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El principal mecanismo estructural de garantía de la representación política son las elecciones libres y
competitivas, en las cuales, periódicamente, los ciudadanos eligen representantes y juzgan a priori o a
posteriori, intenciones y realizaciones de gobierno. Desde esta perspectiva, se puede definir a la
representación política como un sistema institucionalizado de responsabilidad política, realizada a través
de la designación electoral libre de ciertos organismos políticos fundamentales (principalmente los
órganos del poder ejecutivo y legislativo). De esta manera, en la representación política moderna el
núcleo de su contenido reside en el proceso de elección de los gobernantes y de control ciudadano de su
accionar, mediante elecciones libres y competitivas.
Como se sabe, para que las elecciones sean libres y competitivas se requieren varios elementos: que se
respeten los derechos políticos (libertad de asociación, propaganda, imprenta, etc.); que se dé espacio a la
formación y la manifestación de la voluntad política de los ciudadanos en condiciones de pluralismo y
libertad (acceso a los medios masivos de comunicación); que la ciudadanía desarrolle una cultura
democrática y tolerante, en especial la clase política dirigente; que las elites políticas alternativas sean
capaces de ofrecer un recambio viable a las que detentan el poder y asegurar así la dinámica competitiva.
La condición ciudadana
La democracia -y en particular la democracia representativa- emerge desde una entidad denominada
“pueblo” o “nación” o “ciudadanía”, entidad que es el fundamento del orden político, el individuo no
participa de las libertades en la medida en que se integra dentro de esa totalidad orgánica.
La crisis de la ciudadanía
La crisis de la ciudadanía viene tanto de la crisis de las democracias tradicionales representativas, que han
terminado en definitiva condicionadas y en cierto modo secuestradas por las mismas estructuras e
instituciones que le dieron origen –los partidos políticos, las asambleas, los órganos institucionalizados de
poder- que han llegado a hacer de la condición ciudadana un conjunto semivacío de derechos escritos
pero siempre no realizados y un conjunto de deberes nunca escritos pero siempre realizados.
El poder de pedir, de demandar, de reclamar, de protestar, hasta de indignarse, de solicitar, de exigir, pero
todo ese poder queda circunscrito a la esfera individual privada del ciudadano “de a pié” frente a la
máquina institucional de poder que es cada institución.
Para que el ciudadano sea en definitiva ciudadano con la plenitud de sus capacidades de ejercicio del
poder que le ha sido conferido por las normas de la democracia, tiene que asociarse, tiene que
organizarse, debe abjurar voluntariamente de una parte de sus libertades individuales y sacrificarlas en el
altar de la organización colectiva.
En el desarrollo histórico real, objetivo de las democracias representativas, mientras el Estado crece en
tamaño, en poder de decisión y hasta en poder de coacción, el ciudadano aparece cada vez más
empequeñecido frente a la gigantesca maraña de normas y leyes que le fijan prácticamente todos los
límites y fronteras dentro de las cuales puede moverse.
En definitiva, por más que la ley sea teóricamente una declaración de la voluntad soberana del pueblo, el
pueblo en realidad solo ha declarado mediante el voto ciudadano su intención de otorgar un mandato a los
representantes, pero no le ha conferido a éstos su propia voluntad de ser y de estar, su propia e inalienable
voluntad colectiva.
Por eso, hay crisis en la condición ciudadana, cuando los ciudadanos son constreñidos a cumplir
decisiones que otros ciudadanos adoptaron práctica y jurídicamente sin consultarles. Hay crisis de la
condición ciudadana, cuando se impone un pensamiento único, cuando una minoría en forma de
oligarquía toma las decisiones fundamentales, mayores, estratégicas, y el resto de los ciudadanos son
restringidos a decidir apenas de sus vidas cotidianas y particulares.
En la práctica real, el ciudadano de las democracias representativas modernas es ciudadano durante los
escasos minutos y segundos que dura su ejercicio del derecho a voto.
Los ciudadanos de las nuevas post-democracias del futuro acceden al espacio público en tanto individuos
despolitizados, que se encuentran con una clase política y gobernante cada vez más profesionalizada y
especializada, cuyos códigos y lenguajes se alejan de las preocupaciones y vivencias cotidianas que
suceden en el microcosmos social de los ciudadanos. No solo es una despolitización de la ciudadanía,
sino también y sobre todo, es una desciudadanización de la política, que ahora se centrará en las prácticas,
estrategias, retóricas y dispositivos de una clase política profesionalizada: los ciudadanos son requeridos y
consultados –de múltiples formas- pero solo en momentos puntuales de la experiencia democrática, en
breves “instantes de democracia pura”, y el resto del prolongado tiempo, del tempo político y estatal,
gobiernan y administran los políticos y los funcionarios.