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Maurice Blanchot.
LA CUESTIÓN LITERARIA
«NO CABRÍA NI PLANTEARSE ACABAR BIEN»
En un ensayo reciente, uno de los pocos libros que se inscriben en el porvenir de las letras,
Roland Barthes hizo la distinción entre lengua, estilo y escritura1. La lengua es el estado de
la palabra tal como ella se da a cada uno de nosotros en conjunto, en cierto momento del
tiempo y según nuestra pertenencia a ciertos lugares del mundo; escritores y no-escritores la
comparten igualmente: para tolerarla con dificultad, para recibirla constantemente o
rechazarla de un modo deliberado, poco importa, la lengua está ahí, atestiguando un estado
histórico al que estamos entregados, rodeándonos y dominándonos, ella es para nosotros lo
inmediato, aunque históricamente muy elaborada y muy lejos de cualquier comienzo. En
cuanto al estilo, sería la parte oscura, ligada a los misterios de la sangre, del instinto,
profundidad violenta, densidad de imágenes, lenguaje de soledad en el que hablan
ciegamente las preferencias de nuestro cuerpo, de nuestro deseo, de nuestro tiempo secreto y
cerrado a nosotros mismos. El escritor no escoge su lengua, ni tampoco su estilo, esa
necesidad del ánimo, esta ira suya, esa tormenta o bien esa crispación, esa lentitud o esa
rapidez que proceden de una intimidad consigo mismo, de las que no sabe casi nada, y que
dan a su lenguaje un acento tan singular como lo da a su figura la expresión que permite
reconocerla. Todo esto no es todavía lo que se debe llamar literatura.
La literatura empieza con la escritura. La escritura es el conjunto de ritos, el ceremonial
evidente o discreto por donde, independientemente de lo que se desea expresar y de la manera
como se expresa, se anuncia ese acontecimiento según el cual lo que se escribe pertenece a
la literatura, el que lo lee, lee literatura. No es retórica, o es una retórica de una especie
particular, destinada a hacernos oír que hemos entrado en ese espacio cerrado, separado y
sagrado, esto es, el espacio literario. Por ejemplo, tal como se muestra en un capítulo denso
en reflexiones sobre la novela, el pretérito simple, ajeno al lenguaje hablado2, sirve para
anunciar el arte del relato; indica por anticipado que el autor aceptó ese tiempo lineal y lógico
que constituye la narración, la cual, esclareciendo el campo de la casualidad, impone la
seguridad de una historia bien circunscrita que, a partir de un comienzo, va con certeza hacia
1
Roland Barthes: El grado cero de la escritura
2
El idioma francés -el de hoy- sólo usa el pretérito simple en el lenguaje escrito; en el hablado, cada vez más
pobre y relajado, resulta pedante y anticuado, siendo sustituido por el compuesto (i. e., tuve por he tenido). De
ahí que Roland Barthes lo señale como un tiempo característico de la narrativa, pero su observación no tiene la
misma validez en castellano. (N. del T.).
la fortuna de un final, aunque éste sea desdichado. El pretérito simple, o bien el empleo
privilegiado de la tercera persona nos dicen: esto es una novela, lo mismo que la tela, los
colores y, antaño, la perspectiva nos decían: esto es pintura. Roland Barthes quiere llegar a
esta observación: hubo una época en que la escritura, siendo la misma para todos, se acogía
con un inocente consentimiento. Todos los escritores tenían entonces una sola preocupación:
escribir bien, es decir, llevar la lengua común a un grado más alto de perfección o de acuerdo
con lo que procuraban decir; existía para todos unidad de intención, una moral idéntica. Hoy
en día no es así. Los escritores, que se distinguen por su len1. guaje instintivo, se oponen aún
más entre sí por su actitud frente al ceremonial literario: escribir, si es entrar en un templum
que nos impone, independientemente del lenguaje que es nuestro por nacimiento y por
fatalidad orgánica, varios usos, una religión implícita, un rumor que cambia de antemano
todo lo que podemos decir, cargándolo de intenciones tanto más operantes cuanto que no se
confiesan, escribir es, pues, ante todo, querer destruir el templo incluso antes de edificarlo;
es, por lo menos, antes de franquear el umbral, interrogarse sobre las servidumbres de
semejante lugar, sobre la falta original que constituirá la decisión de encerrarse en él. Escribir
es, finalmente, negarse a trasponer el umbral, negarse a "escribir". Así se explica, así se
discierne mejor la pérdida de unidad de que sufre o se enorgullece la literatura presente. Cada
escritor hace de la escritura su problema y de este problema el objeto de una decisión que
puede cambiar. Los escritores no se separan solamente por la visión del mundo, los rasgos
del lenguaje, los azares del talento, o sus experiencias particulares: en cuanto la literatura se
manifiesta como un medio en donde todo se transforma (y se embellece), en cuanto uno se
da cuenta que esta atmósfera no es el vacío, que esta claridad no sólo ilumina sino deforma
a los objetos proporcionándoles una luz convencional, en cuanto se presiente que la escritura
literaria -los géneros, los signos, el uso del pretérito y de la tercera persona- no es una mera
forma transparente, sino un mundo aparte en donde reinan los ídolos, dormitan los prejuicios
y viven, invisibles, las potencias que lo alteran todo, entonces es una necesidad para cada uno
intentar liberarse de este mundo y una tentación para todos arruinarlo, con el fin de
reconstruirlo puro de todo uso anterior, o, mejor aún, de dejar el sitio vacío. Escribir sin
"escritura", llevar la literatura a ese punto de ausencia en el que desaparece, en que dejamos
de temer esos escritos suyos que son mentiras, tal es "el grado cero de la escritura", la
neutralidad que todo escritor busca, deliberada o inconscientemente, y que conduce a algunos
al silencio.