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En “Los Miserables”, Víctor Hugo abre su relato con el del obispo de Digne, un
cura conservador pero muy humilde. Charles Fracuois Bienvenu Myriel se
llamaba. El pueblo se acostumbró a llamarlo por su segundo nombre:
Bienvenido.
De las rentas que recibía, dedicaba más del 95% a las obras de caridad, y
vivía, en la pobreza, con menos del 5%. Visitaba toda la diócesis, a pie o un
burro. Predicaba con el ejemplo.
“La falta es venial, es una caída, pero una caída sobre las rodillas, que puede
terminar en una oración… Ser santo es una excepción; ser justo es la regla.
Errad, pecad, pero sed justos.”
“Los pecados de las mujeres, de los niños, de los servidores, de los débiles, de
los indigentes, de los ignorantes, son los pecados de los maridos, de los
padres, de los dueños, de los fuertes, de los ricos, de los sabios… Si un alma
sumida en sombra comete un pecado, el culpable no es el que peca, sino el
que no disipa las tinieblas”.
Víctor Hugo decía que el obispo Bienvenido tenía un modo extraño y peculiar
de juzgar las cosas. “Sospecho que lo había tomado del Evangelio”, escribe el
novelista.
Digo yo que practicaba eso de que lo que haces por ti, muere contigo. Lo que
haces por los demás, sigue vivo con ellos.