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r

DANIEL CAICEDO

OTRAS OBRAS DEL AUTOR


VIENTO SECO
Esquizoidia y Dolencias de Simón Bolívar NOVELA

Madrid, 1936
Con un prólogo de

Antonio García

Einstein

Cali, 1950
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
Copyright by, Editorial Nuestra América, Buenos Aires, 1954

A la memoria de
Elena Gutiérrez de Caicedo

IMPRESO EN LA ARGENTINA
VIENTO SECO
I
VOCABULARIO

CHULAVITA. Sujeto oriundo de una región de Colombia, tris­ LA NOCHE DEL FUEGO
temente famosa por su oscurantismo y por su tendencia a impo­
nerse fanáticamente mediante la violencia criminal. La dictadura
empleó sujetos de esta índole como policías o detectives con la
consigna de eliminar sin piedad a sus adversarios políticos.
CHAMIZAS. Malezas secas de poca altura.
BAHAREQUE. Un material de construcción rústico, a base
de guadua o cañabrava y barro, muy usado en las tierras cálidas
de Colombia.
PAJAROS. Criminales de extraordinaria ferocidad a los que
la dictadura sacaba de las cárceles en donde purgaban sus crí­
menes y los habilitaba de policías o detectives del régimen, para
cumplir tareas determinadas de eliminación de opositores. “Pája­
ros” es el nombre que el pueblo les daba, en tono despectivo o
despreciable.
ESPICHAR. Aplastar.
BEBETA. Afición a las bebidas alcohólicas o su efecto.
Mirad, y ved si hay dolor como mi
dolor que me ha venido. ..

Jeremías: Lamentaciones I, 12

i
De prisa, en la noche, Antonio Gallardo y Mar­
cela bajaban la falda de la montaña. El temor a
la tragedia y la oscuridad hacían interminable la
distancia de un kilómetro que los separaba de la
casa. Corrieron dos cuadras. Sus corazones salta­
ban preocupados y su respiración empezó a ser
fatigosa. Se detuvieron un instante. El viento los
alcanzó, también se detuvo, dejó que las hojas
de yerba se irguieran y siguió su marcha pegado
a la montaña. Y la montaña sentía su paso.
El cielo de la aldea de Ceylán estaba lleno de
candelazos y ruido de disparos. Los chulavitas
atacaban.
Antonio y Marcela habían sido sorprendidos
por el asalto en la “torreta”, atalaya de piedra
arrojada por la explosión de alguno de los pica­
chos que tenían a su espalda, o quizás de los que
distantes quedaban en la otra banda del Cauca.
Allí, todos los días Antonio esperaba a su esposa.
Y allí, entre el paisaje del valle soltaba el pen-
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VIENTO SECO 53

samiento y diluía su sensibilidad en el azul pro­ un poste de la cerca como garrucha. Y saltó. Al
fundo de la distancia. caer se arañó un brazo con las hojas dentadas del
Continuaron tras del viento. maíz. Las hojas chasqueaban porque el viento las
—Antonio, ¡oye! — dijo Marcela con la voz azotaba con furia. Las mazorcas movían sus cabe­
quebrada. lleras amarillas y los tallos se cruzaban.
—Sí, mujer, veamos el modo de defendernos. El ruido del maizal hacía más confusa la zam­
Si lo hubiera sabido me habría quedado para ha­ bra de la aldea. Antonio se adelantó unos pasos
cerles frente con los peones y mis armas. a Marcela, quien trataba de desenredar su enagua
Y continuaron la marcha cautelosamente, con engarzada en unas chamizas. Marchó un poco. En­
los ojos como faros inquietos, y el oído en el vien­ tre ambos surgió la silueta de un espantapájaros.
to. Y el viento aulló, o las voces aullaron en el Marcela se paró asustada ante esos brazos en cruz,
viento.
cubiertos de harapos, que parecían tener vida pro­
Se distinguían ruidos de maderas rotas, golpes, pia. Tenía la sensación de ver a su Antonio cruci­
disparos secos, disparos silbantes, disparos sordos ficado frente a ella. Sollozando cerró los ojos, hú­
y explosiones. Y entre ellos una confusión de medos de lágrimas.
gritos.
—Antonio, Antonio, ¡no dejes que*te cojan! Hazlo
—Antonio, ¡los están matando!
por la niña, por tus padres y por mí. Ten pruden­
—No. No creas eso, mujer —respondió Anto­ cia. —Y corrió hasta alcanzarlo.
nio, pero su corazón trepidaba con temor ante la Los animales del campo se habían despertado,
evidencia de la catástrofe—. Te aseguro que esas
huían o atisbaban vigilantes y lanzaban sus expre­
gentes no tienen otro interés que impedirnos a siones de alerta. Antonio se paró a la tracción hecha
los liberales votar en las elecciones de Noviembre. por Marcela, sin hablar, con los músculos contraí­
Sólo vienen a llevarse a los hombres mayores. Po­ dos y con el pensamiento presa de ideas defensi­
siblemente se contenten con quitarles las cédulas vas. Su mano derecha agarraba el machete, su
de identificación. inseparable machete de monte.
Y llegaron a la alambrada que separaba el —Antonio, ten la seguridad de que no les van
maizal del potrero, a cinco cuadras de la casa de a causar daño ni a la niña ni a los “viejos” —decía
la estancia, situada en las lindes de la carretera, Marcela para tranquilizarlo y apaciguarse—. Cuan­
a la entrada de Ceylán. El apartó los alambres do más se llevan a los peones. Mañana vas a Tu-
espinosos para que ella pasara y después utilizó luá y los haces poner en libertad.
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El instinto les hizo aminorar la marcha. Conti­ Y siguieron el recorrido de ese kilómetro que la
nuaron el avance con precaución porque el fogueo # ansiedad hacía interminable. Desde que empezaron
no cesaba. El viento deshizo lo andado y ellos fue­ los disparos había pasado media hora que no po­
ron contra el viento. Llegaron al cafetal, que ce­ día ser medida con relojes de tiempo porque era
rraba con ramas cuajadas de frutos los claros de la eternidad de la angustia.
los surcos. La luz de las estrellas no proyectaba Los tiros y descargas de fusilería disminuyeron.
sombras y penetraba debajo del follaje. Pasaron El aire trajo un olor á humo, y pocos momentos
la cerca que separaba los cafetos del maíz y cami­ después empezaron a salir llamas de las casas.
naron cuidadosamente sobre la hojarasca. A una —¡Antonio, incendio! ¡La niña! —gritó Mar­
cuadra de la casa escucharon el quejido de un cela, al tiempo que soltó el brazo de su marido y
perro. Se acercaron y vieron a “Tritón”, un lobo voló hacia la casa.
negro de la jauría, tendido sobre una charca de Llegó al corral cercado por el palenque de la
sangre. El animal quiso incorporarse al sentir a huerta y la tapia. La casa se abrasaba por los cua­
sus amos, pero la cabeza se le desmadejó con un tro costados.
aullido débil, casi como un llanto reprimido. Miró Ante las llamas y los remolinos de pavesas que
con esa mirada tristísima de los animales enfermos, el aire levantaba del incendio, quedó clavada de
y murió. Sus dueños no tuvieron tiempo de acari­ espanto. Con el cerebro paralizado, dió un grito
ciarlo, ni de darle una palabra de saludo. Apenas desgarrador y de un salto se coló por la puerta del
alcanzaron a agacharse y comprobar que estaba patizuelo. El humo la asfixiaba y el ruido que ha­
muerto, atravesado por una bala. Marcela no pudo cían los asaltantes en las casas vecinas, a medio
contener las lágrimas y Antonio lanzó una mal­ dorar de fuego, la enervaba. De improviso salió
dición. un policía rezagado, con el producto de su pillaje,
Como Marcela comprendiera por la expresión un radio de pilas, en las manos. En cuanto vió a
del rostro de su marido que éste quería afrontar Marcela puso el radio en el suelo y se abalanzó
valerosamente la situación, le cogió por un brazo a ella, lúbrico y feroz. La cogió entre sus brazos.
y le dijo: Ella le mordió y le clavó las uñas en el rostro con
—Primero tenemos que salvar a los “viejos” y desesperación impotente.
a la niña. Ten prudencia e ingeniémonos el modo
de escapar con ellos. ¡Qué podemos hacer contra
tantos!
Por los resquicios de las tejas salían penachos
de humo rizado. El resplandor de las llamas pro­
yectaba las sombras temblorosas de Marcela y su
atacante, un policía de treinta años, con uniforme
gris, correajes blancos y revólver al cinto. A ellos
se unió Antonio, quien separó a Marcela y empezó
una riña *i muerte con el chulavita. Muy rápido,
con el brazo de potentes músculos, enarboló el ma­
chete y no le dió tiempo de esquivar los golpes y
echar mano al revólver. En la acometida, con la
energía que la razón da a quien la tiene, cogió la
ofensiva, jfc1 chulavita saltaba y procuraba escapar,
pero dió un traspiés que le hizo perder el equili­
brio. Antonio aprovechó la ventaja y descargó con
todas sus fuerzas,, ciego de ira, como un ángel jus­
ticiero. De un mandoble seco.Ie desgajó un brazo
a-la altura del codo. La sangre saltó y el hombre
pidió perdón a gritos. Antonio no veía, ni escucha­
ba, de la rabia vengadora. Volvió a la carga y le
abrió la cabeza de un tajo. El agente se desplomó
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y Antonio saltó sobre él y le hundii en el pecho su trenzas de sangre. Ambas habían sido violadas y
machete. Sacó el arma de un tirón y la limpió en hendidas con bayonetas.
las piernas del vencido./ Cuando Marcela apareció en el corredor, Anto­
En este lapso, Marcela había penetrado en la nio procuraba despejar de leños encendidos una
casa. Atravesó un par de alcobas. Las llamas la­ puerta para entrar en la casa. Al ver a su esposa
mían los bahareques de las paredes y volteaban con la niña en brazos, corrió en su busca y extin­
en las cornisas para alcanzar el cielorraso. El hu­ guió con sus manos las puntas ardidas, humeantes
mo le picaba en la nariz y la hacía toser. El humo de los vestidos. Al mismo tiempo, una oleada de
olía a la gasolina que habían rociado para el in­ fuego, humo y gritos salió de la casa. Algunos te­
cendio. Marcela no se daba cuenta de que su cuerpo chos se hundieron y dos paredes se desplomaron
al pasar hacía un vacío que atraía las llamas. Sus entre una nube de polvo brillante. Antonio se cogió
ropas y cabellos se chamuscaban. Buscaba a los su­ la cabeza con las manos. No sabía qué hacer. Que­
yos con su instinto ya que la confusión y el humo ría meterse entre los escombros y salvarlos a todos,
le hacían fallar los sentidos. Penetró en el amplio pero las manos de fuego no lo dejaban pasar. Mar­
recinto de la sala y alcanzó a oír el lamento de su cela lloraba y besaba a María José, la hija.
niña, mezclado a los gritos desgarradores de los Instintivamente se guarecieron detrás de la tapia.
padres de Antonio, de la criada y de los dos peo­ El calor era insufrible y había que escapar. Anto­
nes, amarrados colji lazos y amontonados en un nio miraba el incendio y sentía que algo superior
rincón. A la niña seguramente la habían dejado a su voluntad lo amarraba y le impedía abandonar
por muerta fuera del grupo, bajo la ventana. La el lugar. Y luchaba con su deseo de matar chula-
recogió y apretó contra su pecho y salió enloque­ vitas o salvar a esa esposa acongojada y a esa hija
cida, sin poder hacer nada por los otros, a quienes moribunda. En medio de la desolación de su alma,
devoraban las llamas. Se dió cuenta en una mirada sin saber por qué, cogió a su mujer, se recostó con
de horror que sus rostros estaban deformados y que ella al palenque y, como sombras pegadas a las
sus cuerpos, mutijados, presentaban heridas del co­ sombras, salieron del corral. Los cafetos les recibie­
lor de las llamas.^El viejo José Gallardo había sido ron entre sus ramas. No podían dirigirse hacia la
cegado y otro enorme tajo dejaba salir los intesti­ carretera porque ésta, que es la calle principal de
nos. Los peones habían sido castrados y de sus bocas Ceylán, estaba llena de detectives, de policías uni­
arrancadas las lenguas. Las dos mujeres presenta­ formados y de civiles con armas. Era menester es­
ban en vez de pechos dos heridas que manaban perar que acabaran la matanza, el saqueo y el
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60; DANIEL CAICEDO

a tiras, en lonchas de grasa, músculos y nervios, le


incendio para poder seguir la vía del atajo que va
quitó la piel. Lo abandonó en su agonía de sangre
de la aldea al pueblo de Andalucía. Tuvieron, por
para alcanzar a una mujer que corría y a la cual
la fuerza, que ver lo que pasaba. Y con horror,
se contentó con cercenarle los pechos y hendirle el
indignación y pena miraban los incendios y los
sexo. Y entre las contracciones de la muerte, la
crímenes.
poseyó.
Unas pocas casas, pertenecientes a los conser­
vadores, previamente señaladas con cruces azules,
estaban intactas. Las otras ardían con llamas de va­
riadísimos colores, según que consumieran las can­
tinas, los graneros, los establos o los cuerpos ama­
rrados. Vehículos y caballos ensillados corrían por
la calle principal y por la plazuela. A través de las
ventanas de las casas no incendiadas todavía se
observaba el macabro espectáculo de los maridos
castrados, obligados a presenciar la violación de sus
esposas e hijas. En la casa de Manuel Pacheco se
balanceaban de las vigas de una enramada, varios
cuerpos desnudos, sangrantes, torturados antes de
ahorcarlos.'^La bija de Juan Velásquez estaba cla­
vada, con un machete que le atravesaba el vientre,
al entablado del corredor de su vivienda. “El Cha-
món”, chulavita negro amoratado como el ave que
le había dado su nombre, defecaba en la boca de
un agonizante. “El Descuartizador” tenía maniatado
a Jorge López, jefecillo liberal de la vereda, a quien
pinchaba con un afilado cuchillo de matarife. Los
gritos le causaban satisfacción. Le torturó largo ra­
to, con destreza inigualable. Le cortó los dedos de
las manos y de los pies, le mutiló la nariz y las
orejas, le extrajo la lengua, le enucleó los ojos y
El tiroteo se oía disminuir en las callejuelas del
poblado y se concentraba en la plaza. Por la carre­
tera o calle principal pasaban camiones cargados
de campesinos sorprendidos en la fuga. Los demás,
hombres, mujeres y niños se calcinaban dentro de
las casas o iluminaban, como gigantescas teas, todos
los recodos de la calle. En ésta, docenas de niñas
violadas eran asesinadas. En un ángulo de la pla­
za, frente a las oficinas del gobierno, descargaban
a los fugitivos. Los culatazos, las patadas y las im­
precaciones soeces caían como plaga bíblica sobre
ellos. Los hombres doblaban el cuerpo para pro­
tegerse y esquivar los golpes, ya que no podían
hacerlo con las manos amarradas a la espalda, en
cadena de galeotes. Los chulavitas les desfiguraban
el rostro con las cachas de los revólveres. Parecía
que lloviera sangre. Las culatas de las carabinas
rompían huesos con sonido hueco, que prolongaba
un eco de gritos. Pero en otros momentos, los golpes
ahogaban los gritos.
VIENTO SECO 65
64 DANIEL CAICEDO

rrieron enloquecidos, dando alaridos e iluminando


En el aire las pavesas hacían giros luminosos como enormes bombillas la plaza, tos policías rie­
aunque el aire no se movía. ron a carcajadas, divertidos por la fantasía del
El grupo de cautivos crecía y se apretujaba espectáculo. “Lamparilla”, con la sonrisa en los
como una manada de corderos perseguida por los labios, sacó su revólver y de una sola ráfaga de
lobos. (El cordero con sus ojos lacustres es la ima­ cinco disparos dió muerte a los cinco fugitivos.
gen del hombre perseguido). Varios campesinos “Pájaro Azul” se acercó y le dijo:
habían sido enlazados y traídos a rastras por las —Oiga jefe, la próxima vez déjeme ensayar a
calles, que con sus piedras cortaron las ropas y mí. Le' apuesto quinientos pesos a que también los
desgarraron las carnes. En la manada humana ha­ bajo a todos sin apuntar.
bían fallecido más de diez y otros agonizaban sin —Bueno —contestó “Lamparilla”—, van los
saber aún lo que pasaba o cómo sucedía todo aque­ quinientos pesos.
llo en tan corto tiempo. Y todos miraban la vida Las fogatas humanas crepitaban en distintos pun­
con horror y el valor desapareció tronchado por la tos de la plaza. Todavía se movían algunos cuer­
impotencia. Los ojos se volvían al cielo en oración pos. Un humo apestoso a cerdo asado llenaba el
sin esquema, con la fe de las grandes necesidades, aire. Algunos bandoleros sacaron sus pañuelos y
con el alma y el deseo mezclados. Y gritos, gritos, se taparon la nariz. Otros reían a carcajadas y
gritos.
empinaban el codo. BebíanJicores robados en las
“Lamparilla’, el jefe de los pájaros, les ordenó tiendas de los caminos que habían transitado. Pe­
a unos detectives y policías que hicieron subir a los gado al cuello de un joven moribundo, el “Vampi­
detenidos en los camiones. Y los hombres, con la ro” tragaba, sediento, la sangre que manaba la
obediencia que da el miedo, subieron. En tres ca­ yugular abierta. Repetía el episodio que le dió su
miones apiñaron a golpes ciento cincuenta prisio­ apodo: Un anochecer en Bolívar, pueblecillo del
neros, que se asfixiaban por el apiñuscamiento. Los norte del Valle, entró al cafetín de la localidad, se
que no pudieron subir fueron macheteados delante dirigió a un parroquiano solitario que bebía una
de los otros, inconscientes, con los ojos húmedos y taza de tinto, y le dijo revólver en mano, con voz
el corazón en un hilo. Los moribundos y los cadá­ recia que dominó las conversaciones:
veres fueron hacinados a pocos pasos, rociados con —Dentro de diez minutos te voy a matar. Tó­
gasolina e incendiados. La pila de cuerpos se estre­ mate una cerveza o lo que quieras porque vas a
meció y lanzó un grito gigante que rebotó en los morir. —Se dirigió a los demás concurrentes y aña-
incendios. Cinco agonizantes sacaron fuerzas y co­
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dió—: Ustedes se quedan donde están porque tie­ y las antorchas vivas también habían recibido la
nen que ver morir a éste ... ¡Cantinero!, tráigale bendición sacerdotal). Otros camiones, automóviles
una cerveza bien fría! —y vuelto a la presunta y “jeeps” repletos de “pájaros” entraron en el
víctima—: Tómatela, es el último gusto que te vas desfile. Los caballos en que algunos civiles habían
a dar. Te quedan pocos minutos ... cuatro y medio. venido montados enloquecieron, rompieron sus bri­
—El condenado, petrificado de sorpresa y de te­ das y huyeron desbocados sin jinetes, dando relin­
mor, quiso pronunciar alguna palabra pero el chos, encabritados y tirando coces. Sólo uno iba con
“Vampiro” lo silenció con un grito y el revólver a espuma en la jeta y sangre en los ijares, dominado
la altura de los ojos. El hombre estaba como he­ por su chalán.
chizado por el brillo del arma y la boca negra del La caravana avanzó. La caravana atravesó el
cañón. —Te queda un minuto ... Te quedan treinta pueblo y empezó el descenso hacia el valle, ilumi­
segundos ... ¡Ya! ... —Y un disparo salió del nada por el incendio que se propagaba a las huer­
revólver. La víctima empezó a doblarse sobre el tas, cafetales, potreros y maizales. El fuego se
asiento y un hilo de sangre bajó a mojar la camisa. comía los árboles como se comía a los hombres. El
El asesino tuvo un fulgor destellante en su mira­ fuego calcinaba la tierra, y la tierra echaba humo
da, se abalanzó sobre el moribundo, succionó con que esparcía el viento. Y el viento también ardía.
fuerza la herida y deglutió la sangre. Ese día se Y todo se consumía. Y las sombras que proyecta­
llamó “El Vampiro”. Desde entonces seleccionaba ban las llamas también se consumían.
una víctima joven en las matanzas. Ahora se sacia­
ba en el hijo de Eduardo González.
De los camiones salía el ruido confuso de las
voces, los gritos y las plegarias. Los motores fueron
puestos en marcha y los vehículos empezaron a
desplazarse. Del segundo cayeron al suelo dos hom­
bres que el de atrás trató de espichar con sus
ruedas. Apenas se vió saltar el carro. No se oyó
nada.'Uno de los aplastados, mal cogido, quedó con
vida. Un “jeep” en el que viajaba de pasajero un
sacerdote volvió a atropellarlo. El cura se asomó y
le dió su bendición. (La pira humana de la plaza
La caravana dejó el pueblo y empezó el descenso
de la carretera, iluminada por el resplandor de las
llamas. Las llamas y el humo eran de distintos co­
lores. Se destacaban algunos penachos blanquísi­
mos y estilizados, cual si las almas que volaban al
espacio quisieran aparecer distintas. El aire se que­
dó quieto, parado. La caravana siguió sin mayor
prisa su marcha. Pasó a mano izquierda la vía que
conduce a Barragán, anduvo un trecho más y se
detuvo a ambos lados del puente sobre el río Bu-
galagrande. “Lamparilla” y otros “pájaros” se~
apearon. Con sus armas custodiaron a los prisione­
ros. “Lamparilla” impartió sus órdenes y los cha­
cales cayeron sobre las presas. Y empezó de nuevo
la matanza ... Cada cual quería meter sus manos
en las entrañas de la víctima escogida, maniatada
o impotente. Había verdadera ansia, porque los
cautivos eran pocos —sólo ciento cincuenta—, y era
necesario repartírselos en forma que ninguno que-
70 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 71

dara sin actuar. ¿Qué dirían los otros? ¿Cómo corazón. Llegó al joven y sin tomar en cuenta la
aguantar las cuchufletas si no intervenían? rEra expresión de horror, los gritos de súplica ni los
menester encarnizarse para tener fama de macho. santos nombres invocados, con mano firme y des­
El más cruel era el más hombre. Y todos querían treza inaudita le clavó la hoja, que revolvió certe­
rivalizar. “Pájaro Azul”, ratero y asesino de pro­ ramente hasta sacar la viscera palpitante. Con ella
fesión, impuso la tónica. Cayó con saña infernal ensartada en el cuchillo se dirigió al fuego y la
sobre un hombrazo de acero y le pinchó hasta que asó. Luego, la dividió en tres partes, comió una y
sus gritos tuvieron modalidad espectral. El rostro dió las otras a sus ayudantes, y ellos también co­
contraído, el llanto y el terror contracturando to­ mieron.
dos los músculos le satisficieron plenamente. Así sí Los gritos y carreras de los que pretendían huir
valía la pena. y las palabrotas y carcajadas de los victimarios
Sobre los otros prisioneros actuaban dos y tres convirtieron el sitio de los sucesos en un escenario
chulavitas. Les cortaban la piel en largas tiras, les de espanto. Olía a sangre. Se alcanzaban a distin­
amputaban dedos, brazos y piernas, les pinchaban guir los golpes crujientes de los machetes sobre los
los ojos, les mutilaban la nariz, les arrancaban la huesos. Y el sonido metálico que producían las
lengua, les hendían el vientre con yataganes y ma­ armas al mellarse contra las peñas o contra las ba­
chetes y les emasculaban. randas del puente cuando caían para decapitar a
/‘La Hiena” celebraba sus ritos de magia negra. un hombre. Los desdichados temblaban como azo­
Había preparado con chamizas una pequeña ho­ gados en esp¿ra de la muerte. Imploraban piedad
guera y se dirigía con su cuchillo de doble filo con gritos desgarrados cuando tenían lengua y con
hacia un muchacho de quince años que tenían co­ ojos desorbitados cuando tenían ojos, pero los
gido sus dos discípulos y ayudantes. Como gran policías no daban cuartel... El cura bendecía des­
iniciado del ocultismo satánico sabía que el corazón de un altillo y en su mirada resplandecía la luz fer­
de un joven devolvía la juventud. El era un anciano vorosa y mística del oficiante de un rito sagrado.
y quería volver a sentir los ardores de sus veinte El río, que pasaba crecido, casi fuera de cauce,
años. En las matanzas de Betania, de Fenicia, de recibía la ofrenda de sangre y de muerte y de
Salónica, del Dovio, de La Primavera, de Andiná- agonía. Algunos alcanzaban a fallecer ahogados o
polis, de Restrepo, de La Tulia y del Aguila había golpeados contra las piedras del río. Y el río se
adquirido gran práctica en el arrancamiento del ensangrentó y sus aguas se volvieron rojas. El
72 DANIEL CAICEDO

puente y la carretera también estaban rojos. La


sangre corría o se coagulaba en témpanos rojos,
bordeados de negro ... “Lamparilla” mandó traer
palas y con ellas toda la sangre fué al río. Y el río
se volvió más rojo.

—5—

Antonio y Marcela con su hija en brazos, ocultos


en la huerta, esperaron hasta que dejó de oírse el
ruido de los vehículos. El aire impregnado de in­
cendio les sofocaba. Las pavesas viajaban y se ex­
tinguían en su trayecto como los meteoritos. Sus
ojos se habían inmovilizado y lagrimeaban por el
humo y la pena. Su pensamiento estaba clavado
en la idea de salvar a la niña, que se desangraba.
La niña había sido estuprada y la vida se le esca­
paba con la hemorragia. Tenían que salvar esa cria­
tura de cinco años, llevarla al médico y evitarle
el dolor. Esto estaba por encima de la catástrofe,
por encima de la destrucción, por sobre la patética
muerte de los padres y, antes que cualquier consi­
deración, por sobre los bienes perdidos. Salvar,
salvar a la hija afrentada y después .. ., —y em­
pezó a nacer una idea confusa, imprecisa— des­
pués la venganza, la represalia en los que comul­
gaban con las ideas de los asaltantes ... o, si fuera
posible, en alguno o algunos de ellos. Y sus almas
74 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 75

también ardían como ardía el paisaje, pero con los caminos de penetración a los Andes Centrales.
el fuego interior de la venganza y del odio, con esa Y anduvieron por el atajo sin conciencia de sí mis­
energía que templa los nervios como cordajes e mos, puestos sus anhelos en la vida de María José.
hincha las velas de la voluntad. Pero, ahora ... Antonio sudaba y respiraba fuertemente. Marcela
salvar, salvar a la hija, llevarla al médico, evitarle se adelantaba para abrir las puertas que cerraban
el dolor. la trocha.
Un largo intervalo había pasado o ellos habían —Descansemos un poco para tomar aliento. Vea*
recorrido un tiempo de su vida. No sabían cuánto, mos cómo va la niña. No ha dejado de quejarse.
no podían medirlo. Tal vez el tiempo estaba quie­ Y se sentaron en un pedrusco. La niebla empe­
to, tal vez ellos tampoco habrían pasado sobre el zaba a cubrir la falda de la montaña y el sendero
tiempo. Su conciencia de todo estaba perdida, sólo se esfumaba. La niebla los quería proteger de las
sentían que la hija, María José, la nueva viña miradas de algún asesino. Hacía frío. La niña tem­
plantada se perdía. Y ellos se agarraban a ese hilo blaba. La niña abrió los ojos y llamó a Marcela,
de vida como si fuera el propio. Antonio hizo un quien se acercó y le echó los brazos. La niña pasó
esfuerzo, se movió con cautela, observó todo lo que a sus brazos. Por el esfuerzo hecho, la cara se le
su vista alcanzaba y, cuando tuvo la certeza de que cubrió de sombra y la voz de dolor.
los asaltantes se habían marchado, le quitó la niña —Mamá —dijo y se pegó al pecho amado—,
a su esposa y le entregó en cambio el machete. mamá, esos hombres me hicieron daño. ¡Mamá, no
—Toma —le dijo—, así podremos andar más dejes que me cojan!
de prisa. Si alguien se acerca, mientras yo le dis­ —No, hijita, no. Papá y yo te protegeremos.
traigo, húndele tú la peinilla. Pero no, espera ... ¡Duérmete!
—y se dirigió al patio en donde estaba el policía La niña se tranquilizó un poco, volvió su bella
muerto por él y le quitó el revólver. Con éste en cabeza rubia al padre y se quedó mirándolo fija­
la mano y con la hija fuertemente apretada contra mente, con ojos de dolor y muerte... Acababa de
el pecho, bajó a la carretera seguido de Marcela. expirar y su alma estaba en ese instante mezclada
Se orillaron a la derecha para alcanzar más fá­ a la niebla. Y la niebla fué más espesa.
cilmente el camino de herradura que va al pueblo —Mira, mira, Antonio, ¡mi niña se ha muerto!
de Andalucía por entre potreros. Saltaron la que­ —sollozó Marcela—. ¡Mira, mira, mira!
brada de aguas negras y penetraron en ese gran Antonio se puso en pie, embrutecido, sin reflexio­
corazón de pastos verdes dibujado en la tierra por nar, sin nervios vivos y sin que un pensamiento
78 DANIEL CAICEDO
VIENTO SECO 79

muerto. Ella no opuso resistencia, por el contrario, había salido al campo. Cuando regresé vi todo el
se preparó para oficiar en esa última ceremonia. pueblo en llamas. No sé que le habrá pasado.
Con las manos ambos apisonaron y apisonaron la Pedro era un muchacho de dieciocho años, bron­
tierra, después de colocar con dolorosa ternura la ceado por el sol de las huertas, musculado, grande
niña exangüe. A los pocos momentos había un mon­ e inocentón. Sus ojos parados mostraban el espanto
tículo, sobre el cual puso Antonio el machete como de la noche y, tal vez adivinaban la tragedia de los
seña. Luego rodó una piedra grande a manera de suyos. Se unió a la pareja y todos anduvieron, el
losa sepulcral. Cogió a Marcela y la estrechó con­ alma ausente, los pies sobre la tierra.
tra su corazón. Sollozaron. Era el instante en que El sol arañó las nieblas. Las nieblas se disipa­
sus almas y su dolor adquirían el mismo ritmo, en ron. El sol salía radiante. Se percibía el olor del
unidad de sensación. incendio porque el aire, saturado, llenaba el cam­
po ... Los fugitivos andaban sin mirar atrás. Atrás
Pasados unos minutos, Marcela se arrodilló y
quedaba el fuego. Antonio y Marcela sólo tenían
murmuró una plegaria. Después, volvieron sobre la
presente, pegado a la retina, el guayacán florecido
trocha, cogidos del brazo y anduvieron sin prisa, sin
con su tumba al pie. Era un pensamiento detenido,
poner cuidado a los fugitivos que la casualidad
conservado en un bloque de hielo. Avanzaron por
había salvado de ser atrapados en Ceylán. Los gui­
el caminillo y se aproximaron al río Bugalagran-
jarros del sendero rodaban empujados por los pa­
de, que daba una vuelta para salirles al encuentro.
sos. Los pies apenas se alzaban para la marcha
Sobre él, para unir las dos puntas del camino, los
porque tenían la misma inercia de sus mentes es­
campesinos habían tendido un puente con largas
tancadas. Los potreros quedaban atrás a medida
ramas de písamo y rajas de leña. Uno de los ex­
que avanzaban, como queda el tiempo cuando el
tremos estribaba sobre una peña y el otro iba a
hombre pasa. De un matojo del camino salió una
engancharse en la copa de un carbonero enano. Del
voz que dijo:
carbonero al suelo bajaba una escalerilla rústica.
—Don Antonio, don Antonio, ¡ lléveme con usted! Antonio, Marcela y Pedro alcanzaron a divisar a lo
Antonio se volvió sorprendido, se detuvo y en­ lejos el río, crecido y oscuro. El caminillo los
cañonó con el revólver del policía el matorral. condujo al puente. Subieron a la peña para cru­
—Soy yo, Pedro, el hijo de Carlos Machado .. . zarlo, pero sus piernas temblaron. En un playón
—Anda, ¡ven! ¿Dónde está tu padre? inmediato anclaba una cabeza humana. Sobre una
—Papá estaba en la casa cuando el asalto. Yo piedra por la que la corriente pasaba sin fuerza,
80 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 81

había un brazo musculado con tres dedos y dos El día seguía brillante, aunque para Antonio y
heridas en la mano. Más abajo, un cadáver viajaba Marcela no tenía significado la alegría de la luz.
serenamente con las órbitas sin ojos vueltas al sol. —Vamos a casa de don Andrés —dijo Anto­
Del lado de arriba, venían más cuerpos y miembros. nio—. Pudiera ser que nos llevara en su automóvil
Esa sería en los días sucesivos la pesca a que los a Cali.
vecinos cristianos se dedicarían. Un desconocido pasó al lado de los fugitivos, se
Antonio volvió en sí cuando sintió que Marcela fijó en el revólver que asomaba por la pretina del
se doblaba a sus pies. Se agachó y la levantó en sus pantalón de Antonio y le aconsejó:
brazos —los de ella caían desmayados—, pasó el —Tenga cuidado, se lo quitan.
puentecillo, bajó del árbol y la puso sobre el pasto Antonio metió entre la camisa y la piel el arma
húmedo. y la aseguró con el cinturón.
—Pedrito —dijo—, dale un poco de aire con —Vamos —volvió a decir. Y se dirigieron a casa
las manos, mientras empapo este pañuelo. Y se de don Andrés.
dirigió al río, pero no mojó su pañuelo porque el —Vamos donde Dios quiera —asintió Marcela.
agua estaba roja de sangre.. .
Regresó a donde estaba Marcela y esperó inde­
ciso. Pasaron unos segundos. Ella abrió los ojos
marchitados por la noche. Al fin, sobrepuestos y
sin mirar atrás, continuaron la marcha cogidos por
el talle.
El camino terminaba en Andalucía. Llegaron. Se
detuvieron en la calle principal, la larga calle que
ha formado la carretera central.
El pueblo tenía muchas casas vacías porque sus
moradores habían emigrado a las ciudades en guar­
da de sus vidas. Era el éxodo de los pueblos a las
ciudades. Las ciudades los protegían por su tama­
ño. Un éxodo de millares de gentes, que preferían
pasar hambre a exponer sus vidas y sus honras,
amedrentadas por las autoridades y la policía.
Don Andrés estaba en casa y preparaba el viaje
a Cali. Con gusto, lleno de compasión, se ofreció
a llevar los fugitivos. Les dió ropas limpias y no
quiso recibir en pago el revólver de Antonio.
—Conserve su revólver. En Cali podrá venderlo
y vivir con ese dinero unos días, mientras consigue
trabajo. Inicialmente, puede alojarse en la “Casa
Liberal”. Allí hay muchos refugiados y, además,
el dolor común lo sosegará un poco.
Antonio le dió las gracias y le rogó averiguar,
cuando se pudiera, si quedaba algo de sus bienes.
Después salieron al corredor delantero de la casa,
en donde estuvieron largo rato meditabundos. Don
Andrés entraba y salía inquieto y pensaba que
quizás sus huéspedes se habían recluido en una
isla de reflexión. El sabía por experiencias menos
duras de las que estaban pasando sus amigos que
el hombre puede sobreponerse a las grandes tra­
gedias, a las conmociones espirituales y a los ca-
84 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 85

taclismos cósmicos porque su mente busca un re­ expulsaban de la tierra, le destruían su hogar, le
fugio y puede hacer reposar las zonas excitadas. Y secaban la simiente de su continuidad, y le vejaban
en estas islas olvida, se calma y reposa para volver y le desposeían de sus principios, se sentía extran­
a vivir. El comprendía por qué el hombre sobre­ jero en el país de sus mayores, como si hubiera sido
vive al tormento, a la deshonra, a la ruina y a la arrojado por la avalancha de una guerra cruel a
humillación. Sabía que en la isla mental se pue­ un país extraño... Y en su isla de reposo, no
den adquirir fuerzas para sobrellevar la desdicha encontraba el reposo. Y se sentía náufrago y quería
y para enfrentarse a la adversidad. Y había saca­ la venganza que no es cosa buena.
do la consecuencia de que cuando no hay ese Llegada la hora del almuerzo se sentaron a la
repliegue interior de reposo y de reconstrucción el mesa. Los emigrados no probaron la comida y don
hombre muere para el bien y nace para el resenti­ Andrés terminó sin pasar bocado. Tampoco hubo
miento. En el camino de la venganza, toda con­ charla porque el anfitrión no quería rehacer con
ciencia termina por derrumbarse. sus preguntas la tragedia pasada. El silencio caía
Pero Antonio no estaba en una isla de reposo pesadamente y todo lo llenaba ... Y en el silencio
y veía que no podía obrar como le habían ense­ las almas querían aquietarse, sin conseguirlo. An­
ñado. Observaba que las autoridades encargadas tonio, Marcela y Pedro tenían los ojos quietos.. .
de velar por el cumplimiento de las leyes estaban Y el silencio y la quietud se mezclaban.
envilecidas y habían hecho desaparecer los con­ Don Andrés empezó a dar las órdenes al admi­
ceptos de justicia. Se debatía ante el dilema de se­ nistrador. A continuación se levantaron de la mesa.
guir con su conciencia y con su tradición o enfren­ Don Andrés fué a reposar un poco en la alcoba. Los
tarse abiertamente a quienes querían aplastarlo. Y otros regresaron al corredor y sus ojos volvieron
luchaba por romper la indecisión y continuar por el a la inmovilidad vidriosa. No importaba que por
camino que le trazaban treinta años de vida honesta la carretera pasaran vehículos y arrojaran nubes
o desviarse por la senda de la injusticia. Su mente de polvo sobre ellos. Los ojos no parpadeaban.. .
le hacía considerarse en este instante de infortunio Pedro se sentó en la pequeña escala que daba al
un apátrida, puesto que la patria era la comunidad jardín y metió su cabeza de bronce entre las ma­
de ideas, el pedazo de tierra en donde se afinca el nos. Quiso gritar o llorar, pero la vista de un do­
hogar y la seguridad que proporciona el respeto lor superior al suyo lo inhibió. Y, al fin, él no
de las leyes y de las autoridades. Y como a él le alcanzaba a comprender la magnitud de la pérdi­
86 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 87

da. En sus dieciocho años no había acumulado ex­ en la negrura inmediata. Las ciudades huían lumi­
periencia y no sabía cuánto significaba perder lo nosas. Antonio y Marcela no atendían al mundillo
que perdía. del viaje, así fuera el paso por Tuluá, con sus pal­
Con las seis de la tarde llegó la partida. Fueron mas y su puente, o el paso bajo las cúpulas de latón
de la basílica roja de Buga, o el paso por Palmira
al automóvil de don Andrés. Pedro se sentó al lado
del dueño en el cojín delantero. Antonio y Marcela llena de torres contrahechas, o el paso por los case­
ocuparon los puestos de atrás. Una bandada de lo­ ríos agarrados a ambos lados de la carretera. Tam­
ros pasó a dormir en algún monte vecino. Don An­ poco veían una nube blanca nimbada de gris que
drés puso en marcha el motor y reversó el auto­ les seguía impulsada por los motores del Viento
móvil hasta salir a la carretera, sobre la cual, rumbo Norte.
a Cali empezó a deslizarse rápidamente. A ambos Antonio se revolvía en lucha contra el abatimien­
lados corrían las cercas que separaban las dehesas. to que le hacía ver perdido todo lo suyo. Sus treinta
Las cercas estaban posteadas con troncos vivos de años libraban batalla contra la adversidad ... Y
matarratón, que alargaban sus sombras sobre el tomaba a su esposa como el náufrago toma su tabla
paisaje inmediato. En veces, un gualanday aso­ para salvarse... En todo momento llenaba su pai­
maba su follaje de color violeta, otras, las bugan- saje interior la muerte de sus seres queridos, a
quienes veía como si estuvieran vivos ... El auto­
vilias mezclaban sus colores a los últimos toques
móvil y sus ocupantes desaparecían para dar lugar
de luz. El ruido de fricción de las ruedas enllan­
a las figuras del viejo José Gallardo, el padre, y
tadas penetraba monorrítmico. El ruido absorbía
de María Antonia Escobar, la madre. Sin embar­
la atención de los pasajeros y destruía las imáge­
go, ellos se mostraban bondadosos, satisfechos y
nes mentales. La paz llegó en forma de sueño para felices en el recuerdo de la última vez que él los
Pedro. Antonio y Marcela teñían la fatiga y el viera. No aparecían en su mente con la tortura pre­
sueño en los ojos, pero los ojos seguían abiertos, senciada por Marcela. Su mente no quería imagi­
cristalados ... No podría asegurarse que estaban nar los horrores de la desaparición entre los es­
despiertos, ni que estaban dormidos. Soñaban. Se combros de la casa de la estancia. En cambio, tenía
iban de la realidad. el recuerdo amargo de la hija. Allí estaba delante
Los chorros de luz proyectados por los faros del de sus ojos, lívida y exangüe en el amanecer... v,
coche corrían sobre la carretera. Los insectos que luego, el guayacán florecido y la tumba pequeñita,
atravesaban, brillaban un instante y se sepultaban y esa mirada dolorida de la hija afrentada ... Y
88 DANIEL CAICEDO

su corazón sintió tristeza y lloró por primera vez.


Sus lágrimas cayeron tibia y silenciosamente sobre
el rostro de Marcela, encajada en su pecho. Ella
sintió el llanto y su pecho quiso estallar de dolor. Y
la tristeza también la llenó ... y ambos fueron
tristes.

II

LA NOCHE DEL LLANTO


-

¡Abandonad toda esperanza, oh, vos


otros los que entráis.../

Dante, Divina Comedia: Infierno.

.
— 1 —

A las dos horas y media de viaje llegaron a


“Juanchito”, lugar en donde está un puente sobre
el Cauca. Como a una cuadra de él había un retén
de policía. A un metro de altura sobre la carretera,
pegada a dos pedazos de riel, se templaba una
cadena de acero. Don Andrés detuvo el automó­
vil. Y un policía se acercó y preguntó:
—¿De dónde vienen ustedes?
—De Andalucía. Soy Andrés Castro.
—¿Quiénes le acompañan?
—Unos amigos de Ceylán que se salvaron del
asalto de anoche. Sus padres y familiares murie­
ron. Sus casas fueron incendiadas ...
El policía miró con desconfianza a los viajeros.
Pensó que esa gente era la primera que llegaba, que
posiblemente sería la única que se había salvado
y que venían a Cali a contar lo sucedido. Ne de­
bía dejarlos hablar. Era necesario detenerlos pre­
ventivamente. Levantó la voz y dijo:

y
94 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 95

—Hola, Pacho, aquí llegan unos de Ceylán. de uncidos, echaban a andar el carro lentamente
El sujeto a quien se dirigió el agente estaba y los hombres iban al paso. Después, más de prisa
sentado con otros individuos en un “jeep” con pla­ y los hombres iban corriendo. Luego a toda marcha
cas de identificación que ostentaban un escudo de y los hombres iban a rastras ... Antes de entrar
Colombia, el letrero “Seguridad” y un número de a la ciudad los soltaban y metían dentro con los
dos cifras sobre fondo blanco. Al oír la llamada brazos rotos y luxados, inconscientes, sangrantes y
bajó, seguido de cuatro más y se acercó receloso la mayoría de las veces en estado agónico por la
al sedán de Castro. hemorragia. Según la gravedad, los llevaban para
—Salgan todos —ordenó—, quedan detenidos. torturarlos en la cárcel o directamente los arrojaban
—¿Por qué? —inquirió don Andrés al tiempo al río Cauca, en donde morían ahogados.
que abría la puerta del automóvil y se desmon­ Para Marcela, todo lo que sucedía desde la tarde
taba. anterior era inexplicable. Ahora miraba asustada,
—Porque ustedes son revoltosos de los que ata­ igual que una gacela extraviada en un poblado. Sin
caron a las autoridades anoche. saber lo que decía, exclamó:
—Pero, hombre, esto es una arbitrariedad. Me —¡Por Dios, no los maten! Don Andrés no tiene
quejaré a sus superiores. que ver nada con nosotros. Suéltenlo. El nos trajo
—Entonces, tome para que complete sus quejas. por caridad. No teníamos donde quedarnos y vi­
—Y acompañó la palabra de mi puñetazo que don nimos ...
Andrés no alcanzó a desviar del todo. Se volvió —¡Cállate! —dijo Pacho—. Métanla al cabaret.
a sus secuaces y ordenó:
Tres de los cinco hombres pusieron mano sobre
—A esos dos espósenlos. Yo me encargo de
Marcela. Antonio, enfurecido e impotente, les gritó:
este ...
Antonio y Pedro fueron llevados hasta el “jeep” —¡Asesinos, bellacos! —Pacho le tiró una pa­
e imposibilitados para toda acción. Pasaron el bra­ tada a la entrepierna que le hizo silenciar.
zo izquierdo de Pedro a través de una anilla de —Vea —le dijo don Andrés al policía—, haga­
hierro que estaba agarrada en la barra postérior mos una transacción.. . Diga cuánto quiere y nos
de la carrocería del vehículo y a su muñeca unieron deja en paz ...
la de Antonio. La anilla quedó entre ambos. Era el El detective le miró sagazmente y sonrió lleno
sistema que utilizaban los detectives con los prisio­ de ambición. Por sus ojos pasó un destello y su
neros que hacían en las veredas y carreteras. Luego boca se contrajo para contener la risa. Este don
96 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 97

Andrés iba a resultar una buena presa, y con segu­ El empleado, distinguido con chaqueta blanca,
ridad podría explotarlo y extorsionarlo en el futuro. toalla al brazo y una bandeja en la mano se acercó
—Creo —dijo mirándolo— que vamos a enten­ a la electrola, echó una moneda por la ranura del
dernos. —Y empezó a formalizar con la víctima aparato y hundió varias veces una tecla. El piano
abatida el precio de la libertad. accionó su mecanismo eléctrico, empezó a desgra­
Mientras tanto, del cabaret de “Juanchito”, que nar burbujas de colores por entre los adornos del
estaba a diez pasos del puesto de guardia, salían mueble y soltó en catarata una cumbia colombia­
las voces del jolgorio de todos los días. Voces des­ na. El músico aporreó su batería de “jazz’ y el
templadas, confusas, de un hablar común de varias ruido se mezcló a las voces de los hombres y a las
personas. Voces estridentes, chillidos y voces opa­ voces de las mesas golpeadas por las botellas y los
cadas por el alcohol. El ruido de vasos y copas de vasos.
la bebeta se mezclaba y hacía más confusa la per­ —Ahora, bailemos —dijo a Marcela uno de los
cepción. Era como si el recinto tuviera vida, co­ detectives, al tiempo que la cogía rudamente por el
mo si hablaran las paredes por los huecos de las talle.
puertas. La mujer lo miró con sus ojos pardos e insom­
Marcela fué arrastrada por los detectives hasta nes que veían escenas de horror desde hacía veinti­
el salón principal, en el cual había prostitutas y cuatro horas, sintió que su sangre le quemaba y
parroquianos borrachos alrededor de las mesas, si­ que un valor de defensa, de reproche y de indigna­
tuados junto a las paredes para dejar libre el espa­ ción la estimulaba. Tiró hacia atrás su cuerpo,
cio central. Se bailaba cuando sonaba a todo vo­ metió el brazo entre el pecho del hombre y el de
lumen la música del piano eléctrico. Un grupo de ella y con fuerza lo separó. Su voz salió -clara y
hombres tomaba aguardiente. Cerca de la radiola, nítida, como un latigazo:
sobre un entarimado se encontraba una batería de —¡Bandolero!, ¡asesino!, ¡no bailo! Ni muerta
“jazz”, que golpeaba un músico para acompañar me harás bailar.
el piano. La atmósfera estaba impregnada de olor El hombre vaciló un momento y su cara señalada
a humo de cigarrillo y tufo de borrachos. con una cicatriz sobre la ceja izquierda se conges­
Los hombres del gobierno entraron dando em­ tionó de rabia. Se volvió a sus dos compañeros que
pujones a Marcela. Uno se dirigió al mozo del ser­ le miraban burlones, y les dijo:
vicio y le ordenó: —Esta... no quiere bailar aquí, hagámosla
—Ponga música alegre. ¡Rápido! brincar en la cama.
98 DANIEL CAICEDO

Entre los tres detectives cogieron a Marcela.


Uno le estrujó un pecho. Ella le mordió la mano.
La mano se aflojó, se levantó y cayó cerrada como
un martillo sobre su cabeza.
—No le pegues —dijo una ramera que se acer­
có tambaleante—, no le pegues ... eso no lo con­
siento yo. Bastante sufrimos nosotras con ustedes
que caen en pandilla sobre nuestros parroquianos
y les roban y ultrajan después de desarmarlos. Es­
tán acabando con todo, hasta con la alegría que el
alcohol produce ... ¡dan asco! —Y escupió, para Silenciosamente, impotentes ante la fuerza los
viajeros siguieron su marcha. Pasaron el puente
indicar la repugnancia que sentía y que se atrevía
vencido por el tiempo, que salta el Cauca de orilla
a expresar por la embriaguez en que estaba.
—¡Cállate, perra! —vociferó el detective—. a orilla. De él se desprendían rayos de luz que
lamían el agua turbia. Soldados del ejército nacio­
¿Quieres que te parta la cara?
En este momento apareció “el jefe” en la puer­ nal lo guardaban. Don Andrés los miró sin in­
culparlos por la indiferencia mostrada ante los
ta. Venía satisfecho y sonriente.
atropellos de la policía y el detectivismo. Al fin y
—Suéltenla —ordenó—; ya arreglé con don An­
drés —e irónico—: Don Andrés es un gran señor, al cabo, esos muchachos eran ignorantes y la igno­
rancia es un buen material plástico. Y era prefe­
un señorazo muy comprensivo.
rible que ellos siguieran asumiendo la actitud pa­
La música sonaba. Las almas estaban tristes.
siva inculcada por la oficialidad a verlos conver­
tidos en asesinos.
Don Andrés seguía el hilo de sus pensamientos
con la indignación que sienten los hombres de bien
ante el atropello. Manejaba su automóvil maqui­
nalmente. Ya estaba frente a la base aérea, en
cuyas garitas había soldados custodios. Dentro dor­
mían los aviadores. Don Andrés revisaba los he­
chos espantosos que se les atribuía a los pilotos,
100 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 101

sin comprender cómo fuera posible que la crueldad El automóvil rodó por la calle quince y se per­
los dominara. El sabía que en los Llanos Orienta­ dió al voltear por la carrera cuarta. Los viajeros
les de Colombia, en los llanos de Casanare y del atravesaron el portalón y se encontraron en un
Meta, los prisioneros transportados en los aviones solar con mucha gente dentro. Había unas me­
eran precipitados, aventados desde miles de metros diaguas que amparaban de la intemperie a sus
de altura, vivos y maniatados. Y don Andrés coth- habitantes, emigrados de todos los confines del De­
prendía que estos horrores hicieran desaparecer partamento que no tenían hogar, ni medios para
el concepto de patria y que los hombres nacidos en conseguir una mayor comodidad. Al lado izquier­
Colombia, cuando veían que sus hermanos eran así do, una plataforma de madera con su escalera de
tratados desde lo alto, consideraran que Colombia tablones servía de tribuna para conferencias.
no era una buena madre. Y veía muy claro por­ Los emigrados se habían apropiado, cada cual,
qué los colombianos repudiaran su terruño y andu­ su rincón, si acaso dos metros de tierra por perso­
vieran buscando otra parcela de la corteza terrestre na. La plataforma también tenía sus habitantes.
en donde sentirse protegidos a cambio de la riqueza Debajo de la plataforma había otros más. Unica­
dada con su trabajo y con la simiente de su sangre. mente se disponía del terreno suficiente para ex­
Por fin llegaron a Cali (calle 25, carrera prime­ tenderse a dormir. La mayoría de las gentes estaba
ra, calle 15). Se detuvieron frente a unas tapias sola, pero había quien tenía consigo a la esposa o
entre carreras tercera y cuarta. Estaban en la “Ca­ a un hijo, o a un pariente o a un servidor. Pero la
sa Liberal”. mayoría estaba sola. A veces era una mujer afren­
—Vean como se acomodan aquí y avísenme ma­ tada, que roía su vergüenza. Otras, un niño o una
ñana al hotel —dijo don Andrés—. Quedo cerca niña sin padres, recogido por algún cristiano en
de ustedes. Tome, Antonio, su revólver. Gracias a éxodo. Había mutilados que sentían su mutilación.
que lo tenía en la guantera del automóvil se salvó. Y sobre todos, la tristeza común que empañaba las
Véndalo. Mientras tanto, para esta noche sirven frentes y los ojos y llenaba de penachos grises el
estas monedas que se escaparon al pillaje de las pensamiento.
autoridades. Bien se dió usted cuenta que el precio En la mitad del patio estaban varios fogones de
de nuestra libertad en “Juanchito” fué el dinero tulpas negras con gente apiñada alrededor que es­
que traía de la venta de un ganado. Salvamos nues­ peraba comer un mal sancocho. Generalmente, va­
tra vida con él. Lo doy por bien gastado. rios emigrados contribuían con algo para la olla
—¡Gracias, don Andrés, ¡Dios le pague! común. Los que no podían ayudar, también podían
102 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 103

comer porque los pobres y los hambreados son los solar y era formada por las voces de todas las bo­
únicos que sienten compasión por los pobres y los cas. Ellos buscaron con la mirada un puesto junto
hambrientos. El corazón del necesitado comprende a las tapias, pero los pies de las tapias estaban lle­
por haberlo aprendido en lección diaria, al sentir nos de gertte y de papeles —carteles arrancados
su estómago como sujeto independiente. El sabe de las esquinas y periódicos— que servían de ten­
lo que es un órgano vuelto entidad, ya sea el estó­ dido para dormir y marcaban la propiedad parti­
mago o la piel desnuda. cular dél sitio.
Los asilados de la “Casa Liberal” de Cali eran De la masa se desprendió una mujer delgada y
hermanos en la desdicha y estaban unidos por lo fina, vestida de negro, joven, de pelo castaño cla­
que no cuesta nada: el cielo, el aire y la tierra os­ ro', y ojos de sombra y agua. Con una voz clara y
cura y olorosa. Unidos por lo elemental, sentían dulce atrajo la atención de los nuevos visitantes:
amor a los desheredados y odio a los perseguido­ —¿Van a entrar? ¿Piensan quedarse? ¿Son emi­
res. Mas, a pesar de todo, en momentos se levanta­ grados?
ba de su corazón una voz dulce y temblorosa de —Sí, señorita, venimos de Ceylán y pensamos
amor al Dios de Occidente, al Cristo de las Escri­ quedarnos, pero no encontramos acomodo.
turas. Justamente, como antítesis de las actuaciones —¿De Ceylán? Son los primeros que llegan.
escandalosas y crueles de los ministros católicos, ¿Cuándo los atacaron?
brotaba esa llama de amor como un fuego fantás­ —Anoche. Hará apenas veinticuatro horas.
tico que emergiera del pantano. Sí, la podredumbre —Vengan. Ya haremos espacio. Y si no, nos
de que estaba rodeado el Salvador no impedía que turnamos para dormir ... ¿Han dormido?
los hombres le siguieran amando. A pesar de todo, —No. No hemos pegado los ojos.
en los corazones de los tristes El se presentaba co­ —¡Pobres! Ni habrán comido. ¿Les mataron a
mo único medio para alcanzar la meta final de alguien?
Vida Eterna. —A todos los nuestros —dijo Pedro, por pri­
Los viajeros recién llegados buscaron desorien­ mera vez, consciente de su orfandad—. A nuestros
tados un pequeño espacio vacío entre la multitud. papás, a los peones, a la hija de don Antonio, a
No distinguían a ninguna persona. Todas las per­ todos los habitantes del pueblo... /Creo que nos
sonas eran como una sola, enorme, gigantesca con hemos salvado muy pocos de los mil vecinos de
cientos de ojos y de brazos, y de bocas y de pier­ Ceylán. ¡Miento! Se salvaron, además los godos y
nas, y con una voz confusa, profunda que llenaba el el cura.
104 DANIEL CAICEDO

—Vengan, hermanos, Dios no desampara a na­


die —dijo la mujer, llena de compasión—. Sién­
tense aquí en este espacio que es mi hogar. Voy
a conseguir algo de comer para ustedes —y se
volvió hacia el centro del patio, al que los fogones
daban el aspecto de un campamento de gitanos.
Luego retrocedió y le dijo a Antonio:
— 3 —
—Por si me les pierdo, pregunten por Cristal
—y se confundió con la multitud.
—Tengo hambre, don Antonio —dijo Pedro—.
En la “Casa Liberal” sólo Cristal sabía buscar
Me arden las tripas.
recursos increíbles para los desplazados. Ella se
—Espera un momento a que venga Cristal.
¿Cristal... ? había convertido durante ese mes en la persona
imprescindible. Para todo se la solicitaba y es­
Para Antonio la masa empezaba a descomponer­
pontáneamente ella parecía adivinar los pensamien­
se en hombres, mujeres y chiquillos. Poco a poco
tos y las necesidades. Sus sistemas para solucionar
se sentía dueño de sí en el medio, el medio de los
problemas personales eran increíbles. Por ello pa­
desheredados y de los perseguidos. De cierto que
só a ser la amiga y confidente general. En sus ojos
todos los que allí estaban debían haber sufrido tan­
verdes apenas se adivinaba una sombra. Sus cabe­
to como él. De cierto que así era, porque entre
llos claros quitaban de su frente la tensión que pro­
tantas personas no había contento, o por lo menos
ducían sus pensamientos. Con los recién llegados
todo batía con el ritmo triste de su corazón. Unos
era especialmente solícita, pues se hacía cargo del
niños jugaban silenciosamente... De cierto, de
estado de confusión que traían. Cuando vió a An­
cierto que tenía que haber una gran tristeza para
que los niños jugaran silenciosamente ... tonio, a Marcela y a Pedro y escuchó las pocas
frases que pintaban su gran tragedia sintió una
compasión inmensa. Fué a buscarles comida, y co­
mo se había acabado, les trajo su ración.
—¡A comer! —dijo, y alargó el plato que traía
en sus manos a los nuevos huéspedes—. Está ri­
quísimo.
DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 107
]06

Antonio y Pedro recibieron la porción, que calle y buscaban dónde echarse. Nadie usurpaba un
repartieron con Marcela. No hablaron. Los ojos puesto, ni nadie incomodaba. De pronto, una figura
de Antonio miraban la multitud. Marcela se enju­ se incorporaba con cara de terror, despierta por
gó los suyos. Cristal se retiró unos pasos. Com­ algún sueño macabro, pero al ver la calma del lu­
prendía que el mejor consuelo de los tristes es la gar volvía a reclinarse. Los nombres amados eran
soledad porque en ella se rumian los pesares y se pronunciados con voz de sueño, y se escucharon con
va a Dios. breves interrupciones hasta el amanecer. Era una
Los grupos se disolvieron y las gentes buscaron sinfonía con el “leit motiv” de dulces nombres.
su cama de papel. Algunas personas, en corros, se También había quien velaba toda la noche devana
sentaron en el suelo, otras salieron. Los fogones que devana las madejas de sus recuerdos y de sus
empezaron a extinguirse. Una mujer que tenía en problemas, en busca de paz, roe que roe penas y
su casa el hábito de apagar la lumbre, trajo una planes fantásticos, porque con hambre el hombre
ollada de agua y roció los carbones. Los carbones piensa mucho. Parece que la mente necesitara liber­
chirriaron y soltaron pequeños remolinos de humo. tarse de la envoltura material para soltar sus alas,
Entre el rescoldo quedó, parpadeante, una brasa, que como las de la mariposa pueden ser negras,
que segundos después se extinguió. blancas y policromadas, porque la mariposa es la
Y empezó la noche ... Una bombilla centinela imagen del pensamiento, el que también como ella
hacía la guardia columpiándose entre dos hilos ne­ sale de los pantanos.
gros. Se oían palabras de sueños hablados y algu­
nos ronquidos profundos. Antonio se tendió en el
suelo y Marcela se pegó mucho al cuerpo de Anto­
nio. Cristal se acomodó entre Marcela y otra mujer
y puso un par de ladrillos como almohada. Pedro
se acostó a los pies de Antonio.
La noche no tenía luna y algunas nubes de ve­
rano tapaban los astros. No hacía frío ni calor.
Los pechos de los hombres dormidos se agitaban con
ritmo de vida. Las bocas se entreabrían por la re­
lajación muscular. Poco a poco, todo dormía en el
solar, salvo las siluetas de los que llegaban de la
— 4 —

Los emigrados empezaron el primer día. Un


día sin nombre, lleno de suspiros y de inconfor­
midad que Marcela perdería en lloros y los hom­
bres en cábalas. En un patio de la vecindad, los
pájaros cautivos se despertaron en sus jaulas y
principiaron a cantar. La luz del día, oblicua y
anaranjada, rodeó a Cali. En la “Casa Liberal”
hubo un ruido de cazos y de ollas y los fogones
soltaron columnas de humo ... El humo ponía
incómodos a los emigrados de la “Casa Liberal”
porque ya no lo asociaban exclusivamente al pu­
chero, al remedio, a las quemas campesinas o a
los ritos paganos de los altares.
Alrededor del humo se agruparon los tristes.
El hambre borraba todo y traía a la mente la sen­
sación del organismo, con sus recuerdos biológicos
y ancestrales que se traducían en el imperativo de
vivir. El agua de las ollas empezó a hervir en gran­
des ojos abultados que se rompían en cráteres de
espuma. Los ojos y los cráteres de la leche eran

«
110 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 111

blancos y los del café, pardos. Los ojos se rompían el machete ... y luego se lo puso en la cara a la
con un ruido de crepitación y el vapor salía de agonizante... El pastor Davison veía maniatado,
ellos en columnas tenues que impregnaban el am­ de rodillas, perpetrar el crimen. Con sus ojos vuel­
biente con olor de fonda. Por fin, empezó el re­ tos al cielo imploraba valor al Señor Jesús. Sus la­
parto del desayuno. Las tazas se desocupaban rápi­ bios pronunciaban el Salmo 23: “Jehová es mi
damente por unos para que otros las pudieran uti­ pastor; nada me faltará. En lugares de delicados
lizar. En menos de una hora todos habían desayu­ pastos me hará yacer; junto a aguas de reposo me
nado y las sobras fueron repartidas como ración pastoreará. Confortará mi alma; guiaráme por sen­
extra a los niños. Una vieja con su manía de lim­ das de justicia por amor de su nombre. Aunque
pieza se puso a barrer cáscaras y desperdicios que ande en valle Ae sombra de muerte, no temeré mal
acumuló en grandes fondos y colocó a la puerta de alguno ...” AJn chulavita se acercó y le desgarró
la calle para que los recogiera el carro de la basura. las ropas, lo emasculó de un golpe y le puso los ge­
El sol estaba alto, tibio. Antonio Gallardo charla­ nitales en la boca, al tiempo que le decía: “Másca­
ba con Roberto Gómez, un desplazado de Andiná- los, protestante asqueroso”. Davison ajustó las man­
polis, puebla evangélica de la cordillera que había díbulas. El foragido le dió un tajo de machete que
sido asaltada días antes. le abrió la cara de oreja a oreja. La mandíbula
—Sólo puedo decirle, don Antonio, que de An- inferior cayó suelta sobre el pecho. El policía le
dinápolis y La Primavera no quedamos con vida gritó “¡Viva Cristo rey! ¡Viva el partido conser­
más de diez. Los chulavitas cayeron sobre esos po­ vador!” La víctima no emitió ningún quejido, lo
blados convertidos a la fé evangélica y los arrasa­ único que tenía expresión en él eran los ojos, y el
ron. Fué horrible. Yo me guarecí en el zarzo de policía, consciente de ello, se los pinchó hasta que
un gallinero, desde donde vi los asesinatos del pas­ saltaron. El santo seguía de rodillas sobre un al­
tor Davison y de la familia a su servicio. Con ellos
mohadón de sangre. Otros policías intervinieron y
se cebaron más que con el resto de los moradores:
lo flagelaron con sus cinturones de hebilla. La car­
A la criada y a dos niñas las violaron unos veinte
ne se quedaba prendida a las chapas de las correas.
policías. Después les enterraron las bayonetas por
el sexo y les cortaron los pechos. Como la madre El santo cayó al suelo y los detectives y policías
estaba embarazada, le dieron una gran cuchillada empezaron a saltar sobre él... No se supo cuándo
en el vientre por la cual salió el feto de seis me­ murió el pastor; únicamente, al crucificarlo se vió
ses, que pataleaba. Uno se acercó y lo ensartó en que de las heridas ya no brotaba sangre... Como
112 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 113

fin de fiesta los agentes del gobierno orinaron so­ tanza y por ese olor a carne chamuscada que aún
bre él y algunos defecaron en su cara ... percibo ...
—Dios castigará todo esto —exclamó Antonio—. —Y usted, Roberto, ¿todavía cree en Dios?
Pero qué digo, si Dios no existe. ¿Cree usted en Dios después de ver que estas gen­
—No lo crea, el Señor tendrá en cuenta estos tes infames utilizan su nombre para cometer tantos
crímenes. Yo soy cristiano y siempre he visto que desmanes? Yo no puedo. Yo tenía una fé, la fé de
El premia a los buenos y castiga a los malos. Si mis padres, que hoy rechazo. Yo era un convencido
usted hubiera presenciado el fervor con que morían católico romano, pero tengo que dejar, ante la rea­
todos los que fueron quemados vivos, atados a los lidad de los hechos, esa creencia en una religión
árboles con alambres y rociados con combustible, que se identifica con un partido político y que
se daría cuenta de que el Señor Jesús no los aban­ pone al lado de los exterminadores a los curas, sus
donó en ese momento ... Por todas las calles ha­ ministros.
bía una doble hilera de mártires amarrados a los —De todos modos, don Antonio, yo le aseguro
pilares de las casas y a los árboles ornamentales. que mi Dios, que es Jesucristo, premia y castiga.
En algunos postes había dos y tres quemándose ... El se le manifestará a usted ... yo se lo aseguro...
Y aunque el dolor debía ser tremendo, no se oye­ —Bueno, ya veremos. Por el momento —dijo
ron blasfemias. Entre los gritos de desesperación, Antonio—, tenemos que solucionar nuestro proble­
el nombre de Cristo ... Unos daban aliento a los ma vital. Ojalá encontremos qué hacer, a fin de
otros... Todas las casas fueron quemadas con dejar nuestro puesto en esta casa a otros desgracia­
gente adentro. .. ¡Es horrible don Antonio, el re­ dos. Vamos.
cuerdo que tengo de esa noche! No puedo apartar
de mi mente la visión macabra de las mujeres enlo­
quecidas con sus cabellos en llamas y sus gritos de
terror. No puedo apartar la visión de las ventanas
rojas de fuego con niños y mujeres que se asoma­
ban para saltar y huir por las calles. Y lo conse­
guían . .. Menos mal que los godos las mataban
a tiros. Cuando yo pude bajar del gallinero, esta­
ba mareado y tembloroso. Huí como una liebre por
entre el monte, perseguido por el espanto de la ma­
— 5 —

Los días de una semana, eternos y angustiosos,


pasaron. Antonio Gallardo solicitaba empleo por
todos los rincones de Cali. Y no lo halló. La deses­
peración creció como un espino en su alma. A su
angustia económica se sumaba el estado mental de
Marcela, enquistada en su dolor, sin fuerzas para
reaccionar, cual si la mente hubiera recibido un
hachazo que la partiera en dos. Su dolor era un
dolor sin lágrimas, caviloso, de mirar perdido, en
visión de sombras y angustia. Era la noche desola­
da en un páramo de recuerdos vivos. Antonio pro­
curaba sacarla de su pena despojándose de la suya,
pero no era posible hacerla cambiar. Acurrucada
en su puesto de la “Casa Liberal” con la cabeza
sobre una mano, no estaba en ella reaccionar, ni con
las buenas noticias inventadas por Antonio, quien
le hablaba de un posible empleo o de una buena
venta del revólver, su único patrimonio. Permane­
cía en el yermo. Continuaba insensible al mundo
externo, a su vida actual. Seguía en el recuerdo.
116 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 117

Sólo, en ocasiones, estaba bien cuando se aferraba Una maquinaria de horror que cuenta con la pasi­
a la muchedumbre de desheredados que la acompa­ vidad del ejército, que indiferente ve vaciar las
ñaban en su extraño y nuevo ambiente. Cristal pa­ cárceles de toda la república para engrosar con cri­
saba ratos a su lado, solícita y compasiva, pero minales comunes las brigadas de choque.
ella seguía en la estepa de evocaciones. Ni aún el —En realidad —comentó Antonio—, nada se
barullo de este 22 de octubre hacía variar su pen­ puede hacer por el momento. La sorpresa ha sido
samiento. Ni aún este anochecer en que gentes ex­ factor definitivo. Y mientras el país se da cuenta,
trañas concurrían a la “Casa Liberal” con motivo alcanzan el fin que desean. Si a ello añade el cinis­
de la conferencia política anunciada. Ella, como mo de los periódicos conservadores que niegan los
todos los días, hoy acentuaba su congoja hacia las hechos y presentan la versión oficial embustera y
siete de la noche porque tenía el temor de que los tendenciosa, la desorientación es completa. Figúre­
“carros fantasmas” mataran a su Antonio, último se usted, yo que presencié el asesinato de Ceylán,
vínculo que impedía a su razón liberarse totalmen­ yo que soy una víctima de los asesinos, yo que he
te del mundo. Bien sabía por las narraciones dia­ perdido cuanto tenía, leo en esos pasquines falan­
rias, que los “carros fantasmas” eran automóviles gistas que en Ceylán no ha sucedido nada y que
del gobierno en los que algunos detectives y civiles “los pocos” muertos habidos fueron conservadores
armados salían por las noches “a cazar rojos”. Su atacados por liberales revoltosos. ¿Se fija cuán de­
misión terrorista se cumplía a diario disparando pravados y cínicos son? Claro que con la censura
sobre los transeúntes. Y ella pensaba que si de gol­ de prensa impuesta a los periódicos democráticos
pe su Antonio caía atravesado de un balazo fan­ no hay modo de aclarar los hechos por ahora, pero
tasma, no quedaría nada de ella, la angustiada, la llegará el día ...
dolorosa. Pero ese día 22 de octubre, Antonio lle­ —Nada podemos hacer —dijo Roberto, desco­
gó puntual a la “Casa Liberal” y conversaba con razonado.
Roberto. —Pues yo no acepto este estado de cosas...
—Como usted sabe —decía Roberto—, el presi­ ¡Que otros lo aguanten! Por mi parte, me defen­
dente actual quiere perdurar su partido en el po­ deré en cuanto pueda hacerlo. Tengo la seguridad
der, y, aconsejado por los jesuítas, se ha convertido de no estar solo ... Ya ve usted cómo en los Llanos
en el jefe espiritual de las matanzas. Lo respaldan están alzados. Esos sí son hombres que saben re­
el Ministro de Gobierno, los Alcaldes, los Inspec­ chazar las autoridades envilecidas. Ellos han reac­
tores y los cuerpos de la policía y el detectivismo. cionado como machos, Roberto. Si no fuera por
118 DANIEL CAICEDO

Marcela me largaba con ellos a cobrar mis muer­


tos, mis seis muertos, sin contarme yo, que lo estoy
para todo lo que sea reflexión y cordura. Si no
fuera por esta pobre esposa mía que está a punto
de perder la razón, otro sería el cantar.
Antonio y Roberto se encontraban a la entrada
del solar. A medida que llegaba gente, fueron des­
plazados hacia el fondo. El recinto se llenó. A las
siete y media de la noche empezó la conferencia.
Algunas veces sonaban aplausos y otras, exclama­
ciones de indignación, ya que el orador dijera algo En el Detectivismo, a dos cuadras de la “Casa
grato o que narrara los horrores de las matanzas. Liberal”, había gran actividad. El jefe esperaba
Por la calle, una patrulla del ejército pasó, se de­ una llamada telefónica y se paseaba impaciente.
tuvo breves momentos, observó y se marchó. Siguió Fumaba. Un grupo de detectives recibía las últimas
hacia el Cuartel del Paseo Bolívar, iluminado con instrucciones. Todos mostraban ese nerviosismo que
luces de fiesta. Cerraba la noche de Santa Sa­ precede a las grandes aventuras. El desasosiego
lomé ... fué interrumpido por la entrada de uno de los
“muchachos”, quien saludó y dijo:
—Mi Comandante, están en lo bueno. Hay mu­
cha gente ...
El informe fué cortado por el timbre del telé­
fono, sobre el cual se precipitó el Jefe.
—¿Aló? ¿Con quién? ... Sí, con él habla ...
Sí, ya salimos .. Somos dieciocho ... Bien, señor
Gobernador...
Y salieron en grupos de tres y cuatro, con som­
breros calados hasta las cejas y pañuelos anudados
al cuello, listos para cubrir las caras, como antifa­
ces. Al cinto dos revólveres y un cinturón de balas.
Doblaron la esquina y recorrieron unos 80 metros.
120 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 121

En el cruce de la carrera cuarta con calle quince gada y al Cuartel. Por otros teléfonos los vecinos
dispararon contra los transeúntes y dieron muerte pedían a las distintas autoridades locales que vi­
a dos. En un vuelo anduvieron los pocos pasos que nieran. De la Guardia del Batallón y del Comando
los separaban del portalón de la “Casa Liberal”, anunciaron su inmediata presencia en el lugar, pero
impidieron la salida y dispararon contra la multi­ no llegaron hasta pasado el asalto. La Policía ni
tud. Esta se desbordó de sorpresa y de temor por siquiera se dió por notificada de las llamadas. To­
encima de las tapias que aislaban el solar de los dos protegían la retirada de los detectives, y mien­
patios vecinos. La confusión fue espantosa. Los tras tanto los heridos se desangraban.
gritos y las carreras se mezclaban. Las mujeres llo­ En el interior de la “Casa” la sangre empapaba
raban y rezaban. Los hombres, todos inermes, no el suelo polvoriento. Todo allí era de espanto: Los
opusieron resistencia y fueron cayendo, el corazón ayes, los gritos, la confusión y el lodo sangroso.
estremecido. El abaleo era incesante. Los agentes Algunos, invulnerables, emprendieron la fuga.
vaciaban sus armas y volvían a cargarlas serena­ Otros, heridos, se arrastraban hasta la puerta de
mente. Hubo quien repitió la maniobra de recarga calle. Uno, por un raro fenómeno de gravitación
cinco y seis veces ... Los heridos y muertos se api- y de equilibrio se sostenía muerto sobre las ro­
ñuscaban ... Debajo de las gradas fueron ultima­ dillas, con los brazos en cruz. Otros se sacudían
dos seis hombres que trataron de ocultarse. Algu­ de encima los muertos con que se habían protegi­
nos pedían piedad de rodillas con los brazos en do. Y todos hablaban a grandes voces, dirigiéndo­
cruz, pero fueron muertos ... Antonio Gallardo se no se sabía a quienes. Los más serenos, se lim­
ordenó a Marcela que se echara boca abajo junto piaban la sangre que los había salpicado o se en­
a él. Ella obedeció en su indiferencia con los ojos jugaban la que manaba de heridas leves. Había
vidriados, de mirar fijo . .. Por sobre una pila de quienes seguían pegados a la tierra en espera de
muertos que había contra la tapia del fondo esca­ una nueva descarga. Una mujer con su hijo muerto
paron unos. Otros se tiraron al suelo ... Cuando en los brazos gritaba, loca. Roberto Gómez, el
los criminales vieron agotadas sus balas, salieron protestante, agonizaba con la mirada perdida y el
precipitadamente, sin que nadie intentara oponer­ Santo Nombre en la garganta estertorosa. Antonio
se ... El director de la matanza fué a informar a Gallardo se incorporó y miró a Marcela, la sacu­
sus superiores. dió y consiguió volverla boca arriba. De su sien
A todas estas, desde la Clínica Médica que está derecha salía por un agujero pequeñín una trenza
situada en frente, llamaban al Comando de la Bri­ de sangre. Sus labios estaban entreabiertos y los
122 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 123

ojos, como cuando estaba viva, vidriosos, crista- grante, había estado Cristal, quien le dijo: ‘Vaya,
lados, con la expresión patética y desolada de la Antonio, yo me encargo de Marcela ... Esperaré
muerte. Antonio cogió esa cara amada y la pegó hasta que usted quede libre ... seré como un perro
a sus labios, sintió que sus párpados se cerraban fiel tras del amo... Vaya, Antonio, yo lo espe­
y que gotas ardientes de llanto le quemaban las raré ...” Y en sus ojos vió Antonio una mirada
mejillas... Y por segunda vez lloró... Estaba que no era de compasión, sino de odio, que tal vez
solo ... Solo y aturdido. era el reflejo de lo que él sentía en ese instante:
Cerraba la noche de Santa Salomé. Odio a los hombres, a las autoridades, a Dios y
Al cabo de una hora, transcurrida en el reloj a la Patria ... Odio, sólo odio. Y los soldados
de la Ermita, llegó la patrulla que enviaron del se dieron cuenta de ese odio y por él lo entregaron
cuartel, situado a pocos pasos de los sucesos. Los a la policía ... Había que hacerle beber la amar­
soldados bajaron de los carros de patrullaje e gura de la injusticia cometida con él. No le era per­
iniciaron la recogida de muertos y de heridos, a mitido odiar ni defenderse... Y le entregaron a
quienes trasladaron en varios viajes al Hospital de la policía, junto con los que mostraban arrogancia
San Juan de Dios. Los cirujanos oficiales no daban en el infortunio.
abasto, pero tampoco dejaban actuar a los colegas
voluntarios que llegaron a ofrecerse para esa emer­
gencia ...
En la “Casa Liberal”, seguía la confusión. Na­
die podía marcharse porque la calle estaba acordo­
nada por el ejército. Los soldados imponían el or­
den a culatazos. Los hombres encerrados se pusie­
ron en filas. Unos pocos lograron escapar a la re­
dada, otros fueron llevados presos al cartel, en don­
de los identificaban y soltaban después de mu­
chas preguntas. Un grupo seleccionado pasó a ma­
nos del detectivismo y otro fué puesto en las de la
policía. Antonio Gallardo quedó en este último.
El, sin saber cuándo, fué arrancado del cuerpo de
Marcela. Unicamente recordaba que a su lado, san­
— 7 —

En el amanecer los gallos despuntaban su can­


to y Antonio Gallardo trasponía el umbral de la
cárcel de Cali, simbólicamente llamada “el Ma­
nicomio”. Antonio hervía de indignación. Pasó la
puerta y el corredor de la guardia. Llegó al fondo
de éste y se encontró en un pasadizo al cual des­
embocaban la reja de rastrillo, los dos patios, los
calabozos o celdas de incomunicación y uno de
los dormitorios comunes. Antonio fué arrojado al
patio de en medio. No más estuvo en él, seis chu-
lavitas se le abalanzaron y le dieron patadas y
palos en todo el cuerpo. El pretendía escaparlos
pero como la carga llegaba de todos los lados, ter­
minó por taparse la cara, Ya, vencido, los puñe­
tazos arreciaron y empezó a sangrar. Para defen­
der el bajo vientre se acuclilló. Los yataganes caían
sobre su cabeza y le dejaban sin pensamiento. Los
golpes sobre las costillas le producían variadas sen­
saciones. Se ausentaba, en vuelo por regiones lle­
nas de gris. Apenas sentía o podía distinguir un
126 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 127

dolor de otro. De pronto notó que se marchaba, cuenta de su deplorable estado físico. Por uno de
que se dormía muy cansado, con la mente rota, que los ojos no veía nada, dado que el párpado tenía
entraba a una región teñida de gris y que se des­ una hinchazón que se lo impedía. Toda la cara es­
vanecía y confundía en ella. Y no volvió a saber taba cubierta de sangre coagulada que le templaba
nada. dolorosamente la piel, en la cual la barba de dos
Los polizontes, cumplida su tarea, quedaron su­ días brotaba azulosa. El movimiento de las piernas
dorosos y contentos. Dieron unas patadas más al y brazos era imposibilitado por el dolor. Después
cuerpo maltratado y lo volvieron boca arriba. Uno de muchos intentos consiguió volverse de espaldas
le cogió por las mangas del pantalón, lo arrastró y estirarse. Una mano torturada y compasiva le
hasta el grifo cercano y soltó el agua. Antonio no ayudó muy lentamente a completar la posición que
volvió a su inconsciencia y, entonces, el sargento quería tener. Su mente, mientras tanto, sin accionar
dispuso pasarlo a la “jaula” o carro de prisiones los mecanismos del recuerdo y de la asociación de
para transportarlo al Detectivismo. Allí le aplica­ ideas, estaba enclavada en un vacío de dolores fí­
rían la corrección adecuada a sus crímenes ... sicos, abstraída y cautiva de la movilidad de sus
En la Seguridad, Antonio fué arrojado entre un músculos y frenaba todo movimiento que pudiera
montón de piltrafas torturadas en el cuarto que llevar al cerebro las impresiones de la carne magu­
servía de calabozo, contiguo a la “nevera”, otra llada. Ni Marcela, ni María José, ni los “viejos”,
covacha sucia, tremendamente fría, de paredes la­ ni Cristal, ni Pedro aparecían en el recuerdo. Nada
mosas por la humedad, sin respiradero y cuyo nau­ perduraba. Todo se había esfumado ante el dolor
seabundo aire impregnaba el recinto al abrir su físico de su carne. Intentar siquiera mover un dedo
puerta. En ella hacían comer heces fecales a los traía un espasmo de dolor y un gemido, prolongado
reclusos. por otros gemidos que se oían en la prisión. Y los
Tres o cuatro horas después de la monumental muertos que allí estaban llenaban el ambiente con
paliza recibida, Antonio tuvo una luz en la con­ su frío pegajoso.
ciencia, una luz nueva, sin recuerdos, amnésica. Había en el recinto, hacinados como carga de
Trató de moverse pero los dolores ocasionados por leña en desorden, veintiocho cuerpos. Pocos no es­
su deseo fueron tan grandes que volvió a la región taban desfigurados por los golpes. La mayoría por
nebulosa de donde había salido. Al fin, después de las flagelaciones, tenían las espaldas en carne vi­
amagos de vida y de desvanecimientos consecutivos va, sangrantes. Varios presentaban la repugnancia
empezó a mantener la lucidez necesaria para darse de las mutilaciones. Los dedos sin uñas, arrancados
128 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 129

con alicates y atravesados por agujas. Las bocas a rastras, entre dolores, por el corto trayecto del
sangrosas con los dientes rotos y las encías abier­ segundo patio, que comunicaba la celda con la
tas. El aspecto feroz de los rostros deformados, y enramada. Esta estaba al fondo, a mano izquierda.
casi todos sin orejas. Los chulavitas coleccionaban Al lado derecho un paredón, sembrado de impactos,
orejas e imitaban a aquel sargento que exhibía, co­ • en el que se distinguía una silueta humana. Era la
mo méritos para un cargo público, cuarenta orejas tapia en donde los agentes de la Seguridad tomaban
de adversarios conservadas en un frasco con al­ puntería sobre los prisioneros. Cuando se entrena­
cohol. ban, después de dibujar a bala al que servía de
En medio de su inconsciencia dolorosa, Antonio blanco, apuntaban a partes vitales del organismo,
oía los quejidos de los torturados. No se daba cuen­ previamente discutidas: a la tetilla derecha o a la
ta de que en el recinto, a su lado, había muertos, tetilla izquierda para terminar pronto, a un ojo o
fallecidos en un espasmo tenebrante, a causa de la al agujero de la boca, al ombligo o a los genitales
hemorragia o en colapso de terror. Pero vislum­ para demorar un poco más. Al pie de la silueta de
braba con los otros, los agonizantes, que pronto es­ balas, sobre el piso de cemento, lavado frecuente­
taría deshecho a golpes. mente, la sangre rojiza fué dejando una mancha
Pasadas las horas, Antonio hizo un supremo ..indeleble de color ocre.
fuerzo y se volvió de lado. Luego, entre inmen^ El dolor que le causó a Antonio la brusca mo­
dolores, se sentó. Los oídos le zumbaban y la cabe­ vilización fué muy intenso. A pesar de él se dió
za se le iba. Oía un ruido de sirena que le parecía cuenta de lo que le iba a suceder porque ya lo ha­
la llamada de un barco esperando durante mucho bía escuchado, pero no podía defenderse. Los de­
tiempo. Un barco que lo llevaría mar adentro, hacia
tectives lo despojaron de sus ropas y le ataron sus
pueblos desconocidos y extraños en donde se en­
dolorosas manos. Después, con alambres eléctricos
contraba la nueva patria. A un puerto distante de
empezaron la flagelación... Uno, dos, tres, cua­
una isla en medio de la mar. Pero, extraño caso,
tro .. . cuarenta y uno ... cien. Y la cuenta se
iba él solo, sin los amores de su vida y con una
perdió. La sangre corría de la espalda lacerada, y
sensación de angustia que no tenía explicación.
¿Por qué sentía angustia si marchaba en el navio del pecho, y de las piernas, y de la cabeza y de
esperado? la cara. Antonio sintió los primeros latigazos como
Y llegaron las tres de la tarde, y Antonio sin­ si cuchillos le abrieran la piel. Quiso gritar, mas
tió que le levantaban. Le tocó el turno y fué sacado la boca estaba amordazada con un lazo apretado
130 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 131

hasta desarticular la mandíbula. De la garganta Empezaron los disparos sobre los genitales de
salía un aullido espumoso, como de perro con peste. Antonio, pero él no sintió ese dolor en medio de tan­
Entre los colorines que pasaban por sus retinas, tos otros. Era uno más y no podía localizarlo por­
distinguía en ocasiones las figuras de los flagela­ que, ante sus llagas gigantescas, los impactos de
dores, cuyos rasgos se imprimieron para siempre las balas no le producían ninguna sensación nueva
en su alma triste. La sangre corría. Y entre la san­ o superior a las pasadas.
gre regresó al gris de los torturados. Cuando volvió Cuando los agentes de la Seguridad le hubieron
en sí, estaba colgado por las manos atadas a la castrado, se sentaron complacidos por no haber
espalda de la viga maestra de la enramada. Sentía errado tiro. No había sucedido como tantas otras
que se le desgarraban los hombros, que la muerte veces en que un tirador transformaba el blanco
llegaba y lo envolvía en un manto de espinas. Y la vivo en muerto, con lo cual perdía su atractivo la
muerte no llegaba y el manto de espinas lo envol­ diversión. Como decía “La Garza”:
vía y se le pegaba al cuerpo. De pronto, algo fresco —Ya se tiraron el numerito. Así no vale la pena.
le azotó el rostro y resbaló por su cuerpo y hume­ ;Qué pendejada!
deció el manto de espinas. Al cuarto cubo de agua En el gris de la tortura, Antonio permaneció
que le echaron abrió los ojos, miró sin ver y quiso muchas horas. Hacia las doce de la noche los de­
pronunciar un nombre sin conseguir otra cosa que tectives entraron a la celda y separaron los mori­
hacer una mueca sardónica, que le causó gracia a bundos y los muertos de los vivos. En el primer
los detectives, quienes le arrojaron más agua para montón quedó Antonio.
que tuviera conciencia de su tortura. A continua­
ción venía lo mejor para ellos: Los disparos al
blanco vivo y móvil, que se sacudía en espasmos.
Y eran felices y sentían erotismo sádico con el do­
lor humano, porque los hombres que van al crimen
y permanecen en él sienten placer con el extermi­
nio y la muerte, con la tortura y la destrucción. Y
no es que vuelvan al primitivismo, ya que el caver­
nícola, no hacía conciencia del sufrimiento ajeno
como estos hombres, gozosos en el crimen porque
el crimen puede realizarse a través del tormento.
Frente a la casa de los detectives se detuvo la
jaula de prisiones. En la calle había soledad y no­
che propicia para cargar el carro trágico. En él
cupieron tres muertos y cinco agonizantes, entre
t
los cuales estaba Antonio Gallardo, quien quedó
con un cadáver encima y dos moribundos a los
lados. Por la calle no pasaba nadie, pues el toque
de queda impuesto en la ciudad no permitía salir
después de las nueve de la noche. Y si alguien
se atrevía a hacerlo y era sorprendido por las pa­
trullas, lo apresaban y trasladaban a una carretera
vecina, en donde entre golpes, descalzo, lo echaban
a andar sobre las piedras inclementes. Nadie aso­
maba por ningún sitio y el furgón de la policía
podía andar sin ser visto con su carga macabra.
La “jaula” rodaba por las mismas calles reco­
rridas por los asaltantes de la “Casa Liberal”. Con­
tinuaba por la calle quince y bajaba por la carrera
primera que conducía directamente al “Paso del
Comercio”, lugar escogido por lo deshabitado. En
134 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 135

llegando al río se desviaba del camino, sobre el El furgón se detuvo. La noche estaba transpa­
cual se construía el nuevo puente, y entre las som­ rente. Los chulavitas se apearon, abrieron las por­
bras de la noche, después de rematar los prisione­ tezuelas posteriores y fueron sacando cuerpos. Arro­
ros o sin preocuparse de ello por la gravedad en jaron uno con los estertores de la muerte. Luego
que se encontraban, arrojaban los cuerpos al río, echaron al agua dos cadáveres. Un cuarto sujeto
fertilizador del valle. Por la inmensa llanura sem­ que aún tenía alientos fué golpeado de nuevo y
brada de ciudades y cultivada, el río se arrastra arrojado al agua. Y como siguiera haciendo mo­
silencioso y lleno de caudal. El río con su corriente vimientos en el río, recibió varios disparos que
de fondo sumergía los cuerpos un instante para acabaron con su vida. El muerto que estaba encima
después, en todo su largo recorrido, dejarlos pren­ de Antonio fué al agua. Antonio también fué lan­
didos a los guaduales, estacados en los carrizales o zado por los aires y proyectado contra el río. A
tirados sobre los playones insulares que parten la su lado, casi encima de él cayó el último moribun­
corriente en dos caños. Muchas veces los cuerpos do. Los chulavitas atisbaron hasta convencerse de
cogían el cauce central y recorrían la llanada in­ que nadie se salvaría, se encaramaron a la jaula
flados, boca arriba o boca abajo, cabeza adelante y emprendieron el regreso a Cali para volver con
con algunos gallinazos encima hasta llegar a los otra camionada.
rápidos de La Virginia, en donde la corriente los Antonio sintió la caída y el quemonazo del agua.
desmembraba treinta días después de haber sido Cuando se hundió reaccionó con el fresco del lí­
arrojados. quido. Instintivamente, recordó los entrenamientos
en la piscina del colegio de Bogotá y empezó a
Antonio despertó en el trayecto, debido a los
soltar el aire con lentitud. Aguantó el resuello al
bamboleos del carromato. En medio de sus dolores
máximo, hasta que no pudo más y salió a la su­
intuyó lo que le iba a suceder y resolvió evitar
perficie. Intentó nadar de pecho, pero no pudo
que lo ultimaran antes de arrojarlo al río. Una
mover ni sus brazos ni sus piernas y se hundió de
llama lejana de esperanza le hacía aferrarse a la nuevo. Hizo un esfuerzo supremo para volver a la
vida* Procuró aparentar más gravedad de la que superficie y logró mantenerse en ella con dificul­
padecía. Comprendió que no debía quitarse de tad, llevado por la corriente sin rumbo y al capri­
encima el cadáver que habían puesto sobre él. Los cho del río.
dolores sentidos eran muy grandes pero trató de do­ El viento metía los dedos en el agua y la levanta­
minarlos con su voluntad. ba en pequeñas ondas. Antonio sentía que el viento
136 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 137

le acariciaba. Comprendió que perdía más fuerzas tirse en medio de sus compañeros de estudios, en
y que no podía ayudarse. Un remolino lo cogió y Bogotá. Escuchaba los discos de moda molidos a
lo lanzó centrífugamente. Antonio se estacó en el diario en un café de la séptima ... Sí, esa música
pecho con un dardo. Movió la mano derecha y pre­ era la música de la Guabina Chiquinquireña con
tendió soltarse, pero sus fuerzas fueron insuficien­ sus voces dulces que le decían: “Ven, ven” ... y
tes y siguió enclavado. Pataleó y en el pataleo tocó la flauta india de la canción le adormecía y le
fondo. Por fin logró desestacarse y se quedó aga­ calmaba.
rrado al dardo con ambas manos. La corriente le Las hojas gimieron largamente con el viento en­
hizo girar y sintió otras puyas en las piernas. Es­ redado en ellas y Antonio Gallardo escuchó los
taba en el remanso que hacía el río en un guadual. cantares de infancia. Creyó morir una vez más. Se
Alargó la mano y alcanzó una raíz. Su cuerpo que­ soltó de la raíz pero la corriente no tuvo fuerza
dó entre fango y raíces. Quiso incorporarse sin para llevárselo. Entre las sombras de la noche vió
conseguirlo porque cada vez que lo pretendía se de pronto la figura extraña de un barquero que bo­
pinchaba. El viento silbaba entre la fronda y él gaba hacia él. Una silueta gigantesca que se aproxi­
tiritaba de dolor y de frío. Sus dientes chocaban maba en una canoa. Y pensó si sería el Poira, ru­
dolorosamente. Por el ojo izquierdo alcanzaba a bio y malvado, o el Mohán con sus ojos de fósforo,
distinguir los tallos del bambú con sus raíces como o Caronte, o el Espíritu del Cauca, o Jesús, o la
animales terciarios. De niño había tenido una raíz Muerte. Por fin, ¿sería la muerte que llegaba
de cuatro patas en la que montaba a caballo. Esta­ por él?
ba aquello tan lejano, y había sido tan hermoso. Y en su delirio empezó a gritar:
Tan lejano ...: El viejo José Gallardo le enlazaba —¡Barquero, barquero, llévame, barquero!
su caballo de guadua con un lazo de cabuya .. . El agua se alzó en ligera onda que lamió el
El se montaba y el viejo lo arrastraba por los co­ rostro magullado. A su lado estaba la barca con
rredores de la finca. Cuando se detenía en la ca­ su barquero. Antonio esperó ver levantarse el ca­
rrera, él le decía “arre, caballito”, y el viejo, entre nalete para partirle el cráneo, pero el barquero se
carcajadas, correteaba y le Lacia dar un corcovo agachó y lo cogió con increíble fuerza. Depositado
que lo tumbaba. Y lloraba hasta que el padre lo en el fondo de la canoa quedó cara a las estrellas
cogía en sus brazos fuertes para consolarlo... que rodeaban la figura atlética del barquero, negro
El viento tocaba las notas de todas las canciones en la noche... Sí, era un ángel del cielo como los
en las hojas del guadual y Antonio volvía a sen­ que él había visto en las estampas sagradas, un
138 DANIEL CAI CEDO

ángel negro sobre fondo estelar... Y en un su­


premo esfuerzo, musitó:
—¡Barquero, barquero, llévame, barquero! —Y
alcanzó a oír que a manera de respuesta el boga ne­
gro le decía muy quedamente:
—Silencio, mi amo.
Era verdad entonces: En el río de sus amores,
III
ayer feliz, hoy trágico, alguien se lo llevaba con un
fin desconocido. Tal vez ... ¡Sí! ... ¿Por qué no?
Tal vez con un fin bueno.
LA NOCHE DE LA VENGANZA
Anda, pueblo mío, éntrate en tus
aposentos, cierra tras ti tus puertas;
escóndete un poquito, por un mo­
mento, en tanto que pasa la ira.

Isaías, 26: 20
—1—

La sombra triangular del cerro de las Tres Cru­


ces tomaba poco a poco la ciudad de Cali. Era
diciembre en el trópico colombiano. El cementerio
de la calle veintiséis empezaba a refrescarse. Las
tumbas de las primeras filas no tenían flores mar­
chitas, protegidas del fuego solar por las hileras
superiores. Algunos visitantes paseaban por las ga­
lerías. Mujeres de negro rezaban o lloraban frente
a sus muertos. Había bóvedas desoladas, abando­
nadas, sin cariño. El ambiente estaba impregnado
de olor, mezcla de perfumes y cadaverina. Los
curiosos y turistas leían a media voz los nombres
de las lápidas de bronce, de mármol, de cemento.
En la capilla sonaba la esquila de su torrecilla. Un
cura vendía responsos a diez centavos o negociaba
misas de difuntos, casi siempre la misma misa por
vanas
varias almas. En la puerta principal un hombre de
""caEell o semirrapado, indicativo de no lejana rasu­
rada, sin algunos dientes, con un ojo apagado y la
espalda inclinada preguntaba al portero en dónde


144 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 145

estaban enterrados los muertos del 22 de octubre Unos pasos se acercaron, se detuvieron detrás
pasado. El portero le indicó el sitio bien que hu­ de él y avanzaron hasta una tumba próxima. Anto­
biera sido de primera, de segunda o de tercera. En nio, cogida la cara con las manos, soltó las llaves
el tren de la muerte hay tres clases: primera, se­ silenciosas de su llanto. Durante largo rato sollozó
gunda y tercera. hasta desahogarse. No sentía ni las sombras ni el
El sol estaba tras del cerro y la tarde, adornada silencio ni otros pasos que resonaron distantes, fan­
de celajes, trataba de irse. En el hombre que pre­ tasmales en los corredores. Seguía con su dolor, en
guntaba por los muertos del 22 de octubre apenas medio del cual empezó a despuntar un alba de se­
podía reconocerse a Antonio Gallardo. Pero era renidad. Y vió pasar las últimas escenas en que
él, el mismo, aunque con un aspecto distinto y un actuara su esposa y sintió deseo de venganza y de
alma diferente. Lentamente se dirigió hacia las represalia. Llevado por sus pensamientos, a media
bóvedas de primera. Empezó a leer nombres des­ voz, involuntariamente juró vengar su muerte.
conocidos-y fechas. Pero nada, allí no estaba el que Se limpió el rostro húmedo de lágrimas y se dis­
buscaba. Recorrió las galerías circulares y se orien­ puso a salir. Una mujer, que había presenciado el
tó hacia las tumbas de segunda. Pensó que había momento, se le acercó.
sido una tontería buscar a la esposa en las otras —Oiga, señor —le dijo—, la señorita Cristal me
y ya dudaba encontrarla en éstas. Llegó al corredor recomendó que si llegaba a ver a alguien frente a
de segunda y empezó la búsqueda. Leyó la fecha esa tumba le dijera que fuera a su casa. Ella me
22 de octubre en algunas placas. De pronto, escrito dió la dirección, que yo apunté con lápiz al lado
con tinta, medio borroso por la hora, distinguió: del nombre en la placa. ¿Tiene usted un fósforo?
Marcela G. 22 —X— 49. Sí ¡ésa era! Allí estaba Automáticamente, Antonio metió la mano al bol­
su Marcela, el amor de su vida, la esposa martiri­ sillo y sacó una caja de cerillas. Encendió una y
zada y abatida. Un escalofrío recorrió su cuerpo buscó la dirección anotada. AIR estaba poco nítida,
y su mente se enturbió. Allá adentro en su pecho el pero legible, con las cifras finales borradas por el
corazón quería estallar. Inconsciente se acercó al agua escurrida de las jardineras de las filas supe­
nicho y lo palpó con sus manos. Reclinó su frente riores. Con todo, era suficiente. Leyó: calle 19,
contra el cemento frío y le pareció por un instante N9 11—.. . Repitiendo mentalmente los números
que la voz de la amada se escuchaba en las tinie­ se dirigió a prisa hacia la salida. La señora que le
blas, pero era el viento que sonaba en el recinto había dado la indicación había desaparecido. Se
como un corno debilitado y lejano. le hizo extraña su discreción.
146 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 147

La noche se volcaba en el cementerio. Una que Se estrecharon las manos. Se miraron a los ojos
otra bombilla eléctrica mal iluminaban el recinto. y sin decir palabra se metieron en la casa.
Preocupado porque hubieran cerrado la verja y le Cristal encendió la luz eléctrica de la alcoba. Una
hubieran dejado dentro, Antonio avanzó rápida­ maleta de viaje estaba sobre el armario de luna,
mente hacia la salida. La puerta estaba ajustada y frente a la ancha cama. Las paredes, desnudas de
en la portería conversaban dos guardianes. Traspu­ fotografías de artistas o de amantes, en contraste
so el portal y se encaminó a la dirección encontra­ con las piezas inmediatas. Sobre un tocador, una
da. Esquivó las esquinas que pudieran tener poli­ revista y una loción de olor. De un clavo colgaba
cías y llegó al cabo de media hora a la 19 con 11. una levantadora de felpa. En la baranda de la
Recorrió la cuadra varias veces en espera de que cama, un Corazón de Jesús.
Cristal lo llamara. Se detuvo en la sombra de un —Siéntate, Antonio, cuéntame cómo estás vivo.
gualanday que adornaba la acera y esperó un rato. No creía volver a verte. —Y se le acercó con una
No había querido hacerlo en la esquina de la ca­ mirada de compasión y de ternura no reflejada por
rrera 12, en donde los cabarets de la Zona de Tole­ ella desde hacía mucho tiempo—. ¿Dime cómo re­
rancia soltaban sus músicas amplificadas, para sucitan los muertos y qué es la muerte, porque de
evitar la mucha concurrencia. Eran las ocho de la seguro tú vienes de ese desconocido mundo? —Y
noche. Pronto, a las 9, tendría que meterse en al­ se sentó en la cama y demandó una vez más con la
guna casa y quedarse acostado con alguna mujer, a mirada la narración.
fin de que no lo cogieran las patrullas. Pero, ¡cómo Antonio sacó un cigarrillo, que puso en la boca
iba él a quedarse con ninguna hembra! ¿Cómo, si y encendió con una cerilla. El humo salió en forma
tenía una sonda de goma por miembro y gasas por de cono y se difundió por la pieza. Alrededor de
testículos? No, volvería al día siguiente. Por el la bombilla se transformó en culebrinas blancas,
momento se desviaría hacia el barrio de El Porve­ fantasmagóricas. A Cristal se le dilató la nariz al
nir y dormiría en un solar discreto. Volvería por percibir el olor del tabaco. Antonio empezó su na­
la mañana. Echó las últimas miradas antes de re­ rración en el mismo instante en que se habían
tirarse. En una puerta le pareció ver a Cristal. separado y le habló de los atropellos, de los insul­
Avanzó y comprobó que en efecto era ella. La lla­ tos, de los golpes, del mundo en gris, del dolor, del
mó reciamente. Cristal fué hacia él, y como si viera olvido de todo lo que no fuera sobrevivir y de la
un espectro exclamó: muerte, y el terror, y del asco y de la impotencia
—¡Antonio Gallardo! sentida. Por fin, en un esfuerzo mental amplió su
148 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 149

pensamiento con la rabia que le produjera la im­ desde entonces de orilla a orilla inspeccionando los
potencia ante la fuerza y le dijo cómo era la sensa­ cuerpos. La mayoría pasaban inmóviles, rígidos en
ción del nadador que siente ahogarse. Y le contó el agua, la cabeza descoyuntada y medio hundida,
cómo, cuando todo estaba perdido, cuando la espe­ pero unos cuantos, entre ellos yo, nos movíamos
ranza se alejaba con la rapidez de un bólido de en el agua y fuimos salvados por Martín. Muchos,
fuego que se pierde en la distancia apareció, ro­ después de sacados a la playa, fallecieron y fueron
deado de estrellas, un barquero negro que lo llevó devueltos de nuevo al río. Unicamente cuatro lo­
en su barca. gramos sobrevivir y restablecernos. Por él, aquí me
Cristal se levantó llena de excitación, cogió uno tienes en parte reconciliado con la humanidad.
de los cigarrillos de Antonio, y lo fumó nerviosa­ Cristal lloraba y por la habitación se extendía
mente. En sus ojos había una llama, la misma lla­ un silencio imponente. Antonio se recostó en la
ma que Antonio viera en su mirada la noche de los cama y continuó, la mirada fija en la techumbre,
sucesos de la “Casa Liberal”. Ansiosa le preguntó: las manos cruzadas sobre el pecho:
—Y ¿quién era el boga negro? —Los sufrimientos de estos dos meses de con­
Antonio dejó la silla y empezó a pasearse, y va lescencia fueron mayores que los de los dos días
dijo: de mi tortura. Horas y horas de curaciones hechas
—El negro se llama Martín Galindo. Es un fin- por Encarnación. Días eternos de reflexiones y me­
quero que tiene su casa en la ribera del río. Vive ditación. El buen Martín, el santo, se asesoraba para
con su mujer Encarnación y tres hijos que tiene en los tratamientos de una enfermera y de un médico
ella. ¡Es un santo! ... Desde que empezó la violen­ de la ciudad. Ellos le suministraban drogas e indi­
cia, él y los suyos veían desde el corredor de su caciones y él ponía los cinco sentidos y su voluntad
casa los muertos que llevaba el río. Algunas veces para salvarlos ... Y aquí me tienes, dispuesto a
los cadáveres se detenían en su vega. El con un palo cobrar ojo por ojo y diente por diente, con el ánimo
largo los empujaba para que se fueran corriente de que algún día pueda vivir en esta patria tierra
abajo. Un día fué a desenredar uno y se encontró sin temor a los lobos humanos.
con que estaba vivo, agonizante. Lo sacó a la playa,
en donde pocos minutos después falleció. Así se dió
cuenta de que no todos los arrojados al Cauca esta­
ban muertos y resolvió observar cuando los echaran
para ver si podía salvar algunos en su canoa. Vivió
—2—

En un pequeño reloj despertador las agujas mar­


caban las tres y media de la mañana. El aire de la
alcoba estaba cargado de humo denso y del aliento
de ambos. Un largo silencio fué interrumpido por
Antonio, quien dijo:
—Ya que te he contado todo, dime tú ¿cómo has
venido a dar a este lugar? Cuéntame lo sucedido
después de separarnos. Dime tus penas. Háblame
de tu vida.
En la calle se oyó correr una persona, un grito
de ¡Alto! y un disparo. Otros pasos más y voces
confusas. El ruido de un automóvil a escape y si­
lencio. Ese silencio doloroso lleno de agonías, de
temores, de espanto. Un silencio en el que los pe­
rros vagabundos y los animales caseros contienen
el aliento. Silencio para incubar crímenes y en el
cual la vida parecía detenerse. A
—Después de que se los llevaron a ustedes —di­
jo Cristal—, los soldados recogieron camionadas
de heridos y de muertos, que trasladaron al hospi-
152 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 153

tal o al anfiteatro. Yo me fui detrás del camión que —Dices el primer hombre. Mira —y Antonio se
llevaba el cuerpo de Marcela y logré, después de levantó de la cama y, trémulo y agitado, se desabo­
identificarla, que me permitieran su entierro sin tonó el pantalón y los calzoncillos, que dejó caer al
autopsia. Como a ellos les interesaba salir de los suelo. Cristal se tapó la cara con las manos, horro­
muertos, accedieron. Con unos pesos que tenía guar­ rizada ante la mutilación. Antonio le mostró el
dados alquilé una bóveda de segunda y pagué las tronco cubierto de cicatrices y volvió a cubrirse con
pompas fúnebres. Le quité a tu mujer la argolla cuidado para evitar lastimarse. Después le dijo:
de compromiso que tenía en el anular izquierdo . .. —Ahora comprenderás cuál es mi destino y por
Tómala. La he llevado desde entonces como mara qué no tengo en la mente un pensamiento bueno . . .
de buena suerte. —Y acompañó las palabras a la Si tú me permites estar aquí mientras hago co­
acción y se sacó del dedo el aro nupcial, ofrecién­ nexión con los guerrilleros, completarás la obra
dolo a Antonio. Este le cogió con su mano derecha, empezada por el negro Martín Galindo —y de sus
lo acercó a sus labios y lo devolvió a Cristal. ojos brotaban destellos de fósforo, y la venganza
—Es lo único que me queda del tiempo pasado. se materializaba en ellos.
Hazme el favor de conservarlo. Convencida Cristal de la entereza y decisión de
—Gracias, Antonio —dijo Cristal, al tiempo que Antonio, resolvió tranquilizarlo con sus confiden­
calzaba en su dedo el anillo. Y continuó—: Sin sa­ cias. Se dirigió al armario, lo abrió y levantó una
ber a dónde dirigirme y sin tener recursos para vi­ tabla que había adaptado para construir un doble
vir independiente recorrí, con la idea de un empleo fondo.
fácil, los cafés que tienen personal femenino a su —Ven, mira —le dijo. El se incorporó, fué hasta
servicio. Pero necesitaba papeles y vestidos que no el escaparate y se quedó mirando alelado tres re­
poseía y que costaban dinero. En mis andanzas vólveres y tres chapas de policía que allí estaban.
llegué a este barrio de prostitutas, en donde una —¿Cómo conseguiste esto?
mujer me ofreció pieza a cambio de que le atrajera —Matando chulavitas. No llevo más que tres
clientes. Como ello no demandaba acostarme con hasta el momento ... Si supieras cómo los he atraí­
ellos, acepté. Y aquí me tienes atrayendo clientela, do ... A uno, después de emborracharlo lo envene­
bebiendo té mientras ellos consumen whisky y pa­ né con cianuro. Pasó por un suicidio. A otro lo
gan mi bebida, servida en copas, como si fuera invité a un paseo a las Pilas de Santa Rita. También
licor. A esta alcoba no ha venido nadie. Tú eres lo emborraché antes de empezar el baño. Cuando
el primer hombre y también serás el último. nos metimos en el agua empezamos a jugar. En más
154 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 155

de una ocasión intenté sumergirlo, sin lograr man­ dirigí a esta ciudad y vine a refugiarme en la “Ca­
tenerlo bajo el agua. Siempre se me escapaba. sa Liberal”. Aquí desapareció mi vergüenza, pero
Reíamos. Hubo un momento en que logré asegu­ se me metió en la cabeza el rencor como un clavo
rarlo con las piernas por el cuello. Y cabalgué candente.
sobre él hasta que no se movió bajo el agua. Me —Desde entonces, mi idea es hacerme justi­
vestí a la carrera, le quité el revólver y la placa cia ... y ya empecé. He ocultado mi nombre ver­
de identificación y me vine, evitando encontrarme dadero que es Clara Isabel y me hago llamar
con los paseantes. Con el otro repetí el baño en Cristal. Suena bien. Vino a mi mente al echar de
Meléndez. Tengo que completar diecisiete, diecisie­ menos un pedazo de cuarzo español que los chula-
te me violaron en mi vereda tolimense ... vitas se llevaron con las joyas y objetos de valor
—¿Cómo? —inquirió Antonio. que tenía. Era un pequeño adorno de cristal que
—Hace tres meses vivía de maestra en una vere­ representaba una montaña de extraña belleza, con
da de Armero. Mis padres estaban en Ibagué. Ha­ vertientes cortadas a pico y cimas rebanadas por los
cía quince días había empezado el año escolar. vientos. Fué el objeto que más quise. En él asenté
Dictaba mis clases y en los ratos de ocio leía o castillos de ensueño que lo transformaron maravi­
escribía a mis amistades. Un viernes llegó una llosamente mil veces. Una vez se me cayó y se saltó
comisión oficial que recorría los campos. Interrum­ un poco, pero no perdió su belleza, quizás ganó
pieron la clase y me llevaron aparte. Eran diecisiete porque quedó más natural...
hombres, un piquete de policía. Cuando les mostré Cristal se pasó la mano por la frente como para
la escuela me obligaron a que les abriera la puerta evitar el dolor que le producían los recuerdos. An­
de mi cuarto, dentro del cual me metieron y abu­ tonio la atrajo hacia sí y la reclinó en su pecho. Y
saron de mí uno después de otro... y se marcha­ vino un largo espacio sin palabras, del cual se
ron. Yo quedé sobre la cama llena de vergüenza. pasó lentamente a un sueño reparador. Durmieron
Los niños se dieron cuenta y huyeron. Mi confusión un par de horas. Al despertar Antonio se sintió
fué tan grande que resolví partir aquella noche y mejor. Esperó a que regresara Cristal, quien esta­
al efecto recogí algunas cosas en mi maleta y aban­ ba levantada hacía rato. El no se había dado cuenta
doné todo lo demás. Antes, quemé en la hornilla de su ausencia y se sorprendió de no tenerla en sus
el vestido desgarrado y los tendidos manchados de brazos, pues durante el sueño la mantuvo siempre
sangre. En la confusión del momento me sentía apretada contra su corazón. Y cosa extraña, había
deshonrada y no quise ir donde mis padres. Me soñado con su corazón. Se veía en un gabinete con
156 DANIEL CAICEDO . VIENTO SECO 157

varios de sus condiscípulos, a quienes iba a de­ dos modos —reflexionó—, necesitamos dinero para
mostrarles cómo los corazones secos podían revivir viajar sin contratiempos. Si vendo los revólveres
igual que una planta marchita cuando se la refres­ conseguiré suficiente para ambos.
ca con agua. Y se había levantado, se había abierto —¡Magnífico! pero ten cuidado de escoger para
el pecho y sacado el corazón, el cual colocó en un el negocio gente de confianza.
vaso transparente. Luego vertió un poco de agua Antonio terminó el desayuno, se levantó y reco­
dentro del vaso y el corazón empezó a latir como rrió la pieza varias veces. Una mujer se asomó por
un corazón sano. Desde ese momento se sintió fuer­ la puerta entreabierta, bromeó y se fué repitiendo
te y con ánimo suficiente para lo que fuera. el estribillo de una canción de moda.
Por las hendijas de la puerta entraba el sol. En —Iré a dar una vuelta —dijo Cristal—. Mientras
la alcoba de al lado se oían las voces aguardentosas tanto puedes pasar y bañarte. Aquí a la izquierda,
de rameras recién levantadas. En el corredor, pasos. puerta de por medio. Toma gasas y desinfectante
La puerta se abrió y entró Cristal vestida con sen­ —y le alargó un pequeño estuche de curaciones.
cillez.
—¿Cómo amaneciste? Voy a traerte el desayuno.
Oyó la respuesta de Antonio, sonrió y salió de
nuevo. Al regresar traía una bandeja que colocó
sobre la cama.
—Me siento como nuevo —dijo Antonio—. Creo
que no necesitaré embromarte muchos días, tengo
prisa por ir al norte del Valle. En Ansermanuevo
hay guerrillas y quiero unirme a ellas mientras en­
cuentro el modo de marchar a los Llanos Orienta­
les a combatir en forma organizada. El sol de Ca-
sanare, del Meta, del Arauca, del Vaupés y del
Putumayo es distinto para los colombianos, vivifica
la esperanza. La libertad de este pueblo humillado
vendrá de allá.
—Mis planes son distintos —dijo Cristal—. Yo
tengo que regresar al Tolima, a mi escuela. De to-
7

El tren, el tren en la llanura. Un plumón de nie­


bla sobre unos árboles gesticulantes. El sol de la
mañana que doraba los pasajeros y Antonio y Cris­
tal. Viajaban por el Valle, iban juntos hasta el
Zarzal, en donde seguirían ella para el Tolima y
él para Ansermanuevo. Llevaban vestidos nuevos,
y zapatos nuevos y plata en el bolsillo, conseguida
con la venta de los revólveres. El ritmo yámbico
de las ruedas del coche y el crujir de los hierros
llenaba el ambiente. Antonio miraba a lo lejos, nos­
tálgico, su Valle amado. Cada motivo del paisaje le
traía un recuerdo, ya fuera el ganado que pacía, las
garzas que volaban o los árboles que se contorsio­
naban a lo lejos. El olor de los pastos se mezclaba
al olor del carbón quemado por la locomotora. Y
Antonio y Cristal se compenetraban del movimien­
to, del olor y del paisaje.
—Cuando hayas cumplido tu misión —dijo An­
tonio—, esa misión que no has querido contarme,
busca el modo de avisar para que juntos vayamos
160 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 161

a los Llanos. Allá podremos defendernos en igual­ El tren del norte arrancó con rumbo a Cartago.
dad de condiciones de la gente del gobierno. Te Durante el trayecto Antonio reflexionaba y pensa­
aseguro que no temo enfrentármele a un hombre. ba el modo de buscar a Emilio Arenas, jefe de los
Y matar chacales no me importa. guerrilleros. Por los relatos de las gentes sabía más
—Bien lo sé —respondió Cristal—. Por ello es­ o menos el lugar en donde podría encontrarlo.
toy a tu lado —y en sus ojos, de un verde oscuro El sol pegaba perpendicular sobre el tren. En
saltó una chispa de ternura. la lejanía apareció, calcinada y dormida, la ancia­
na ciudad de Cartago. Llegó. Como no llevaba ma­
El tren se detenía en su marcha al paso por las
leta saltó al andén de la estación y se dirigió a pie
estaciones intermedias. Los vendedores ambulantes
hacia el barrio de San Jerónimo o del Guayabo, en
ofrecían frutos regionales y comistraje. Sonaba una
donde debía encontrar otro de los hombres salvados
campana y de nuevo echaba a andar. En la estación
por Martín Galindo. Recorrió el callejón que pasa
de Buga, Antonio alcanzó a ver a Pedro, su prote­
por entre cafetales, que aíslan el barrio de la ciu­
gido de Ceylán. Apenas tuvo tiempo para llamarlo.
dad, y llegó a la placita, dominada por una capilla
Pedro le preguntó a dónde iba y Antonio le dijo el
colonial. Preguntó a una mujer por la casa de Pablo
plan que tenía para juntarse con los guerrilleros.
Ortiz y luego se dirigió a ella. La madre de Pablo
—Allá iré a buscarlo— dijo Pedro, y se despidió
contestó recelosa que no había visto a su hijo desde
cuando el tren empezaba a moverse.
hacía tiempo.
Al paso por Andalucía, Antonio cerró los ojos —Soy Antonio Gallardo, un compañero de tor­
para evitar la vista de su montaña. Al fin, llegaron mentos de Pablo.
al Zarzal, Antonio se bajó para tomar el tren de —Pase usted —dijo la madre—, Pablo nos ha­
Cartago. Cristal no trasbordó. Se despidieron. An­ bló mucho de sus amigos de infortunio. Por él lo
tonio cogió las manos de la mujer y las besó, ella reconozco. En el momento está afuera. Espérelo,
apoyó sus labios en la cabeza del hombre. En ese que no tardará en venir.
momento subió una pareja de policías y Cristal La vieja se deshizo en atenciones con Antonio.
sonrió a lino de ellos. El “pájaro” le contestó la Le trajo, cuando se enteró que acababa de llegar,
sonrisa. Mientras tanto, Antonio se encaramó en el un azafate con el almuerzo.
otro tren y observó cómo Cristal se ingeniaba para —Quién sabe por qué ha demorado Pablo —dijo
atraer la víctima escogida. Pensó que su amiga la vieja—. Tení,^ que ir a Anserma. De todos mo­
conseguiría durante ese viaje otro revólver. dos aunque no viniera hoy, quédese con nosotros.
162 DANIEL CAICEDO

Para mí es como otro hijo, puesto que soportó


igual que el mío las torturas, y se salvó, como él,
providencialmente.
A las tres y media de la tarde llegó Pablo, cuan­
do ya el huésped pensaba ir a buscarlo. El sol de
Cartago subía la temperatura ambiente a 35 gra­
dos. Pablo abrazó a Antonio y le dijo:
—Te esperaba desde hace un mes. Ya tengo la —4—
conexión que necesitamos. Mañana nos vamos al
monte. Emilio tiene armas y se defiende como un
macho. Tiene a raya a toda la policía chulavita con A la mañana siguiente, clara y fresca, se diri­
sólo treinta hombres y les ha causado más de cien gieron a la plaza principal. Llegaron sudorosos.
bajas. Las viejas casonas de la ciudad parecían bostezar
El sol pegaba en el agua de una tinaja e ilumi­ su letargo de siglos. En la plaza de Bolívar toma­
naba con su reflejo el techo envigado del corredor. ron un automóvil desde el cual un muchacho grita­
Poco a poco empezó a correr brisa. Refrescó. Los ba: ¡Anserma! ¡Anserma! Diez minutos después
dos amigos evitaron salir a dar vueltas por la ciu­ estaban en el puente de Anacaro, sobre el Cauca.
dad por temor a la policía. Hablaron mucho y al Alguien quiso evocar los crímenes que allí se come­
caer de la noche se acostaron, satisfechos de ha­ tían, pero ese era un cuento que ya no tenía interés.
berse encontrado y de estar tan cerca del logro de Era el cuento de todos los puentes del Cauca. Lle­
sus ambiciones. garon a Anserma y contrataron un automóvil para
que los llevara hasta La Pópala, en la vía a Nóvita.
La carretera estaba casi intransitable. Al lado iz­
quierdo corría el riachuelo de los Chancos evapo­
rando su caudal en mil curvas inútiles, como un
río de mapa. Tomaron aguardiente en una posada
y empezaron a ascender en busca de Emilio y sus
hombres por un caminillo de la montaña. Recorrie­
ron ese y otros senderos. A eso de las doce y media,
con un sol de chubasco, una voz les dió el alto. Ellos
164 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 165

se detuvieron y levantaron las manos. De entre la sorprendidos. Dejó la casa como cebo para atraer­
maleza salieron dos sujetos que les interrogaron, los. Desde el monte, entre zancudos, podrían ver
bajo la amenaza de sus armas listas a disparar. lo que sucediera. Mientras se definía la situación
—¿Qué andan buscando por aquí? vivirían en barbacoas sobre los árboles y se reuni­
—Queremos ver a Emilio Arenas. Necesitamos rían para conferenciar en un claro del bosque.
hablar con él. La actividad era grande y las conversaciones
Los desconocidos se acercaron a Antonio y Pablo siempre trataban de las atrocidades cometidas por
y les requisaron. Como estaban desarmados les or­ las autoridades. Pocas eran las bajas que tenían
denaron seguir adelante. Una hora después llegaron entre los guerrilleros, aunque su lucha era de vida
a La Hondura, hacienda tomada por Emilio y en o muerte, y muerte horrenda, quemados vivos, ata­
donde había establecido su cuartel general. dos en el primer árbol del camino. Hacía ocho días
—Don Emilio —dijeron los acompañantes de que les habían cogido dos hombres cuando se diri­
Antonio—, estos hombres desean hablar con usted. gían al pueblo. Por la sorpresa apenas pudieron
Vienen sin armas. defenderse, aunque hirieron a varios y dieron muer­
—A ver, ¿qué quieren? —dijo Emilio. te a tres agentes del gobierno. Al agotar sus balas
—Queremos —habló Pablo—, trabajar con us­ no les quedó otro camino que entregarse. Fueron
ted y sus hombres —y empezó a contarle los sufri­ atados a un mismo arbusto, rociados con gasolina
mientos que habían pasado. Emilio, desconfiado, del primer automóvil que pasó y quemados vivos.
pidió una prueba. Antonio se quitó la camisa y le El olor de la chamusquina de esas y otras víctimas
mostró el tronco lacerado. Lo mismo hizo Pablo. mantuvo impregnada por muchos días la región,
El jefe quedó satisfecho y aceptó los dos nuevos hasta que los gallinazos hicieron la limpieza de los
reclutas. Se dirigió a uno de sus hombres y ordenó: huesos.
—Trae dos carabinas, dos revólveres y cien tiros Tres días y tres noches de ansiedad y de espera
surtidos. Dáselos a estos. se sucedieron. Sol, zancudos, sobresaltos, toma de
Aquel día no hubo actividad. A veces llegaba un posiciones estratégicas y pensamientos de odio y
guerrillero e informaba sobre lo que había visto en de venganza. Antonio y Pablo estaban impacientes
los caminos. Uno de ellos le dijo que había oído por actuar. Emilio los contenía para que no come­
decir en Anserma que los detectives los tenían cer­ tieran imprudencias. ?Por las tardes Antonio sentía
cados. Emilio dispuso abandonar la casa de la ha­ las nostalgias del campesino en las que siempre
cienda y refugiarse en el monte, a fin de no ser estaba presente el recuerdo de las horas felices.
166 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 167

Dolor por el bien perdido y angustia opresiva que hacienda e impedía la retirada, mandado por Ri­
le cogía el corazón. Siempre con el recuerdo de cardo Moreno. La luna vertía su claridad cuando
imágenes precisas, de cuadros en tres dimensiones, los agentes pasaron el portal de la hacienda en
coloreados y vivos: Marcela, los viejos Gallardo, grupos de seis. Eran en total veintitrés. Dejaron
María José, la ilusión perdida, la finca y el cultivo sus cabalgaduras al cuidado de dos hombres y avan­
de frisóles con sus pequeños retoños blanquecinos, zaron con muchas precauciones, agazapándose de
el dinero de las cosechas y las tardes en La Torreta trecho en trecho. Rodearon el corral silenciosamen­
con la esposa reclinada a su lado mirando a Dios. te. Y atacaron.
¿Cómo apartar de su mente estas vistas del noticie­
ro íntimo? ¿Cómo dejar de revivir en sus horas va­
cías de acción la vida perdida? Sí, la infancia en
el campo en medio de la naturaleza, con los anima­
les amados, los hongos de los troncos podridos, los
nidos de pájaros, los árboles frutales, el ciruelo con
sus hormigas rojas, los cuentos de duendes y brujas
contados por los peones a la Oración, el despertar
de leche caliente con brandy y los corros cancio­
neros a la luz de la luna. La infancia ida, vivida y
robada. Bien quisiera Antonio no recordar, pero
ello era lo único que le quedaba.
La noche del cuarto día asomaba por oriente en
su carrera tras el sol. Uno de los vigías trajo la
nueva de la proximidad de un piquete de agentes
del gobierno que se dirigía cauteloso a la hacienda
de los guerrilleros. Emilio dió las órdenes y dis­
tribuyó los hombres en tres grupos: Uno de quince
con él, para atacar por el frente. Otro de diez, man­
dado por Mario Cendales, encargado del flanco
izquierdo, para cortar la fuga, y, otro de doce, de
reserva, vigilante en un collado que dominaba la
Cuando los chulavitas hicieron los primeros dis­
paros y arrojaron mechas empapadas en gasolina a
fin de sacar a los que estuvieran dentro, Emilio
contra-atacó. Una granizada de balas cayó de todas
partes. Los policías no pudieron defenderse. Algu­
nos emprendieron la fuga y se echaron en manos
de la patrulla de Cendales, que acabó con ellos.
Antonio Gallardo disparaba sobre mampuesto de­
trás de un árbol y/iuvo la seguridad de haber que­
brado cuatro^Uno de los ciudanderos de los caballos
logró huir herido. Todos los demás fueron muertos.
A la mañana siguiente, el sol frío de la montaña
iluminó los cadáveres y los buitres empezaron un
gran festín. Su festín diario.
Emilio reunió a sus hombres y se internó en la
espesura, en previsión de la represalia. Se dirigió
hacia El Billar, meseta ansermeña, refugio de se­
guridad. Antonio Gallardo estaba satisfecho de sus
primeras armas y por su mente cruzó como un
reguero brillante la compensación de sus muertos.

-
170 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 171

Con los días se distinguió entre los guerrilleros por tapa. Antonio se sentó en un tronco y empezó a
su arrojo, decisión y coraje. Todos sus buenos ins­ soñar con los Llanos. Allá se batían abiertamente.
tintos se habían perdido. La educación recibida se ¡Ah, Casanare y el Meta, Arauca y el Vaupés!
había borrado. El quinto mandamiento estaba ol­ En los días sucesivos, Antonio pudo actuar en
vidado. Tenía un solo pensamiento y una sola sa­ varias escaramuzas. Emilio llegó a considerarlo el
tisfacción: Matar, matar, matar. mejor de los buenos, y por ello lo utilizaba para
La navidad llegó para los guerrilleros en El Bi­ las misiones más delicadas. A fines de enero llegó
llar. Hubo aguardiente, música de dulzaina y can­ a buscarlo Tomás, el hermano de Cristal, quien le
ciones colombianas. Los tragos los volvieron senti­ trajo noticias. Le contó cómo Cristal pasó por Iba-
mentales y en grupos los hombres hablaban de sus gué, rumbo a su vereda tolimense. Arrimó donde
días felices, cuando llenos de regalos y de pólvora los padres para hacerse perdonar su silencio de
volvían al hogar a deslumbrar a los hijos con fue­ meses y el abandono en que los tuviera durante ese
gos artificiales y juguetes. Antonio recordaba su tiempo. Los viejos, con la alegría de volverla a ver
última Navidad: Fiesta, charanga tiplera, baile y no recordaron su aparente ingratitud. Ellos la cre­
sancocho de gallina, buñuelos y natilla y dulces en yeron perdida un día, cuando no volvieron a recibir
caldo. Las doce de la noche y María José dando noticias suyas. Entonces, enviaron a Tomás a que
gritos de felicidad con el triciclo que papá Noel le averiguara lo que hubiera podido sucederle. El co­
trajera. Y cohetes iluminando la puebla de Ceylán. noció la verdad, la que ocultó con un pretexto a los
Y hombres montados a caballo, y vivas a la fiesta, viejos. Simplemente, les dijo que ella se había
y danzas y licores. casado y se había ido con su esposo. Y explicó el
Antonio se separó del corro y fué a sentarse en silencio de meses con la censura de la corresponden­
el tronco de un árbol muerto a golpes de hacha. cia. Los ancianos creyeron la infantil mentira.
Metió su cabeza entre las manos y suspiró. El aire Cristal fué a su vereda, volvió a la casa de la
de la noche y la luna le llenaban de frío. Levantó escuela como si no hubiera pasado nada, rehizo el
la cabeza y miró hacia el monte. El monte le atra­ grupo de sus alumnos y se hizo amiga de todas las
jo. Se internó en él. La luna filtraba sus rayos por gentes de la región. Se granjeó la confianza del
entre la fronda. Los animales escapaban haciendo comandante del puesto de policía inmediato, a quien
crujir la hojarasca. Algunas ramas se movían como invitó en compañía de los agentes bajo su mando a
manos. Algunas hojas emitían luces de plata. Los la cena de Año Nuevo. Ella misma vendría a pre­
tallos musgosos olían como pomos de perfume sin pararla y a empezar el año con ellos. Llegó el pri-
172 DANIEL CAICEDO

mero de enero y mató gallinas, coció el sancocho,


preparó ensaladas e hizo los dulces. Y aderezó una
suntuosa comida y tomó trago con todos. Eso sí, no
dejó que nadie probara las viandas hasta que ella
diera la orden. A las doce, cuando todos estaban
achispados y contentos, sirvió la mesa y se sentó a
comer. El ají picante hacía del sancocho un manjar — 6 —

exquisito. Comieron mucho y cantaron y rieron. Ella


les repitió los platos y comió tanto como ellos. Al
rato un agente se cogió el estómago y empezó a Un mal día, el menos pensado, sin fama ni glo­
trasbocar. Ella reía y en sus ojos había un contento ria cayó Emilio acribillado a balazos, salidos de un
fulgurante, diabólico, extraño. Se puso pálida, su­
barranco, para duelo de la guerrilla y llanto de los
dorosa y la lengua se le trabó. Se agachó sobre la
pobres. Le sucedió Luis, su hermano segundo, quien
mesa, cerró los ojos y perdió el conocimiento. En­
siguió al mando de los hombres, en desempeño de
tró en agonía ... Los policías que habían comido
un papel que consideraba sagrado. Las cosas no
empezaron a sentir que la muerte se acercaba y
cambiaron porque todos los guerrilleros tenían el
comprendieron que ella los había envenenado.
mismo pensamiento y los mismos motivos para con­
—De todos ellos —continuó Tomás—, alcanza­
tinuar la lucha. Todos podían caer, pero por ello
ron a salvarse tres. Los once restantes murieron
no se apagaría la llama vengativa. En cada uno ha­
envenenados con arsénico. Mi hermana había co­
bía madera de jefe y si se veían precisados a elegir
brado su afrenta.
quién los comandara, no era porque lo necesitaran
para saber cuál era su deber, sino para aunar las
voluntades en acción única.
Una mañana de febrero dos guerrilleros detu­
vieron y desarmaron a un individuo que decía bus­
car a Antonio Gallardo. En presencia de éste no
hubo necesidad de más aclaraciones porque Antonio
reconoció inmediatamente a Pedro Machado, el mu-
chachote fornido que huyera con él de Ceylán. Pe­
174 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 175

dro dijo querer enrolarse en las guerrillas. Y así señas a Luis para que se acercara. El avanzó. Ya
fué con el asentimiento de Antonio. A Luis, el jefe, en el corredor sintió un fuerte golpe en la cabeza.
le llamó la atención que el muchacho llevara uno Al recuperarse estaba desarmado y rodeado de po­
de los revólveres nuevos, que recién estaban por­ licías. Esposado con hierros que le herían las mu­
tando los detectives. Mas él explicó satisfactoria­ ñecas, fué conducido a Anserma y dejando en el
mente la adquisición del arma. Según dijo, una no­ cuartel mientras llegaba el teniente, quien vino un
che de juerga lo había robado en Tuluá, a donde se rato después y en cuanto se enteró de la categoría
había dirigido después de la matanza de la “Casa del cautivo, fué hacia él, desenfundó su revólver
Liberal”. y, sin más fórmula de juicio, le vació en el cuerpo
En los días sucesivos, Pedro se ganó la confianza los seis tiros treinta y ocho. Luis quedó muerto
del jefe y actuó en dos o tres abaleos. Era de admi­ instantáneamente. Pedro, desde ese momento sar­
rar la puntería asombrosa que el muchacho tenía, gento de la Policía Secreta, regresó a informar a
en forma tal que en los ejercicios de tiro era el me­ los guerrilleros sobre una supuesta celada en la
jor, ya muera el blanco móvil o fijo. La rapidez con que habían caído. Antes, con formidable sangre
que sacaba su arma y sin apuntar daba en el sitio fría, se hizo un disparo superficial en la pierna
era pasmosa. Al cabo de los días, se le utilizaba pa­ izquierda. Una poca sangre mojó el pantalón. Así
ra comisiones en Ansermanuevo, Mandeval, La Dia­ le creerían su cuento. Y le creyeron.
mantina, El Aguila y La María, lugares y pueblas Pedro estaba contento. Pensaba lo fácil que ha­
bía sido cumplir la comisión. No sentía remordi­
en donde se surtían de drogas y enseres especiales.
miento ninguna. Al fin, sus compañeros eran los
Desde luego, el muchacho siempre cumplió bien,
de la Seguridad, no los guerrilleros. Aquellos le
lo cual no era difícil dado su aspecto noblote, su
habían dado el medio cómodo de vivir. Y recorda­
juventud, su destreza y el no ser muy conocido en
ba cobo al día siguiente después de los sucesos de
la región.
la “Casa Liberal”, cuando desolado y perplejo no
Un día trajo el mensaje de un político que quería sabía para dónde coger, un jefe político, recono­
hablar con Luis, quien accedió con miras a reforzar cido homosexual que merodeaba por los cafetines
otras guerrillas. Se dispuso el viaje y Luis llevó de la calle veinticinco, le había ofrecido dormida
de compañero a Pedro. Al llegar al lugar conveni­ en su oficina mientras conseguía colocación. A la
do, un rancho al lado del camino, Pedro se ade­ mañana siguiente, le había dado cartas de recomen­
lantó a ver si no había peligro. Desde la casa le hizo dación con las cuales fué admitido en el Detecti-
176 DANIEL CAICEDO viento seco 177

vismo. Inicialmente le costó trabajo acostumbrarse Esa tarde, en un claro del monte se reunieron
a matar, pero con los días desapareció su repug­ los guerrilleros para elegir el sucesor de Luis. El
nancia por la muerte. Por demás, aquel oficio te­ cielo estaba velado y una brisa paramuna se me­
nía una retribución superior a la de cualquier tra­ tía en los huesos. Román González habló recio y
bajo, pues no sólo estaban bien pagados, sino que propuso que fuera Moreno el jefe. Este dijo:
en los asaltos algo bueno se podía coger: radios, —Les agradezco que quieran encargarme de la
bicicletas, armas, joyas y vestidos. Su alma infan­ dirección del grupo, pero yo creo que necesitamos
til y campesina se enfatuaba con las hazañas de alguien que sepa pensar más que yo. En mi con­
todos los días durante las rondas. Aquello era una cepto, Antonio debe ser.
gran vida, y tan fácil porque nadie se defendía, Cendales: —Sí, Antonio es el más preparado
con tal que se fueran de su casa. Nadie oponía re­ de nosotros.
sistencia y entregaban cuanto tenían. Claro —pen­
Tomás: —Que sea Antonio.
saba Pedro— que la empresa no dejaba de tener
Pedro: —Sí, Antonio.
sus peligros y que muchos de sus amigos habían
perecido, pero él consideraba que los caídos en ce­ Otros: —¡Antonio, Antonio!
ladas se lo merecían por zoquetes. A él no le su­ Pablo: —Tú eres el jefe.
cedería nada porque sabía prevenir el peligro y —Bien —dijo Antonio—, si ustedes lo quieren,
tenía malicia. La prueba de ello era que había lo­ acepto. Si alguien se opone o cree que puede ha­
grado escapar en muchas ocasiones y alguna vez cerlo mejor que yo, por mí no hay inconveniente.
hasta haciéndose el herido sobre la montura. Una El todo está en tener un jefe y yo creo que todos
noche había salvado al capitán con su certera pun­ podemos serlo porque tenemos méritos suficien­
tería. Ahora, después de cumplir la comisión de tes para ello.
espionaje y traición en que estaba, de seguro lo
—Moreno: —No, Antonio, usted debe ser el
mandarían a Bogotá, de guardaespalda de uno de
jefe. Recuerde que Emilio y Luis lo tenían de hom­
los Ministros y quién sabía si del Presidente. Eso
bre de su confianza. Su elección sería la voluntad
era vivir y ambicionar, lo demás, tontería. Y aquel
de ellos.
Antonio Gallardo, el gamonal del pueblo, allí
estaba en sus manos, engañado como un niño chi­ Antonio: —Sea como ustedes lo han dispuesto.
quito. En cambio él con sus dieciocho años sí era Les prometo no defraudarlos. Y les pido que si
un hombre. Lo demás, tontería. me ven flaquear me quiten la vida.
178 DANIEL CAICEDO

La brisa paramera se convirtió en lluvia fina. Un


ruido de fagotes se escuchaba. Antonio miró a sus
hombres, dispuso las guardias y se retiró con Pa­
blo, Tomás y Pedro a la barbacoa improvisada en
la copa de un písamo. La tarde moría entre la llu­
via y el ruido de fagotes continuaba.

—7—

El mes de marzo transcurrió entre lluvias, muer­


tos, balas y represalias de lado y lado. Las fuerzas
guerrilleras de Antonio Gallardo habían sido diez­
madas. Los bombardeos de los campamentos, de
las veredas y de los poblados se sucedían con fre­
cuencia, bien que las bombas gobernistas no causa­
ron mayores males a los guerrilleros. Fusilamientos
en masa se llevaban a cabo por los chulavitas, sin
distinguir sexos ni edades. Antorchas humanas alum­
braban permanentemente los caminos. Violaciones
y estupros como venganza por el amparo que los
campesinos brindaban a los guerrilleros. Asaltos
a las haciendas con el consabido robo de animales
y cosechas. Y el éxodo de los labriegos y finqueros
con sus gallinas, cerdos, perros y caballos.
Antonio resolvió convocar a los rebeldes que se­
guían a su lado para exponerles un nuevo plan. El
comprendía que no era justo que el gobierno exter­
minara por culpa de ellos al pueblo inerme y ate­
rrorizado. Además, la lucha no era equitativa, pues
180 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 181

carecían de recursos médicos para la atención de algunos se acrecentaba la obsesión reivindicadora


sus heridos y enfermos, y su alimentación era defi­ que no los dejaba claudicar hasta alcanzar el qui­
ciente, sólo a base de carne y de los pocos cereales jotesco ideal de recuperar el patrio hogar perdido.
y legumbres adquiridos en las fincas abandonadas. Se acordó la separación definitiva para dos días
Y la desproporción de uno contra ciento, imposible después. Los que quedaran, permanecerían embos­
de continuar. Era mejor marcharse a reforzar otros cados. Los otros seguirían en buenos caballos y
focos de rebelión, o, su máxima aspiración, diri­
llevarían relevos para hacer jornadas sólo interrum­
girse a los Llanos de Casanare y del Meta, en don­ pidas por un par de horas de sueño. Antonio re­
de se encontraban treinta mil hombres en armas.
solvió que Pedrito bajara con Pablo a Cartago y
Allá sí valía la pena luchar. Acá era sacrificarse
alquilara un automóvil que lo llevara hasta Arme­
inútilmente. De sus compañeros quedaban veintiuno,
nia, lugar en donde tomaría pasajes a Bogotá. Des­
equivalentes a un batallón, pero que de nada ser­ pués por Villavicencio, a los Llanos. Pablo se que­
vían ante un enemigo cruel, despiadado, felón y
daría en Cartago y Pedro volvería en el carro a
asesino de mujeres, niños y campesinos desarmados. recogerlo el viernes al amanecer en la carretera,
Llegada la hora de la reunión, les expuso los entre Mandeval y La Diamantina, frente al porta­
motivos para abandonar el lugar y marcharse. Te­ chuelo ancho, sitio discreto y que podía ser vigilado
nían —les dijo— libertad para escoger. Por su desde la cima.
parte, él viajaría a los Llanos con Tomás y Pedro. Empezaron los preparativos del viaje y comenzó
¿Qué opinaban? la desbandada. El amanecer del viernes a las cua­
Todos estuvieron acordes en aceptar las razones tro de la mañana, Antonio montó en su caballo
expuestas y cada cual cogió su camino. Unos irían alazán. Le acompañaban seis fieles que querían
a las montañas de Antioquia, otros seguirán al desviarse un poco de su camino y ver marchar al
Chocó y pocos, los menos, abandonarían la lucha jefe. La mañana estaba fría y seca. Una débil cla­
para perderse en las ciudades populosas, con el ridad precursora del día, se diluía en el aire de la
ánimo de empezar una nueva vida o conseguir los montaña. Los caminos, andados miles de veces no
recursos suficientes para expatriarse. De todos mo­ tenían secretos para ellos. Los caballos descansa­
dos, ya habían cumplido con su deber y cobrado dos, tascaban los frenos. En parejas marchaban los
sus muertos. Cualquiera de ellos tenía encima por hombres. Conversaban y se reían de alguna chispa
lo bajo diez o doce. Eran bastantes. Sin embargo, en de ingenio. El campo y la tierra expelían fragan­
182 DANIEL CAICEDO VIENTO SECO 183

cias exquisitas. Antonio, ausente de las conversa­ —Adiós, compañeros —dijo Antonio—, hasta
ciones, dejaba que su pensamiento cogiera el cami­ que la suerte nos vuelva a juntar. ¡Feliz viaje! —Y
no que se le presentaba al acaso, aunque todos lo sin más formalidades, para evitar el sentimentalis­
conducían al bien perdido. Se aferraba al pasado mo de las despedidas, Antonio se dirigió cuesta aba­
feliz, dolorosamente. Y revivía todos los ayeres y jo hacia el automóvil. Tomás, expresivo y cordial, se
se sentía en medio de los suyos, en la placidez del demoró con los compañeros, pues tenía que dejar
hogar, lleno de los pequeñísimos detalles que for­ convenida una clave de correspondencia para co­
maban la felicidad: las primeras palabras de la municarse las noticias que estimaran de interés co­
hija, el obsequio de los padres, el beso de la espo­ mún. Por fin se despidió entre bromas y siguió de
sa, la sonrisa de amor, el beneficio de una buena lejos a Antonio, quien ya estaba en la carretera y
venta, el logro de pequeñas ambiciones y la tierra se acercaba paso a paso al automóvil. Pedro se
de su hacienda, pródiga y fértil. apeó de éste. Antonio le vió y desplegó su sonrisa
Antonio se quitó el sombrero y dejó que el vien­ vacía de dientes. —Compañerito— dijo.
to del páramo jugara con sus cabellos, de nuevo Dos disparos salidos del portachuelo se escucha­
largos. Sintió el fresco en las sienes. Los compañe­ ron. Antonio intentó hacer un movimiento de defen­
ros acostumbrados a sus ausencias, le dejaron ade­ sa y no pudo. Sintió opresión en el pecho y le
lantarse, respetuosos y comprensivos. El caminillo pareció oír la llamada lejana de un corno monta­
seguido se metía por debajo de alambradas y puer­ ñero. Perdió el equilibrio y se escurrió del caballo.
tas de trancas caídas o picadas por los chulavitas, Había sentido un golpe en la cabeza, pero no tenía
que en esa forma sacaban fácilmente los ganados dolor. Quiso mover una mano para alcanzar su
robados. revólver, pero la mano no obedeció. Un paño turbio
Al cabo de dos horas llegaron al alto de la cu­ le pasó por los ojos y un cansancio enorme se apo­
chilla y se detuvieron. deró de él. Apenas distinguía con su rostro pegado
Allá abajo, a unas seis cuadras aparecía la ca­ al suelo balastado de la carretera, los juncos y la
rretera Cartago-Nóvita y el portachuelo ancho en yerba que crecían en el sardinel. El sol, detrás de
el corte de una estribación de la falda. Un poco los tallos, se le aparecía rojizo como el sol de los
adelante, con la trompa hacia Anserma, la mancha venados. Sudaba copiosamente y la luz de la con­
oscura de un automóvil. Pedro había cumplido el ciencia se le enturbiaba. Ese sudor, esas hojas de
encargo. yerba y ese sol tan distante, como hundiéndose, era
184 DANIEL' CAICEDO

el sol de los Llanos —pensó—. Los Llanos de Ca-


sanare y del Meta, del Arauca y del Vaupés, los
Llanos de la libertad. De pronto oyó una voz muy
clara, una voz amada que le llamaba y balbuceó
con su último aliento: ¡Voy...!

INDICE
r

Pág.
De los Editores ................................................................... 9
La novela realista ante el drama colombiano, prólo­
go de Antonio García ................................................ 13
Viento Seco .......................................................................... 45
I. La noche del fuego ................................................ 47
II. La noche del llanto .................................................. 89
III. La noche de la venganza...................................... 139
r

ESTE LIBRO SE TERMINO DE


IMPRIMIR EL 10 DE MAYO DE
1954, EN MACLAND, S. R. L.
CORDOBA 3965, BUENOS AIRES

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