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Fragmentos El libro por-venir I

Maurice Blanchot.

LA CUESTIÓN LITERARIA
«NO CABRÍA NI PLANTEARSE ACABAR BIEN»

Palabra de poeta y no de amo


¿Qué puede un humano? preguntaba Monsieur Teste. Esto es interrogarse en torno al humano
moderno. El lenguaje, en el mundo, es, por excelencia, poder. El que habla es el poderoso y
el violento. Nombrar es esta violencia que aparta lo que está nombrado para tenerlo bajo la
forma cómoda de un nombre. Nombrar hace sólo del hombre esa extrañeza inquietante y
trastornadora que debe turbar a los demás seres vivos e incluso a esos dioses solitarios a
quienes se dice mudos. La facultad de nombrar sólo le fue dada a un ser capaz de no ser,
capaz de convertir a esta nada en un poder y a este poder en la violencia decisiva que abre la
naturaleza, la domina y la obliga. En esta forma el lenguaje nos entrega a la dialéctica del
amo y del esclavo que nos enceguece. El amo adquirió derecho de palabra porque fue hasta
el fin del peligro de muerte: solo, el amo habla, palabra que es mandamiento. El esclavo sólo
oye. Hablar, he aquí lo importante. El que no puede sino oír depende de la palabra y viene
solamente en segundo lugar. Pero la audición, esa parte desheredada, subordinada y
secundaria, se revela finalmente como el lugar del poder y el principio del verdadero
dominio. Se tiene la propensión de creer que el lenguaje del poeta es el del amo: cuando el
poeta habla su palabra es soberana, palabra de aquel que se entregó al peligro, dice lo que
aún no se ha dicho jamás, nombra lo que no oye y no hace sino hablar, de manera que
tampoco sabe lo que dice. Cuando Nietzsche afirma: "Pero el arte es de una seriedad
tremenda!... Os rodearemos con imágenes que os hagan temblar. ¡Tenemos poder para ello!
¡Podéis taparos los oídos: vuestros ojos verán nuestros mitos, ¡os alcanzarán nuestras
maldiciones!", ésta es palabra de poeta que es palabra de amo, y quizás esto sea inevitable,
quizás la locura que cubre a Nietzsche esté ahí para hacer de la palabra maestra una palabra
sin maestro, una soberanía sin audiencia. Así, el canto de Hölderlin, tras el estallido
demasiado violento del himno, vuelve a ser, dentro de la locura, el de la inocencia de las
estaciones. Pero interpretar así a la palabra del arte y de la literatura es, sin embargo,
traicionarla. Es desconocer la exigencia que está en ella. Es buscarla, no ya en su fuente, sino
cuando, atraída en la dialéctica del amo y del esclavo, ya se ha vuelto instrumento de poder.
Por lo tanto, es necesario rescatar en la obra literaria el lugar donde el lenguaje sigue siendo
relación pura, ajena a cualquier dominio y a cualquier servidumbre, lenguaje que también
habla sólo a quien no habla para tener ni para poder, ni para saber ni para poseer, ni para
convertirse en maestro y amaestrarse, es decir, sólo a un hombre muy poco hombre. Sin duda,
ésta es una búsqueda difícil, aunque estemos, mediante la poesía y la experiencia poética, en
la corriente de esta búsqueda. Puede ser que nosotros, hombres de la necesidad, del trabajo y
del poder, no tengamos medios para alcanzar una posición que nos permita presentir su
acercamiento. Tal vez se trate también de algo muy sencillo. Tal vez esta sencillez esté
siempre presente en nosotros, o, por lo menos, una sencillez igual.

¿HACIA DÓNDE VA LA LITERATURA?


«LA DESAPARICIÓN DE LA LITERATURA»

Literatura, obra, experiencia


Hablamos de literatura, de obra y de experiencia; ¿qué dicen estas palabras? Parece falso ver
en el arte de hoy una simple ocasión de experiencias subjetivas o una dependencia de la
estética, y, sin embargo, no dejamos de hablar de experiencia en relación con el arte. Parece
justo ver en el afán que anima a los artistas y a los escritores, no el interés por sí mismos,
sino una preocupación que exige expresarse por medio de obras. Por lo tanto, las obras
deberían desempeñar el papel principal. ¿Pero es así? De ninguna manera. Lo que atrae al
escritor, lo que hace vibrar al artista, no es directamente la obra, sino su búsqueda, el
movimiento que conduce a ella, la aproximación de lo que hace posible a la obra: el arte, la
literatura y lo que disimulan estas dos palabras. De ahí que un pintor, antes que un cuadro,
prefiera los diversos estados de ese cuadro. Y muchas veces el escritor desea no terminar casi
nada, dejando en estado de fragmentos a cientos de relatos que tuvieron el interés de
conducirlo a un punto determinado y que debe abandonar para tratar de ir más allá de este
punto. De ahí que, por una coincidencia de nuevo sorprendente, Valéry y Kafka, separados
por casi todo, próximos por su único afán de escribir rigurosamente, se encuentren para
afirmar: "Toda mi obra es sólo un ejercicio". Asimismo, irrita ver cómo se sustituyen las
obras llamadas literarias por una masa cada vez mayor de textos que, bajo el nombre de
documentos, testimonios, palabras casi brutas, parecen ignorar toda intención literaria. Se
dice: esto no tiene nada que ver con la creación de las cosas del arte; también se dice:
testimonios de un falso realismo. Pero ¿qué sabemos de ello? ¿Qué sabemos de esta
aproximación, fallida inclusive, a una región que escapa a las influencias de la cultura
ordinaria? ¿Por qué esa palabra anónima, sin autor, que no adopta la forma de libros, que
pasa y desea pasar, no nos informaría sobre algo importante de lo cual lo que se llama
literatura también desearía hablarnos? Y acaso no es notable, aunque enigmático, notable a
semejanza de un enigma, que esta misma palabra, literatura, palabra tardía, palabra sin honor,
que sirve ante todo para los manuales, que acompaña la marcha cada vez más invasora de los
escritores de prosa, y que designa, no la literatura, sino sus defectos y excesos (como si éstos
le fuesen esenciales), se convierta, justamente cuando la impugnación se hace más severa,
cuando los géneros se desparraman y se pierden las formas, cuando, de un lado, el mundo ya
no necesita literatura, y del otro, cada libro parece extraño a todos los demás e indiferente a
la realidad de los géneros, cuando, además, lo que parece expresarse en las obras no son las
verdades eternas, los tipos y los caracteres, sino una exigencia que se opone al orden de las
esencias, la literatura, así impugnada como actividad válida, como unidad de los géneros,
como mundo en que se amparasen lo ideal y lo esencial, se convierta en la preocupación,
cada vez más presente, aunque disimulada, de quienes escriben, y, dentro de esta
preocupación, se dé a ellos como lo que debe revelarse en su "esencia". Preocupación en la
que, es verdad, tal vez esté en tela de juicio la literatura, pero no como una realidad definida
y segura, como un conjunto de formas, y ni siquiera como un modo de actividad aprehensiva,
sino más bien como aquello que no se descubre ni se verifica ni se justifica nunca
directamente, a lo que no es posible acercarse sino apartándose, y que sólo se aprehende allá
cuando se va más allá, mediante una búsqueda que de ningún modo debe preocuparse por la
literatura, por lo que ella es "esencialmente", sino que, al contrario, se preocupa de reducirla,
de neutralizarla o, más exactamente, de descender hasta un punto en que sólo parece hablar
la neutralidad impersonal.
La no-literatura
Estas son contradicciones necesarias. Sólo importa la obra, la afirmación que está en la obra,
el poema en su singularidad apretada, el cuadro en su espacio propio. Sólo importa la obra,
pero finalmente la obra está allí solamente para conducir a la búsqueda de la obra; la obra es
el movimiento que nos lleva hacia el punto puro de la inspiración de donde ella proviene y
adonde parece que no puede llegar sino desapareciendo. Sólo importa el libro, tal como es,
lejos de los géneros, fuera de las secciones, prosa, poesía, novela, testimonio, en las cuales
no quiere ordenarse, negándoles el poder de asignarle su sitio y de determinar su forma. Un
libro ya no pertenece a un género, cualquier libro concierne únicamente a la literatura, como
si ésta detentara de antemano, en su generalidad, los únicos secretos y fórmulas que permiten
dar forma de libro a lo que se escribe. Todo sucedería, pues como si, habiéndose disipado los
géneros, la literatura se afirmara sola, brillando sola en medio de la claridad misteriosa que
ella propaga y que cada creación literaria le devuelve multiplicándola como si existiera, pues,
una "esencia" de la literatura. Pero, precisamente, la esencia de la literatura consiste en
escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que la estabilice o realice: ella nunca
está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo. E incluso nunca es seguro
que la palabra literatura o la palabra arte respondan a algo real, posible o importante. Ya se
ha dicho: ser artista es no saber nunca que ya existe un arte, ni tampoco que ya existe un
mundo. Sin duda, el pintor va al museo y por ello tiene cierta conciencia de la realidad de la
pintura: sabe de pintura pero su tela no sabe, o sabe más bien que la pintura es imposible,
irreal, irrealizable. Quien afirme a la literatura en sí misma, no afirma nada. Quien la busca,
sólo busca lo que se evade; quien la encuentra, sólo encuentra lo que está más acá o, cosa
peor, más allá de la literatura. Por eso, finalmente, cada libro persigue a la no-literatura como
a la esencia de lo que quiere y quisiera apasionadamente descubrir. No debe decirse, por lo
tanto, que todo libro concierne únicamente a la literatura, sino que cada libro decide
absolutamente por ella. No debe decirse que toda obra extraería su realidad y su valor a partir
de su poder de conformarse a la esencia de la literatura, ni tampoco de su derecho a revelar
o a afirmar esta esencia. Porque una obra no puede nunca darse como objeto el asunto que la
sostiene. Un cuadro nunca podría ni siquiera iniciarse si se propusiera hacer visible la pintura.
Tal vez el escritor se sienta llamado, por sí solo, en medio de su propia ignorancia, a
responder por la literatura y su porvenir, que no es tan sólo una cuestión histórica, sino
también, a través de la historia, el movimiento por el cual la literatura, aunque "vaya"
necesariamente fuera de sí misma, pretende llegar, sin embargo, a lo que ella es
esencialmente. Tal vez, ser escritor sea la vocación de responder a esta pregunta que quien
escribe está en el deber de sostener con pasión, verdad y dominio, aunque no pueda
sorprenderla y menos aun cuando se propone responderle, pregunta a la que él puede, a lo
sumo, por medio de la obra, dar una respuesta indirecta, esa obra de la que nunca se es dueño
ni se está seguro, que no responde a nada sino a sí misma y que sólo hace presente al arte allí
donde se disimula y desaparece. ¿Y eso, por qué?

«LA BÚSQUEDA DEL PUNTO CERO»


Lengua, estilo, escritura.

En un ensayo reciente, uno de los pocos libros que se inscriben en el porvenir de las letras,
Roland Barthes hizo la distinción entre lengua, estilo y escritura1. La lengua es el estado de
la palabra tal como ella se da a cada uno de nosotros en conjunto, en cierto momento del
tiempo y según nuestra pertenencia a ciertos lugares del mundo; escritores y no-escritores la
comparten igualmente: para tolerarla con dificultad, para recibirla constantemente o
rechazarla de un modo deliberado, poco importa, la lengua está ahí, atestiguando un estado
histórico al que estamos entregados, rodeándonos y dominándonos, ella es para nosotros lo
inmediato, aunque históricamente muy elaborada y muy lejos de cualquier comienzo. En
cuanto al estilo, sería la parte oscura, ligada a los misterios de la sangre, del instinto,
profundidad violenta, densidad de imágenes, lenguaje de soledad en el que hablan
ciegamente las preferencias de nuestro cuerpo, de nuestro deseo, de nuestro tiempo secreto y
cerrado a nosotros mismos. El escritor no escoge su lengua, ni tampoco su estilo, esa
necesidad del ánimo, esta ira suya, esa tormenta o bien esa crispación, esa lentitud o esa
rapidez que proceden de una intimidad consigo mismo, de las que no sabe casi nada, y que
dan a su lenguaje un acento tan singular como lo da a su figura la expresión que permite
reconocerla. Todo esto no es todavía lo que se debe llamar literatura.
La literatura empieza con la escritura. La escritura es el conjunto de ritos, el ceremonial
evidente o discreto por donde, independientemente de lo que se desea expresar y de la manera
como se expresa, se anuncia ese acontecimiento según el cual lo que se escribe pertenece a
la literatura, el que lo lee, lee literatura. No es retórica, o es una retórica de una especie
particular, destinada a hacernos oír que hemos entrado en ese espacio cerrado, separado y
sagrado, esto es, el espacio literario. Por ejemplo, tal como se muestra en un capítulo denso
en reflexiones sobre la novela, el pretérito simple, ajeno al lenguaje hablado2, sirve para
anunciar el arte del relato; indica por anticipado que el autor aceptó ese tiempo lineal y lógico
que constituye la narración, la cual, esclareciendo el campo de la casualidad, impone la
seguridad de una historia bien circunscrita que, a partir de un comienzo, va con certeza hacia

1
Roland Barthes: El grado cero de la escritura
2
El idioma francés -el de hoy- sólo usa el pretérito simple en el lenguaje escrito; en el hablado, cada vez más
pobre y relajado, resulta pedante y anticuado, siendo sustituido por el compuesto (i. e., tuve por he tenido). De
ahí que Roland Barthes lo señale como un tiempo característico de la narrativa, pero su observación no tiene la
misma validez en castellano. (N. del T.).
la fortuna de un final, aunque éste sea desdichado. El pretérito simple, o bien el empleo
privilegiado de la tercera persona nos dicen: esto es una novela, lo mismo que la tela, los
colores y, antaño, la perspectiva nos decían: esto es pintura. Roland Barthes quiere llegar a
esta observación: hubo una época en que la escritura, siendo la misma para todos, se acogía
con un inocente consentimiento. Todos los escritores tenían entonces una sola preocupación:
escribir bien, es decir, llevar la lengua común a un grado más alto de perfección o de acuerdo
con lo que procuraban decir; existía para todos unidad de intención, una moral idéntica. Hoy
en día no es así. Los escritores, que se distinguen por su len1. guaje instintivo, se oponen aún
más entre sí por su actitud frente al ceremonial literario: escribir, si es entrar en un templum
que nos impone, independientemente del lenguaje que es nuestro por nacimiento y por
fatalidad orgánica, varios usos, una religión implícita, un rumor que cambia de antemano
todo lo que podemos decir, cargándolo de intenciones tanto más operantes cuanto que no se
confiesan, escribir es, pues, ante todo, querer destruir el templo incluso antes de edificarlo;
es, por lo menos, antes de franquear el umbral, interrogarse sobre las servidumbres de
semejante lugar, sobre la falta original que constituirá la decisión de encerrarse en él. Escribir
es, finalmente, negarse a trasponer el umbral, negarse a "escribir". Así se explica, así se
discierne mejor la pérdida de unidad de que sufre o se enorgullece la literatura presente. Cada
escritor hace de la escritura su problema y de este problema el objeto de una decisión que
puede cambiar. Los escritores no se separan solamente por la visión del mundo, los rasgos
del lenguaje, los azares del talento, o sus experiencias particulares: en cuanto la literatura se
manifiesta como un medio en donde todo se transforma (y se embellece), en cuanto uno se
da cuenta que esta atmósfera no es el vacío, que esta claridad no sólo ilumina sino deforma
a los objetos proporcionándoles una luz convencional, en cuanto se presiente que la escritura
literaria -los géneros, los signos, el uso del pretérito y de la tercera persona- no es una mera
forma transparente, sino un mundo aparte en donde reinan los ídolos, dormitan los prejuicios
y viven, invisibles, las potencias que lo alteran todo, entonces es una necesidad para cada uno
intentar liberarse de este mundo y una tentación para todos arruinarlo, con el fin de
reconstruirlo puro de todo uso anterior, o, mejor aún, de dejar el sitio vacío. Escribir sin
"escritura", llevar la literatura a ese punto de ausencia en el que desaparece, en que dejamos
de temer esos escritos suyos que son mentiras, tal es "el grado cero de la escritura", la
neutralidad que todo escritor busca, deliberada o inconscientemente, y que conduce a algunos
al silencio.

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