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EDM 20 - Mayo 98

La crisis capitalista
y la ‘política social’
de la burguesía
Luis Oviedo

En la década del 70 terminó lo que algunos economistas califican como ‘la edad de oro’ del
capitalismo, caracterizada por bajos niveles de desempleo y por un rápido crecimiento del
comercio internacional y de la productividad. A partir de aquí, sin embargo, se produce un
violento cambio de tendencias: el producto y la productividad comienzan a crecer a tasas cada
vez menores y aparece un desempleo de masas, de larga duración. De manera cada vez más
aguda, los trabajadores enfrentan la pesadilla de la desocupación permanente y de una
regresión sin precedentes en sus condiciones de trabajo, de salario, de duración de la jornada,
de flexibilidad, de cobertura social, de protección infantil, de indemnización y la pauperización
lisa y llana.

Desempleo

Entre 1964 y 1992, el desempleo se multiplicó por ocho en la antigua Alemania Federal; por
cuatro en Francia; se triplicó en Gran Bretaña; y se duplicó en el resto de los países del G-7 (1).
La desocupación creció con independencia del ciclo económico. "Actualmente, el desempleo
en Gran Bretaña es el doble del existente veinte años atrás, cuando la economía se encontraba
en la misma etapa del ciclo" (2). La misma situación se reproduce en cada una de las potencias
imperialistas y también en los países atrasados como Argentina (3).

Al mismo tiempo que crece el número total de desempleados, se alarga el tiempo en que cada
trabajador permanece sin empleo. En los Estados Unidos, por ejemplo, los desempleados que
pasan más de 26 semanas sin conseguir un empleo pasaron del 4% (en 1969) al 15% (en
1996), "una tasa inusualmente alta en una fase del ciclo en la que el desempleo cayó
abruptamente" (4).

Hoy, el desempleo en Europa continental supera el 11% de la población activa, un promedio


que oculta cifras catastróficas. España tiene una tasa de desocupación del 25%. El desempleo
entre los jóvenes y entre las mujeres triplica en todos los países los promedios nacionales.
Existen verdaderas ‘zonas siniestradas’ —el País Vasco en España, las regiones de Lorraine o
Marsella en Francia, el este de Alemania o los alrededores de Bruselas, en Bélgica, Liverpool o
Glasgow en Gran Bretaña— donde el desempleo casi duplica los promedios nacionales para
todas las capas de trabajadores.

Unos pocos países, Gran Bretaña, Holanda y Estados Unidos, presentan tasas cercanas al 6%.
Se atribuye este ‘éxito’ a la extrema flexibilidad de sus leyes laborales y a la caída de los
salarios. La verdad está en otro lado.

La razón del bajo desempleo británico es, simplemente, que las estadísticas son falsas. El
Financial Times sostiene que "las cifras oficiales carecen de credibilidad" y el Banco HSBC
"estima que lejos de la última cifra oficial de julio (5,5%), el verdadero número de
desempleados británicos es del 14%". En un esfuerzo consciente por enmascarar los
verdaderos alcances del desempleo, el gobierno conservador "hizo cambiar 32 veces" el
método del cálculo de desocupados. El que rige actualmente "excluye a muchos menores de
18 años, a mujeres cuya pareja recibe subsidios, a mujeres que agotaron sus contribuciones, a
hombres mayores de 60 años, a aquellos que dejaron su trabajo voluntariamente, a los que
reciben pagos por invalidez o vejez y sigue una lista interminable" (5). Según la metodología de
la OIT, el registro oficial de 1,7 millones de desempleados de abril de 1996 debería elevarse a
2,26 millones; si se incluyera a todos los que quieren empleo, el verdadero total sería de 4,3
millones, más del 15%.

El falseamiento de las estadísticas es también la causa del ‘bajo desempleo’ holandés. "En
Holanda no se registra oficialmente más que un 6% de desocupados (…) gracias a una
acepción particularmente extensiva de la noción de invalidez que permite dejar de lado a las
casi 800.000 personas juzgadas ‘ineptas’ y de las cuales una buena parte, si no la mayoría, son
efectivamente desocupados disfrazados. Según la propia OCDE (Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico), sin esta jugarreta, el porcentaje real de desocupados
alcanzaría el 20%" (6).

En cuanto a los Estados Unidos, según el profesor John Gray, de la London School of
Economics, "la pretensión de que se ha alcanzado el pleno empleo es cuestionable. Oculta que
hay más de un millón y medio de personas tras las rejas que, de otra manera, estarían
buscando trabajo. Estados Unidos encarcela cuatro veces más ciudadanos que Gran Bretaña,
seis veces más que otros países europeos y catorce veces más que Japón" (7). En los últimos
años, la población carcelaria norteamericana se ha más que duplicado, pasando de 750.000 a
1.700.000 personas, la inmensa mayoría por ‘pequeños crímenes’ contra la propiedad. Según
un observador, los trabajadores norteamericanos poco calificados, en especial los negros y
latinos, "enfrentan la disyuntiva de encontrar un empleo o pasar a engrosar la mayor población
carcelaria del mundo" (8).

Gray caracteriza a este "encarcelamiento de masas" como "el mayor experimento social en los
Estados Unidos desde la Prohibición (9)", es decir como una política consciente y deliberada
para aterrorizar a los trabajadores menos calificados, encarcelar a los desocupados y
‘militarizar’ el Estado (10). Si se tomara en cuenta el número de prisioneros, el ‘pleno empleo’
norteamericano luciría menos ‘impresionante’: con 8 millones de desocupados, la tasa de
desempleo alcanzaría al 10%.

¿Desempleo tecnológico?

Los economistas vulgares responsabilizan al progreso técnico —que ahorra mano de obra— y
a la competencia del trabajo barato del Asia, por el imparable crecimiento del desempleo. La
desocupación de masas no obedecería, según estas ‘explicaciones’, a una causa social sino a
una impersonal razón ‘tecnológico-comercial’. Curiosamente, la ‘solución’ que plantean sí tiene
un contenido social preciso: la liquidación de las conquistas sociales que el movimiento obrero
conquistó en décadas de lucha.

El progreso tecnológico reaparece como una tendencia bajo el capitalismo, un régimen de


producción que —ya señalaban Marx y Engels— "no puede existir sino a condición de
revolucionar incesantemente los medios de producción y, por consiguiente las relaciones de
producción, y con ello todas las relaciones sociales" (11). Ni la primera ‘revolución industrial’ (la
aplicación de la fuerza del vapor a la producción, a fines del siglo XVIII) ni la ‘segunda’ (la
aplicación industrial de la química, la electricidad y el petróleo, a fines del siglo XIX) crearon
una masa de desocupados permanentes. Al contrario, ampliaron la masa de obreros ocupados
en todo el planeta; esto porque el capitalismo se encontraba entonces en una fase de ascenso
y pudo —ampliando la escala de producción, conquistando nuevos mercados, abriendo nuevas
ramas productivas— absorber la mano de obra que había sido dejada ‘sobrante’ por la
aplicación de la nueva tecnología.

En la actualidad ocurre lo contrario. Hasta 1970, según la OCDE, "la relación entre las
ganancias de productividad y el empleo era positiva" (es decir que el incremento de la
productividad provocaba un crecimiento del empleo), pero "desde fines de los 70, (esta
relación) se vuelve negativa" (12). La sobreproducción de mercancías —y de los capitales que
las producen— impiden al capitalismo absorber la mano de obra puesta en excedencia por el
cambio tecnológico. Se trata de una limitación social, que es puesta en evidencia por las
necesidades insatisfechas de millones de seres humanos en todo el planeta. Pero bajo el
capitalismo, la producción es, antes que nada, el soporte del proceso de valorización del
capital; no es la tecnología considerada aisladamente (producción de valores de uso) sino la
valorización del capital la que domina el proceso de la producción. La cuestión de la
‘tecnología’ se reduce, de esta manera, a la del régimen social.

Muchos cuestionan incluso, el carácter de ese progreso tecnológico en los últimos años. Según
el economista John Eatwell, "cualesquiera hayan sido los efectos del cambio tecnológico en la
composición del empleo, no hay pruebas de que el aumento del desempleo en los países del
G-7 obedezca a la velocidad del cambio tecnológico. Si así fuera, entre 1980 y 1990 habría
habido una aceleración del aumento de la productividad (ya que las nuevas técnicas reducen
drásticamente el insumo de mano de obra por unidad de volumen de producción). En realidad,
sucedió lo contrario: hubo un brusco retardo del aumento de la productividad" (13).
Efectivamente, comparando los períodos 1961/70 y 1981/90, las tasas de crecimiento de la
productividad se redujeron en un 40% en Gran Bretaña y Estados Unidos, en el 50% en
Alemania y en más del 60% en Francia, Italia y Japón. La caída en la tasa de crecimiento de la
productividad se explica porque "el estancamiento económico mundial, la tendencia a la
sobreproducción y sobreacumulación de capitales (que no encuentran una colocación
redituable en la esfera productiva) tienden a colocar un freno a la innovación tecnológica, y por
sobre todo, a su aplicación en la producción" (14).

Tampoco puede achacarse el desempleo en los grandes centros imperialistas al incremento de


la participación de los países de Asia en el comercio internacional. Aunque la demanda de
importaciones del Tercer Mundo por parte de la industria manufacturera de los países del G-7
se multiplicó por diez entre 1968 y 1996, en todo este período "si se excluye el petróleo, tendió
a haber superávit comercial del G-7 respecto de los países más dinámicos del Tercer Mundo"
(15). En consecuencia, los países asiáticos ‘importaron’ más trabajo cristalizado en mercancías
de parte de los países del G-7 que el que ‘exportaron’ hacia ellos.

El efecto de los bajos salarios de Asia en el empleo de los grandes países imperialistas no
difiere del que tuvo, a fines de la década del 50, la competencia de los países europeos
meridionales. En ese período, la participación de Italia en el comercio mundial pasó del 2 al 6%
pero el desempleo en el norte de Europa no aumentó. Al contrario, en las décadas del 50 y del
60, países como Alemania y Francia ‘importaron’ varias decenas de miles de obreros
españoles, italianos, griegos y turcos para cubrir sus ‘faltantes’ de mano de obra.

La causa del desempleo de masas hay que buscarla en la tendencia al estancamiento de la


economía mundial. Entre 1964 y 1973, los países imperialistas crecieron a una tasa promedio
del 5,6%; entre 1983 y 1992, Estados Unidos creció el 1,9%, la Comunidad Económica
Europea creció al 2,4% y Japón al 3,9%. Esta tendencia declinante se agudiza: entre 1991 y
1993, los países imperialistas crecieron a una tasa inferior al 1%.

A partir de la década del 70, los ciclos de ascenso son más cortos y débiles; las recesiones
más profundas y destructivas. La razón del crecimiento del desempleo es casi obvia: "la pobre
creación de empleos … desde 1970, el empleo civil apenas se movió en Europa" (16). No es
extraño, entonces, que la OIT sostenga que "la indigencia de los resultados de años recientes
en el campo del empleo coincide con el estancamiento general de la economía mundial" (17).

Las ‘salidas’ que ensayó el capitalismo para enfrentar la sobreacumulación de capital


significaron un golpe mortal al empleo. Las fusiones (que pasaron de un valor de 20.000
millones de dólares a comienzos de la década del 80 a 800.000 millones a mediados de los 90)
tuvieron como base la destrucción de millones de puestos de trabajo. El centro de las fusiones
son las grandes empresas que despiden en masa: AT&T, 83.000 despidos; IBM, 40.000;
Nynex, 22.000; Hughes, 21.000; GTE, 17.000; Eatsman Kodak, 14.000; Bellsouth, 20.000;
Xerox, 10.000. Sólo en un año (1998) y en un Estado norteamericano (California), las fusiones
provocarán 16.000 despidos. Entre 1979 y 1992, el nivel de empleo de las 500 principales
empresas mundiales cayó de 16 a 12 millones de trabajadores.
El mero anuncio de despidos en una empresa eleva las cotizaciones de sus acciones porque
se supone que "cualquier empresa grande es capaz de hacer más dinero por el simple
expediente de despedir gente" (18).

La existencia de una masa creciente de desocupados a escala mundial es la inevitable


consecuencia de la incapacidad del capitalismo para dar una salida a la sobreproducción de
mercancías y capitales. Es un medio para restablecer la tasa de ganancia mediante la
reducción de los salarios, sea en forma directa o por medio del alargamiento y la intensificación
de la jornada de trabajo.

Precarización

"El sobrante de trabajadores debilita por medio de su competencia la fuerza de resistencia de


los trabajadores ocupados. Estos se ven obligados a someterse a un exceso de trabajo; el
exceso de trabajo engrosa, a su vez, las filas de la población obrera superflua. La
desocupación de unos determina el exceso de trabajo de otros y recíprocamente" (19).

La desocupación en masa es una cara de la moneda. La otra es la fenomenal desvalorización


de la fuerza de trabajo provocada por la masiva precarización del empleo, la flexibilización, la
reducción de los salarios directos y diferidos (jubilación, salud, indemnizaciones por accidente),
el alargamiento de las jornadas de trabajo, los ‘empleos basura’, los contratos temporarios, el
empleo de tiempo parcial (‘part-timers’) y las tercerizaciones. El punto extremo de esta
verdadera barbarización de las ‘relaciones laborales’ lo constituyen las ‘maquiladoras’ y las
‘zonas francas’ que proliferan en los países atrasados de América y Asia (pero también en
algunos países europeos como Turquía), donde los trabajadores son sometidos a un verdadero
"trabajo esclavo" (20), y el resurgimiento de la esclavitud lisa y llana en Africa y América latina.

El aumento fenomenal de la explotación obrera es la principal ‘respuesta’ de la burguesía a la


crisis capitalista. Se argumenta que las ‘nuevas modalidades de contratación’ son necesarias
para adaptar el trabajo a las nuevas tecnologías. ¡Pero ningún progreso técnico requiere que
los trabajadores puedan ser despedidos sin indemnización, que se reduzcan sus salarios, que
se liquiden las indemnizaciones por accidente o que deban trabajar sin relación de
dependencia o cobertura de salud! La imperiosa necesidad de acelerar la valorización de
capitales amenazados por la sobreacumulación y la necesidad de compensar la caída de la
tasa de beneficios provocada también por la sobreacumulación de capital es la ‘fuerza ciega’
que presiona a la desvalorización del trabajo asalariado.

El 35% de la fuerza laboral europea está precarizada (en algunos países, como Holanda, llega
al 50%). Esta proporción crece aceleradamente porque la economía sólo crea ‘empleos-
basura’: tres de cada cuatro nuevos puestos de trabajo en Francia, y nueve de cada diez en
España, son precarios.

En Estados Unidos, un tercio de los trabajadores de la construcción y el comercio son ‘part-


timers’. El número de estos trabajadores es tan grande que la Monthly Labor Review estima
que si se calculara el número de obreros de jornada completa reemplazados por esa masa de
‘part-timers’, el índice de desocupación saltaría del 5 al 10% (21). Las agencias de empleos
temporarios pasaron de 400.000 trabajadores (a fines de 1982) a 2.100.000 (en 1995); una de
ellas es el mayor empleador norteamericano.

El reemplazo de los ‘buenos empleos’ por los precarios es tan violento que, en el curso de la
actual ‘recuperación’, fueron despedidos 15.000.000 de trabajadores, la misma cifra que
durante la última recesión. Esto explica que la actual ‘recuperación’ sea la primera en la que no
creció la participación de los asalariados en el ingreso nacional.

La flexibilización y la precarización provocaron la reducción de los salarios y la extensión de la


jornada de trabajo: "la duración anual del trabajo aumentó el equivalente a un mes desde los
años 70. Según The Wall Street Journal (5 de agosto de 1996), ciertos asalariados del
automóvil trabajan 84 horas por semana para compensar la baja de sus salarios" (22). Por ese
mismo motivo, los ‘part-timers’ se ven obligados a trabajar dos y hasta tres ‘turnos’ diarios.

La precarización del empleo golpeó especialmente a los sectores más débiles de la clase
obrera, las mujeres y los niños. En Francia el 85% de los ‘part-timers’ son mujeres, "que tienen
un ingreso mensual más cercano a la asistencia que al salario" (23). El trabajo infantil ha
venido creciendo sistemáticamente hasta abarcar una masa de 250 millones de niños en todo
el planeta. Gran Bretaña "es el campeón europeo del trabajo de los niños, como lo testimonia
un abrumador informe de una comisión independiente, la Low Pay Unit: Dos millones de
jóvenes entre 6 y 15 años, de los cuales 600.000 tienen menos de 13 años, tienen un empleo
casi regular. No se trata sólo de changas sino de actividades que deberían ser normalmente
desarrolladas por adultos y que son pagadas de manera irrisoria" (24).

Como consecuencia de esta fenomenal precarización, apareció una ‘nueva pobreza’. Ya no son
los desocupados, los dependientes de la seguridad social o los ‘excluidos’ sino obreros —y
sobre todo, obreras— que trabajan 12 ó 14 horas diarias. En Estados Unidos, de los 38
millones de personas que se encuentran por debajo del ‘nivel de pobreza’, 22 millones (el 60%)
viven en hogares donde al menos uno de sus miembros trabaja (25). En Francia, 3 millones de
precarizados viven por debajo del ‘nivel de pobreza’. Algunos especialistas caracterizan a estos
‘nuevos pobres’ como una ‘casta’ (26) ya que sus hijos, que no tienen acceso a la educación y
a la salud, crecientemente privatizadas y arancelizadas, están condenados a reproducir su
misma existencia miserable.

"La progresión actual del fenómeno de la precarización —advierte el Alto Comité de la Salud
Pública en Francia— que fragiliza a sectores enteros de la población, es susceptible de
provocar una real degradación de la salud de las capas sociales más desfavorecidas y, más
allá, de toda la población" (27).Una brutal descomposición social acompaña, como la noche al
día, al crecimiento de la desocupación y la precarización: aumentan los suicidios (cuya curva
sigue fielmente las variaciones de la tasa de desempleo (28), la delincuencia juvenil, el
narcotráfico, la prostitución, la violencia contra las mujeres y los niños.

"Una economía que sólo crea ‘empleos basura’ ..." (29), la creciente masa de precarizados
obligada a realizar un trabajo casi esclavo por ‘salarios de asistencia’ y los millones que viven
de la seguridad social, traducen la completa ausencia de una perspectiva mínimamente
progresiva para las nueve décimas partes de la población mundial. Los trabajadores
norteamericanos acuñaron una frase que define la situación social de la clase obrera
precarizada: "low pay, low benefits, no future" ("bajos salarios, pocos beneficios, no hay
futuro").

Esta impasse económica y social condena la dominación de la burguesía, "porque no es capaz


de asegurar al esclavo la existencia ni siquiera dentro de un marco de esclavitud, porque se ve
obligada a dejarlo caer hasta el punto de tener que mantenerlo, en lugar de ser mantenida por
él. La sociedad ya no puede vivir bajo su dominación; lo que equivale a decir que la existencia
de la burguesía es, en lo sucesivo, incompatible con la sociedad" (30).

‘Trabajo forzoso’

¿Con qué política enfrenta la burguesía la explosiva situación social creada por la crisis
capitalista? ¿Cuál es su ‘política social’, qué viabilidad tiene y qué perspectivas plantea a los
trabajadores?

La tendencia dominante es ligar los beneficios de la seguridad social a la realización de una


‘contraprestación laboral’ obligatoria por parte de sus beneficiarios, ya sea en empresas
privadas o en programas de empleo estatal. En pocas palabras, la tendencia dominante de la
burguesía mundial es a convertir la seguridad social en ‘planes Trabajar’.

La seguridad social deja de ser una cobertura que forma parte del valor de la fuerza de trabajo,
para convertirse en la contraprestación monetaria de un nuevo trabajo. Como reconoce el
Financial Times, las reformas a la seguridad social en curso en la mayoría de los países
significan "una revisión del contrato según el cual el Estado debe velar por aquellos que
atraviesan malas épocas" (31). De esta manera, la burguesía busca atenuar el desempleo por
medio de una más pronunciada caída de los salarios y de una más inflexible precarización del
empleo.

Donde estas ‘reformas’ llegaron más lejos es en los Estados Unidos. Clinton —que fue
apoyado por la burocracia sindical de la AFL-CIO con la excusa de ‘defender la seguridad
social’— anunció una serie de ‘reformas’ que, según sus propias palabras, "terminan con la
seguridad social tal como la hemos conocido hasta el presente".

Las ‘reformas’ establecidas por Clinton ponen fin a la garantía federal a la seguridad social, que
fue transferida a los Estados, los que a su vez la transfirieron a los condados (municipios). Ya
se sabe, tal ‘descentralización’ es sinónimo de desfinanciamiento. Además, se estableció un
plazo máximo en que cada trabajador podrá gozar de los beneficios de la seguridad social: dos
años continuados y cinco en el curso de toda su vida. Finalmente, se impusieron restricciones
‘globales’: en el plazo de dos años, el 25% de los beneficiarios de la seguridad social deberán
estar empleados; dos años después, el 75% de los hogares que reciban asistencia social
deberán tener al menos un miembro ocupado (32).

Los Estados y municipios, por su parte, establecieron sus propias restricciones, en muchos
casos todavía más duras que las del gobierno federal y endurecieron las condiciones de
‘elegibilidad’ (ingreso) y los controles para evitar los ‘fraudes’.

Los 700.000 beneficiarios del seguro social del Estado de California, por ejemplo, deberán
trabajar por lo menos 32 horas semanales para no perder sus beneficios. El Estado subsidiará
a los empleadores que los contraten y los que no consigan empleo deberán realizar
obligatoriamente ‘trabajos comunitarios’ (33).

En Nueva York, los beneficiarios deben integrarse a los ‘grupos de trabajo’ del municipio (para
limpiar plazas u otras tareas) e inscribirse en ‘clubes de empleo’ a los que las empresas de la
ciudad van a reclutar trabajadores. El beneficiario que se niegue a trabajar para la
municipalidad o que rechace una oferta laboral de una empresa a través de un ‘club de empleo’
(no importa lo irrisorio del salario que se le ofrezca o lo penoso de la tarea a desarrollar), pierde
automáticamente sus beneficios. Quienes trabajan para la ciudad cobran 68 dólares por
quincena por una tarea de 20 horas semanales, es decir a razón de 1,70 dólares la hora, ¡la
tercera parte de lo que se paga por los empleos peor remunerados! No extraña, entonces, que
los condenados a trabajos forzosos neoyorquinos califiquen al ‘programa laboral’ del municipio
como "un trabajo de esclavos" (34).

Como resultado de estas ‘reformas’, en los dos primeros años de aplicación, el número de
beneficiarios de la seguridad social se redujo, a escala nacional, en un 30%: más de tres
millones de personas perdieron sus beneficios en los últimos tres años, lo que explica que el
número de personas que viven por debajo del nivel de pobreza sea hoy mayor que en 1988. En
algunos Estados, esta reducción llegó al 50% (35).

"Competencia brutal"

En mayo de 1999, todos los beneficiarios de la seguridad social deberán tener un empleo. Así,
la seguridad social se convierte en el ‘ejército de reserva’ de los empleos mal pagos, que
constituyen una proporción creciente de la fuerza laboral norteamericana.

Las dos terceras partes de los norteamericanos que viven por debajo del nivel de pobreza
tienen como único ingreso el salario de un ‘empleo-basura’. La obligación de trabajar que se
impone a la otra tercera parte de los norteamericanos que se encuentran por debajo del nivel
de pobreza, equivale a una ampliación del 50% de la oferta laboral para los empleos menos
calificados. Por eso, se desató "una competencia brutal por los peores empleos" (36). Ya se
anuncia que como consecuencia de esta competencia, se intensificará el reemplazo de
trabajadores de tiempo completo por ‘part-timers’, y de ‘buenos empleos’ (con seguro médico y
beneficios jubilatorios) por ‘empleos basura’, se reducirán todavía más los salarios más bajos (y
luego, los otros) y aumentarán la precarización y la flexibilización.

Como "el sobretrabajo de unos determina el desempleo de otros", el trabajo forzoso y


precarizado de los beneficiarios de la seguridad social no aliviará el desempleo; al contrario, lo
hará más agudo y penoso. El ejemplo de Nueva York es aleccionador: en la medida en que los
‘grupos de trabajo’ municipales realizan tareas que antes realizaban los trabajadores
municipales (despedidos), la única consecuencia es el reemplazo de una fracción de la fuerza
laboral por otra, menos costosa. Por eso, a pesar de las masivas contrataciones a través de los
‘clubes de empleo’, el índice de desempleo en la ciudad no bajó: continúa siendo del 9%, como
hace cuatro años.

El núcleo de la seguridad social norteamericana es la ayuda financiera a los padres con niños
pequeños. En la inmensa mayoría de los casos, los beneficiarios de la seguridad social son las
‘familias de un sólo padre’, es decir las madres solteras, viudas o divorciadas. La ‘reforma’
constituye, por lo tanto, un golpe demoledor para la mujer trabajadora, el estrato más explotado
de la clase obrera norteamericana.

La ‘reforma’ implica un fenomenal subsidio para los capitalistas porque el Estado subsidiará
directamente a las empresas que contraten a beneficiarios de la seguridad social y porque una
parte de los ingresos que reciban esos trabajadores serán pagados por el Estado bajo el rótulo
de ‘seguridad social’.

El subsidio es mucho más vasto todavía. "Tradicionalmente las compañías no querían tomar
beneficiarios de la seguridad social por sus bajos conocimientos y productividad (…) Pero ante
la actual tirantez del mercado laboral, las compañías tienen que tomar lo que una vez
rechazaron" (37). Para atraer a esos trabajadores, deberían ofrecerles salarios superiores a los
ingresos de la seguridad social y beneficios más atractivos; al hacerlo, empujarían hacia arriba
toda la pirámide salarial. Al subsidiar lo que de cualquier manera las empresas están obligadas
a hacer (y con mayores beneficios para los trabajadores ocupados y desocupados), la ‘reforma’
de Clinton amplía la oferta de trabajo para impedir el aumento general de salarios que debería
ocurrir como consecuencia del ‘libre juego de la oferta y la demanda’ entre obreros y patrones.
Convirtiendo la asistencia social en un salario, la ‘reforma’ clintoniana pretende reducir los
salarios al nivel de la asistencia social.

"El Talón de Hierro"

Las perspectivas que abre la ‘reforma’ de la seguridad social norteamericana son explosivas.

Los alcaldes (intendentes) de las principales ciudades advierten que no se podrán crear
suficientes puestos de trabajo para que todos los beneficiarios de la seguridad social consigan
un empleo. Una masa de millones de hombres y mujeres, en todo el país, perderá entonces
sus beneficios: por eso, anticipan que "la reforma puede empujar a los pobres de la seguridad
social a la miseria" (38) Esto ya ocurre: en la ciudad de Milwaukee, una de las pioneras en la
‘reforma’, el número de ‘sin techo’ aumentó significativamente desde que cambiaron las leyes
(39).

Los que consigan un empleo perderán la cobertura médica, ya que tan sólo el 27% de los
empleos de bajos salarios tienen planes de salud para sus empleados. Y aunque sigan
percibiendo el subsidio para los gastos de salud de los niños, este subsidio no cubre las
necesidades mínimas en las dos terceras partes de las ciudades (40).

"En el verano de 1999 —advierten los alcaldes— por primera vez desde la Gran Depresión (de
1929), habrá grandes masas de norteamericanos en las grandes ciudades sin ningún tipo de
pago en efectivo". En otras palabras, la ‘reforma’ convierte a las grandes ciudades —donde
reside el 95% de los beneficiarios— en gigantescos barriles de ‘pólvora social’ .
La "verdadera prueba", advierte el ya citado John Gray, vendrá con la próxima recesión,
cuando las empresas comiencen a despedir en masa y los desocupados no reciban ningún
beneficio social porque no trabajan, y cuando los Estados y municipios comiencen a recortar
los gastos. Entonces se desatará "una carrera hacia la miseria" (41) en una escala nunca vista
en los Estados Unidos en los últimos sesenta años.

Para sostener la ‘reforma’, la burguesía necesitará entonces el fortalecimiento de las leyes


represivas contra los pobres y los sindicatos, el ‘estado de sitio’ contra la juventud y el fomento
de la brutalidad e irresponsabilidad de los jueces y policías, es decir, un estado cada vez más
policial. No es por una simple casualidad que las mayores denuncias sobre brutalidades
policíacas se registren en Nueva York, la ciudad que llevó adelante "una reforma de la
seguridad social en una escala mayor que en cualquier otro lugar del país" (42). El
"experimento social" norteamericano —es decir, la combinación de altas dosis de precarización
laboral, polarización social y represión—, advierte John Gray, "es una receta para la
inestabilidad política y social" (43).

En 1907, cuando todavía no existía la seguridad social, el socialista norteamericano Jack


London escribió la novela ‘El Talón de Hierro’, alertando sobre las características del potencial
fascismo norteamericano, mucho antes de que se ‘inventara’ esa palabra. ‘El Talón de Hierro’
describe de una manera acabada la naturaleza del régimen político que se corresponde a la
‘reforma’ de la seguridad social que lanzó el ‘demócrata’ Clinton.

Una tendencia internacional

La política norteamericana de ‘reforma’ de la seguridad social tiene imitadores en todas las


latitudes. Como grafica un diario financiero, "hay una tendencia internacional a hacer que la
gente trabaje como vía para salir de la seguridad social" (44).

En Suecia se estableció un límite de tres años para el seguro social. En Dinamarca, para
"aumentar la oferta de trabajo", se endurecieron las condiciones de ‘elegibilidad’ para la
seguridad social y se establecieron plazos más cortos de beneficios (45). En Europa
continental, la aplicación del ‘modelo americano’ sigue una vía más perversa, la "segmentación
de la fuerza de trabajo": los trabajadores ya ocupados gozan de los antiguos beneficios, pero
los nuevos (‘part-timers’, precarizados, tercerizados) no los tienen … mientras se promueve
activamente el reemplazo de un grupo de trabajadores por otro. En Argentina, los ‘planes
Trabajar’, los ‘planes Duhalde’ y los subsidios del decreto 2128 de Neuquén forman parte de
esta tendencia mundial.

Donde más lejos llegó la ‘reforma’ de la seguridad social según el ‘modelo americano’ es en
Gran Bretaña, de la mano del ‘New Labour’ de Tony Blair. Blair acusa a la seguridad social, de
crear "una cultura de dependencia del gobierno" y "una clase de desocupados". Según sus
propias palabras, una de las piedras angulares de la política laborista será "sacar a la gente de
la seguridad social" (46) obligándola a trabajar bajo la amenaza de perder sus beneficios.

La afirmación de Blair es un viejo argumento de los conservadores. La seguridad social


británica es pequeña en comparación con los restantes países europeos: sobre once países de
la Comunidad Económica, Gran Bretaña ocupa el noveno lugar; sólo Italia y Portugal gastan
menos en la seguridad social. De ese pequeño presupuesto, "muy poco va a las familias, a los
niños o a los desocupados" (47). Las mayores partidas corresponden a la ayuda a los
discapacitados y a los ancianos, es decir, las franjas de trabajadores que ya no pueden volver a
integrar la fuerza de trabajo.

El principal instrumento de la ‘reforma’ de Blair es el llamado ‘New Deal’ (‘Nuevo Contrato’) que
establece un subsidio a los capitalistas de cien dólares semanales (además de 1.250 dólares
por única vez) por cada beneficiario de la seguridad menor de 24 años que contraten por un
plazo de seis meses. El joven está obligado a aceptar cualquier oferta de empleo; si no lo hace
pierde el 40% de sus ya miserables beneficios sociales. Si no obtiene un empleo en una
empresa privada, está obligado a trabajar en un ‘programa de trabajo comunitario’ o en una
‘fuerza de tareas ambiental’. Si lo hace, recibirá un ‘premio’ de 22 dólares semanales, a razón
de poco más de un dólar la hora, la cuarta parte de los salarios más bajos que se pagan en
Gran Bretaña. Si se niega a trabajar por este salario de miseria, pierde el 40% de sus
beneficios. Se entiende, entonces, que los ‘beneficiarios’ de la seguridad social británica
definan este ‘New Deal’ con las mismas palabras que usan los ‘beneficarios’ de la seguridad
social neoyorquina: "trabajo esclavo" (48).

El programa laborista será financiado por un impuesto único a los beneficios extraordinarios de
las empresas privatizadas, el llamado ‘windfall tax’. Pese a que Blair le mete la mano en el
bolsillo a estos monopolios por más de 8.000 millones de dólares, la prensa patronal y
conservadora británica se regocija de que "el laborismo funciona" (49). Esto ocurre no sólo
porque "el windfall tax fue más ‘rosado’ de lo que se esperaba" y la contribución de cada
empresa privatizada alcanza apenas al 25% de lo originalmente estimado (50), sino también
porque el laborismo bajó los impuestos a las ganancias de las grandes corporaciones (que son,
ahora, los más bajos de Europa) y mantuvo el ‘modelo’ del presupuesto conservador. Hay,
además, una razón adicional: al igual que los conservadores, "el objetivo del gobierno
(laborista) es reducir los gastos de la seguridad social, (pero) el gobierno de Blair será capaz de
llevar adelante reformas que eran políticamente imposibles para los conservadores (por la
resistencia de las masas)" (51). En otras palabras, la burguesía británica ve en el gobierno
laborista —que como el de Clinton goza de la confianza y el apoyo de la burocracia sindical—
una oportunidad histórica para destruir la seguridad social.

Además del ‘New Deal’ —es decir, los ‘planes Trabajar’ privados— Blair impulsa otras
‘reformas’ igualmente antiobreras. Con la excusa de ‘impulsar el retorno de la mujer al trabajo’,
ha forzado a los ‘padres solos’ (en su inmensa mayoría, madres solteras o separadas) a
encontrar un empleo en un plazo perentorio bajo la amenaza de perder sus beneficios sociales.
Se trata de un ataque brutal para varios cientos de miles de madres trabajadoras —a las que
obliga a competir brutalmente por un empleo mal pago y precarizado. Blair también puso ‘en
revisión’ la ayuda social a los niños y a los discapacitados y suprimió la asistencia a los
mayores de 16 años. El próximo paso será la revisión de los beneficios jubilatorios.

"Como las compañías no tienen que mantener las contrataciones por más de seis meses, no
hay seguridad que esa gente mantenga sus empleos una vez que los subsidios terminen" (52).
El antecedente de los múltiples planes similares que fracasaron en Europa lo confirma: un
empresario francés confiesa que "algunos se benefician con cinismo de las innumerables
primas gubernamentales al empleo. Contratan desocupados y embolsan la prima
correspondiente; luego los despiden y contratan a otros para embolsar nuevas primas" (53).
Apenas el 8% de los que participan en los ‘programas de trabajo comunitarios’ logran entrar a
la ‘fuerza de trabajo real’ (54).

Además está la cuestión del presupuesto. En estos primeros meses, el gobierno laborista tiene
la recaudación del ‘windfall tax’. Pero cuando esos fondos se hayan ido totalmente a los
bolsillos de los capitalistas, ¿quién pondrá el dinero para que siga funcionando?

El recorte de los beneficios sociales para las madres solas produjo la primera crisis dentro del
partido laborista (61 diputados se negaron a votarla y renunció un viceministro) y el primer
choque del gobierno con los sindicatos. Las organizaciones sociales, en forma unánime,
acusaron a Blair de "seguir una política conservadora". En la conferencia de las mujeres de
Unison (el mayor sindicato británico, que representa a casi un millón de mujeres que trabajan
en empleos sin calificación en los hospitales y en los consejos locales), fueron muy aplaudidas
las delegadas que denunciaron "la traición de Blair" por "su sistemático ataque a los más
pobres y a los más vulnerables de nuestra sociedad" (55).

La cuestión de la seguridad social será, sin dudas, uno de los campos de batalla más ásperos
de la lucha de clases y del enfrentamiento entre el gobierno laborista y los millones de
trabajadores que lo votaron.

El significado de la destrucción de la seguridad social


La seguridad social costó décadas de lucha. A fines del siglo pasado, los obreros conquistaron
en Inglaterra la primera ley de seguro de accidentes de trabajo y en los primeros años de este
siglo conquistaron una serie de leyes ampliando el seguro social a la enfermedad, la invalidez,
el desempleo y la vejez. También en los primeros años de este siglo se conquistaron las
primeras leyes de seguro social en Alemania y Francia.

El gran desarrollo de la seguridad social llega con la crisis del 29 y la segunda posguerra. En
los Estados Unidos, como consecuencia de la vasta agitación obrera que provocó el desempleo
de masas que siguió a la crisis de 1929, se aprobó en 1935 un vasto plan de seguridad social
que proveyó seguros de vida, de salud y pensiones para la mayoría de los obreros
norteamericanos. En Europa, a fines de la Guerra, la seguridad social cobró un enorme auge
como una herramienta fundamental de los Estados capitalistas para enfrentar la marea
revolucionaria que agitaba al continente. En este sentido, se comprende la afirmación del
profesor de la Universidad de Zurich, Jean Halperin, para quien "no parece exagerado afirmar
que la condición para la subsistencia del capitalismo es la seguridad social" (56). Pero incluso
en estas condiciones, la seguridad social fue arrancada mediante durísimas luchas obreras: el
pago de los días de enfermedad en Alemania, por ejemplo, fue impuesto luego de una gran
huelga general metalúrgica en 1956, que duró 113 días y fue la lucha más prolongada, tenaz y
combativa del proletariado de Alemania Occidental en la posguerra.

Aunque la burguesía pretendiera que al establecer el seguro para el obrero parado estaba
estableciendo, también, un ‘seguro contra la revolución’ para sí misma, nunca toleró la
seguridad social. Porque le fue impuesta por la lucha obrera y el temor a la revolución. Por este
motivo siempre intentó desnaturalizarla, traspasar la carga financiera a los trabajadores, evadir
las cotizaciones, imponer ‘reformas’ que las desfinanciaran o limitaran sus prestaciones.

La seguridad social funcionó hasta la década del 70, mientras hubo un bajo desempleo o
mientras no se hubiera jubilado la primera generación de aportantes. Es decir, funcionó
mientras no fue necesaria. Entonces, los enormes fondos acumulados por la seguridad social
—es decir, los salarios diferidos de los trabajadores— fueron utilizados como un fondo de
reserva gratuito por la clase capitalista. Cuando esos fondos fueron necesarios, como en el
caso de las jubilaciones argentinas, habían ‘desaparecido’.

A partir de la década del 70, el crecimiento del desempleo y de la precarización laboral y la


reducción de los salarios elevaron el número de prestaciones de la seguridad social al tiempo
que redujeron sus ingresos. La seguridad social cayó en bancarrota como consecuencia de la
crisis capitalista. A la confiscación de los aportes por los capitalistas le sigue, entonces, otra
confiscación: la liquidación de la seguridad social para que los presupuestos del Estado puedan
ser dedicados, por entero, al subsidio del capital.

Hay además otro aspecto por el cual la crisis le impone a la burguesía la liquidación de la
seguridad social. El seguro de desempleo, el seguro de accidentes o la jubilación ponen un
cierto límite a la competencia entre los trabajadores y, por lo tanto, a las rebajas salariales y a
la superexplotación que les pueden imponer los capitalistas. La crisis le exige a la burguesía
derrumbar todos los límites que se interpongan al aumento de la explotación obrera y a la
extracción de plusvalía y se ve obligada a embestir contra la seguridad social. Pero al liquidar el
seguro al desocupado, o la asistencia a la madre sola, liquida, de paso, muchas otras cosas.
Liquida la base material del reformismo, es decir la ilusión de que los trabajadores pueden
lograr una mejora progresiva y persistente de sus condiciones de vida en el cuadro del régimen
social capitalista. Y liquida, también, su propio ‘seguro contra la revolución’.

Todo esto pinta el cuadro de dislocamientos políticos y de agudización de la lucha de clases


que plantea la ‘política social’ de la burguesía.

La lucha contra la destrucción de la seguridad social es una lucha contra la reducción del valor
de la fuerza de trabajo por el capital. Por lo tanto, está indisolublemente ligada a todas las
reivindicaciones que se derivan de esta lucha: el reparto de las horas de trabajo sin afectar los
salarios; la expropiación bajo control obrero de las empresas que cierren o despidan; el control
obrero de la seguridad social, financiada exclusivamente por la clase capitalista; la defensa de
los convenios y la liquidación de la flexibilización y la precarización; la apertura de los libros y la
abolición del secreto comercial y bancario. Se trata de reivindicaciones elementales para los
explotados pero incompatibles con la continuidad de la dominación social de la burguesía. En el
cuadro de la descomposición capitalista, la defensa de las posiciones conquistadas por el
proletariado sólo es posible mediante una lucha, un programa y una organización
revolucionarias.

La ilusión de las 35 horas

El gobierno de la ‘izquierda plural’ francesa (PS, PC, verdes) encabezado por Lionel Jospin
plantea una ‘política social’ diferenciada de la de Gran Bretaña y Estados Unidos: reducir la
semana laboral de 39 a 35 horas sin reducción de los salarios para terminar con la
desocupación. La oposición entre la ‘política social’ francesa y la anglo-norteamericana, sin
embargo, es apenas parcial: Jospin se propone llevar adelante el ‘plan Juppé’ de destrucción
de la seguridad social (que provocó las grandes manifestaciones obreras de diciembre de
1995) y se niega sistemáticamente a aumentar el ‘mínimo de asistencia social’ (el subsidio que
reciben los desocupados después de cumplido el plazo de cobertura del seguro de desempleo),
por lo que fue ‘felicitado’ por las organizaciones patronales por "su apertura hacia una sociedad
de trabajo y no de asistencia" (57).

La reducción de la jornada laboral sin afectar el salario no sólo fue la principal consigna
electoral del PS y de su frente con el PC y los verdes, que ganó las elecciones de junio pasado.
Es, ante todo, una consigna histórica del movimiento obrero internacional, que libró grandes
luchas para imponerla.

En Francia, por ejemplo, hubo grandes movimientos huelguísticos por la reducción de la


jornada en 1906, en 1919, en 1936 y en 1968. En Gran Bretaña, la gran ola de huelgas de
1859 que comenzó en la construcción y se extendió a otras industrias —y que precedió a la
fundación de la Iª Internacional— reivindicó la jornada de 9 horas. La tradición histórica del 1º
de Mayo está indisolublemente ligada a la lucha internacional de la clase obrera por la jornada
de 8 horas.

La reducción de la jornada laboral es una medida tendiente a promover el progreso social del
proletariado mediante la redistribución de las ganancias de la productividad producidas por el
desarrollo capitalista. La explicación popular de la jornada de 8 horas ("8 horas para el trabajo;
8 horas para el descanso; 8 horas para la educación y para la organización") es por demás
ilustrativa.

Pero no se puede pretender que la desocupación sea eliminada bajo el capitalismo por la
reducción de la jornada de trabajo. Sólo sería posible si se cumplieran al mismo tiempo dos
condiciones, ambas irrealizables bajo el capitalismo. La primera, que no hubiera posibilidad de
progreso técnico que permita ‘compensar’ mediante la elevación de la productividad y la
intensificación del trabajo la reducción de las horas trabajadas. La segunda, que la burguesía
fuera incapaz de aumentar la oferta de trabajo —mediante el fomento de la inmigración u otras
medidas— y, en consecuencia, de agudizar la competencia entre los obreros. La reducción de
la jornada nunca ha servido para terminar con la desocupación; ésta va pegada como la
sombra al propio capitalismo.

El capitalismo no puede funcionar sin una tendencia abierta o espontánea al desempleo porque
no puede prescindir de la competencia entre los trabajadores. Cuando por razones
demográficas o de otra índole, se halla cerca del ‘pleno empleo’, acelera la innovación
tecnológica —el alza de los salarios actúa como un incentivo a la introducción de tecnologías
que ahorren mano de obra— y provoca el aumento de la oferta de trabajo. "Una hipotética
eliminación definitiva de la desocupación significaría el fin del capitalismo ya que nada podría
alterar el crecimiento de los salarios y la reducción de los beneficios, salvo que los obreros
fueran sometidos a un régimen de trabajos forzados (fascismo)" (58).
La ‘ley Jospin’ no establece la semana de 35 horas sino que se limita a "invitar e incitar" a los
sindicatos y a las patronales para llegar a acuerdos de reducción del tiempo de trabajo; según
las expresiones de la ministra de Trabajo, Madame Aubry, la ley sólo pretende establecer "un
cuadro muy general" para las negociaciones. Un feroz opositor de la reducción se ve obligado a
reconocer su inocuidad: "en última instancia no tiene efecto alguno" (59), ya que la propia ley
establece que las modalidades efectivas de la semana laboral serán establecidas por otra ley, a
dictarse en 1999, "basada en la salud de la economía y en el progreso de las negociaciones
voluntarias entre los empleadores y los sindicatos". Por las dudas, el propio Jospin dejó en
claro que no impondrá la ley "contra la voluntad de las empresas" y que la ‘productividad’ y la
‘competitividad’ de los capitalistas franceses —es decir, sus beneficios— no sufrirán mella: una
combinación de restricción salarial, flexibilidad y subsidios estatales deberá más que
compensar el ‘sobrecosto’ de la reducción de la jornada legal.

Alrededor de la mitad de los trabajadores franceses están excluidos de las negociaciones por
las 35 horas: los contratados, los precarizados y los trabajadores de tiempo parcial (alrededor
del 20% de la fuerza laboral); los trabajadores de ciertas profesiones; y los que trabajan en
empresas de menos de 20 empleados, que ocupan a un tercio de los trabajadores (para estos
últimos, las 35 horas llegarían recién en el 2.002).

El proyecto no prohibe los despidos, el contrato de ‘part-timers’ o precarizados ni, tampoco, que
sigan imponiendo, en los hechos, la semana de 39 horas.

La ley se refiere, apenas, a la duración legal de la semana; no a la real. En la actualidad, la


semana legal es de 39 horas pero el promedio de horas trabajadas es de 41; la diferencia entre
una y otra está dada por las horas extras, que en Francia se pagan al 125%. La ley mantiene
esa tasa, en lugar de aumentarla para impedir que las patronales alarguen la jornada más allá
del término legal. Al contrario, establece que el costo de las horas extras "podrá ser reducido si
la situación lo requiere (…) Incluso no está excluido que las empresas puedan mantenerse en
las 39 horas sin ningún sobrecosto a partir del 2.000" (60). ¿Qué queda en pie, entonces, de la
ley? La semana de ‘39 horas pagadas como 40’ (35 más cuatro extras) e, incluso, la semana
de ’41 horas pagadas como 42,5’ (35 más 6 extras): un aumento salarial de alrededor del 3%.

Finalmente, la ley establece subsidios de 14.000 francos (unos 2.800 dólares) por cada
empleado para aquellas empresas que reduzcan la semana a 35 horas y que incorporen, al
menos, 6% más de trabajadores. Como el aumento proporcional de trabajadores necesario
para obtener el subsidio es inferior a la reducción proporcional de las horas trabajadas, está
implícito que la ‘diferencia’ será cubierta con los aumentos en la ‘productividad’
(superexplotación).

¿Cómo reaccionó la burguesía francesa a la ley de reducción de la jornada? Las protestas


iniciales le sirvieron para que el gobierno aumentara de 9.000 a 14.000 francos el subsidio. La
burguesía, sin embargo, no ha necesitado ser muy ‘creativa’; se limitó a seguir el camino que le
planteó el gobierno. Según el propio Jospin, la clave de la ley es que "los asalariados deberán
aceptar la contrapartida de esta evolución social (…) tanto en la evolución futura de los
ingresos como en las formas de organización del trabajo" (61). Sencillito: más restricción
salarial y más flexibilización.

La ‘adaptación’ de las patronales a las 35 horas es acelerada. Crece el número de patrones


que ofrecen 35 horas a cambio de poner en cuestión todas las condiciones de trabajo. General
des Eaux ofrece las 35 horas a cambio del congelamiento de los salarios por varios años. El
comercio reclama la ‘anualización’ y exige trabajar 46 horas semanales durante 16 semanas al
año, incluidos los domingos. Lo mismo reclaman los bancos (62).

En este terreno, los sindicatos y el oficialismo se muestran ‘compresivos’. Louis Vianet,


secretario general de la ‘comunista’ CGT, declaró que, si las patronales aceptan discutir las 35
horas, la CGT está dispuesta a discutir la flexibilización (63). Más aún, la CGT —así como
también las restantes centrales sindicales— ya firmaron contratos a nivel de empresas que
establecen la ‘anualización’ (ídem). El PS, por su parte, presentó una ley que establece el
mínimo del descanso entre dos jornadas en once horas, lo que significa que está pensando en
una jornada efectiva, ‘anualizada’ o no, de trece horas (64).

La ‘ley Jospin’, que según el PC francés es "la gran conquista social de fin de siglo (que abre)
una primavera económica y social" (65) no pasa de ser una operación cosmética, casi
publicitaria.

Keynesianismo

La maniobra de la ‘izquierda plural’ francesa no servirá para reducir la desocupación pero sirve,
al menos, para clarificar la raíz de su política. La política que subyace detrás de las 35 horas es
que una menor jornada laboral combinada con el mantenimiento del salario provocaría un
aumento permanente de la demanda, que fomentaría a su vez la acumulación del capital y se
convertiría, de esta manera, en la vía del despegue económico. Se trata de un planteo de cuño
keynesiano.

Quienes más claramente expresan esta idea son los críticos ‘izquierdistas’ que cuestionan las
‘limitaciones’ del proyecto gubernamental. Gérard Filoche, un ex inspector de trabajo y cercano
al Secretariado Unificado de la IV° Internacional, que publicó un muy documentado libro acerca
de cómo los gobiernos de la derecha y la izquierda fomentaron la desocupación, escribe
refiriéndose a las 35 horas: "Será un shock económico, sicológico, colectivo que introducirá un
relanzamiento de las cotizaciones sociales, y en consecuencia de la protección social, un
relanzamiento del poder de compra y de consumo. Será un viraje, una reversión de las
tendencias (…) Se instaurará una dinámica que permitirá la salida de la espiral recesiva y
creará ella misma empleos. Los nuevos salarios, las nuevas cotizaciones sociales, la
transformación del dinero pasivo destinado a contener el desempleo en dinero activo, todo esto
creará una corriente de aire, nuevas necesidades" (66). Salta a la vista que Filoche comparte la
ilusión, muy difundida, de que la redistribución de los ingresos y el fortalecimiento de la
demanda de los asalariados, sin alterar el régimen de explotación social, son la vía para
resolver la crisis capitalista.

El planteamiento keynesiano —la pretensión de inducir la acumulación del capital por la vía de
la demanda— fracasó en el pasado y volverá a fracasar. La ‘experiencia keynesiana’ no sacó a
la economía norteamericana de la depresión del 29 (recién con la Guerra se recuperaron los
niveles de producción y empleo anteriores a la crisis) y funcionó ilusoriamente entre 1950 y
1970 cuando fueron el crecimiento de la economía y la acumulación del capital los que
impulsaron la demanda (‘sobreinflada’ por el gasto público). A partir de la década del 70,
cuando la economía se estanca y la acumulación de capital encuentra límites en sus propias
contradicciones, el ‘experimento keynesiano’ se hunde en medio de déficits presupuestarios
monumentales, estallidos inflacionarios y derrumbe de las monedas.

La acumulación del capital es la fuerza motriz de la economía capitalista; es ella la que debe
crear la demanda, no a la inversa. Al no alterar las relaciones entre la plusvalía extraída a los
trabajadores y las masas de capital variable y constante involucrados en el proceso de la
producción, el aumento de la demanda no puede elevar la tasa de beneficio capitalista y, en
consecuencia, no puede relanzar la acumulación. Precisamente porque la ‘experiencia
keynesiana’ fracasó, la ‘política social’ dominante en la burguesía no ‘infla’ la demanda sino que
se esfuerza por reducir los salarios (reducción del capital variable), incrementar la
superexplotación del trabajador (elevación de la plusvalía) y subvencionar al capital.

Por su naturaleza burguesa, la ’política social’ de la ‘izquierda plural’ francesa está condenada
al fracaso.

La lucha por el poder es la ‘politica social’ del proletariado

Frente a la realidad de la barbarie de la crisis capitalista y a la perspectiva de su agravamiento


como consecuencia de la ‘política social’ burguesa, es notoria la falta de realismo de las
direcciones oficiales de la clase obrera.
Las burocracias sindicales de la AFL-CIO, en los Estados Unidos, y la de la TUC, en Gran
Bretaña, apoyan a Clinton y a Blair y son, por lo tanto, cómplices de su política de destrucción
de la seguridad social. Un calco de lo que ocurre con la CGT menemista en Argentina. Todas
las variantes de la burocracia sindical francesa apoyan la farsa de las 35 horas y rivalizan entre
sí en el montaje del engaño al pueblo trabajador.

No menos notoria es la falta de realismo de sus ‘oposiciones’ (y aún de los ‘opositores’ de esos
‘opositores’), que plantean políticas ‘distribucionistas’ y de defensa del ‘statu quo’ de la
seguridad social, es decir de la transformación del proletariado desocupado en un
lumpenproletariado que vive de la asistencia social.

Las políticas de las direcciones ‘oficiales’ y de sus ‘oposiciones’ tienen un punto esencial de
acuerdo: su negativa a levantar una política anticapitalista, sin la cual no existe la menor
posibilidad de luchar contra el desempleo masivo.

La consigna de "trabajo para todos, reparto inmediato de las horas de trabajo entre todos los
trabajadores sin afectar el salario", simple y elemental para cualquier trabajador que no esté
dispuesto a dejarse aplastar por la barbarie capitalista, es incompatible con la dominación de la
burguesía.

Es precisamente esta contradicción esencial —no de la consigna sino de la realidad de la


descomposición capitalista— la que la transforma en el núcleo de una estrategia revolucionaria
para luchar contra la desocupación. Porque es un ‘puente’ que lleva a la clase obrera, a través
de la lucha y la organización, desde su grado actual de conciencia —la necesidad de
movilizarse para terminar con la desocupación— a la comprensión de la necesidad de acabar
con la dominación de la burguesía.

El grado que alcanzó el desempleo es la manifestación más elocuente de que las fuerzas
productivas de la humanidad y la productividad del trabajo humano alcanzaron un grado tan
alto de desarrollo que ya no pueden coexistir con la organización capitalista de la sociedad sin
producir una catástrofe permanente. Para poder emplear a las decenas de millones de
desocupados y subocupados y poner en funcionamiento el potencial productivo acumulado por
el trabajo social de la humanidad, es imprescindible liberar a las fuerzas productivas de la
obligación de producir un beneficio privado. O, en otras palabras, es necesario liberar a la
principal fuerza productiva —la clase obrera— de la esclavitud asalariada.

El destino de los trabajadores desocupados pone a la sociedad ante la disyuntiva de quién


debe gobernar porque "plantea la necesidad de una completa reorganización social de la
sociedad y, en consecuencia, del ascenso al poder de una nueva clase, capaz de llevarla
adelante: el gobierno de los trabajadores" (67).

Las reivindicaciones de transición y la lucha por la conquista del poder político: ésa es la
’política social’ del proletariado.

 
1. Los integrantes del G-7 son Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Japón e Italia.

2. Financial Times, 13/1/98.

3. "(La desocupación) creció un 50% durante los dos años y medio iniciales del ‘plan’ (Cavallo), que todos califican como ‘expansivos’. El
‘enfriamiento’ productivo aceleró el ritmo del desempleo pero no su dirección fundamental: la desocupación creció sistemáticamente, con
independencia de las alternativas del ciclo económico". Luis Oviedo, "Cuatro millones de desocupados", en En Defensa del Marxismo, n° 7,
julio de 1995.

4. Financial Times, 14/4/97.

5. El Cronista, 23/9/97.
6. Le Monde Diplomatique, abril de 1998.

7. Financial Times, 23/3/98.

8. Financial Times, 28/11/97.

9. Se refiere a la prohibición de elaboración y venta de bebidas alcohólicas, vigente entre 1920 y 1933.

10. Financial Times, 23/3/98.

11. Carlos Marx - Federico Engels, El Manifiesto Comunista, Editorial Anteo, Buenos Aires, 1986.

12. Le Monde Diplomatique, abril de 1998.

13. John Eatwell, "El desempleo a escala mundial", en Ciudad Futura, 9/12/96.

14. Pablo Heller, "El fin del trabajo, de Jeremy Rifkin"; en En Defensa del Marxismo, n° 18, octubre de 1997.

15. John Eatwell, Op. Cit.

16. Financial Times, 18/9/97.

17. OIT, El trabajo en el mundo, 1994.

18. The New York Times, 3/9/95.

19. Karl Kautsky, La doctrina económica de Carlos Marx, El Yunque, Buenos Aires, 1973.

20. Le Monde Diplomatique, febrero de 1998.

21. Reproducido por Le Monde Diplomatique, abril de 1998.

22. Le Monde Diplomatique, abril de 1998.

23. Le Monde Diplomatique, setiembre de 1997.

24. Le Monde Diplomatique, abril de 1998.

25. Le Monde Diplomatique, abril de 1998.

26. O Estado de Sao Paulo, 16/10/97.

27. Le Monde, 4/4/98.

28. Le Monde, 4/2/97.

29. Financial Times, 23/10/97.

30. Carlos Marx - Federico Engels, El Manifiesto Comunista, Editorial Anteo, Buenos Aires, 1986.

31. Financial Times, 10/1/98.

32. Financial Times, 23/10/97.

33. Los Angeles Times, 8/2/98.

34. Financial Times, 10/1/98..

35. Financial Times, 28/11/97.

36. Los Angeles Times, 8/2/98.


37. Financial Times, 14/4/98.

38. Financial Times, 28/11/97.

39. The New York Times, 8/5/97.

40. Idem.

41. Financial Times, 28/11/97.

42. Financial Times, 10/1/98.

43. Financial Times, 23/3/98.

44. Financial Times, 10/1/98.

45. Financial Times, 20/6/97.

46. The New York Times, 4/6/97.

47. The Guardian, 8/2/98.

48. Business Week, 14/7/97.

49. Financial Times, 21/3/98.

50. Clarín, 27/6/97.

51. The Economist, 20/12/97.

52. Business Week, 14/7/97.

53. Le Monde Diplomatique, mayo de 1996.

54. Business Week, 14/7/97.

55. Socialist Worker, 21/2/98.

56. Citado por Julio N. Magri en "¿Quiebra de la seguridad social o bancarrota del capitalismo?", En Defensa del Marxismo, n° 5, abril de
1996.

57. Le Monde Diplomatique, febrero de 1998.

58. Luis Oviedo, "Una desocupación en masa catastrófica"; en En Defensa del Marxismo, n° 13, julio de 1996.

59. Financial Times, 11/10/97.

60. Le Monde, 28/11/97.

61. Le Monde, 13/10/97.

62. Lutte Ouvrière, 27/2/98.

63. Le Monde, 13/10/97.

64. Le Monde, 8/2/98.

65. L’Humanité, 11/2/98.

66. Gérard Filoche, Pour en finir avec le chômage de masse, La Découverte, Paris, 1996.

67. "Argentina: el carácter de la nueva etapa", en En Defensa del Marxismo, n° 19, febrero-abril de 1998.

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