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Revolucion Neogranadina La Feliz Catastr
Revolucion Neogranadina La Feliz Catastr
EL SIGLO DIECINUEVE
Hasta hace poco el siglo XIX fue visto de manera generalizada como el
teatro de todos los déficits colombianos. Como el anticipo de un destino
COLOMBIANO Autores:
nacional desgraciado, cuyo conjuro si acaso podría encontrarse en un nuevo
nacimiento, ilusión que durante años constituyó una autorización adicional Isidro Vanegas Useche
para ensayar remedios que incluían la violencia. Aquel relato, en apariencia Isidro Vanegas, editor Docente Universidad Pedagógica y Tecnológica de
riguroso pero con frecuencia carente de sustento, puede caracterizarse como Colombia – Tunja.
melodramático, por oposición a otro de naturaleza dramática, especie
esta de escenificación donde un autor introduce verdaderos contradictores Magali Carrillo - Daniel Gutiérrez Magali Carrillo Rocha
que portan ideales respetables y dilemas significativos que justifican que Luis Ervin Prado - Gilberto Loaiza Investigadora independiente. Miembro del “Grupo
ellos puedan encontrar simpatizantes y que a su vez sugieren preguntas de Investigaciones Históricas” GIHistor.
merecedoras de dilucidación. Adrián Alzate - Fernanda Muñoz
COLECCIÓN ESTUDIOS COLOMBIANOS Este libro prosigue, por diversas vías, la renovación que ha venido dándose Brenda Escobar Daniel Gutiérrez Ardila
en el estudio del siglo XIX colombiano. Él da un lugar preponderante a lo Centro de Estudios en Historia (CEHIS),
político como conjunto heterogéneo de espacios, lenguajes y dinámicas Universidad Externado de Colombia.
Otros títulos:
La Revolución Neogranadina en las cuales se pone en juego no sólo el control del poder del Estado
entre actores nítidamente delimitados sino también la representación y el Luis Ervin Prado Arellano
modelamiento de la sociedad mediante sus tensiones y la participación Docente Departamento de Historia Universidad
de múltiples sujetos. Subraya, igualmente, la rica participación social, no del Cauca. Candidato a doctor en historia
COLECCIÓN LA CIUDAD Y EL HOMBRE solo por parte de las élites, contrastando así la interpretación que sigue latinoamericana, Universidad Andina Simón
dibujando un siglo colmado apenas de exclusiones. Da también una cabida Bolívar, Quito.
La sociedad monárquica en la América inusualmente importante al Cauca, no solo por haber ocupado casi la mitad
del territorio nacional, sino también porque allí tuvieron origen varias de Gilberto Loaiza Cano
Isidro Vanegas
hispánica
las más significativas movilizaciones políticas y sociales de nuestra historia, Profesor titular del departamento de Historia de la
El constitucionalismo fundacional cuyo conocimiento debería hacer a esa región y al país, un lugar menos Universidad del Valle.
sombrío y predecible.
Adrián Alzate García
Estudiante del Doctorado en Historia Atlántica de
la Florida International University, Miami.
Fernanda Muñoz
Estudiante del Doctorado en Historia (generación
2015-2018) del Colegio de México.
Comité Editorial:
Armando Martínez - Magali Carrillo - Isidro Vanegas
ISBN 978-958-48-0120-3
Impreso en Colombia
Printed in Colombia
PRESENTACIÓN 13
EL LETRADO PARROQUIAL
Luis Ervin Prado Arellano 99
Las prolongaciones de la ciudad letrada: la parroquia 101
El letrado parroquial como intelectual 108
Derroteros de letrados parroquiales 115
Conclusiones 123
19
fue el eje organizador, en primera instancia, de las tensiones políticas: las fac-
ciones, los partidos, los líderes, se situaron en relación a lo que la Revolución
había hecho y lo que había prometido o amenazado hacer. Pero también fue el eje
organizador de las tensiones sociales, pues los grupos en que se inscribieron los
hombres y que trataron de representar sus afinidades y sus antagonismos, fueron
en gran medida forjados, delimitados, con base en las ilusiones y los temores
que había provocado la Revolución. Sin embargo, con el tiempo, especialmente
en la segunda mitad del siglo XX, la Revolución fue siendo desestimada como
potencia creadora en la vida pública colombiana en la misma proporción que
una nueva revolución, de otro orden y cargada con todas las promesas, ganaba el
espíritu de los intelectuales.
Así pues, en la actualidad la Revolución Neogranadina, que bien podría ser
el hito fundacional de la nación4 de los colombianos, le genera a estos sobre
todo lástima de sí mismos, los empuja más a la autocompasión que a algún tipo
de movilización para devenir mejores. Por contraste, las revoluciones angloa-
mericana y francesa siguen conservando, pese a la mala hora del universalismo
liberal o al declive de la idea de nación, una gran capacidad creadora, un rol de
referente de la vida en común de los ciudadanos de esos países. Esas revolucio-
nes siguen siendo un poderoso elemento de identidad, un estímulo al civismo
y un reto intelectual. Un recurso primordial en la creación de respuestas a los
grandes desafíos que también ellos siguen confrontando.
El presente texto ofrece una síntesis de las principales transformaciones ge-
neradas por la Revolución Neogranadina, de las etapas que recorrió y de la forma
como ha sido estudiada. Está basado en la investigación del autor acerca del
acontecimiento revolucionario,5 de ahí que en muchos casos no se detenga a ha-
cer citas específicas. No obstante, al final espero haber justificado el apelativo de
Revolución Neogranadina que propongo para el gran drama que intento ayudar
a comprender.
4. En América Latina la cuestión nacional parece saldada, en su contra, sin la más leve dis-
cusión. Una perspectiva compleja del asunto en Pierre Manent, La raison des nations, Gallimard,
París, 2006.
5. Particularmente: Isidro Vanegas, La Revolución Neogranadina, Ediciones Plural, Bogotá, 2013.
20
tos. Esta situación contrasta con el pobre conocimiento social de aquel complejo
de eventos, a pesar de lo mucho que ellos han sido evocados en los museos, en
los discursos e incluso en las pantallas de televisión, a raíz de la celebración del
bicentenario.6 Porque en las columnas de prensa, en la literatura, en la escuela e
incluso en algunos círculos académicos prevalece un relato de gran simplicidad
sobre la revolución. Pareciera que para intervenir públicamente respecto a los
orígenes nacionales bastara con los aprendizajes infantiles y que dichas opinio-
nes nada perdieran de valor al ignorar los resultados de las investigaciones aca-
démicas que se han publicado en años recientes.
Esa tosquedad interpretativa no emerge, sin embargo, ni del acontecimien-
to revolucionario ni de sus actores. Estos, por el contrario, pensaron aquellas
agitaciones a partir de un conocimiento propio y sutil de la ciencia política de
su época, en cuyo corazón yacía la noción de régimen político, proveniente de
la filosofía política clásica pero transformada por el pensamiento moderno.7 El
esfuerzo por encontrarle un significado a la revolución arrancó, en efecto, con
los eventos mismos y tuvo un recorrido accidentado y productivo debido en gran
medida a que permaneció ligado a las disputas políticas, sin que nunca llegara
a cristalizarse una interpretación canónica de los orígenes de la nación. En el
siglo XIX ni siquiera la ambiciosa obra de José Manuel Restrepo gozó de una
autoridad considerable entre aquellos que intentaron descifrar el momento fun-
dacional, y no fue por tanto mediante su Historia de la revolución que los padres
de la patria construyeron su mito y la Nueva Granada su imagen de sí misma
como asociación política. En lugar de una obra cuya supuesta impronta poderosa
y estéril habría forjado por sí sola la imagen que los colombianos se hicieron de
la Revolución, lo que encontramos son relatos en choque sobre la naturaleza del
evento, sobre sus consecuencias y sobre el rol de los actores centrales. En medio
de esa querella interpretativa fueron llevados a la escena pública trabajos muy
diversos que contenían elementos de análisis complejos que siguen teniendo uti-
lidad para comprender el tipo de transformaciones que se dieron, las alteraciones
que estas significaron en la vida de las personas y de la nueva nación, así como
el carácter del antiguo orden con el cual chocó la revolución. En los mejores
ejemplos de esa historiografía, el escaso entusiasmo por las batallas y los héroes
6. En 2009 una encuesta encontró que sólo el 35% de los colombianos sabía de que país nos
habíamos independizado (“¿De quién nos independizamos?”, Letras libres, nº 141, septiembre de
2010, México DF, p. 108).
7. Un estudio sistemático de la ciencia política de los revolucionarios neogranadinos sería de
gran utilidad para comprender mejor todo el acontecimiento. Gordon Wood ofrece un ejercicio
descollante para el caso angloamericano en La création de la république américaine, Éditions
Belin, Paris, 1991, pp. 681-706.
21
contrasta con el interés por los diseños institucionales, las ideas, e incluso los
lenguajes que forjaron y expresaron los cambios.8
Aquella vivaz imagen de la Revolución Neogranadina sufrió un cambio de-
cisivo desde el inicio mismo del siglo XX. La Academia Colombiana de Historia
desarrolló y terminó imponiendo una especie de síntesis republicana, esto es,
una interpretación en la que el acontecimiento quedó colocado por encima de
las pasiones políticas y las fuerzas sociales. Un relato que cultivó el amor por la
patria y las virtudes cívicas en un país entonces avergonzado de la pugnacidad
destructiva de sus partidos. Con razón también enalteció la obra de los líderes
de las primeras repúblicas, pero lo hizo al precio de sacarlos del marco en que se
fragua la vida humana, haciéndolos más bien ídolos paganos o santos católicos.
Como parte de aquel mismo objetivo concilió artificialmente tanto los actores in-
dividuales de la revolución —haciendo parecer que siempre habían actuado con
la más perfecta armonía— como los grupos sociales neogranadinos, declarando
que entre estos no habían existido diferencias ni tensiones importantes. Aquella
historia de bronce también empobreció la Revolución por otras vías. La redujo a
la independencia, lo que cuadraba con su pulsión heroizante, e hizo de la repú-
blica un fruto secundario, dando de ella una definición anodina y conformista.
Asimismo, desfiguró la dinámica de los acontecimientos revolucionarios no sólo
afirmando que los impulsos creadores habían provenido del centro santafereño,
que personificó en Antonio Nariño, sino censurando el federalismo como un ex-
travío. Además, concilió la América española con su metrópoli pero mediante
una operación paradójica, pues al tiempo suscribía un crudo teleologismo según
el cual las naciones americanas preexistían a la independencia, la cual por tanto
era inexorable.9
Uno de los primeros en enfrentarse sistemáticamente a aquel relato de la
Academia y en tratar de comprender el periodo revolucionario y la historia co-
lombiana en general a partir de las luchas sociales y económicas, fue Indalecio
Liévano Aguirre. Su trabajo, emotivo y moralizante, debió en buena medida su
enorme éxito al énfasis que puso en denunciar a una presunta oligarquía que ha-
bría envuelto sus perversos designios y su inautenticidad en declaraciones bien-
intencionadas.10 Aquel ejercicio, maniqueo y complotista, guardaba sin embargo
8. Isidro Vanegas, “La fuga imaginaria de Germán Colmenares”, Anuario Colombiano de His-
toria Social y de la Cultura, vol. 42, nº 1, enero-junio de 2015, Bogotá, pp. 275-307.
9. El libro de Jesús María Henao y Gerardo Arrubla (Historia de Colombia, Escuela Tipo-
gráfica Salesiana, Bogotá, 1911) sintetizó tempranamente sus rasgos y sus ambiciones. Pero una
elaboración universitaria solo vino a hacerse tardíamente, mediante el trabajo de Javier Ocampo:
El proceso ideológico de la emancipación en Colombia, Colcultura, Bogotá, 1980.
10. Cuán perdurable es esta idea entre los intelectuales que se reclaman parte de “los venci-
dos”, eso puede verse en “La Historia de Colombia y sus oligarquías” que escribe con tanto éxito
22
como profundidad intelectual Antonio Caballero. Este y Liévano Aguirre han llevado el melodra-
ma histórico a un altísimo nivel.
11. Una sólida crítica al paradigma estructuralista en Roger Chartier, “L’histoire entre récit
et conaissance”, en Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétude, Albin Michel,
París, 2009, pp. 99-123.
12. Las obras más significativas sobre esta etapa son, a mi juicio: Daniel Gutiérrez, Un nuevo
reino. Geografía política, pactismo y diplomacia durante el interregno en Nueva Granada, 1808-
1816, Universidad Externado, Bogotá, 2010; y Steinar Sæther, Identidades e independencia en
Santa Marta y Riohacha, 1750-1850, ICANH, Bogotá, 2005. El trabajo de Clément Thibaud (Re-
23
públicas en armas, Planeta, Bogotá, 2003) pierde algo de su valor con su pobre indagación acerca
de las primeras repúblicas. Por otro lado, se cuenta también con una amplia cantidad de artículos
serios, que ratifican el buen momento por el que comienza a pasar el tema.
13. Un acercamiento tanto a su obra como a su lugar en la historiografía española, en Mona
Ozouf, “François Furet”, y Antonio Morales, “La recepción de François Furet en España”, en La
historiografía francesa del siglo XX y su acogida en España, Benoît Pellistrandi, ed., Casa de
Velásquez, Madrid, 2002.
24
14. Entre la amplia producción de François-Xavier Guerra en torno a las revoluciones, sobre-
salen: Modernidad e independencias [1992], Mapfre / Fondo de Cultura Económica, México DF,
2001; y “Lógicas y ritmos de las revoluciones hispánicas”, en Revoluciones hispánicas. Indepen-
dencias americanas y liberalismo español, Editorial Complutense, Madrid, 1995, pp. 13-46.
15. Una de las pocas críticas bien fundadas que ha tenido la obra de Guerra ha corrido por
cuenta de Elías Palti en El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Siglo XXI Editores,
Buenos Aires, 2007, pp. 18-56.
16. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, ob. cit., pp. 61-62, 72, 169-170;
François-Xavier Guerra, “Las metamorfosis de la representación en el siglo XIX”, en Democra-
cias posibles. El desafío latinoamericano, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1993, pp.
44, 61-62; François-Xavier Guerra, “Lógicas y ritmos de las revoluciones hispánicas”, art. cit., p.
20.
25
limitado del vacío de poder, el cual usa además de manera indiscriminada para
definir lo que supuestamente acaece de manera automática y generalizada en
toda la monarquía española con la ausencia de Fernando VII. Claude Lefort y
François Furet,17 quienes más reflexionaron en Francia acerca de la situación en
que acontece un desplazamiento en el lugar que ocupa el poder, pensaron este
estado de la sociedad no como un simple desconcierto de la máquina adminis-
trativa o de la autoridad, a lo cual reduce Guerra el asunto y que lo llevó a trazar
un itinerario erróneo de las revoluciones, sobre todo en la parte americana de la
monarquía.18 Porque en gran parte de esta, la sustracción de la cabeza de la socie-
dad, el rey, no produjo de inmediato una crisis de autoridad y ni siquiera generó
interrogantes desestabilizadores sobre la naturaleza del orden.
Guerra, por lo demás, es el progenitor de la idea según la cual las revolu-
ciones de la América española introdujeron una soberanía popular mutilada o
cuando menos singular —supuestamente indecisa entre los pueblos y el pueblo
abstracto— respecto al prototipo francés, y más bien expresiva de una socie-
dad cuyos rasgos tradicionales habrían permanecido sin mayores alteraciones.19
Guerra falla en la elucidación de este problema, pues coloca en un mismo orden
explicativo las dos formas de existencia del pueblo en los regímenes democrá-
ticos: como “pueblo principio”, esto es, como fundamento de la legitimidad, y
como “pueblo sociológico”, pueblo este con todas sus divisiones, siempre en
construcción a la luz de la disputa por la representación. Un pueblo principio
que solo puede ser pensado en la unidad y un pueblo múltiple, irreductible a la
unificación.20 Así pues, la idea según la cual los pueblos, como comunidades po-
líticas aparentemente unificadas, fueron titulares de la soberanía —junto al pue-
17. François Furet, Penser la Révolution française, Gallimard, Paris, 1978; Claude Lefort,
Essais sur le politique, ob. cit., espec. pp. 17-32; Claude Lefort, L’invention démocratique, ob.
cit., espec. pp. 159-176.
18. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, ob. cit., espec. pp. 43-44, 122-123;
François-Xavier Guerra, “El pueblo soberano: fundamento y lógica de una ficción”, en Figuras
de la modernidad. Hispanoamérica siglos XIX-XX, Universidad Externado, Bogotá, 2012, p. 49.
19. François-Xavier Guerra, “El soberano y su reino. Reflexiones sobre la génesis del ciudada-
no en América Latina”, en Ciudadanía política y formación de las naciones, El Colegio de México
/ Fondo de Cultura Económica, México DF, 1999, pp. 33-61. Antonio Aninno copió de Guerra y
desplegó el argumento para el caso de México, pero además quiso hacerlo pertinente para toda la
América española: “Soberanías en lucha”; “Pueblos, liberalismo y nación en México”, en F.-X
Guerra y A. Annino, coords., Inventando la nación, Fondo de Cultura Económica, México DF,
2003, pp. 152-184, 399-430.
20. Acerca del pueblo en esta doble condición: Claude Lefort, L’Invention démocratique, Fa-
yard, París, 1981, espec. pp. 159-176; Alain Pessin, Le Mythe du peuple et la société française du
XIXe siècle, PUF, París, 1992; Pierre Rosanvallon, El pueblo inalcanzable, Instituto Mora, México
DF, 2004.
26
blo soberano—, no pasa de ser una confusión respecto a las formas del pueblo
sociológico, que bajo la forma de pueblos en su sentido administrativo o gremios
o castas fue invocado para tratar de darle materialidad a esa autoridad soberana
que nacía del pueblo concebido como principio fundador de la legitimidad en el
nuevo orden.
Vale la pena asimismo prestar atención a un déficit interpretativo importan-
te del paradigma de Guerra, cual es la definición del cambio provocado por el
acontecimiento revolucionario. En efecto, él aprehende con perspicacia la con-
ciencia que los actores de este tuvieron de estar entrando en una nueva época
en la medida que estaban redefiniendo el hombre, la sociedad y la política, y él
mismo define el acontecimiento como la “desintegración de la monarquía” y el
advenimiento de un “nuevo régimen”. Pero al tiempo que reconoce la ocurrencia
de un cambio nítido y profundo en los ejes del orden político debido a la revolu-
ción, concluye que lo nuevo en realidad apenas lo es, caracterizando al “nuevo
régimen” —el cual denomina “modernidad política”— como algo esencialmente
vago y más bien arcaico desde su nacimiento. Al descuidar el significado de la
noción de régimen político, Guerra automáticamente se endosa una limitación
considerable, dado que ella fue fundamental en la experiencia revolucionaria
como una clave con la que todos los actores de la revolución leyeron su actua-
ción y la de sus adversarios, creyendo que una determinada comunidad políti-
ca era el conjunto primordial en que los hombres podían vivir en sociedad de
manera plena y en que podían alcanzar los fines de la existencia humana. Otra
consecuencia de rehuir la ciencia política de la época es que deja de captar el rol
tan importante que tuvo el monarca español, quien en lugar de simple potencia
gubernativa fue a los ojos de los súbitos la figura que sintetizaba y preservaba los
valores que fundaban el orden.
En fin, los estudios sobre las revoluciones del mundo hispánico inspirados
en François-Xavier Guerra han arrojado nuevas luces sobre fenómenos como la
representación política o la nación, así como sobre nociones e ideas decisivas en
los acontecimientos. Sin embargo, la cuestión de los alcances de esas revolucio-
nes prácticamente no ha sido abordada y los investigadores parecen conformarse
con las líneas generales propuestas por él. Uno de los problemas que conlleva
esta actitud es que sus conclusiones respecto a la trascendencia de aquella muta-
ción están imbuidas de la certitud del fracaso de que parten hace mucho tiempo
los estudiosos locales y extranjeros de la historia latinoamericana, la cual com-
porta, sin embargo, una elucidación mutilada de los hechos. En efecto, Guerra
en lugar de preguntarse por la solidez de la oscura imagen predominante sobre el
siglo XIX latinoamericano, en la que sobresalía el clientelismo, la violencia, la
exclusión, el caudillismo, entre otras anomalías, puso sus conclusiones en sinto-
27
nía con esos prejuicios. En contraste con esta negatividad con que caracterizó la
América Latina, Guerra no cesó de definir a Europa, particularmente a Francia,
como el modelo del cambio revolucionario y de la “modernidad política”.
La obra de Guerra, en otras palabras, está basada en un comparatismo sesga-
do que parte de diversos lugares comunes infundados sobre Europa y América
Latina. La imagen de esta como antimoderna, antiliberal y caótica ha venido
empero a ser desmentida en muchos aspectos en los últimos años. El liderazgo de
los caudillos es caracterizado como más consensuado y civilista, según lo reve-
lan diversos estudios en torno al rosismo rioplatense, por ejemplo;21 la participa-
ción popular es mucho más decisiva y autónoma, como lo muestra por ejemplo
James Sanders para el caso caucano;22 la sociedad civil es mucho más dinámica,
como lo pone de manifiesto Carlos Forment para México y Perú.23 Pero también
esa Francia que más o menos veladamente es el modelo de la “modernidad polí-
tica”, en realidad participaba en el siglo XIX de sinsalidas, de formas de arcaís-
mo político y de exclusión semejantes a las de América Latina. Ya en tiempos de
François-Xavier Guerra lo mostraban historiadores como Pierre Rosanvallon o
Patrice Gueniffey, entre otros.24
21. Pilar González, Civilidad y política en los orígenes de la nación Argentina: las sociabilida-
des en Buenos Aires, 1829-1862, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008; Raúl Fradkin,
La historia de una montonera. Bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Siglo XXI
Editores, Buenos Aires, 2006; Ariel de la Fuente, Los hijos de Facundo. Caudillos y montoneras
en la provincia de la Rioja durante el proceso de formación del Estado Nacional argentino (1853-
1870), Prometeo Libros, Buenos Aires, 2007.
22. James Sanders, Contentious republicans. Popular Politics, Race, and Class in Nineteenth-
Century Colombia, Duke University Press, Durham, 2004. La valoración de la intervención
campesina e indígena en la construcción nacional y estatal latinoamericana ha sufrido un vuelco
completo y ha dado lugar a un amplio número de trabajos.
23. Carlos A. Forment, Democracy in Latin America, 1760-1900, The University of Chicago
Press, Chicago, 2003.
24. Pierre Rosanvallon, Le sacre du citoyen. Histoire du suffrage universel en France, Galli-
mard, Paris, 1992; Patrice Gueniffey, Le nombre et la raison. La Révolution française et les élec-
tions, Éditions de L’École des Hautes Études en Sciences Sociales, Paris, 1993.
28
25. Isidro Vanegas, “La revolución: un delirio criminal. Nueva Granada 1780-1808”, en La
sociedad monárquica en la América hispánica, Ediciones Plural, Bogotá, 2009, pp. 227-278.
26. Camilo Torres, “Representación del Cabildo de Bogotá Capital del Nuevo Reino de Gra-
nada a la Suprema Junta Central de España, en el año de 1809”, Imprenta de Nicomedes Lora,
Bogotá, 1832, p. 9.
29
27. Isidro Vanegas, “De la actualización del poder monárquico al preludio de su disolución:
Nueva Granada 1808-09”, En el umbral de las revoluciones hispánicas: el bienio 1808-1810, Ro-
berto Breña, ed., El Colegio de México / Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, México
DF, 2010, pp. 365-397; Isidro Vanegas, comp., Plenitud y disolución del poder monárquico en la
Nueva Granada, 2 vols., Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga, 2010.
30
28. Isidro Vanegas, “De la actualización del poder monárquico al preludio de su disolución”,
art. cit.
31
monarca era una máscara que encubría los deseos de separarse de la metrópoli
y de instaurar una forma de gobierno distinta. Los líderes revolucionarios que
vinieron a predominar en la escena pública ciertamente siguieron hablando y
haciendo levas en nombre del rey, siguieron usando por un tiempo sus armas y
sus sellos en los documentos oficiales, pero progresivamente fueron afirmando
su convicción de que la única forma de gobierno que colmaba sus aspiraciones
era una democracia representativa, la que por supuesto entrañaba un principio
fundante del poder distinto al monarca: el principio del pueblo soberano.
En la tercera y definitiva etapa de la Revolución Neogranadina —de comien-
zos de 1811 en adelante—, los novadores, es decir, quienes venían demandando
cambios y expresando inconformismo en nombre de la mejor defensa del rey y
de España, devinieron revolucionarios. En esta fase no sólo se produce una lucha
intensa contra quienes son considerados enemigos de la independencia respecto
a la antigua metrópoli sino que se afirma la escogencia de una forma de gobierno
democrático representativo como el único futuro de la comunidad política que
inicia. En un sentido estricto ya se puede hablar de la Revolución Neogranadi-
na. En el doble sentido de que es revolución y es neogranadina. Es revolución
porque la dinámica de los cambios y los agentes de esos cambios quedan al
mando de la situación, y además los revolucionarios se autodesignan como tales
y actúan en conformidad. La revolución es neogranadina porque el curso de los
acontecimientos es notoriamente distinto respecto a la antigua metrópoli y a la
mayor parte de la América española, y porque la dinámica tiende a hacerse endó-
gena y a circunscribirse al área del antiguo Nuevo Reino.29
El itinerario que acabo de presentar, admite por supuesto diversas variantes
y precisiones. Por ejemplo, toda una etapa puede estar constituida por el abierto
repudio del monarca que tiene lugar desde mediados del año 1813; o todo un ci-
clo lo puede constituir el reajuste del esquema federativo una vez percatados los
líderes revolucionarios de las dificultades para gobernar; o bien se puede com-
prender en una sola fase el hostigamiento y la caída de las primeras repúblicas
ante el embate reconquistador. En cualquier caso, la determinación del curso del
acontecimiento revolucionario neogranadino además de enriquecer el análisis y
las posibilidades comparativas incita a hacerse nuevos interrogantes en torno a
la naturaleza del cambio producido.
Este cambio, en revancha, sólo es posible verlo en el trayecto completo del
acontecimiento revolucionario, e incluso sería necesario ir un poco antes y un
poco después para poderlo sopesar en toda su complejidad. Porque la mutación
que entrañó la Revolución tuvo un carácter doble que concierne a las dos grandes
29. Isidro Vanegas, La Revolución Neogranadina, ob. cit., espec. pp. 86-100.
32
30. Véase, por ejemplo, Manuel Ancízar, “Profesión de fe”, El Neo Granadino, n° 1, agosto 4
de 1848, Bogotá; Florentino González, “Programa del partido moderado”, “Reforma constitucio-
nal. Primer artículo”, El Siglo, nº 3, 6, junio 29, julio 20 de 1848, Bogotá.
33
pando Dios el escalón más alto de todas las virtudes y potencias, la desigualdad
adquiría la fuerza de lo natural y lo evidente. En esa sociedad monárquica, por
lo tanto, la idea de igualdad política no sólo resultaba extraña sino repugnante:
era una quimera, un delirio que contrariaba tanto la razón y la experiencia como
la sabiduría divina. Un sistema de igualdad era sinónimo de anarquía, y pudo
incluso ser pensado como un castigo de Dios para romper los vínculos entre los
hombres. En contraste con ese orden monárquico en el cual la desigualdad apa-
recía como un principio natural, la Revolución Neogranadina vino a instaurar el
“principio de la igualdad”. Una igualdad que se muestra con mayor evidencia en
el orden jurídico, donde las diversas constituciones acordaron la equivalencia a
todos los ciudadanos, que como sujetos iguales y abstractos podrían en adelante
intervenir en la designación de los gobernantes y en la creación de la ley. De esa
igualdad ante la ley se desprendía el precepto según el cual todos debían ser pre-
miados y castigados con la misma medida, debiendo ser abolidas las distinciones
por razones distintas a las virtudes y los servicios prestados a la república. En el
nuevo régimen, pues, la desigualdad vino a quedar convertida en algo antinatural
e inmoral, y aunque en un principio se avanzó apenas modestamente en derribar
las enormes asimetrías de estatus y de fortuna, así como las formas corporativas
de organización de la sociedad, a partir de la mutación revolucionaria las ex-
presiones de la desigualdad pudieron ser vistas como algo anormal, con lo cual
fueron alentados de manera constante los reclamos por la vigencia y ampliación
de los derechos y libertades.31
Con la Revolución Neogranadina, en segundo lugar, ocurre una precariza-
ción crónica de la autoridad. Antes de este acontecimiento, la figura de la au-
toridad suprema —el rey— no sólo había gozado de un denso reconocimiento
formal sino que había suscitado el acatamiento y el respeto de los neogranadinos
más diversos. La potencia de esa autoridad no había radicado en el temor sino en
el carácter superlativo, casi divino, que revestía el monarca, de quien emanaba
todo el gobierno que regía los destinos de sus súbditos. La autoridad en el orden
monárquico había tenido el carácter de lo dado y aceptado de antemano, un rasgo
que la Revolución vino a invalidar, al introducir el principio según el cual la au-
toridad legítima no podía tener su origen sino en el libre consentimiento, iniciado
mediante un pacto y renovado periódicamente mediante algún tipo de elección.
Dejaba entonces de tener curso forzoso la idea según la cual Dios podía encargar
a un hombre de gobernar a una sociedad política que debía por este motivo obe-
decerle. El gobierno ahora es concebido como un vínculo limitado de sujeción
que se origina en la voluntad de quienes conforman la comunidad política. Es
31. Isidro Vanegas, La Revolución Neogranadina, ob. cit., espec. pp. 364-375.
34
en la sociedad misma donde se forjan los lazos que unen a los hombres, siendo
uno de esos vínculos el vínculo de autoridad. Eso significa que la sociedad no
“recibe” la autoridad sino que “se da” la autoridad. En lugar de un rey al que sólo
hay que aclamar, ahora la autoridad la ejercen funcionarios de diversas ramas del
poder público, elegidos de entre sus conciudadanos por un periodo limitado. Así,
los deberes que los ciudadanos aceptan pueden ser pensados como emanaciones
de su propia voluntad y no como reglas dispuestas por un poder superior a esos
ciudadanos. Una consecuencia fundamental de reconocer como legítima apenas
la autoridad originada en el consentimiento es que, dado que este consentimiento
debe ser constantemente actualizado, mediante el procedimiento de la represen-
tación, las autoridades pueden ser impugnadas de manera incesante debido al
carácter esencialmente controvertible de esa representación política. La nueva
autoridad, por lo tanto, ya no puede rodearse de un halo de superioridad y de
misterio sino que debe hablar un lenguaje directo y austero y estar dispuesta a
que todos sus actos sean escrutados y puestos a debate en la escena pública. La
publicidad de los actos del nuevo gobierno se hizo por tanto necesaria, y la crí-
tica de ellos pudo incluso verse como una muestra del vigor de la república. Las
presiones, críticas e incluso vejámenes a que se vieron sometidas las autoridades
durante el periodo revolucionario no eran algo nuevo, pero sí era nuevo el hecho
de que se desatara una desconfianza permanente y generalizada hacia las autori-
dades, siendo esa desconfianza un elemento normal del nuevo orden.32
Una tercera transformación decisiva que produce la Revolución Neogranadi-
na y que también nos habla del inicio del régimen democrático es el cambio en la
fundamentación de la verdad. Antes de la Revolución, el monarca era esencial en
la institución de lo verdadero. No tanto por el control que detentaba de los recur-
sos materiales necesarios para adelantar una determinada empresa intelectual, ni
por su capacidad para regular la educación y establecer las normas jurídicas, sino
ante todo porque el rey encarnaba la verdad. El rey aparecía como quien mejor
podía discernir lo conveniente para el reino y sus súbditos, o como aquel que
conocía las vías más prometedoras de la felicidad pública y de la prosperidad. El
rol del monarca no se limitaba, sin embargo, a ser patrocinador e inspirador de
las actividades científicas que debían darle mayor gloria a él y a la nación. Sin
que pareciera absurdo se podía decir que al rey pertenecía el conocimiento, como
lo indicó en 1805 el director del Jardín Botánico de Madrid, el neogranadino
Francisco Antonio Zea, cuando escribió que la botánica, Dios se la “concedió
como el más precioso don al Rey privilegiado, a quien quiso colmar de luces y
grandeza”. El rol del rey en la institución de lo verdadero era crucial puesto que
35
él portaba la luz de la verdad de Dios, en tanto que potencia mediadora entre los
hombres y la divinidad. La situación es enteramente distinta en la comunidad
política que inicia la Revolución Neogranadina, puesto que en el régimen demo-
crático no hay ni puede haber “una verdad”. Tal imposibilidad se origina en el
hecho de que el pueblo viene a reemplazar en el rol de soberano a aquella figura
que había sido erigida en garante de “una verdad”. El nuevo soberano, a cuya
imagen se organiza la naciente sociedad democrática, está impedido por natu-
raleza para jugar aquel rol de garante de una verdad, puesto que por definición
tiende a lo múltiple y a ser centrífugo, y de esto se derivan fracturas insalvables
de todo orden, las cuales libran a la sociedad a una situación en la cual la diver-
sidad de pensamientos y de sensibilidades no puede ser conducida hacia ningún
orden canónico. En la democracia, el poder no puede reclamarse detentador de
una verdad puesto que la verdad se desacraliza, deja de estar ligada a una figura
de naturaleza superior a la sociedad, la cual por añadidura había portado la marca
de la divinidad. Ahora el poder nace de hombres corrientes y prosaicos, de seres
falibles, por lo que resulta fútil pretender la elevación de alguna verdad al rango
de lo indiscutible, y resulta delirante pensar que puedan instituirse unos agentes
que controlen o dispensen esa verdad. En el régimen democrático la verdad por
principio no tiene límites: por eso, dicho régimen puede llegar a ser asociado tan
fuertemente a la demagogia. En la monarquía el rey había sido instituido para de-
fender a la sociedad de sus propias equivocaciones, mientras que en la república
popular o democrática que inicia su marcha con la Revolución Neogranadina, la
sociedad está huérfana, librada a sus propias decisiones y sus eventuales equivo-
caciones. En la monarquía de lo que se trataba era de aproximarse a una verdad
preexistente, de recuperar y hacer brillar una verdad dada, mientras que en la
democracia la verdad es ante todo una creación sin resultados predeterminados.33
Si bien la Revolución Neogranadina inicia el régimen democrático, eso no
significa que la democracia que desde allí comienza a desarrollarse sea un orden
al cual solo le podamos dirigir alabanzas. Todo lo contrario. Porque la demo-
cracia genera una insatisfacción permanente con sus propios postulados y una
búsqueda ilimitada de libertad e igualdad.
El giro neogranadino
Contra indicios muy diversos ha venido a prevalecer una fuerte homogenización
del relato de las revoluciones de la América española. Una suerte de aplana-
miento, en la medida que se tiende a pensar en una única revolución en el mundo
36
34. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, ob. cit., pp. 46-50. En otro artículo
(“Lógicas y ritmos de las revoluciones hispánicas”, pp. 44-45), Guerra expone el mismo argumen-
to, pero se trata básicamente de lo dicho en Modernidad e independencias.
35. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, ob. cit.
36. Véase: Manuel Chust, coord., Doceañismos, constituciones e independencias. La constitu-
37
los casos del Río de la Plata, Venezuela y Nueva Granada,37 y podría ser puesta
en duda para otros ámbitos, pero importa sobre todo tomar nota de cómo eso que
he dado en llamar la hispanización de las revoluciones de la América española
las ha cargado con no poco provincianismo. En el sentido que ha conllevado
una injustificada postergación del vínculo de los americanos meridionales con
Estados Unidos y la Europa de más allá de los Pirineos. Estamos, en efecto, ante
una nueva tentativa de hispanizar las revoluciones, que como en el caso de la an-
terior —que vio surgir la obra de Carlos Stoetzer, y en el caso colombiano la de
Rafael Gómez Hoyos—, busca elevar a algún agente español-metropolitano al
nivel de primum movens de lo moderno latinoamericano: bien sean los jesuitas,
la escolástica del siglo de oro o la Constitución de Cádiz.38
La homogenización de las revoluciones hispanoamericanas, por lo demás, se
ha expresado también a través de la idea según la cual sus resultados pueden ser
leídos de manera adecuada a la luz del caso mexicano. En otras palabras, se ha
elevado la revolución de la Nueva España al rango de canon del acontecimiento
revolucionario de la América española, extrayéndose de ese caso conclusiones
que se quieren hacer valer sobre el conjunto de la región. Ese procedimiento,
que refuerza y es reforzado por el gaditanismo, se adecúa al hecho de que esos
dominios siguieron efectivamente la dinámica peninsular de manera más pro-
funda y más larga que en zonas como la Costa firme. Él conduce, no obstante,
a limitar la reflexión en lo relativo a elementos interpretativos importantes que
han sido postulados en las últimas décadas —soberanía de los pueblos, pactismo,
vacío de poder, entre otros— pero que han sido pobremente dilucidados, en parte
debido a la aceptación apresurada de los términos en que han sido propuestos.
Así, el arquetipo mexicano ha permitido generalizar ideas como aquella según la
cual las revoluciones de la década de 1810 dieron por doquier como uno de sus
ción de 1812 y América, Fundación Mapfre, Madrid, 2006; Roberto Breña, El primer liberalismo
español y los procesos de emancipación de América, 1808-1824, El Colegio de México, México
DF, 2006. Contra toda evidencia también en Colombia se ha hecho a la Constitución de Cádiz la
fuente de nuestro constitucionalismo. Véase, entre otros el artículo del entonces magistrado de la
Corte Constitucional, Mauricio González: “Dos siglos de la Constitución de Cádiz”, El Tiempo,
marzo 19 de 2012.
37. Allan R. Brewer-Carías, “El paralelismo entre el constitucionalismo venezolano y el cons-
titucionalismo de Cádiz (o de cómo el de Cádiz no influyó en el venezolano)”, en La constitución
de Cádiz de 1812, Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, 2004, pp. 223-332; Noemí Gold-
man, “El concepto de constitución en el Río de la Plata”, Araucaria, nº 17, 2007, pp. 169-186.
38. Véase Otto Carlos Stoetzer, El pensamiento político en la América española durante el
período de la emancipación (1789-1825), 2 vols., Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1966.
Véase también la aguda crítica que le hace Juan Carlos Rey: “El pensamiento político en España
y sus provincias americanas durante el despotismo ilustrado (1759-1808)”, en Gual y España. La
independencia frustrada, Fundación Empresas Polar, Caracas, 2007, pp. 69-92.
38
39. María Teresa Uribe, “Órdenes complejos y ciudadanías mestizas”, en Nación, ciudadano y
soberano, Corporación Región, Medellín, 2001, pp. 195-214.
40. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, ob. cit., pp. 360-363; François-
Xavier Guerra, “Las metamorfosis de la representación en el siglo XIX”, art. cit.
41. Antonio Annino, “Soberanías en lucha”, en Inventando la nación, ob. cit., pp. 152-184.
42. Rafael Rojas, Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispa-
noamérica, Taurus, México DF, 2009.
43. José Antonio Aguilar, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucio-
nal atlántico, FCE / CIDE, México DF, 2000.
39
la democracia representativa como el único orden dentro del cual pueden ser
satisfechas sus esperanzas. El constitucionalismo, tan rupturista y tan prolijo que
se desarrolló en territorio neogranadino, expresa asimismo la obsesión por re-
fundarlo todo que se toma a los líderes políticos que ocupan completamente la
escena pública desde mediados de 1810 en todo el Nuevo Reino.44 Además de
ese constitucionalismo excepcional en el conjunto hispanoamericano, la ampli-
tud de la representación política, el repudio directo y tajante del monarca, el
afán por romper con la metrópoli, son otros indicios de la especificidad de esta
revolución.
De manera que el relato de las revoluciones de la América española como
algo uniforme y en buena parte exógeno a su propia experiencia debería ser
confrontado con exploraciones sistemáticas y particulares que dejen ver también
sus ritmos temporales y sus diferencias “regionales”. En este sentido, el estudio
de la Revolución Neogranadina incita a tomarse en serio algo que, como había
indicado, percibió entre otros François-Xavier Guerra, quien no le dio mayor im-
portancia: la existencia de dos tipos de revolución en la América hispánica, dis-
tinguibles según esas mutaciones fueron más o menos endógenas respecto a los
sucesos de la metrópoli. Un primer tipo de revolución, que tuvo como escenarios
paradigmáticos a México y Perú, donde los acontecimientos dependieron de ma-
nera profunda y larga del ritmo de los eventos peninsulares, y donde se produjo
una ruptura bastante sinuosa con la nación y la monarquía españolas. Un segun-
do tipo de revolución, que tuvo como escenarios paradigmáticos a Venezuela y
la Nueva Granada, donde el ritmo de las novedades se desligó muy pronto de los
acontecimientos de la península española, y donde el horizonte republicano y la
independencia adquirieron una nitidez precoz si se hace una comparación con
el resto de la región. En el primer caso es perceptible una mayor duración del
impulso “exógeno” y una mayor longevidad de la figura del rey como articulador
del orden social. En el segundo, una más rápida transformación de la revolución
en un proceso “endógeno” y una más rápida afirmación de una forma de gobier-
no democrática en su variante representativa.
Así, la Revolución Neogranadina debería tomar un lugar menos secundario
en el conjunto de las revoluciones de la América española. No por simples razo-
nes de amor patrio sino debido a que constituye un tipo particular de itinerario de
los cambios fundamentales que ocurrieron en esta parte del mundo en la década
de 1810. De seguirla dejando de lado, los historiadores que aspiran a una mirada
de conjunto sobre la América Latina se privarán de un valioso elemento de aná-
lisis. Pero para afrontar desde aquí ese desafío es preciso abandonar el complejo
40
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Isidro Vanegas
hispánica
las más significativas movilizaciones políticas y sociales de nuestra historia, Profesor titular del departamento de Historia de la
El constitucionalismo fundacional cuyo conocimiento debería hacer a esa región y al país, un lugar menos Universidad del Valle.
sombrío y predecible.
Adrián Alzate García
Estudiante del Doctorado en Historia Atlántica de
la Florida International University, Miami.
Fernanda Muñoz
Estudiante del Doctorado en Historia (generación
2015-2018) del Colegio de México.