrasar lo inevitable?
─Por… ─comenzó Meg, mirando al estómago de Anne. –Ya sabes.
─¿Crees que se me ha olvidado? ─casi gritó Anne. ─¡Qué el cielo me ayude, no
pienso en nada más! ¿Qué voy a hacer? ─Cubrió su rostro con una mano y sollozó,
conteniendo las lágrimas que amenazaban con dejarla. Ahora no era momento de
derrumbarse.
El Padre Michael acarició su espalda.
–Creo que sería lo mejor para todos si eres tú quien le dice la verdad a Lord
Edouard. Es seguro que lo explicarás mucho mejor de lo que Robert podría, y
calmarás con más facilidad su reacción a las noticias.
─Sí, tienes razón. Dijiste que había salido, Henri. ¿Mencionó cuánto tiempo
estaría afuera?
El niño se encogió de hombros.
–Se dirigió a los establos inmediatamente después del entrenamiento de esta
mañana en lugar de ir al cuarto de baños con nosotros. No estaba por ninguna parte
cuando fuimos con el Padre Michael para nuestras lecciones.
Anne asintió.
–Tendré que vigilar cuando vuelva y hablar con él directamente cuando lo haga.
Si alguno de ustedes ve a Robert, díganle que tiene que esperar a que yo hable
primero.
─Quizás debamos pedírselo de buena manera, Lady Anne ─sugirió Jehan con una
sonrisa traviesa. ─¡O nuestro pequeño lord nos cortará la cabeza por nuestra
impertinencia! ─se pasó un dedo por la garganta.
Meg le dio un golpecito en la espalda.
─¡Es mi ira a lo que te arriesgas con esa broma, señorita! Robert es tu lord, ¡no
vayas a olvidarlo!
Jehan salió riendo de la habitación. Robert nunca la intimidaría, pensó Anne con
una sonrisa triste. Tendría que tomar lecciones de la niña respecto a lords
arrogantes.
Luego Anne se recordó a sí misma que había permanecido firme y había ganado
en el asunto del matrimonio de Michael y Meg y la partida de Gui. Dios quisiera que
también triunfara en esto. Podía aplicar al honor de Edouard, su caridad, y el voto
que había hecho de proteger a los más débiles cuando consiguió sus espuelas.
Pero todavía no le compartiría la noticia sobre su embarazo. No lo recibiría bien,
viniendo directamente después de las noticias de Rob. Después, cuando se
acostumbrara a la idea de la sordera de Rob, una vez que viera que podía ser
conquistada de cierta manera, le diría del bebé.
Robert no le había dejado más opción que confiar en Edouard, pero solo lo haría
en lo concerniente a Robert. Si su hijo perdía Baincroft por esta decisión suya,
entonces ella haría lo que pudiera para proveer por él. Sabía en su corazón que
Edouard nunca expondría a un bebé a los elementos, o no la amaba como ella a él.
Pero si tenía otro igual a Robert, ya no la querría como esposa. Ningún hombre lo
haría.
Un convento podría aceptarla a ella y el bebé si Edouard deshacía el matrimonio y
ofrecía suficientes monedas para mantenerse. Pero las monjas nunca recibirían a un
niño medio crecido. Un monasterio podría, dependiendo de la orden. Pero, algunos
pastores podrían considerar a Robert poseído por el demonio, y no tenía manera de
saber cuáles lo hacían.
Esto no le dejaba más alternativa que confiar en la simpatía y generosidad de
Edouard. Desafortunadamente, no sabía hasta dónde llegaría ninguna de las dos una
vez que supiera que lo había engañado.
Anne solo podía contar con seguridad con algo. Ya fuera que la mandara lejos o
no, ya no tendría a un esposo amoroso.

*****

Edouard estaba deseoso de un largo baño caliente mientras se acercaba a las


puertas de Baincroft. Después de una práctica con la espada particularmente llena de
espíritu, y luego su viaje por las propiedades de Anne, estaba cubierto de sudor, del
suyo y el de Bayard.
Pero el viaje resultó ser productivo, pues había determinado el lugar exacto
donde colocaría el edificio. Anne amaría el lugar que había seleccionado, de eso
estaba seguro. El maestro constructor y los trabajadores que había contratado
deberían llegar en cualquier momento.
Tomaría un baño e iría a contarle a Anne los planes que tenía para su nuevo
hogar. Eso debería hacerla sentir mejor si todavía no se había recuperado. El
imaginar lo feliz que se sentiría lo hicieron sonreír. Su misteriosa Anne.
Se distrajo tanto que tuvo que tirar con fuerza de sus riendas cuando una
pequeña figura saltó en su camino. En el momento en que logró tranquilizar a
Bayard, desmontó, escupiendo maldiciones.
─¡Maldita sea Robert! ¿No tienes nada de sentido común? ¡Este bastardo te pudo
dejar plano con una pezuña! ¿Qué haces aquí? Te dije directamente que no dejaras
la fortaleza solo.
─Ven ─ordenó Robert, ignorando sus palabras. Caminó hacia una enorme piedra
al lado del camino y saltó en ella. Estaban cara a cara cuando Edouard se acercó.
─Bueno, ¿qué tienes que decir por ti mismo? ¿O estás planeando noquearme
desde ahí? ─preguntó, poniendo las manos sobre sus caderas. –Supongo que es
momento de que arreglemos las cosas entre nosotros. No te agrado mucho y lo sé.
¿Estás listo para decirme por qué?
Robert copió su posición y demandó.
─¿Me quitas fotaeza 16?
Edouard fulminó con la mirada al niño, atontado.
─¿Baincroft? La controlaré hasta que seas grande, no te equivoques sobre eso.
Pero si te refieres a robarla…
─Sí o no, pade. ¿Me quitas fotaeza?

16
Me quitas fortaleza, (N.R.)
─¡No! Claro que no. ¿Es por esto que te has comportado como lo has hecho?
Piensas que pretendo aprovecharme…
─¿Me quie’es17?─ lo interrumpió Robert. Las palabras fueron directas, cada una
formada deliberadamente y al borde de ser rudas.
─Bueno, cuando no exhibes modales tan atroces y te lanzas con tales acusa…
─Sí o no. ¿Me quie’es?
Edouard casi se rió. No podía creer que este mozuelo había saltado sobre una
roca y lo había encarado de esta manera. Incluso Henri no se atrevía a hacer algo así.
Caballeros con armas en sus manos no se atreverían. El valor era admirable, pero tal
tontería era ridícula. Pero el niño parecía tan mortalmente serio que Edouard supo
que su respuesta sería de gran importancia para ambos.
─Sí, Robert. Te quiero. Ahora, si bajas podremos conversar como caballeros y
decidir cómo llevarnos mejor juntos.
─No tucho 18 ─declaró Robert con bastante volumen.
─¡No seas impudente! Si quieres que lo grite al mundo, estarás muy
decepcionado. He dicho que te quiero, y deberías estar satisfecho con eso.
─No tucho ─repitió el niño insistentemente, aunque ahora con más suavidad. Sus
cejas se levantaron muy lejos de sus ojos. Se inclinó un poco hacia adelante como si
esperara una respuesta a su anuncio.
Algo se movió en el interior del cerebro de Edouard. Se dio cuenta de que Robert
hablaba literalmente. ¡La pobre habilidad al hablar que tenía! Era un milagro que
pudiera hacer cualquier sonido. Su aparente falta de atención cuando no estaba de
frente a alguien. No era rudeza entonces.
─¿De… de verdad no puedes escuchar?
Robert sacudió la cabeza.

17
Me quieres. (N.R.)
18
No te escucho. (N.R.)
–Ni paaba 19 ─su mirada gris azulada se clavó en la de Edouard, y la voz se
convirtió en un susurro. ─¿Me quieres?
No era un ruego por piedad, esa pregunta, sin importar lo suavemente que fuera
dicha. Edouard entendió que Robert realmente lo necesitaba ahora. El valor
necesario y la confianza ofrecida sorprendieron a Edouard.
Después de un momento de silencio, asintió, y repitió para que no hubiera
ninguna equivocación.
─Sí.
─¡Bien! ─gritó Robert. Se rió con fuerza y saltó de la piedra. –Casa. ¿Tamos?
Montamos. Edouard asintió. Montó lentamente a Bayard y se agachó para
levantar a Robert hacia la silla. Se quedó completamente quieto hasta que
terminaron el corto viaje y esperaron a que el portón se abriera.
Solo mientras entraron Edouard comenzó a comprender las implicaciones del
anuncio de Robert. Este debía ser el secreto de Baincroft. La verdad que todos sabían
salvo él.
Robert soltó la cintura de Edouard en el momento en que Bayard se detuvo.
─¡Espera! ─advirtió, pero el niño se resbaló hábilmente al suelo, usando la orilla
de la silla y la pierna de Edouard como las lianas de un árbol.
Cuando sus pies finalmente se plantaron en el suelo, Robert levantó la mirada,
sonrió y ofreció un alegre saludo.
–Gan tada. Gacias, pade 20 ─luego soltó otras oraciones incomprensibles y rió
felizmente.
Edouard asintió, sorprendido porque el niño se sintiera lo suficientemente
cómodo para hablar con él de esa manera. No quedaba ni un rastro de animosidad.
Edouard se preguntó si alguna vez existió alguna, o si la había imaginado por la pobre
capacidad de entendimiento del niño. Todas las veces que habían hablado antes de
hoy, Robert solo le había dirigido una o dos palabras a lo mucho.
19
Ni Palabra. (N:R.)
20
Gran montada. Gracias Padre, (N.R.)
Edouard desmontó, pretendiendo continuar con esta pequeña conversación para
poder determinar exactamente cuán extenso era el vocabulario de Robert. Pero
cuando se dio la vuelta, el chico había desaparecido.
─Ve que Bayard reciba su avena especial después de que lo cepilles, Tieman
─ordenó Edouard, dándole las riendas al chico del establo. Ciertamente tenía más
que hacer en ese momento en lugar de encargarse de su caballo.
Su cabeza estaba llena de preguntas sobre la confesión de Robert. La primera era
por qué no le habían dicho la condición del niño. La ira y la decepción se extendían
en su interior, pero no les daría el control todavía. Seguramente debía haber una
buena razón para que nadie le hubiera confiado este conocimiento.
¿Por qué Anne no había confiado en él? Ahí estaba el fondo de todo el asunto. Su
propia esposa no había creído apropiado el decirle y, por más que lo intentara,
Edouard no podía pensar en una razón lógica para ocultárselo.
Ahora que lo consideraba más cuidadosamente, se dio cuenta de que no solo se
lo habían ocultado, le habían mentido para evitar que lo descubriera.
Galés. Podía apostar que Robert no sabía nada de ese idioma. Aunque lo
intentara, Edouard no podía imaginar cómo había aprendido palabras de cualquier
tipo si no las podía escuchar.
La sordera ciertamente explicaba todo sobre la actitud de Robert hacia él. Ahora
tenía que encontrar algo que explicara la de Anne.
Se la encontró en la puerta del salón.
─¡Edouard! ¡Estás en casa! ─con una mano sobre el pecho, parecía que le faltaba
el aliento.
─Ven conmigo ─la tomó del hombro y prácticamente la arrastró al solar. –Tienes
algunas cosas que explicar.
Ella no dijo nada, pero podía ver el miedo en sus ojos. Un terrible miedo que
quería borrar. Pero primero tenía que descubrir lo que estaba pasando.
─Sé sobre Robert ─dijo sin tardarse. ─¿Por qué no me lo dijiste?
Sus hombros se cayeron como si el peso del mundo estuviera sobre ellos. Sus
largas pestañas bajaron para ocultar la desolación en sus ojos.
─¿No es obvio?
Edouard le dio la espalda, incapaz de castigar o confortar en este punto. Solo
necesitaba la verdad.
–No. No puedo entender por qué me ocultarías algo así.
Ella suspiró, un sonido sin espíritu que odiaba escuchar de ella.
─¿Quién te lo dijo?
Se dio la vuelta para encararla.
─¡El mismo Robert! ¡Parece ser el único en Baincroft con un gramo de honestidad
en su interior! E incluso él tardó demasiado. Todos lo sabían, ¿no es verdad? Todos
excepto yo, Gui y Henri.
Ella lo miró con culpa, luego apartó la mirada, mordiendo su labio inferior.
Edouard lanzó las manos al aire y bufó.
–No me digas. ¿Ellos también lo saben?
─Henri lo sabe ─susurró. –Lo adivinó poco después de que llegaran.
─Y yo no ─dijo Edouard. –Uno tiene que adivinar entonces. No se lo pueden decir,
¿incluso cuando esa persona es el padre?
Ella no le contestó, pero no esperaba que lo hiciera.
La tomó por los hombros, sintiendo la tensión que la llenaba, temiendo que
creciera en proporción.
–Anne, ¿cómo pudiste confiar en mí con tu cuerpo, con el completo control de tu
vida, y no contarme esta verdad sobre tu hijo?
Cuando la pregunta dejó su boca lo supo. No había confiado en él en lo absoluto.
Lo había utilizado, había parecido feliz con su matrimonio para distraerlo.
─Al principio pensé que te irías y nos dejarías solos ─dijo. –El tío Dairmid dijo que
lo harías.
La sorpresa lo silenció por un momento. Soltó sus hombros y se apartó de ella, no
queriendo seguir tocándola. Finalmente hizo la pregunta cuya respuesta lo aterraba.
─¿Entonces por qué aceptaste casarte conmigo?
─Por eso ─admitió renuentemente. –Porque pensé que solo querías ganancias de
mis tierras, y que te irías.
─¿Por qué casarte en lo absoluto si no querías un esposo aquí?
Su cabeza se levantó y lo miró directamente a los ojos.
–No tuve opción, mi lord. Ninguna opción.
El aire lo dejó de golpe. Otra esposa que no había querido serlo.
─¿Hume? ─preguntó, sabiendo la verdad. ─¿Con qué te amenazó?
─Dijo que se llevaría a Robert. No podía permitir eso. Puedes ver por qué no.
Edouard golpeó su palma con un puño.
–Debí haber asesinado a ese bastardo hace año ─pero entonces nunca hubiera
conocido a Anne. Decidió entonces que quizás eso habría sido lo mejor. Todo esto,
tan desafortunado como era, todavía no explicaba su miedo sobre Robert. Un miedo
que debía haber sido demasiado fuerte para que hubiera ocultado la verdad durante
tanto tiempo.
Atravesó la habitación a toda prisa y observó fuera de la ventana por un
momento, recapitulando todo lo que había pasado entre los dos, viendo cada
evento, cada conversación, con una nueva luz. Cuando finalmente llegó a la última,
su encuentro con Robert en el camino, el entendimiento lo cubrió.
–Pensaste que lo desheredaría, ¿no es cierto?
─Sí ─admitió en un temeroso susurro. Después de un pequeño silencio, preguntó.
─¿Lo harás?
Él se giró y la vio con una tristeza que no pudo ocultar.
–No lo sé. Si lo hago, será por su propio bien y el de Baincroft. Tienes que creer
eso, Anne.
Con un pequeño grito de dolor, ella tomó un puñado de sus faldas y corrió hacia
la puerta. Antes de que pudiera alcanzarla, la había abierto de un golpe y salido por
ella.
Edouard la dejó ir. Lloraría, rogaría y haría promesas para él que no sería capaz de
mantener si las permitía. Necesitaba tiempo para considerar esto y decidir lo que
debía hacer sin que su preocupación por los sentimientos de Anne nublara su mente.
Edouard sabía por experiencia reciente que usaría cualquier táctica, cualquier
ventaja, ya fueran lágrimas o intimidad, para mantener el lugar de su hijo.
A pesar del dolor en su alma que le provocaba saber que a Anne no le importaba
él en lo más mínimo, Edouard no podía culparla por fingir que así era. ¿No hubiera
hecho él cosas peores si creyera que con ello salvaría el derecho de nacimiento de
Henri? Quizás incluso hubiera accedido a ese espionaje que Philip había sugerido, si
hubiera sabido antes el costo que tendría negarse. No, no podía culpar a Anne, pero
tampoco podía borrar el dolor que ello le causaba.
─¿Una palabra, mi lord? ─dijo el Padre Michael mientras entraba.
Edouard sacudió la cabeza y se dio la vuelta.
–Ahora no. Vete.
El pastor lo ignoró.
–Debo insistir. Lady Anne se veía bastante alterada justo ahora. Necesita saber lo
que hará con su hijo.
Edouard se giró y comenzó a caminar por la habitación.
–Necesita saberlo, ¿no es verdad? ¿Para que su mente esté en paz? ¿Dónde está
mi paz entonces?
Se paró justo frente al pastor y lo fulminó con la mirada.
─¡Sigue presionando este asunto y es probable que los lance al camino sin nada
más que la ropa sobre sus espaldas! Hume me usó por mi esperanza de encontrar
una novia que quisiera casarse. Anne se vendió a sí misma por la oportunidad de que
la dejara sola. ¡Todos en esta maldita fortaleza me han mentido, incluso el hijo al que
amo más que a mi propia vida! ¡Todos salvo ese pobre niño triste que no sabe lo que
ha hecho! Entonces, ¿qué esperas que haga? ¿Decir que todo está bien y
simplemente olvidarlo?
El pastor cerró los ojos y apretó los labios con fuerza. Edouard no sabía si estaba
realizando una ferviente oración o estaba completamente exasperado. Ni le
importaba en ese momento.
─Déjame solo con mis pensamientos, padre. Rece porque se vuelvan amables,
pues en este momento, ¡les deseó la perdición a todos!
─Lord Robert no está triste ─insistió el pastor. –Ni tampoco es pobre, a menos de
que usted así lo decida ─levantó una mano cuando Edouard intentó hablar. –No, no
le pediré una respuesta, dado su humor actual. Pero me parece que necesita más
información de la que le han dado para poder tomar su decisión.
─¿Oh? ─Edouard luchó por encontrar algo de calma en su interior. –Entiendo que
el niño está sordo. ¡Anne me lo ocultó en vez de confiar en mí para que hiciera algo
al respecto!
El Padre Michael levantó una ceja en señal de cuestionamiento.
─¿Qué, mi lord? ¿Qué hubiera hecho si lo hubiera sabido?
Edouard continuó recorriendo la habitación.
–Hay médicos que quizás podrían…
─¿Alterar la sordera? ─preguntó el pastor. ─¿Cómo? ¿No cree que MacBain lo
consideró? Mandó a buscar en París a los mejores cuando el niño tenía tres años. No
se pudo hacer nada, además de lo que la misma Lady Anne ha hecho.
Edouard se detuvo para mirarlo.
─¿Qué podría hacer ella que un médico adecuado no?
─Enseñarle a hablar, algo que todos dicen que no es posible. También se está
volviendo bueno con los números. Y siempre ha sido bueno juzgando a las personas.
Sospecho que pensó mucho tiempo si podía depositar su confianza en usted, mi lord.
Sí, nuestro Robert no puede escuchar, pero tiene una mente afilada y unos ojos
despiertos. Haría bien en no subestimarlo.
─¿Nuestro niño? ─Edouard se burló. –Pero se le olvida, padre, que Robert ahora
es mí niño, y yo haré lo que yo quiera. Lady Anne puede hacerse responsable si mi
decisión no le gusta. Ella rindió su voluntad a la mía cuando nos casamos. Lo que sea
que yo decida, ella debe sostener esa decisión.
El Padre Michael levantó ambas cejas y apretó los labios como si quisiera
contener una sonrisa.
–Si fuera usted, no contaría mucho con eso, mi lord.
Edouard podría jurar que escuchó diversión en las palabras del hombre, aunque
no se le podía ocurrir que existiera alguna razón en el mundo para que la tuviera.
–Te aseguro que mi esposa nunca me engatusará para que ceda en esto, a pesar
de lo que puedas creer.
El pastor sonrió entonces, sacudiendo la cabeza mientras se giraba para irse.
–No, mi lord. Le aseguro que ella no es de las que engatusan.
Capítulo 16

La aparición de Anne durante la comida de la tarde sorprendió a Edouard. Había


esperado que se ocultaría en su antigua habitación, frotando sus manos y sufriendo
porque su farsa había terminado. En su lugar, entró al salón con la cabeza
completamente en alto. Sus ojos se veían libres de lágrimas y su comportamiento tan
calmado y tranquilo como si nada sorprendente hubiera pasado.
Como siempre, su belleza capturó todos sus sentidos en el momento en que su
mirada se posó sobre ella. Invitaba a que la tocara, la probara. Quería deshacer su
trenza, enterrar su rostro en el aroma floral de su cabello, y disfrutar de ese pequeño
suspiro que siempre sacaba cuando tenían intimidad.
Normalmente recibía el dolor que todo esto provocaba, porque no podía esperar
para jugar con ella una que vez que se fueran a la cama. La anticipación solo
aumentaba el placer. Pero esta noche Edouard resentía la sensación. ¿Cómo podía
permitir que una mujer lo afectara de esa manera?
Solo después de controlar sus pensamientos dispersos pudo traer su mente al
problema actual, un problema que Anne había creado. No podía permitirse quedar
capturado en su deseo por ella y olvidar que podía ser conspiradora.
Ella no había comenzado a amarlo, como había esperado. Tenía que aceptar eso.
Su amor por ella, tendría que mantenerlo oculto o lo utilizaría. No en su contra,
desde luego, pero sí para sus propios fines y los de su hijo. Justo como algún día lo
haría la tensión en sus hombros, el dolor en su pecho desaparecería con el tiempo,
se lo prometió a sí mismo.
¿Pero cómo podía verse como si no estuviera nada afectada? Las mujeres no
experimentaban la lujuria de la misma manera que los hombres, desde luego. Podía
entender que no se sintiera de la manera en que él lo estaba. ¿Pero cómo podía
llevar esa sonrisa y acercarse tan fácilmente a su compañía sin mostrar ningún
remordimiento por su engaño? ¿Acaso Anne no tenía ningún tipo de sentimiento?
No podía creer que lo hubiera conquistado de tal manera con sus pretensiones y
cuidados. Edouard se sintió utilizado, descompuesto, y completamente avergonzado
de que todos supieran de los engaños de Anne. Y cómo había caído por ellos como el
muchacho más inexperimentado. Entre más pensaba en ello, más crecía su ira.
─Buenas tardes, mi lord ─dijo sin demora mientras se acercaba a su silla.
─¿Lo son? ─preguntó, mientras se levantaba para ayudarla a sentarse. –No me
había dado cuenta.
─Estás enojado ─declaró.
─Qué observadora eres ─contestó.
Eso la sacudió. No le pasó desapercibida la manera en que palideció y sus
pequeñas manos temblaron antes de que las apartara de su vista colocándolas en su
regazo. ¿Podía ser que la serenidad de la lady fuera tan falsa como había sido su
respuesta ante su amor? De verdad esperaba que sí.
Edouard decidió poner la mejor cara ante todo. Se rehusaba a dejar que su ira
saliera libremente y volverse un hazmerreír aún mayor. Él y Anne estaban sentados
solos en el estrado. Henri sabiamente había escogido sentarse en la mesa menor.
Aunque Edouard aún no lo había reprendido por su participación en esto, Henri se
había dado cuenta de que en ese momento no era bien recibido y se había apartado
de su vista.
Robert estaba parado justo detrás de ellos, ansioso como siempre de cumplir con
su servicio. Al menos no los escucharía, pensó Edouard secamente.
Impacientemente, tocó su copa vacía de vino. Robert se acercó rápidamente y la
llenó, ganándose un movimiento de cabeza por su esfuerzo.
Edouard no pudo evitar recordar, con gran humildad, la ocasión en la que había
castigado tan duramente al chico por su manera de hablar. Escuchar otro intento en
ese momento, tan idéntico al anterior, solo empeoraría las cosas. Después lidiaría
con su culpa por aquel error. Ahora, simplemente ignoró a Robert.
Anne se dio cuenta, desde luego, entendiéndolo como un insulto deliberado. Lo
miró directamente a los ojos, sin un solo rastro de trepidación.
─Edouard, te lo ruego, no pongas mis pecados sobre mi hijo.
Él le regresó la mirada con una de fingida diversión.
─¿Dices de que los ponga sobre ti entonces? ¿Qué tal sería eso?
Ella no se asustó como esperaba, sino que pareció bastante segura de sí misma.
Sin dudar en lo más mínimo sus palabras.
–Me colocaré bajo su piedad, mi lord, y rezaré porque se tome en serio los votos
que hizo al volverse caballero.
No pudo suprimir una explosión de risas genuinas.
–Por Dios, ¡eres una maestra de la estrategia! Has jugado con mi pasión, y ahora
pones en riesgo mi honor. Si esto falla, ¿con qué probarás después? ¿Mi caridad?
Ella inclinó la cabeza y encogió uno de sus hombros encantadores.
–Supongo que eso sería lo lógico. ¿Te sientes caritativo?
─En lo más mínimo ─le aseguró, tomando la mitad de su copa de un solo trago.
─Ah, bueno, quizás entonces debería rendirme. Con lo simple y rustica que soy, tú
eres un hombre de mundo, demasiado sabio para que yo lo engañe.
Él dejó la copa y apretó lentamente sus manos, tres veces, mirándola todo el
tiempo.
–Mi orgullo. Finalmente recordaste que tengo algo. Dime, dulzura ─probó
sugerentemente: ─¿Hay algo mío que no usarías para conseguir lo que quieres?
Ella bajó los ojos para simular humildad, o eso le pareció. Pero cuando finalmente
volvió a levantar la mirada, solamente vio una fiera determinación, una voluntad de
acero.
–No hay nada que no haría para asegurar el bienestar de mi hijo, Edouard. Nada.
─Incluso acostarte con un completo extraño ─señaló.
Ella asintió.
–Lo he hecho.
Esperó a que uno de los sirvientes llevara la sopa, luego continuó como si no los
hubieran interrumpido.
─Y jadeaste sobre él como una esposa amorosa, fingiendo placer.
─No, el placer era real, Edouard. Te lo aseguro ─apartó la mirada como si no
pudiera admitir eso, ceder ese pequeño vestigio de su orgullo. –No me creerás, pero
he llegado a amarte.
─¡Amor! ─se burló. –Tienes razón. Ciertamente me cuesta demasiado creer.
Edouard levantó el vino que Robert acababa de reemplazar y lo vació. Bajó la
copa y levantó una mano, contando los dedos con su pulgar.
–Honor, pasión, caridad, orgullo, y ahora amor. Parece que tu lista ya se terminó.
¿Hay algo más que te gustaría que considerara?
─Entendimiento. Me parece que eso te serviría ─dijo, todavía sin acobardarse por
su sarcasmo ni acritud.
─¿Entender qué? ─demandó. El temperamento que estaba intentando contener
surgió cuando golpeó su puño en la mesa. ─¿Cómo pudiste decidir deliberadamente
conducirme por mis partes inferiores como si fuera algún niño inexperto? ¿Cómo
utilizaste tu belleza para que no notara nada más a mí alrededor? ¿La manera en que
tus palabras se sentían como miel en mis oídos y bloqueaban la verdad que todo el
mundo ya sabía? ¿Cómo puedes atreverte a pedirme que entienda tales cosas?
El silencio mortal a su alrededor finalmente penetró su furia. Había gritado. Esa
mujer robaba toda su razón. El miedo llenó el salón, sofocando cada superficie.
Excepto a Anne. Parecía tan serena como siempre, aunque sus mejillas habían
perdido su color.
─Ruego humildemente su perdón, mi lord ─susurró, pero su voz resonó en el
silencio. Podía apostar a que nadie se estaba moviendo. Todos habían escuchado sus
palabras, esperando que la lanzara de la silla, sin duda.
Asintió una vez, no para conceder su petición, sino para que todos volvieran a su
cena y dejaran de observarlos. Cuando las conversaciones y sonidos normales
finalmente se retomaron, dijo en voz baja:
─Sé muy bien lo que intentas, Anne. No intentes darle la vuelta a esto para que yo
quede como el villano.
Ella sacudió la cabeza y jugó con la orilla de la tela sobre la mesa.
–Una vez que se calme tu ira, verás que estás equivocado, Edouard. Espero que
seas justo entonces. Mi hijo nació como barón y siempre lo será a menos de que el
mismo Rey Robert le quite el título. Baincroft está implicado. No puedes cambiar eso
por cuenta propia. La ley está del lado de Robert.
Él la recorrió con la mirada.
─¿Supongo que no recuerdas el precedente que me contaste referente a tus
vecinos?
Ante la manera en que inhaló aire rápidamente, casi se arrepintió lo suficiente
para ofrecerle simpatía, pero su mirada lo detuvo inmediatamente. Entonces así
sería.
─Anne, entiendo que deseas que Robert asuma los deberes de un lord aquí en
Baincroft cuando tenga la edad para ello. Dejando de lado mi ira, puedo asegurarte
que eso no va a pasar. No importa lo que hayas hecho o lo que harás, no puede ser.
Un estremecimiento violento y visible recorrió su cuerpo. Por un largo momento
después de eso, simplemente se quedó sentada ahí, sin movimiento alguno. Luego se
levantó, dejando su comida sin tocar. No lo volvió a mirar y no dijo nada más.
Tampoco lo hizo Edouard.
La vio correr hacia las escaleras y subir con la gracia de una reina. ¿Por qué la
grieta en su corazón se hacía más grande con cada escalón que subía? ¿Por qué no
podía celebrar haber evitado que lo tuviera en la palma de la mano? ¿Por qué se
sentía tan dolido por ella, cuando obviamente ella no sentía nada por él?
Debía saber que Robert nunca podría gobernar aquí. El amor por el niño había
nublado su mente. No se lo había negado solo por su decepción. El niño simplemente
nunca sería capaz. Si permitiera que sucediera, el primer oportunista que pasara por
aquí le arrebataría el lugar a Robert antes de que alguien pudiera ir en su ayuda.
Se giró levemente para ver a Robert observando al lugar por el que se había ido
Anne, con una expresión de preocupación en el rostro. Edouard tocó su brazo y
esperó a que el chico lo encarara.
–Vete. Llévale algo de comer a tu madre ─ordenó suavemente mientras tomaba
el recipiente de manos de Robert.
Asintiendo para mostrar su entendimiento y tocando suavemente la manga de
Edouard, Robert corrió a obedecer.
Esa naturaleza brillante e inocente jugaría en su contra, pensó Edouard. La
sordera evitaría el entendimiento, tanto con la gente de Baincroft como con los
vecinos que podrían convertirse en aliados. Aunque Robert fuera un niño atractivo y
agradable, Edouard sabía que seguiría siendo lo mismo incluso cuando fuera adulto.
Alguien así no podía esperar mantenerse por su cuenta en unos tiempos tan salvajes.
La necesidad de negarle su lugar a Robert entristecía a Edouard, y sabía que debía
ser devastador para Anne. Si ignoraba la manera en que había hecho pedazos su
orgullo, tenía que admitir que la admiraba por su diligencia. No había dejado nada
sin intentar en su camino por asegurar el derecho de nacimiento de su hijo. Había un
límite en lo que una mujer podía hacer, pero ella lo había hecho todo con su fuerza
de voluntad.
Una vez que aceptara que había fallado, Edouard pretendía proseguir con el resto
de su decisión. Tendrían otro hijo tan pronto como Dios lo quisiera. Cuando eso
pasara, Edouard le pediría al Rey que le diera a él el estado en lugar de Robert.
Quizás eso disminuiría la decepción de Anne de alguna manera.
Para entonces, Edouard la habría perdonado. Aceptar que nunca lo amaría sería
difícil, pero lo conseguiría. Ese había sido un deseo tonto que nunca debió haber
tenido.
Durmió junto a ella aquella noche, pero respetó la necesidad de Anne de
mantenerse apartada. Necesitaba tiempo para aceptar su derrota. Cuánto tiempo
era lo que le preocupaba a Edouard. ¿Un día? ¿Un mes? ¿Medio siglo?
La mañana siguiente, sacó su frustración con Sir Gui. Juntos presentaron una
demostración de trucos que uno encontraría en una desesperada batalla de espadas
sin reglas.
Gui estaba siendo mejor de lo usual, pero aun así perdió su espada, apenas
escapando de ser empalado. Edouard agradeció la liberación de energías, e incluso
logró sonreír mientras les explicaba los movimientos a los pequeños.
─¡Ahora vayan! ─ordenó. Thomas y Henri formaron una pareja, al igual que Henri
y Hamel, el hijo del armero, a quien Edouard había seleccionado para el
entrenamiento también.
─Ese Thomas se mueve como una vaca ─observó Gui. –Se nota su cuna.
El comentario irritó a Edouard.
–Thomas es de familia noble.
Gui chasqueó su lengua contra sus dientes.
–Escocesa ─antes de que Edouard pudiera hablar, Gui se lanzó al frente. ─¡Robert!
¡Levanta ese escudo! ¡Mon Dieu21, nunca aprenderás!
─Robert lo hace bien ─declaró Edouard. –Y guarda tu aliento. No puede
escucharte.
─Es cierto. ¿Por qué se molesta con él ahora que ya lo sabe? He de confesar que
no me sorprendió demasiado. Ya había notado lo escaso de ingenio que es. Los de su
tipo son una maldición de Dios. La iglesia lo dice.
Las manos de Edouard se retorcieron con las ganas de matar al hombre donde
estaba parado. Solo pasarle por encima y esperar que los carroñeros no vomitaran
cuando se lo comieran. Pero no lo haría. No, él había traído a Gui de vuelta, sabiendo
completamente bien que siempre lo odiaría por lo que le había hecho a Anne. Vivir
con esa decisión seguiría siendo una prueba, pero no había ninguna razón para
resistir estos insultos suyos.
─Ah bueno, Gui, si eres tan religioso, me pregunto por qué no estás corriendo por
el miedo a infectarte ─Edouard se detuvo, apretó los labios por un segundo, y luego
agregó sin advertencia. –Escucha bien mis siguientes palabras, pues tu vida depende
de ellas. Cuida lo que dices de mis hijos. Y de cualquiera que dependa de mí. Vas a
tratar a esos niños con el respeto que se merecen por sus esfuerzos. Si dan un paso
mal, corrígelos. Pero si escucho otro insulto saliendo de tu boca, será el último.
¿Quedó claro?

21
Mi Dios (en francés). (N.R.)
Gui se encogió de hombros, con los ojos fijos en los intentos de batallas frente a
ellos.
–Muy bien.
Observó por otro momento y luego se giró hacia Edouard.
–Escuché lo que le dijo a Lady Anne la noche pasada. Estoy de acuerdo en que
Robert no tiene lugar como el lord de esta fortaleza. Es sabio en hacer otros arreglos.
¿Quién se la quedará?
Edouard no confundió la razón para tal pregunta. Sintió deseó de lanzar sus
manos en el aire por la frustración pura que sentía cuando las palabras de Gui,
escaso de ingenio, aparecieron en su mente, pero no referente a Robert.
─De verdad piensas que serías un buen candidato, ¿no es verdad? ¿Qué te
consideraría?
El caballero se encogió de hombros nuevamente, un amaneramiento que
Edouard encontraba altamente molesto dado su frecuente repetición.
–Me gustaría tener tierras propias.
─¿Aquí? ¿En Escocia? ─preguntó Edouard, verdaderamente curioso por saber si
Sir Gui ponía su ambición por encima del prejuicio hacia los escoceses y su país.
─Prefiero Francia, si me está ofreciendo escoger ─dijo Gui sucintamente, ─Pero
aquí bastará. No tengo ninguna tierra, después de todo.
Y seguiría así mientras siguiera bajo el servicio de un Trouville, pensó Edouard. Si
el hombre alguna vez conseguía un pedazo de tierra de esta propiedad, sería bajo la
superficie y cubierto con rocas.
─¿Así que ahora ve que es sabio recompensarme? ─preguntó Gui con un gimoteo.
–Sería muy sabio.
Edouard se le quedó viendo, sacudiendo la cabeza con incredulidad, así como
negación.
─¡Eso sería una locura! ─luego se dio la vuelta y se fue.
Desearía poder deshacerse de Gui. Era todo lo que podía hacer para tolerarlo
después de lo que había hecho. Pero tanto Anne como Gui le aseguraban que había
sido un acto de pura lealtad de su parte.
La actitud de Gui hacia los escoceses, que era un montón retrógrada falta de
civilización, era compartida por la mayoría de los franceses. Gui solo murmuraba lo
que le habían enseñado. Su concepto de sordera era algo que casi todo el mundo
apoyaba. ¡Una maldición de Dios! Robert era un desafortunado lidiando lo mejor que
podía con lo que la vida le había dado, no era diferente a alguien que había perdido
un miembro en la batalla.
El hecho de que Sir Gui aprobara su decisión de suplantar a Robert como lord de
Baincroft hacía que Edouard reconsiderara su decisión. Pero sin importar como
transformara las cosas, sabía que así tenía que ser. Eso no significaba que pensara
que Robert era inútil de cualquier manera.
El chico era bastante eficiente con la espada, dado el corto periodo de tiempo
que había estado en entrenamiento. Era fuerte para su edad, ágil, e imposible de
cansar. Leal, desde luego. Cortés y amable. Podría ser un caballero competitivo. Pero
no podía comenzar a aprender las habilidades necesarias para manejar un estado,
incluso uno pequeño como este.
Gracias a Dios el cuidado de Robert había caído sobre él y no sobre alguien más.
Al menos podría colocar a este nuevo hijo suyo en una posición valiosa.
Edouard solo esperaba que Anne llegara a apreciar que solo quería lo que era
mejor para Robert.

*****

Pasaron tres largas noches mientras Anne continuaba durmiendo junto a


Edouard, determinada a no dejar su cama hasta que él no le pidiera que lo hiciera.
Decidió que ya no le daría más razones para hacerla a un lado.
Pero sus razones eran más profundas que eso. En el fondo de su corazón,
anhelaba que se girara hacia ella, que perdonara todos sus secretos, y dijera
nuevamente que la amaba.
Soñaba con que concediera su deseo para Robert y recibiera con gusto las
noticias de un nuevo niño. Entonces despertaba y lo encontraba dándole la espalda,
ignorando su matrimonio así como sus deseos.
Cuando notara su embarazo, lo admitiría. Sería descarada, le permitiría esperanza
por un niño que fuera perfecto. Eso podía pasar, después de todo. ¿Quién podía
decir que su bebé compartiría la sordera de Robert? Nadie parecía saber qué había
causado que fuera así.
Edouard seguía entrenando a Robert todos los días y nunca mencionó echarlo de
Baincroft. Nunca mencionaba nada en lo absoluto. Ahora hablaban raramente, y
cuando lo hacían, era de asuntos mundanos. Una pregunta concerniente a las
ventanas de los cuarteles, un comentario sobre el uso de las especias en un platillo
en particular. Nada de importancia.
Se metía en la cama después de que ella se dormía y no la tocaba. Se acostaban
juntos como extraños, lo cual supuso que seguían siendo en esencia. No tenía idea
de cuáles eran sus pensamientos y dudaba que a él le importara en lo absoluto
cuáles eran los suyos.
Pero la vida seguía, y Anne le agradecía a los cielos que Edouard todavía no los
había dejado a ella y su hijo fuera de los portones para que siguieran el camino que
mejor les pareciera. Tan difícil como era soportarla, su fría cortesía era
definitivamente un mal menor en comparación a lo que pudo haber pasado.
La corte del Rey se reunió cuatro días después de su confrontación durante la
cena. Edouard se sentó a juzgarla, como era su derecho como lord y guardián de
Robert. Aunque el alguacil revisó casos involucrando crímenes serios, los conflictos
del día a día que se levantaban entre los habitantes de Baincroft, y sus propiedades
adjuntas, siempre se resolvían aquí.
Anne, acompañada por Rob, había presidido en la corte desde que MacBain había
enfermado antes de que Edouard llegara. Aunque resentía a su esposo por usurpar
su deber, se contuvo al respecto.
Aun así, tomó asiento junto a él cuando se lo ofreció. El Padre Michael estaba
sentado al otro lado de Edouard. Robert recorría el salón, su desplazamiento obvio
para todos.
La primera queja involucraba a dos hermanos que vivían en la propiedad de Anne.
El más grande decía que el administrador de Baincroft, el Maestro Simm, les había
pagado una suma por cortar leña extra que podía ser utilizada para la fortaleza.
Declaraba que él había trabajado para cortarla toda, y su hermano no había hecho
más que llevar la madera y aceptar el pago. Ahora el menor se negaba a entregar el
dinero. El menor, desde luego, alegaba que él la había cortado y entregado, por lo
tanto merecía todas las monedas.
Mientras Edouard consideraba el problema, Robert se dirigió directamente a los
dos hombres y tomó sus manos por las muñecas. Colocó sus palmas arriba y las
examinó cuidadosamente.
Curioso por saber qué estaba haciendo, Edouard se inclinó sobre el estrado.
Robert se dio la vuelta y acercó a ambos hombres, señalando las heridas frescas en
las manos del más joven. Las del mayor apenas si tenían alguna callosidad. Robert
empujó ligeramente a ese hombre.
–Mientes.
Edouard volvió a sentarse, sorprendido y complacido.
–Juicio para el joven Matthew ─declaró. –Quédate las monedas. Y tú ─dijo
señalando al hombre más grande, ─cortarás la misma cantidad de madera por la
mitad de la paga. Miente nuevamente en esta corte y me quedaré con tu lengua.
Luego asintió para mostrar su aprecio a Robert y llamó a las siguientes personas.
Agar, el jefe de los pastores, arrastró a su hija hacia el estrado.
─¡Está preñada de un niño, mi lord, grande como la vida, y no quiere decir que
canalla es el culpable!
Edouard se inclinó hacia Anne, su voz era casi tan inaudible como si hablara para
sí mismo.
–Juzgando por la turbulencia de la chica, probablemente no tenga idea de quién
sea. Supongo que tendremos que seleccionar a un esposo para ella.
Escuchó una repentina conmoción de susurros y risitas. Edouard se enderezó
inmediatamente. Su atención se fijó en Robert, quien estaba arrastrando hacia el
estrado a un joven con el rostro rojo y apariencia tímida. Anne vio que era Davy, uno
de sus chicos del establo más grandes.
Los gritos asustados de la chica casi ahogaron las maldiciones de su padre.
─¡Silencio! ─demandó Edouard.
Robert tomó la mano de la renuente chica y la puso sobre la de Davy.
─¿Amonestaciones? ─le sugirió al Padre Michael levantando una ceja.
El pastor asintió rápidamente con la cabeza, apenas suprimiendo su sonrisa.
─¿Temes a este hombre? ─le preguntó Edouard a la chica, todavía se veía
sorprendida. ─¿Te ha lastimado? Sin importar el embarazo, no ataré a una mujer con
su violador.
─No, mi lord. ¡Pero temía que pá lo mataría si se lo decía! ¡Amo a mi Davy!
─Entonces es tuyo ─dijo Edouard girando los ojos. Se giró hacia el pastor.
─¿Necesitamos amonestaciones, padre, dadas las circunstancias?
─No, pero tengo curiosidad. Robert, ¿cómo supiste que era Davy?
Robert contestó rápidamente.
─¡Miren! ─señaló a la asamblea con un movimiento de mano e imitó sus curiosas
y de alguna manera salaces expresiones. Luego señaló hacia el culpable y asumió una
expresión atontada y enamorada que hizo que Edouard se riera en voz alta.
Anne apenas atrapó una risita con su mano cuando sus ojos se encontraron. Se
forzó a apartar la mirada, u olvidaría dónde estaba. Pero alcanzó a ver, en la esquina
de su ojo, los rápidos movimientos de las manos de Robert.
No había duda de que pretendía ocultar las señales de ella y dirigirlas solamente a
Edouard y quizás el Padre Michael. Rápidamente se llevó un dedo a su pecho, luego a
su ojo y entonces hizo una señal obscena con ambas manos que definitivamente no
podía malinterpretarse. Definitivamente no era una de las señales que le había
enseñado. Había visto a la pareja en el acto, y no quería que quedaran dudas de la
culpabilidad de Davy.
─¿Algo se le pasa alguna vez? ─preguntó Edouard, por encima de las ruidosas
felicitaciones a la pareja recién comprometida.
Anne aclaró su garganta y juntó sus manos sobre la mesa.
–Robert es muy observador.
─E inteligente para alguien de tan poca edad ─comentó. –Me pregunto cómo
sabe que el acto puede terminar en embarazo.
─Porque yo se lo dije. Necesita saber de estas cosas.
Edouard soltó una pequeña risa de incredulidad.
─¿Debería salir a cazar un rato? Parece que mis talentos son inútiles aquí.
¿Siempre tiene la razón?
Anne sacudió la cabeza.
–No siempre. Todos cometemos errores. Pero sabe leer bien a un hombre. O a
una mujer, para el caso. Robert sabe si alguien es de confianza o no.
Edouard sonrió con lo que parecía una burla directa hacia la habilidad que ella
tenía para eso.
–Pensó que podía confiar en mí.
─Bueno, mi lord, como dije, todos cometemos errores.
Se arrepintió de sus palabras cuando vio su repentino ceño fruncido.
Si tan solo fuera justo. ¿Por qué Edouard no podía ver que Robert era un hombre
perfectamente capaz de hacer lo que había nacido para hacer? ¿No acaba de
probarse a sí mismo justo ahora?
Un retoño de esperanza se abrió levemente, queriendo desesperadamente
florecer. ¿Y si Rob continuaba mostrándole a Edouard todo lo que había aprendido?
No solo en cómo resolvía las disputas, sino en otras cosas. Entendía las cuentas de
gastos necesarias para mantener a Baincroft funcionando. Las sumas no eran su cosa
favorita, pero las hacía bien. Sí, esto podría funcionar, pensó.
Repentinamente las posibilidades parecían infinitas. Cierto, mantener el secreto
había generado la ira de Edouard, pero les había permitido quedarse. Su enojo
parecía estarse disipando, aunque su pensamiento seguía estando equivocado.
Considerando que las cosas no habían salido tan bien como había temido alguna vez,
Anne se decidió. Se ganarían a Edouard.
Veía a Rob con amabilidad y le había ofrecido su admiración (aunque
renuentemente) por su desempeño en la corte. Y ni una sola vez le había espetado
algo a ella en todo el día. De hecho, incluso había considerado incluirla mientras
juzgaba el caso de la chica.
Anne sonrió para sí misma. Quizás podría salvarlo todo si mantenía la cabeza fría.
Edouard pretendía ser inmune a los sentimientos que habían crecido entre los dos,
pero Anne sabía la verdad. La luz del deseo había brillado como un destello dorado
dentro de esos ojos café oscuro hace solo unos momentos.
¿Y si le daba rienda suelta al amor que sentía por él? ¿Suponiendo que lo daba
incondicionalmente? Había oportunidad de que le correspondiera el amor. Una muy
pequeña, cierto. Pero si lo hacía, entonces Edouard, por voluntad propia, le daría lo
que sabía que ella necesitaba más.
─Sí, todos se equivocan alguna vez ─añadió, para contrarrestar su dura respuesta
de hace tan solo unos momentos. –Aunque he de admitir que podría ser yo quien se
haya equivocado en esta ocasión.
Cuando la miró con sorpresa, Anne sonrió, intentando poner la misma expresión
que Rob siempre utilizaba cuando quería que le diera más mazapán.
Le incomodó solo un poco cuando Edouard le respondió con una sonrisa amable.
Capítulo 17

─¿Montarás conmigo hoy? ─le preguntó Edouard después de declarar que los
asuntos de la corte habían terminado. –Me parece que ha pasado tiempo desde que
visitaste tus propiedades.
La razón para tal invitación impulsiva la intrigaba.
–Nunca las he visto ─admitió.
─¿Nunca? Imagínate eso ─tomó su brazo para ayudarla a bajar del estrado. ─¿Por
qué?
Anne sabía que debía de haberlo sorprendido, pero estaba haciendo la pregunta
amablemente.
–No por falta de interés, te lo aseguro. Antes de que viniera a casarme con
MacBain, vivía en el castillo de mi padre, que está en el oeste. Las tierras de la dote,
que se volvieron mías a través de mi madre, están en el noreste, como bien sabes.
Así que, no pasamos por ellas para llegar aquí.
Él había enredado sus brazos de manera que no tenía otra opción más que
seguirlo mientras dejaban el salón. Descendieron las escaleras y cruzaron el patio
hacia los establos.
─Eso fue hace once años ─dijo él. –Seguramente has tenido oportunidad de verlas
desde entonces. El viaje toma menos de una hora.
─Yo no monto.
Él se rió.
–Bromeas. ¡Todo el mundo monta! Hay muchas monturas adecuadas en tus
establos. ¿Qué hay de la caza? ¿Simple ejercicio?
─Ni mi padre ni mi esposo me lo permitían ─contestó Anne, mirando a cualquier
lugar menos a él. –Probablemente temían que si me dieran los medios, nunca
volvería.
Él se puso serio, con sus cejas uniéndose.
─¿Entonces cómo te transportas?
Anne sacudió la cabeza.
–Yo no me transporto, si quieres decir dejar las tierras de Baincroft. Me trajeron
aquí en un carro cubierto, y aquí me he quedado ─cuando su ceño se profundizó,
intentó hacer que su prisión virtual se viera menos importante. –Ahora camino en el
bosque, recolecto hierbas, voy al lago para disfrutar de la vista.
─Cuando no te estás hundiendo en él ─murmuró en voz baja. Tenía una expresión
de ira que sabía no estaba dirigida hacia ella. –Apuesto a que ni siquiera te permitían
esas salidas que mencionaste hace seis meses, ¿tengo razón?
─La tienes ─admitió con una pequeña risa, esperando contagiarlo a una atmósfera
más ligera. –Pero cada vez exploro más lejos. ¡Pronto podrás llamarme una
aventurera! Espero que no me culpes por no cuidar de mis tierras. Solo estaba
manteniéndome en mi lugar aquí. Simm se ha encargado de todo y, desde luego,
Robert y Thomas ayudan.
─¿Aprenderás a montar? ─preguntó Edouard, su voz era vigorosa y falta de la
simpatía que podía ver en sus ojos.
Anne no podía revelar su miedo a aprender cualquier cosa nueva. Edouard lo
ofrecía por bondad. Y después de esa sonrisa que le había dado en el salón, sentía
que quizás también intentaba reestablecer una buena relación entre ellos. Esta
parecía una oportunidad perfecta de empezar a trabajar en ello. Seguramente, si Rob
había aprendido a hacerlo cuando tenía seis años, ella podría hacerlo a su edad.
─Sí, Edouard. Creo que eso me gustaría mucho.
El viaje resultó ser exactamente lo que Anne esperaba. Montada en una pequeña
yegua gris de buena disposición, mantuvo a Edouard cerca con su caballo castrado.
Ningún maestro de caballos pudo ser más atento, ofreciendo más advertencias e
instrucciones de las que podía procesar.
─¡Seguramente hemos montado por más de una hora! ─dijo, sintiendo un
adormecimiento en su parte inferior que nunca antes había sentido.
─Mucho más ─concordó, fingiendo impaciencia. ─¡Usualmente no viajo a tan
lenta velocidad! Juro que estas bestias han pastado la mayor parte del tiempo ─Vio
las esquinas de sus ojos arrugarse cuando suprimió una sonrisa. –Creo que
deberíamos volver galopando.
─¡No! ─gritó, riéndose. ─¡Me lanzaría!
Él tiró de las riendas y bajó de su montura, luego la levantó de la suya.
–Ven, tengo algo que mostrarte.
Caminaron mano en mano hasta la cima de la colina. Le presentó la hermosa vista
con un movimiento de su mano.
–Nuestro castillo estará aquí.
─¿Nuestro castillo?
─¡Sí, desde luego! ─dijo orgullosamente, y señaló cuesta abajo. ─¿Ves esas
viviendas en la distancia? Cuando el constructor y los trabajadores lleguen, se
establecerán ahí, cerca del río. Entonces mi hombre, Sir Armand, organizará todo
aquí cuando llegue con las herramientas adecuadas.
Toda la información después de su primera oración apenas se registró en su
mente.
–Estás construyendo un castillo.
─Planeo hacerlo del doble del tamaño de Baincroft. Sigue siendo pequeño, pero
lo suficientemente grande para albergar a un número de mis caballeros y a los
trabajadores en mis estados en Francia que podrían querer venir a vivir aquí.
Las piernas de Anne se sentían como si fueran a ceder bajo ella, así que se acercó
al pasto y se sentó.
─¿Cuándo decidiste hacer esto?
Él se le unió en el piso, recargando sus brazos en sus rodillas dobladas.
–La primera vez que vine aquí. Eso dependía de si nos llevábamos bien, desde
luego ─sonrió. –Y lo hicimos. Consideré cada localización. Este sitio parece perfecto,
¿no te parece?
─Sí, perfecto.
─Estoy feliz de que te guste.
Anne miró a su alrededor y notó varias estacas que alguien había clavado al suelo
para marcar una cosa o la otra.
–Me gusta ─murmuró.
Por algún tiempo, Edouard continuó hablando de los detalles de la estructura que
tenía planeada. Su entusiasmo creció tanto que se había levantado y había
comenzado a caminar de un lado al otro, haciendo gestos con sus brazos, y
sonriéndole a donde seguía sentada. Por amor a sí misma, Anne no podía obligarse a
levantarse. Estaba construyendo un castillo. Para ellos.
Simm le había dicho que había una fortaleza en algún lugar de sus tierras, el
esqueleto de un lugar que era completamente inhabitable. Anne había supuesto que
Edouard lo haría habitable algún día. Pero, si se molestaba en hacerlo, se lo daría a
alguno de sus hombres, mientras ella se quedaba con Rob en Baincroft o se refugiaba
en alguna cabaña de los alrededores. Pero Edouard no volvería a sus lujosos estados
en Francia. Construiría un castillo. Para ellos.
Desde que había descubierto que no planeaba volver, Anne pensó que
simplemente tomaría Baincroft como suyo. Ahora se preguntaba qué haría con él
una vez que completara su castillo. Dárselo a Henri, supuso. Arrancó un pedazo de
pasto y jugó con él mientras pensaba.
No tenía sentido preguntarle qué planeaba hacer con Robert. Si pretendía
mandarlo lejos, seguramente ya lo hubiera dicho para ese momento. Si Rob iba a
quedarse, no estaba segura de querer escuchar en qué capacidad todavía. Era lo
mejor evitar el tema por ahora. Todavía tenía esperanzas de que Edouard se diera
cuenta de que su hijo era digno de gobernar sus propias tierras. Una vez que
Edouard dijera lo que tenía en mente para Rob, probablemente no se retractaría en
su decisión.
Cuando lo miró de reojo, tenía una mirada de duda, como si quisiera preguntarle
algo.
–Me pregunto ─dijo, ─qué tan profundo hay que excavar para encontrar agua por
aquí ─la distracción funcionó. Mientras él se sumergía en una detallada explicación,
Anne estuvo libre de examinar con mayor detalle sus sentimientos sobre los planes
para su futuro que tenía Edouard.
Por primera vez, se permitió a sí misma admitir que estaba feliz de que no la
dejara. A pesar de sus intenciones de tomar todo lo que le pertenecía a su hijo, Anne
sentía que Edouard se encargaría del bienestar de Robert. Y no había indicado en
ninguna manera, ni siquiera cuando le había gritado, que pretendía dejarla como
esposa. Sus peores miedos, que ella y Robert se quedaran sin hogar y sin ningún
medio para vivir además de mendigar, no se cumplirían.
Edouard todavía no había dicho que temiera que sus futuros hijos estarían igual
de afectados que Robert. O asumía que su sordera era resultado de una enfermedad
o un accidente, o simplemente no había pensado en ello de una manera o de la otra.
Lo haría eventualmente. Anne ya tenía la historia de la fiebre. Pero el nacimiento de
su nuevo hijo parecía algo lejano en el futuro en ese momento, mientras estaba
sentada haciéndole caso a medias a los grandes planes de Edouard para su nuevo
hogar.
En ese momento, todo lo que quería hacer era sentarse en ese lugar pacífico y
fingir que eran dos personas recién casadas y buscando un lugar para vivir juntos.
Cuando se quedó callado, le dijo sus verdaderos sentimientos.
–No tenía idea de lo maravilloso que se sentiría estar tan… tan liberada.
─¿Qué tan lejos montarás entonces? ─preguntó, dejándose caer nuevamente en
el pasto, solo que mucho más cerca en esta ocasión. ─¿A la costa para ver el océano?
¿Al oeste para visitar las islas?
Ella se rió.
─¡Algún día quizás lo haga!
─¿Puedo acompañarla, Lady Libre? ─preguntó suavemente, tomando su mano y
llevándosela a los labios. –Qué cosas tan maravillosas podría mostrarte.
Anne se dio la vuelta y lo analizó con la mirada. Por un breve momento, las
palabras de Edouard no eran ni de fingida diversión ni de la arrogancia que
usualmente utilizaba para ocultar sus sentimientos. En la oscuridad de sus ojos,
claramente vio una necesidad. No un deseo de acompañarla en cualquier mágica
aventura que pudiera tener, ni siquiera una búsqueda de satisfacer su cuerpo. Era
una súplica para que disminuyera su soledad, un estado que nunca hubiera esperado
que un hombre como Edouard podía experimentar.
¿Cómo podría siquiera saber lo que significaba la soledad, este noble privilegiado,
mimado y esperado durante su vida entera? Anne siquiera dudaba que hubiera
escuchado la palabra no de los labios de nadie, salvo quizás del rey. Edouard podía
tener cualquier cosa. A cualquiera. Aun así, ahí estaba, sentado y apretando su mano
fuertemente, y suplicándole con esos ojos que… ¿qué? ¿Fuera su amiga? ¿Qué lo
amara?
Lo amaba. Si tan solo supiera cuánto. La única vez que había intentado decírselo,
no le había creído. No lo creería ahora, ¿y por qué lo haría? No era su amiga todavía,
si eso era lo que deseaba. Quizás lo sería. Pues el amor podía, y a veces lo hacía,
existir con el desagrado a veces. O incluso el odio.
─¿Me odias? ─le preguntó, sin la intensidad con la que lo hubiera esperado, pero
nada personalmente, como si le estuviera preguntando si pensaba que fuera a llover.
Qué rápido lograba ocultar sus sentimientos. El hecho de que parecía haber leído sus
pensamientos la desconcertaba, pero lo había hecho antes.
─¿Puedes leer la mente? ─le preguntó.
Él se rió, soltando su mano para recostarse en el pasto y sumergirse en risas.
Sonaban con una amargura que ni siquiera se molestó en ocultar.
─No pretendí que sonara así ─dijo sinceramente. –No, no te odio.
Con una larga exhalación (esperaba que de alivio) se levantó y le ofreció su mano.
–Ven, tenemos que irnos a casa ahora o nos perderemos la cena.
No galoparon, pero montaron tranquilamente lado a lado, discutiendo todos los
planes que proponía para su nuevo castillo.
Para cuando llegaron a Baincroft, el corazón de Anne se sentía tan ligero que
apenas notaba los dolores que había ganado como resultado de su cuestionable
habilidad para montar.
Edouard también quería que hubiera paz entre ellos. Posiblemente más que eso.
Intentaría ser su amiga, después de todo, pensó Anne. Él se estaba esforzando por
ello. ¿Cómo podía hacer menos?
Si se llevaban bien uno con el otro, había una oportunidad de que le señalara
todos los talentos de Robert, justo como había esperado. Haría que cambiara de idea
sobre Baincroft.
Una vez que decidió eso, habría meses para planear qué hacer con el siguiente
hijo. Edouard estaría feliz en un principio, lo sabía. Terminaría adorándolo una vez
que naciera.
¿Por qué no proyectar su bondad, en lugar de esa actitud que deseaba que
desapareciera? No era para nada como MacBain. Nunca jamás había levantado su
mano hacia ella o su hijo. Aunque pretendía negarle su derecho a Robert, solo era
porque necesitaba que le explicaran como eran las cosas.
Sabía bien que su esposo, a pesar de todos sus gruñidos, y las púas que parecían
rodearlo, era bastante capaz de amar. Quizás no la amaba a ella, pero amaba a Henri
profundamente. No había razones para pensar que no amaría a este bebé también.
Después, si un problema surgía, como cuando Robert había dejado su infancia, lo
resolvería. Para entonces Edouard sabría lo bien que Robert se desempeñaba, y
entendería que lidiar con la sordera era posible.
Un esposo como Edouard debía ser recompensado por su bondad de corazón,
pensó, sonriendo para sí misma. Y una esposa como ella era la encargada de proveer
ese tipo de premios. Apenas si podía esperar a la ceremonia.

*****
Edouard se quedó en el salón después de su cena y le permitió a Anne el tiempo
suficiente para terminar su baño. No pretendía destruir la pequeña relación que
estaban comenzando a formar.
Dormir con él era una cosa, pero permitirle entrar durante su baño, viéndola
desnuda y realizando actos tan íntimos, se consideraría algo muy diferente. Después,
quizás, cuando y si establecían una verdadera cercanía, quizás sugeriría que se
bañaran juntos.
Pero esta noche, se conformaría con encontrarla en la cama y esperando por más
conversaciones agradables que habían disfrutado durante la tarde y la comida. Eso
llevaría a hacer el amor, si ella estaba dispuesta, pero Edouard dudaba que estuviera
lista para ello.
Entendía sus sentimientos de desesperación en lo que concernía a Robert. La
lealtad de Anne a su hijo era lo más importante para ella. Aunque, por ley, debería
apoyar a su esposo en todas las cosas, sabía que no estaba de acuerdo con él en lo
más mínimo en lo referente a esto. La ira de Edouard por ello se había disipado y el
golpe a su orgullo ya no dolía con tanta fuerza. Al menos ella se había dado cuenta
de que la enemistad entre ellos no servía de nada. Uno tenía que admitir su
pragmatismo.
Justo como él había hecho, Anne había evitado cuidadosamente cualquier
referencia a Robert o futuras responsabilidades en Baincroft. Edouard esperaba que
hubiera comenzado a aceptar que él sabía lo que era mejor, pero lo dudaba
seriamente.
Por alguna razón, ella había iniciado una especie de tregua entre los dos. El alivio
y anhelo con que la había recibido perturbaba a Edouard. Por eso, había
determinado que no correría con gusto hacia su rama de olivo solo para que lo
golpeara en la cara con ella. Las mujeres eran famosas por cambiar de opinión.
Juzgando por su rápido cambio en la corte esta mañana, Anne era una prueba más
que una excepción.
También sospechaba que había algo escondido detrás de esta repentina
amabilidad. La manera abrupta en que se había presentado era cuestionable. Y aun
así, no podía detener sus intentos. Existía una pequeña posibilidad de que hubiera
aceptado su decisión sobre Robert, y fuera verdaderamente sincera en su deseo de
reconciliarse.
Se acercó silenciosamente a su habitación para no despertarla. Pero en el
momento en el que entró, le habló.
─¿Quieres bañarte? ─le preguntó suavemente, con una voz cálida que le hizo
sentir un pequeño tirón de deseo. Podía disfrutarlo sin darle rienda suelta, pensó.
Estaba sentada en la orilla de la cama, cepillando su cabello. Aunque su ropa de
cama azul cubría su cuerpo completamente, sus dobleces la rodeaban de una
manera tentadora. Edouard respiró profundamente, y al hacerlo inhaló el dulce
aroma de las yerbas que había utilizado en el agua.
La parpadeante luz de las velas le daba un ambiente cálido al lugar, junto con el
pequeño fuego que se hallaba en la chimenea, ambos lanzando una luz dorada y
suave por todas las sombras de la habitación
Edouard reconoció una escena de seducción inmediatamente, habiendo
organizado bastantes por su cuenta. Debía haber esperado esto, pensó. La pequeña
lucha de Anne todavía no terminaba.
Podía ahorrarle los problemas y decirle que su plan no funcionaría, pero parecía
una pena desperdiciar todo esto. Y, a decir verdad, se sentía lo suficientemente
molesto por ello como para aprovecharse completamente. ¿Por qué debería ser
noble sobre el asunto cuando ella no lo era?
─Un baño suena invitador ─dijo, empleando su tono más sugestivo. Ya se había
lavado en el cuarto de baños después de su paseo cuando Henri le quitó su cota de
malla. Lentamente, y con toda la gracia que pudo, comenzó a quitarse el cinturón.
Los ojos de Anne se agrandaron levemente mientras lo dejaba caer en el suelo y
se quitaba la túnica. Manteniendo su mirada, mandando promesas lascivas a su
mente, pasó su dedo por la orilla de su camisa y lentamente la fue retirando. Se
retardó particularmente en la última parte, flexionando los músculos de sus brazos y
pecho mientras pasaba la suave tela sobre su cabeza
Un pequeño suspiro se le escapó a Anne, mandando oleadas de calor por su
espalda. Ella admiraba su cuerpo, lo había dicho una vez. Decidió que bien podría
haber dicho la verdad en esa ocasión, juzgando por su presente reacción. El saberlo
le gustaba. No se consideraba particularmente vanidoso, pero tampoco era modesto.
Con el pecho desnudo, se dirigió con pereza hacia el banquillo junto a la tina y se
sentó para quitarse sus botas de cuero blando. Ella lo observaba ávidamente. Podía
sentir su mirada como una suave caricia por todo el cuerpo.
Edouard se quitó las botas y se levantó para desatar su pantalón. Nuevamente lo
hizo lentamente. Retándola a apartar la mirada, bajo la pesada malla por sus muslos
y salió dando dos pasos.
Ella apartó la mirada rápidamente y luego la regresó, fijando sus ojos
directamente en la única ropa que le faltaba por remover. Apenas contenía lo que
protegía ahora y dejaba poco a la imaginación. Con una sonrisa lenta, le dio la
espalda y se quitó su taparrabo.
Su rápida inhalación de aire no hizo nada para que se apresurara a meterse en la
tina llena de agua. Miró sobre su hombro para encontrarla viéndolo con los ojos
completamente abiertos, los labios separados, y pareciendo bastante voraz.
─Dejaste caer tu cepillo ─le señaló levantando la ceja. ─¿Debería de recogerlo por
ti?
─Sí ─respiró, observando ávidamente ahora que podía atestiguar su disposición.
Él no se apresuró mientras cruzaba la habitación, sino que disfrutó la ávida
lectura que realizó de él. El cepillo estaba en la cama junto a ella. Edouard lo levantó
y acarició las cerdas con uno de sus largos dedos. Su fascinación por el gesto lo llevó
a preguntar.
─¿Quieres que te ayude, Anne?
─¿Q… qué? ─sus ojos volaron hacia los suyos.
─A cepillar tu cabello. ¿Debería?
─No ─dijo, tragando saliva con fuerza. –No importa.
─Tonterías ─canturreó. –Permíteme.
Llevó su cepillo a su coronilla y lo deslizó con un movimiento lento, siguiendo la
larga cascada de satín que caía sobre su hombro y pecho.
Cuando las firmes cerdas cepillaron donde usualmente se hallaba su trenza, y
llegaron a la orilla de su ropa, gimió. Sus ojos se cerraron. Edouard sonrió.
─Ahora de atrás ─susurró cerca de su oído. Con sus brazos rodeándola, colocó el
cepillo sobre su cabeza, justo detrás del centro de su cabello, y lo cepilló hacia abajo.
Mientras lo hacía, el frente de su cuerpo rozaba con las rodillas de Anne. Se acercó
más, apartando sus piernas para poder colocarse entre ellas.
Con cada movimiento del cepillo, la llevó hacia adelante hasta que la suavidad de
su vestido se interponía entre su calor y el suyo.
─¿Está… está caliente aquí? ─murmuró descompuestamente.
─Demasiado caliente para usar vestido ─susurró, abandonando el cepillo.
Luchando contra su urgencia de apresurarse, Edouard se agachó y levantó
lentamente la tela sobre su cintura. ─¿Ya está más frío? ─preguntó sugerentemente,
su mirada viajando de su atónita expresión hacia donde sus cuerpos casi se unían.
─¡No! ─exclamó como si intentara recuperar el aliento.
Él deslizó sus manos bajo ella y la levantó levemente para que pudieran caber
juntos. Cuando se introdujo en ella, exclamó el mismo grito dulce con el que tanto
había soñado, el que deseaba escuchar sobre todas las cosas.
Por un largo momento, se quedó quieto, luchando contra la necesidad de
introducirse locamente y sin ningún pensamiento hasta que ganara su satisfacción.
Se inclinó sobre ella mientras sacaba el vestido sobre su cabeza. Luego la empujó
gentilmente para que quedara recostada.
─Qué hermosa eres ─susurró, pasando sus palmas sobre la suavidad de su piel,
delineando su cuello, sus hombros, su pecho, deteniéndose para rodear
cuidadosamente sus puntas.
─¡No! ─gritó. ─¡No esperes!
Sintió el sudor de su frente caer en chorros. Sus músculos se contrajeron y tembló
con la necesidad de moverse. El control casi se le escapa. Edouard retrocedió,
causando un grito de protesta.
Rápidamente se recostó y la colocó sobre él.
–Tómalo como quieras ─invitó tan casualmente como su urgencia se lo permitió.
Ella lo tomó como uno hubiera esperado. Edouard apretó los dientes. Apretó los
ojos y luchó por pensar en otras cosas que no fueran el sofocante calor en su
interior. Pero nada podía contra la fiera compulsión de apresurarse. Apretó su
cintura con sus manos y guió su acto hacia un ritmo paradisíaco y a una apresurada
conclusión que lo dejó jadeando por aire.
Se quedaron recostados ahí por un tiempo, Edouard considerando qué decir
después, mientras ella trazaba pequeños círculos en los vellos de su pecho con un
dedo.
Finalmente ella rompió el silencio.
–Pensé que quizás nunca volveríamos a hacer esto.
─¿Debes haber planeado castrarme entonces? ─dijo, incapaz de imaginar una vida
entera con celibato en su cama.
─No ─contestó con una risa perezosa. –Pero no pensé que la idea se te pasaría
por la cabeza. Me provocas tanta ira a veces, que hasta incluso me asusto de mí
misma.
─¡Recuérdame mantenerme civil a tu alrededor!
Anne se levantó en un codo para mirarlo.
─¿Edouard?
La miró directamente a los ojos.
─¿Sí?
─Me alegra que podamos hablar sensiblemente ahora. Antes de hoy, parecía que
todo el tiempo nos llevábamos la contraria. Eso está detrás de nosotros, ¿no es
cierto?
Ah, aquí viene. Desearía haberse quedado dormido. Escuchó una entonación de
negociación en su pregunta y, sin importar cuanto le molestara la necesidad de
hacerlo, había llegado el momento de que fuera firme.
─Lo estará, si ambos podemos permanecer sensibles, tal como dijiste. Pero me
temo que seguimos llevándonos la contraria, Anne. Te he dicho claramente que no
voy a ceder respecto a la disposición de Baincroft.
Ella suspiró sin nada de alegría y volvió a recostarse sobre su almohada.
─¿Podrías por lo menos darle a Rob la oportunidad de probarte lo que puede
hacer?
─Sé lo que puede hacer, Anne. Tiene buenos instintos cuando se trata de juzgar
en la corte del Lord. Monta bien para su edad. Y es increíblemente bueno con las
armas. No necesitas decirme esas cosas, pues he sido testigo de sus habilidades. Pero
debes admitir que no tiene la habilidad de hacerse entender y entender a los demás.
Ella se sentó y lo fulminó con la mirada.
─¡No le falta nada de eso!
─Además de eso, Robert confía con demasiada facilidad, lo cual puede ser fatal
para un hombre. Acepta demasiado fácil las cosas, Anne. Es demasiado inocente.
─¡Tiene solo diez años, Edouard! ¡Diez!
Edouard tomó su mano y le requirió algo de fuerza mantenerla.
–Escúchame. Tu Robert tiene más razones para desconfiar de las que debería de
tener cualquiera de su edad, pero no lo hace. ¿Viste lo fácilmente que me aceptó
como su padre? Alegremente ignora el disgusto que Gui siente por él. Nunca
cuestiona los motivos de nadie. Creo que nunca se le ocurre hacerlo siquiera. ¡Robert
es como un cachorro que asume que todo el mundo lo quiere hasta que alguien lo
patea! Esa actitud es peligrosa, sin importar la edad.
Lágrimas resbalaron por su rostro. Edouard deseó desesperadamente poder
abrazarla y reconfortarla. No había ninguna oportunidad de que se lo permitiera en
ese momento. Pero no le mentiría solo para darle una tranquilidad temporal. Este
asunto tenía que arreglarse aquí y ahora, de una vez por todas.
─Anne, me importas más de lo que crees. Me creas o no, de verdad me importa
Robert también. Si pudiera, estaría de acuerdo con lo que quieres para él. Pero tu
hijo nunca podría defender Baincroft. La gente de aquí se merece a un Lord fuerte
que busque sus intereses y los proteja con su sabiduría y su espada. Por favor intenta
entenderlo.
Ella levantó la barbilla, sollozando una vez, y parpadeó para despejar sus
lágrimas.
–Lo entiendo muy bien. Quieres esta fortaleza y sabes que puedes tomarla sin
problemas y sin gastar a ninguno de tus hombres. ¡Se la robarás a su auténtico lord!
Él soltó su mano y contestó a su mirada con una de arrepentimiento.
–No necesito robarla, Anne. Ya es mía. Si tuviéramos juntos otro hijo, Baincroft
sería suyo. Se lo pediré a Robert Bruce, y sabes que me lo concederá.
Ella no lloró más, ni se lanzó sobre él como había esperado. En su lugar, se
recostó en silencio y deliberadamente le dio la espalda.
Edouard sabía que todas sus esperanzas de un futuro pacífico y una esposa
amorosa, esperanzas casi revividas a pesar de la precaución que pretendía tener,
ahora estaban muertas. Anne lo odiaría hasta su último aliento.
No dormiría esa noche. El aire, tan caliente por su encuentro, comenzó a
enfriarse.
Se levantó, tomó un par de pantalones de caza, y se dirigió a alimentar al fuego.
Debería bajar por cerveza, pensó, solo para salir de la habitación. Pero decidió que
beber en este estado en particular no sería sabio.
Que Dios lo ayudara, de verdad quería arrepentirse. Quería darle a Robert este
lugar insignificante dentro de ocho o diez años, y desearle buena suerte con él. Pero
sabía que si fuera Henri enfrentándose a tal desafío con tan pocas habilidades, la
decisión seguiría siendo la misma.
Gracias a Dios no era Henri. La culpa por ese alivio atormentó a Edouard y lo hizo
sentir de inteligencia limitada. ¿Qué hubiera hecho si hubiese sido así? Exactamente
lo que planeaba hacer ahora. Tendría a otro hijo que tomara el control y lo cuidara.
Se preguntó si este principio suyo valía perder el respeto de Anne. La
responsabilidad de un lord con su gene era un cargo increíble que no podía ser
tomado a la ligera ni se podía ceder para que un administrador se encargara de ello.
Consideró cuánto cuidado había tenido en seleccionar a los gobernadores más
fuertes e inteligentes para sus propios estados en Francia.
¡Gobernadores! ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Porque Robert nunca
sería un lord ausente, era por eso que no lo había pensado. Aunque no había
ninguna ley que dijera que un lord no podía permanecer en su residencia y seguir
teniendo a un gobernador, pero no era algo que supiera que se hubiera hecho.
Aquellos con solo un estado, especialmente del tamaño de este, no necesitaban a un
hombre así. Robert lo haría.
Conseguir a la persona adecuada sería algo crítico, cuando el momento llegara.
Un hombre entrenado lo suficientemente bien para servir como gobernador también
podría ser capaz de usurpar la propiedad de Robert permanentemente, quizás
incluso conseguir un título para sí mismo.
La cama parecía mucho más invitadora ahora, pero Edouard no quería despertar
a Anne y sugerir esta alternativa todavía. Tenía que pensarla más detalladamente.
El alivio lo relajó lo suficiente para pensar que podía descansar por un rato.
Entonces podría bajar por cerveza o vino y tener una pequeña celebración privada,
mientras planeaba lo que le diría sobre su inspiración. Se recargó en su silla y cerró
los ojos, imaginando su gratitud si resultaba ser una buena idea.
Se imaginó a una quimera de Anne mostrándole su felicidad. Lo amaría entonces,
estaba seguro. La familia estaría completa finalmente. Casi podía escuchar las
murmuraciones felices de una multitud reuniéndose para celebrar.
Cuando se dio cuenta de que las voces no eran felices ni estaban en su sueño, la
puerta se abrió de golpe y varios hombres entraron en la habitación.
Edouard saltó de la silla para encontrar un arma, pero se lanzaron rápidamente
sobre él. Anne gritó.
Por un segundo, se liberó, pero un sonoro golpe en su cabeza desde atrás lo hizo
tambalearse. Se dejó caer de rodillas y ya no supo nada más.
Capítulo 18

Anne retrocedió, golpeándose contra la cabecera y apretando las cobijas. Un


hombre enorme vistiendo un tartán se giró hacia ella, sonriendo. ¡Un maldito
Highlander!
─Vístase, Lady Anne. Te esperaremos en el salón. No temas. Hemos venido a
salvarte ─levantó una ceja mientras levantaba la antorcha y examinaba su rostro.
─¡Por Dios santo, tenía razón! ¡Si se parece a Honor!
Antes de que pudiera conseguir suficiente inteligencia para hablar, él y sus
hombres habían arrastrado a un inconsciente Edouard por la puerta y la habían
cerrado firmemente detrás de ellos.
¿Liberarla? ¿De qué? ¿Edouard? La preocupación por su destino sacó el miedo de
su interior. Tenía que llegar con él antes de que le hicieran algo peor que dejarlo
inconsciente. El propio padre de Anne había sido un Highlander. Sabía lo fieros e
irracionales que podían ser.
Anne lanzó los cobertores y corrió a su cofre de ropa. Tomó el vestido que estaba
encima y lo jaló por su cabeza, sin siquiera preocuparse por ponerse una capa o un
cinturón. Sus suaves zapatos de casa estaban cerca y casi se tropezó con ellos. Pobre
Edouard. ¿Y qué había pasado con Robert y Henri? ¿También se los habían llevado?
Corrió hacia la puerta y la abrió de golpe, corriendo detrás de ellos.
Para cuando llegó al salón, Anne vio que alguien había colocado
apresuradamente la mesa en el estrado. El líder de los criminales estaba sentado en
la casa de Edouard. Dos de sus hombres estaban parados a cada lado de Edouard,
quien estaba boca abajo con sus manos atadas detrás de él. Otro contuvo a Anne.
─Quédese lejos, Lady Anne ─dijo el que le había hablado en su cama en su
habitación. –No necesita preocuparte más por este.
─¿Qué quieres decir con preocuparme? ─demandó. ─¿Quién eres tú y qué haces
aquí?
Sonrió nuevamente, una expresión orgullosa como si hubiera hecho algo
maravilloso en lugar de atacarlos en su propia casa. Luego se giró para sonreírle a
uno de sus hombres.
–Jamie, despiértalo.
El hombre al que se dirigió se inclinó, giró a Edouard y comenzó a abofetearlo y
sacudirlo nada gentilmente.
─¡Déjalo en paz! ─gritó Anne, luchando contra el bruto que sostenía sus brazos.
─Cálmese ahora ─ordenó el líder. –No hay necesidad de preocuparse. Ya no la va
a lastimar.
─¿Lastimarme? ─gritó Anne. ─¡Es mi esposo! ¿Qué le están haciendo? ¿Qué
quieren de nosotros?
─¡Ach! Disculpe mis modales. Debería haberme presentado. Soy Sir Alan de
Strode, esposo de Lady Honor, su prima. Mis chicos y yo hemos venido a salvarla de
este canalla problemático ─inclinó la cabeza y chasqueó la lengua. –Hubiera jurado
que tenía el suficiente sentido común para no volver a mostrar su rostro en este lado
del agua, después de que se lo advertí.
Anne había pasado los últimos momentos intentando ver si habían sacado a
alguien más de sus camas. Obviamente no, pues nadie estaba presente salvo por
aquellos que usualmente dormían en el salón, los mozos de cocina, varias de las
sirvientas y Simm. Otro de los extraños había conducido a los aterrados sirvientes y
su administrador a una esquina y estaba parado frente a ellos con su espada
preparada.
─Los hombres de Trouville están contenidos en los cuarteles ─dijo Alan de Strode.
–Planeamos terminar rápidamente con esto.
Edouard gruñó y abrió sus ojos. Anne lo observó enfocar al hombre que le estaba
hablando. Le maravilló que Edouard no pareciera alterado en lo más mínimo.
–Ah, Strode, el ilustre héroe. Me pregunto por qué no me esperé esto.
Se giró a su costado, consiguiendo ponerse de rodillas.
Strode se rió.
–Las sorpresas son juego justo, Trouville ─se giró hacia Anne. ─¿Te contó de la vez
que me arrancó de mi sueño de la misma manera, intentando dejar a mi esposa
viuda? Si no lo hubiera avergonzado para que me diera una pelea justa, estaría
muerto ahora, y él estaría casado con ella.
Se inclinó hacia Anne, levantó sus oscuras cejas y susurró como si se tratara de
una conspiración:
─Pero Dios le hizo cosquillas a su nariz, y ese estornudo fue su perdición. Y si
piensa que le daré una espada y dependeré de otra ayuda del todo poderoso, ¡está
terriblemente equivocado!
Anne miró de un lado al otro, confundida. No sabía que Edouard había venido a
Escocia antes.
Edouard se acercó a ella.
─Anne, debí…─
─¡Silencio! ─gritó Strode. Uno de los hombres golpeó con el mango de su espada
el abdomen de Edouard. –Buen chico.
Strode continuó como si no hubiera sido interrumpido, su voz era perfectamente
amigable.
–Veo que no sabe absolutamente nada, mi lady. Su tío, Hume, es padre de mi
esposa. Arregló un compromiso entre ella y este tonto de aquí hace unos cuatro
años. Pero siendo la valiente chica que es, Honor escapó de Escocia. Trouville vino a
reclamarla, ¡Ahora la situación es al revés! Ja, él palidece ahora.
Strode le ofreció a Edouard una sonrisa sucia.
─¿No quisiste que supiera que era tu segunda opción, eh? Bueno, te diré esto, no
es tan hermosa como su prima. Hume vino a ver a nuestro nuevo chico y confesó
este último truco suyo. Dijo que obligó a Anne a aceptar por deber. ¿La golpeó para
que le hiciera caso entonces, o la mató de hambre como hizo con mi dama?
¿Observaste orgullosamente mientras obtenías a una esposa dócil?
─¡Nadie me golpeó! ─declaró Anne. –Ni me mataron de hambre. ¡Me casé por
voluntad propia! ¡Pregúntale a cualquiera! ¡Ahora libera a mi esposo de inmediato y
termina con este sinsentido!
─Creo que no ─dijo Strode pensativamente. –Sé que Hume te amenazó de alguna
manera. Ninguna mujer se casaría con esta cosa sin que le apliquen alguna fuerza.
Pero intento solucionarlo de una vez por todas. No va a mantener a alguien de la
familia de Honor contra su voluntad. Le advertí que no viniera aquí.
Edouard aclaró su garganta y se enderezó. La miró directamente, con los ojos
ligeramente entrecerrados y miró rápidamente hacia la cocina. Ella siguió su mirada
para ver qué intentaba decirle.
Vio dos sombras deslizándose silenciosamente por las sombras, dirigiéndose al
fondo del salón y desapareciendo. Juzgando por su tamaño, supuso que debía
tratarse de Rob y Henri. Rezaba a Dios porque se escondieran. Anne empujó al
hombre que la sostenía y generó una distracción que puso todos los ojos sobre ella.
─¿No permitirás que hable?
Ambos miraron a Edouard.
–Habla entonces ─dijo Strode tranquilamente a Edouard. –Si crees que puedes
salir de esta hablando, de verdad me gustaría escucharte.
─No dejaré que mi lady crea que la tomé como reemplazo de alguien más, Strode
─dijo Edouard. –Amo a mi esposa.
─Oh, sí, y una vez decías amar a la mía también. ¿Quieres que le muestre a Anne
la verdad del asunto entonces? ¿Qué buscaste a alguien parecida cuando no pudiste
tener a mi Honor?
Le hizo señas a uno de sus secuaces que estaba cerca de la puerta del salón.
–Ve a traer a nuestra Lady. Deja a los guardias ahí para que cuiden las monturas,
ya que tenemos todo el control adentro.
Miró a Anne con una mirada de superioridad.
–No hay nadie que pueda causarnos problemas aquí, salvo su fino lord, de
cualquier manera. La liberaré de él con un movimiento de espada. ¿O cree que
deberíamos de colgarlo?
─¡Ninguna! ─contestó Anne, frustrada más allá de lo que podía soportar. ─¡No
puedes matarlo! ─miró a Edouard, que estaba encarando a su enemigo sin ningún
temor. Tenía una expresión de aburrida diversión. Si quería librarse de este esposo
suyo, ahora era el momento para ello.
Podría convencer a Strode de que no lo matara, sino que sus hombres lo
escoltaran a la costa y lo mandaran en un bote lejos de Escocia.
Sin importar lo que Edouard había hecho o planeaba hacer aquí en Baincroft, sin
importar las consecuencias de que se quedara, Anne no quería que muriera, o que se
apartara de ella, permanentemente o no. Era su esposo y lo amaba.
Por mucho que amara a Robert y quisiera que tuviera lo que era suyo por
derecho, por mucho que la reacción que Edouard tendría ante el hijo que esperaban
la preocupara, no quería dejarlo ir. Debía salvarlo si podía, y confiar en que haría lo
correcto para todos los involucrados. Había dicho que la amaba. ¿Habían sido verdad
esas palabras, o temía que se uniera en su contra con el Highlander?
Esperaron. Y esperaron. Aunque ya había pasado el tiempo suficiente para que el
hombre saliera de la muralla y volviera, aún no había vuelto con Lady Honor como le
habían instruido.
Strode comenzaba a impacientarse, y Anne podía entender por qué. Solo tenía a
un hombre vigilando a Simm y la pequeña multitud de sirvientes, uno sosteniéndola,
y uno vigilando los movimientos de Edouard. Debía tener a otros vigilando los
cuarteles donde estaban encerrados los hombres de Baincroft. Solo Dios sabía
cuántos esperaban fuera de la muralla con su prima, Lady Honor.
─¿Cómo entraste? ─preguntó Anne, intentando distraer a Strode de su obvia
impaciencia.
Él se acomodó mientras pateaba una silla y subía un pie sobre la mesa para hablar
hacia Edouard en lugar de ella.
–Nos encontramos con uno de tus hombres tomando el aire. Conseguimos que
nos abriera el portón en poco tiempo. Dijo que lo habías tratado injustamente, sin
darle ninguna tierra después de lo que había hecho por ti. Dijo que quería que
pagaras por eso.
Edouard exhaló sonoramente y sacudió la cabeza.
–Gui de Perrer, supongo.
─Sí ─contestó Strode. –Si querías venir aquí, hubieras hecho bien en dejar a ese
muchacho en Francia, Trouville.
─Por primera vez coincidimos en algo ─dijo Edouard pensativamente. Miró a
Anne. –Tendré que matarlo por esto.
Strode se rió felizmente y se levantó para rodear la mesa. Tenía las manos detrás
de él, se balanceó hacia atrás y adelante, burlándose.
–Incluso si tuvieras la oportunidad, se ha ido. Se fue tan pronto como abrió la
puerta para nosotros.
─Lo haría ─dijo Edouard con un bufido. –Ese cobarde.
Anne no podía soportar esto, que hablaran juntos como si Edouard estuviera libre
y no bajo amenaza de muerte.
─¡Demando que liberes a mi esposo y salgas de nuestro hogar! ¡No tienes ningún
derecho de venir y…!
Repentinamente Anne escuchó un fuerte aporreo. El Highander se giró para ver
quién lo había golpeado. Un sonido parecido rompió el repentino silencio y Strode
cayó de rodillas, apretando su frente.
El hombre que resguardaba a Edouard corrió con su maestro caído. Rob salió
corriendo de la entrada de la cocina. Blandía una daga y un sable que Anne reconocía
como de MacBain. Rob lanzó el sable a los pies de Edouard y rápidamente liberó sus
muñecas con un movimiento que dejó a Anne sorprendida.
Edouard tomó el sable con ambas manos.
El delgado guardia que sostenía a Anne la hizo a un lado para enfrentarse a
Edouard. La ira de Anne hizo erupción. Saltó a la espalda del hombre, clavó sus dedos
en su cuello, y lo pateó detrás de las piernas. Él intentó correr, pero se dobló,
removiéndose, con Anne sobre él. Robert se abalanzó hacia el brazo del hombre que
tenía la espada y lo atacó con ambos pies, Anne escuchó el sonido de un hueso
rompiéndose. Se apartó mientras Rob tomaba la espada abandonada y le lanzaba su
daga.
Simm había seguido su ejemplo y había atacado al distraído hombre que los
vigilaba. Los mozos y los demás añadieron su peso, sobrepasando al guardia.
El que había corrido a ayudar a Strode se giró, con su espada lista. Ahora Edouard
se enfrentaba contra dos, un guardia y el mismo Strode, que apenas había logrado
ponerse de pie. Edouard se enfocaba en defenderse.
Rob corrió por entre los combatientes hacia Strode. Por un momento se
quedaron mirando el uno al otro. Luego Rob levantó la pesada espada. Strode aceptó
el desafío. Sus espadas se encontraron, el metal resonó como el sonido de la muerte.
─¡No lo mates! ─gritó Anne. Lanzó la daga, que rebotó sin hacer ningún daño al
hombro de Strode.
Edouard rápidamente desarmó a su oponente, lo noqueó y lo dejó caer de
espaldas, dándose la vuelta para rescatar a Robert.
Con sangre cayendo del corte en su frente, Strode se rió mientras detenía la
espada de Rob con la suya.
─¡Santo cielo, tu niño es una maravilla, Trouville!
Clang. Fácilmente detuvo el siguiente ataque de Rob.
─¡Detente! ─gritó Anne, lanzándose hacia ellos. ─¡No lo lastimes!
Edouard bloqueó su camino.
─¡Strode! ─se acercó al hombre desde un lado. ─¡Es de Anne! ¡Deja que el chico
se vaya!
Strode se rió nuevamente, saltando hacia atrás para evitar el complicado golpe de
Robert.
─¿Qué lo deje en paz? ¡Ja! ¡Este niño quiere sangre! Déjalo luchar.
Edouard se acercó, pero Strode dio la vuelta, manteniendo a Robert entre ellos. El
enorme hombre seguía sonriendo y se arriesgó a guiñarle un ojo a Edouard. La
espada de Robert se clavó, accidentalmente clavando la punta en la rodilla de Strode.
─¡Ach! ¡Qué buen movimiento, muchacho! ─retrocedió nuevamente, casi
tropezando.
Incluso Anne podía ver que este hombre no era un verdadero rival. Strode
meramente recibía los golpes y blandidas de la espada de Rob, aunque lo convertía
en todo un espectáculo.
Miró rápidamente a Edouard y lo vio ocultar una sonrisa. También estaba
vigilando la posición de los hombres caídos para ver que no se levantaran y
consiguieran ventaja nuevamente. No había de que preocuparse. Al que había
golpeado seguía tan quieto como un muerto. Simm había desarmado al otro y lo
había dejado enterrado bajo una pila de sirvientes. Su propio guardia se había vuelto
una bola inútil, sin armas y sosteniendo su brazo roto.
Anne regresó su atención a su hijo. Robert gruñó fuertemente, obviamente
utilizando lo último que le quedaba de fuerza para levantar el arma una última vez.
Hizo una estocada poderosa, que Strode permitió que quitara el arma de su mano.
Con un enorme y teatral gemido por piedad, Strode cayó sentado en el suelo.
Cubierto de sudor, con el rostro rojo y respirando con dificultad, Robert se acercó
y levantó la espada, completamente preparado para empalar a su enemigo.
─¡Espera! ─gritó Edouard, apenas alcanzando a Robert a tiempo y apartando la
espada. Robert levantó la mirada, cuestionando el movimiento. –Piedad, Robert ─le
aconsejó Edouard. –Te ruega piedad.
Anne corrió hacia ellos y tomó a Rob en sus brazos.
─¡Oh, Rob!
─Apártate, Anne ─dijo Edouard con una voz grave. –No es un niño.
─Pero lo es ─susurró, aunque Rob luchaba en su abrazo.
─Suéltalo ─demandó Edouard, sus manos tomaron sus hombros con la suficiente
fuerza para dejar marca.
Anne hizo caso. Robert le ofreció sus manos para ayudarla a levantarse. Qué
difícil era dejar de ver al niño y ver al hombre en que se había convertido.
Edouard puso un brazo en los hombros de Robert por un instante y le regresó la
pesada espada.
─Levántate, Strode ─ordenó, pateando ligeramente al hombre.
La voz de Henri llegó desde la puerta del salón.
–Hemos asegurado a los otros, padre.
─Y se tomaron su tiempo haciéndolo ─gruñó Edouard en respuesta. ─¿Hay algún
herido?
─Robert está loco con esa honda. Alguien podría perder un ojo. Estaba
sintiéndose tentado. Hay más afuera, pero no podemos determinar cuántos. Conté
once monturas y un carro de algún tipo, pero está demasiado oscuro para estar
seguro.
Algunos de sus hombres entraron después de Henri. Supuso que el resto estaban
vigilando a los hombres de Strode.
El Highlander se levantó, sonriendo y sacudiéndose el polvo. Luego le hizo una
reverencia a Robert.
–No soy rival para ti, muchacho. Nunca había visto algo así.
Rob levantó la barbilla y echó los hombros hacia atrás.
–Deja en paz pade. Ve’e. Tú mue’es22.
Anne vio la expresión de seria consideración en el rostro del hombre.
─¿Tú padre dices? ¿Es bueno contigo, niño? ¿Y con tu madre?
─¡Sí! ─declaró Rob mientras se acercaba a Edouard, para que estuvieran parados
lado a lado, con las espadas listas. ─¡Bueno!
Los ojos de Strode se encontraron con los de ella, y luego los de Edouard.
Obviamente notó el parentesco que Rob tenía con ella. Pudo ver el entendimiento
llegarle al intruso. Edouard era más que recibido aquí, como esposo para ella y como
padre para su hijo.
–Bueno, entonces les ruego su perdón ─dijo asintiendo firmemente.
─¡Tal como deberías! ─dijo Anne, cruzando los brazos sobre su pecho.
Edouard habló.
─¿Supongo que ahora piensas que perdonaré tu vida?
Strode se encogió de hombros.
–Bueno, yo perdoné la tuya hace cuatro años, Trouville. Y ahora somos familia.
─Éramos familia hace quince minutos cuando intentaste matarme ─le recordó
Edouard. Repentinamente, dejó salir un cansado suspiro y bajó la espada. –Mira,
Strode, todo esto es culpa de Hume, sabes. Deberíamos ir contra él juntos.
─Sí ─concordó Strode. –Dime, ¿le diste una razón para que te quisiera muerto?
¿Por qué más se hubiera asegurado de que viniera?
Anne sabía por qué, y ellos también tendrían que saberlo.
–Mi tío descubrió la sordera de Robert y temía que tú lo supieras y lo culparas
─explicó.
─¿Culparlo? ─preguntó Edouard. ─¿Él la provocó? ¿Cómo?
─¡No! ─dijo Anne girando los ojos. Los hombres podían ser tan tontos. Luego
Anne se dio cuenta de que las mujeres también podían serlo. Ella, en particular.

22
Deja en paz a padre. Vete. Tú mueres. (N.R.)
¿Cómo podría explicar que Hume temía que Edouard no querría que llevara a sus
niños si lo sabía? ¿Qué pensaría que era una esposa defectuosa y culparía a su tío por
organizar el matrimonio? ¡Maldita fuera por su lengua!
Bueno, si no podía evitar toda la verdad, al menos podría posponerla hasta que
arreglaran el asunto de qué hacer con Alan Strode.
–Eso no importa. Te lo explicaré luego ─dijo firmemente. –En este momento, me
parece que tenemos invitados. Este tonto hombre arrastró a mi prima por media
Escocia y la dejó afuera en la oscuridad.
Capítulo 19

Los celos atacaron a Anne con la fuerza del viento de una tormenta. La atraparon
desprevenida y sin ninguna advertencia.
Oh, había escuchado a Alan de Strode parloteando sobre el anterior amorío de
Edouard con su prima Honor, pero dadas las circunstancias, no lo había pensado
mucho entonces. La mayor preocupación de Anne había sido que Strode no matara a
su marido, y luego las siguientes peleas.
Una vez que Sir Alan había aceptado el hecho de que su matrimonio era
consensuado, él y Edouard se comportaban como aliados. Edouard había mandado
traer cerveza para que brindaran por su tregua, divirtiéndose planeando los castigos
más descabellados para su tío cobarde. Todo estaba muy bien hasta que los hombres
que Strode había dejado fuera de las murallas para buscar a su esposa habían vuelto
con ella.
Anne había visto a Honor solamente una vez. La recordaba como una señorita
pequeña, tímida, de cabello negro y doce años, que había acompañado al tío Dairmid
y la tía Therese a la boda de Anne con MacBain. Cuando su prima llegó esta vez,
Anne vio que ya no era pequeña, tímida, ni tenía doce años. No había duda de por
qué Edouard había luchado por la mujer.
Anne se sintió desarreglada y desalineada y como si Lady Honor tuviera una gran
ventaja en su contra. Arrastrada fuera de su sueño, su cabello esparcido en diversas
direcciones, aun cuando lo había intentado sujetar rápidamente, y deshecha por su
encuentro con el guardia, Anne deseaba esconderse. En su lugar, forzó una sonrisa y
un recibimiento.
–Prima, qué bueno verte después de tanto tiempo.
La otra mujer se rió.
–Aquí estamos, viniendo a asaltarte y darte comodidades, y tú tienes todo
solucionado sin nosotros. El hombre de Alan me explicó su error. Me disculpo por
esta intromisión, Anne. Dime que nos perdonas, pues solo pretendíamos hacer lo
correcto.
Anne se dio cuenta de que la sirvienta de la lady estaba parada detrás de ella,
sosteniendo a un infante de unos seis meses de edad, y dándole la mano a una niña
de cabello claro.
─¿Trajiste a tus hijos?
─Sí. Adam sigue siendo de brazos, y Kit nunca se quedaría atrás. Alan temía que
me podrías necesitar aquí una vez que se librara de tu conde ─le sonrió como si
pidiera perdón. –Parece que malentendimos completamente las circunstancias.
─No tiene importancia ─dijo Anne, aunque ciertamente la tenía. Su voz sonaba
artificial y poco sincera, incluso para sus propios oídos. Se arrepentía de eso, pero
esta era una mujer que Edouard había proclamado amar. Una por la que podía seguir
teniendo sentimientos, dado que se había casado con la prima de Honor que tanto se
le parecía. –Prepararé habitaciones para ustedes de inmediato.
─Oh, no hay necesidad de eso ─dijo su prima, poniendo una mano en el brazo de
Anne. –Ya casi amanece. Me parece que mi esposo y yo deberíamos despedirnos y
comenzar nuestro viaje a casa.
No era probable, pensó Anne para sí misma. No se quedaría parada junto a esta
mujer que estaba vestida como una princesa lista para ir a la corte, y dejar la
comparación guardada en los ojos de Edouard para siempre. Nunca. Al menos se
pondría presentable.
─¡Tonterías! ─dijo, más sinceramente esta vez. –Deberían quedarse un tiempo
con nosotros. Deberíamos de conocernos mejor, ya que no tienes más familia en
este país.
─¿Volvernos amigos? ─dijo Honor con una expresión de duda. Miró de reojo a
Edouard y Sir Alan, quienes se les acercaron, bebiendo juntos como viejos
camaradas. –Supongo que será lo mejor. ¿Puedes ver a esos dos?
El amor brillaba en los ojos de su prima. Anne solo esperaba que Honor lo
dirigiera hacia el hombre con tartán.
Sus esposos eran las personas más opuestas que había visto alguna vez. Edouard
parecía un hombre de la corte, aunque solo tenía puestos unos pantalones de caza
arrugados. Su cabello se veía tan desordenado como el de ella. Supuso que era su
sofisticación y comportamiento ecuánime el que le daba esa apariencia de caballero
noble, sin importar lo que trajera puesto. En cuanto al otro, Strode se veía del tipo
rudo, aunque apuesto a su propia manera. Alegre, un poco alocado, fiero, y aun así
compasivo, juzgando por su comportamiento con Robert. Ambos eran finos
especímenes, pero tan diferentes como la noche y el día.
Ambos se acercaron ahora, y Anne se tensó. ¿Edouard todavía amaba a Honor?
¿Deseaba con todo su corazón que no hubiera tenido que conformarse con una
pobre imitación de esta mujer?
─Lady Honor ─saludó Edouard a su prima y tomó su mano, llevándosela a los
labios. –Le damos la bienvenida. ¿Confío en que su viaje no fuera demasiado
incómodo?
─En lo absoluto, mi lord ─dijo Honor con un toque de travesura en su tono.
─¿Confío en que nuestra llegada inesperada no… lo incomodara de ninguna manera?
Edouard le sonrió mientras se levantaba de su reverencia.
–Desde luego que no, mi lady. Todo está siendo preparado para su visita, incluso
mientras hablamos. Mis documentos están escondidos, las joyas guardadas, las
armas resguardadas. No hay ninguna razón para que no recibamos su compañía con
completa felicidad.
Cuando el rostro de Strode se enrojeció, Anne temió otra pelea. Rápidamente le
ofreció su mano para distraerlo.
─¿Sir Alan?
Él se aclaró la garganta, aun fulminando con la mirada a Edouard por sus insultos
pronunciados con tanta facilidad.
–Sí ─luego levantó su mano de manera bastante superficial y la colocó en sus
labios.
Anne no tenía ninguna expectativa de que los siguientes días serían de unión
familiar.

*****

Edouard solo había medio escuchado los parloteos de Strode sobre Hume. Ese
recibiría lo que se merecía cuando llegara a Francia. El Rey Philip no se tomaría bien
que alguien quisiera tomar ventaja buscando relacionarse con el Conde de Trouville.
La atención de Edouard se quedó fija en Anne mientras ordenaba las mesas y
colocaba la comida para los invitados.
Tan pronto como terminó, se disculpó y subió las escaleras. Edouard rápidamente
hizo lo mismo. El estado en que estaban vestidos (o mejor dicho, no lo estaban) daba
la excusa perfecta para que fueran a hablar en privado.
Necesitaba desesperadamente explicarle sobre su anterior compromiso. Después
de las miradas aprehensivas que le había dirigido a él y a su prima, Edouard no tenía
dudas de cómo se sentía Anne. Creía que solo era una pobre consolación que su tío
le había ofrecido cuando su matrimonio se terminó.
Desde luego, el hecho de que en realidad lo era no sería algo fácil de negar. Si
había un momento para mentir juiciosamente era este. Ninguna mujer de su tipo
aceptaría ser jamás la segunda opción. Anne podría ser exactamente eso por la
manera en que se habían desenvuelto las cosas, pero realmente no lo era.
Las dos tenían más en común de lo que había pensado originalmente. Eso haría
que este intento de diplomacia se volviera incluso más difícil. Anne se parecía tanto a
Honor, mucho más de lo que había admitido. Sus edades apenas eran diferentes,
Anne era más grande y ciertamente la más sabia de las dos. Ahora, ¿cuántas mujeres
querrían escuchar cuanto admiraba su sabiduría? Ninguna.
Muy bien, el mayor atributo de Anne era su serenidad. Pero en el salón, Honor
había parecido la representación de la calma mientras Anne era quien se había
alterado. No podía culparla por eso después de ser capturada, derrotar a ese canalla
que la había detenido, y luego ver a su único hijo enfrentándose a un hombre adulto.
Dios Santo, la mayoría de las mujeres se hubieran desmayado antes de siquiera dejar
la habitación. No, no podía culpar a Anne por su intranquilidad. O por nada más. Era
su único y verdadero amor, y debía convencerla de ello de alguna manera.
Odiaba dar aplicaciones. En las semanas que había pasado ahí, había dado más
malditas explicaciones que en todos sus años combinados. Pero, incluso si esta vez
resultaba ser exitoso haciéndolo, Edouard no tenía esperanzas de que Anne lo
perdonara por todos sus errores anteriores. Su único deseo en ese momento era
prevenir que Anne perdiera su orgullo. Dios, pero tenía tanto. Ciertamente no dejaría
que perdiera ni lo más mínimo, y ciertamente no por algo que él había hecho.
─Es muy hermosa. Puedo ver por qué la amabas ─dijo Anne en el momento en
que entró en la habitación.
Edouard le agradeció a los cielos que le estuviera dando la espalda, porque si no
lo hubiera visto encogerse. No habría manera de ganar esto. Tendría que lanzarse de
clavado y esperar que el agua fuera lo suficientemente profunda.
–Supongo que Honor es suficientemente encantadora. Pero su cabello es
demasiado lacio.
Anne se dio la vuelta con una risa de incredulidad.
─¿Su cabello? ─sacudió su propia masa de olas enredadas sobre su hombro.
Edouard sonrió triunfalmente, pues ahora entendía.
─Una vez lo vi estando suelto. Juro que parecían hilos.
Ella puso las manos en su cadera y lo fulminó con la mirada.
─¿Y cuándo viste todos estos hilos en ella?
Edouard se aventuró a entrar más en la habitación y en la sartén que temía haber
creado.
–Uh, la noche que intenté reclamar su mano.
─¡Querrás decir matar a su esposo! ─lanzó sus manos en el aire y comenzó a
caminar con molestia, formando un pequeño patrón, bien lejos de él. –Sí, él dice que
actuaste igual de tonto con ellos. ¡La amabas tanto que ibas a asesinarlo en su propio
salón! ¿No es verdad?
─¿Amarla? ─repitió Edouard. ¿Dónde estaba su diplomacia cuando la necesitaba?
–No. Anne. Pero había herido mi orgullo al huir de mí, así que fui tras de ella para
recuperarme. Solo la había visto algunas veces en la corte con su padre. ¿Cómo
podía amar a una mujer a la que apenas conocía?
─¡Dijiste que lo habías hecho! ─acusó Anne.
Edouard sacudió la cabeza.
─¿Me escucharás? Honor era diferente a las mujerzuelas de la corte. Necesitaba a
una esposa, una madre para Henri. Ella parecía una buena opción, así que Hume y yo
hicimos un acuerdo. Admitiré que la admiraba. Cuando nos engañó a todos, me
enfureció. Esa es la razón por la que vine a buscarla. La única razón. ¡Orgullo! Y
Strode lo destrozó rápidamente. Ella lo ama y él a ella. Estoy seguro de que puedes
verlo.
Ella se quedó en silencio, azotando un pie contra el suelo y mirando hacia afuera
de la ventana. Él continuó:
─Hume sugirió que fueras mi esposa, o si no nunca hubiera sabido que existías.
Todavía necesitaba casarme, tanto por el bien de Henri como por el mío, así que
accedí a venir aquí para ver si seríamos buena pareja.
Luchó por encontrar las palabras que la tranquilizarían. La verdad tendría que
bastar.
–En el momento en que te apareciste frente a mí, supe que eras la adecuada. La
única que podría serlo. Lo que fuera que sentí una vez por tu prima hace cuatro años
no tuvo nada que ver con esa decisión.
─Excepto porque me parezco a ella ─le recordó Anne. –Al menos cuando estoy
vestida decentemente. Incluso entonces me ves como una pobre sustitución. Sigues
amándola. Eso es obvio.
Él se pasó una mano por el cabello y dejó salir su aliento de golpe, aferrándose a
su calma por un delgado hilo.
–Estás gravemente equivocada, Anne, y solo ves lo que temes.
─¡Temer! ─gritó Anne, lanzando sus manos en el aire. ─¿Piensas que temo que la
ames? ¿Por qué debería? ¿Qué me importa a quién ames?
Pero le importaba, pensó Edouard sonriendo en su interior. Le importaba mucho.
Se le acercó cuidadosamente.
–Anne, te amo. ¿Tienes idea de lo hermosa que te ves justo ahora?
─¡Ja! ─gritó. ─¡Si no lo sabré! ¡Un arrugado y sucio vestido, y el cabello volando
como la cola de un caballo! Puedo imaginarme cómo me ves junto a esa niña.
─Sí, una niña, Anne. Pero tú eres una mujer. Cuatro años más sabia y con una
belleza completamente madura. En cuanto al estado de tu vestido, puedes culpar a
Strode por eso. Él fue quien te sacó de tu sueño con amenazas, no yo ─se detuvo y se
quedó pensativo. –Y se lo agradezco.
─¿Se lo agradeces? ─Anne se paralizó, sus cejas descendieron, su cuerpo se tensó.
─¿Estás loco?
Edouard se encogió de hombros, pero no ocultó sus sentimientos. La dejó ver la
admiración que sentía por ella.
–Si Sir Alan no hubiera hecho lo que hizo, quizás nunca te hubiera visto de esta
manera. ¡Quizás nunca hubiera podido presenciar el valor que tienes! ¡Qué espíritu
tan fiero!
Había visto el valor y el espíritu de Anne muchas veces durante las últimas
semanas, desde luego, pero no con tanto vigor. Edouard necesitaba tocarla,
sostenerla, y disfrutar de su fuego, pero sabía que todavía no era el momento.
─Anne, siempre me maravillas, pero nunca te he amado tanto como en este
momento. Y todo por tu desarreglo, nunca te había visto tan hermosa.
Eso la detuvo en frío. Edouard vio una serie de emociones recorrer su rostro, una
después de la otra. Sorpresa. Incredulidad. Esperanza. Negación.
Luego sus ojos se entrecerraron y cruzó sus brazos sobre su pecho.
─¡Entonces eres un tonto ciego! Soy un desastre ─apartó la mirada de él,
abrazándose a sí misma. Cuando habló, sonaba resignada. ─¿Me dejarás ahora? Me
lavaré y me vestiré adecuadamente para nuestra… compañía.
─Al demonio la compañía, Anne. No te dejaré en este estado, dudando de ti
misma de esta manera.
Se acercó a ella, con los brazos abiertos para abrazarla, pero ella se apartó.
─¡No es de mí misma de quien dudo, esposo! ¡Es de ti!
Dudaba de ambos y Edouard lo sabía. Su paciencia tambaleó.
─¡Bien! Pero si estás tan deseosa de deshacerte de mí, ¿por qué le rogaste a
Strode que perdonara mi vida? Mi muerte hubiera resuelto todos tus problemas, ¿no
es verdad? Si te hubiera hecho una viuda, como era su intención, ¡estarías libre de
todas estas dudas! ¡Libre de mí!
Ella gimió, pero no podía decir por qué ya que rápidamente le había dado la
espalda. Una cortante despedida. Un rechazo, más obvio que cualquiera que hubiera
visto.
Frustrado por haber fallado, Edouard se dirigió hacia su cofre de ropa, tomó
prendas limpias, y dejó la habitación sin decir otra palabra. Bajó las escaleras
corriendo y se dirigió a la habitación de baños.
Qué hiciera lo que quisiera. ¿Qué le importaba? Nunca lo amaría ahora. No que
hubiera tenido muchas esperanzas de ello después de su última discusión sobre
Robert.
Hubiera hecho que descansara respecto a eso también, si no fuera porque le
había lanzado su amor de vuelta en la cara, totalmente no deseado. Que se la llevara
el demonio entonces. Ya había sobrevivido a dos matrimonios sin amor, y bien
podría soportar otro si tenía que hacerlo.
Frotó su pecho, deseando que pudiera librarse de todo el dolor que sentía en él.
Pero Anne se había asegurado de que se quedara ahí permanentemente y Edouard
sabía que tenía que vivir con él.
Había esperado no encontrar una multitud en la casa de baños, pero el escándalo
que pudo escuchar mientras se acercaba le dijo que tendría que lidiar con ello.
Sus hijos se lanzaban agua el uno al otro desde tinas separadas mientras Alan de
Strode se les unía en sus risas. Las cosas eran demasiado alegres para el humor de
Edouard.
─¡Henri! ─gritó por sobre el alboroto. ─¡Detén este juego inmediatamente!
El silencio se extendió y tres rostros lo vieron a la expectativa. Vio que nadie tenía
ningún miedo. ¿Había perdido por completo su habilidad para intimidar a las
personas? En lugar de ponerlo a prueba ahora, Edouard logró una expresión lo
suficientemente agradable.
–Ustedes dos vístanse y vayan a ayudar a su madre. Tenemos invitados a los que
atender ─miró a Strode. –Yo atenderé a este.
Los niños obedecieron inmediatamente, saltado del agua y tomando ropa
escurriéndose, que habían mojado con sus juegos. Henri golpeó a Robert con una de
las suyas, ganando un gemido y una amenaza distorsionada.
Edouard los ignoró mientras se desvestía y se sumergía hasta los hombros en la
bañera que Henri había dejado. Un bendito silencio surgió después de que los niños
salieran corriendo, azotando la puerta detrás de ellos. Se recargó cuidadosamente,
descansando su cabeza en la orilla de la tina. El golpe que lo había dejado sin sentido
y todo lo que le siguió lo habían dejado con un dolor de cabeza.
─Me agradan tus chicos ─dijo Strode perezosamente. Él también estaba
recargado, con los brazos extendidos, dando golpecitos con sus dedos en la orilla de
la tina.
─Bien. Puedes quedártelos ─contestó Edouard fácilmente mientras sus párpados
se cerraban. –Dime que todos planean irse inmediatamente.
Strode se rió.
–Si fueras serio, me sentiría honrado de cuidar de cualquiera o de ambos.
─Sobre mi cadáver ─dijo Edouard tranquilamente, sin siquiera abrir los ojos. –Y ya
perdiste tu última oportunidad de que eso pase.
Strode se levantó con un sonido de chapoteo. Edouard lo vio por la posibilidad de
que quisiera intentarlo nuevamente, pero el hombre solo se estaba enjabonando
vigorosamente. Después de que hubo terminado, y se había sumergido en el agua
sacando solo la cabeza, habló de nuevo.
–Tu Robert detuvo a tres de mis hombres en el patio con sus pequeñas rocas y
honda. Henri los ató rápidamente y liberaron a tus hombres. Trabajan bien juntos.
Edouard solo pronunció un gruñido, aunque sintió el orgullo surgir en él como
una tormenta. Sus buenos hijos.
─Robbie te salvó la vida, ¿sabías?
─Mmm─hmm ─reconoció Edouard. –Pero sabía muy bien que no tenías
intenciones de matarlo incluso antes de retarte.
─¿Eso crees? ─preguntó Strode, claramente preocupado. –Debí haber fingido
mejor entonces.
Edouard se rió y dijo con seguridad.
–Lo sabía antes de levantar esa espada o nunca lo hubiera hecho. Robert es
bueno juzgando a las personas. Contó con tu incapacidad de matar a un niño. Esa era
su verdadera arma.
─¿Y cómo sabría eso?
─Tus ojos ─dijo Edouard. –Apostaría a que te miró a los ojos antes de hacerlo, ¿no
es cierto?
─Sí ─admitió Strode rápidamente. ─¡Pero el pequeño granuja me hubiera matado
sin problemas si no lo hubieras detenido!
─Eso creo ─concordó Edouard, incapaz de contener una enorme sonrisa. –
Entonces, tú debiste contar con mi piedad.
─No exactamente ─le confió Strode. –Pero no pensé que dejarías que el chico de
Anne cargara con la pena de mi muerte. Ni terminarías la muerte por él y lastimarías
su orgullo.
─Entonces era tu arma contra la mía. ¿Tengo razón?
─Bueno, por lo menos nadie murió ─suspiró con fuerza Strode. –Todo este
razonamiento me da hambre.
Salió de su tina, encontró una tela, y talló su cabello.
–Ya que me mantuviste con vida, lo menos que puedes hacer es alimentarme.
─Que pronto haces que me dé cuenta de mis errores ─gruñó Edouard mientras
abandonaba renuentemente su baño y comenzaba a secarse.
─¿Vas a perseguir a ese que nos ayudó? ─preguntó Alan.
─¿Perrer? ─preguntó Edouard mientras se colocaba la camisa. –No hay necesidad.
Después de la manera en que me traicionó, nadie lo contratará ahora.
Strode sonrió.
–Entonces tendremos que ver que la noticia se extienda, ¿eh?
Edouard no pudo evitar sentir algo de agrado por este patán ruidoso y peludo.
Incluso cuatro años atrás, enfurecido por una poca común derrota y la pérdida de su
compromiso, Edouard había entendido que Alan de Strode era un hombre bueno y
honorable. No tenía civilidad. Podía mejorar, pero todavía hablaba como un
Highlander tosco.
A veces también se vestía como uno. Edouard miró de reojo al escocés
acomodando ese maldito tartán suyo. Pero Strode podría ser una fuerza poderosa a
la que llamar en tiempos de problemas. Si el hombre lo quería, desde luego. Se veía
casi demasiado afable, y bastante incapaz de guardar rencor. La preocupación por la
prima de su esposa lo había llevado ahí, no la venganza. Quizás incluso se convertiría
en un amigo.
Edouard no pensaba haber tenido un verdadero amigo alguna vez, uno que no le
debiera nada y no quisiera nada de él. La idea parecía un poco extraña, pero
interesante y compleja.
─Dime, Strode. Si pudiéramos dejar todas nuestras diferencias detrás de
nosotros, ¿podría contar contigo como un aliado?
─No, eso no ─dijo el caballero seriamente.
─Ah, ya veo. Por Honor ─adivinó Edouard, aceptando la negación. Apartó la
mirada y ajustó el cinturón bajo su túnica, esperando que Strode no notara su
decepción.
─En parte por ella ─admitió Strode. –Y también está tu Anne. Son primas, después
de todo, así que somos familia, no simples aliados. Esto es un poco más obligatorio.
Sonrió y le dio una fuerte palmada en la espalda mientras salían de la habitación
de los baños.
–Eso tiene algo de bueno. Verás, tienes que ser amigable con tus aliados. ¿Pero la
familia? Puedes dejarlos rojos a golpes cuando te molestan. ¿Verdad, Ned?
¿Ned? Sí, golpear a Strode hasta que se pusiera rojo sonaba tentador. Edouard se
rió en lugar de eso, y se sintió bien hacerlo. Su humor había mejorado
considerablemente, a pesar de sus problemas recurrentes con Anne. Ahora que
pensaba en ello con la cabeza clara, esos celos de ella podían no significar odio. Ella
lo quería, ya fuera que lo admitiera o no.
Capítulo 20

Anne sostuvo al bebé. Dado que Honor se lo había confiado, tuvo poco que decir
al respecto. Lo abrazó contra ella y la suavidad de su cabello hizo cosquillas en su
nariz. El suave aroma a leche del niño hacía que su propia matriz se llenara de
anticipación.
Presionó sus labios contra la inocente cabecita y repentinamente se alegró de
que su prima había dejado que la sirvienta se fuera después de la cena. Hasta ahora,
sus preocupaciones sobre la reacción que tendría Edouard ante la nueva vida en su
interior casi habían extendido por completo su felicidad de volver a ser madre.
Después de que el invierno se derritiera para dar paso a la primavera, sostendría
a su propio niño así de cerca y lo amaría con todo su corazón, justo como había
hecho con Robert. Anne decidió justo en ese momento que no permitiría que sus
preocupaciones por el bebé ensombrecieran su felicidad. Se aferraría a la esperanza
de que naciera saludable, pero si esa esperanza era destrozada, lidiaría con este niño
justo como lo había hecho con Rob. Y sabía que tenía que confiar en que Edouard le
ayudaría a hacerlo.
Él no despreciaba a Robert ahora que sabía todo sobre él. Simplemente no daba
crédito a las habilidades de su hijo. No podía culparlo por eso. Nadie, salvo aquellos
que amaban a Rob y habían visto sus logros durante estos últimos diez años, lo
creería lo suficientemente valioso para respirar una vez más. Maldición de Dios,
dirían. Justo como MacBain había creído. Pero Edouard no pensaba eso. Nada de lo
que había hecho desde que se había enterado daba una indicación de ello. Y si
pensaba que Robert era una maldición, entonces era seguro que no lo creerá de su
propio hijo.
El bebé de Honor bostezó y se acurrucó contra ella. Anne sintió su suave aliento
contra su cuello. Anhelaba el día en que sostuviera de igual manera al suyo. El hijo de
Edouard. Un tesoro de cabello oscuro y ojos cafés que le recordaría a Anne que su
esposo al menos la había querido durante un corto periodo de tiempo.
Se arrepentía de sus duras palabras contra él. Con todo lo que había que hacerse
para preparar las habitaciones y las comidas, Anne no había tenido tiempo de
intentar arreglar las cosas. No, no era verdad, tenía que admitirlo. Había evitado a
Edouard salvo en la mesa, donde era imposible. Él la trataba con todo respeto como
si nada hubiera pasado para prevenirlo. Eso solo aumentaba su culpabilidad.
Había tratado a Honor con la misma cortesía, lo cual incrementaba los celos de
Anne. Celos y culpa. Qué sentimientos tan básicos, pensó con una oleada de auto
desprecio. ¿Cómo podía esperar el más mínimo afecto de Edouard si albergaba tales
emociones oscuras? Si su esposo aún tenía sentimientos por Honor, Anne sabía que
nunca los dispersaría con acusaciones enojadas. Cómo desearía que deshacerse de
sus demonios, correr hacia él y rodearlo con sus brazos. Confiar en él
completamente.
Honor acababa de sugerir que ella, Anne y los pequeños dejaran el solar y se le
unieran a los hombres que se sentaban jugando junto al fuego del salón. No entendía
por qué lo había sugerido. Su visita en el solar no había sido cómoda en lo más
mínimo, considerando que eran dos primas que se habían reunido después de un
largo tiempo. Anne aceptó la culpa por ello con una ola de vergüenza.
Honor había recorrido todo este camino con dos niños, solo para darle consuelo
en un momento difícil. Incluso Edouard, quien había sido víctima de sus buenas
intenciones, había ofrecido a sus invitados una bienvenida una vez que la verdad se
había aclarado. ¿Cómo podía ella hacer algo menor?
Edouard levantó la mirada y le ofreció una sonrisa gentil desde el otro lado del
salón, donde estaba jugando al ajedrez con Sir Alan. Rob y Henri estaban sentados
cerca con un tablero de chaquete, jugando a ser adultos.
Honor había vuelto al solar para tomar a su hija de debajo de una silla, donde
había acorralado a uno de los gatos atigrados. Anne se quedó parada en la puerta,
esperándolas.
Miró de reojo al interior, divertida por la postura poco digna de Honor. Su prima
estaba en cuatro patas, con la espalda más elevada que la cabeza, negociando con su
hija de cuatro años. Anne podía simpatizar, como cualquier madre, y su corazón se
sintió repentinamente más ligero.
Honor levantó la mirada, exasperada.
─¡Parece que se atoró! ─declaró.
Anne apretó los labios para evitar reír.
─¿El gato o la niña? ─preguntó finalmente.
Su prima se puso sobre sus rodillas y luego se desequilibró, impacientemente
acomodando su cabello suelto bajo su adorno en la cabeza.
–Me rindo.
Anne se unió con Honor en el solar.
─Quieres que nos vayamos ─dijo su prima, ─y prometo que lo haremos tan pronto
como hayamos tenido una noche de descanso en una cama.
─No he sido del todo agradable, Honor, y soy yo quien lo lamenta. ¡Deberíamos
comenzar de nuevo, tú y yo! ─declaró Anne. –Pero primero, toma al bebé y déjame
ayudarte con…
Justo entonces, el gato salió desaforado de su santuario con un maullido
desgarrador. La hija de Honor salió de la habitación con sus pequeños dedos
enredados en la cola del animal.
─¡Suéltalo, Kit! ─gritó Honor. ─¡Suelta a esa bestia en este instante!
El gato se defendió, trazando dos líneas en el brazo de la niña. Una vez libre, el
animal desapareció por la puerta del solar, haciendo que Sir Alan tropezara. El
enorme caballero cayó hacia adelante, con su tartán levantándose y revelando una
vista bastante interesante.
Anne había retrocedido contra una pared, acunando al bebé despierto, quien
lanzó un alarido capaz de hacer temblar a los muertos.
Sus ojos se encontraron con los de Edouard cuando entró corriendo. Con los
labios apretados y los hombros sacudiéndose con diversión, le ofreció una mano a Sir
Alan. Luego levantó la pesada silla lejos de la niña gritando, mientras su padre la
levantaba a ella.
─¡Discúlpennos, por favor! ─gritó Honor por encima del horrendo escándalo. Le
quitó a Anne al bulto escandaloso que era su hijo. ─¡Nos iremos a la cama!
─¡Buenas noches! ─le gritó Edouard. Anne se hubiera adelantado para escoltarlos,
pero él tomó su brazo. ─¡Manda a Rob! ¡Él es el único protegido contra todo ese
escándalo!
Anne colapsó contra él, sin poder evitar reír. Cuando se recuperó, sus invitados
habían encontrado su propio camino. Los sonidos lejanos indicaban una larga noche
esperando a su prima.
─Anne ─dijo Edouard suavemente, sonriéndole con ternura. Acarició su rostro y
se inclinó para darle un beso en los labios. –Si tan solo creyeras cuánto te amo.
─¿Qué hay de Honor?─ susurró contra su boca.
─¿Quién Honor? ─preguntó, acercándola, comenzando nuevamente el beso,
profundizándolo hasta que sus rodillas se volvieron demasiado débiles para
sostenerla.
Cuando finalmente liberó su boca, besó su oído.
–Debes referirte a esa mujer que grita como un comandante en la batalla y que
gatea por el suelo. Qué inapropiado. Strode tendría que disciplinarla, aunque no
puedo decir mucho por su propia dignidad.
Anne le sonrió.
–No estás siendo justo.
Él se inclinó y mordió su lóbulo.
–Ah, pero tú eres lo suficientemente justa por los dos. La Justa Anne, quien es lo
que todas las mujeres deberían ser ─sus manos se movieron para tomar sus pechos.
–Deberíamos decir que el día terminó por hoy, ¿o que la noche comenzó?
─Sí ─concordó, sin poder respirar por la necesidad.
Juntos, con los brazos rodeando al otro, dejaron el solar para ir a la cama. Cuando
Edouard se detuvo en el salón para tomar una vela que iluminara el camino, Henri y
Robert levantaron la mirada de su juego y le desearon buenas noches.
─De verdad son hermanos ahora ─señaló Anne, mientras ella y Edouard subían las
escaleras juntos.
─Camaradas y amigos de por vida ─concordó. –Una batalla compartida puede
lograr eso ─la miró, acariciando su cintura con su enorme mano. –Puede ser que
pienses lo mismo de mí después de lo que ha pasado desde la noche pasada.
Ella le regresó la mirada.
–Mucho más que eso.
─Finalmente ─dijo con ese tono seco suyo. –Debí haber dicho algo bien para
variar.
─Sí, lo hiciste. Y yo tengo mucho que decirte, Edouard ─confesó cuando entraron
en la habitación.
Él dejó la vela y la tomó entre sus brazos.
–Si consiste en más de dos palabras, tendrá que esperar hasta la mañana.
Anne sabía las dos palabras que quería, pero había otras que tenía que decir
primero.
–Por favor, Edouard, escúchame.
─Ahora te saliste con la tuya, con dos palabras más de las que permití. Tan típico
de las mujeres.
Sacudió la cabeza en fingida desesperación, luego la levantó y la colocó sobre el
cobertor de pieles.
–Hora de la cama.
─Tan típico de los hombres ─lo regañó, mientras tomaba las ataduras de su
vestido.
Edouard se quitó el cinturón, tiró su túnica, y se liberó de lo que quedaba de sus
ropas antes de que Anne pudiera terminar con las suyas.
Anne estaba consciente de su urgencia mientras la ayudaba a terminar y se le
unía en la cama. Pero no se movió para tomarla inmediatamente como pensó que lo
haría. En su lugar, se recostó, recargándose en un brazo para poder verla.
–Entonces, ¿qué es tan importante, mi amor? Te escucharé.
Anne se preguntó cómo comenzar. Dudosamente, colocó su mano sobre el
corazón de Edouard, sintiendo su rápido ritmo. El calor emanaba de su cuerpo como
unas brasas bien alimentadas.
–Sé que me quieres, Edouard. Y yo te quiero a ti. Desesperadamente.
Él se movió para besarla, pero ella lo mantuvo lejos.
–Esto primero, o perderé mi valor ─lo miró a los ojos. –Tengo que confiar en ti,
Edouard, y no tienes idea de lo difícil que es para mí hacerlo.
Él le sonrió y acarició su mejilla, levantó un mechón que casi cubría su ojo y lo
colocó detrás de su oreja.
–Nunca traicionaría tu confianza, dulzura. Nunca.
Ella tragó saliva con fuerza, determinada a darle lo que una vez había decidido
que no le daría a ningún hombre. Lo amaba más allá de la razón. Él había dicho que
la amaba, y tenía que creerle. Anne se recordó a sí misma que Edouard nunca había
hecho nada para dañarla a ella o a su hijo.
En el incidente con Alan de Strode, Rob había exhibido una imprudencia que
hacía que incluso Anne se cuestionara lo sabio que sería gobernando Baincroft. Había
atacado a un hombre que tenía tres veces su tamaño, justo como Edouard le había
advertido que lo haría. En ese momento, la herencia de Robert era la menor de sus
preocupaciones.
Tenía que compartir el secreto que llevaba en su interior. Edouard debía saberlo
todo, incluso sus peores miedos.
─Vamos a tener un niño ─susurró, casi ahogándose con las palabras.
La mano de Edouard se quedó quieta sobre su mejilla. Una expresión de felicidad
atravesó su rostro.
─¡Oh, Anne! ¡Había esperado esto!
Ella se le quedó mirando directamente a los ojos, lista para buscar una mentira.
─¿Lo amarás? Sin importar lo que pase, ¿me prometes eso? Quiero tener tu
palabra.
Él se rió, un sonido corto que estaba lleno de incredulidad de que pudiera hacer
semejante pregunta.
─¡Qué tontería! Desde luego, lo amaré.
─¿Incluso si nunca puede escuchar que se lo digas? ─preguntó suavemente,
retorciéndose en su interior cuando vio que le llegaba el entendimiento.
Edouard cerró los ojos y soltó un suspiro a través de sus dientes apretados.
Cuando la miró nuevamente, vio sus lágrimas. No caían, pero brillaban con ferocidad.
─Podría no pasar ─dijo, incapaz de no compartir una pequeña cantidad de
esperanza en su corazón. –Lo que provocó que Rob sea así todavía sigue siendo un
misterio. Aunque he escuchado que la sordera normalmente visita a los miembros de
la misma familia. Mi madre me dijo una vez que su padre no podía escuchar bien.
Sintió el débil temblor de Edouard mientras rápidamente se deshacía de su
sorpresa.
–Ese debió ser el padre de Hume.
─Sí ─concordó Anne.
Él sonrió, pero parecía forzado.
–Tu tío ciertamente escucha muy bien. Quizás la edad causó la aflicción de tu
abuelo. Los niños de Lady Honor parecen estar bien.
Anne asintió, aferrándose a cualquier consuelo en el que pudiera pensar.
–Es cierto, aunque he de decir que esa hija suya parece no querer escuchar.
Probablemente es demasiado pronto para juzgar la condición del bebé.
La boca de Edouard se torció en lo que parecía una sonrisa autentica.
–Bueno, ¡sabemos que ninguno es mudo!
Anne apreció su habilidad de ser capaz de encontrar humor en cualquier tema,
sin importar lo oscuro que fuera. Siempre se había sentido culpable de hacer eso,
aunque el mismo Rob muchas veces bromeaba sobre su incapacidad para escuchar.
También lo usaba para su ventaja más veces de las que le gustaría.
Edouard se recargó y colocó su cabeza en su hombro, acariciando su cabello.
–La sordera de Robert no es completa, ¿o sí? Te escuchó silbarle para que bajara
de la muralla del castillo aquel día.
─Un silbido, el grito de su halcón, el ritmo de un tambor cuando hay música.
Sonidos agudos y graves ─Anne suspiró. –Solía preguntarme a mí misma por qué mi
hijo tenía que sufrir esto cuando es un chico tan bueno en todo lo demás ─se dio la
vuelta para poder ver el rostro de Edouard. –Tiene un buen corazón, Edouard.
Su expresión pareció pensativa.
─¡No necesitas decírmelo, lo sé muy bien!
─He aceptado que no le permitirás quedarse con Baincroft. Después de sus actos
descuidados de la noche pasada, admito libremente que tenías razón.
Edouard se levantó nuevamente, quitándola abruptamente de la cómoda
posición sobre su hombro.
─¿Qué? ¿Actos descuidados? ¿Es así como le llamas a defender su fortaleza?
¿Salvar mi vida? ─parecía casi molesto con ella. ─¡Anne, nunca en mi vida había
presenciado tal valor en alguien tan joven! Se encargó de cuatro hombres adultos
con esa honda suya, ¡luego desafió a Strode sin pensarlo dos veces!
Edouard hizo un sonido de auto burla.
─¡Y pensar que consideré convertirlo en un perezoso gobernador! Soy más que
tonto. Ese niño sería un mejor lord a los diez años que muchos que conozco con el
triple de su edad ─se rió de sí mismo nuevamente. ─¡Oh, nuestro Robert se encargará
de este lugar, en el momento en que consiga sus espuelas!
Anne se rió a través de las lágrimas que cayeron contra su pecho cuando lo
abrazó.
–Te amo, Edouard. ¡Te amo más de lo que podría expresarlo!
Él le devolvió el abrazo, uno no muy gentil que se sentía un tanto desesperado.
–Bueno, desde luego que sí ─su voz tenía un tono cínico que Anne ahora
reconocía como su defensa contra sus propios sentimientos sensibles.
Sintió sus labios recorrer su cuello y dejar un beso apasionado en la curva de su
hombro. Escalofríos de anticipación la recorrieron cuando su cálida boca comenzó su
exploración. Su aroma a especias la cubría, penetraba sus sentidos con visiones de
los placeres exóticos que le había ofrecido en sus encuentros anteriores. Sus manos
bajaron por su espalda, trazando la línea de su columna, encendiendo su cuerpo
mientras la mantenía cerca de él. El firme palpitar de su excitación presionada contra
ella, un pulso insistente que se repetía por el espacio vacío en espera de su invasión.
Edouard hizo un sonido de urgencia que sacudió su cuerpo más profundamente
de lo que cualquier frase bien pensada pudo haberlo hecho. Luego se colocó sobre su
espalda, todavía sosteniéndola para que quedara sobre su cuerpo. La luz del fuego
bailaba en sus facciones y resaltaba una extraña expresión sin ninguna precaución,
una expresión de necesidad que tiró de ella y los unió inmediatamente.
Su propio suspiro de bienvenida se perdió con su dura expresión de alivio. Las
manos que sostenían sus caderas ahora viajaban por su cuerpo, siguiendo la curva de
su cintura, y delineando sus pechos. Unos ojos oscuros mantenían cautivos a los
suyos con demanda pura.
Se había ido el cortesano sardónico y bromista que una vez se había burlado de
ella por su inexperiencia. Edouard la necesitaba. Se dio cuenta de que no era solo por
esto. Sentía una hambre mucho más profunda que eso, un dolor en su alma que
debía ser tranquilizado.
Toda la soledad, toda la falta de amor que había soportado estaba a la vista para
que pudiera verla. Sus palabras no fueron necesarias. El orgullo no lo dejaría, pero él
habló de corazón a corazón en ese momento.
Anne se inclinó hacia adelante y capturó su boca con la de ella, tocando y
proclamando por todas partes, moviéndose con él. Se reverenció en los rápidos y
pulcros movimientos de sus cuerpos y sus gemidos del placer más profunda mientras
la llenaba una y otra vez.
Su propia explosión la tomó por sorpresa, saboreando el reflujo de su pasión,
luchando por respirar y apretándose uno al otro en el despertar de la tormenta.
─Te amo ─dijo nuevamente para que le quedara claro. Y esperando que lo dijera
también.
─Sí, lo sé ─jadeó con una risa sin aliento y un abrazo confiado.
─Estás muy seguro de ti mismo, ¿verdad? ─murmuró, enredando pedazos de los
vellos de su pecho alrededor de su dedo.
─Mucho ─concordó.
Tenía una pregunta más, una que se sentía impulsada a hacer. Ya no había
ninguna otra duda entre ellos. Quería saber la verdad sobre los rumores que le
habían contado.
–Edouard, dime, ¿mataste a tus esposas?
Él la apartó y la miró hacia abajo, con una ceja levantada.
–Realmente no. ¿Mataste a tu esposo?
Ella levantó su propia ceja y lo miró a los ojos.
–No exactamente.
Su risa rompió la farsa.
–Nunca pensaste que fuera culpable de eso, no más de cuánto lo creí de ti.
Ella le sonrió perezosamente.
–Piensa lo que quieras.
─Pienso que fue una muy buena idea haber decidido que nuestra unión sería por
amor ─la besó suavemente y la acomodó en un abrazo. –Y lo es.
Anne se acurrucó contra la amplia calidez de su pecho, divertida con su fingida
presunción.
–No tuve nada que ver entonces. Todo fue cosa tuya.
Él se rió de nuevo, su suave eco se sentía dulce contra su oreja.
–Una cuestión fácil de resolver. No hay ningún problema en lo absoluto. Reconocí
de inmediato que había encontrado a una mujer gentil y dócil.
Ella tiró del vello de su pecho.
–Con toda tu sabiduría, nunca te equivocas, supongo.
Sus fuertes dedos tomaron su barbilla, levantándola para que mirara
directamente a sus ojos brillantes.
–Me equivoco demasiado, mi amor. Puedo admitir eso ahora con toda humildad.
Pero sobre esto, sobre el amor que tenemos el uno por el otro, sé que tengo razón
─una breve, casi imperceptible duda atravesó sus ojos. ─¿No es verdad?
Anne sonrió, con un corazón lleno de amor. Y confianza, finalmente. Dulce
confianza.
─¿Cómo podría una mujer gentil y dócil para discutir contigo? Una unión por
amor en efecto, si así lo quieres.
─Lo ordeno─dijo, sonriendo con su confianza restaurada. Acarició su cuello con
sus dedos. –Ahora veamos cuán dócil eres realmente.
Anne buscó su toque.
─¿Dócil dices? ¿También debo ser gentil, mi lord?
En las horas que los acompañaron hasta el amanecer, probó no ser ninguna. Y
ambas. Como siempre lo sería.
Epílogo

Edouard paseaba ociosamente por el techo de su nueva fortaleza, viendo


impacientemente hacia el camino que llevaba al sur. Hoy celebrarían la llegada de los
primeros invitados en el castillo que había tomado cinco largos y felices años
completar. Anne se recargó contra una de las almenas, disfrutando de la brisa del
verano que enfriaba sus mejillas y jugaba con su velo.
─Ya deberían haber llegado ─murmuró, metiendo sus pulgares en su cinturón.
Ella se rió.
─¿Tan deseoso estás de presumir nuestro nuevo hogar? ¿O es sobre aquella hija
nuestra de la que presumirás a Alan?
Él chasqueó la lengua ante eso.
–Nuestra Alys tiene modales, al contrario de esa gamberra suya. ¡Kit aterroriza a
todos los animales de este lugar, incluyendo a los humanos!
─Ya tiene nueve años, seguramente ha dejado tales bromas.
Edouard bufó.
–Bueno, incluso a los ocho debería haber sabido que no tenía que atar las colas
de dos ponis. ¡Esa niña no tiene ningún sentido común!
─Sabes que la amas, Edouard ─se burló Anne.
─Kit puede ser centrada cuando quiere. Solo que pocas veces lo quiere. La
primera vez que la vi siendo un bebé de brazos, le ofrecí a Alan una unión entre ella y
Henri. ¿Puedes creerlo? Lo dije como una broma, ¡pero el solo pensarlo hace que me
den escalofríos de horror!
─Cuidado con criticar a Kit, Edouard. Nuestra Alys no es ninguna santa, sabes.
─¡Ah, pero sí lo es! ¿Te dijo su nueva rima esta mañana? ¿La que Robert le
enseñó?
─¿La que está en escocés? ─preguntó Anne, poniendo una expresión amarga. –Sí,
lo hizo. ¿Quisieras saber el significado de esas palabras?
Él mordió su labio.
─¿Quiero?
─No, confía en mí. No quieres ─le aconsejó Anne. –Pero quizás quieras evitar que
se la diga a nuestros invitados. A menos, desde luego, que desees que Alan se
lastime a sí mismo cuando se caiga de la risa.
Las cejas de Edouard se juntaron.
–Tengo que hablar con ese hijo nuestro, ¡no te equivoques! Su progreso con los
idiomas es remarcable, considerándolo todo, pero enseñar a su hermana…
─Ahí. Ya vienen ─dijo Anne, señalando el camino. ─¿Todo está listo de tu parte
para la ceremonia de transformación a caballero de mañana?
─Oh, sí. Henri nos hará orgullosos, Anne.
─Pero cómo lo extrañaremos ─dijo tristemente. –París está tan lejos. Pero
supongo que debe completar su educación antes de hacerse cargo de tus estados
─afortunadamente, podría hacerse cargo de ellos, ya que el nuevo Rey no tenía el
mismo rencor que el Rey Philip. Edouard se había preocupado por el derecho de
nacimiento de Henri casi tanto como Anne lo había hecho alguna vez por el de
Robert. Ahora ambos hijos prosperarían.
─Al menos Robert seguirá con nosotros por algunos años ─dijo Edouard como
consolación. –Incluso cuando se vuelva caballero y tome control de Baincroft, no
estará lejos ─sonrió y tomó su mano. –Y nuestra Alys se quedará aquí para siempre,
desde luego, dado que ningún hombre es digno de ella.
Anne lo miró de reojo mientras comenzaban a bajar las prístinas escaleras
encaladas de su nueva fortaleza. A medio camino, él la giró y la tomó en sus brazos.
–Incluso cuando todos se vayan, Anne, yo estaré aquí para ti.
─¡Oh, gracias, mi buen lord! ─dijo secamente. –Eres tan terriblemente
benevolente.
─Lo soy ─anunció. ─¡Que no se te olvide! ─la besó sonoramente y luego apartó su
cabeza, sus brazos rodearon su cintura, sus caderas se presionaron contra las de ella.
─¡Qué visión de felicidad eres! Por culpa mía, desde luego.
─No tienes ninguna duda, ¿eh? ─dijo, apretando sus labios invitadoramente.
─Ninguna ─la besó, un beso rápido, amigable, e infantil, y luego inclinó su cabeza
a un lado y sonrió. –La vida raramente sale como uno la planea, sin importar cuan
cuidadosamente intente arreglarlo. Las cosas salen mal con tanta regularidad, que
casi lo espero. Pero aun así, por suerte o plan divino, todos los sueños se están
volviendo realidad. ¿Te diste cuenta de eso?
─Oh, todos los días ─dijo, riendo suavemente, sabiendo que su sonrisa torcida y la
luz burlona en sus ojos solo ocultaban una felicidad mucho más profunda. Una
felicidad que era su culpa, desde luego. No tenía ninguna duda.

Fin

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