«¿Qué le parecen los Estados Unidos?»: la pregunta con la que los
periodistas de Nueva York saludan a sus víctimas indistintamente; o más bien no en Nueva York, sino a bordo del vapor, por lo tanto, antes de que la víctima haya tenido ocasión de pisar una pulgada de suelo estadounidense y de aspirar una pizca de aire estadounidense. Si el implicado es escritor, la entrevista toma el siguiente rumbo: «¿Por qué se ha convertido en escritor? ¿Cuándo y cómo se manifestó por primera vez su talento? ¿Cuál de sus libros prefiere?»… y así sucesivamente. Los periodistas —hablo por experiencia— no tienen un trabajo fácil y merecen indulgencia, además, son algo así como colegas de los escritores, a los que tienen que molestar. A continuación, en el primer drugstore neoyorquino se puede tomar un café y charlar lo más amenamente con ellos. Pero aquellas preguntas siguen ardiendo en la memoria e inquietan la conciencia. «¿Por qué se ha convertido en escritor?»: una fórmula de saludo tan peculiar, ¿acaso ha de tener una justificación y un sentido profundo? ¿Hay fórmulas fijas a las cuales se deba o se pueda recurrir a modo de respuesta? Como huésped de un colegio para muchachas en el estado de Georgia, durante el oficio matutino me pidieron de improviso que les contara a las doscientas curiosas estudiantes cómo había llegado a ser periodista. Por supuesto, contesté sin rodeos y con precisión, tal como esperaban de mí: «Ya de niña tenía la tendencia a anotar todo lo que veía, hacía, experimentaba y sentía. A los nueve años escribí mi primera novela en un cuaderno rayado; como sabía que a los nueve años los adultos no nos toman en serio, hice que el protagonista tuviera once años. Más tarde, en Turquía, Siria, Persia, Rusia, compuse escritos de viaje y un libro, Invierno en Oriente Próximo. Tuvo menos éxito que mis libros anteriores; sin embargo, me gusta especialmente. Y ahora me alegro de estar en Estados Unidos y de escribir un artículo sobre este excelente y hospitalario colegio para muchachas». Los hechos alegados se correspondían con la realidad —yo misma me sorprendí de esto—, pero de todas formas es así: los hechos dicen poco y no explican nada. ¿Por qué me he convertido en escritora? Hay otros oficios. Primero quise ser general, luego, pianista (lo cual se vio impedido en el momento justo por… un calambre en la mano debido a la escritura), luego, estudié Historia, luego, me desempeñé como asistente en expediciones arqueológicas. La lista quizás no esté completa, pero no quiero obligar a nadie a escuchar todas las inconsecuencias de mi pasado. Y para mi propio consuelo agrego que, a pesar de todo, siempre he escrito; realmente siempre. ¿Por qué? A veces hay razones del todo concluyentes, prácticas, satisfactorias para trabajar duro ante la máquina de escribir. Por ejemplo, siempre sé por qué escribo un artículo, por qué justamente este y no aquel. Por supuesto, puedo indicar con exactitud por qué en Estados Unidos he escrito casi exclusivamente sobre problemas económicos y sociales en vez de dedicarle páginas más románticas al país de las posibilidades ilimitadas. En todos lados hay luces y sombras por descubrir, pero se escribe sobre lo que nos quema las uñas y —si la rutina no nos ha arruinado, o sea, si conservamos la sinceridad—, se habla y se escribe solamente sobre las cosas con las que tenemos una relación, las que nos conmueven. Pero esto, aunque pueda sonar muy sencillo, no responde la pregunta sobre por qué se escribe. Fui a Moscú y escribí un montón de artículos y al final un libro sobre Lorenz Saladin, porque me parecía correcto, provechoso e incluso necesario: el modesto héroe del Khan Tengri, que yace enterrado en un solitario valle alto en la frontera entre Rusia y China, no debería ser olvidado en su patria suiza. Por lo demás, sus fotografías, que traje de Moscú, eran más importantes que cualquier cosa que yo pudiera haber escrito. Pero no siempre se tienen a disposición explicaciones tan concretas sobre las fatigas de la escritura. Muchos de mis colegas aseguran que jamás escribirían una línea si no tuvieran que ganarse el pan de ese modo. Y no son los peores escritores. ¿Pero por qué, si escriben tan a disgusto, no eligieron otro oficio? ¿No es un poco decepcionante tener que enterarnos de que el escritor —¡un artista!— no siempre crea siguiendo un impulso oscuro, sino que produce a pedido? Sin embargo, se puede realizar esta peculiar constatación: incluso «a pedido», el escritor no produce el libro, el artículo, el poema que, según toda estimación, serían agradables para el editor y el público y, por lo tanto, los más provechosos para el autor, sino que escribe sobre aquello que lo conmueve y de la manera en que cree poder conmover el corazón de la gente.