Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
La crisis capitalista
y la ‘política social’
de la burguesía
Luis Oviedo
En la década del 70 terminó lo que algunos economistas califican como ‘la edad de oro’ del
capitalismo, caracterizada por bajos niveles de desempleo y por un rápido crecimiento del
comercio internacional y de la productividad. A partir de aquí, sin embargo, se produce un
violento cambio de tendencias: el producto y la productividad comienzan a crecer a tasas cada
vez menores y aparece un desempleo de masas, de larga duración. De manera cada vez más
aguda, los trabajadores enfrentan la pesadilla de la desocupación permanente y de una
regresión sin precedentes en sus condiciones de trabajo, de salario, de duración de la jornada,
de flexibilidad, de cobertura social, de protección infantil, de indemnización y la pauperización
lisa y llana.
Desempleo
Entre 1964 y 1992, el desempleo se multiplicó por ocho en la antigua Alemania Federal; por
cuatro en Francia; se triplicó en Gran Bretaña; y se duplicó en el resto de los países del G-7 (1).
La desocupación creció con independencia del ciclo económico. "Actualmente, el desempleo
en Gran Bretaña es el doble del existente veinte años atrás, cuando la economía se encontraba
en la misma etapa del ciclo" (2). La misma situación se reproduce en cada una de las potencias
imperialistas y también en los países atrasados como Argentina (3).
Al mismo tiempo que crece el número total de desempleados, se alarga el tiempo en que cada
trabajador permanece sin empleo. En los Estados Unidos, por ejemplo, los desempleados que
pasan más de 26 semanas sin conseguir un empleo pasaron del 4% (en 1969) al 15% (en
1996), "una tasa inusualmente alta en una fase del ciclo en la que el desempleo cayó
abruptamente" (4).
Unos pocos países, Gran Bretaña, Holanda y Estados Unidos, presentan tasas cercanas al 6%.
Se atribuye este ‘éxito’ a la extrema flexibilidad de sus leyes laborales y a la caída de los
salarios. La verdad está en otro lado.
La razón del bajo desempleo británico es, simplemente, que las estadísticas son falsas. El
Financial Times sostiene que "las cifras oficiales carecen de credibilidad" y el Banco HSBC
"estima que lejos de la última cifra oficial de julio (5,5%), el verdadero número de
desempleados británicos es del 14%". En un esfuerzo consciente por enmascarar los
verdaderos alcances del desempleo, el gobierno conservador "hizo cambiar 32 veces" el
método del cálculo de desocupados. El que rige actualmente "excluye a muchos menores de
18 años, a mujeres cuya pareja recibe subsidios, a mujeres que agotaron sus contribuciones, a
hombres mayores de 60 años, a aquellos que dejaron su trabajo voluntariamente, a los que
reciben pagos por invalidez o vejez y sigue una lista interminable" (5). Según la metodología de
la OIT, el registro oficial de 1,7 millones de desempleados de abril de 1996 debería elevarse a
2,26 millones; si se incluyera a todos los que quieren empleo, el verdadero total sería de 4,3
millones, más del 15%.
El falseamiento de las estadísticas es también la causa del ‘bajo desempleo’ holandés. "En
Holanda no se registra oficialmente más que un 6% de desocupados (…) gracias a una
acepción particularmente extensiva de la noción de invalidez que permite dejar de lado a las
casi 800.000 personas juzgadas ‘ineptas’ y de las cuales una buena parte, si no la mayoría, son
efectivamente desocupados disfrazados. Según la propia OCDE (Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico), sin esta jugarreta, el porcentaje real de desocupados
alcanzaría el 20%" (6).
En cuanto a los Estados Unidos, según el profesor John Gray, de la London School of
Economics, "la pretensión de que se ha alcanzado el pleno empleo es cuestionable. Oculta que
hay más de un millón y medio de personas tras las rejas que, de otra manera, estarían
buscando trabajo. Estados Unidos encarcela cuatro veces más ciudadanos que Gran Bretaña,
seis veces más que otros países europeos y catorce veces más que Japón" (7). En los últimos
años, la población carcelaria norteamericana se ha más que duplicado, pasando de 750.000 a
1.700.000 personas, la inmensa mayoría por ‘pequeños crímenes’ contra la propiedad. Según
un observador, los trabajadores norteamericanos poco calificados, en especial los negros y
latinos, "enfrentan la disyuntiva de encontrar un empleo o pasar a engrosar la mayor población
carcelaria del mundo" (8).
Gray caracteriza a este "encarcelamiento de masas" como "el mayor experimento social en los
Estados Unidos desde la Prohibición (9)", es decir como una política consciente y deliberada
para aterrorizar a los trabajadores menos calificados, encarcelar a los desocupados y
‘militarizar’ el Estado (10). Si se tomara en cuenta el número de prisioneros, el ‘pleno empleo’
norteamericano luciría menos ‘impresionante’: con 8 millones de desocupados, la tasa de
desempleo alcanzaría al 10%.
¿Desempleo tecnológico?
Los economistas vulgares responsabilizan al progreso técnico —que ahorra mano de obra— y
a la competencia del trabajo barato del Asia, por el imparable crecimiento del desempleo. La
desocupación de masas no obedecería, según estas ‘explicaciones’, a una causa social sino a
una impersonal razón ‘tecnológico-comercial’. Curiosamente, la ‘solución’ que plantean sí tiene
un contenido social preciso: la liquidación de las conquistas sociales que el movimiento obrero
conquistó en décadas de lucha.
En la actualidad ocurre lo contrario. Hasta 1970, según la OCDE, "la relación entre las
ganancias de productividad y el empleo era positiva" (es decir que el incremento de la
productividad provocaba un crecimiento del empleo), pero "desde fines de los 70, (esta
relación) se vuelve negativa" (12). La sobreproducción de mercancías —y de los capitales que
las producen— impiden al capitalismo absorber la mano de obra puesta en excedencia por el
cambio tecnológico. Se trata de una limitación social, que es puesta en evidencia por las
necesidades insatisfechas de millones de seres humanos en todo el planeta. Pero bajo el
capitalismo, la producción es, antes que nada, el soporte del proceso de valorización del
capital; no es la tecnología considerada aisladamente (producción de valores de uso) sino la
valorización del capital la que domina el proceso de la producción. La cuestión de la
‘tecnología’ se reduce, de esta manera, a la del régimen social.
Muchos cuestionan incluso, el carácter de ese progreso tecnológico en los últimos años. Según
el economista John Eatwell, "cualesquiera hayan sido los efectos del cambio tecnológico en la
composición del empleo, no hay pruebas de que el aumento del desempleo en los países del
G-7 obedezca a la velocidad del cambio tecnológico. Si así fuera, entre 1980 y 1990 habría
habido una aceleración del aumento de la productividad (ya que las nuevas técnicas reducen
drásticamente el insumo de mano de obra por unidad de volumen de producción). En realidad,
sucedió lo contrario: hubo un brusco retardo del aumento de la productividad" (13).
Efectivamente, comparando los períodos 1961/70 y 1981/90, las tasas de crecimiento de la
productividad se redujeron en un 40% en Gran Bretaña y Estados Unidos, en el 50% en
Alemania y en más del 60% en Francia, Italia y Japón. La caída en la tasa de crecimiento de la
productividad se explica porque "el estancamiento económico mundial, la tendencia a la
sobreproducción y sobreacumulación de capitales (que no encuentran una colocación
redituable en la esfera productiva) tienden a colocar un freno a la innovación tecnológica, y por
sobre todo, a su aplicación en la producción" (14).
El efecto de los bajos salarios de Asia en el empleo de los grandes países imperialistas no
difiere del que tuvo, a fines de la década del 50, la competencia de los países europeos
meridionales. En ese período, la participación de Italia en el comercio mundial pasó del 2 al 6%
pero el desempleo en el norte de Europa no aumentó. Al contrario, en las décadas del 50 y del
60, países como Alemania y Francia ‘importaron’ varias decenas de miles de obreros
españoles, italianos, griegos y turcos para cubrir sus ‘faltantes’ de mano de obra.
A partir de la década del 70, los ciclos de ascenso son más cortos y débiles; las recesiones
más profundas y destructivas. La razón del crecimiento del desempleo es casi obvia: "la pobre
creación de empleos … desde 1970, el empleo civil apenas se movió en Europa" (16). No es
extraño, entonces, que la OIT sostenga que "la indigencia de los resultados de años recientes
en el campo del empleo coincide con el estancamiento general de la economía mundial" (17).
Precarización
El 35% de la fuerza laboral europea está precarizada (en algunos países, como Holanda, llega
al 50%). Esta proporción crece aceleradamente porque la economía sólo crea ‘empleos-
basura’: tres de cada cuatro nuevos puestos de trabajo en Francia, y nueve de cada diez en
España, son precarios.
El reemplazo de los ‘buenos empleos’ por los precarios es tan violento que, en el curso de la
actual ‘recuperación’, fueron despedidos 15.000.000 de trabajadores, la misma cifra que
durante la última recesión. Esto explica que la actual ‘recuperación’ sea la primera en la que no
creció la participación de los asalariados en el ingreso nacional.
La precarización del empleo golpeó especialmente a los sectores más débiles de la clase
obrera, las mujeres y los niños. En Francia el 85% de los ‘part-timers’ son mujeres, "que tienen
un ingreso mensual más cercano a la asistencia que al salario" (23). El trabajo infantil ha
venido creciendo sistemáticamente hasta abarcar una masa de 250 millones de niños en todo
el planeta. Gran Bretaña "es el campeón europeo del trabajo de los niños, como lo testimonia
un abrumador informe de una comisión independiente, la Low Pay Unit: Dos millones de
jóvenes entre 6 y 15 años, de los cuales 600.000 tienen menos de 13 años, tienen un empleo
casi regular. No se trata sólo de changas sino de actividades que deberían ser normalmente
desarrolladas por adultos y que son pagadas de manera irrisoria" (24).
Como consecuencia de esta fenomenal precarización, apareció una ‘nueva pobreza’. Ya no son
los desocupados, los dependientes de la seguridad social o los ‘excluidos’ sino obreros —y
sobre todo, obreras— que trabajan 12 ó 14 horas diarias. En Estados Unidos, de los 38
millones de personas que se encuentran por debajo del ‘nivel de pobreza’, 22 millones (el 60%)
viven en hogares donde al menos uno de sus miembros trabaja (25). En Francia, 3 millones de
precarizados viven por debajo del ‘nivel de pobreza’. Algunos especialistas caracterizan a estos
‘nuevos pobres’ como una ‘casta’ (26) ya que sus hijos, que no tienen acceso a la educación y
a la salud, crecientemente privatizadas y arancelizadas, están condenados a reproducir su
misma existencia miserable.
"La progresión actual del fenómeno de la precarización —advierte el Alto Comité de la Salud
Pública en Francia— que fragiliza a sectores enteros de la población, es susceptible de
provocar una real degradación de la salud de las capas sociales más desfavorecidas y, más
allá, de toda la población" (27).Una brutal descomposición social acompaña, como la noche al
día, al crecimiento de la desocupación y la precarización: aumentan los suicidios (cuya curva
sigue fielmente las variaciones de la tasa de desempleo (28), la delincuencia juvenil, el
narcotráfico, la prostitución, la violencia contra las mujeres y los niños.
"Una economía que sólo crea ‘empleos basura’ ..." (29), la creciente masa de precarizados
obligada a realizar un trabajo casi esclavo por ‘salarios de asistencia’ y los millones que viven
de la seguridad social, traducen la completa ausencia de una perspectiva mínimamente
progresiva para las nueve décimas partes de la población mundial. Los trabajadores
norteamericanos acuñaron una frase que define la situación social de la clase obrera
precarizada: "low pay, low benefits, no future" ("bajos salarios, pocos beneficios, no hay
futuro").
‘Trabajo forzoso’
¿Con qué política enfrenta la burguesía la explosiva situación social creada por la crisis
capitalista? ¿Cuál es su ‘política social’, qué viabilidad tiene y qué perspectivas plantea a los
trabajadores?
La seguridad social deja de ser una cobertura que forma parte del valor de la fuerza de trabajo,
para convertirse en la contraprestación monetaria de un nuevo trabajo. Como reconoce el
Financial Times, las reformas a la seguridad social en curso en la mayoría de los países
significan "una revisión del contrato según el cual el Estado debe velar por aquellos que
atraviesan malas épocas" (31). De esta manera, la burguesía busca atenuar el desempleo por
medio de una más pronunciada caída de los salarios y de una más inflexible precarización del
empleo.
Donde estas ‘reformas’ llegaron más lejos es en los Estados Unidos. Clinton —que fue
apoyado por la burocracia sindical de la AFL-CIO con la excusa de ‘defender la seguridad
social’— anunció una serie de ‘reformas’ que, según sus propias palabras, "terminan con la
seguridad social tal como la hemos conocido hasta el presente".
Las ‘reformas’ establecidas por Clinton ponen fin a la garantía federal a la seguridad social, que
fue transferida a los Estados, los que a su vez la transfirieron a los condados (municipios). Ya
se sabe, tal ‘descentralización’ es sinónimo de desfinanciamiento. Además, se estableció un
plazo máximo en que cada trabajador podrá gozar de los beneficios de la seguridad social: dos
años continuados y cinco en el curso de toda su vida. Finalmente, se impusieron restricciones
‘globales’: en el plazo de dos años, el 25% de los beneficiarios de la seguridad social deberán
estar empleados; dos años después, el 75% de los hogares que reciban asistencia social
deberán tener al menos un miembro ocupado (32).
Los Estados y municipios, por su parte, establecieron sus propias restricciones, en muchos
casos todavía más duras que las del gobierno federal y endurecieron las condiciones de
‘elegibilidad’ (ingreso) y los controles para evitar los ‘fraudes’.
Los 700.000 beneficiarios del seguro social del Estado de California, por ejemplo, deberán
trabajar por lo menos 32 horas semanales para no perder sus beneficios. El Estado subsidiará
a los empleadores que los contraten y los que no consigan empleo deberán realizar
obligatoriamente ‘trabajos comunitarios’ (33).
En Nueva York, los beneficiarios deben integrarse a los ‘grupos de trabajo’ del municipio (para
limpiar plazas u otras tareas) e inscribirse en ‘clubes de empleo’ a los que las empresas de la
ciudad van a reclutar trabajadores. El beneficiario que se niegue a trabajar para la
municipalidad o que rechace una oferta laboral de una empresa a través de un ‘club de empleo’
(no importa lo irrisorio del salario que se le ofrezca o lo penoso de la tarea a desarrollar), pierde
automáticamente sus beneficios. Quienes trabajan para la ciudad cobran 68 dólares por
quincena por una tarea de 20 horas semanales, es decir a razón de 1,70 dólares la hora, ¡la
tercera parte de lo que se paga por los empleos peor remunerados! No extraña, entonces, que
los condenados a trabajos forzosos neoyorquinos califiquen al ‘programa laboral’ del municipio
como "un trabajo de esclavos" (34).
Como resultado de estas ‘reformas’, en los dos primeros años de aplicación, el número de
beneficiarios de la seguridad social se redujo, a escala nacional, en un 30%: más de tres
millones de personas perdieron sus beneficios en los últimos tres años, lo que explica que el
número de personas que viven por debajo del nivel de pobreza sea hoy mayor que en 1988. En
algunos Estados, esta reducción llegó al 50% (35).
"Competencia brutal"
En mayo de 1999, todos los beneficiarios de la seguridad social deberán tener un empleo. Así,
la seguridad social se convierte en el ‘ejército de reserva’ de los empleos mal pagos, que
constituyen una proporción creciente de la fuerza laboral norteamericana.
Las dos terceras partes de los norteamericanos que viven por debajo del nivel de pobreza
tienen como único ingreso el salario de un ‘empleo-basura’. La obligación de trabajar que se
impone a la otra tercera parte de los norteamericanos que se encuentran por debajo del nivel
de pobreza, equivale a una ampliación del 50% de la oferta laboral para los empleos menos
calificados. Por eso, se desató "una competencia brutal por los peores empleos" (36). Ya se
anuncia que como consecuencia de esta competencia, se intensificará el reemplazo de
trabajadores de tiempo completo por ‘part-timers’, y de ‘buenos empleos’ (con seguro médico y
beneficios jubilatorios) por ‘empleos basura’, se reducirán todavía más los salarios más bajos (y
luego, los otros) y aumentarán la precarización y la flexibilización.
El núcleo de la seguridad social norteamericana es la ayuda financiera a los padres con niños
pequeños. En la inmensa mayoría de los casos, los beneficiarios de la seguridad social son las
‘familias de un sólo padre’, es decir las madres solteras, viudas o divorciadas. La ‘reforma’
constituye, por lo tanto, un golpe demoledor para la mujer trabajadora, el estrato más explotado
de la clase obrera norteamericana.
La ‘reforma’ implica un fenomenal subsidio para los capitalistas porque el Estado subsidiará
directamente a las empresas que contraten a beneficiarios de la seguridad social y porque una
parte de los ingresos que reciban esos trabajadores serán pagados por el Estado bajo el rótulo
de ‘seguridad social’.
El subsidio es mucho más vasto todavía. "Tradicionalmente las compañías no querían tomar
beneficiarios de la seguridad social por sus bajos conocimientos y productividad (…) Pero ante
la actual tirantez del mercado laboral, las compañías tienen que tomar lo que una vez
rechazaron" (37). Para atraer a esos trabajadores, deberían ofrecerles salarios superiores a los
ingresos de la seguridad social y beneficios más atractivos; al hacerlo, empujarían hacia arriba
toda la pirámide salarial. Al subsidiar lo que de cualquier manera las empresas están obligadas
a hacer (y con mayores beneficios para los trabajadores ocupados y desocupados), la ‘reforma’
de Clinton amplía la oferta de trabajo para impedir el aumento general de salarios que debería
ocurrir como consecuencia del ‘libre juego de la oferta y la demanda’ entre obreros y patrones.
Convirtiendo la asistencia social en un salario, la ‘reforma’ clintoniana pretende reducir los
salarios al nivel de la asistencia social.
Las perspectivas que abre la ‘reforma’ de la seguridad social norteamericana son explosivas.
Los alcaldes (intendentes) de las principales ciudades advierten que no se podrán crear
suficientes puestos de trabajo para que todos los beneficiarios de la seguridad social consigan
un empleo. Una masa de millones de hombres y mujeres, en todo el país, perderá entonces
sus beneficios: por eso, anticipan que "la reforma puede empujar a los pobres de la seguridad
social a la miseria" (38) Esto ya ocurre: en la ciudad de Milwaukee, una de las pioneras en la
‘reforma’, el número de ‘sin techo’ aumentó significativamente desde que cambiaron las leyes
(39).
Los que consigan un empleo perderán la cobertura médica, ya que tan sólo el 27% de los
empleos de bajos salarios tienen planes de salud para sus empleados. Y aunque sigan
percibiendo el subsidio para los gastos de salud de los niños, este subsidio no cubre las
necesidades mínimas en las dos terceras partes de las ciudades (40).
"En el verano de 1999 —advierten los alcaldes— por primera vez desde la Gran Depresión (de
1929), habrá grandes masas de norteamericanos en las grandes ciudades sin ningún tipo de
pago en efectivo". En otras palabras, la ‘reforma’ convierte a las grandes ciudades —donde
reside el 95% de los beneficiarios— en gigantescos barriles de ‘pólvora social’ .
La "verdadera prueba", advierte el ya citado John Gray, vendrá con la próxima recesión,
cuando las empresas comiencen a despedir en masa y los desocupados no reciban ningún
beneficio social porque no trabajan, y cuando los Estados y municipios comiencen a recortar
los gastos. Entonces se desatará "una carrera hacia la miseria" (41) en una escala nunca vista
en los Estados Unidos en los últimos sesenta años.
En Suecia se estableció un límite de tres años para el seguro social. En Dinamarca, para
"aumentar la oferta de trabajo", se endurecieron las condiciones de ‘elegibilidad’ para la
seguridad social y se establecieron plazos más cortos de beneficios (45). En Europa
continental, la aplicación del ‘modelo americano’ sigue una vía más perversa, la "segmentación
de la fuerza de trabajo": los trabajadores ya ocupados gozan de los antiguos beneficios, pero
los nuevos (‘part-timers’, precarizados, tercerizados) no los tienen … mientras se promueve
activamente el reemplazo de un grupo de trabajadores por otro. En Argentina, los ‘planes
Trabajar’, los ‘planes Duhalde’ y los subsidios del decreto 2128 de Neuquén forman parte de
esta tendencia mundial.
Donde más lejos llegó la ‘reforma’ de la seguridad social según el ‘modelo americano’ es en
Gran Bretaña, de la mano del ‘New Labour’ de Tony Blair. Blair acusa a la seguridad social, de
crear "una cultura de dependencia del gobierno" y "una clase de desocupados". Según sus
propias palabras, una de las piedras angulares de la política laborista será "sacar a la gente de
la seguridad social" (46) obligándola a trabajar bajo la amenaza de perder sus beneficios.
El principal instrumento de la ‘reforma’ de Blair es el llamado ‘New Deal’ (‘Nuevo Contrato’) que
establece un subsidio a los capitalistas de cien dólares semanales (además de 1.250 dólares
por única vez) por cada beneficiario de la seguridad menor de 24 años que contraten por un
plazo de seis meses. El joven está obligado a aceptar cualquier oferta de empleo; si no lo hace
pierde el 40% de sus ya miserables beneficios sociales. Si no obtiene un empleo en una
empresa privada, está obligado a trabajar en un ‘programa de trabajo comunitario’ o en una
‘fuerza de tareas ambiental’. Si lo hace, recibirá un ‘premio’ de 22 dólares semanales, a razón
de poco más de un dólar la hora, la cuarta parte de los salarios más bajos que se pagan en
Gran Bretaña. Si se niega a trabajar por este salario de miseria, pierde el 40% de sus
beneficios. Se entiende, entonces, que los ‘beneficiarios’ de la seguridad social británica
definan este ‘New Deal’ con las mismas palabras que usan los ‘beneficarios’ de la seguridad
social neoyorquina: "trabajo esclavo" (48).
El programa laborista será financiado por un impuesto único a los beneficios extraordinarios de
las empresas privatizadas, el llamado ‘windfall tax’. Pese a que Blair le mete la mano en el
bolsillo a estos monopolios por más de 8.000 millones de dólares, la prensa patronal y
conservadora británica se regocija de que "el laborismo funciona" (49). Esto ocurre no sólo
porque "el windfall tax fue más ‘rosado’ de lo que se esperaba" y la contribución de cada
empresa privatizada alcanza apenas al 25% de lo originalmente estimado (50), sino también
porque el laborismo bajó los impuestos a las ganancias de las grandes corporaciones (que son,
ahora, los más bajos de Europa) y mantuvo el ‘modelo’ del presupuesto conservador. Hay,
además, una razón adicional: al igual que los conservadores, "el objetivo del gobierno
(laborista) es reducir los gastos de la seguridad social, (pero) el gobierno de Blair será capaz de
llevar adelante reformas que eran políticamente imposibles para los conservadores (por la
resistencia de las masas)" (51). En otras palabras, la burguesía británica ve en el gobierno
laborista —que como el de Clinton goza de la confianza y el apoyo de la burocracia sindical—
una oportunidad histórica para destruir la seguridad social.
Además del ‘New Deal’ —es decir, los ‘planes Trabajar’ privados— Blair impulsa otras
‘reformas’ igualmente antiobreras. Con la excusa de ‘impulsar el retorno de la mujer al trabajo’,
ha forzado a los ‘padres solos’ (en su inmensa mayoría, madres solteras o separadas) a
encontrar un empleo en un plazo perentorio bajo la amenaza de perder sus beneficios sociales.
Se trata de un ataque brutal para varios cientos de miles de madres trabajadoras —a las que
obliga a competir brutalmente por un empleo mal pago y precarizado. Blair también puso ‘en
revisión’ la ayuda social a los niños y a los discapacitados y suprimió la asistencia a los
mayores de 16 años. El próximo paso será la revisión de los beneficios jubilatorios.
"Como las compañías no tienen que mantener las contrataciones por más de seis meses, no
hay seguridad que esa gente mantenga sus empleos una vez que los subsidios terminen" (52).
El antecedente de los múltiples planes similares que fracasaron en Europa lo confirma: un
empresario francés confiesa que "algunos se benefician con cinismo de las innumerables
primas gubernamentales al empleo. Contratan desocupados y embolsan la prima
correspondiente; luego los despiden y contratan a otros para embolsar nuevas primas" (53).
Apenas el 8% de los que participan en los ‘programas de trabajo comunitarios’ logran entrar a
la ‘fuerza de trabajo real’ (54).
Además está la cuestión del presupuesto. En estos primeros meses, el gobierno laborista tiene
la recaudación del ‘windfall tax’. Pero cuando esos fondos se hayan ido totalmente a los
bolsillos de los capitalistas, ¿quién pondrá el dinero para que siga funcionando?
El recorte de los beneficios sociales para las madres solas produjo la primera crisis dentro del
partido laborista (61 diputados se negaron a votarla y renunció un viceministro) y el primer
choque del gobierno con los sindicatos. Las organizaciones sociales, en forma unánime,
acusaron a Blair de "seguir una política conservadora". En la conferencia de las mujeres de
Unison (el mayor sindicato británico, que representa a casi un millón de mujeres que trabajan
en empleos sin calificación en los hospitales y en los consejos locales), fueron muy aplaudidas
las delegadas que denunciaron "la traición de Blair" por "su sistemático ataque a los más
pobres y a los más vulnerables de nuestra sociedad" (55).
La cuestión de la seguridad social será, sin dudas, uno de los campos de batalla más ásperos
de la lucha de clases y del enfrentamiento entre el gobierno laborista y los millones de
trabajadores que lo votaron.
El gran desarrollo de la seguridad social llega con la crisis del 29 y la segunda posguerra. En
los Estados Unidos, como consecuencia de la vasta agitación obrera que provocó el desempleo
de masas que siguió a la crisis de 1929, se aprobó en 1935 un vasto plan de seguridad social
que proveyó seguros de vida, de salud y pensiones para la mayoría de los obreros
norteamericanos. En Europa, a fines de la Guerra, la seguridad social cobró un enorme auge
como una herramienta fundamental de los Estados capitalistas para enfrentar la marea
revolucionaria que agitaba al continente. En este sentido, se comprende la afirmación del
profesor de la Universidad de Zurich, Jean Halperin, para quien "no parece exagerado afirmar
que la condición para la subsistencia del capitalismo es la seguridad social" (56). Pero incluso
en estas condiciones, la seguridad social fue arrancada mediante durísimas luchas obreras: el
pago de los días de enfermedad en Alemania, por ejemplo, fue impuesto luego de una gran
huelga general metalúrgica en 1956, que duró 113 días y fue la lucha más prolongada, tenaz y
combativa del proletariado de Alemania Occidental en la posguerra.
Aunque la burguesía pretendiera que al establecer el seguro para el obrero parado estaba
estableciendo, también, un ‘seguro contra la revolución’ para sí misma, nunca toleró la
seguridad social. Porque le fue impuesta por la lucha obrera y el temor a la revolución. Por este
motivo siempre intentó desnaturalizarla, traspasar la carga financiera a los trabajadores, evadir
las cotizaciones, imponer ‘reformas’ que las desfinanciaran o limitaran sus prestaciones.
La seguridad social funcionó hasta la década del 70, mientras hubo un bajo desempleo o
mientras no se hubiera jubilado la primera generación de aportantes. Es decir, funcionó
mientras no fue necesaria. Entonces, los enormes fondos acumulados por la seguridad social
—es decir, los salarios diferidos de los trabajadores— fueron utilizados como un fondo de
reserva gratuito por la clase capitalista. Cuando esos fondos fueron necesarios, como en el
caso de las jubilaciones argentinas, habían ‘desaparecido’.
Hay además otro aspecto por el cual la crisis le impone a la burguesía la liquidación de la
seguridad social. El seguro de desempleo, el seguro de accidentes o la jubilación ponen un
cierto límite a la competencia entre los trabajadores y, por lo tanto, a las rebajas salariales y a
la superexplotación que les pueden imponer los capitalistas. La crisis le exige a la burguesía
derrumbar todos los límites que se interpongan al aumento de la explotación obrera y a la
extracción de plusvalía y se ve obligada a embestir contra la seguridad social. Pero al liquidar el
seguro al desocupado, o la asistencia a la madre sola, liquida, de paso, muchas otras cosas.
Liquida la base material del reformismo, es decir la ilusión de que los trabajadores pueden
lograr una mejora progresiva y persistente de sus condiciones de vida en el cuadro del régimen
social capitalista. Y liquida, también, su propio ‘seguro contra la revolución’.
La lucha contra la destrucción de la seguridad social es una lucha contra la reducción del valor
de la fuerza de trabajo por el capital. Por lo tanto, está indisolublemente ligada a todas las
reivindicaciones que se derivan de esta lucha: el reparto de las horas de trabajo sin afectar los
salarios; la expropiación bajo control obrero de las empresas que cierren o despidan; el control
obrero de la seguridad social, financiada exclusivamente por la clase capitalista; la defensa de
los convenios y la liquidación de la flexibilización y la precarización; la apertura de los libros y la
abolición del secreto comercial y bancario. Se trata de reivindicaciones elementales para los
explotados pero incompatibles con la continuidad de la dominación social de la burguesía. En el
cuadro de la descomposición capitalista, la defensa de las posiciones conquistadas por el
proletariado sólo es posible mediante una lucha, un programa y una organización
revolucionarias.
El gobierno de la ‘izquierda plural’ francesa (PS, PC, verdes) encabezado por Lionel Jospin
plantea una ‘política social’ diferenciada de la de Gran Bretaña y Estados Unidos: reducir la
semana laboral de 39 a 35 horas sin reducción de los salarios para terminar con la
desocupación. La oposición entre la ‘política social’ francesa y la anglo-norteamericana, sin
embargo, es apenas parcial: Jospin se propone llevar adelante el ‘plan Juppé’ de destrucción
de la seguridad social (que provocó las grandes manifestaciones obreras de diciembre de
1995) y se niega sistemáticamente a aumentar el ‘mínimo de asistencia social’ (el subsidio que
reciben los desocupados después de cumplido el plazo de cobertura del seguro de desempleo),
por lo que fue ‘felicitado’ por las organizaciones patronales por "su apertura hacia una sociedad
de trabajo y no de asistencia" (57).
La reducción de la jornada laboral sin afectar el salario no sólo fue la principal consigna
electoral del PS y de su frente con el PC y los verdes, que ganó las elecciones de junio pasado.
Es, ante todo, una consigna histórica del movimiento obrero internacional, que libró grandes
luchas para imponerla.
La reducción de la jornada laboral es una medida tendiente a promover el progreso social del
proletariado mediante la redistribución de las ganancias de la productividad producidas por el
desarrollo capitalista. La explicación popular de la jornada de 8 horas ("8 horas para el trabajo;
8 horas para el descanso; 8 horas para la educación y para la organización") es por demás
ilustrativa.
Pero no se puede pretender que la desocupación sea eliminada bajo el capitalismo por la
reducción de la jornada de trabajo. Sólo sería posible si se cumplieran al mismo tiempo dos
condiciones, ambas irrealizables bajo el capitalismo. La primera, que no hubiera posibilidad de
progreso técnico que permita ‘compensar’ mediante la elevación de la productividad y la
intensificación del trabajo la reducción de las horas trabajadas. La segunda, que la burguesía
fuera incapaz de aumentar la oferta de trabajo —mediante el fomento de la inmigración u otras
medidas— y, en consecuencia, de agudizar la competencia entre los obreros. La reducción de
la jornada nunca ha servido para terminar con la desocupación; ésta va pegada como la
sombra al propio capitalismo.
El capitalismo no puede funcionar sin una tendencia abierta o espontánea al desempleo porque
no puede prescindir de la competencia entre los trabajadores. Cuando por razones
demográficas o de otra índole, se halla cerca del ‘pleno empleo’, acelera la innovación
tecnológica —el alza de los salarios actúa como un incentivo a la introducción de tecnologías
que ahorren mano de obra— y provoca el aumento de la oferta de trabajo. "Una hipotética
eliminación definitiva de la desocupación significaría el fin del capitalismo ya que nada podría
alterar el crecimiento de los salarios y la reducción de los beneficios, salvo que los obreros
fueran sometidos a un régimen de trabajos forzados (fascismo)" (58).
La ‘ley Jospin’ no establece la semana de 35 horas sino que se limita a "invitar e incitar" a los
sindicatos y a las patronales para llegar a acuerdos de reducción del tiempo de trabajo; según
las expresiones de la ministra de Trabajo, Madame Aubry, la ley sólo pretende establecer "un
cuadro muy general" para las negociaciones. Un feroz opositor de la reducción se ve obligado a
reconocer su inocuidad: "en última instancia no tiene efecto alguno" (59), ya que la propia ley
establece que las modalidades efectivas de la semana laboral serán establecidas por otra ley, a
dictarse en 1999, "basada en la salud de la economía y en el progreso de las negociaciones
voluntarias entre los empleadores y los sindicatos". Por las dudas, el propio Jospin dejó en
claro que no impondrá la ley "contra la voluntad de las empresas" y que la ‘productividad’ y la
‘competitividad’ de los capitalistas franceses —es decir, sus beneficios— no sufrirán mella: una
combinación de restricción salarial, flexibilidad y subsidios estatales deberá más que
compensar el ‘sobrecosto’ de la reducción de la jornada legal.
Alrededor de la mitad de los trabajadores franceses están excluidos de las negociaciones por
las 35 horas: los contratados, los precarizados y los trabajadores de tiempo parcial (alrededor
del 20% de la fuerza laboral); los trabajadores de ciertas profesiones; y los que trabajan en
empresas de menos de 20 empleados, que ocupan a un tercio de los trabajadores (para estos
últimos, las 35 horas llegarían recién en el 2.002).
El proyecto no prohibe los despidos, el contrato de ‘part-timers’ o precarizados ni, tampoco, que
sigan imponiendo, en los hechos, la semana de 39 horas.
Finalmente, la ley establece subsidios de 14.000 francos (unos 2.800 dólares) por cada
empleado para aquellas empresas que reduzcan la semana a 35 horas y que incorporen, al
menos, 6% más de trabajadores. Como el aumento proporcional de trabajadores necesario
para obtener el subsidio es inferior a la reducción proporcional de las horas trabajadas, está
implícito que la ‘diferencia’ será cubierta con los aumentos en la ‘productividad’
(superexplotación).
La ‘ley Jospin’, que según el PC francés es "la gran conquista social de fin de siglo (que abre)
una primavera económica y social" (65) no pasa de ser una operación cosmética, casi
publicitaria.
Keynesianismo
La maniobra de la ‘izquierda plural’ francesa no servirá para reducir la desocupación pero sirve,
al menos, para clarificar la raíz de su política. La política que subyace detrás de las 35 horas es
que una menor jornada laboral combinada con el mantenimiento del salario provocaría un
aumento permanente de la demanda, que fomentaría a su vez la acumulación del capital y se
convertiría, de esta manera, en la vía del despegue económico. Se trata de un planteo de cuño
keynesiano.
Quienes más claramente expresan esta idea son los críticos ‘izquierdistas’ que cuestionan las
‘limitaciones’ del proyecto gubernamental. Gérard Filoche, un ex inspector de trabajo y cercano
al Secretariado Unificado de la IV° Internacional, que publicó un muy documentado libro acerca
de cómo los gobiernos de la derecha y la izquierda fomentaron la desocupación, escribe
refiriéndose a las 35 horas: "Será un shock económico, sicológico, colectivo que introducirá un
relanzamiento de las cotizaciones sociales, y en consecuencia de la protección social, un
relanzamiento del poder de compra y de consumo. Será un viraje, una reversión de las
tendencias (…) Se instaurará una dinámica que permitirá la salida de la espiral recesiva y
creará ella misma empleos. Los nuevos salarios, las nuevas cotizaciones sociales, la
transformación del dinero pasivo destinado a contener el desempleo en dinero activo, todo esto
creará una corriente de aire, nuevas necesidades" (66). Salta a la vista que Filoche comparte la
ilusión, muy difundida, de que la redistribución de los ingresos y el fortalecimiento de la
demanda de los asalariados, sin alterar el régimen de explotación social, son la vía para
resolver la crisis capitalista.
El planteamiento keynesiano —la pretensión de inducir la acumulación del capital por la vía de
la demanda— fracasó en el pasado y volverá a fracasar. La ‘experiencia keynesiana’ no sacó a
la economía norteamericana de la depresión del 29 (recién con la Guerra se recuperaron los
niveles de producción y empleo anteriores a la crisis) y funcionó ilusoriamente entre 1950 y
1970 cuando fueron el crecimiento de la economía y la acumulación del capital los que
impulsaron la demanda (‘sobreinflada’ por el gasto público). A partir de la década del 70,
cuando la economía se estanca y la acumulación de capital encuentra límites en sus propias
contradicciones, el ‘experimento keynesiano’ se hunde en medio de déficits presupuestarios
monumentales, estallidos inflacionarios y derrumbe de las monedas.
La acumulación del capital es la fuerza motriz de la economía capitalista; es ella la que debe
crear la demanda, no a la inversa. Al no alterar las relaciones entre la plusvalía extraída a los
trabajadores y las masas de capital variable y constante involucrados en el proceso de la
producción, el aumento de la demanda no puede elevar la tasa de beneficio capitalista y, en
consecuencia, no puede relanzar la acumulación. Precisamente porque la ‘experiencia
keynesiana’ fracasó, la ‘política social’ dominante en la burguesía no ‘infla’ la demanda sino que
se esfuerza por reducir los salarios (reducción del capital variable), incrementar la
superexplotación del trabajador (elevación de la plusvalía) y subvencionar al capital.
Por su naturaleza burguesa, la ’política social’ de la ‘izquierda plural’ francesa está condenada
al fracaso.
No menos notoria es la falta de realismo de sus ‘oposiciones’ (y aún de los ‘opositores’ de esos
‘opositores’), que plantean políticas ‘distribucionistas’ y de defensa del ‘statu quo’ de la
seguridad social, es decir de la transformación del proletariado desocupado en un
lumpenproletariado que vive de la asistencia social.
Las políticas de las direcciones ‘oficiales’ y de sus ‘oposiciones’ tienen un punto esencial de
acuerdo: su negativa a levantar una política anticapitalista, sin la cual no existe la menor
posibilidad de luchar contra el desempleo masivo.
La consigna de "trabajo para todos, reparto inmediato de las horas de trabajo entre todos los
trabajadores sin afectar el salario", simple y elemental para cualquier trabajador que no esté
dispuesto a dejarse aplastar por la barbarie capitalista, es incompatible con la dominación de la
burguesía.
El grado que alcanzó el desempleo es la manifestación más elocuente de que las fuerzas
productivas de la humanidad y la productividad del trabajo humano alcanzaron un grado tan
alto de desarrollo que ya no pueden coexistir con la organización capitalista de la sociedad sin
producir una catástrofe permanente. Para poder emplear a las decenas de millones de
desocupados y subocupados y poner en funcionamiento el potencial productivo acumulado por
el trabajo social de la humanidad, es imprescindible liberar a las fuerzas productivas de la
obligación de producir un beneficio privado. O, en otras palabras, es necesario liberar a la
principal fuerza productiva —la clase obrera— de la esclavitud asalariada.
Las reivindicaciones de transición y la lucha por la conquista del poder político: ésa es la
’política social’ del proletariado.
1. Los integrantes del G-7 son Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Japón e Italia.
3. "(La desocupación) creció un 50% durante los dos años y medio iniciales del ‘plan’ (Cavallo), que todos califican como ‘expansivos’. El
‘enfriamiento’ productivo aceleró el ritmo del desempleo pero no su dirección fundamental: la desocupación creció sistemáticamente, con
independencia de las alternativas del ciclo económico". Luis Oviedo, "Cuatro millones de desocupados", en En Defensa del Marxismo, n° 7,
julio de 1995.
5. El Cronista, 23/9/97.
6. Le Monde Diplomatique, abril de 1998.
9. Se refiere a la prohibición de elaboración y venta de bebidas alcohólicas, vigente entre 1920 y 1933.
11. Carlos Marx - Federico Engels, El Manifiesto Comunista, Editorial Anteo, Buenos Aires, 1986.
13. John Eatwell, "El desempleo a escala mundial", en Ciudad Futura, 9/12/96.
14. Pablo Heller, "El fin del trabajo, de Jeremy Rifkin"; en En Defensa del Marxismo, n° 18, octubre de 1997.
19. Karl Kautsky, La doctrina económica de Carlos Marx, El Yunque, Buenos Aires, 1973.
30. Carlos Marx - Federico Engels, El Manifiesto Comunista, Editorial Anteo, Buenos Aires, 1986.
40. Idem.
56. Citado por Julio N. Magri en "¿Quiebra de la seguridad social o bancarrota del capitalismo?", En Defensa del Marxismo, n° 5, abril de
1996.
58. Luis Oviedo, "Una desocupación en masa catastrófica"; en En Defensa del Marxismo, n° 13, julio de 1996.
66. Gérard Filoche, Pour en finir avec le chômage de masse, La Découverte, Paris, 1996.
67. "Argentina: el carácter de la nueva etapa", en En Defensa del Marxismo, n° 19, febrero-abril de 1998.