Está en la página 1de 1

«Va

a ser como caminar por la cuerda floja sin red —dijo Plouffe—, y eso si
estamos finos».
Apunté que el que se la iba jugar allí arriba era «yo» y no «nosotros», pero me
marché de Washington de buen ánimo, ansioso por viajar al extranjero tras haber
pasado un año y medio rompiéndome la espalda en la campaña.
En Afganistán e Irak se me unieron dos de mis colegas favoritos, Hagel y Reed.
Ambos eran expertos en política exterior. Chuck era un miembro de alto rango del
Comité de Asuntos Exteriores del Senado y Jack ocupaba un lugar en el Comité de
Asuntos Armados. En cuanto a sus personalidades, no podían ser más distintos entre
ellos. Jack, un demócrata liberal de Rhode Island, era de constitución ligera,
estudioso y discreto. Graduado con orgullo en la Academia Militar de West Point,
había sido uno de los pocos que había votado en contra de la guerra de Irak. Chuck,
un conservador republicano de Nebraska ancho de hombros, expansivo y siempre
bienhumorado, era un veterano de Vietnam con dos Corazones Púrpura y había
votado a favor de la guerra en Irak. Lo que ambos compartían era un inquebrantable
respeto por las fuerzas militares estadounidenses y la postura de un uso prudente del
poder de Estados Unidos. Y sin embargo, casi seis años después, sus posturas
coincidían y eran dos de los críticos más acérrimos y creíbles de la guerra. La
presencia de ambos partidos en el viaje ayudaba a desviar las críticas de un intento de
maniobra electoral. Y la disposición de Chuck no solo a viajar conmigo sino también
a elogiar aspectos de mi política exterior, a solo cuatro meses de las elecciones, fue
un gesto audaz y generoso.
Un sábado de mediados de julio, aterrizamos en la Base Aérea de Bagram, un
emplazamiento de ocho kilómetros cuadrados al norte de Kabul frente a los
irregulares picos del Hindú Kush. Bagram era la mayor base militar estadounidense
en Afganistán. Las noticias que nos llegaban del país no eran buenas: el colapso de
Irak a manos de la violencia sectaria y la decisión de la Administración Bush de
reforzar nuestra presencia allí con un permanente aumento de topas, había desviado
los fondos de las capacidades militares y de inteligencia fuera de Afganistán. En 2008
teníamos cinco veces más tropas en Irak que en Afganistán, donde los insurgentes
islamistas suníes que habíamos estado combatiendo desde 2001 estaban a la ofensiva.
Durante aquel verano las bajas mensuales estadounidenses en Afganistán fueron
mayores que las de Irak.
Como siempre, los militares estaban haciendo lo que podían para lograr avances
ante una situación difícil. El nuevo comandante de las fuerzas de coalición, el general
Dave McKiernan, reunió a su equipo para informarles sobre los pasos que estaban
dando para obligar a retroceder los bastiones de los talibanes. Al día siguiente,
mientras cenábamos en el comedor de la sede central de la coalición en Kabul,
escuchamos a un grupo de soldados que nos contaron su misión con orgullo y
entusiasmo. Al escuchar cómo aquellos hombres y mujeres jóvenes —la mayoría
había terminado la secundaria hacía solo unos años— hablaban con fervor de

Página 157

También podría gustarte