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LAS FORMAS DEL RECUERDO:
ETNOGRAFÍAS DE LA VIOLENCIA POLÍTICA EN EL PERÚ

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C

IFEA
INSTITUTO  FRANCÉS  DE  ESTUDIOS  ANDINOS
UMIFRE  17  CNRS/MAE-­USR  3337  AMÉRICA  LATINA
Serie: Estudios sobre Memoria y Violencia, 4

© PONCIANO DEL PINO Y CAROLINE YEZER


© IEP INSTITUTO DE ESTUDIOS PERUANOS
Horacio Urteaga 694, Lima 11
Telf. (51-­1) 332-­6194
Correo-­e: publicaciones@iep.org.pe
Pág. Web: http://www.iep.org.pe

© INSTITUTO FRANCÉS DE ESTUDIOS ANDINOS, UMIFRE 17, CNRS/MAE-­USR 3337


AMÉRICA LATINA
Av. Arequipa 4500, Lima 18, Perú

n
Teléf.: (51-­1) 447-­6070 Fax: (51-­1) 445-­7650


Correo-­e: postmaster@ifea.org.pe

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Pág. Web: http://www.ifeanet.org

rib
Este volumen corresponde al tomo 314 de la Colección «Travaux de l’Institut Français
d’Études Andines» (ISSN 0768-­424X)

st
di
ISBN: 978-­9972-­51-­434-­0
ISSN: 2226-­9576

Impreso en Perú
su
Primera edición: Lima, octubre de 2013
da

1000 ejemplares
bi

Hecho el depósito legal


hi

en la Biblioteca Nacional del Perú: 2013-­15775


ro

Registro del proyecto editorial


.P

en la Biblioteca Nacional: 11501131300859


or

Corrección de textos: Óscar Hidalgo


Diagramación: Carolina Carrillo
t
au

Carátula: Gino Becerra


Cierre de edición: Silvana Lizarbe
Cuidado de edición: Odín del Pozo
de

Fotografía de carátula: © Percy Rojas Quispe,


ia

Equipo Peruano de Antropología Forense


op

3URKLELGDODUHSURGXFFLyQWRWDORSDUFLDOGHODVFDUDFWHUtVWLFDVJUiÀFDVGHHVWHOLEUR
C

por cualquier medio sin permiso de los editores.

Las formas del recuerdo: etnografía de la violencia política en el Perú. Ponciano Del
Pino y Carolina Yezer, eds. Lima, IEP;; IFEA, 2013. (Estudios sobre Memoria
y Violencia, 4)
1. MEMORIA;; 2. VIOLENCIA;; 3. ETNOGRAFÍA;; 4. PERÚ;; 5. AYACUCHO
W/05.02.01/E/4
Índice

Introducción: etnografías e historias de la violencia ..........................................


Ponciano Del Pino H. ...............................................................................................9

PARTE 1: Relocalizando «la violencia» ..........................................................25

n

«En nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia

uc
en el Perú del siglo XX

rib
Ponciano Del Pino H. .............................................................................................27

st
«Una brutalidad propia de hombres cavernarios»:

di
conflicto de género y lucha armada en Ayacucho (1940-­1983)
Miguel La Serna .....................................................................................................71
su
da
PARTE 2: Producción cultural y memorias de la violencia .....................103
bi

Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos


hi

Jonathan Ritter......................................................................................................105
ro
.P

Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas


de los desaparecidos en la región de Ayacucho
or

Arianna Cecconi ...................................................................................................153


t
au

«Con San Luis nos hemos hecho respetar». La guerra, el santo


y sus milagros: hacia la construcción de una memoria heroica
de

de la guerra en Huancapi (Ayacucho, Perú)


Valérie Robin Azevedo ..........................................................................................193
ia
op

PARTE 3: Comunidad y posconflicto ...........................................................235


C

Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos en un


Ayacucho desmilitarizado
Caroline Yezer.......................................................................................................237
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba,
Ayacucho
Arthur Scarritt .....................................................................................................271

Acerca de los autores ........................................................................................309


Introducción:
etnografías e historias de la violencia

Ponciano Del Pino H.1

n

uc
L os estudios reunidos en este libro ofrecen una variedad de pers-­

rib
pectivas y enfoques sobre la violencia armada que vivió el país

st
durante las décadas de 1980 y 1990, y han sido trabajados en diferen-­

di
tes comunidades de Ayacucho, la región más afectada por el conflic-­
su
to armado. Son etnografías históricas y antropológicas que se aproxi-­
man a la violencia, enmarcándola en procesos históricos y políticos
da

más amplios, y expresada en una variada producción cultural, que


bi

incluye canciones, sueños e, incluso, una figura religiosa. Cada una


hi

de estas manifestaciones refleja la política local, la vida posconflicto


ro

y la reconstrucción social e identitaria. Por otro lado, estos trabajos


.P

abordan la memoria (de la guerra) no como un hecho aislado, sino


como una realidad que impregna la vida y se articula a otros pro-­
or

cesos sociales y políticos. De hecho, la memoria forma parte de va-­


t
au

rios mecanismos culturales y políticos que contribuyen a procesar


los conflictos y rearticular las relaciones sociales. Se trata, entonces,
de

de textos que enfocan la violencia y la posviolencia desde la coti-­


dianidad, y desde las prácticas e historias que existen afuera de los
ia
op

ámbitos oficiales de la política;; pero, también, de textos que exploran


formas alternativas de recordar el pasado, surgidas de los mencio-­
C

nados espacios de producción cultural desde los cuales se reimagina


la comunidad y se busca asegurar los derechos de las poblaciones
marginadas.

1. Quiero agradecer a Iván Ramírez, por su apoyo en la preparación de esta intro-­


ducción, y a José Carlos Agüero, por sus valiosas sugerencias y por el título del
libro. El diálogo con Caroline Yezer ha nutrido las reflexiones sobre los estudios
del posconflicto.
10 Ponciano Del Pino H.

El poder de desestructuración de la violencia ha sido alto en las


sociedades rurales como muestra, en extenso, el Informe final de la
CVR (2003). Su existencia ha generado vacíos institucionales, modi-­
ficando relaciones de poder, propiedad y género. Además, ha des-­
truido sistemas tradicionales de autoridad, ha alterado sistemas de
producción y distribución de recursos, y ha agudizado conflictos
entre familias y vecinos. Pero también, ha forzado innovaciones y
nuevos espacios políticos, propiciados por la creación de más car-­

n
gos, las posibilidades organizativas y económicas de las mujeres, y


uc
la conversión al evangelismo y el protagonismo de sus líderes en
comunidades tradicionalmente católicas. La producción cultural es

rib
amplia: expresiones artísticas, lugares de memoria y conmemoracio-­

st
nes del pasado de la violencia, en muchos casos con la mediación de

di
organizaciones de derechos humanos. Se ha intensificado la relación
su
entre comunidad, mercado y Estado, y hay nuevas fuentes de apoyo
y solidaridad entre los comuneros y las instituciones nacionales e in-­
da

ternacionales de desarrollo y derechos humanos.


bi

Sin embargo, persisten también patrones de violencia imbrica-­


hi

dos en la vida social y política. Frente al accionar de los «remanen-­


ro

tes» de Sendero Luminoso (SL) y el narcotráfico en el valle de los


.P

ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), el control y la represión del


Estado quedan claramente normalizados en el discurso de la lucha
or

contra el narcoterrorismo, con lo que se vuelve a vulnerar los dere-­


t
au

chos de las poblaciones de la zona. Este déficit de reconocimiento de


derechos contribuye, sin duda, a ahondar la desconfianza de estas
de

poblaciones frente al Estado, a lo que se añade que muchos de los con-­


ia

flictos que dieron forma a la violencia no han desaparecido. Estos se


op

sostienen y legitiman en las estructuras sociopolíticas de desigualdad,


pobreza y exclusión que persisten y pesan sobre estas poblaciones.
C

Son cambios y permanencias que deben examinarse con detalle


para entender lo que significa la violencia para estas comunidades. Tal
es el primer propósito de este libro: repensar la violencia que se vivió
y lo que esa violencia significa hoy en día en la vida de estas familias
y comunidades;; se trata, pues, de entender cómo estas rehacen sus vi-­
das, creando ellas mismas mecanismos para encarar y superar estas
historias de violencia. Son, sin embargo, mecanismos parciales, a veces
Introducción: etnografías e historias de la violencia 11

contestados o criticados, pero que muestran diferentes procesos de re-­


cuperación que distan de esa imagen de víctima con la que se suele
representar a estas poblaciones. En realidad, tal perspectiva encubre
la agencia y las diferentes trayectorias políticas de estas poblaciones.
Los siete estudios etnográficos ofrecen lecturas pormenorizadas
de la violencia y la posviolencia desde diferentes disciplinas académi-­
cas. Se busca relocalizar la violencia en un tiempo más largo y examinar
los cambios y continuidades en la política campesina, la resignificación

n
de los sentidos de la vida y la comunidad luego de la violencia, y las


uc
novedades que llegan luego, en la era neoliberal y posconflicto.

rib
La política campesina y la relocalización de la violencia

st
di
Al historizar la violencia en realidades locales concretas, se advierte
su
una red compleja de actores e intereses varios, inscritos en diferentes
procesos. No es un espacio vacío, llenado por la violencia armada;;
da

son relaciones, conflictos, alianzas e identidades políticas estructu-­


bi

radas históricamente, en las que SL hace su presencia.2 Es el caso de


hi

la identidad política de las poblaciones altoandinas de Huanta con


ro

«machu» Belaúnde, presidente dos veces del Perú en 1963 y en 1980.


.P

Esta se define en medio de las luchas y movilizaciones por la tierra


or

en la década de 1960, y se entiende en los procesos de articulación


t

política de estas poblaciones al Estado a lo largo del siglo XX. Se trata


au

de la búsqueda de un «buen gobierno», que encuentra y posibilita


de

estructurar esa identidad justamente con el presidente Belaúnde, a


quien se identifica como un aliado dispuesto a dar la batalla en la
ia

lucha contra el gamonalismo. Según la propuesta de Del Pino, esta


op

sería la base que explica la movilización campesina contra SL, una


C

toma de posición «en nombre del gobierno», una identidad política


que encuentra fundamento en la memoria histórica.
En estos procesos de lucha, la violencia de SL se entiende y en-­
marca en una memoria larga, donde la amenaza de expropiación de

2. Para la historización de los procesos sociales y políticos que preceden a la insur-­


gencia de SL en las comunidades de Ayacucho en el siglo XX, véase los trabajos
de Heilman (2010) y La Serna (2012).
12 Ponciano Del Pino H.

la tierra, el maltrato y la violencia son experiencias que se reinscriben


nuevamente en la historia. Del mismo modo, estas circunstancias dan
lugar a luchas contra el Estado y articulaciones políticas con este, y dan
forma a la anterior noción de «gobierno», a una identidad política que
logra solidificarse en ciertas circunstancias históricas concretas como la
lucha contra los hacendados o contra SL. Aun cuando esta pareciera ser
una experiencia particular —una tradición política que ve al gobierno
como aliado de sus luchas, distinta de la «tradición radical», opuesta al

n
Estado y tratada en extenso en la literatura—, es parte de una experien-­


uc
cia más amplia que, sin duda, requiere de mayores estudios.
De esta manera, al relocalizar la violencia en realidades históricas

rib
concretas, esta se entiende dentro de procesos más amplios, de tempo-­

st
ralidades y memorias varias que se superponen y traslapan, y que van

di
más allá del «tiempo de la violencia». El tiempo de la violencia de la
su
década de 1980 es excepcional por sus características de muerte y des-­
trucción. Sin embargo, el maltrato y la violencia en las relaciones coti-­
da

dianas en tiempos de la hacienda, así como las acciones represivas del


bi

Estado en ciertas partes de la región hoy en día, reinscriben la violencia


hi

en un tiempo más largo. Por lo tanto, más que normalizar ese pasado
ro

de la violencia armada como un tiempo excepcional, hay que situarlo


.P

en su contexto, donde el pasado y el presente marcan activamente la


memoria y la política en las comunidades que la sufren.
or

Relocalizar la violencia en un tiempo más amplio permite apre-­


t
au

ciar mejor la comunidad como una instancia política de negociacio-­


nes y disputas en los ámbitos tanto local como externo. Para Remy, el
de

Informe final de la CVR (2003) omitió considerar esa agencia, al enten-­


ia

derla como una instancia de la «sociedad civil», caracterizada por la


op

relativa autonomía del Estado y la afirmación fundamental de la li-­


bertad. Sin embargo, la comunidad es un espacio de batalla de intere-­
C

ses particulares y se halla orientada por la gubernamentalidad, por lo


que hace el gobierno, por su ejercicio del poder y sus resultados (no
por los procedimientos), eso que Chatterjee llama «sociedad política»
(Remy 2009). En esa interacción activa de intereses particulares que
se da entre comunidad y Estado, la primera configura sus acciones, y
sus miembros dan forma a su identidad y memoria.
Introducción: etnografías e historias de la violencia 13

Los diferentes trabajos compilados aquí muestran los cambios


en la política local en relación con diferentes procesos sociales y polí-­
ticos. Para entender las diferentes actitudes de las comunidades fren-­
te a SL, La Serna analiza los efectos que la migración trajo en estas
comunidades desde la década de 1940. Su trabajo resalta el deterioro
de las relaciones de pareja, al ponerse en cuestión las «obligaciones
de género», específicamente el cumplimiento de las obligaciones del
esposo con la esposa y la familia. Este deterioro incita a la violencia

n
doméstica, pero también empuja al cuestionamiento de la autoridad


uc
comunal y del mismo orden tradicional local. Se trata de un enfoque
de género que busca abrir nuevas vetas para explicar por qué la pro-­

rib
puesta de un nuevo orden senderista llegó a calar en pueblos como

st
Chuschi, donde justamente la desestructuración social llegó a provo-­

di
car conflictos en las relaciones entre la gente. Una experiencia muy
su
distinta a Huaychau, comunidad donde no se vieron tantos cambios
y la estructura de la autoridad tradicional siguió vigente, hecho que
da

permitió forjar una respuesta temprana contra SL.


bi

Al analizar las canciones como testimonio social, Ritter ofrece


hi

una genealogía del proceso de radicalización política que se pro-­


ro

ducía mientras la gente cantaba y «performaba» en el concurso de


.P

Waswantu en Colca, Huancapi. En este sentido, el carnaval pumpin


como expresión cultural e identitaria se conforma también inserto
or

en las luchas políticas que vive el país desde la década de 1970. De


t
au

hecho, SL hará igualmente uso de él, en lo que se destacará como


su actitud frente a la tradición local: más que desplazarla o negarla,
de

SL la usa y politiza. Algo que igualmente observa Robin en este li-­


ia

bro cuando nota como SL permitía la celebración del santo patrón en


op

Huancapi. Así, cultura y política aparecen imbricadas en estos espa-­


cios de activa y creativa producción cultural.
C

Al trabajar temas de memoria, militarización y derechos huma-­


nos en el posconflicto, Yezer advierte las tensiones que provoca el
discurso humanitario de derechos en un contexto donde las mentes
todavía no están del todo desmilitarizadas. Asimismo, se da cuenta
de que la desmilitarización como fundamento de la doctrina de la
justicia transicional choca con una tradición local donde el ejercicio
de la ciudadanía está forjado históricamente en lucha y en relación
14 Ponciano Del Pino H.

estrecha con el Ejército. Todo ello se da en contraste con los objeti-­


vos que movilizan a las organizaciones no gubernamentales (ONG)
de derechos humanos o la Defensoría del Pueblo, entre cuyos obje-­
tivos se encuentra el difundir los temas de derechos humanos como
formas de empoderar e implementar nuevas prácticas que rompan
los ciclos de violencia. De hecho, las ideas y conceptos de derechos
humanos pueden aparecer como «fuerzas desestabilizadoras» de la
autoridad y del orden local comunal.

n
Sin embargo, los derechos humanos como un estándar mínimo


uc
de protección de libertades fundamentales son invocados cuando
reaparecen ciertos patrones de violencia. En el nuevo contexto de

rib
lucha contra el narcoterrorismo en el VRAEM, la represión policial

st
vuelve a ser una práctica contra las mismas poblaciones que vivieron

di
la violencia armada en el pasado reciente. Esta vez, la represión se
su
enmascara en la ilegalidad de la producción y la economía de la coca,
y se legitima en el discurso global de lucha contra el terrorismo y la
da

droga, una lucha que se vio intensificada luego de los atentados terro-­
bi

ristas del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos (EE. UU.).


hi

Lo que se desprende de este último trabajo de Yezer es la repro-­


ro

ducción de las mismas prácticas de represión con las cuales el Estado


.P

enfrentó la lucha contrainsurgente en la década de 1980, hecho que


revela lo poco que se ha aprendido del pasado. Por el contrario, pa-­
or

reciera haber cierta voluntad de desprendimiento o renuncia en re-­


t
au

lación con el respeto de los derechos humanos de estas poblaciones


que son las mismas víctimas del conflicto armado. En este caso, la
de

represión del Estado no solo es memoria;; es tan concreta que es una


ia

violencia que ha mutado y vuelve a ser parte de la cotidianidad.


op
C

Las formas del recuerdo y la resignificación del pasado

Son muchos los crímenes y violaciones de los derechos humanos que


sufrieron cada una de las comunidades estudiadas. Las secuelas con
las cuales viven hoy en día son igualmente muchas. También es poco
lo que hizo el Estado por resarcir a estas poblaciones, en reparacio-­
nes o en justicia que no llegan (Guillerot y Magarrell 2006, Laplante
2007). Sin embargo, aun conviviendo con ese pasado de horror, son
Introducción: etnografías e historias de la violencia 15

poblaciones que no han quedado atrapadas en el túnel del tiempo, ata-­


das a ese pasado y en espera de soluciones. Son amplias y creativas
las respuestas que se dan y que resignifican los sentidos de la vida y
la comunidad como muestran los trabajos de Ritter, Robin y Cecconi.
La tradición ritual y cultural de estos pueblos permite, en ciertas
circunstancias, reimaginar la comunidad y crear puentes en socie-­
dades fragmentadas y divididas por la guerra. Por supuesto, no son
comunidades del todo cohesionadas y mucho menos armónicas. De

n
hecho, los procesos de reintegración y reimaginación de la comuni-­


uc
dad son siempre parciales e inconclusos, y se modifican conforme
cambian los procesos sociales y políticos. Sin embargo, aun cuan-­

rib
do estos consensos sean frágiles, de una «coexistencia contenciosa»

st
(Payne 2008), las prácticas simbólicas y culturales pueden permitir

di
construir cierta distancia con ese pasado —un pasado que deja de
su
desestabilizar y da lugar a una convivencia contenciosa—. Como
precisa Robin, «son comunidades que logran, si no superar, alcanzar
da

algo de convivencia. Por lo menos es indudable que logran forjar un


bi

consenso colectivo, lleno de silencios tácitos (aunque no necesaria-­


hi

mente apaciguadores), que abre vías originales para recrear redes


ro

sociales y hacer que la convivencia sea posible entre vecinos en los


.P

tiempos de posguerra».
Para Ritter, la canción entendida como testimonio social expresa
or

contenidos sociales y políticos que cambian según la historicidad de


t
au

cada momento y son «performados» festivamente en el carnaval de


Waswantu. Este configura un acto de memoria y performance que hace
de

que la canción sea una práctica de memoria en sí misma, en vez de algo


ia

a ser depositado en un objeto o lugar. De este modo, se convierte en un


op

acto de memoria que no queda fijado, sino que cambia y se reelabora


activamente, con lo que puede expresar contenidos como la violencia,
C

la huida de Fujimori y los «vladivideos», el trabajo de la CVR, las exhu-­


maciones, el gobierno de Humala, y así sucesivamente.3 De este modo,
se constituye, en palabras de González,4 en un acting memorials.

3. Comunicación personal con Jonathan Ritter sobre estos nuevos contenidos que
no se analizan en el texto (marzo de 2013).
4. Comunicación personal con Olga González (marzo de 2013).
16 Ponciano Del Pino H.

Los estudios de memoria suelen prestar mayor atención a la


intencionalidad en la representación del pasado que a los marcos
de significación cultural en que se organizan dichas memorias. Este
último es lo que muestra el trabajo de Robin sobre las historias de
protección del San Luisito, patrón del pueblo de Huancapi. Se tra-­
ta de narraciones heroicas de protección, en las que el poder del
santo es superior al poder militar. El valor de la verdad yace en el
uso y en el contexto de enunciación, y es la cuestión de la eficacia

n
de la proposición verbal, y no tanto su veracidad, lo que se vuelve


uc
pertinente indagar, dice la autora. Este acto de simbolización de la
historia permite reelaborar y resignificar el pasado. Pero también,

rib
al resignificar esa historia de humillación y muerte que sufrieron

st
estas poblaciones en manos de los militares, les permite revisitar

di
ese pasado con algo de dignidad. Esta simbolización de la historia
su
es la que posibilita, a su vez, compartir esas historias de protección
entre miembros de una comunidad con memorias divididas y en
da

conflicto —una memoria colectiva heroica que abre la posibilidad a


bi

una mejor convivencia—.


hi

A diferencia de Todorov (2002), que suele darle mayor valor a la


ro

historia y vincularla con la justicia para idear la reconciliación, este


.P

ejemplo muestra el valor de la memoria en la reelaboración del pa-­


sado para imaginar posible cierta convivencia en comunidades divi-­
or

didas. Se trata, en buena cuenta, de una simbolización de la historia


t
au

que se enmarca en una tradición ritual y discursiva larga, católica-­


comunal. Pareciera que, mientras en comunidades católicas estas his-­
de

torias de protección se dan alrededor de la figura del santo patrón, en


ia

el caso de las evangélicas las historias de protección de los «ángeles


op

celestiales» son más privadas. Así, como ya advertíamos en un estu-­


dio anterior, mientras los católicos buscan reconstruir la identidad
C

comunal sobre esa figura religiosa, los evangélicos no necesariamen-­


te necesitan fijar esa memoria a una figura icónica o una geografía
social y territorial: su fe —un «carisma flotante»— se desterritorializa
(Del Pino y Theidon 1999).
En la misma perspectiva de Robin, Cecconi analiza los sentidos
y el «uso social» de los sueños. Según la autora, los sueños y las apa-­
riciones no son vividos pasivamente, sino que significan lo que pasó
Introducción: etnografías e historias de la violencia 17

y orientan la vida cotidiana de las personas. Por ejemplo, el soñar


a un familiar desaparecido o asesinado se entiende, más que como
un síntoma traumático, como una buena premonición o un mensaje
que comunica algo. Una comunicación onírica que permite «reesta-­
blecer» algo de vínculo con quienes ya no están presentes por estar
muertos o desaparecidos. Así, los sueños leídos desde marcos cul-­
turales interpretativos pueden ayudar a construir algo de sentido a
lo inconcebible e inmensurable de la experiencia de la desaparición.

n
Los sueños se asocian más al presente y al futuro que al pasado


uc
—pautan la vida de la gente al hacer o dejar de hacer algo en relación
con lo que revela el sueño—. Asimismo, los sueños, entendidos como

rib
otro registro discursivo, dan un «permiso social» para dar visibilidad

st
a temas que no son tratados públicamente como el acoso o la viola-­

di
ción sexual. En ese sentido, los sueños son un registro histórico que
su
advierten signos o marcas que se asocian a una experiencia o una
temporalidad histórica concreta.
da
bi

Transformaciones en la era neoliberal y el posconflicto


hi
ro

El impacto de la violencia no fue igual para todas las comunidades.


.P

Para algunas, el impacto mayor vendría luego, asociado a las políti-­


or

cas neoliberales implementadas en la década de 1990 con el gobierno


t

de Fujimori. El trabajo de Scarrit plantea esta cuestión como contribu-­


au

ción: el repensar el pasado no solo desde la violencia sino, también,


de

desde las estructuras socioeconómicas que cambian y se perennizan


en el contexto neoliberal. Esta economía política de orden global se
ia

traduce, al interior de estas comunidades, en oportunidades de pro-­


op

yectos de obras que movilizan a los líderes locales. Sin embargo, son
C

también oportunidades para la corrupción y la explotación de algunos


líderes contra la propia población. Los sueños de la inversión como
oportunidad llegan con el sistema de inversión y préstamo Ponzi, que
lleva al aprovechamiento y el despilfarro de los escasos recursos de
las familias y la comunidad. En suma, se instala un sistema que no
hace sino afianzar estructuras económicas y de poder que perennizan
la desigualdad, y que también lleva a la desestructuración social, al
quedar deslegitimados los líderes y la propia organización comunal.
18 Ponciano Del Pino H.

Este contexto de desestructuración y crisis trae consigo la legiti-­


mación del liderazgo evangélico. La Iglesia pasa a ser un espacio de
resistencia frente a esas tentaciones que se manifiestan a partir del
ajuste neoliberal. Más allá de los prejuicios que causa su presencia,
el liderazgo que emprenden los líderes evangélicos tiene sostén en
el discurso moral y en la práctica de sus acciones, que da lugar a lo
que el autor llama una «ruptura revolucionaria cultural». Responder
a la corrupción y restablecer las redes de relaciones locales posibili-­

n
ta, también, restablecer esta «mutualidad étnica local». Así presenta


uc
Scarrit esta experiencia que concibe como la respuesta local a un sis-­
tema de explotación capitalista en el que se enmarcan y luchan estas

rib
poblaciones en su cotidianidad.

st
Este trabajo confirma hallazgos previos que reconocen el lideraz-­

di
go que llegaron a tener las iglesias evangélicas durante la violencia
su
y la reconstrucción de estas comunidades (Del Pino 1996, Gamarra
2000, Theidon 2003). El impacto del neoliberalismo en ellas comienza
da

a ser reconocido en los ámbitos tanto de la economía política como de


bi

las políticas orientadas a normar y regular la vida de las familias ru-­


hi

rales bajo modelos de uniformización de las poblaciones (Ewig 2012,


ro

Del Pino et ál. 2012). El uso extendido del poder disciplinario para
.P

alcanzar esas metas, a través de los diferentes programas de «vigilan-­


cia» del Estado, se debe leer en el contexto más amplio del ejercicio
or

biopolítico del poder. En este marco se entienden, igualmente, los


t
au

nuevos patrones de vigilancia que se reeditan y reproducen en las


acciones represivas del Estado en la lucha contra el narcoterrorismo
de

en el VRAEM, como muestra el trabajo de Yezer.


ia
op

A diez años del Informe final de la CVR


C

El libro busca también reflexionar sobre la violencia en relación con


la CVR. Al conmemorarse los diez años de la entrega de su Informe
final, la discusión de sus propuestas y recomendaciones ha sido bas-­
tante limitada. Son pocos los trabajos que han comenzado a revisar
críticamente su trabajo y lo han hecho puntualmente sobre la posicio-­
nalidad y los vínculos con las víctimas, la metodología en la recolec-­
ción de los testimonios y, sobre todo, la producción discursiva sobre
Introducción: etnografías e historias de la violencia 19

el conflicto armado interno y las víctimas.5 En la creciente «industria»


de la justicia transicional y los estudios posconflicto, nuestra apuesta
es por las ciencias sociales, por aproximaciones desde la memoria
histórica, la historia y la etnografía, que buscan entender las repre-­
sentaciones en sus contextos de producción y en el contexto en el que
viven estas poblaciones.
Las instituciones como las comisiones de verdad, los tribunales
de crímenes de guerra y las ONG de derechos humanos, entre otras,

n
forman parte de una industria creciente del posconflicto. Esta indus-­


uc
tria, en tanto exporta enfoques, conceptos y categorías de análisis,
produce historias, víctimas y otras nuevas subjetividades que cam-­

rib
bian la dinámica de la política del posconflicto, pues se trata de una

st
industria de la justicia transicional que tiene su propia agenda e inte-­

di
reses (Madlingozi 2010). Las historias de víctimas como las «historias
su
de inocentes» son parte de estas nuevas subjetividades que se crean y
recrean en estas narrativas del posconflicto (Theidon 2009).
da

Sin embargo, son narrativas que no expresan los complejos pro-­


bi

cesos de la posguerra que viven estas comunidades. Como se aprecia


hi

en los trabajos de este libro, las historias que se muestran son de con-­
ro

sensos parciales e inconclusos, de esfuerzos por reintegrar la comu-­


.P

nidad y alcanzar algo de convivencia, así como de formas de reima-­


ginar los sentidos de la vida y la comunidad, y de las articulaciones y
or

conflictos con el Estado. Además, se trata de un remirar a la violencia


t
au

que escapa del encuadramiento moral y normativo donde el discurso


humanitario de derechos humanos opaca la conflictividad social que
de

es justamente la base de estas insurgencias que originan la violencia


ia

y la represión (Reátegui 2012).


op

El uso de testimonios y la importancia de las narrativas de las


víctimas es una metodología preponderante de los proyectos pos-­
C

conflicto. Esta perspectiva «víctima-­céntrica» (Freeman 2006) sin


duda afecta el contenido de la «verdad» y la historia, y pone límites
a lo que puede ser articulado del pasado. Nwogu (2010) señala que
un problema/un efecto de poner mucha importancia en la narrativa

5. Véase, entre otros, Coxshall 2005, Torres 2008, García Godos 2008, Gamarra 2010
y Theidon 2009.
20 Ponciano Del Pino H.

individual de las víctimas es echar lo político y poner el énfasis en la


sicología y el sufrimiento personal.
No está en cuestión el reconocer la experiencia traumática de la
violencia y lo que esa experiencia significa hoy en día para estas pobla-­
ciones;; más bien, la dificultad está en la construcción de ese pasado que
no recoge la complejidad de las acciones e interacciones que lo integran.
En este libro, la historia de la violencia se entiende en las articulaciones
e identidades políticas de las poblaciones altoandinas de Huanta con

n
el «gobierno», hecho que explica su rechazo temprano a SL;; en las ten-­


siones alrededor de la «justicia de género», que fragmentaron y conflic-­

uc
tuaron las relaciones en la comunidad e hicieron que se viera como una

rib
alternativa posible el «nuevo orden» de SL;; en la creación de memorias

st
colectivas heroicas, con las cuales las familias de Huancapi encaran un

di
pasado de conflictos mediados con las historias de protección del santo;;
en los acting memorials de la canción y la performance en los carnavales
su
de Colca;; en el «uso social» de los sueños con los que se ve el pasado
da
desde el presente y el futuro;; y en los límites de una convivencia con
tensiones y patrones de violencia que se reinscriben en el nuevo contex-­
bi

to del neoliberalismo y de la lucha contra el narcoterrorismo.


hi
ro

Más relevante, los nuevos estudios reconocen que las comisio-­


nes de verdad y los derechos humanos, entre otros aspectos, vienen
.P

de un discurso globalizado que es muy normativo. Los derechos hu-­


or

manos son un lenguaje y un concepto no «universal»;; se derivan de


t

conceptos etnocéntricos que, como se aprecia en el estudio de Yezer,


au

pueden ser una oportunidad para el reclamo de derechos de las mu-­


de

jeres pero, a la vez, ser una «fuerza desestabilizadora» de los proce-­


sos de construcción de ciudadanía en estas localidades. Entonces, el
ia

énfasis está en mostrar no su foraneidad sino la forma en que estos


op

conceptos son traducidos e incorporados por tecnócratas e interme-­


C

diarios de la sociedad civil. De este modo, la intermediación o los


intermediarios cobran relevancia, y su contenido requiere ser enten-­
dido en un proceso que puede asemejarse a lo que Wilson llama «la
vernacularización de los derechos humanos» (2007).
Finalmente, los estudios posconflicto imponen una temporali-­
dad definida a la violencia (1980-­2000), con cual se ve ese tiempo
como uno excepcional y se normaliza la historia en la noción del pos.
Sin embargo, ese esfuerzo por diferenciar el tiempo de la violencia
Introducción: etnografías e historias de la violencia 21

puede llevar a encubrir y dejar de reconocer muchas prácticas y pa-­


trones de violencia que se reeditan en la actualidad contra poblacio-­
nes que son las mismas víctimas del conflicto armado. Este proceso
se viene dando hoy en día en ciertas partes del país.
Para terminar, quiero mencionar que seis de los siete autores
compilados en este libro son extranjeros que llegaron al Perú y a
Ayacucho para desarrollar sus investigaciones para la tesis de doc-­
torado, con excepción de Robin. Todos hicieron trabajo de campo

n
prolongado y pasaron un año, como mínimo, en las comunidades


uc
de estudio. Gran parte de ellos ha recurrido a los archivos de la CVR,
resguardados por la Defensoría del Pueblo, para perfilar, profundi-­

rib
zar y problematizar sus hallazgos. Como muestra Cecconi, la com-­

st
plejidad hermenéutica que contienen dichas fuentes está a la espera

di
de más estudios. Asimismo, la mayoría de ellos hablan quechua en
su
distintos grados, idioma indispensable para cualquier trabajo etno-­
gráfico en estas comunidades. Algunos llegaron a fines de la década
da

de 1990;; otros, en el contexto del trabajo de la CVR;; y solo uno, en la


bi

segunda mitad de 2000. Los estudios reunidos en este libro forman


hi

parte de esas tesis de doctorado o bien se trata de uno de sus capítu-­


ro

los retrabajado o de ensayos escritos específicamente para este libro.


.P

El estudio de Ritter es la traducción revisada de su artículo publicado


en el British Journal of Ethnomusicology en el año 2002, y el de Yezer
or

fue publicado en el libro editado por Hodgson, Gender and Culture at


t
au

the Limit of Rights en el año 2011 (University of Pennsylvania Press).


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au
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.P
ro
hi
bi
da
su
di
st
rib
uc
Relocalizando «la violencia»


n
PA5TE 1
«En el nombre del gobierno»:
políticas locales, memoria y violencia en
el Perú del siglo XX 1

Ponciano Del Pino H.


Grupo Memoria del Instituto de Estudios Peruanos

n

uc
rib
st
E ste artículo explora las memorias de la violencia en las comuni-­

di
dades altoandinas de Ayacucho, a las que enmarca en una larga
su
memoria histórica y en el proceso de construcción del Estado entre
da
las décadas de 1920 y 1960. Este trabajo sostiene que las memorias
de la violencia de Sendero Luminoso forman un complejo artefacto
bi

político que condensa diferentes niveles de memorias, experiencias y


hi

temporalidades, que provienen del pasado lejano, el inmediato y el


ro

presente. El discurso y accionar de Sendero Luminoso, el movimien-­


.P

to maoísta que dio inicio a su lucha armada en Ayacucho en 1980, se


or

interpretó dentro de una memoria histórica y un proceso en el cual la


t

inseguridad y el conflicto sobre la tierra, las políticas de articulación


au

y las ideas de Estado y de gobierno de la gente tuvieron un papel cen-­


de

tral. Estas memorias forman tanto las identidades de la gente como


las posiciones asumidas por las comunidades en el contexto de la
ia

violencia de la década de 1980.


op

Contrariamente a la forma en que se representa la existencia de


C

las comunidades de indígenas en la frontera del orden legal —una


representación racializada en un país donde las jerarquías sociales,

1. Este texto fue escrito durante mi estadía como investigador del Programa de Es-­
tudios Agrarios de la Universidad de Yale en el año 2010. Una versión preliminar
titulada «“In the name of the goverment”: Community Politics, Violence and Me-­
mory in Modern Peru» se presentó y discutió en su seminario. Quiero agradecer a
sus miembros y a James Scott por sus comentarios y sugerencias al texto.
28 Ponciano Del Pino H.

culturales y lingüísticas se han construido y proyectado en términos


espaciales—, los indígenas han debatido, históricamente, el significa-­
do y el espacio que ocupa el gobierno en su propia historia e identi-­
dad. El ejemplo más claro de ello se dio cuando los líderes de las co-­
munidades altas de Huanta y La Mar decidieron luchar contra SL en
su deseo de «defender al gobierno». Esta representación política de
una lucha en el nombre del gobierno tiene sentido dentro de un pro-­
ceso más amplio y una memoria histórica profunda: el «gobierno»

n
como idea y acción tomó contenido propio durante el siglo XX, en el


uc
proceso de expropiación que sufrieran de sus tierras, en el desarrollo
de las luchas contra el hacendado y en la articulación de sus deman-­

rib
das como acción y lenguaje político. Las evidencias de este proceso

st
se pueden encontrar en los viajes de cientos de líderes indígenas a la

di
capital del Perú desde la década de 1920;; sin duda, un peregrinaje
su
político, informado por el sacrificio y la transformación en acto de la
búsqueda del «gobierno». Este peregrinaje político implicó acción y
da

buena fe —un tipo de deseo sincero y confianza en el gobierno que le


bi

exige a este, incluso avergonzándolo, a tomar cierto tipo de acción—.


hi

Sostengo que el derecho de exigir el reconocimiento y la protec-­


ro

ción del Estado, ganado a través de este peregrinaje, es la base de la


.P

movilización campesina por la tierra en el periodo 1961-­1964, uno


de los movimientos más importantes del Perú. En la década de 1960,
or

el presidente Fernando Belaúnde y su administración apoyaron los


t
au

derechos y las luchas de las comunidades de indígenas por la tierra,


hecho que resultó, al interior de muchas regiones del país, en la ma-­
de

siva reposesión de las tierras comunales. Este fue un momento cru-­


ia

cial, cuando la entidad política de «gobierno» devino en una identidad


op

política de la gente de las comunidades altoandinas. Al recuperar la


tierra, estas le hicieron un lugar en su memoria a Belaúnde.
C

A pesar de que el presidente Belaúnde personificó la identidad


de la gente en el gobierno, la articulación del Estado ha sido siempre
inconclusa, en tanto muchos reclamos de reconocimiento no llegaron
a tener éxito. Dentro de este permanente proceso político de articula-­
ción, «gobierno» es, de hecho, un concepto que expresa una particular
manifestación del Estado en el tiempo y en el espacio, y eso refleja la
falta de una estructuración profunda de este en determinadas partes
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 29

del país. El gobierno es una presencia concreta en un momento espe-­


cífico que, con frecuencia, entra en conflicto con la presencia parcial
del Estado, que inspira, además, poca confianza, dando forma a una
relación contradictoria, ambigua y conflictiva con las comunidades
a lo largo del siglo XX. El Estado es un constructo ambivalente en
estas comunidades. Sin embargo, el gobierno es algo palpable —una
manifestación real, simbólica e imaginada, representada en políticos,
políticas y personas—, que influye en las esperanzas y creencias de

n
la gente respecto del mismo Estado.


uc
Las memorias de las comunidades acerca de las dos movilizacio-­
nes campesinas más importantes del siglo XX —primero contra los

rib
hacendados en la década de 1960 y después contra Sendero Luminoso

st
en la década de 1980— destacan como procesos políticos profunda-­

di
mente conectados con el «gobierno». Eso abre una perspectiva nueva
su
y necesaria: los márgenes no solo son importantes para entender el
Estado, sino que también la presencia inconclusa del Estado —como
da

gobierno— es crucial para entender la identidad en los márgenes.2


bi

La memoria histórica de esta presencia parcial e inconclusa del


hi

Estado revela un aspecto importante de la forma en que la violencia


ro

se ha contextualizado en estas comunidades. En vez de deshistori-­


.P

zar y despolitizar la experiencia humana en el lenguaje universal de


los derechos humanos, las narrativas de la gente muestran cómo sus
or

derechos comunales e individuales se inscriben dentro de las injusti-­


t
au

cias estructurales y de opresión histórica. Las memorias del pasado


inmediato, aunque extremas y excepcionales, están inscritas en las
de

memorias de un pasado más largo y en estructuras sociopolíticas de


ia
op

2. Esta perspectiva se diferencia de la propuesta de Veena Das y Deborah Poole


C

(2004), para quienes los márgenes son esenciales para entender el Estado. Su
trabajo explora qué contenidos del Estado están presentes en ellos. En sus tér-­
minos, «Una antropología de los márgenes ofrece una perspectiva única para
el entendimiento del Estado, no porque ella sea capaz de capturar las prácticas
exóticas, sino porque sugiere que esos márgenes son un vínculo necesario del
Estado, más que como excepción como componente necesario de la regla» («An
anthropology of the margins offers a unique perspective for the understanding
of the state, not because it captures exotic practices, but because it suggests that
such margins are a necessary entailment of the state, much as the exception is a
necessary component of the rule») (Das y Poole 2004: 4).
30 Ponciano Del Pino H.

desigualdades e injusticias profundamente enraizadas, así como en


las prácticas culturales y en la cotidianidad.
En la literatura de memoria y violencia, el conflicto armado se
circunscribe únicamente al pasado inmediato y se dejan de lado los
significados que deben ser entendidos dentro de un amplio proceso
político e histórico.3 Se trata de una temporalidad definida, que no
toma en cuenta las múltiples capas de memorias y temporalidades,
y de experiencias que se traslapan y yuxtaponen como las memorias

n
sobre los conflictos y la inseguridad de la tierra, las múltiples formas


uc
de abusos y violencia, la inconclusa articulación política y la relación
ambivalente entre comunidad y Estado. Al analizar las políticas lo-­

rib
cales inscritas en una larga memoria histórica y un amplio proceso

st
histórico, es clara la conexión entre los primeros mensajeros políticos

di
que viajan a la capital y el movimiento campesino por la tierra en el
su
periodo 1961-­1964. Los cambios en las políticas locales durante el pe-­
riodo comprendido entre las décadas de 1920 y 1960 son fundamen-­
da

tales para entender la transformación social y política del campo, una


bi

etapa poco advertida por la historiografía, en parte por el peso dado


hi

a la reforma agraria de Velasco de 1969.4 De esta manera, una pers-­


ro

pectiva local de la política y la memoria, al explorar las intersecciones


.P

entre memoria, historia y política, ofrece una perspectiva crítica al


establecido conocimiento histórico de la historia moderna del Perú
or

que este artículo busca discutir.


t
au

La violencia y memoria de Sendero Luminoso


de
ia

Esta investigación etnográfica e histórica se centra en las comunida-­


op

des altas de Huanta y La Mar, situadas a una altitud por encima de


C

los 3.200 metros de altitud. Según el Informe final de la CVR (2003),

3. El esfuerzo por enmarcar históricamente la violencia, con pocas excepciones, to-­


davía tiene un componente de explicación general antes que un análisis concre-­
to. Los primeros esfuerzos en esa línea fueron los ensayos de Nelson Manrique
y Alberto Flores-­Galindo (1986). Véase, también, Stern 1998, Rénique 2004, CVR
2003, Heilman 2010 y La Serna 2008.
4. Un reclamo temprano de este vacío historiográfico fue hecho por María Isabel
Remy (1990).
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 31

estas dos provincias fueron las más afectadas por el conflicto arma-­
do en cuanto a cantidad de incidentes, ataques y víctimas, así como
de porcentaje de población desplazada. La presencia de SL en esta
área no fue en respuesta a sus prioridades políticas sino a sus tácticas
guerrilleras: casi no había rutas de acceso en el área, tampoco puestos
policiales, y había muy poca infraestructura en general, hecho que les
dio ventajas a las pequeñas unidades guerrilleras sobre los militares
en relación con la facilidad de movimiento y acción. Pero también, es

n
en estas comunidades donde se dio una de las primeras respuestas


uc
contra SL hacia finales de 1982.
Esta respuesta fue resultado de un acuerdo multicomunal que

rib
incluyó a casi una docena de comunidades y que se hizo pública

st
luego del asesinato de siete integrantes de SL en la comunidad de

di
Huaychao el 21 de enero de 1983. Cinco días después, ocho perio-­
su
distas que fueron a investigar dicho incidente fueron asesinados por
los comuneros de Uchuraccay, un evento que devino en escándalo e
da

hizo de esta comunidad altoandina un referente emblemático de la


bi

violencia. La atención nacional e internacional que generó este even-­


hi

to empujó al presidente Fernando Belaúnde a nombrar una comisión


ro

investigadora presidida por el escritor Mario Vargas Llosa. El infor-­


.P

me escrito por la Comisión es bastante conocido, y docenas de estu-­


dios han analizado en especial los prejuicios que permean su análisis
or

sobre las poblaciones andinas (Vargas Llosa, et ál. 1983).5


t
au

Diferente al informe, la transcripción y el audio de la reunión


que fue realizada por la comisión en Uchuraccay el 12 de febrero de
de

1983 han sido poco o nada analizados. Los registros de esta reunión
ia

son, posiblemente, el aporte más valioso de la mencionada comisión,


op

porque permite acceder a los primeros discursos que darán forma


luego a la memoria de la violencia de las comunidades en la región.6
C

A diferencia del informe, la transcripción de esta reunión revela evi-­


dentes puntos ciegos en el análisis y las conclusiones de los miembros
de la comisión, que solo se pueden explicar por la fuerza de las no-­
ciones preconcebidas de sus miembros respecto del comportamiento

5. Para una perspectiva crítica de este informe, véase Mayer 1991.


6. Agradezco a Phil Bennett por brindarme el manuscrito y audio de dicha reunión.
32 Ponciano Del Pino H.

y «carácter» de los indígenas. En la reunión, los uchuraccaínos des-­


cribieron la creciente hostilidad que se vivía en el área desde que
tomaron la decisión de luchar contra SL, especialmente después de
los asesinatos de ese mes de enero. En muchas de sus intervenciones,
al explicar sus acciones y las razones detrás de la masacre, los uchu-­
raccaínos decían haber matado a los periodistas pensando que eran
guerrilleros y que su lucha era «en nombre del gobierno», intentan-­
do «defender al gobierno» y «en apoyo del Presidente». El informe

n
de la Comisión incluye la descripción hecha por los uchuraccaínos


uc
sobre las circunstancias de la masacre y retrata la confusión e igno-­
rancia que los hizo confundir a los periodistas con guerrilleros. Sin

rib
embargo, ignoran las motivaciones de los comuneros detrás de esa

st
lucha. La idea de que defendían al gobierno se interpretó como un

di
intento de generar empatía e indulgencia. Las posibilidades de que
su
las comunidades actuaran desde un espacio de articulación política
en el cual se veían como agentes del gobierno fue ignorada o —mejor
da

dicho— impensada e inimaginada.


bi

Después del asesinato de los periodistas en Uchuraccay en ene-­


hi

ro de 1983, la represión de SL contra la población en toda la zona se


ro

intensificó. Además de sufrir los asesinatos de docenas de líderes y


.P

miembros en cada comunidad, y después de perder sus ganados y


cosechas, la población huyó a distintos lugares de la región y dejó la
or

zona inhabitada a finales de 1984. Muy pocas comunidades se queda-­


t
au

ron: menos de diez de más de sesenta. Huaychao era una de ellas y,


desde mi primera visita en 1996, estaba muy interesado en saber por
de

qué sus miembros habían decidido quedarse y confrontar a las incur-­


ia

siones mortales de SL, sin las armas adecuadas para defenderse, obli-­
op

gándose a vivir huyendo, pasando las noches a la intemperie en las


cumbres de los cerros por encima de los 4.000 metros de altitud. En
C

las entrevistas que hice, todos hacían referencia a la valentía y tena-­


cidad, y su deseo de quedarse en su lugar y morir en vez de vivir en
«tierra ajena». Pero tales razones idealistas parecían poco razonables
frente al sufrimiento y la miseria que experimentó la comunidad: casi
un tercio de sus miembros fueron asesinados y perdieron casi todo
lo que tenían, sus animales, sus cosechas y sus hogares, que fueron
incendiados. Pensando, tal vez, en encontrar pistas en la economía de
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 33

la región para encontrar las claves de su obstinación, realicé encues-­


tas sobre los ganados y la producción agrícola de las familias, pero
los resultados no ofrecieron ninguna información relevante.
Tal vez, simplemente, no hay respuestas que puedan explicar
satisfactoriamente el esfuerzo de la comunidad por resistir. Pero al
contextualizar esa decisión y sus acciones dentro de procesos his-­
tóricos más largos y la particular relación que tenía esta población
con la tierra —como propiedad y lugar—, adquiere más sentido

n
esta obstinación. Las comunidades todavía recuerdan con claridad


uc
que estas tierras las habían recuperado de los hacendados, después
de muchas luchas y sufrimiento en batallas legales y políticas. A

rib
esta memoria alude Adrián Ñawpa, líder de Purus, al explicar por

st
qué decidieron enfrentar a Sendero Luminoso, una nueva fuerza

di
autoritaria en la región: después de vivir y luchar contra los hacen-­
su
dados durante casi todo el siglo XX, «por qué íbamos a aceptar a
un nuevo patrón».
da

Regresé a las comunidades en el año 2005, después de investi-­


bi

gar en los archivos sobre los conflictos por la tierra, la movilización


hi

campesina y la reforma agraria en la región entre las décadas de


ro

1960 y 1970. Lo que más me sorprendió fue el miedo y la descon-­


.P

fianza que persiste en relación con el Estado, y el hecho de que este


estuviese coloreado, sin duda, por una larga memoria histórica
or

que muchos académicos, incluido quien habla, no tomamos muy


t
au

en cuenta en nuestro análisis. Entre los años 2005 y 2006, cuando


entrevisté a los líderes sobre las cuestiones «pasadas» de la tierra,
de

pensé que sus respuestas estarían invariablemente teñidas por his-­


ia

torias del pasado reciente de la violencia. Pero las memorias de la


op

apropiación de las tierras familiares y comunales por los hacenda-­


dos y sus luchas por recuperar esas tierras cobraron una actualidad
C

sorprendente. Dada la presencia precaria del Estado en la región,


estos temas, que parecieran distantes en el tiempo, son reinscritos
constantemente y traídos a la actualidad. En el año 2005, el gobier-­
no estaba en campaña para la firma de un tratado de libre comer-­
cio con los EE. UU., y los rumores sobre las posibles consecuencias
nefastas sobre la tierra comunal permearon el ambiente político.
Tales amenazas hicieron eco en una honda memoria histórica que
34 Ponciano Del Pino H.

se reinscribía en el presente, revelando las dudas de esta población


sobre la seguridad que ofrece el Estado. Estos nuevos peligros fue-­
ron afrontados por las comunidades desde una densa red de his-­
toricidad que conforma la vida cotidiana y que ha estado presente
a lo largo del siglo XX, manteniéndose y transformándose en su
propio proceso.
Así, las memorias de la apropiación de la tierra y la opresiva e
injusta «ley del hacendado» no solo son historias pensadas y recor-­

n
dadas: perpetúan un sentido de inseguridad y vulnerabilidad que


uc
reaparece cada vez que se percibe una nueva y similar amenaza. Sus
temores tienen más de un lado: incluye una fuerza foránea que busca

rib
subyugar a los comuneros y tomar sus recursos, así como también

st
un gobierno complaciente que no hace nada para pararlo. Esa actua-­

di
lidad del pasado es el nudo central de estas tensiones entre las políti-­
su
cas de articulación al Estado y las políticas de miedo y desconfianza
que caracterizan las dinámicas de la comunidad. Aunque parecen
da

opuestas, estas persisten en un equilibro precario, que alienta a la


bi

ambivalente relación entre comunidad y Estado.


hi
ro

La «ley del hacendado»


.P
or

Al principio del siglo XX, la topografía del poder en las comunida-­


t

des de la sierra de Ayacucho cambió dramáticamente. El proceso de


au

expansión de la hacienda había empezado desde la segunda mitad


de

del siglo XIX, cuando el Estado abandonó las políticas de protección


que prohibían la compra-­venta de tierras de las comunidades de in-­
ia

dígenas, mientras que, a su vez, eliminaba el tributo indígena.7 Sin


op

embargo, la apropiación de la tierra familiar y comunal como un


C

proceso masivo coincidió paradójicamente, al menos en esta región,


con el reconocimiento constitucional de las «comunidades de indíge-­
nas» en 1920. Este proceso de apropiación se dio en tanto la mayoría
de las familias y comunidades no podían probar su posesión dentro
del nuevo sistema moderno de propiedad establecido por el Estado.

7. Este argumento ha sido sugerido por María Isabel Remy (1994: 111).
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 35

Este proceso de pérdida de las tierras comunales en Ayacucho se dio


igualmente bajo formas similares y diferentes en otras regiones del
Perú y el resto de América Latina desde fines del siglo XIX, facilitado
por el avance de la creciente economía de mercado.8
Entre 1897 y 1906, la provincia de Huanta tenía registrados se-­
senta y un tributarios, catorce de los cuales residían en las partes
altas. Aunque no hay información sobre el tamaño de estas propie-­
dades rurales, las catorce estaban ubicadas por encima de los 3000

n
metros de altitud, dedicadas a la crianza de ganado menor, especial-­


uc
mente ovejas, y a la producción de tubérculos. Había pocas hacien-­
das en las partes altas, exactamente once en 1906.9 La mayoría de

rib
ellas, entre las que se incluían Uchuraccay, Cunya, Chaca, Pallcca,

st
Guancayoc y Culluchaca, fueron adjudicadas en el periodo colonial

di
tardío. De las treinta y tres propiedades que pagaban impuestos en
su
Huanta, solo nueve eran haciendas en 1782 (Méndez 2004: 119). La
mayoría de las tierras en las partes altas pertenecían a comunidades
da

de indígenas o eran tierras de realengo (tierras que no pertenecían ni a


bi

las comunidades, ni a las haciendas), que eventualmente se convir-­


hi

tieron en propiedades de facto de las familias que las usufructuaban.


ro

Esta composición cambió dramáticamente en los principios del siglo


.P

XX. Hacia 1970, la reforma agraria registró la expropiación de setenta


propiedades en la zona, haciendas cuya extensión variaba entre las
or

50 y 3000 ha.10
t
au

El Estado estableció su autoridad en la primera década del siglo


XX a través de la apertura del mercado de tierras. Sin embargo, esta
de
ia
op

8. Para el caso peruano, véase Jacobsen 1993;; para Nicaragua, Gould 1998;; para Gua-­
C

temala, Grandin 2000;; para Chile, Mallon 2005;; y para Bolivia, Gotkowitz 2007.
9. Hubo once haciendas registradas en la «matrícula de contribución predial» de
Huanta (ARAY, Sección Municipalidad, Leg. 131, 1862-­1906, «Matrícula de con-­
tribución predial rústica del distrito de Huamanguilla, Huanta y Luricocha»).
Véase, también, Coronel 1986: 45.
10. Esta información proviene de tres archivos: Archivo de la Corte Superior de
Justicia de Ayacucho: Sección Juzgado Agrario;; Archivo Regional de Ayacucho:
Sección Juzgado Agrario y Sección Juzgado de Tierras: Fuero Común Agrario y
Fuero Privativo Agrario;; y Archivo del Proyecto de Titulación de Tierras-­Minis-­
terio de Agricultura: Sección de reconocimiento de comunidades campesinas.
36 Ponciano Del Pino H.

política solo sirvió para permitir la arbitraria confiscación de tierras a


través de ventas irregulares y registros falsos. Aunque la tierra de las
comunidades de indígenas se declaró inalienable en la Constitución
de 1920, muchos foráneos se apropiaron de tierras comunales por ven-­
tas fraudulentas y compras certificadas por notarios amigos. Además,
este proceso de expropiación se facilitó, en la medida en que estas
comunidades no contaban con el reconocimiento legal de los títulos
de propiedad. La venta de un terreno pequeño podía quedar regis-­

n
trada como la venta de una área mucho más amplia, dejando, efecti-­


uc
vamente, a familias sin tierras;; con el aval de las autoridades locales,
tres o cuatro de tales ventas eran suficientes para desposeer, a una

rib
comunidad, de sus tierras. Estos procedimientos no estaban sujetos a

st
controles legales, y la gente de las comunidades claramente estaba en

di
desventaja frente a la ley. Muchas veces, los notarios alteraban la in-­
su
formación sobre el tamaño y posesión con su firma, dando valor legal
a un «papelito» que era totalmente ilegítimo. La memoria de la gente
da

sobre esta arbitraria práctica legal todavía es fresca;; se refieren a ella


bi

como un «engaño» perpetrado por la acción de una «mano negra».11


hi

La noción del engaño explica cómo los hacendados se aprovecha-­


ro

ron de la «ignorancia de la gente». Juana Gavilán, una líder que luchó


.P

contra la hacendada de Rodeopampa en 1962, explica con sarcasmo


y risas cómo los hacendados dieron a la gente «vestidos bonitos» y
or

«cosas bonitas», y les pidieron decir, a los notarios, «sí, nosotros he-­
t
au

mos recibimos plata en nuestros ponchos, mucha plata, como hojas


de coca».12 Pero, como indica esta explicación, el poder y el uso de
de

la «mano negra» por los hacendados solo es un lado de la historia.


ia

Algunas familias tuvieron participación activa, vendiendo sus terre-­


op

nos y allanando el camino para la intromisión de las haciendas. No


está claro por qué algunas familias vendieron sus terrenos. Algunos
C

ancianos recuerdan que no todas las ventas se dieron como resultado


del engaño: también era la «envidia» entre vecinos. Cargada de una

11. Aunque todas las entrevistas las hice en quechua, la referencia a la acción de la
«mano negra» fue hecha en español: Una acción ilegítima del uso de la Ley por
los hacendados, al tener de su lado a los notarios, abogados y jueces.
12. Juana Gavilán, entrevista hecha por el autor, Rodeopampa, 8 de julio de 2006.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 37

noción cultural, «envidia» es más que un simple «celo»: se asocia a po-­


der y conflicto, y da cuenta de la insatisfacción por el acceso desigual
a los recursos comunales. La envidia es un mecanismo de control so-­
cial que opera a través de prácticas culturales y relaciones interperso-­
nales, sancionando, por ejemplo, la desigualdad y una expansión evi-­
dente de la riqueza de ciertos miembros. Por lo tanto, mientras unas
familias tenían terrenos grandes y otras, pequeños, las tensiones entre
las familias insatisfechas y las «privilegiadas» se canalizaron a través

n
del creciente mercado de tierras. La venta pasó a ser una invitación


uc
para confrontar las diferencias sociales internas —para perjudicar a
un vecino con quien se tenía alguna disputa—. Para muchos que esta-­

rib
ban saliendo del campo hacia la ciudad, la venta se pensaba como una

st
oportunidad y una inversión para un futuro mejor.

di
A través del engaño o la envidia, la pérdida de la tierra fue
su
un hecho. En el caso de Iquicha, diez de sus dieciséis pagos se
convirtieron en haciendas después de 1920, tales como Iquicha de
da

Oswaldo Tutaya (318 ha), Qarasenqa de Oswaldo Tutaya (26 ha),


bi

Rodeopampa de Eduarda La Torre (750 ha), Ccatupata de Abelardo


hi

Cárdenas (1001 ha), Rumiormasqa de Juana Aybar Valdez (1325 ha)


ro

y Occoro de Maximiliano Chávez (120 ha). La familia Tutaya apro-­


.P

vechó este proceso de expropiación legal. Oswaldo Tutaya Vivanco


—quien heredó la posición de notario de su padre, Victorino Tutaya
or

Ascarza— firmó muchos contratos de venta de tierras en la provincia


t
au

de Huanta durante esta época. En la década de 1920, él compró terre-­


nos pequeños que más tarde se convirtieron en haciendas: Iquicha y
de

Qarasenqa. Una década después, su hermana Zoraida Tutaya y José


ia

Arguedas, quienes heredaron la hacienda Uchuraccay de Victorino


op

Tutaya, usando los mismos métodos tortuosos, se apropiaron de más


tierras en Aranhuay, San José de Santillana. Así, estas se convirtieron
C

en las haciendas de Ccochacc, Ccachir y Sañocc.


La mayoría de los nuevos hacendados provenían de sectores
medios ajenos a las punas, especialmente pequeños comerciantes.
Muy pocos fueron familias del lugar. Algunos provenían de familias
terratenientes tradicionales como los Tutaya y Aybar;; otras de sec-­
tores sociales emergentes, beneficiados por el comercio con la selva,
en especial de productos como la coca. En el proceso de reconfigurar
38 Ponciano Del Pino H.

la propiedad de la tierra, la mayoría de las haciendas del periodo


colonial cambiaron de propietarios como pasó con la hacienda con-­
formada por Bramadero, Chaca, Huaychao y Huayllay. A diferen-­
cia de otras partes del Perú —Junín, Arequipa y Puno, por ejemplo,
donde las haciendas ganaderas terminaron articuladas a los circuitos
internacionales de la lana—, la expansión de las haciendas en esta
región no se tradujo en la modernización de la economía, sino que,
más bien, produjo una arcaización de las relaciones sociales entre los

n
propietarios de las tierras y las familias que las habían perdido.


uc
Este nuevo sistema de poder y de legalidad es descrito por
Mauro Huaylla Romero, líder de Occoro, como hacendadupa ley (‘la

rib
ley del hacendado’), en alusión al poder excepcional que llegaron a

st
tener los hacendados al tener «la ley de su lado».13 La idea de vivir

di
como «esclavos» bajo este nuevo poder todavía es una referencia co-­
su
mún, que describe una condición de vivir como refugiados dentro de
su propia tierra y territorio. Los jefes de hogar —es decir, los hom-­
da

bres— tenían que pagar el alquiler para seguir viviendo en su propia


bi

tierra mediante el ofrecimiento de su mano de obra gratuita para los


hi

hacendados. Las dos formas de trabajo eran de peón en la hacienda


ro

y de servicio doméstico en casa de los hacendados. Era una labor


.P

de servicio por una semana, a la que se identificaba con el nombre


de «semanero». Esta experiencia es recordada por los exsemaneros
or

como la más humillante, no solo por el maltrato que recibían sino,


t
au

también, por el hecho de que el trabajo doméstico ponía en cuestión


su masculinidad al provenir de una sociedad con tradición patriar-­
de

cal, donde la labor doméstica era inherentemente de las mujeres.


ia
op

Memoria, política y «gobierno»


C

Durante el siglo XIX, la población de las alturas de estas dos pro-­


vincias tuvieron una activa presencia en la vida político-­nacional,
especialmente dentro del contexto de las guerras de independencia
(1824-­1828) y del Pacífico (1879-­1884). Su disposición para combatir a

13. Mauro Huaylla Romero, entrevista hecha por el autor, Huanta, 27 de diciembre
de 2006.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 39

los enemigos contrasta con la falta de resistencia contra el proceso de


expropiación y expansión de la hacienda desde la década de 1920. La
razón de esta ausencia de respuestas se halla en la represión militar
contra esta población en los años 1896 y 1897, así como en una nueva
cultura política local que habría puesto mayor énfasis no en las rebe-­
liones sino en la articulación política.
La victoria de Nicolás de Piérola contra el régimen del general
Andrés Avelino Cáceres en 1895, el líder heroico de la resistencia de

n
la sierra contra la invasión del Ejército chileno en los años 1883 y


uc
1884, cambió el panorama político peruano e inauguró la llamada
República Aristocrática. La administración de Piérola buscó moder-­

rib
nizar el Estado con reformas liberales entre las cuales destacan la crea-­

st
ción de nuevos impuestos y la liberalización del mercado de tierras.

di
En la provincia de Huanta, el nuevo impuesto a la sal se implementó
su
en 1896.14 El 26 de septiembre de 1896, más de dos mil comuneros de
da
las alturas (fuentes primarias mostradas por Luis Cavero dicen cua-­
tro y hasta seis mil) bajaron a la ciudad para exigir la abolición de este
bi

impuesto. Sus demandas se ignoraron, y la población respondió con


hi
ro

el doble asesinato del subprefecto y el alcalde de la ciudad, ambos


.P

miembros del Partido Civil de Piérola. La siguiente semana, Piérola


envió una expedición pacificadora de ochocientos soldados a la pro-­
or

vincia bajo el comando del coronel Domingo Parra.15


t
au

Con la experiencia de haber resistido la invasión del Ejército chi-­


leno en la región diez años antes, más de treinta comunidades de
de

las alturas se organizaron para resistir a la expedición pacificadora


de Parra. Pero la incursión militar de la Expedición no fue como la
ia
op

del Ejército chileno: era una que estaba allí para quedarse. No tenía
a toda la población en su contra y, de hecho, tenía el apoyo de los
C

hacendados y otros sectores de la región. Además, su propósito era


muy específico: destruir la capacidad de la población indígena de

14. Para un análisis de las implicancias de la implementación de los nuevos impues-­


tos en este contexto, véase Contreras 2005: 116-­136.
15. Para una referencia básica de estos eventos, véase Cavero 1957, Del Pino 1955 y
Ferrúa 2005.
40 Ponciano Del Pino H.

volver a resistir. «Pacificación» se convirtió en una ocupación que


duró siete meses, durante los cuales los soldados de la Expedición re-­
primieron violentamente a la población, asesinando a más de cuatro-­
cientas personas, muchas a través de ejecuciones públicas en las pla-­
zas de los pueblos y ciudades.16 Este fue el destino que encontraron
los líderes de Culluchaca, Carhuahuran, San José, Putis, Ichpico,
Yerbabuena, Occochaca, Patasucro, Cedropata y Mio (Cavero 1957:
87-­88). Además, muchos pueblos fueron incendiados y sus ganados

n
confiscados y matados, hechos que fueron descritos por Luis Cavero


uc
como un «tiempo de exterminación y devastación». La represión no
solo buscó cancelar el apoyo que todavía tenía Cáceres en la región,

rib
sino también acabar con la activa y pública participación política de

st
la población indígena.17

di
Miedo, violencia y represión forman parte de la memoria de la
su
gente, que viene a través de diferentes experiencias y temporalida-­
des, y que son transmitidas de varias formas. Aunque cada experien-­
da

cia deja señales concretas en las múltiples capas de la memoria, el


bi

tiempo las condensa en un acumulativo marco de sentidos que influ-­


hi

yen en las emociones y decisiones presentes, al mismo tiempo que se


ro

pierde la posibilidad de distinguir la particularidad de cada evento.


.P

En términos de eventos recordados, la represión de la última rebelión


indígena a finales del siglo diecinueve dejó sus huellas en cuentos
or

locales como el «Tawa Ñawi». Este título refiere supuestamente un


t
au

lugar en la selva donde luego de la muerte iban los soldados de la


expedición Parra y los hacendados que cometieron maldades con la
de

gente, condenados a quedarse en el espacio liminal entre la vida y la


ia

muerte, penando y buscando su salvación. Es, sin duda, una memo-­


op

ria social incrustada en una geografía imaginada de miedo y sobre


C

16. No hay información precisa sobre el número de personas asesinadas por la lla-­
mada «Expedición Pacificadora». Aunque algunos hablan de «miles», Antonio
Ferrúa, quien fue miembro de la denominada «Columna Huanta», una unidad
que ayudó a la Expedición, dice que las víctimas fueron más de cuatrocientas.
Ferrúa escribió sus memorias años después de esa represión (2005: 94).
17. Para un análisis de la participación indígena en la Guerra del Pacífico, la rebelión
de Huanta y la Expedición Pacificadora, véase, especialmente, Manrique 1981,
Coronel 1985, Husson 1992, Mallon 1995 y Heilman 2010.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 41

un orden inmoral de sufrimiento y represión. Luis Cavero (1957) re-­


gistró una versión temprana de esta historia en la década de 1930
(2003-­2007);; hacia finales de la década de 1970 fue registrada por el
antropólogo José Coronel (1985);; y, finalmente, yo escuché estas his-­
torias en las entrevistas que hice en los años 2005 y 2006.18
Sin embargo, a pesar de que la represión pareciera ocupar un
espacio menor en la memoria histórica de estos pueblos, tuvo éxito
al cambiar las prácticas políticas locales, desarticulando la capacidad

n
de movilización de la población indígena. Lo que la caracteriza luego


uc
es casi un completo repliegue, que la hace ajena a la acción política al
menos durante las primeras décadas del siglo XX. Una nueva cultura

rib
política fue instalada como resultado de la Expedición, y esta hizo

st
que las comunidades por décadas rehuyeran la acción y evitaran di-­

di
rigirse al Estado. Aun cuando la articulación política al Estado pasa-­
su
ría a ser la principal acción en la lucha contra los hacendados desde
la década de 1940, la desconfianza de la gente hacia el Estado no
da

desapareció del todo, con lo que se conformó una relación ambiva-­


bi

lente de estas comunidades con el Estado, como lo revela la historia


hi

de Melchor Huicho.
ro

Los ancestros de don Melchor Huicho habían venido desde


.P

una región distante de Huancavelica para trabajar en las tierras


de Vilcatoma de Inga, en las alturas de las provincias actuales de
or

Huanta y La Mar.19 Cuando decidieron mudarse del todo, les tomó


t
au

un mes trasladar todas sus pertenencias. Al llegar a la última cumbre,


antes de descender a las tierras que iban a poblar, tomaron un último
de

descanso. Mientras se animaban tomando y masticando la hoja de


ia

coca, uno de ellos hizo alusión a sus pobres huesos y pantorrillas,


op
C

18. «Tawa Ñawi» significa literalmente ‘cuatro ojos’, pero el uso del término «ojo»
posiblemente refiere al ojo de una cueva. Otros lo hacen referir un lugar oscuro,
un lugar que inspira miedo y terror.
19. La siguiente descripción intenta reproducir la estructura narrativa de mi primera
entrevista con Melchor Huicho, Ayacucho, 1 de octubre de 2006. Entrevisté a
don Melchor en otras dos ocasiones más, el 18 de diciembre de 2006 y el 27 de ju-­
lio de 2007. Don Melchor no hace referencia precisa de cuándo habrían poblado
la zona sus ancestros. Según Méndez (2004), esta área habría sido poblada hacia
finales del siglo XVII y principios del XVIII.
42 Ponciano Del Pino H.

adoloridos de tanto caminar: «Huichuchalla, huichu, huichuncha,


pobre moqun tullu huicho» (‘mis pantorrillitas, pantorrilla, mis pan-­
torrillas, pobre rodilla y hueso de las pantorrillas’). Y fue así como
quedó el nombre de su familia de «Huicho», que en español es ‘pan-­
torrilla’. En esta parte de su narrativa histórica, don Melchor presenta
un argumento moral sobre los derechos a la tierra de su familia, una
historia de lucha y sacrificio que resalta al estar inscrita en su propia
identidad, en su propio nombre. De este modo, queda atado a los

n
sacrificios de sus ancestros el adquirir la tierra con los derechos legí-­


uc
timos que hoy le asisten a su familia sobre aquella.
Cuando don Melchor era niño, «personas odiosas» empezaron a

rib
tomar la tierra. Algunas venían de fuera;; otras eran miembros de la

st
misma comunidad. Algunas compraban uno o dos terrenos para tra-­

di
bajar, pero otras compraban varios aquí y allí, tomando la tierra «de
su
las personas ignorantes» y amasando grandes propiedades. Así fue
como los hacendados llegaron. Eran los qullqichayuqkuna (‘los que te-­
da

nían platita’).20 Bajo falsas pretensiones, recibieron «sus papelitos, sus


bi

títulos de propiedad». Así es como llegó el hacendado, el munayniyuq


hi

(‘ávido’) patrón. Don Melchor tenía ocho años cuando su familia, jun-­
ro

to con la comunidad de Ccanccao y la mayoría de las comunidades


.P

del área, perdió sus tierras. Este proceso continuó «hasta que el área
estuvo lleno de haciendas […] la selva. Por todas partes [sic]».
or

Desde entonces, los «sin tierra» tenían que trabajar para el patrón
t
au

como peones para seguir viviendo allí. El patrón «hizo llorar, hizo lo
que quiso, es como se hizo servir» con la gente. La gente perdió la paz,
de

la tranquilidad, «ya no podíamos sentarnos y masticar nuestra coca.


ia

Ni siquiera podíamos dormir bien». Cuando intentaron defenderse,


op

luchar, «la policía se puso en contra de nosotros, encarcelando a los


líderes». A principios de la década de 1940, los miembros de la comu-­
C

nidad escogieron a don Melchor para llevar adelante la lucha contra


la hacienda. A pesar del hecho de ser analfabeto y quechuahablante,
ellos valoraron su carisma, sabiduría y habilidades como líder. Don

20. La palabra quechua usada por don Melchor no muestra respeto o subordinación
a esos poderosos hacendados, pero sí ironía, revelando en su mirada que la ri-­
queza, por sí misma, no confiere poder o autoridad legítima.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 43

Melchor sabía que los hacendados cultivaron miedo y fragmentaron la


organización comunal, y que algunas familias apoyaban a los hacen-­
dados. En ese entonces nadie podía imaginar ganar un juicio contra
un hacendado: «¿Cómo podría una persona ignorante ganar contra un
rico?». Entonces, ¿por qué decidieron luchar bajo esas condiciones tan
desiguales? Don Melchor tenía dudas de asumir ese liderazgo: «Yo no
podría;; mikukuruwaptinqa (‘si me comieran’)». Los otros campesinos de
su comunidad lo empujaron a aceptar, pero él les exigió que no lo ol-­

n
viden al enviarlo al campo de batalla: «nina sansaman huchaman hina


uc
qaykuykuwaspaykichiqa» (‘tirándome hacia un infierno de cenizas ar-­
dientes’). Estas imágenes figurativas y religiosas, de ser «tragado» por

rib
el poder de los hacendados o ser «tirado hacia las cenizas ardientes»,

st
revelan el profundo miedo de don Melchor y la comunidad frente al

di
desafío de dar inicio a la lucha contra los hacendados.
su
Después de decidir liderar la lucha de su comunidad como su
personero o cabecilla (autoridad reconocida legalmente por el Estado),
da

don Melchor empezó a viajar a las oficinas de la Dirección de Asuntos


bi

Indígenas en Ayacucho y Lima hacia finales de la década de 1940.


hi

Aunque llegó a conocer a las autoridades del gobierno, no logró re-­


ro

vertir la relación de abuso e injusticia, menos aún que las tierras fue-­
.P

ran devueltas a sus verdaderos propietarios. Según don Melchor, el


amplio poder de los hacendados siguió hasta que el gobierno por
or

fin habló y «extinguió a la hacienda»: «ya no habrán haciendas, ¡ca-­


t
au

rajo! No se comprará ni se venderá la tierra. Viviremos en igualdad.


Trabajaremos juntos. Ya no habrá odios mezquinos, enemigos, luchas,
de

¡no más de eso! Hablaron bien. Yo pensé: ¿Cómo será? Lo ves, con el
ia

Presidente ya no hay haciendas, ni siquiera en la selva». En respuesta a


op

la pregunta, ¿cuál presidente? Don Melchor respondió inmediatamen-­


te, «era Belaúnde, el primero, machu Belaúnde (el gran viejo Belaúnde),
C

porque acuérdate que él también tuvo un hijo que fue presidente».


El arquitecto Fernando Belaúnde Terry fue presidente dos veces,
primero desde 1963 hasta 1968, cuando se dio el golpe del general
Juan Velasco Alvarado, y luego nuevamente desde 1980 hasta 1985.
El hecho de que Melchor Huicho identificara erróneamente el segun-­
do mandato como el de su hijo, que nunca llegó a ser presidente,
revela la gran diferencia en las políticas de ambos mandatos. En la
44 Ponciano Del Pino H.

década de 1960, la comunidad había encontrado en su gobierno el


apoyo en las luchas contra la hacienda;; en la década de 1980, sufrie-­
ron la represión indiscriminada dentro del contexto de la insurgencia
de SL. Alejandro Portelli (1991) habla de misremembering —«misme-­
mory» en sus propias palabras— para describir estos «errores» en la
memoria de la gente.
El testimonio de Melchor Huicho ofrece una textura estética del
sentido y la intensidad de la experiencia —lo que significó vivir esa

n
experiencia, y lo que ello significa hoy—. Su narrativa histórica pa-­


uc
rece lineal y secular, si se toma en cuenta su liderazgo y posición
intelectual. Sin embargo, ella envuelve un complejo marco cultural

rib
de interpretaciones, en las que el mal se presenta de múltiples for-­

st
mas. El proceso de lograr el apoyo del «gobierno» no fue fácil: ello

di
tomó años de resistencia, viajes incansables a las oficinas del Estado
su
en Ayacucho y Lima, y reuniones con autoridades, que muchas veces
implicaban descuidar su propia familia y trabajo. Al llevar la lucha
da

de su comunidad más allá de los ámbitos locales, políticos y judicia-­


bi

les, la oficina de la Dirección de Asuntos Indígenas en Lima devino


hi

en el nuevo campo de batalla. En sus múltiples viajes tuvo que hacer


ro

frente no solo a las acciones de los hacendados sino también a las


.P

fuerzas del entorno natural y espiritual, entre las cuales se cuenta las
«malas almas» perdidas en este mundo.21
or

En muchos sentidos, la narrativa de Melchor Huicho es casi una


t
au

síntesis de la historia del siglo XX de las comunidades altas de Huanta


y La Mar, y de muchas otras a lo largo del país: la pérdida de tierras,
de

la regresión hacia relaciones sociales más arcaicas, las luchas de las


ia

comunidades contra ellos y la articulación política a través de la «bús-­


op

queda del gobierno». Me sorprendió oír el lugar que ocupa Belaúnde


en sus memorias. Se trata del recuerdo de un presidente que se puso
C

del lado de sus luchas en el derecho a la reposición de sus tierras.


Esta narrativa local contrasta con la narrativa y memoria nacional

21. En la narrativa de don Melchor, los cuidados necesarios frente a la amenaza de los
hacendados y su influencia en el poder institucional, así como frente al poder de
la naturaleza y los malos espíritus, fluyen indistintamente, sin advertir distinción
alguna. Todos requerían cuidado y reconocimiento de su poder de mal (y de bien).
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 45

que asocia la transformación social y política del campo con la refor-­


ma agraria de Velasco de 1969. Sin duda, la narrativa nacional como
marco de aproximación es en sí misma una representación más, una
forma de conocimiento;; y, por esto último, emplea una economía de
discurso de verdad y poder que privilegia ciertos procesos que no son
necesariamente reconocidos en las memorias locales. Pero la memoria
histórica en la narrativa de Melchor Huicho y de otros líderes nos de-­
safía a repensar y rearticular la historicidad de la memoria nacional.

n
Desde la perspectiva de estas comunidades, la transformación social


uc
más importante en el campo se asocia política y emocionalmente con
el primer gobierno de Belaúnde antes que con el de Velasco.

rib
Finalmente, el peregrinaje político de don Melchor no fue una

st
experiencia excepcional. Fue parte de un viaje más largo que incluyó

di
a cientos de personeros de muchas comunidades de indígenas. Fue
su
un viaje que se convirtió en una poderosa cultura política de parti-­
cipación política a través de la demanda de apoyo del Estado en el
da

reconocimiento de los derechos de las «comunidades de indígenas».


bi

Por lo tanto, era un viaje para la articulación política. Aunque este


hi

tipo de viaje no era nuevo, dado que se dio también con los caciques
ro

durante la época colonial —ellos también denunciaron los abusos


.P

de las autoridades locales y encomenderos al Estado central y lle-­


garon hasta a escribir a la Corona—, la particularidad de este fue el
or

carácter masivo y sistemático de la articulación. Se trataba de una


t
au

elección política, expresada en el viaje masivo y motivada por un


tipo de creencia sincera de obtener el apoyo del gobierno. Este doble
de

sentimiento, expresado en la acción y las creencias de los líderes en el


ia

gobierno, fue valorado por José María Arguedas. Este decidió honrar
op

esta lucha en la dedicatoria de su antología Cuentos del pongo (1969),


en la que resaltaba la labor de Santos Ccoyoccosi Ccataccamara, el
C

«comisionado de la escuela» de la comunidad de Umutu, provincia


de Quispicanchis, Cuzco. Don Santos Ccoyoccosi viajó a Lima seis
veces y tuvo reuniones con el ministro de Educación y dos presiden-­
tes. Siendo quechuahablante y analfabeto, tenía sesenta años cuan-­
do decidió viajar por primera vez a Lima. Cada vez que regresaba a
Umutu, llegaba cargando, en su espalda, donaciones de útiles escola-­
res que colectaba de varias oficinas del gobierno.
46 Ponciano Del Pino H.

La ley, articulación política y la construcción de la esfera


pública

Con la esperanza de conseguir este amparo del Gobierno he llegado a


Lima y he pedido justicia justamente con los demás comisionados de
mi comunidad, y no hemos conseguido […] desde 1923 no ha habido
autoridad ni gobierno que nos oiga.22

n
Este fragmento es parte de una carta enviada por Manuel


Huahualuque Condori al director de la Dirección General de Asuntos

uc
Indígenas el 8 de abril de 1949, después de su primer viaje a la capital. Él

rib
estuvo en Lima por segunda vez dos años después, «solo obligado a pe-­
dir justicia al Gobierno». Este viaje a la capital era parte de una batalla le-­

st
gal y política contra el hacendado Lucas Carpio, quien había tomado la

di
tierra de su familia y su comunidad en 1923. Manuel Huahualuque tenía
su
setenta y cinco años, y era un nativo de Hilata-­Santa Rosa de Huayrapata,
da
distrito de Inchupalla, departamento de Puno. Como representante de
la comunidad, él demandaba la intervención del «Supremo Gobierno»
bi

para proveer el «amparo y protección» que les debía.


hi

La demanda de «amparo y protección» del gobierno es un len-­


ro

guaje que resalta en los cientos de cartas enviadas a la Dirección de


.P

Asuntos Indígenas. Las demandas de los indígenas habían encon-­


or

trado un espacio institucional en el reconocimiento legal de la «co-­


t

munidad de indígenas» como un ente de derechos. Por otro lado, el


au

artículo 58.º de la Constitución de 1920 otorgaba la posibilidad de


de

alcanzar amparo y protección del gobierno.23 Creada en el mismo


año, la Dirección de Asuntos Indígenas debía responder a las quejas
ia

y reclamos de las comunidades indígenas. Respecto de la dación de


op

una ley de «amparo y protección», esta se enmarcaba en un lenguaje


C

con profundas connotaciones históricas: las podemos ver en la carta

22. Archivo de la Nación (AN)-­Asuntos Indígenas (AI), Leg. 3.13.2.15, Resoluciones


Supremas, Lima, 8 de abril de 1949.
23. Constitución de 1920. Título IV: «Garantías Sociales». Artículo 58.º: «El Estado
protegerá a la raza indígena y dictará leyes especiales para su desarrollo y cultura
en armonía con sus necesidades. La Nación reconoce la existencia legal de las
comunidades de indígenas y la ley declarará los derechos que les corresponden».
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 47

escrita por Guamán Poma de Ayala a Felipe III, el rey de España en


1613, apelando por un «buen gobierno».24 Dado su estatus constitu-­
cional, puede parecer que los líderes indígenas simplemente estaban
siguiendo una lógica legal al invocar tal lenguaje, pero su uso va más
allá del procedimiento legal. Es un vocabulario poderoso de derechos
con el cual la gente había exigido a través de la palabra y la acción
que el gobierno cumpliera sus obligaciones y siguiera su propia ley.
Laura Gotkowitz encuentra un similar vocabulario en las deman-­

n
das indígenas en Bolivia hacia 1940, por las que ellos solicitan «ampa-­


uc
ro y garantía». Como ella indica, «una estructura legal —un “efecto”
primario del Estado— no existía como un acuerdo abstracto formal

rib
en la Bolivia pre-­revolucionaria;; no había la mínima ilusión de que

st
la ley existía por encima de la práctica social, que estaba separada de

di
la sociedad como parte del Estado» (Gotkowitz 2005: 140).25 En sus
su
viajes a Lima, personeros o cabecillas intentaron articular los dere-­
chos de amparo y protección que les debía el gobierno. Ellos buscaron
da

una relación directa con los altos funcionarios del gobierno, pues la
bi

burocracia y las autoridades locales no les garantizaban sus derechos.


hi

Este «peregrinaje» en busca del gobierno empezó pocos años después


ro

del reconocimiento constitucional de las comunidades de indígenas


.P

en 1920. Según los archivos de la Dirección de Asuntos Indígenas,


los primeros personeros llegaron a Lima en 1922, y la mayoría proce-­
or

dían de Cuzco, Puno y Junín. En los dos primeros departamentos, el


t
au

Comité Tahuantinsuyo, el Patronato de la Raza Indígena y los intelec-­


tuales indigenistas eran muy activos en denunciar el maltrato inhu-­
de

mano que recibían los «indios» bajo el poder «gamonal», por lo que
ia

no es sorpresa que los primeros líderes provinieran de estas regiones


op

(Glave 1992, Burga 1986, Rénique 2004 y Álvarez-­Calderón 2005).


C

24. Felipe Guaman Poma de Ayala, «La primera nueva corónica y buen gobierno».
Un facsímil virtual de la carta original está disponible en la página web de Det
Kongelige Bibliotek, que conserva dicho manuscrito. Véase en el siguiente enlace
web: <http://www.kb.dk/permalink/2006/poma/info/en/frontpage.htm>.
25. La cita original en inglés es la siguiente: «a legal structure —a primary “effect” of
the state— did not exist as an abstract formal arrangement in prerevolutionary
Bolivia;; there was not the slightest illusion that the law existed above social prac-­
tice, that it stood separately from society as part of the state».
48 Ponciano Del Pino H.

Un segundo intento de articulación se dio en la siguiente dé-­


cada, después de la nueva Constitución de 1933. A diferencia de la
primera, donde el reconocimiento de la comunidad y las denuncias
contra los abusos y expropiaciones ilegales de los hacendados eran
las exigencias principales, la segunda llevó adelante demandas que
buscaban el apoyo del Estado en el desarrollo comunal, que incluía
la construcción de escuelas y carreteras, la provisión de útiles escola-­
res, la dotación de patrullas policiales para evitar el robo de ganado,

n
etc. Asimismo, muchos personeros iban a la «oficina de conciliación»


uc
para resolver los conflictos entre los comuneros u otros entre una co-­
munidad y una hacienda o entre comuneros y una autoridad. Venían

rib
de comunidades de todo el país, pero especialmente de la sierra cen-­

st
tral y sur, donde prevalecía el poder gamonal.

di
Las demandas legales en este contexto llegaron con otro proceso
su
en algunas partes del país. La Constitución de 1933 contenía un artí-­
culo ambiguo que promovía la reposesión factual de la tierra. Según
da

Gavin Smith, «el reconocimiento legal era la precondición para la re-­


bi

posición de las tierras perdidas, pero de facto la ocupación era una pre-­
hi

condición para el establecimiento del reconocimiento legal en primer


ro

lugar» (1989: 172).26 Este proceso de reconocimiento empezó con una


.P

inspección ocular oficial de los funcionarios de la Dirección de Asuntos


Indígenas en la zona de conflicto. Este procedimiento legal les animó
or

a los miembros de la comunidad y colonos a tomar acción y probar la


t
au

posesión factual. Gavin Smith muestra este proceso en Huasicancha,


una comunidad en Junín en conflicto con las haciendas Tucle, Río de la
de

Virgen, Antapongo, Laive e Ingahuasi. Empezando 1939, las comuni-­


ia

dades comenzaron a tomar las tierras de las haciendas tanto haciendo


op

uso de la ley como reclamando la posesión previa de la tierra.


Los colonos de las haciendas Chincheros, Ccaccamarca y Car-­
C

huanca, en la provincia de Cangallo, y la Compañía en Huamanga,


Ayacucho, experimentaron una situación parecida. La Constitución
de 1933 incluía una sección sobre las «Comunidades de Indígenas»,

26. La cita original en inglés es la siguiente: «legal recognition was the precondition
for repossessing lost land, but de facto occupancy was a precondition for esta-­
blishing legal recognition in the first place».
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 49

con seis artículos sobre las responsabilidades del Estado y los dere-­
chos de las comunidades. Especialmente en virtud del artículo 211.º,
los colonos exigieron que el Estado interviniese en la expropiación
de las haciendas «abandonadas» para ayudar a las comunidades con
problemas de escasez de tierra.27 Pero el proceso no fue sencillo, como
muestran los casos que se detallan a continuación. El 23 de junio de
1934, los colonos de Chincheros, en la parte sur de Ayacucho, provin-­
cia de Víctor Fajardo, lograron obtener una resolución ministerial en

n
la cual el hacendado Amador Ortega quedaba obligado a vender su


uc
hacienda al Estado. Unos meses después, la «comisión técnica» del
Ministerio de Fomento intervino para asegurar un acuerdo de venta

rib
entre el hacendado y los colonos. Sin embargo, los funcionarios lo-­

st
cales permitieron que Ortega decidiera unas condiciones de la venta

di
que los colonos no podían cumplir, entre las cuales destaca un precio
su
imposible de pagar. Al final, la expropiación no sucedió.
Desde 1922, cuando Amador Ortega compra la hacienda, él se
da

había hecho de varias importantes influencias sobre los procesos le-­


bi

gales y políticos en la región. Pero antes de ceder y renunciar a su lu-­


hi

cha, los líderes colonos de Chincheros decidieron llevar el caso hasta


ro

las más altas autoridades en Lima. Después de quince días de viaje,


.P

la delegación conformada por dieciséis miembros de la comunidad


—incluida una mujer y dos jóvenes— llegaron a Lima en diciembre
or

de 1935. Era una de las primeras delegaciones de Ayacucho que lle-­


t
au

gaba a la capital. Todos ellos se reunieron con el primer ministro en


el palacio de gobierno para denunciar «la falta de garantías por parte
de

de las autoridades» y acusar a los hacendados de obligarles a traba-­


ia

jar bajo condiciones terribles, que incluían golpes frecuentes, falta de


op

pago o comida, y la prohibición de establecer escuelas para sus niños.


Los líderes habían venido a palacio «para reclamar nuestros dere-­
C

chos y exigir amplias garantías del Gobierno Supremo», y salieron


después de recibir la promesa del primer ministro de solucionar sus

27. Constitución de 1933. Título XI: «Comunidades de Indígenas». Artículo 211.º: «El
Estado procurará de preferencia dotar de tierras a las comunidades de indígenas
que no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población,
y podrá expropiar, con tal propósito, tierras de propiedades particular, previa
indemnización».
50 Ponciano Del Pino H.

problemas.28 Sin embargo, esta promesa nunca se concretó y, hacia


finales de 1951, los líderes colonos de Chincheros regresaron a Lima,
esta vez para pedir la intervención del Congreso.
El proceso de articulación con el Estado y la presión sobre las
tierras de las haciendas se intensificaron hacia la década de 1940,
y eso empujó al gobierno de Manuel Prado (1939-­1945) a crear la
Procuraduría Gratuita de Indígenas, cuya función sería ofrecer apo-­
yo legal a los personeros que llegaban a la capital «constantemente

n
y en gran número».29 Aunque los conflictos de la tierra fueron los


uc
problemas más frecuentes y significativos, el gobierno de Prado
inició una campaña de alfabetización nacional para la población in-­

rib
dígena, enviando «brigadas de culturización» al campo. Además,

st
la Administración intentó empujar, a través de la Ley Orgánica de

di
Educación Pública, a los grandes terratenientes y latifundistas a
su
construir escuelas y proveer profesores para los niños de sus trabaja-­
dores. Sin embargo, esta resolución fue incumplida.30 Lo que sí fun-­
da

cionó fue la resolución para bajar los requisitos burocráticos para el


bi

oficial reconocimiento de la comunidad. En vez de requerir un título


hi

original del terreno, documento del que la mayoría de las comuni-­


ro

dades carecía, el gobierno aceptó una «copia legalizada o prueba de


.P

dominio», y 446 comunidades en todo el país por fin alcanzaron re-­


conocimiento.31 No obstante, estas iniciativas legales y medidas pa-­
or

liativas no eran suficientes para mejorar la situación de los indígenas


t
au

y acabar con los abusos y conflictos en el campo. Los cambios en el


ambiente político de 1940 y 1950 fueron suficientes para animar a
de
ia

28. Archivo del Convento de San Francisco (ACSF), Sierra: Vocero Fajardino. Lima, ene-­
op

ro de 1936, pp. 1-­2. Hay también muchos documentos de los trámites seguidos por
esta comunidad en el AN-­AI y en el Archivo Regional de Ayacucho (ARAY).
C

29. «El Estado se ha impuesto la obligación de protección del elemento nativo, garanti-­
zando que estas medidas sean accesibles a todos, respetando sus derechos y libertad
a coexistir […] dentro de la organización democrática del país. Una de las medidas
consiste en facilitar asesoría y procedimientos prácticos para evitar la continua ex-­
plotación de la ignorancia de los indígenas por los foráneos. Ellos son líderes que
constantemente y en gran número vienen a la capital de la República» (ARAY, Sec-­
ción Subprefectura, Leg. 02. Oficios Recibidos. Ayacucho, 18 de febrero de 1942).
30. ACSF, Sierra: Vocero Fajardino. Lima, primera quincena de mayo, 1944, p. 4.
31. ARAY, Prefectura: Oficios Recibidos, Circular n.º 03. Leg. 74. Lima, 18 de julio, 1945.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 51

algunos terratenientes en muchas regiones del país a organizarse en


sociedades ganaderas y agrícolas, y a viajar a Lima para exigir, igual-­
mente, protección y garantías de la Dirección de Asuntos Indígenas
contra la invasión de «sus propiedades».
Aunque el artículo 211.º promovió que la gente haga campañas
para la expropiación y redistribución de las tierras de las haciendas
por el Estado, en la práctica eran pocos los cambios en la propiedad
de la tierra. Según el discurso dado por el senador Alberto Arca Parró

n
en el Congreso de la República el 2 de agosto de 1963, impulsor del


uc
mencionado artículo, la labor deficiente de la Dirección de Asuntos
Indígenas y el incumplimiento de las leyes de la Constitución dejaba

rib
la situación de los indígenas sin cambios.32 Desde 1933 hasta 1950, el

st
Estado compró y redistribuyó solo dos haciendas en el país, una de

di
ellas en Junín y la otra en Lima. Se trató de un número menor que
su
el de haciendas compradas por las comunidades en la misma época
(por lo menos seis, registradas oficialmente para 1951).33 El caso del
da

limbo legal de los colonos de Chincheros fue uno de 1661 denuncias


bi

presentadas por las comunidades de indígenas que todavía espera-­


hi

ban una solución en la Dirección General de Asuntos Indígenas en


ro

julio de 1963. De estos 1661 casos, aproximadamente un 60% corres-­


.P

pondían al mismo tipo de conflicto, es decir, 800 a 900 denuncias


eran sobre «el mejor derecho de dominio y sobre reivindicación de
or

tierras». Según el censo de 1940, había más de 4.000 comunidades


t
au

indígenas en el país, pero solo 1.668 tenían reconocimiento legal.34


El senador Arco Parró no fue el primero en criticar la labor de la
de

Dirección de Asuntos Indígenas. En 1945, el senador Ramiro Prialé


ia
op
C

32. AN-­AI, 1963-­1964, Leg. 3.13.2.5, transcripción del discurso del senador Alberto
Arca Parró, Lima, 29 de agosto, 1963. Arca Parró nació en Ayacucho y fue sena-­
dor por Lima por las filas del APRA. Él fue un prestigioso estadista, que tuvo a su
cargo la organización del Censo Nacional de 1940.
33. AN-­AI, 1951-­1959, Leg. 3.13.2.3, documentos diferentes: lista de comunidades
oficialmente reconocidas;; lista de haciendas expropiadas por el estado para las
comunidades de indígenas;; y lista de haciendas compradas por miembro de co-­
munidades o colonos. Ministerio de Trabajo y Asuntos Indígenas, Lima, 10 de
septiembre, 1951.
34. Discurso del senador Arca Parró.
52 Ponciano Del Pino H.

también hizo pública su queja sobre «la suma morosidad en la tra-­


mitación de los expedientes». En una carta a la Dirección de Asuntos
Indígenas, precisa que «los senadores de la célula parlamentaria
aprista, así como algunos miembros de esta Cámara, venimos reci-­
biendo, con frecuencia, la visita o la reiterada demanda de comisio-­
nes procedentes de las Comunidades de Indígenas, que llegan a la
capital de la República, con el propósito de que sean resueltas por el
Ministerio de Justicia y Trabajo, las controversias que tienen plantea-­

n
das ante la Dirección de Asuntos Indígenas».35


uc
Es evidente la ambigua atención dada por el Estado a los dere-­
chos de las comunidades durante todos estos años, que constituye

rib
otra de las manifestaciones del incumplimiento de las leyes de las

st
Constituciones de 1920 y 1933. A pesar de las leyes de protección,

di
la Dirección de Asuntos Indígenas no ofrecía garantías reales de
su
protección;; por el contrario, para la década de 1960 había muchas
denuncias contra los funcionarios de esta entidad en las oficinas pro-­
da

vinciales. Sin embargo, esta «letra muerta» de la Constitución y esta


bi

ineficiencia de la Dirección, en vez de desanimar, empujaron a los


hi

líderes a buscar otros canales estatales: a algún congresista conocido


ro

u otras redes políticas construidas en estos viajes. Particularmente


.P

importantes fueron las asociaciones de inmigrantes en Lima, las re-­


des de profesionales progresistas y activistas políticos, y el APRA,
or

que tenía una fuerte presencia en el área rural.36


t
au

Tal vez parezca ingenuo celebrar el uso de los canales estatales


por las comunidades cuando aparentemente no traían resultados.
de

Sin embargo, el solo hecho de que estas oficinas prestaran atención a


ia

sus demandas era ya un logro significativo. Aunque precisamente la


op

institucionalización de la propiedad legal de la tierra había promovi-­


do la expropiación de las tierras comunales, la de los procedimientos
C

legales para reclamar sus derechos abrió nuevos espacios y oportuni-­


dades. El masivo peregrinaje político de los líderes indígenas a Lima

35. AN-­AI, 1940-­1951, Leg. 3.13.2.2, Oficio n.º 517 al Ministerio de Justicia y Trabajo,
Lima, 15 de septiembre, 1945.
36. Para una perspectiva local de la presencia del APRA en las comunidades, véase,
para Ayacucho, Heilman 2010;; y, para Junín, LaMond 1970.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 53

durante estos años se puede leer así y, en este sentido, se constituyó


en una nueva esfera pública de participación para la población indí-­
gena. Para contrarrestar las influencias ilegítimas y hegemónicas que
tenían los hacendados en las autoridades políticas locales, los líderes
de las comunidades de indígenas buscaron la mediación de la oficina
central de la Dirección de Asuntos Indígenas, de los congresistas y,
si era posible, del propio presidente. Pero más que una maniobra
conveniente, era un paso consciente hacia un proceso de articulación

n
al Estado. Además de buscar mediar entre este y sus comunidades


uc
de indígenas, los viajes de los personeros abrieron un espacio de de-­
bate sobre la indiferencia del Estado hacia la sierra y el olvido de las

rib
comunidades de indígenas, y sacaron a luz las relaciones arcaicas en

st
el campo y los abusos de los gamonales. Al circular sus reclamos y

di
exigencias entre las oficinas del Estado y los medios de comunica-­
su
ción, las comunidades de hecho crearon una esfera pública donde
hicieron pública sus voces, usando la palabra escrita y la lograda vi-­
da

sibilización por su constante presencia, física y política, en el centro


bi

de poder, Lima.37
hi

Una de las primeras delegaciones en llegar desde Ayacucho


ro

hasta la capital fue la de Chincheros, en diciembre de 1935. Tenía


.P

el apoyo de los hermanos Pedro y Asención Aedo, sacerdotes del


pueblo de Canaria.38 Un mes después, en enero de 1936, el primer
or

número del diario bimensual Sierra: Vocero Fajardino abrió con un ti-­
t
au

tular que denunciaba la «tiranía» del gamonalismo en la provincia


de Víctor Fajardo e incluía un informe sobre los abusos cometidos
de

contra los colonos indígenas de Chincheros que habían viajado a


ia

Lima para denunciarlos. «El gamonalismo en la provincia extorsiona


op

a nuestro indio y atenta la propiedad colectiva» era el título del ar-­


tículo, cuyo contenido hizo público los métodos ilegales y abusivos
C

37. Geoff Eley (1992) ofrece una mirada alternativa de la esfera pública, situando el
concepto en el contexto histórico específico y en formas autónomas de expresión.
Desde su perspectiva se debe considerar especialmente un contexto particular
como este, donde la mayoría de la población y sus líderes eran iletrados.
38. AN-­AI, 1926-­1939, leg. 3.13.2.1, Lima, 19 de mayo, 1936. En 1933, Pedro Aedo
fue acusado por el gobernador de Huancapi, Víctor Fajardo, como miembro del
APRA (ARAY, Subprefectura, s/n, oficios 1995-­1996).
54 Ponciano Del Pino H.

usados por los hacendados y las autoridades políticas locales contra


los indígenas.39
Aunque este periódico buscó tener un carácter regional, la ma-­
yoría de las noticias se circunscribían a Víctor Fajardo y las provincias
del centro sur de Ayacucho. Las denuncias contra el gamonalismo en
la provincia, así como las quejas del «abandono» sufrido en la región
por el Estado, tomaron un lugar central en el periódico. El director
de noticias, Moisés Vizcarra Torres, y muchos otros líderes campesi-­

n
nos de la provincia eran afiliados o simpatizantes del APRA, por lo


uc
que no sorprende que el diario fuera la voz de las denuncias contra
los gamonales y hacendados del lugar. La falta de informes sobre el

rib
gamonalismo en Huanta y La Mar, donde tenían mayor presencia y

st
poder, se explica por el hecho de que, en Huanta, la mayoría de los

di
hacendados eran miembros del APRA, a diferencia de lo que ocurría
en Víctor Fajardo y Cangallo.40 su
En Huanta, la esfera pública fue ocupada por diferentes círcu-­
da

los culturales e intelectuales, organizados alrededor del Comité Pro-­


bi

Progresista Local y la sociedad Unión y Progreso.41 La mayor parte


hi

de los miembros de los clubes y centros culturales estaba constituida


ro

por «familias distinguidas», que en la mayoría de los casos incluían


.P

a los propios hacendados, así como a los sectores medios urbanos y


altos. A pesar de su supuesta modernidad, estos centros no hicieron
or

declaraciones públicas contra el gamonalismo. Su discurso de «pro-­


t
au

greso» se basaba en el deseo de modernización física de la ciudad de


Huanta, que se alcanzaría recién en la década de 1940 y que incluía
de

la construcción de las carreteras a las capitales de distrito y el ini-­


ia

cio del proyecto de irrigación que permitiría llevar el agua del neva-­
op

do Rasuwillca a las tierras del valle. El proyecto de modernización,


C

39. ARAY, Sierra: Vocero Fajardino, Lima, enero, 1936.


40. Gavin Smith (1989) muestra las diferentes posiciones que hubo entre los miem-­
bros del APRA en Junín sobre el gamonalismo, especialmente entre los propieta-­
rios de hacienda, los trabajadores y los líderes campesinos (véase particularmen-­
te el cap. 7).
41. Ricardo Urbina Ascarza, abogado y propietario de la hacienda Uchuraccay, fue el
primer director de la sociedad Unión y Progreso en 1941. Para el círculo intelectual
y la producción cultural en la ciudad de Ayacucho, véase Glave y Urrutia 2000.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 55

la principal demanda política y de identidad, se imaginó lejos y en


contra de las poblaciones altoandinas (jamás en contra de los gamo-­
nales o como una denuncia de sus abusos).

La década de 1960: movimiento por la tierra e insurrección


de la memoria y el conocimiento

La movilización campesina por la tierra que va de 1961 a 1964 es de

n

las más importantes en el país y está directamente relacionada con la

uc
articulación de cientos de líderes comunales que desde la década de
1920 emprendieron el peregrinaje político hacia la capital. En la déca-­

rib
da 1960, tal vez involuntariamente, el presidente Fernando Belaúnde

st
tuvo un papel destacado al establecer una identificación política de

di
la gente con el gobierno, por lo menos entre las comunidades de in-­
dígenas de Huanta y La Mar. su
El éxito de la represión de la Expedición Pacificadora de los años
da

1896 y 1897 se constata en la ausencia de respuestas frente a la ex-­


bi

propiación de las tierras en el área. Asimismo, la articulación de la


hi

población al Estado se daría recién en la década de 1940, dos décadas


ro

después de la emprendida por los personeros de las comunidades


.P

de Cuzco y Puno. Los primeros líderes de la zona en salir hacia la


or

capital fueron de los pagos de Iquicha: Manuel Romero de Occoro,


t

Pío Urbano de Qarasenqa, Mariano y Alejandro Auccatoma de Mio,


au

Vicaña y Tello de Iquicha y Melchor Huicho de Ccanccao, todos anal-­


de

fabetos, monolingües y quechuahablantes. Iniciada como una expe-­


riencia aislada, la lucha de estos líderes se convirtió en ejemplo. Al
ia

final de la década de 1950 y principios de la de 1960, la mayoría de


op

los líderes de las comunidades de la zona sabía cómo negociar con el


C

poder y la burocracia en sus diferentes instancias y niveles, y la lucha


contra la hacienda había pasado a ser su agenda principal.
Las luchas legales continuaron en todas partes, pero la sierra
de Huanta se convirtió, hacia 1961, en un campo de batalla. Sin re-­
nunciar a la lucha legal, los líderes en lugares como Rodeopampa,
Huaynacancha, Aranhuay y otros, empezaron a expulsar a los
hacendados. Este proceso de reposesión también ocurría en otras
partes de la región, que incluían las haciendas de Pomacocha,
56 Ponciano Del Pino H.

Chinchero y Ccacamarca en Cangallo;; Onqoy en Andahuaylas;; y en


otras varias partes del país (Cuzco, Junín, Pasco, Puno y Huaraz).42
En cada región y provincia, las comunidades de indígenas, campe-­
sinos y colonos, muchas veces con la mediación de jóvenes estu-­
diantes universitarios y abogados progresistas y de izquierda de las
ciudades cercanas, estaban intentando construir sus propias federa-­
ciones campesinas.
Un buen ejemplo de las diversas redes sociales y políticas que

n
actuaron en esta lucha es el de los inmigrantes de Pomacocha en


uc
Lima y su activo rol en la lucha política y legal contra la hacienda.
Los primeros inmigrantes de Pomacocha en Lima establecieron la

rib
Sociedad de Auxilios Mutuos en la década de 1940, y esta tenía,

st
entre sus objetivos, apoyar el desarrollo de su comunidad y las lu-­

di
chas contra la hacienda. Su agencia y acción política se canalizaba
su
en el establecimiento de puentes con congresistas de la provincia
de Cangallo y en el seguimiento de las demandas de la comunidad
da

en las diferentes oficinas estatales en la capital. Una década des-­


bi

pués, en octubre de 1959, se estableció el Centro Unión Progresista


hi

Pomacocha y entre sus líderes se encontraba el joven Alberto Izarra,


ro

hijo de la primera generación de inmigrantes de Pomacocha en Lima


.P

y estudiante de derecho de la Universidad Nacional Mayor de San


Marcos. Fue en San Marcos que los estudiantes de la provincia de
or

Cangallo organizaron la Asociación de Estudiantes Universitarios


t
au

e Institutos Superiores de la Provincia de Cangallo el 12 de octu-­


bre de 1959. Uno de los impulsores era Ernesto Quispe, estudian-­
de

te de Derecho de Cora Cora, quien a la vez era miembro de la


ia

Confederación Campesina del Perú (CCP), un sindicato campesino


op

vinculado al Partido Comunista. Con tales afiliaciones, estos jóve-­


nes abogados de izquierda fueron a Pomacocha y apoyaron la orga-­
C

nización de la Unión de Campesinos de Pomacocha, Chanen, Chito


y Vilcashuamán. Dos años después, el 12 de octubre de 1961, entre
la continua e inconclusa batalla legal y política, los dirigentes de la
comunidad decidieron expulsar al mayordomo e invadir la hacien-­
da de Pomacocha. Luego de unos meses, el 25 de marzo de 1962,

42. Véase Blanco 1972, Neyra 1968, Handelman 1975 y Hobsbawm 1974.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 57

Pomacocha fue sede de la primera Convención de la Federación


Campesina de la Provincia de Cangallo.43
Para el caso de Huanta, Jorge Moya es otro ejemplo. Hijo de una
de las familias más distinguidas de Huanta —su abuelo tenía locales
comerciales en la ciudad y tierras en las alturas, que incluían la ha-­
cienda Choqewichqa, en Carhuahuran—, él dejo la provincia para tra-­
bajar en Lima y estudiar derecho en la Universidad Nacional Mayor
de San Marcos. Regresó a Huanta en 1961 como abogado, y pronto se

n
involucraría en los conflictos por la tierra, al asumir la defensa de mu-­


uc
chas comunidades contra los hacendados. Junto a Jesús Soto Porras,
personero y asesor de varias comunidades de las alturas, impulsa-­

rib
ron la organización de la Federación Campesina de la Provincia de

st
Huanta. Jesús Soto venía de una familia de pequeños comerciantes

di
y, por las conexiones de su familia, cultivó una relación cercana con
su
las poblaciones de las alturas, así como cultivó simpatía por los par-­
tidos Acción Popular y Frente de Liberación Nacional. Inicialmente,
da

él había tenido cierta simpatía con las ideas progresistas del APRA,
bi

pero no llegó a unirse al partido, porque este, en la provincia, estaba


hi

conformado por hacendados, contra quienes pronto lucharía.


ro

En vez de unirse a una federación centralizada en el ámbito na-­


.P

cional (o quedar absorbido por ella), cada una de las federaciones


trabajaban juntas, una con otra, además de coordinar con las redes de
or

inmigrantes y estudiantes en la capital. La mediación de los jóvenes


t
au

estudiantes de Derecho y los activistas políticos de izquierda dieron


al movimiento campesino, en algunas zonas, una orientación ideoló-­
de

gica. La circulación de las ideas y la experiencia política de la gente


ia

entre las ciudades (entre las que se incluían Lima y los centros mine-­
op

ros en Junín) y las comunidades ayudaron a la construcción de fuertes


federaciones campesinas, especialmente en Cuzco, Junín y Pasco. En
C

1961, los sindicatos campesinos en Cuzco tomaron las haciendas en


las provincias de La Convención y Lares. La Federación Campesina
de Cuzco se fundó en 1958 y, para 1960, tenía ciento treinta sindica-­
tos campesinos miembros, con lo que se convirtió en la federación

43. Para mayores detalles sobre estas redes sociales y políticas, véase las entrevistas que
hiciera Michael Chuchón (2009) a quienes fueron jóvenes abogados en esos años.
58 Ponciano Del Pino H.

campesina más importante del país, en parte, sin duda, por el lide-­
razgo que le diera Hugo Blanco. El movimiento de La Convención
influyó en el curso de la movilización campesina en el país, ya que las
noticias sobre sus éxitos se difundieron rápidamente y generaron un
impacto profundo. Este hecho convirtió al mencionado movimiento
en un referente principal de las otras comunidades.
La reunión que organizó la Federación de Campesinos de la
Provincia de Huanta el 25 de septiembre de 1963 convocó entre tres

n
y cuatro mil campesinos, que bajaron desde las alturas a la ciudad


uc
de Huanta. Tal movilización fue la primera luego de seis décadas,
después de la última rebelión indígena en Huanta, en 1895, que ha-­

rib
bía sido fuertemente reprimida en 1896 y 1897. Marchando en una

st
larga fila, entraron a la plaza central de la ciudad con pancartas y

di
banderolas, que demandaban derechos laborales en las haciendas, el
su
reconocimiento de sus comunidades y una verdadera reforma agra-­
ria. Esta marcha era el inicio del primer Congreso de la Federación
da

Campesina, organizado por Jesús Soto y Jorge Moya con el apo-­


bi

yo de la Federación Departamental de Campesinos de Ayacucho


hi

y la Federación de Estudiantes de la Universidad Nacional de San


ro

Cristóbal de Huamanga. La conexión entre la Federación Campesina


.P

de Huanta y el movimiento de La Convención, dirigido por Hugo


Blanco, fue Fausto Cornejo, un líder joven del valle de Huanta que
or

se unió a las luchas campesinas de La Convención (Neyra 1968: 97).


t
au

El Congreso reunió por cuatro días a más de cien delegados de


treinta y ocho comunidades y haciendas. De estas treinta y ocho, vein-­
de

tiún fueron de las alturas, y entre se contaron Ccachir, Culluchaca,


ia

Pampalca, Pultunchara, Huaynacancha, Huayllay, Mio, Iquicha,


op

San José de Secce, Canrao, Ccarhuahuran, Pera, Irquis y Huaychao.


Todas se encontraban envueltas en conflictos con los hacenda-­
C

dos. Cinco de los ocho coordinadores del Congreso eran cabecillas


de las alturas: Crispín Morales Gómez de Rodeopampa, Abrahan
Santiago Huamán de Huaynacancha, Esteban Garay de Paccchancca,
Humberto Loayza de la hacienda Mio y Benigno Crispín de Usmay,
en la ceja de selva (Rivera 1970).
Una de las resoluciones del Congreso fue expresar su apoyo pú-­
blico al recientemente elegido presidente Fernando Belaúnde. Una
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 59

carta dirigida a él describía la situación de pobreza y explotación de


la gente indígena, y le ofrecía su respaldo para llevar adelante la ver-­
dadera reforma agraria.44 El 15 de octubre de 1963, a menos de un
mes del Congreso, un gran número de delegados de estas comunida-­
des, encabezados por Jesús Soto Porras, viajaron a Lima para reunir-­
se con el presidente como respuesta al «llamado a las comunidades»
que este había hecho. Jesús Ccente Huamán, cabecilla de Huaychao,
recuerda esa reunión con el presidente como un gran evento, en es-­

n
pecial porque era la primera vez que lo hacían con un presidente.45


uc
Aunque con este «llamado» Belaúnde buscaba persuadir a los líderes
comunales de detener las invasiones de tierras que se daban en todo

rib
el país, para líderes como Jesús Ccente esta reunión animó a la gente

st
de las comunidades a luchar para recuperar las tierras de la hacien-­

di
da. Don Jesús recuerda que, cuando regresaron a sus comunidades
su
y hablaron de la reunión con el presidente, ello motivó a la gente
a tomar acciones;; incluso las personas que antes habían apoyado a
da

las haciendas estaban dispuestas a luchar. Aunque la batalla legal y


bi

política contra la hacienda era un tema central en muchas partes del


hi

país en estos años, la administración de Belaúnde llevó el proceso a


ro

una situación incontrolable.


.P

El proceso de reocupar por la fuerza las tierras de las haciendas


ilegítimamente expropiadas se distingue en el caso de las haciendas
or

de origen colonial. Haciendas como Uchuraccay, Cunya, Pallcca y


t
au

Chaca, mantenían algo de legitimidad a los ojos de la población, y


estos hacendados mantuvieron su poder y posición social incluso
de

después de la reforma agraria de 1969. Diferente a estas haciendas,


ia

las establecidas después de 1920 enfrentaron problemas de auto-­


op

ridad y legitimidad en toda la década de 1960, y fueron expropia-­


das por la población. Según una denuncia presentada por Teófilo
C

Arnulfo Andía, dueño del fundo Allpachaca (600 ha), para lograr la
recuperación de la tierra, los dirigentes «han dicho que es lo que ha

44. Antonio Cartolín, líder, fundador y presidente de la Federación de Campesinos


de Ayacucho, entrevista hecha por el autor, Huanta, 30 de enero de 2006.
45. Jesús Ccente Huamán, entrevista hecha por el autor, Huanta, 4 y 8 de octubre de
2008.
60 Ponciano Del Pino H.

mandado el líder supremo Fernando Belaúnde Terry, y que están


obligados a no reconocer a sus patrones, y tomar el control de las tie-­
rras y bienes».46 Eso explica por qué, en Polanco, Allpachaca, Irquis y
en otras comunidades de las alturas de Huanta, se tomaron las tierras
de la hacienda una vez que Belaúnde juramentara como presidente.
Tal vez, por primera vez desde la Guerra del Pacífico, los líde-­
res de las comunidades de indígenas sentían que formaban parte
del gobierno, tocados por la aparente preocupación del presidente

n
Belaúnde por su bienestar y sus derechos legítimos. Asimismo, los lí-­


uc
deres tomaron las señales de ese apoyo que escucharon en los discur-­
sos de Belaúnde e intentaron trabajarlas en su beneficio: el 28 de julio,

rib
mientras Belaúnde asumía su mandato, la comunidad de San Pedro

st
de Cajas en Junín tomaba la hacienda Chinchausiri, «malinterpretan-­

di
do el mensaje de Belaúnde».47 Semanas después, cuatro comunidades
su
más tomaron cuatro haciendas organizadas bajo la Sociedad Agrícola
Ganadera Algolán S. A. Esas propiedades eran bastante extensas: solo
da

la hacienda tomada por la comunidad de Ninaca cubría 15.215 ha.


bi

Lo mismo sucedió con las haciendas de Yanamarca y El Diezmo. En


hi

Pasco, una semana después de la juramentación de Belaúnde, vein-­


ro

ticuatro haciendas con un total de 144.621 ha fueron tomadas por


.P

comuneros y colonos entre el 6 de agosto y el 4 de septiembre.48 En


las grandes reuniones públicas y movilizaciones del Cuzco, los líde-­
or

res llamaban «Huiracocha Belaúnde» al presidente (Neyra 1968: 137).


t
au

Según Handelman (1975), el número total de invasiones de tierra po-­


dían ser entre trescientos cincuenta y cuatrocientas, y casi trescientos
de

mil campesinos estaban involucrados en la movilización a lo largo de


ia

la sierra: «La movilización campesina a principios de los años 1960


op

sin duda fue uno de los movimientos campesinos más grandes en la


historia de América Latina» (1975: 121).
C

46. Archivo Subprefectura de Huanta: Solicitud de garantías de Teófilo Andía.


Huanta, 7 de enero de 1964. También, ARAY: Juzgado de Tierra, Fuero Común
Agrario, Legajo 10, Cuaderno 03, 08 y 18, Vidal Andía contra Antonio Ramos,
Miguel Santiago y otros, arrendatarios del fundo Allpachaca. Huanta, noviem-­
bre de 1964.
47. ARAY, Sierra: Vocero Fajardino, Lima, primera quincena de agosto, 1963, p. 2.
48. AN-­AI, 1963-­1964, Leg. 3.13.2.5, Cerro de Pasco, 7 de octubre, 1963.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 61

Por lo tanto, sin apoyar directamente a la reposesión de la tierra,


el gobierno de Belaúnde legitimó el derecho de la gente de tomar ac-­
ciones. Sin duda, las palabras y acciones de Belaúnde, incluso como
candidato, tuvieron un enorme impacto en lugares donde casi nun-­
ca habían llegado los candidatos presidenciales. En 1956, Belaúnde
fundó Acción Popular, destacando en su discurso la cooperación po-­
pular como un valor histórico presente en las comunidades, conde-­
nando el centralismo del Estado peruano y su tendencia de olvidar y

n
abandonar el campo. Este fue el principio de sus viajes «pueblo por


uc
pueblo», en los que ofrecía proveer de apoyo técnico y económico
a las comunidades, condenando el gamonalismo como sistema de

rib
poder y prometiendo la deseada reforma agraria (Belaúnde 1995).

st
Belaúnde visitó la ciudad de Huanta en dos oportunidades, en abril

di
de 1962 y en mayo de 1963, así como Tambo y San Miguel, una vez
su
cada una, y muchas otras provincias y distritos de Ayacucho y otras
partes del Perú. En su primer discurso como presidente, Belaúnde
da

reiteró su promesa de reforma agraria y, de nuevo, hizo el previa-­


bi

mente mencionado «llamado a las comunidades». Tomando acción


hi

inmediata contra el gamonalismo, las autoridades locales y los po-­


ro

licías empezaron con una llamada «Operación Anti-­Explotación


.P

Indígena». Su administración intentó llevar el Estado central más


cerca de las provincias y las comunidades a través de la denomina-­
or

da «Cooperación Popular», una oficina del gobierno inaugurada en


t
au

Chincheros, Andahuaylas, que enviaba ingenieros y técnicos agro-­


pecuarios al campo, y promovía la construcción de escuelas, locales
de

comunales y carreteras.49
ia

Por primera vez desde que empezó el «peregrinaje político», los


op

líderes comunales vieron en las acciones de Belaúnde —primero como


candidato en el periodo 1956-­1962 y después como presidente en el pe-­
C

riodo 1963-­1964—, la respuesta a ese esfuerzo de articulación: un «pe-­


regrinaje recíproco» o movilidad inversa que iba desde la capital hacia

49. Una de las huellas que Cooperación Popular dejó en la memoria de la gente es el
extendido uso del término «ingeniero» para identificar a todo profesional que va
a estas comunidades, apelativo que incluye a académicos como yo. Para algunas
referencias de esta relación tocante de los miembros de las comunidades con Be-­
laúnde, véase, para Junín, LaMond 1970: 67-­68;; y, para Puno, Dew 1969: 137, 175.
62 Ponciano Del Pino H.

el campo. Esta descripción no es solamente figurativa: en la campaña,


Belaúnde y sus funcionarios muchas veces tenían que viajar largas dis-­
tancias a pie y a caballo después de ir por carro y a veces por bote para
llegar a las comunidades más alejadas. Esta doble movilidad tuvo un
peso simbólico poderoso que llegó a galvanizar ese deseo sincero y
«buena fe» en el presidente, tal como nos revelan los testimonios de
Melchor Huicho, Jesús Ccente y otros líderes. Se trataba de un tipo de
fe sincera, emanada de los mensajes de Belaúnde, además del hecho

n
reflejado en sus sacrificados viajes a estas comunidades como señales


uc
claras de que estas poblaciones verdaderamente le importaban. Hay
que entender este acto tomando en cuenta el largo e incansable viaje

rib
de los líderes indígenas hacía la capital, que hizo que la presencia de

st
Belaúnde en estas comunidades alejadas se pudiera tomar como la vi-­

di
sibilización de estas poblaciones en la nación.50
su
Por otro lado, el contexto de la movilización por la tierra activó
las memorias locales y familiares, así como los conocimientos, que
da

fueron herramientas poderosas para la elaboración de políticas alter-­


bi

nativas. Así como la narrativa de Melchor Huicho sobre el sacrificio


hi

de su familia en la fundación de la comunidad de Ccanccao, la fami-­


ro

lia Huaylla también posicionó sus derechos sobre la tierra al identi-­


.P

ficar estas con su nombre: Huayllapata (‘cumbre de [los] Huaylla’) en


Occoro;; y la familia Huachaca lo hizo, al resaltar su identidad como
or

herederos de Navala Huachaca, líder indígena reconocido por sus


t
au

luchas contra la república naciente.51 Es dentro del contexto de las


de
ia

50. Este tipo de fe sincera en la buena voluntad del presidente puede ser comparada
op

con la devoción popular a la persona del zar en la Rusia imperial tardía, que los
historiadores rusos han llamado «naïve monarchism» (‘monarquismo ingenuo’)
C

o «monarchist illusions» (‘ilusión monarquista’). En el análisis de Daniel Field,


la «naïve faith» (‘fe ingenua’) en el zar no es completamente ingenua, dado que
existen relaciones interdependientes sutiles entre este y los siervos/campesinos.
Los campesinos creen (usualmente incorrecto) que el Estado está «de su lado»
en sus quejas contra los hacendados, y ellos profesan lealtad a la supuesta obli-­
gación protectora y paternal que el Estado ejerce respecto de ellos. Así, los cam-­
pesinos toman el menor signo de apoyo que viene desde el poder y tratan de
trabajarlos a su conveniencia (Field 1976).
51. Para un entendimiento histórico de este movimiento y liderazgo, véase Méndez
2004.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 63

luchas y la reocupación de las tierras que emergían estas historias y


se reforzaba la identidad comunal. Y al atraer la atención del Estado
en un grado sin precedentes de articulación política, mientras con-­
frontaban a los hacendados y las autoridades locales corruptas, las
comunidades conectaban sus historias e identidades, su memoria
histórica, a un lenguaje moral y político de derechos y ciudadanía.
Ese fue un proceso en espiral que se autorreforzaba, dando forma al
lenguaje de derechos, ciudadanía e identidad étnica.

n
Este proceso de interacciones e identidades múltiples no solo se


uc
evidencia en las narrativas de las familias sino, también, en el carác-­
ter social y étnico del liderazgo de la Federación de Campesinos de

rib
la Provincia de Huanta. Este liderazgo combinaba elementos de la

st
política moderna que llevaron a la constitución de la federación, con

di
elementos de jerarquías y gobiernos tradicionales de la comunidad.
su
La gran mayoría de ellos eran quechuahablantes y monolingües que
no asistieron más que a los primeros años de educación primaria o
da

a ninguno. Sin embargo, como Crispin Morales de Rodeopampa y


bi

Abraham Santiago de Huaynacancha, ellos eran reconocidos por sus


hi

copoblanos como los umayuqkuna (‘gente con cabeza’), por su expe-­


ro

riencia, conocimiento e iniciativa. En algunos casos, los líderes habían


.P

hecho el servicio militar en Huancayo y Lima, como Juan Huicho de


Ccanccao, Mariano Huaraca de Marcobamba y Enrique Huachaca de
or

Culluchaca. Eso les daba una ventaja específica, además del acceso a
t
au

experiencias más allá de la comunidad, los sentidos de pertenencia


a la nación y una ciudadanía militar que podía reforzar esta lucha.
de

Finalmente, la mayoría de los líderes eran varayoq, autoridades cívi-­


ia

co-­religiosas instituidas durante la época colonial que todavía tenían


op

vigencia en el gobierno comunal. Muchos de ellos fueron nombrados


delegados al primer congreso campesino de Huanta en su condición
C

de varayoq, y se incluyó a aquellos que venían de Huaynacancha,


Huaychao, Chaca y Culluchaca.
Así, a través de las redes locales y familiares, estas personas di-­
rigieron la movilización de la década de 1960. Una vez más es claro
el ciclo de autorreforzamiento que ata la memoria histórica y la tra-­
dición comunal con la moderna articulación política y los lenguajes
de derecho.
64 Ponciano Del Pino H.

Conclusión

Las luchas de las comunidades por recuperar sus tierras a través de


la articulación política involucró una movilización de la memoria y el
conocimiento —una verdadera «insurrección de un subyugado cono-­
cimiento» en la cual la memoria y la crítica al statu quo se convirtie-­
ron en una fuerza política (Foucault 1980: 81)—. De hecho, esta lucha
por la tierra involucró objetivos tanto económico-­productivos como

n

subjetivos e identitarios con el lugar, donde el conocimiento erudito

uc
y las memorias locales permitieron establecer un conocimiento his-­
tórico de las luchas y emerger como una fuerza para visualizar una

rib
nueva imaginación política, una nueva esfera de su acción.52

st
Por otra parte, la articulación política en sí misma conformó tan-­

di
to la identidad como la memoria histórica de la gente. La temprana
su
búsqueda de amparo y protección, y la tardía respuesta del Estado
que se personifica en la figura de Belaúnde, conforman una noción de
da

«gobierno» que queda como identidad política en la autorrepresen-­


bi

tación comunal. Esa fue la identidad política que fue recordada por
hi

los uchuraccaínos en su reunión con la comisión presidida por Mario


ro

Vargas Llosa en 1983;; por Melchor Huicho, Jesús Ccente y otros líde-­
.P

res de la región a quienes entrevisté;; y por alguien de Huaychao, que


or

dio su testimonio a la CVR dos décadas después: cuando la guerrilla


llegó y pidió que la gente se uniera a la lucha contra el gobierno de
t
au

Belaúnde, «las autoridades de Huaychao, como el teniente goberna-­


dor, el varayocc y el agente municipal, empezaron a discutir (con los
de

senderistas) diciéndoles que ellos eran miembros del gobierno y que


ia

no podían estar en contra de éste».53


op

Esta noción de gobierno como identidad política hasta cierto pun-­


C

to conforma la posición asumida por ciertas comunidades en el con-­


texto de la violencia de la década de 1980. Además, explica por qué

52. Enfatizo esta idea porque, en la escasa literatura de la movilización de 1960,


el foco estuvo puesto en la mediación política como se observa en Neyra 1968,
Handelman 1975 y Hobsbawm 1974.
53. Centro de Información para la Memoria Colectiva y los Derechos Humanos de la
Defensoría del Pueblo. Testimonio 201700, comunidad de Huaychao, junio de 2002.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 65

estas comunidades se convirtieron en la primera línea de resistencia


contra la insurgencia de Sendero Luminoso y por qué otras no lo hi-­
cieron. En algunas de estas últimas, los conflictos sobre la tierra no
habían sido puntos neurálgicos de sus demandas como sí lo habían
sido la educación, la salud, las obras de infraestructura, etc. En el caso
específico de los colonos de Chincheros y los comuneros de Cangallo,
Víctor Fajardo y otros, el reconocimiento de sus comunidades seguía
en espera e incluso quedó pendiente después del primer gobierno de

n
Belaúnde. En lugares como Onqoy, Andahuaylas, el movimiento cam-­


uc
pesino se encontró con la represión por parte del Estado en octubre
de 1963;; en otros como Pomacocha, Chincheros y otros muchos del

rib
país vieron el encarcelamiento de sus líderes de la federación cam-­

st
pesina. El sentimiento de olvido, una «situación de abandono» por

di
parte del Estado, configuró una posición crítica del gobierno. En las
su
comunidades de la provincia de Víctor Fajardo, esta actitud se expresó
tempranamente en discursos elaborados y hechos público en el diario
da

Sierra.54 Esta autorrepresentación —de aquellos que sentían haber sido


bi

abandonados y olvidados por el Estado— se convirtió en subversiva


hi

en el contexto de radicalización, especialmente en las comunidades de


ro

Cangallo y Víctor Fajardo. No es gratuito que estas comunidades fue-­


.P

ran la base social en la que Sendero Luminoso encontró eco, especial-­


mente entre profesores y jóvenes estudiantes.
or

En los estudios clásicos sobre comunidades de Eric Wolf, las ar-­


t
au

ticulaciones eran construidas por redes de familia, migración y mer-­


cado. La política como iniciativa, decisión, acción e identidad, emer-­
de

gía y era canalizada a través de las «revoluciones» (Wolf 1966, 1969).


ia

La experiencia de estas comunidades muestra un método y carácter


op

de articulación diferente. Los largos viajes hechos por los líderes in-­
dígenas que cruzaron los Andes «en busca del gobierno» —algunos
C

desde la década de 1920;; otros, como las comunidades altoandinas de


Huanta, desde la década de 1940— tienen un rol central en la historia
política, así como en la identidad y memoria de estas comunidades.
Y es la experiencia específica de la articulación —exitosa, parcial o

54. Heilman (2010) advierte que la noción de «situación de abandono» fue usada fre-­
cuentemente como un reclamo político. Véase, también, Glave y Urrutia 2000: 29.
66 Ponciano Del Pino H.

fallida— la que configura las posiciones políticas de las comunidades


en las movilizaciones agrarias de 1960 y la violencia de SL de 1980. Por
lo tanto, es necesario ubicarse dentro de este largo marco temporal
para entender la demografía y geografía de la violencia senderista. La
mayoría de las víctimas mortales de SL en los primeros años de 1980
fueron líderes de comunidades campesinas que tuvieron destacada
actuación en la movilización por la tierra durante 1960 y durante la
reforma agraria.55 Por lo tanto, aunque SL no logró tomar el poder, sí

n
pudo hacer de la violencia autoritaria un acto de «policidio»:56 se eligió


como blanco al liderazgo político para su sistemática eliminación física

uc
y social en nombre de la revolución;; y, así, cortar la transmisión inter-­

rib
generacional de memorias, experiencias y conocimientos, que habría

st
hablado de la articulación política. Así, se aprecia que las víctimas en

di
estos primeros años no solo fueron «pobres campesinos» blancos al
su
azar sino líderes con una trayectoria política amplia.
da

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Miguel La Serna
Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill

n

uc
rib
st
D esgraciadamente [es] mi esposo». Así fue como la chuschina

di
« Gregoria Ccayasca describió a su esposo Manuel Cahuana, al
su
subprefecto de Cangallo, en junio de 1946. Tres años antes, Manuel
da
había arrojado a Gregoria de su hogar para hacer espacio a su nueva
amante, quien resultaba ser su prima. Sin ningún otro pariente en el
bi

distrito, Gregoria se alojó con un quispillacctino llamado Silvestre


hi

Callopunto. La ofendida esposa dejó en claro que su convivencia con


ro

Silvestre era estrictamente profesional. Solo decidió vivir con él para


.P

seguir en su negocio de comerciante. Gregoria insistió en que la de


or

Silvestre era «una casa de respeto», un concepto con el cual «nada


t

tiene que ver» su marido. Sin embargo, la convivencia con Silvestre


au

fue suficiente causa para la furia de su esposo, quien entró por la


de

fuerza en su nuevo domicilio e insistió en que se mudara. Desde ese


ia
op

1. Previa versión del presente ensayo apareció bajo el título «We Can’t Just Live
C

Like Animals: Gender, Power, and Culture in Pre-­Sendero Ayacucho, Peru» y se


trató de una ponencia presentado al Congreso Internacional de la Latin Ameri-­
can Studies Association (LASA), realizado en Rio de Janeiro, Brasil, entre el 11 y
14 de junio de 2009. Agradezco a Ponciano Del Pino por sus atentos comentarios
sobre la penúltima versión del presente ensayo. Igualmente, doy las gracias a
Julián Berrocal Flores y Alberto Tucno por su excelente asistencia con el tra-­
bajo de campo. Finalmente, agradezco a la Fulbright Foundation y la Carolina
Postdoctoral Program for Faculty Diversity de la Universidad de Carolina del
Norte, Chapel Hill, por brindar los fondos necesarios para el cumplimiento del
proyecto.
72 Miguel La Serna

momento, Gregoria comenzó a temer que Manuel la matara, una


idea que le hizo buscar la protección legal del Estado.2
Si la infracción legal de Manuel Cahuana empezó cuando des-­
truyó el segundo hogar de su esposa, la social comenzó mucho antes,
cuando destruyó su primer hogar. En primer lugar, convirtió su ma-­
trimonio en una farsa desde el momento en que entró en una relación
extramatrimonial. En segundo lugar, lo hizo con su propia prima,
violando, como sostuvo Gregoria, «los más elementales sentimientos

n
de moralidad y corrección».3 Finalmente, expulsó a su esposa de su


uc
hogar, con lo que incumplió su obligación moral de satisfacer sus
necesidades de subsistencia. En fin, Gregorio había faltado a una in-­

rib
herente obligación de género que dictaban los parámetros de com-­

st
portamiento para hombres y mujeres indígenas (Stern 1995).

di
En tiempos anteriores, una mujer campesina como Gregoria
su
hubiera buscado apoyo económico en su familia. Sin embargo, nos
encontramos alrededor de 1940, época en la cual la gente del campo
da

empezó a migrar a los centros urbanos a un ritmo sin precedentes.


bi

Aunque Gregoria nunca expresó verbalmente por qué ya no tenía fa-­


hi

milia en Chuschi, es muy probable que su aislamiento se relacionara


ro

a estos cambios estructurales. Sin un techo donde vivir, sin comida


.P

con cual alimentarse, a Gregoria le quedó como única alternativa alo-­


jarse con otro hombre y seguir en su negocio, decisión que no hu-­
or

biese tomado si su marido hubiese cumplido sus obligaciones como


t
au

padre de familia.
El caso de Gregoria Ccayasca ayuda a precisar una crisis pa-­
de

triarcal en Ayacucho a mediados del siglo XX. En tiempos en que


ia

las personas, bienes e ideas circularon entre comunidades rurales y


op

centros urbanos de una forma sin precedentes, muchas de las de-­


fensas tradicionales de las que normalmente dependían las mujeres
C

como Gregoria para parar los abusos de sus esposos, ya no gozaban


de la misma legitimidad moral. Este hecho resultó en una gradual
crisis del orden patriarcal que llevó a muchas mujeres a buscar lo que

2. ARA, Subprefectura de Cangallo (SC), Caja 11, Solicitud de Gregoria Ccayasca


ante el Subprefecto (4 de junio de 1946).
3. Ibíd.
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 73

llamaríamos «justicia de género». Para muchos comuneros y comu-­


neras, específicamente de la generación mayor, esta justicia de géne-­
ro consistía en restablecer un orden patriarcal con el cual los hombres
responderían a sus obligaciones de género. Sin embargo, la justicia
de género era una concepción cultural diferenciada generacional-­
mente;; significaba algo muy distinto para los jóvenes. Para ellos —o,
mejor dicho, ellas— la justicia de género no consistía en reparar el
orden patriarcal, sino en «destruirlo», en hacerlo pedazos, y crear

n
un nuevo orden con las mujeres, en el que los jóvenes tuvieran una


uc
mayor presencia política en los ámbitos tanto local como nacional.
SL, con sus violentos juicios populares contra los abusivos e in-­

rib
fieles esposos, y la incorporación a sus filas de los jóvenes y las mu-­

st
jeres, ofreció una justicia de género que atraía tanto a los mayores

di
como a los jóvenes, a los hombres y las mujeres. En otras palabras, sin
su
tener en cuenta la edad y el sexo, los chuschinos llegaron a utilizar a
SL como instrumento para implementar justicia de género contra los
da

abusos del orden patriarcal. Sin embargo, no todas las comunidades


bi

ayacuchanas sufrieron las mismas rupturas en el equilibrio de gé-­


hi

nero que afectaron a Chuschi. En Huaychao, una comunidad de las


ro

punas de Huanta, la población no compartía la misma ansiedad de


.P

las obligaciones de género. Huaychao, recordaremos, ganó la fama


cuando sus pobladores se levantaron contra SL y lincharon a siete
or

senderistas en enero de 1983. ¿Hasta qué punto las experiencias an-­


t
au

teriores a la lucha armada del campesinado ayacuchano impactaron


en sus respuestas frente a SL? Este ensayo busca responder a esta
de

pregunta a través de una exploración histórica de estas dos comuni-­


ia

dades ayacuchanas: Chuschi, lugar simbólico del inicio de la lucha


op

armada, y Huaychao, lugar donde se dio una de las primeras res-­


puestas campesinas contra SL.
C

En su estudio seminal sobre el patriarcalismo en el México co-­


lonial, el historiador Steve J. Stern propone la idea de «derecho y
obligación de género». Stern define el concepto como un implícito
entendimiento entre hombres y mujeres rurales, por el cual las pa-­
rejas exigen ciertos privilegios y expectativas basados en su género
(1995: 78). Tal fenómeno también fue común entre las familias indí-­
genas ayacuchanas del siglo XX, cuando las obligaciones de género
74 Miguel La Serna

mitigaban la negligencia económica, la infidelidad sexual y los exce-­


sos de abuso físico de parte del padre de familia (Stern 1995: 86).
En cuanto a esta última categoría, es importante recalcar que
la población de estas comunidades no necesariamente consideraba
la violencia doméstica en sí como una violación de la obligación de
género de un hombre. De hecho, se toleraba y, en algunos casos, se
anticipaba cierto nivel de violencia doméstica. Como señalan los an-­
tropólogos Penélope Harvey (1994) y Olivia Harris (1978, 1994) para

n
el caso del Cuzco, los campesinos indígenas en varias comunidades


uc
distinguen entre la violencia de género «legítima» y «no legítima».
Tal distinción, aunque imposible de defender desde una perspecti-­

rib
va de derechos humanos, explica las actitudes que tanto los varones

st
como las mujeres tenían frente la violencia doméstica.

di
Ahora bien, estas situaciones eran ideales. Con los diferentes
su
cambios que se vivían, los hombres en algunas comunidades cam-­
pesinas empezaron a ignorar estas normas culturales. En comunida-­
da

des como Chuschi, aumentaba el número de varones que dejaban de


bi

prestar atención a sus obligaciones de género. Estos cambios de acti-­


hi

tud y comportamiento se atribuían a los cambios en los patrones mi-­


ro

gratorios en el campo. A mediados del siglo XX, una disminución de


.P

los niveles de mortalidad se combinaba con un incremento en los ni-­


veles de natalidad, hecho que causaba un crecimiento de la población
or

en muchos países de América Latina. Entre 1960 y 1985, la población


t
au

de América Latina se multiplicó de 165 millones a 405 millones. El


impacto de este crecimiento poblacional se sintió en el campo, don-­
de

de los campesinos enfrentaban dificultades para sobrevivir con un


ia

limitado acceso a los recursos básicos. Este fenómeno coincidió con


op

otro: la industrialización que trajo la segunda guerra mundial. Con


nuevas oportunidades de empleo en los centros urbanos, la mano de
C

obra se reorientó de la agricultura a las fábricas. Estas circunstancias


produjeron un incremento sin precedentes de la migración de las zo-­
nas rurales a las urbanas.4

4. Entre 1950 y 1985 hubo un crecimiento anual de la población urbana latinoame-­


ricana de 4,7%, mientras que el de la población rural fue de solo 1%. Véase, al
respecto, Merick 1986: 1-­50, y Sabot 1982: 1.
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 75

Estos cambios globales impactaron a Perú. Desde 1940, hubo una


explosión demográfica sin precedentes en la historia del país. Este creci-­
miento poblacional se atribuía a varios factores, tales como el desarrollo
y diseminación de nuevas vacunas, la disminución del nivel de morta-­
lidad y la construcción de nuevos sistemas de irrigación. Por lo tanto, la
población peruana se incrementó de 6,5 millones en 1940 a 9 millones
en 1961;; una década después, el número saltó a 13,5 millones (Contreras
y Cueto 2000: 285). Este crecimiento poblacional afectó tanto a la sierra

n
como a la costa. En Ayacucho, este crecimiento coincidió con una terri-­


uc
ble crisis ecológica. En los años alrededor de 1940, severas granizadas y
heladas arruinaban las cosechas por todo el departamento, precipitando

rib
así una recesión económica que duraría varias décadas. Para combatir

st
esta crisis rural, el gobierno peruano de aquella época empezó a con-­

di
trolar los precios de los productos agrícolas, y eso hizo aún más difícil
su
que los campesinos se beneficiaran de sus actividades en el campo. Por
consiguiente, muchos campesinos empezaron a buscar otra forma de
da

sustento (Mayer 1995: 321, 330-­331;; y Mitchell 1991: 23).


bi

A partir de 1940, oleadas de campesinos andinos migraron a la


hi

capital en busca de trabajo y mejores sueldos (Lobo 1982: 6). Una gran
ro

cantidad de campesinos se instalaron en terrenos desocupados en las


.P

afueras de Lima y formaron, así, las primeras barriadas. Durante el


primer gobierno de Fernando Belaúnde Terry en la década de 1960,
or

los políticos empezaron a referirse a estas comunidades como pueblos


t
au

jóvenes, un término que implicaba desarrollo y modernización. Según


José Matos Mar (1977), cincuenta y seis de estos asentamientos existían
de

en Lima a fines de 1956. Aunque los pobladores vinieron de toda la


ia

sierra, dos departamentos produjeron más colonos que cualquier otro:


op

uno fue Áncash;; el otro, Ayacucho (Matos 1977: 25, 145).


El impacto económico, social y cultural de tal migración a la ca-­
C

pital está bien documentado. Sin embargo, como sostienen Golte y


Adams (1990 [1987]), el intercambio bilateral de personas, bienes e
ideas entre la ciudad y el campo tuvo un efecto, igualmente profun-­
do, en las comunidades de origen. Una de las áreas más afectadas fue
las relaciones de género. Sin la inhibición de las presiones morales
que tradicionalmente les imponían los ancianos, las autoridades y las
redes familiares, los varones —en particular los que tenían vínculos
76 Miguel La Serna

directos con Lima— empezaron a cuestionar el equilibrio de género,


en detrimento de las mujeres campesinas.
Sin embargo, estos cambios de los patrones migratorios afecta-­
ron a distintas comunidades a ritmos diferentes. En Huaychao, una
comunidad que existió como hacienda hasta el periodo 1975-­1976,
la migración de los comuneros a Lima y otras ciudades era mínima.
Cuando los hombres de Huaychao estaban más involucrados con la
vida comunal, dependían más de las estructuras y redes locales. Por

n
consiguiente, se sentían más obligados a respetar las obligaciones lo-­


uc
cales de género. Aun cuando los hombres violaban estos códigos de
género, los usos y costumbres locales de justicia servían para restrin-­

rib
gir su mala conducta. Una situación totalmente distinta se desarrolló

st
en Chuschi, comunidad que tuvo mucha emigración a partir de 1940.

di
Comencemos con el caso de Chuschi.
su
Conflicto de género en Chuschi
da
bi

En diciembre de 1944, algunos chuschinos enviaron dos cartas al


hi

subprefecto, en las que se quejaban de la «situación inmoral» en la


ro

cual sus vecinos Manuel Cabana y Valentina Machaca se encontra-­


.P

ban. La primera carta fue escrita por un grupo de diez autoridades y


or

comuneros;; la segunda, por el gobernador, Ernesto Jaime Miranda.


t

Ambas sostenían representar a la comunidad entera. Los firmantes


au

se oponían no a que los amantes cohabitaran, sino a que Cabana era


de

un hombre casado y Machaca una viuda con tres hijos menores. Su


decisión de vivir juntos había creado lo que Jaime clasificó como «un
ia

escándalo mayúsculo» dentro de la comunidad. Cabana, insistieron


op

los denunciantes, «ha perdido su moral y prestigio de buen ciuda-­


C

dano [de la comunidad]». Jaime explicó que él y los demás denun-­


ciantes habían «castigado y amonestado» a los amantes con el fin de
romper el amorío. A pesar de estas acciones, la pareja continuaba
alardeando de su «vida adúltera inmoral». Los demás demandan-­
tes estaban de acuerdo con el gobernador: «Los suscritos intervinie-­
ron repetidas veces en hacer conciliar a Cabana [y su esposa] con
promesa de no reincidir, promesa que no ha cumplido como una
ofensa al vecindario». Dada la intransigencia de la citada pareja, los
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 77

comuneros y autoridades de Chuschi no tuvieron otro recurso que


informar a las autoridades provinciales.5 Los chuschinos se sintieron
tan ofendidos por la conducta de Cabana y Machaca que recurrieron
al sacerdote local para que firmase un documento certificando que
los amantes «viven públicamente en adulterio, no obstante de haber
sido amonestados [y] castigados severamente». El certificado del pa-­
dre afirmaba que los amantes eran «incorregibles, i en este pueblo
se han hecho nocivos a la moralidad». Según el padre Rodríguez, el

n
único remedio era expulsar a los amantes de la comunidad.6


uc
Este episodio permite apreciar la carga cultural y valorativa de
las relaciones de género en Chuschi a mediados del siglo XX. Lejos

rib
de perdonar a Manuel Cabana por ser hombre, los demandantes lo

st
culparon a él de la «situación inmoral». Los chuschinos vieron la in-­

di
fidelidad como una afrenta no solo contra la agraviada esposa, sino
su
contra la comunidad entera, ya que iba contra la imagen de la comuni-­
dad campesina como una entidad moral y cohesiva. Asimismo, el acto
da

de haber convivido con su amante mientras estaba casado hizo que


bi

Cabana amenazara el orden público interno, creando un mal ejemplo


hi

para los demás comuneros. Por lo tanto, los comuneros recurrieron a


ro

las autoridades locales —los varayoqs, las autoridades comunales y el


.P

sacerdote— para solucionar tales delitos. Sin embargo, la intervención


de estas autoridades locales no llevó a disuadir la actitud de los aman-­
or

tes. Al contrario, la incapacidad de las autoridades locales de obligar


t
au

a que los hombres respetasen sus obligaciones de género contribuyó a


un sentimiento general de frustración entre los comuneros de Chuschi.
de

Mercedes Tucno era una de las que compartía esta frustración. En


ia

1958, la indígena presentó una queja contra Jesús Machaca, un hombre


op

con quien «en momento fatal» había cometido el error de casarse diez
años antes. «Pues, señor», Tucno explicó al subprefecto, «desde que
C

5. ARA, SC, Caja 15, Oficios de Chuschi (1944), Denuncia de las autoridades y co-­
muneros de Chuschi ante el Subprefecto (11 de diciembre de 1944);; Denuncia de
Ernesto Jaime ante el Subprefecto (12 de diciembre de 1944).
6. Lamentablemente las fuentes no señalan el resultado de las peticiones de los
chuschinos. ARA, SC, Caja 15, Oficios de Chuschi (1944), Certificado de conducta
del párroco de Chuschi sobre los comuneros Manuel Cabana y Valentina Macha-­
ca (12 de diciembre de 1944).
78 Miguel La Serna

este individuo llegó a ser mi esposo, no se ha dedicado sino a maltra-­


tarme i tenerme como esclava explotando mis servicios i gastando en
la bebida la suma de S/. 350 que mi padre nos dio como capital [de
matrimonio]». Tucno se dio cuenta de su error dos semanas después
del matrimonio, momento en que Machaca la abandonó para mudarse
a Lima con otra mujer. Machaca volvió tres años después solo para
maltratar a Tucno con «una brutalidad propia de hombres caverna-­
rios». Aunque Tucno optó por no especular qué habría desatado la

n
cólera de su marido, es probable que esta tuviera algo que ver con su


uc
insistencia de que la acompañara a Lima. Tucno solo aceptó la propo-­
sición una vez que Machaca prometiera mejorar su comportamiento y

rib
ser el fiel proveedor que alguna vez había prometido ser. Una vez en la

st
capital, Machaca rompió su promesa por segunda vez. Machaca, sos-­

di
tuvo Tucno, «no hizo nada más que dedicarse a torturarme casi a dia-­
su
rio, embriagándose para maltratarme con crueldad». Un día, Machaca
la llevó a las alturas de la ciudad y la estranguló, asegurándole que la
da

mataría para poder casarse con otra mujer con quien tenía relaciones.
bi

En lugar de cumplir la amenaza, Machaca la obligó a la prostitución,


hi

usando así el dinero que ganaba de su trabajo sexual para «saciar sus
ro

apetitos de la bebida, a la que estaba habituado a diario».7


.P

Eventualmente, la pareja retornó a Chuschi, donde los abusos


continuaron a pesar de las intervenciones del padre de Tucno y de las
or

autoridades locales. En una oportunidad, cuando hacían la denuncia,


t
au

Machaca los interceptó a ella y su padre en el despacho del gobernador.


Amenazando con matarlos, Machaca le quitó a la fuerza la ropa a su
de

esposa. Como si no fuera suficiente, Machaca hizo todo esto delante del
ia

gobernador de Chuschi, «sin respeto a esta autoridad».8 El expediente


op

no indica cómo se solucionó la instrucción, pero la denuncia y súplicas


ante las autoridades políticas —el subprefecto de la provincia— indi-­
C

can que probablemente los abusos de Machaca no llegaron a parar.9

7. ARA, SC, Caja 11, Of. Chuschi, Denuncia de Mercedes Tucno ante el Subprefecto
(23 de junio de 1958).
8. Ibíd.
9. ARA, SC, Caja 11, Of. Chuschi, Denuncia de Leon Tucno ante el Subprefecto (31
de agosto 1957);; Certificado del Alcalde de Chuschi sobre la mala conducta de
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 79

Los problemas que tuvo que encarar Mercedes Tucno ofrecen


un claro ejemplo del impacto de la migración urbana en las relacio-­
nes de género en el campo. Según Tucno, Machaca había ignorado
varias obligaciones de género: no solo fue infiel, sino que abandonó
a su esposa. Asimismo, los abusos que le imponía a Tucno fueron
mucho más allá de lo que ella y sus vecinos consideraban social-­
mente tolerables. Además, las intervenciones del padre de la cam-­
pesina no solo fracasaron, sino que provocaron aún más el rencor

n
del marido. Las normas sociales estipulaban que los campesinos


uc
respetasen a los ancianos y padres de familia;; cuando estos habla-­
ban, el pueblo escuchaba. Cuando Machaca amenazó públicamente

rib
con matar a su suegro, anunció al pueblo que ya no respetaba ni la

st
autoridad, ni el prestigio del anciano. Asimismo, cuando golpeó

di
a la hija de este comunero y la desnudó delante de él, Machaca lo
su
emasculó de manera simbólica, dejándolo incapaz de defender el
honor de su propia hija.
da

Aparentemente, las autoridades comunales no tuvieron mejor


bi

suerte. Cuando Machaca cometió esta violación delante del goberna-­


hi

dor de Chuschi, en el local del despacho, centro simbólico del poder


ro

y la justicia comunal, Machaca también dejó a las autoridades comu-­


.P

nales incapacitadas de defender los derechos de género de esta mujer.


Hace veinte años, un hombre como Machaca tal vez hubiera vacilado
or

antes de cometer actos tan flagrantes, ya que se enfrentaría al abando-­


t
au

no social, el castigo físico, la humillación pública y hasta la expulsión


de la comunidad. Pero se trataba de la década de 1950, época en la
de

cual hombres como Machaca ya no se sentían obligados a quedarse


ia

en su comunidad. Machaca había vivido un buen tiempo en Lima y


op

probablemente se sentía cómodo allí. ¿Para qué quedarse en Chuschi


y someterse a tales sanciones cuando era tan fácil regresar a la costa y
C

evadir la justicia comunal? Dado que su medio de vida ya no dependía


de la cooperación con los comuneros y autoridades, no parece nada
sorprendente que Machaca optara por no respetar sus reglas.

Jesús Machaca (20 de junio de 1958);; Informe del Gobernador de Chuschi ante el
Subprefecto sobre la mala conducta de Jesús Machaca (20 de junio de 1958).
80 Miguel La Serna

Esta información registrada en los libros de denuncias de la


Subprefectura también se puede apreciar en la memoria de la gente.
Al fondo de un corral de piedras, justo detrás de unos maizales, que-­
daba la choza de Isidora Allcca, una campesina indígena de ochenta
años. Vestía una blusa azul, un sombrero gris y una desteñida polle-­
ra. Limpiándose las lágrimas de su mejilla, hablaba: «Mi esposo era
demasiado. Me maltrataba mucho. Me botaba al río. Me golpeaba
hasta dejarme inconsciente. Mi esposo me maltrataba mucho pero

n
le sigo sirviendo». Justo a su lado, con su sombrero marrón, chompa


grandota y pantalón marrón, el marido de mama Isidora nos acom-­

uc
pañaba sentado, con una inocente sonrisa, totalmente ciego y sordo.10

rib
Poco después de casarse en la década de 1940, el esposo de

st
mamá Isidora empezó a tener relaciones con otras mujeres. Mamá

di
Isidora se dio cuenta de que no valía la pena quejarse. «Mi esposo ya
su
era maduro [cuando nos casamos] y yo era, pues, su menor», explicó.
«Él era bien agresivo, me echaba con plato de sopa, dejándome ciega,
da

pero así sigo con él». Miré al marido de Isidora mientras ella hablaba,
bi

tratando de imaginar al débil viejo como un tipo abusivo y agresivo.


hi

Sin hacerle caso a su esposo, mamá Isidora se secó las lágrimas y


ro

continuó su testimonio:
.P

Me golpeaba desde el momento de mi matrimonio, después de haberse


or

acostado con otras mujeres […]. Me decía, «¡Carajo, ramera! ¿Con quién
t

me estarás engañando?». A mí todavía me decía así […]. Hablando así


au

me pegaba. Sería bueno si sólo me gritara, pero me golpeaba mucho


[…]. Por ejemplo, una vez me acuerdo cuando estaba cuidando la gran-­
de

ja comunal de Pallcca, me golpeó en el río de Chicllarasu, intentando


empujarme al río quitándome a mi hija menor [...]. Solo a mí me quería
ia

empujar agarrando de mi trenza.11


op
C

El abuso físico no era la única cosa que la entristecía. «No está-­


bamos bien», confesó. «Cuando tomaba licor regresaba a la casa, has-­
ta de día me botaba de la casa, igual de noche, diciéndome piojosa,
Qala chanca [‘mujer infiel’]». Cuando le preguntamos cómo le hacían
sentir tales insultos, mamá Isidora respiró profundo y replicó: «Me

10. Notas de campo, Chuschi (27 de julio de 2007).


11. Entrevista a Isidora Allcca, Chuschi (27 de julio de 2007).
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 81

decía —que me muera, que desbarranque o me pase algo para que


me muera, ya no soporto este sufrimiento!».12
Las palabras que acompañaban las acciones del marido indica-­
ban que este entendía bien los códigos sociales que estaba quebran-­
do. Empecemos con la acusación de que mamá Isidora era infiel. Aun
si su esposo sospechara que ella era infiel, el hecho de que lo voci-­
ferara mientras la golpeaba demuestra un claro entendimiento de la
implícita regla de que un esposo podía golpear a su mujer si violara

n
sus obligaciones de género tácitas. Ahora bien, si las acusaciones del


marido fueran inventadas, como sostuvo mamá Isidora, su compor-­

uc
tamiento demuestra un reconocimiento de las reglas tácitas sobre

rib
la violencia doméstica —es decir, que la acusación verbal, aunque

st
no fuese fundada, le servía como una justificación discursiva—. Del

di
mismo modo que sus acusaciones, los insultos del marido también
revelan su comprensión de las obligaciones de género. No fue casua-­
su
lidad que llamara, a mamá Isodora, «qala chanka» [‘mujer infiel’ ],
da
momentos antes de botarla de la casa.
Sin él, mamá Isidora no tenía ni casa, ni dinero, ni sostén eco-­
bi
hi

nómico. Ella podía abandonarlo, pero ¿adónde se iría? Otra vez, las
ro

cambiantes estructuras sociales y demográficas trabajaban en contra


de la mujer campesina. Como explicó mamá Isidora, ella era el úni-­
.P

co miembro de su familia que seguía en Chuschi;; los demás habían


or

migrado a la costa. Si mamá Isidora dejaba a su marido, estaría sola


t
au

—y él bien lo sabía—. Si lo hubiera abandonado, quedaba abierta la


pregunta, qué hacer con sus siete hijos. Como mamá Isidora confesó,
de

hubiera sido casi imposible trasladar a siete niños a Lima y luego


criarlos sola. La única alternativa era dejarlos con el marido. Era una
ia

decisión que mamá Isidora casi tomó. «Le dije [a mi esposo], “me
op

voy”. […] Ya estaba viajando por la comunidad de Canchacancha


C

pero recordándome de mis hijos, regresé».13


Dado que no era viable dejar a su esposo, mamá Isidora recurría
a sus palabras como un «arma de los débiles».14 «A sus amantes les

12. Ibíd.
13. Ibíd.
14. Para el análisis de las armas de los débiles y las formas de resistencia cotidiana,
véase Scott 1985.
82 Miguel La Serna

decía “ñutu sisa” [‘tierna florecita’]» recordó, riéndose por primera


vez desde que empezó la entrevista. Mamá Isidora se acordó de una
ñutu sisa en particular. «Entonces un día vi [a mi esposo] encontrar-­
se con ella y le seguí. Les encontré sentados encima de una piedra,
en donde le agarré a la mujer y le empujé a un barranco antes de
irme donde mi madre». Mirando hacia la distancia con una sonrisa
satisfecha, se preguntó: «¿Qué habrá sido pues de esa ñutu sisa?». A
veces, mamá Isidora dirigía sus ataques verbales a su esposo, arries-­

n
gando de esta manera su integridad. «Le decía: “¿Tú qué cosa eres


uc
para que me pegues mucho?”». En ocasiones, se enfrentó a su esposo,
desafiándolo a maltratarla: «¡Pues pégame!».15 Desafortunadamente,

rib
estas «formas cotidianas de resistencia», aunque temporalmente sa-­

st
tisfactorias, hicieron poco para aliviar su sufrimiento a largo plazo.

di
La anciana lamentó no haber contado con sus familiares para
su
detener los abusos de su esposo. Como sucedía con más frecuencia a
partir de la década de 1940, todos sus hermanos se habían mudado
da

a Lima, con lo que habían creado un vacío en las formas tradiciona-­


bi

les de protección a las cuales las mujeres abusadas recurrían antes.


hi

De hecho, mamá Isidora les contó a sus hermanos sobre los mal-­
ro

tratos de su marido, pero no estaban en posición de defenderla. Lo


.P

peor es que su esposo bien lo sabía. «Mi esposo me decía: “¡Piojosa!


¡Hermana de niño, de qala! Lárgate donde tus hermanos […]. ¡Junto
or

a tus hermanos, carajo, te voy a pegar! ¿Qué me van a hacer ellos?”.


t
au

Así me decía y mis hermanos no [le] decían siquiera “¿por qué gol-­
peas así?”». Normalmente, los padrinos de matrimonio eran los que
de

se aseguraban que los varones chuschinos no maltrataran a sus es-­


ia

posas. Desafortunadamente, esta opción tampoco le sirvió a mamá


op

Isidora. «Nuestro padrino le tiraba chicote, hasta bañándole con ori-­


ne le decía, “¿Acaso no eres gente? Haces eso bebiendo licor”. Pero
C

[mi marido] seguía [maltratándome]».16


Las autoridades comunales tampoco lo detuvieron. Después
del episodio en el río Chicllarasu, estas sacaron al marido de mamá
Isidora en pleno día y lo flagelaron, recriminándole: «¿Cómo vas a

15. Entrevista a Isidora Allcca, Chuschi (27 de julio de 2007).


16. Ibíd.
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 83

pegar a tu pobre señora que está con su hija? ¡Desde ahora no vuelvas
a golpearla nunca más!». Mamá Isidora contó que su marido aceptó
el castigo sin quejarse, pero cuando regresó a casa la golpeó de inme-­
diato. Según ella, los abusos físicos fueron aún más frecuentes des-­
pués de tal castigo: «¡Uff! ¿Cuántas veces ya me habrá golpeado? [...].
Muchas veces». Este constante maltrato la convenció de que no tenía
sentido quejarse a las autoridades: «[No pudieron hacer] nada, por
eso no les contaba nunca».17

n
Aquí tenemos una situación en la cual los mecanismos tradi-­


uc
cionales de protección contra un esposo abusivo iban debilitándose
debido a los cambios sociales y demográficos que afectaban a la co-­

rib
munidad. Con la mayoría de su familia buscando trabajo en Lima,

st
mamá Isidora perdió una importante palanca social y moral sobre su

di
esposo. Es más, él lo sabía, desafiando a sus hermanos limeños a que
su
le hagan respetar sus obligaciones de género. Referirse a los herma-­
nos de mamá Isidora como «niños» era una manera de subrayar la
da

inutilidad de sus defensas tradicionales. La distancia geográfica de


bi

los hermanos los mostraba como infantiles e incapacitados, al contra-­


hi

rio de los hombres chuschinos quienes habrían protegido a sus her-­


ro

manas en épocas anteriores. Según el marido de Isidora, sus cuñados


.P

habían renunciado a su derecho de ser comuneros desde el momento


en que decidieron mudarse a Lima. Por lo tanto, no tenían ningún
or

derecho a meterse en los asuntos comunales de Chuschi. Del mismo


t
au

modo que sus cuñados, él también podría marcharse en cualquier


momento y renunciar a su estatus de comunero, razón por lo cual
de

no se sentía obligado a obedecer ni a su padrino, ni a las autoridades


ia

comunales. Sintiendo el fracaso de las defensas tradicionales, mamá


op

Isidora eventualmente dejó de quejarse contra su esposo.


No solo fueron las mujeres quienes sentían esta pérdida de im-­
C

portancia de la autoridad y la justicia tradicional. Muchos varones


compartían esta sensación. Comunero tras comunero nos explicaron
que las autoridades comunales perdieron su capacidad de adminis-­
trar justicia a mediados del siglo XX. «En los 1980 y 1970», nos dijo

17. Ibíd.
84 Miguel La Serna

un chuschino, «[los varayoqs] ya no castigaban [a los adúlteros]».18


Juan Carhuapoma, autoridad comunal muy respetada por los demás
campesinos, reconoció esa afirmación. «Más antes de la violencia,
antes de la década 80 era, pues, grave […].Yo creo que eso era como
[otros les han dicho], los varones estaban borrachos, tomaban licor.
No sé. Les gustaba golpear. ¿Qué sería?». Cuando le preguntamos
si alguien defendía a las mujeres en tales casos, nos replicó: «Nada,
pues. Nada, nada […]. [Las mujeres] demandaban pero [sin éxito]

n
[…]. Las esposas más antes eran pues maltratadas».19


uc
De hecho, las únicas personas a quienes las mujeres como mamá
Isidora podían recurrir eran otras mujeres campesinas. Un día, el

rib
esposo de mamá Isidora estaba golpeándola en su chacra cuando

st
su vecina, Nicolasa Cusihuamán, se enfrentó al asaltante, recordán-­

di
dole que si mataba a mamá Isidora, dejaría a sus hijos sin madre.
su
Aparentemente, la intervención de Cusihuamán funcionó, y su espo-­
so dejó de maltratarla por un buen tiempo luego del enfrentamiento.
da

El hecho de que estas mujeres se defendieran contra los maltratos de


bi

los hombres no nos sorprende, dado que estas entendieron que ya


hi

no podían depender de sus defensas patriarcales tradicionales. Este


ro

hecho también explica la respuesta que mamá Isidora nos dio cuando
.P

le preguntamos cuán común era el comportamiento de su esposo:


«Todos [los hombres de Chuschi] eran así». Un poco después, le di-­
or

mos una oportunidad para reevaluar su generalización, preguntán-­


t
au

dole si algunos hombres defendieron a las mujeres. Su respuesta fue


inequívoca: «Manam [No]. [Eran] como ovejas […]. No daban impor-­
de

tancia a nosotras. Nos veía como un gatito, un perro».20 Debido a esta


ia

situación, algunos hombres y mujeres de Chuschi —especialmente


op

los adultos— buscaron un tipo de justicia de género que obligara a


los varones a respetar sus obligaciones.
C

Algunos jóvenes tuvieron un sentido muy distinto de justicia de


género. Para ellos y ellas, no era suficiente restablecer el orden patriar-­
cal tradicional de la comunidad. Estos jóvenes buscaban una ruptura

18. Notas de campo, Chuschi (27 de julio de 2007).


19. Entrevista a Juan Carhuapoma (27 de julio de 2007).
20. Entrevista a Isidora Allcca, Chuschi (27 de julio de 2007).
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 85

con ese patriarcalismo y la creación de un nuevo sistema político mu-­


cho más amplio e igualitario. Este nuevo énfasis resultó de las nuevas
oportunidades educativas que se presentaron en el departamento a
mediados del siglo XX. Por primera vez, jóvenes de Chuschi y otras
comunidades campesinas tuvieron la oportunidad de recibir una edu-­
cación no solo en los niveles primario y secundario, sino en el univer-­
sitario. En las décadas previas a la lucha armada, algunos jóvenes del
distrito de Chuschi fueron los primeros campesinos y campesinas en

n
gozar de una educación primaria y secundaria;; otros ingresaron a la


uc
Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, en la ciudad de
Ayacucho.21 Expuestos a nuevos conceptos de poder y justicia, estos

rib
chuschinos y chuschinas ofrecieron un desafío mucho más radical al

st
orden patriarcal. El sentido de justicia de género de tal generación se

di
distinguía porque ya no solo operaba en el ámbito de la pareja, sino
su
que desafiaba un orden patriarcal comunal y hasta nacional.
Lo que hemos descrito aquí es una clara crisis patriarcal en
da

Chuschi, anterior a la violencia política. Debido, sobre todo, a los


bi

cambios estructurales que resultaron de la migración entre el campo


hi

y la ciudad, las chuschinas ya no podían acudir a las redes de familia,


ro

las autoridades comunales o la justicia comunal o del Estado para ha-­


.P

cer que los varones respetaran sus obligaciones de género. Aunque


tuvieron distintas visiones de cómo resolver tal crisis, tanto los jóve-­
or

nes como los adultos iban buscando una justicia de género dentro
t
au

de la comunidad. Una historia local muy distinta se desarrolló en


Huaychao, donde tal crisis patriarcal no existía.
de
ia

Conflicto de género en Huaychao


op
C

El conflicto de género no era ajeno a Huaychao. Lo que distinguía a


Huaychao de Chuschi era el grado en el cual las defensas tradiciona-­
les previnieron que los hombres cometan estos abusos fuera de lo so-­
cialmente tolerable. En Huaychao, comunidad que experimentó un
bajo nivel de emigración a la costa, las redes, instituciones y prácticas

21. Para más sobre la cuestión educativa, véase, por ejemplo, Degregori 1990, 1998.
86 Miguel La Serna

culturales locales resultaron más capaces de llevar a los hombres a


respetar sus obligaciones de género.
Las huaychaínas que creían que sus parejas habían faltado a sus
obligaciones podían recurrir a una variedad de defensas sociales y fa-­
miliares. Por ejemplo, los vecinos y parientes intervenían si notaban
que un hombre había maltratado a su esposa. «Diciendo: “¡Basta!” le
agarraban al marido», recordó la anciana Ernestina Ccente.22 Su vecino
Ciprián Quispe declaró algo parecido: «Los vecinos le reprochaban,

n
diciendo: “¿Por qué hiciste esto? [...] No debes pegar porque a ti mis-­


uc
mo ella te va [a] servir».23 Esto no significa que los familiares y los
vecinos de Chuschi nunca se metieran en los conflictos domésticos.

rib
Sin embargo, esta opción fue cada vez más ineficaz para las chuschi-­

st
nas, pues en su comunidad estos vínculos se disiparon debido a la

di
migración urbana. Aunque los huaychaínos no eran nada inmóviles,
su
era mucho más probable que los parientes y vecinos de una mujer
estuvieran físicamente presentes en la comunidad para intervenir
da

cuando era necesario.


bi

Más confiable todavía era el padrino de matrimonio. Tal como en


hi

otras comunidades andinas, los huaychaínos consideraban al padrino


ro

de matrimonio como el más importante, pues él se preocupaba del


.P

bienestar material y moral de la pareja, con lo que reemplazaba de


manera simbólica el rol de los padres de cada uno. Por lo tanto, las
or

parejas tomarían la selección del padrino muy en serio, buscando a


t
au

quien fuera respetado dentro de la comunidad. Una vez identificado


el futuro padrino, los novios lo invitarían a su casa para un ritual de
de

Yaykupakuy. Al llegar el candidato, los novios lo alimentarían con una


ia

cena de carne —alimento preciado en Huaychao— y suficientes por-­


op

ciones de trago, hoja de coca y cigarro. Tras estas ofrendas venía el pe-­
dido formal de que el candidato les «salvara las almas» como padrino
C

de matrimonio. Normalmente, el posible padrino aceptaría modesta-­


mente la proposición, murmurando algo como lo siguiente: «Está bien.
¿Qué más puedo decir?», momento en el cual los tres celebrarían con

22. Entrevista a Inocencio Urbano y Ernestina Ccente, Huaychao (6 de febrero de


2006).
23. Entrevista a Ciprián Quispe, Huaychao (5 de febrero de 2006).
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 87

más licor.24 La posición conllevaba mucha responsabilidad. Para em-­


pezar, el padrino presidiría el matrimonio y les ayudaría a construir su
hogar nupcial. Pero esto solo era el comienzo del vínculo. Dado que
el padrino no tenía relaciones familiares con ninguno de los esposos,
él se encargaría de solucionar las disputas matrimoniales. En esencia,
el padrino remplazaría a los padres de cada esposo, como nos explicó
mamá Ernestina: «Los padres solamente quedaban para decir: papá,
mamá [solo en nombre], pero desde ese momento uno pasa la vida con

n
su padrino». Ya que al padrino le interesaba el bienestar de la pareja


uc
como una unidad, una mujer maltratada podría pedirle que intervinie-­
ra en casos de violencia doméstica.25

rib
Eso fue exactamente lo que hizo la madre de Alejandra Ccente.

st
Mamá Alejandra admitió que su padre golpeaba a su madre cuan-­

di
do era una niña y se criaba en la hacienda de Huaychao entre los
su
años 1940 y 1950. Una vez lastimó a su esposa solo porque tardó
en traerle su trago. El golpe dejó un moretón en el ojo de la seño-­
da

ra. Inmediatamente después, la agraviada fue donde su padrino a


bi

contarle lo sucedido. Mamá Alejandra no pudo resistir reírse entre


hi

dientes mientras nos describía qué pasó después: «[El padrino] le


ro

tiró chicote [a mi papá], diciendo: “¡Esto es para que no pegues más


.P

a tu esposa!”». Como agregó mamá Alejandra, todos los padrinos


de Huaychao tenían el mismo mandato: «Los padrinos decían [a sus
or

ahijados]: “Deben vivir bien. Desde hoy en adelante te vas a compor-­


t
au

tar bien”, y el esposo tenía miedo al padrino. Los padrinos eran un


respeto grande».26 Mamá Ernestina estaba de acuerdo: «Si era grave
de

la agresión [el padrino], al varón […] diciendo: “¿Por qué le haces eso
ia

a tu esposa? Si no puedes debes evitar el trago y la chicha […]. [Los


op

padrinos] eran de temer, porque cuando venían [los maridos] tenían


miedo y decían: “¡Ah [no], ahí viene nuestro padrino!”».27 Cuando
C

24. Entrevista a Alejandra Ccente, Huaychao (6 de febrero de 2006);; entrevista a Ino-­


cencio Urbano y Ernestina Ccente, Huaychao (6 de febrero de 2006).
25. Entrevista a Alejandra Ccente, Huaychao (6 de febrero de 2006);; entrevista a Ino-­
cencio Urbano y Ernestina Ccente, Huaychao (6 de febrero de 2006).
26. Entrevista a Alejandra Ccente, Huaychao (6 de febrero de 2006).
27. Entrevista a Inocencio Urbano y Ernestina Ccente, Huaychao (6 de febrero 2006).
88 Miguel La Serna

preguntamos a don Ciprián si las mujeres a veces respondían a sus


esposos, contestó lo siguiente: «Manam, manam. Pero si acudían a
sus padrinos […]. Y el padrino tenía que encontrar el error y le azo-­
taba, diciendo: “No vas a errar desde ahora”».28
Mientras que algunas huaychaínas recurrían a sus redes familia-­
res para escapar de un matrimonio abusivo, otras usaban el matrimo-­
nio para escapar de sus familiares abusivos. Juana, una campesina
de doce años, utilizó esta última opción. El último día de octubre

n
de 1972, su padrastro, Glicerio Limaquispe, se apareció en la pos-­


uc
ta de la Guardia Civil de San Francisco (La Mar) para denunciar a
Martín Huamán, un campesino de diecisiete años de la comunidad

rib
de Huamanpata. Poco después de contratar al joven para trabajar

st
en su chacra, Limaquispe se enteró de que había violado a su hija

di
menor. Los problemas de Limaquispe no tenían nada que ver con
su
la validez de su acusación;; Martín y Juana admitieron haber tenido
relaciones sexuales por alrededor de un mes. Lo que Limaquispe no
da

anticipaba fue la respuesta que su hijastra dio cuando los investiga-­


bi

dores le preguntaron cuándo perdió la virginidad. Juana explicó que


hi

había ocurrido hacía más de un año. De hecho, el hombre que la ha-­


ro

bía violado era nada menos que su padrastro Glicerio Limaquispe.29


.P

El acusador pasó a ser el acusado. Juana luego confesó que


Limaquispe la violó varias veces desde que se casó con su madre.
or

La primera vez había sido más de un año atrás, cuando ella y su


t
au

padrastro trabajaban en Vista Alegre, otra hacienda del patrón de


Huaychao, ubicada en la selva en la provincia de La Mar. Los dos es-­
de

taban recolectando yuca cuando, de repente, Limaquispe la tumbó al


ia

suelo y la montó. Juana trató de resistir mientras su padrastro le qui-­


op

taba el calzón, pero este insistió hasta consumar la violación, juran-­


do ahogarla en el río si contaba cualquier detalle a su madre. Juana
C

contó que Limaquispe la había violado unas cuatro veces adicionales

28. Entrevista a Ciprián Quispe, Huaychao (5 de febrero de 2006).


29. ACSJA, JP Huanta, Leg. sin Leg. (1972-­1973, 12 exp.), Exp. 1199, «Instrucción
contra Glicerio Limaquispe por el delito de violación de menor»;; informe del
Comandante de Puesto de la Guardia Civil al Juez Instructor de Huamanga (3
de noviembre de 1972);; referencia de Martín Huamán (2 de noviembre de 1972);;
referencia de la menor Juana Quispe (2 de noviembre de 1972).
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 89

durante el siguiente año. Eventualmente aprendió a anticipar estas


violaciones, pues su padrastro mandaba a su esposa a realizar algún
recado para que estuviera solo con Juana en la casa. Fue en estas cir-­
cunstancias que Juana conoció a su actual amante, Martín. Al contra-­
rio de Limaquispe, Juana se ofreció a Martín voluntariamente. Juana
dio dos explicaciones para la relación. Primero, Martín «le da respe-­
to». Segundo, ella esperaba que, a través de sus relaciones sexuales
con Martín, pudiera casarse con él, y así escapar de los abusos de su

n

padrastro. Pero cuando Limaquispe se enteró de la relación, «le tenía

uc
mortificado con celos con la persona de Martín Huamán», hecho que
provocaría que los amantes se fugaran.30

rib
Al principio, Limaquispe negó energéticamente la acusación de

st
su hijastra, especulando que la familia de Martín la obligaba a inven-­

di
tarla. Pero cuando el reporte médico afirmó que la menor efectiva-­
su
mente había perdido su virginidad un año antes, Limaquispe cambió
su declaración. Confesó haber violado a Juana «solo una vez», tan
da

solo dos semanas después de haberse casado con su madre. Según


bi

Limaquispe, él y su esposa habían tomado tanto licor que los dos se


hi

encontraban desmayados en la cama. Cuando se despertó, encontró


ro

a su hijastra en la cama con ellos. Después de confirmar que su es-­


.P

posa seguía bien dormida, Limaquispe se aprovechó de la menor.


or

Esta protestaba, rogándole: «¡Déjame papá!», pero estaba demasiado


t

borracho para hacerle caso. Además, dijo Limaquispe, «esta [Juana]


au

ya estaba acostumbrada [a] estar con los hombres, pues cuando la


de

[monté] ya estaba rota y se entró fácilmente». Limaquispe especuló


que Juana dejó de contarle el episodio a su madre porque «probable-­
ia

mente le gustó». El esfuerzo por manchar la reputación de su hijastra


op

hizo poco por exculparlo, y el juez llegó a sentenciarlo a cinco años


C

de prisión y a una reparación civil de tres mil soles.31

30. ACSJA, JP Huanta, Leg. sin Leg. (1972-­1973, 12 exp.), Exp. 1199, referencia de la
menor Juana Quispe (2 de noviembre de 1972);; preventiva de la agraviada Juana
Quispe (26 de diciembre de 1972).
31. ACSJA, JP Huanta, Leg. sin Leg. (1972-­1973, 12 exp.), Exp. 1199, manifestación de
Glicerio Limaquispe (2 de noviembre de 1972);; informe médico del enfermero
del Centro de Salud de San Francisco al Comandante de Puesto de la Guardia
90 Miguel La Serna

El caso de Juana ofrece una pista de cómo se defendían las mujeres


contra la violencia sexual. Recordemos, por ejemplo, las palabras que
usó la menor para resistir el asalto de Limaquispe: «¡Déjame, papá!».
Juana esperó abogar a las sensibilidades patriarcales de Limaquispe,
recordándole que sus acciones (a) bordeaban el incesto y (b) rompían
su obligación de género de proteger a los hijos de su esposa. Cuando
estas palabras fallaron, Juana se aprovechó de la institución del matri-­
monio. A través de su relación con el joven Martín, Juana lo obligó mo-­

n
ralmente a aceptar su obligación de género de cuidarla materialmente.


uc
Este hecho conllevaba la salida de Juana del ambiente tóxico de casa
—una expectativa que Martín llegó a cumplir—. Además de la protec-­

rib
ción física, existió un acuerdo entre ellos, por el que Martín se casaría

st
con ella. En este sentido, Juana utilizó la institución del matrimonio

di
para combatir a un padre como depredador sexual.
su
La última opción que tenían las mujeres de Huaychao era recu-­
rrir a las autoridades comunales. Las mujeres no solo hacían la denun-­
da

cia en casos de violencia doméstica, sino en cualquier conflicto que


bi

emergiera entre hombres y mujeres. Mamá Alejandra nos contó acer-­


hi

ca de una disputa de linderos entre su madre y el campesino Simón


ro

Cruz. El conflicto sucedió a mediados del siglo XX, cuando mamá


.P

Alejandra era niña. En vez de dejar que Cruz le quitara el terreno, la


madre de mamá Alejandra lo atacó con una lámpara, criticándole el
or

atrevimiento. Cuando le preguntamos a mamá Alejandra si Cruz se


t
au

defendió del asalto, mamá Alejandra replicó: «¡Manam! Antes a las


mujeres no les contestaba, [aun cuando a] las mujeres [les] pegaban».32
de

Mamá Alejandra no era la única que pensaba esto. Ese mismo día, en-­
ia

trevistamos a su vecina, Brígida Cayetano, una campesina de setenta


op

años. Mamá Brígida afirmó que los hombres de Huaychao raras veces
golpeaban a sus esposas en la época de la hacienda. Ella acreditó a
C

las autoridades comunales el control de los esposos. Igual que mamá

Civil sobre (2 de noviembre de 1972);; instructiva del inculpado Glicerio Lima-­


quispe (7 de noviembre de 1972);; instructiva del inculpado Glicerio Limaquispe
(6 de abril de 1973);; sentencia en la instrucción contra Glicerio Limaquispe (2 de
agosto de 1973).
32. Entrevista a Alejandra Ccente, Huaychao (6 de febrero de 2006).
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 91

Alejandra, mamá Brígida recordó casos en los cuales las mujeres se en-­
frentaban contra sus vecinos varones: «Algunos [hombres] creyéndose
varoncitos entraban a la chacra de [una vecina], entonces una tenía que
responder: “¿Por qué estás invadiendo mi lindero?”».
Luego, mamá Brígida nos contó de un incidente que ocurrió
en la década de 1960, en el cual ella y su madre se enfrentaron
contra un vecino que se atrevió a cosechar en su chacra. Haciendo
señales con el brazo mientras contaba el episodio, mamá Brígida

n
dijo orgullosamente: «En eso hemos luchado mi madre viuda y yo


uc
recién casada contra [el vecino]. En eso dije: “¿Por qué invadiste
mi tierra y usurpaste la de mi madre?”».33 Cuando le preguntamos

rib
si el conflicto luego escaló, mamá Brígida lo negó: «Manam. Las

st
autoridades lo solucionaron, por eso hemos cosechado con tran-­

di
quilidad». «¿O sea […] [el caso] no [se] ha transferido a [las autori-­
su
dades de] Huanta?», le preguntamos. «Manam», contesto la ancia-­
na. «[Nuestras autoridades] han solucionado».34 Mamá Alejandra
da

nos dijo algo parecido, explicando que las autoridades Alejandro


bi

Quispe y Basilio Huaylla solucionaron la disputa entre su madre y


hi

Simón Cruz sin involucrar a las autoridades del Estado. «Dijeron,


ro

“¿Por qué tenías que pasar ese lindero? [Si no solucionas el asun-­
.P

to] yo les voy a llevar a Huanta dónde las otras autoridades [del
Estado], en esa instancia vamos a perder todos. Van a sobrar algo
or

y que quede alomadito”. […] [Así que mi madre y Cruz] empeza-­


t
au

ban a dialogar y llegaron a perdonarse».35 Los testimonios de estas


mujeres representan un mayor consenso entre los comuneros que
de

cualquiera que fuera mantuvieran con las autoridades locales. Del


ia

mismo modo que con las redes familiares y sociales, las mujeres y
op

los hombres resolvieron sus conflictos e hicieron que estos obede-­


cieran sus obligaciones de género.
C

La mayoría de las huaychaínas utilizaban una combinación de


estas defensas como muestra la historia de Juana Cabezas. Cuando
le preguntamos acerca de su estado civil, mamá Juana nos contestó

33. Entrevista a Brígida Cayetano, Huaychao (6 de febrero de 2006).


34. Ibíd.
35. Entrevista a Alejandra Ccente, Huaychao (6 de febrero de 2006).
92 Miguel La Serna

que era viuda. No fue hasta mucho después que aclaró que su mari-­
do no estaba muerto en verdad;; solo lo consideraba muerto. Criada
por sus abuelos, mamá Juana no había pensado mucho en el matri-­
monio. Aun cuando su abuelo falleció y llegó a la adolescencia en
la década de 1960, Juana se aislaba, prefiriendo pastorear y trabajar
en el campo que participar en asuntos sociales como el carnaval. A
pesar de sus intentos de cuidarse, los varones la acechaban. Un tal
Victorino Yaranqa, a quien Juana apenas conocía, la acosó una tarde

n
mientras pastoreaba, le quitó la ropa a la fuerza y la violó. En vez


uc
de buscar justicia, los tíos de Juana insistían en que se casara de in-­
mediato con el asaltante para evitar el riesgo de quedar embarazada

rib
antes de casarse. Cerca de 1980, Juana aceptó casarse con Victorino

st
a regañadientes. No sabía qué esperar si el tipo se atrevía a violarla

di
en los cerros, ¿Cómo la trataría en la privacidad de su propia casa?
su
«En eso yo lloré mucho porque no quería tener pareja y peor si pa-­
sara una mala vida», nos dijo mamá Juana. «Qué pasen la vida como
da

nosotros […]. Hay que […] atender al esposo a hora exacta», sus tíos
bi

la aconsejaron cuando se mudó a su nuevo hogar. «El rincón de la


hi

casa sabrá si te pega tu esposo». Quizás supieran, pero no hablaban,


ro

porque si hablaran hubieran avisado a los vecinos acerca de un in-­


.P

cidente que ocurrió tan solo cinco días después de que mamá Juana
diera a luz a su primer hijo.
or

Mama Juana aprovechó la ocasión del parto para encarar a


t
au

Victorino sobre su infidelidad. La acusación enfadó al marido, pero


a Juana no le importó. «¡Pégame! ¡Pégame!» lo desafió, suponien-­
de

do que ningún hombre de respeto jamás se atreviera a pegar a una


ia

mujer tan poco tiempo después de dar a luz. Victorino simplemente


op

murmuró: «¿Por qué no? ¿Por qué no?», golpeándola justo en el ojo.
La primera en confrontar a Victorino fue la abuela de Juana, quien le
C

recriminó del siguiente modo: «¿Por qué [pegaste] a mi hija [sic]?».


A lo cual Victorino replicó lo siguiente: «¡Vieja, vete a tu casa!». La
anciana efectivamente regresó a casa, pero no antes de llevarse a su
nieta. Después de tranquilizarse, las dos mujeres se fueron a casa de
Santos Quispe, el padrino de matrimonio de mamá Juana. Según nos
contó mamá Juana, Quispe fue directamente a la casa de Victorino y
lo solucionó: «En eso llegó mi padrino y le castigó mucho y mucho
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 93

[…]. Le pegó diciendo: “¿Cómo vas a pegar a tu esposa cuando está


convaleciente? ¡Nunca más desde ahora!”». Aparentemente, las tác-­
ticas del padrino funcionaron. Según mamá Juana, Victorino jamás
volvió a pegarle. Luego, las autoridades intervinieron para asegu-­
rar que Victorino dejara de tener relaciones con su amante, mandato
que obedeció inmediatamente. Sin embargo, un par de años después,
Victorino tuvo relaciones con otra mujer. Esta vez, las autoridades lo
expulsaron de la comunidad. Victorino se marchó, llevándose a su

n
hijo y dejando a su esposa embarazada sola en la casa.36


uc
El testimonio de mamá Juana ejemplifica las relaciones de gé-­
nero en Huaychao, previas a la lucha armada. Comencemos con su

rib
desventura. Después de casarse, Victorino ignoró su obligación de

st
género, siendo infiel y maltratándola sin «justificación». Sin embar-­

di
go, mamá Juana sabía exactamente qué hacer para detener a su espo-­
su
so, recurriendo primero a su abuela (familia), después a su padrino
(compadrazgo) y, finalmente, a las autoridades comunales (justicia
da

comunal). Estas respuestas conllevaban una combinación de ver-­


bi

güenza social y castigo físico para detener los abusos de Victorino.


hi

Al parecer, estas tácticas funcionaron en todo, salvo la fidelidad. Por


ro

lo tanto, las autoridades lo castigaron ejemplarmente, expulsándolo


.P

de la comunidad. El castigo no solo alivió el sufrimiento de mamá


Juana, sino que demostró a los demás comuneros lo que les esperaría
or

si no obedecían a las autoridades locales.


t
au

El aspecto más llamativo en cuanto al orden patriarcal de


Huaychao es la ausencia de quejas contra el sistema, sea de hombres
de

o mujeres. Por supuesto, se trata de una jerarquía bastante desigual,


ia

en la que los hombres tienen casi todo el poder. Sin embargo, las mu-­
op

jeres no sienten la necesidad de disputarla porque saben que, por lo


menos, pueden utilizar una variedad de defensas tradicionales con-­
C

tra los hombres abusivos. Mientras los comuneros recordaran que las
estructuras locales les harían respetar sus obligaciones de género, no
tenían por qué cuestionar el orden patriarcal.

36. Entrevista a Juana Cabezas, Huaychao (6 de febrero de 2006).


94 Miguel La Serna

El género y Sendero Luminoso

Como hemos señalado, los cambiantes patrones de migración a me-­


diados del siglo XX afectaron a muchas comunidades andinas en
distintos grados. En Huaychao, pocos campesinos habían migrado
a Lima y otros centros urbanos hasta 1980. Con pocas opciones fuera
de la comunidad, los hombres de Huaychao aún dependían de las
instituciones y costumbres locales para mantener la subsistencia. Por

n

lo tanto, se encontraban más inclinados a respetar sus obligaciones

uc
de género. Aun cuando una mujer se encontraba en un ambiente do-­
méstico abusivo, podría recurrir a una variedad de defensas tradicio-­

rib
nales para protegerse. Una situación muy distinta a la de Chuschi,

st
comunidad donde se experimentaba un significativo movimiento de

di
gente entre el campo y la costa. Una de las consecuencias no anticipa-­
su
das de esta movilidad geográfica fue el fracaso del (des)equilibrio de
género. Como ya no dependían de las instituciones locales, las redes
da

familiares, ni la autoridad comunal, muchos hombres —en particular


bi

los que tenían vínculos en Lima— empezaban a cuestionar el statu


hi

quo. Eventualmente, esta crisis patriarcal se extendió más hasta que


ro

los varones sin vínculos en la ciudad empezaron a incumplir sus obli-­


.P

gaciones de género. Por consiguiente, más y más chuschinos —tanto


or

mujeres como hombres, jóvenes y adultos— buscaron nuevas for-­


mas de detener tales actitudes. Dado sus divergentes historias locales
t
au

respecto a los conflictos de género, no nos sorprende que Chuschi y


Huaychao experimentaran respuestas totalmente distintas hacia SL.
de
ia

Sendero Luminoso en Chuschi


op
C

En 1981, una columna de senderistas secuestró a Pío Taquire, por-­


tero del colegio Ramón Castilla, de Chuschi. Taquire era casado y
con hijos, pero según los rumores, había sido infiel a su esposa y la
había pegado en exceso. Después de golpear al portero, los sende-­
ristas lo desnudaron dejándolo en ropa interior. Luego, lo obligaron
a dar vueltas por la plaza de armas con un cartel en la espalda que
decía: «¡Por mujeriego y pegalón de su mujer!» (Sánchez 2007: 252-­
253). Tales castigos contra supuestos esposos infieles y abusivos
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 95

fueron comunes desde entonces, motivando a más y más chuschi-­


nas a denunciar a sus esposos ante los insurgentes (Isbell 1994: 84).
Además, los senderistas no eran los únicos en administrar justicia
de esta manera. Muchas veces, los mismos comuneros golpeaban,
ataban las manos y cortaban el pelo de los que ignoraban sus obli-­
gaciones de género, demostrando así su apoyo a la justicia de SL
(Isbell 1994: 84). Para ellos, SL fue un alivió a la crisis patriarcal de
las últimas cuatro décadas.

n
Muchos jóvenes compartieron este deseo de solución de la crisis


uc
patriarcal. Fulgencio37 era un joven cuando se enroló al PCP-­SL. El
chuschino recordó que la campaña local contra la infidelidad fue una

rib
de las principales razones por las cuales él y los demás comuneros

st
apoyaron a los senderistas:

di
su
¿Los comuneros estaban más o menos de acuerdo con eso [de castigar]
a los mujeriegos?
da
Por supuesto.
¿Cómo qué: «Por supuesto»?
bi

[Ellos eran] los que cometieron el adulterio.


hi

¿Por qué estaba el pueblo a favor de [castigarlos]?


ro

El pueblo estaba a favor de eso porque [el adulterio] era mal.


.P

¿Mal visto?
Mal visto. O sea, era como una enfermedad […]. Una enfermedad que
or

lo veían los niños y jóvenes que estaban creciendo [en este pueblo].38
t
au

El testimonio del exsenderista nos parece aún más significativo


de

si consideramos que su propio padre también era infiel. Lógicamente,


SL también castigó al padre de Fulgencio de esta manera.39 La crisis
ia

patriarcal había afectado a su propia familia y amenazaba «enfer-­


op

mar» a los demás jóvenes.


C

Asimismo, SL representaba algo más para los jóvenes de


Chuschi. Lo que Fulgencio y otros jóvenes buscaban era «destruir»

37. Este es un seudónimo.


38. Entrevista Fulgencio Makta, Ciudad de Ayacucho (31 de julio de 2007).
39. Correspondencia personal, Ciudad de Ayacucho (30 de julio de 2007). Para más
ejemplos de este tipo de castigo contra los infieles y abusivos, véase Sánchez
2007: 171-­173.
96 Miguel La Serna

todo el sistema patriarcal comunal. Fulgencio era uno de varios jó-­


venes chuschinos y chuschinas que se vincularon a SL. Estos jóvenes
fueron reclutados en las escuelas y colegios locales;; algunos asistían a
la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga.40 Como sos-­
tiene Degregori, la atracción de algunos jóvenes ayacuchanos era a la
posibilidad tanto de tener más poder en el ámbito local como de crear
un nuevo sistema de poder en el ámbito nacional (1998: 130). Este
mismo proceso ocurrió en Chuschi, donde los jóvenes senderistas

n
reemplazaron en el poder a los líderes comunales y autoridades loca-­


uc
les. Por primera vez en la historia del pueblo, los jóvenes alcanzaron
a tener poder;; eran mandos. Pero SL no solo empoderó a los jóvenes

rib
varones, sino también a las mujeres. Al fin y al cabo, la incorporación

st
política de las mujeres fue una de las grandes atracciones de SL para la

di
generación recién educada (Kirk 1993). Para estos chuschinos y chus-­
su
chinas, el sentido de justicia de género no solo consistía en castigar a
los hombres abusivos, sino en destruir el patriarcalismo y formar un
da

nuevo sistema político donde las mujeres tuvieran una legítima voz.
bi

Sin embargo, la justicia de género no fue una exigencia universal.


hi

No todas las comunidades campesinas sentían esta ruptura del equi-­


ro

librio de género. En Huaychao, donde las defensas tradicionales les


.P

ofrecían viable control contra los abusos domésticos, los comuneros no


se encontraban obligados a someter a los abusivos esposos y padres a
or

la justicia de género que les ofrecía SL. Al contrario, los huaychaínos


t
au

veían a los rebeldes como una amenaza al equilibrio patriarcal.


de

Sendero Luminoso en Huaychao


ia
op

Víctor vivía y trabajaba en Huancavelica en 1982. Laboraba en una


C

mina mientras su esposa, Maximiliana, cuidaba a sus dos hijas, María


y Nora, quienes asistían a un colegio de la ciudad de Huanta. Aunque
fuera difícil vivir tan lejos de su familia, Víctor tenía razones para estar
orgulloso de su hija María, pues la niña de dieciséis años era una de las
mejores alumnas de su colegio. Víctor había escuchado de los abusos

40. Entrevista Fulgencio Makta, Ciudad de Ayacucho (31 de julio de 2007).


©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 97

que cometían los sinchis en Huanta, su ciudad natal. Fue en julio o


agosto de 1982 cuando entraron a la residencia en Huanta. Revisaron
toda la casa, buscando algo que comprometiera a alguna de sus hijas.
Al no encontrar nada, se marcharon, pero no sin antes confiscar una
radio que encontraron ahí. Pocos meses después, a mediados de no-­
viembre, Víctor decidió visitar a su familia en Huanta, enterado por
el director del colegio de que los sinchis venían secuestrando a las
alumnas. Encontró a su esposa e hijas sanas y salvas, aunque un poco

n
preocupadas. Víctor se quedó con su familia un par de días. Una vez


uc
convencido de que su familia estaba a salvo, retornó a Huancavelica.41
Unas dos semanas después, María no volvió del colegio. Su

rib
preocupada madre fue a buscarla, al mismo tiempo que preguntaba a

st
los vecinos si habían visto o escuchado algo acerca de María. No obtu-­

di
vo respuesta positiva. Después de recorrer el pueblo tres días, buscán-­
su
dola, Maximiliana viajó a Huancavelica para informarle al padre de la
desaparición de su hija. Víctor solicitó una semana de licencia de su
da

trabajo y los dos preocupados padres volvieron a Huanta en busca de


bi

su menor hija. Los días iban y venían, hasta que el desanimado padre
hi

tuvo que regresar a su centro laboral. Maximiliana se quedó en Huanta


ro

hasta el año nuevo, esperando ansiosamente resolver el misterio.


.P

Un día, la madre se encontraba revisando la revista Gente cuan-­


do una horrible imagen le llamó la atención: era su hija, muerta y
or

acostada con varios cadáveres. Debajo de la imagen, la leyenda decía


t
au

que se habían encontrado los cuerpos en una comunidad alto-­andina


llamada Huaychao.42 Probablemente, María era la senderista mujer
de

que los huaychaínos mataron durante el famoso linchamiento de


ia

enero de 1983, junto a otros siete varones.43 Las versiones de sus pa-­
op

dres, tanto como las de los huaychaínos, confirman esta conclusión.


En su testimonio a la CVR, veinte años después, Víctor y Maximiliana
C

sostienen que su hija desapareció a fines de 1982, o sea, dos meses


antes del linchamiento. También recuerdan haberse enterado del
ahora famoso linchamiento de los ocho periodistas en Uchuraccay

41. ADP, número de testimonio suprimido.


42. Ibíd.
43. ADP, número de testimonio suprimido.
98 Miguel La Serna

poco antes de haber descubierto la imagen de su fallecida hija en la


revista.44 El linchamiento de Uchuraccay ocurrió unos días después
de lo de Huaychao. María, probablemente, pasó las últimas semanas
de 1982 y las primeras semanas de 1983 haciendo campaña en las pu-­
nas de Huanta, antes de ser asesinada en Huaychao a fines de enero.
Además, los huaychaínos testificaron que habían sometido a una jo-­
ven de Huancavelica justo cuando se disponía a activar un explosivo
que los hubiera matado a todos.45 De esta manera, podemos concluir

n
que la joven María era la senderista que los huaychaínos atacaron y


uc
luego mataron aquel aciago día.
Las descripciones que los hombres de Huaychao nos ofrecie-­

rib
ron sobre María ilustran su inquietud hacia las mujeres con poder.

st
«La señorita estaba con pantalón», nos contó el presidente Fortunato

di
Huamán. «Con falda encima», aclaró su primo Esteban, momentos
su
antes de describir algo peculiar: «No tenía senos y tenía ombligos en
forma de círculo y bastante pegados al cuerpo y no parecían senos».46
da

Kimberly Theidon encontró similares descripciones durante su trabajo


bi

de campo en la zona, con los campesinos insistiendo en que las mujeres


hi

de SL tenían múltiples o «salientes» ombligos y genitales (2004: 179).


ro

La especialista sugiere que tales descripciones les ofrecieron a los cam-­


.P

pesinos una oportunidad para clasificar a los guerrilleros como otros.


Metafóricamente, tales explicaciones yuxtaponen al campesinado indí-­
or

gena mortal contra unos forasteros cuyas capacidades reproductivas


t
au

les parecían indefinidas. Asimismo, mantiene Theidon, las guerrilleras


mujeres ocupaban cierto perfil bíblico de los malvados como gente fí-­
de

sicamente marcada, facilitando así el contraste entre los «bueno» (el


ia

campesinado indígena) y los «malvados» (los senderistas). Finalmente,


op

tales descripciones estigmatizaron a los senderistas como unos semi-­


humanos, quienes, al contrario de los campesinos, no pudieran haber
C

nacido de mujeres, ya que las mujeres y sus proles se encontraban vin-­


culadas por un singular cordón umbilical (Theidon 2004: 180).

44. ADP, número de testimonio suprimido.


45. Entrevista a Fortunato Huamán y Esteban Huamán, Huaychao, 5 de febrero de
2006.
46. Ibíd.
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 99

A estas explicaciones agreguemos una cuarta: a través de tales


descripciones, los hombres de Huaychao querían distinguir a las
«masculinas» mujeres senderistas de las «femeninas» huaychaínas,
quienes se vestían con polleras y tenían una anatomía femenina bien
identificable. Tales visiones sobre las mujeres senderistas les quitaba
la feminidad, haciéndolas andróginas y, por lo tanto, excluyéndolas
de la protección física. Tales entendimientos fueron apoyados por
las acciones de las senderistas. Aunque la movilidad geográfica y

n
participación pública eran limitadas para muchas huaychaínas, las


uc
senderistas eran unas anomalías, unas guerreras viajeras quienes
cargaban armas y mandaban a los hombres subalternos. Los huay-­

rib
chaínos no solo temían ceder su autoridad a estas «hermafroditas»,

st
sino que temían la posibilidad de que sus propias mujeres se some-­

di
tiesen a tal transformación. Esta suposición explica por qué los huay-­
su
chaínos atacaron y luego mataron a María. Cuando lo explicaron, los
hombres huaychaínos sostuvieron que la joven senderista provocó
da

el asalto, amenazando con hacer estallar un cartucho de dinamita.


bi

Sin embargo, hay un testimonio de la zona que refuta esta versión:


hi

«Así que uno de los comuneros [de Huaychao] se acercó al grupo de


ro

SL y le pidió sus armas, “A ver, ¿cómo funciona esa dinamita?”».47


.P

Aunque esta versión del linchamiento termina equivocadamente con


los huaychaínos haciendo estallar a los siete senderistas con su pro-­
or

pia dinamita, puede que su precisión se encuentre en la descripción


t
au

sobre cómo los comuneros se apoderaron de María. En vez de acep-­


tar la explicación exculpatoria de los huaychaínos tal como ellos la
de

manifiestan, debemos considerar la menos «honorable» posibilidad


ia

de que estos asaltaron y mataron a una senderista indefensa después


op

de haberle convencido de entregar su arma. En todo caso, los comu-­


neros se sintieron obligados a torturar y luego matar a una mujer a
C

quien percibían como antinaturalmente masculina y facultada —aun


cuando dejó de ser una amenaza física— para así reforzar su propia
hegemonía patriarcal dentro de la comunidad.
Lo anterior permite concluir que algunos huaychaínos opta-­
ron por resistir a SL porque las guerrilleras amenazaron su lógica

47. ADP, Testimonio 200684.


100 Miguel La Serna

patriarcal. La mera idea de una mujer armada mandando una co-­


lumna de varones cuestionó el orden patriarcal de la comunidad. El
hecho de que la mujer no se vistiera como las demás campesinas re-­
forzaba tal imagen de los senderistas. Motivados en parte por tales
ansiedades de género, los huaychaínos asaltaron a todos los sende-­
ristas, tanto a los hombres como a la mujer. Lo que estaba en juego
era el statu quo patriarcal, algo que merecía una defensa a toda costa.

n

Conclusión

uc
Este no es el primer estudio que sugiere que los campesinos se apro-­

rib
vecharon de la violencia política para hacer justicia contra los esposos

st
abusivos e infieles.48 Sin embargo, pocos han analizado con profundi-­

di
dad las dinámicas de género y poder dentro de las comunidades aya-­
su
cuchanas antes de la violencia política. Este estudio nos ayuda a identi-­
ficar las circunstancias históricas, locales y generacionales que explican
da

por qué algunos campesinos inicialmente apoyaron a SL, mientras que


bi

otros no. Como hemos señalado, el género fue un factor clave entre
hi

las decisiones del campesinado de cómo responder a la lucha armada.


ro

Este hecho no quiere decir que el género fue más importante que los
.P

convencionalmente enfatizados factores de la política, la economía, la


or

clase y la ideología. Sin embargo, si este ensayo prueba algo, es que las
t

asunciones culturales y experiencias históricas del campesinado con


au

respecto del género no deberían ser ignoradas.


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ritual y revolución en los Andes peruanos1

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E n mayo de 1980, Sendero Luminoso (SL) declaró la guerra al Estado

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peruano con un acto de teatro político: el quemado de urnas en un

di
pequeño pueblo andino en vísperas de las primeras elecciones demo-­
su
cráticas del país desde hacía más de una década. En la euforia de lo
que parecía un retorno exitoso a la democracia tras doce años de dic-­
da

tadura militar, la declaración de guerra del pequeño partido maoísta


bi

en un rincón remoto de Ayacucho fue descartada como irrelevante e,


hi

incluso, pasada por alto por la mayor parte de los observadores políti-­
ro

cos. Incluso dentro de Ayacucho, el incidente no llegó a la prensa local


.P

sino hasta varios días después y se fue olvidado rápidamente en la


or

abundante cobertura sobre las elecciones y sus resultados. Sin embar-­


t

go, durante la sangrienta década que siguió a este incidente, SL ya no


au

sería tan fácil de ignorar. El «teatro de guerra» de la guerrilla hundió a


de

la nación, literal y simbólicamente, en la penumbra, haciendo estallar


ia
op

1. La investigación realizada para este artículo fue subvencionada por becas del
International Studies Overseas Program de Universidad de California, Los Án-­
C

geles (UCLA), el Fulbright Institute for International Education y la Wenner Gren


Foundation. Un agradecimiento especial va dirigido a Raúl Renato Romero y el
Instituto de Etnomusicología de la PUCP en Lima, por brindarme un hogar insti-­
tucional, amistad y consejos durante mi estancia en Perú. También agradezco a
Zoila Mendoza, Ponciano Del Pino, Sonia Seeman y Ángeles Sancho-­Velázquez
por leer versiones anteriores del artículo y proveerme de importantes comenta-­
rios y críticas, y a Yesenia Pumarada Cruz por su valiosa traducción. Finalmente,
y por encima de todo, estoy en deuda con los muchos compositores, músicos,
campesinos y comuneros de Fajardo que tan valientemente compartieron sus
vidas y sus historias conmigo.
106 Jonathan Ritter

torres de alta tensión y cuerpos de supuestos «reaccionarios» como


actos de sabotaje y terror. El gobierno peruano respondió, a finales de
1982, con una campaña contrainsurgente que rápidamente se convirtió
en una de las más represivas del hemisferio. Para cuando se capturó
a Abimael Guzmán, el líder senderista, en 1992, cerca de setenta mil
personas habían sido asesinadas o desaparecidas;; había cientos de mi-­
les de desplazados;; y el poder democrático que los guerrilleros habían
tratado de derrocar fue usurpado, irónicamente, por un presidente au-­

n
tocrático, empeñado en derrotarlos.


uc
La música forma una parte fundamental de la vida e, incluso, de
la política en el Perú, y la voluminosa literatura sobre SL da la impre-­

rib
sión de que la guerra fue librada con igual fiereza en el terreno de la

st
música como en el de las montañas. Quizás los relatos periodísticos

di
y académicos de la violencia estaban salpicados por citas musicales
su
coloridas en un intento de reproducir el estilo teatral de los revo-­
lucionarios, desde «himnos» guerrilleros hasta huainos de protesta
da

y lamento por niños perdidos. Curiosamente, dado el rigor intelec-­


bi

tual y la energía de los debates entre los académicos que intentaban


hi

entender la ideología senderista en el contexto de la(s) cultura(s)


ro

andina(s), las frecuentes citas musicales nunca han sido analizadas


.P

como importantes textos en sí mismos. Por el contrario, los códigos


poéticos y contextos culturales de la música de la guerra han sido
or

ignorados en análisis que solo ven una instrumentalización política


t
au

evidente en las composiciones. Carlos Iván Degregori ya había hecho


una observación similar en la década de 1990, comentando que aún
de

quedaba por hacer un estudio del uso que hacía SL de la música y


ia

que, en las interpretaciones de canciones revolucionarias, podía estar


op

oculto un disfrute secreto de la música (Degregori 1996: 217). La re-­


flexión era importante, pero apenas rasgaba la superficie de aspectos
C

como (a) la compleja situacionalidad de las piezas;; (b) la historia y


contexto de sus puestas en escena;; (c) los modos y procesos de su
producción cultural;; y (d) la agencia de los compositores, performers
y público al interpretar lo que escuchaban.
La historia de los performances rituales de carnaval en una región
particular de Ayacucho al inicio de la guerra sugiere que estos ele-­
mentos son importantes y relevantes para nuestra comprensión no
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 107

solo de las canciones revolucionarias sino, también, de los éxitos y


fracasos del propio SL. En este ensayo, analizaré el desarrollo de las
tradiciones de carnaval y un género musical llamado pumpin en la
provincia de Fajardo, una de las primeras áreas de actividad sende-­
rista en la región central de Ayacucho, en los años que precedieron a
la insurgencia y durante esta. La simultaneidad del auge de concur-­
sos de música formales y la agitación y crecimiento de SL en Fajardo
no es una casualidad, en tanto que ambos fenómenos constituyeron

n
elementos centrales en un discurso regional de modernización y de-­


sarrollo, una creencia en lo que Degregori (1986) ha llamado el «mito

uc
del progreso». La radicalización subsiguiente de los performances en

rib
los carnavales en Fajardo dice mucho acerca de las actitudes locales

st
ante el ascenso y posterior derrota del senderismo, a la vez que nos

di
adentran en un discurso más amplio sobre el potencial de la música
y el performance ritual como agentes del cambio social.
su
El establecer conexiones entre la música, el ritual, el poder y la
da
política no es un mero ejercicio académico. El poder del performance de
canciones revolucionarias y las consecuencias mortales que acarreaba
bi
hi

los convierte en temas sensibles y difíciles aun hoy. En este sentido,


ro

el trabajo de campo, el momento de su realización y las intenciones


detrás del estudio ameritan algún comentario. Mi investigación en
.P

Ayacucho, llevada a cabo entre enero de 2000 y marzo de 2002, se


or

centraba en el contemporáneo performance musical como un «lugar de


t
au

memoria» (Nora 1984) en el periodo posterior a la violencia. Aunque


estaba interesado primordialmente en las dinámicas sociales de las in-­
de

terpretaciones conmemorativas actuales, la fuerza de la tradición «tes-­


timonial» del pumpin —en comparación con las músicas tradicionales
ia

de otras áreas de Ayacucho que fueron igualmente afectadas por la


op

violencia— demandaba un análisis más profundo. El periodo de fina-­


C

les de la década de 1970 y principios de la de 1980 era muy prometedor


para una investigación social de este tipo, dada la agitación social y
musical que caracterizaba la vida en la provincia. Pronto descubrí, sin
embargo, que eso precisamente hacía que esta época fuera sumamente
difícil de investigar. Aunque muchas personas en Fajardo parecían en-­
tusiasmadas con mi proyecto en general, al principio estaban renuen-­
tes a hablar sobre los carnavales de esos años y evitaban particular-­
mente mencionar cualquier relación de SL con las llamadas «canciones
108 Jonathan Ritter

testimoniales» o «canciones con contenido social».2 Su renuencia era


comprensible: durante gran parte de la década de 1980, la mera pose-­
sión de un casete con «material subversivo» constituía evidencia sufi-­
ciente para ser detenido, torturado o asesinado por el Ejército.
Pero durante el transcurso de mi trabajo de campo, dos elemen-­
tos inesperados posibilitaron mi investigación. El primero fue el
«descubrimiento» que hicieron varios amigos en la provincia, casi un
año después de mi llegada, de unos casetes que reproducían los con-­

n
cursos de canciones de los carnavales del periodo en cuestión. Dada


uc
la naturaleza explícita de esas grabaciones —con piezas tituladas,
por ejemplo, «Guerra popular» y «Situación revolucionaria», y cuyas

rib
interpretaciones estaban acompañadas por los gritos de un público

st
eufórico—, su regalo fue una increíble demostración de confianza, no

di
solo en que yo aseguraría el anonimato y seguridad personal de los
su
donantes sino en mi habilidad para contextualizar e interpretar los
performances en esas grabaciones de una manera consistente con la
da

forma en que la gente en Fajardo los escucha y recuerda hoy en día.


bi

Este artículo intenta hacer precisamente eso.


hi

El segundo elemento fue la coincidencia de mi investigación con


ro

un nuevo periodo de agitación política en Perú, que incluyó (a) la huida


.P

del entonces presidente Alberto Fujimori al exilio en el otoño de 2000;;


(b) el regreso a un orden democrático con la celebración de elecciones
or

nacionales en abril y junio de 2001;; y (c) la formación de una comisión


t
au

investigadora —la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR)—,


que debía aclarar los hechos de violencia política ocurridos entre los
de

años 1980 y 2000. Una de las consecuencias de esos acontecimientos


ia

fue la creciente apertura del discurso público a un debate abierto y li-­


op

beral acerca de los años de violencia. Los testimonios emergentes acer-­


ca de esos años (y, por ende, de historia musical) son, evidentemente,
C

fenómenos contingentes, producidos por actores sociales con intereses

2. En Fajardo, la expresión «canción de protesta» se reserva exclusivamente para


aquellas que apoyaban expresamente al senderismo. Las canciones de protesta
están, por lo tanto, oficialmente prohibidas en los contestos de pumpin de hoy, y
aunque frecuentemente se interpretan canciones que protestan contra acciones
del gobierno o los años de violencia, estas se denominan «canciones de conteni-­
do social» o «canciones testimoniales».
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 109

y memorias particulares en momentos específicos;; y, por consiguiente,


deben interpretarse y entenderse en sus contextos. No todos querían, o
podían, decir la «verdad» sobre lo que sucedió durante esos años san-­
grientos. Sin embargo, a principios de 2002, la ubicuidad de la guerra
como un tema cotidiano me permitió corroborar relatos e información
sobre la historia temprana de los concursos de canciones en Fajardo
de una manera que parecía impensable apenas dos años antes. Estas
conversaciones y entrevistas me confirmaron el papel central que tu-­

n
vieron los concursos de canciones y la celebración del carnaval en la


uc
historia de la violencia política en Fajardo. Lejos de ser «costumbres
inmemoriales» en pueblos «aislados», las prácticas rituales de carnaval

rib
emergen como espacios sociales activos en los que los individuos y las

st
comunidades planteaban y continúan planteando su parecer acerca de

di
su lugar y sus expectativas en el mundo.
su
Ritual y resistencia
da
bi

A primera vista, la mayoría de los rituales andinos no parecen ser


hi

lugares de resistencia subalterna o acción política. De hecho, la vida


ro

en las provincias centrales de Ayacucho está marcada por el ciclo


.P

anual de rituales agrícolas, pastoriles y comunales, que generalmente


or

afirma, no cuestiona, las existentes estructuras políticas, religiosas y


t

sociales. Las prácticas y creencias religiosas locales de Ayacucho son,


au

al igual que en prácticamente todo el resto de los Andes, una mezcla


de

sincrética de elementos prehispanos y católicos, y el calendario ritual


refleja ambas influencias. Los ritos agrícolas y pastoriles entretejen
ia

ofrendas a los apus o wamanis locales (dioses tutelares asociados a los


op

cerros) con oraciones elevadas a santos protectores como San Marcos


C

o la Virgen María, y el valor y eficacia de estos rituales se asocian con


su carácter imperecedero e invariable. Las fiestas patronales de los
pueblos también yuxtaponen imaginería católica a símbolos indíge-­
nas y mantienen, a su vez, las jerarquías sociales y políticas locales
a través de un complejo sistema de mayordomía que recompensa
con poder y prestigio a quienes tienen los medios económicos para
asumir semejantes responsabilidades. Los rituales andinos han sido,
por ello, interpretados en clásicos términos estructuralistas como
110 Jonathan Ritter

condensaciones simbólicas de prácticas culturales y religiosas locales


(véase, por ejemplo, Bastien 1978 o Isbell 1985).
Sin embargo, estudios recientes sobre la música y los rituales
en los Andes han demostrado que estas tradiciones son también es-­
pacios dinámicos que reflejan e incluso forman parte del cambio so-­
cial.3 Varios estudios han explorado la relación entre el performance
ritual y procesos sociales tan diversos como la modernización eco-­
nómica (Romero 1990, 2001), la migración a la ciudad (Turino 1993),

n
la violencia política (Vásquez y Vergara 1988) y la redefinición de


uc
nociones de género, identidad y pertenencia nacional (Abercrombie
1992, Cánepa Koch 1998, Mendoza 2000, Solomon 1994). Según Zoila

rib
Mendoza (2000), estos trabajos enfatizan el poder «transformador»

st
de los rituales andinos, posicionando el performance ritual como «un

di
ámbito de experiencia en el cual se abordan y redefinen las preocu-­
su
paciones centrales del diario vivir y en el cual se plantean proposicio-­
nes a través de la metáfora, la metonimia y otros tropos» (2000: 31).4
da

El lenguaje simbólico y formal de la acción ritual —incluyendo los


bi

modos musicales, coreográficos, poéticos y dramáticos— aumenta


hi

el poder discursivo de estas proposiciones rituales, dotándolas de


ro

una fuerza cultural de la que carece el lenguaje común. Esta fuerza


.P

los convierte en espacios potencialmente poderosos, en los cuales no


solo se pueden abordar, como sugiere Mendoza, las preocupaciones
or

diarias, sino los momentos extraordinarios, no-­cotidianos, de cambio


t
au

social radical, activismo político y resistencia cultural.


Aunque la capacidad del ritual para la resistencia ha sido amplia-­
de

mente estudiada desde la década de 1980, la resistencia se ha conver-­


ia

tido en una noción conflictiva entre los estudiosos, pues muchos cues-­
op

tionan su capacidad analítica y su relevancia general. Citando trabajos


en estudios culturales y disciplinas afines, estos críticos señalan que el
C

3. Los trabajos de June Nash (1970) y Michael Taussig (1980) sentaron un preceden-­
te importante para el estudio de los rituales y el cambio social, a pesar de que
sus orientaciones marxistas difieren sustancialmente de las bases teóricas de los
estudios más recientes aquí analizados.
4. La cita en inglés es la siguiente: «a realm of experience in which central concerns
of the everyday world are addressed and reworked, and in which ‘arguments’
are made through metaphor, metonym, and other related tropes».
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 111

uso de este concepto tiende a colapsar fenómenos tan distintos como


ver televisión y participar en una guerrilla en una oposición banal al
poder, una «nivelación salvaje», dice Michael Brown, «que disminuye,
en vez de intensificar, nuestra sensibilidad a la injusticia» (1996: 730).
Otro crítico plantea que ver resistencia en todas partes y en todo mo-­
mento es analíticamente inútil;; y, además, nos puede cegar a otros as-­
pectos de la acción social y cultural —las tendencias constantes a la
acomodación y al consenso, o el rol de la creatividad y la imaginación,

n
por ejemplo— que informan a las complejas y contradictorias historias


y sucesos que estudiamos. Estos planteamientos son muy relevantes

uc
en el contexto de una confrontación polarizada y violenta, en la cual

rib
los peligros de la resistencia política requieren especial consideración,

st
pero que, por eso mismo, amenazan con trivializar o superar aquellas

di
acciones culturales más sutiles, que permean y aportan otros significa-­
dos al conflicto. En este sentido, lo que nos debe ocupar no es la bús-­
su
queda de una teoría que enfatice la resistencia per se, sino desarrollar
da
un enfoque más riguroso, refinado y etnográficamente anclado, que
permita analizar cómo opera la resistencia y cómo es utilizada para
bi
hi

generar sentido. Al reenfocarnos en la acción ritual, resituamos este


ro

debate de forma útil, centrando nuestra atención en una práctica sig-­


nificativa localizada en los intersticios de los ámbitos políticos y cultu-­
.P

rales. De hecho, en este artículo sostengo que es precisamente en los


or

espacios liminales del ritual, en su juego entre poética y política, y en el


t
au

desdoblamiento a través de su puesta en escena, donde mejor se pue-­


den explorar las inquietudes acerca de los límites y la naturaleza de la
de

resistencia (véase, también, Dirks 1994, Comaroff y Comaroff 1993).


Dada la tendencia global a la transgresión social, la sátira polí-­
ia

tica y la protesta pública, el carnaval y otros ritos de inversión son


op

una cuestión recurrente de la literatura sobre resistencia y ritual, y


C

un tema apto para contribuir con el debate planteado anteriormente.


Importantes historiadores sociales y teóricos culturales han cuestiona-­
do el que la aclamada subversión del carnaval constituya una verda-­
dera amenaza al orden establecido (Bakhtin 1984), sugiriendo que es,
más bien, una diversión necesaria y temporal —una «ruptura admisi-­
ble de la hegemonía» y un «desahogo popular contenido» (Eagleton
1981: 148). La mayoría de los estudios buscan un equilibrio entre estas
dos posturas, tal como lo hace Nicholas Dirks al señalar que el carnaval
112 Jonathan Ritter

es «peligroso, semióticamente desmitificador y culturalmente irrespe-­


tuoso», a pesar de que «confirma la autoridad y renueva las relaciones
sociales» (1994: 486).5 Algunos autores argumentan que es esa ambi-­
güedad, la posibilidad de desplazamiento entre una forma y otra —de
ritual a revolución, pero sin garantizar jamás el paso—, lo que le da al
carnaval su atractivo y perspicacia social (Fiske 1989). Varios estudios
etnomusicológicos han explorado cómo el acto de imaginación gene-­
rado por el carnaval puede, en ciertas circunstancias, llegar a catali-­

n
zar el surgimiento de movimientos sociales o políticos duraderos, con


consecuencias que han incluido la caída de la dictadura de Duvalier

uc
en Haití (Averill 1994) y la revisión de significados populares tras un

rib
fallido golpe de Estado en Trinidad (Birth 1994). Estos estudios de-­

st
muestran que la resistencia no puede ser entendida como inherente al

di
carnaval en su esencia, sino como una tendencia que debe ser puesta
en marcha —en escena— por actores sociales en contextos oportunos.
su
Al inicio de la insurgencia y a lo largo de los años de violencia,
da
los carnavales en Ayacucho suponen un ejemplo sugerente de como la
«educación democrática» y el «cuestionamiento festivo» del performan-­
bi
hi

ce ritual, en las palabras del antropólogo ayacuchano Abilio Vergara,


ro

«pretenden una suerte de “mundo al revés”… [que] parecen anticipar


un protagonismo popular» (1986: 3).6 La anticipación de ese «protago-­
.P

nismo más amplio» seguramente estaba presente en la mente de los


or

militantes y compositores senderistas de finales de la década de 1970 y


t
au

principios de la de 1980, y sería fácil atribuir completamente la radica-­


lización del carnaval en Fajardo a sus esfuerzos. Pero una conclusión
de

rápida de una teoría del «cuestionamiento festivo» a la propaganda


revolucionaria del periodo 1980-­1982 en Fajardo seguiría ignorando
ia

las historias específicas, los debates internos, los factores económicos y


op

políticos, y las cuestiones performativas —en conclusión, el «cómo» de


C

la resistencia— que jugaron un papel crucial en esa transformación.


Haciéndonos eco y respondiendo al llamado de Gage Averill para la
realización de trabajos etnográficos sobre carnaval y resistencia más
localizados en diversos lugares (1994: 219), mi interés en este texto gira

5. Véase, también, Stallybrass y White 1986.


6. La cita en inglés es la siguiente: «attempt a sort of upside-­down world... [that]
seems to anticipate a broader protagonism».
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 113

en torno a la mecánica del desliz ritual-­revolución: ¿cómo sucede? O,


más concretamente, ¿cómo sucedió en la provincia de Víctor Fajardo?
Para contestar esta pregunta, empiezo por explorar una serie de
prácticas rituales de carnaval en Fajardo que preceden los años de
la violencia, gran parte de las cuales persisten aún hoy. La intención
aquí no es localizar la intervención de SL como la línea divisoria de
un antes y un después de los carnavales, sino de situar dentro de
una historia más profunda tanto las continuidades como las rupturas

n
de las prácticas de carnaval que fueron generadas por los concursos


de canciones y la agitación revolucionaria de finales de la década

uc
de 1970. Esta visión diacrónica enfatiza la fuerza social y cultural de

rib
largo plazo del carnaval en las vidas locales, aquello por lo cual los

st
cambios en su celebración se convertían en indicadores y agentes de

di
la transformación radical de la provincia.

El carnaval en Fajardo
su
da

El carnaval es el ritual público más extendido y arraigado en la región


bi

de Ayacucho, una mezcla heterogénea de canto, baile, teatro y activi-­


hi

dad religiosa que tiene lugar en los días y semanas que preceden la
ro

Cuaresma. Los rituales católicos, las comparsas y las yunzas figuran


.P

de manera prominente en los carnavales de la provincia de Fajardo,


or

pero son acompañados por el pumpin, un género musical local. La


t

instrumentación y la estética del pumpin difieren substancialmente


au

de las otras músicas de carnaval ayacuchanas, con sus guitarras de


de

doce o más cuerdas de acero con una cejilla colocada usualmente en


el séptimo u octavo traste, acompañadas de pequeños charangos de
ia

entre cuatro y ocho cuerdas, y voces femeninas con el timbre agudo


op

y estridente del estilo indígena.7 Por otro lado, el compás intenso y


C

el metro binario del pumpin también contrastan con el ritmo típico

7. Es difícil explicar las razones para el carácter tan local del pumpin. La historia
oral en Fajardo sostiene que los orígenes del género se encuentran en la migra-­
ción laboral cíclica a la costa durante finales del siglo XIX, y hay ciertas similitu-­
des entre el pumpin y los estilos musicales de las comunidades en esa ruta. El uso
de una guitarra de doce cuerdas es, sin embargo, anómalo, y hace falta llevar a
cabo una investigación más profunda sobre el género para obtener respuestas
más concluyentes.
114 Jonathan Ritter

del carnaval, marcado por una ondulante melodía ternaria. Estas di-­
ferencias son reconocidas por todo el departamento de Ayacucho,
por lo cual el pumpin es destacado y mercadeado como distinto de
los demás géneros de carnaval, y constituye una seña de identidad
fajardina y orgullo regional.
Al igual que en muchas de las provincias rurales de Ayacucho,
en Fajardo se celebran varias fiestas de carnaval más allá de las festivi-­
dades primordialmente urbanas descritas anteriormente. El carnaval

n
coincide con la temporada de cultivo en los altos Andes, por lo que


uc
varias fiestas están asociadas a ritos de fertilidad agrícolas o pastori-­
les, y suelen proporcionar vías para actividades de cortejo (Vásquez y

rib
Vergara 1988). De hecho, este es el caso en los distritos de Colca, Cayara,

st
Huancaraylla y Huancapi en la región de Fajardo, en la cual el pumpin

di
está más arraigado (figura 1). Allí, la celebración del carnaval comienza
su
de manera esporádica incluso desde diciembre, cuando coincide con la
labranza de los campos de maíz de mitad de temporada: el aporque de
da

maíz o sara qallmay en quechua, que culmina con una peregrinación a


bi

una de las montañas locales durante la semana de carnaval para hacer


hi

una ofrenda al apu en un ritual conocido como ñawin apay.


ro
.P
t or
au
de
ia
op
C

Figura 1. Mapa de la zona central de la provincial de


Fajardo, donde se interpreta el pumpin.
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 115

Aunque la participación se redujo sustancialmente durante los


años de guerra, la gente de Fajardo coincide en que la mayor parte
de las prácticas de carnaval en los contextos rurales no ha sufrido
cambios significativos durante décadas. Durante esos meses hay una
gran movilidad a lo largo de la provincia, puesto que van de pueblo
en pueblo hombres jóvenes buscando trabajo en los campos y, si es
posible, pareja. El aporque se realiza bajo un sistema de trabajo gru-­
pal (minka) en que participan tanto hombres como mujeres jóvenes y

n
que suele concluir con una fiesta en que se canta y se baila pumpin, en


uc
ocasiones hasta que amanece (figura 2). El grupo de la minka, ador-­
nados con talco y serpentinas, acaba en la casa de quien los contrató

rib
para el aporque, bailando una ronda (qachwa) y desafiando musical-­

st
mente a otros grupos. En este contexto, las interpretaciones suelen

di
ser casi siempre cancioncillas muy conocidas o improvisaciones,
su
usualmente de carácter jocoso y de temas sexuales o románticos (de
enamoramiento). Los siguientes versos fueron grabados por el autor
da

en un aporque de maíz en Colca, en enero de 2001:


bi
hi

Muchacha:
ro

Me iré lejos, me marcharé lejos Maslla ripukusaq maslla


.P

pasakusaq
para no ver tu cara de zonzo, Zonzo caraykita manaña
or

rikunaypaq
t

para no ver más. Manaña qawanaypaq


au
de

Hombres:
Colquinita zonza, ¿no recuerdas Zonza Colquinita yuyalla-­
ia

chkankichu
op

que en medio del maíz, Sarapa chaupichampi


C

jugamos yugo, yuguykullasqayta


jugamos yugo? yuguykullasqayta

Mujeres:
Colquinito zonzo, ¿no recuerdas Zonzo Colquinito yuyalla-­
chkankichu
que en medio del maíz, Sarapa chaupichampi
116 Jonathan Ritter

nos quisimos, kuyaykullasqayta


nos pusimos cariñosos? Wayllukullasqayta

Hombres:
Linda paisanita, ¿no recuerdas Linda paisanita yuyalla-­
chkankichu
que en medio del maíz, Sarapa chaupichampi
jugamos yugo, yuguykullasqayta

n
jugamos yugo? yuguykullasqayta


uc
Mujeres:

rib
Zonzo Colquinito, ¿no recuerdas Zonzo Colquinito yuyalla-­

st
chkankichu

di
que en medio del maíz, Sarapa chaupichampi
me tumbaste, su
wischuykullasqayta
me cargaste? Marqaykullasqayta
da
bi
hi
ro
.P
t or
au
de
ia
op
C

Figura 2. José Palomino toca guitarra durante un aporque de maíz


en Colca, provincia de Fajardo, Ayacucho (enero de 2001).
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 117

En este ejemplo, el texto evoluciona de forma juguetona a través


de la modificación improvisada y la repetición de un verso dado.
Una joven comienza cantando una estrofa conocida, seguida inme-­
diatamente por los guitarristas y demás cantantes. Cuando termina
la estrofa, uno de los guitarristas adopta la melodía para improvisar
una nueva estrofa. Provocando risa, la joven que cantó la primera
estrofa repite la nueva, cambiando el último verso, y los demás se
unen. Este patrón puede continuar hasta que alguien grita una nueva

n
canción o hasta que los cantantes se aburren con esta pieza y sim-­


uc
plemente continúan bailando. Exceptuando los performances en los
concursos formales (que se discutirán más adelante), esta práctica

rib
interpretativa se reproduce en todos los eventos asociados con el car-­

st
naval en la región, que incluyen los desfiles nocturnos de comparsas

di
por las calles, las yunzas celebradas en las esquinas o en los campos
su
cercanos, y la peregrinación del ñawin apay (figura 3).
da
bi
hi
ro
.P
t or
au
de
ia
op
C

Figura 3. Festejando los carnavales tras el ñawin apay en Colca,


Fajardo (febrero de 2001).
118 Jonathan Ritter

Aunque durante estos eventos hay una sensación de relajación de


las normas sociales, particularmente para las mujeres, estos encuen-­
tros se llevan a cabo en los confines de la comunidad, bajo los ojos
distantes pero pendientes de padres y familia. Hasta mediados de la
década de 1970, los y las jóvenes de Fajardo evitaban ese escrutinio en
otro evento de carnaval que se celebraba de manera clandestina, en las
planicies altas y «salvajes» de la puna.8 Allí se reunían grupos de jóve-­
nes, sin el consentimiento o conocimiento de sus padres, para cantar

n
y bailar en competiciones informales con jóvenes de pueblos vecinos.


uc
Hay varios lugares en la región donde se llevaron a cabo, pero el prin-­
cipal punto de reunión para los jóvenes de Colca, Cayara y Huancapi

rib
era la alta planicie de Waswantu, más o menos equidistante de estos

st
tres pueblos. Alejandro Mendoza, un hombre de Colca que asistió a es-­

di
tos encuentros en su juventud, me los describió de la siguiente forma:
su
[T]odos los domingos, a los menos en la época de los meses de enero
da
y febrero, íbamos a Waswantu [...]. Las chicas escapaban de sus padres
con el cuento de ver sus chacras o sus animales, mientras los jóvenes
bi

íbamos ya con dirección a Waswantu con esta guitarra. O de caso con-­


hi

trario, iban con este motivo de traer ichu para sus casas, para sus coci-­
ro

nitas [...]. Y nosotros llevábamos la guitarra, y después de sacar el ichu,


.P

bailábamos en Waswantu. Y se bailaba allí, fuerte, en competencia, ¿con


quiénes? Huancapi, Cayara, y nosotros también subíamos. Era compe-­
or

tencia, encendió a tocar, cantar […]. A veces cuando estábamos tocando


t

así frente a frente, ellos también en nuestro costado, ¿a quién canta más
au

alto? ¿Y la guitarra de quién suena más? ¿Y qué pasaba? Rompían las


cuerdas. Entonces piensan que realmente uno ha hecho […] una bruje-­
de

ría. Y de allí también se molestaba. (Entrevista, 17/5/2000)


ia
op

El relato de Alejandro condensa una serie de temas relevantes


para la comprensión de las continuidades y cambios reflejados en la
C

transformación posterior del pumpin. La lógica interna de los eventos


en Waswantu se centraba en el cortejo y la competencia intercomuni-­
taria, principalmente entre los hombres. La letra de las canciones era

8. La noción de la puna como un lugar «salvaje», donde los tabúes sociales no ope-­
ran, es común a las comunidades del valle del río Pampas. La vida michiy, otro
encuentro de jóvenes en la puna con fines explícitamente sexuales, ha sido des-­
crita por Isbell (1985: 119).
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 119

una cuestión secundaria. Ningún individuo con los que hablé de los
que habían participado en estos encuentros recordó canciones espe-­
cíficas que fuesen tradicionalmente interpretadas en ellos, comentan-­
do en su lugar que, al igual que en los aporques de maíz, los versos
eran o conocidos o improvisados en el momento y generalmente tra-­
taban temas de amor o traición.
Hay que señalar que en ocasiones sí se cuelan comentarios socia-­
les o políticos en los textos de estas improvisaciones, particularmente

n
para increpar a alguna autoridad local que esté presente. En cierta


uc
forma, entonces, el pumpin comparte la tendencia a la protesta y la
inversión de otras expresiones de carnaval por todo el mundo y con-­

rib
tribuye, además, a una larga historia de poesía cantada en quechua

st
que aborda temas sociales y políticos (Montoya et ál. 1987, Vergara

di
1995). Pero en Fajardo, este tipo de canciones rara vez va más allá de
su
una burla y nunca entra en un nivel de discurso político que rebase
personajes y asuntos locales. Un número limitado de canciones de
da

carnaval muy conocidas hace referencia a actos históricos de rebelión


bi

como la participación campesina en la Guerra del Pacífico de finales


hi

del siglo XIX,9 pero esta conciencia histórica, antes de finales de la


ro

década de 1970, no se había relacionado con asuntos políticos con-­


.P

temporáneos. Vistas al principio de la década del 1970, las prácticas


rituales del carnaval en Fajardo estaban muy lejos de ser semilleros
or

de revolución. Dos procesos que se dieron a lo largo de esa década, el


t
au

advenimiento de concursos formales de canciones y el surgimiento


del senderismo, cambiarían esas prácticas irrevocablemente.
de
ia

Entrando a la modernidad
op
C

El senderismo emergió en un Ayacucho que llevaba casi un siglo


sufriendo un grave abandono económico y fragmentación política.
Tras el boom del guano de mediados del siglo XIX, que creó un mer-­
cado en la costa para productos de la sierra, la actividad comercial

9. El rol decisivo de los campesinos del altiplano en la Guerra del Pacífico contra Chile
entre 1879 y 1883 es un tema popular en canciones y bailes tradicionales a lo largo
de los Andes centrales de Perú. Para una visión general, véase Mendoza 1989.
120 Jonathan Ritter

del departamento declinó hasta alcanzar un periodo largo de estan-­


camiento (Del Pino 1993). En el siglo XX, hubo un lento desarrollo
de relaciones comerciales diferenciadas en los sectores del norte y el
sur del departamento, y la falta de un corredor de transporte que los
uniera llevó prácticamente a una división de la región en dos zonas:
el extremo norte, que se extiende hasta la región amazónica, quedó
aislado del centro, donde se ubica la provincia de Fajardo. Estas con-­
diciones debilitaron la economía departamental (Degregori 1990: 30).

n
En la década de 1960 se empezaron a tomar medidas efectivas


uc
para acabar con esta marginalización y estancamiento económicos. La
reapertura de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga

rib
(UNSCH) en 1959 tras setenta y cinco años de cierre, la convirtió en

st
una fuerza regional dominante en la narrativa de modernización y

di
desarrollo. La creencia de que la educación abriría el camino a la pros-­
su
peridad quedó claramente demostrada en un levantamiento de 1969,
que tuvo un impacto profundo en el futuro de Ayacucho y su música.
da

En junio de ese año, una protesta dirigida por estudiantes y campe-­


bi

sinos a favor de la educación pública gratuita se tornó violenta en la


hi

norteña capital provincial de Huanta. La protesta era la culminación


ro

de semanas de organización estudiantil en Ayacucho contra una nue-­


.P

va ley decretada por el gobierno militar que multaba a los estudiantes


si su rendimiento académico caía por debajo de un nivel establecido.
or

En los choques con la policía en Huanta y Ayacucho murieron catorce


t
au

personas y cincuenta y seis resultaron heridas. Además, treinta y cin-­


co profesores universitarios fueron detenidos por su participación en
de

las protestas.10 El dictador militar, el general Juan Velasco Alvarado,


ia

derogó la ley de forma inmediata, pero el alzamiento dejó una huella


op

que crecería y reverberaría con el paso del tiempo.


Dos aspectos de estos acontecimientos tienen especial relevan-­
C

cia en lo que se analiza en el presente texto. El primero fue el crédito


que confirieron a uno de los líderes detenidos, el profesor de filosofía
de treinta y tantos años, Abimael Guzmán. Aunque este desempe-­
ñó un papel secundario en el alzamiento, el éxito del movimiento le

10. Para una narrativa del alzamiento de Huanta y su relación con el surgimiento
del senderismo, véase Degregori 1990.
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 121

imprimió a SL un halo de prominencia y legitimidad al interior de la


izquierda marxista de Ayacucho. Para la década de 1980, tanto la gue-­
rrilla en sí como los analistas políticos externos trazaban el origen de
la agitación de la región en esos días turbulentos de 1969. El segundo
fue que los acontecimientos en Huanta inspiraron a un cierto número
de cantautores locales a escribir nuevos temas, de los que tuvieron par-­
ticular impacto dos huainos en el estilo mestizo ayacuchano: «Flor de
retama» y «El hombre». El primero, compuesto por Ricardo Dolorier

n
y escrito dos años después del alzamiento, hablaba directamente so-­


uc
bre los incidentes en Huanta. Mezclando narrativa y metáfora en una
protesta directa contra la policía que llegó «a matar campesinos» y «a

rib
matar estudiantes», esta pieza acababa con los memorables y amplia-­

st
mente citados versos que advierten que «la sangre del pueblo tiene

di
rico perfume / huele a jazmines, violetas, geranios y margaritas / a
su
pólvora y dinamita / ¡carajo! a pólvora y dinamita». Por su parte, el
segundo, compuesto por Ranulfo Fuentes y grabado por primera vez
da

en 1975 por el dúo García Zárate, hablaba en términos más poéticos y


bi

generales contra la opresión y la tiranía. La voz que se expresaba en el


hi

huaino no quería ser «el verdugo que de sangre mancha al mundo /


ro

ni arrancar corazones que buscaron la justicia / ni arrancar corazones


.P

que amaron la libertad», sino «el hermano que da la mano al caído».


Ambas canciones alcanzaron una inmensa popularidad en el departa-­
or

mento en la década de 1970 y reintrodujeron la idea de que la música


t
au

tradicional podía ser un lugar de testimonio y protesta.


de

Un momento experimental en el pumpin


ia
op

En la provincia de Fajardo, el impulso modernizador se expresó tan-­


C

to en nuevos contextos musicales como en nuevos contenidos líricos.


En febrero de 1976, Carlos Rodríguez (seudónimo) organizó el primer
concurso regional dedicado al pumpin. Con la competición deseaba in-­
crementar la visibilidad de la provincia de Fajardo y asegurar el lugar
del pumpin en el mundo musical nacional, a la par de otras músicas
más «prestigiosas» del país como el vals y la marinera, los géneros
costeños populares entre las clases criollas privilegiadas. El concurso,
celebrado en la alta planicie de Waswantu, fue un éxito y atrajo una
122 Jonathan Ritter

entusiasta audiencia de miles de espectadores y una docena de grupos


o conjuntos musicales de reciente formación. A los pocos años, cada
distrito de la región celebraba su propio concurso durante el carnaval,
pero el concurso de Waswantu seguiría siendo el mayor y más im-­
portante de estos eventos. Los cambios en las prácticas carnavalescas
generadas por estos concursos, analizados aquí, son centrales a la hora
de entender la radicalización del pumpin en Fajardo.
Al planificar ese primer concurso, Rodríguez —abogado, anti-­

n
guo estudiante de antropología de la UNSCH y nativo de Colca—


uc
buscó y recibió el apoyo del Instituto Nacional de Cultura (INC) y la
Asociación Distrital de Colca, un club cívico de Ayacucho fundado

rib
por colquinos emigrados (Flores y Vergara 1987). Desde el principio,

st
la participación de estas entidades vinculó el evento con las ideo-­

di
logías regionales y nacionales sobre el «folclore», cuyos orígenes se
su
encontraban en los primeros concursos de música andina auspicia-­
dos por la administración de Augusto Leguía en la década de 1920
da

(Turino 1991: 267-­271). Uno de los principales discursos reproduci-­


bi

dos era uno que implicaba un énfasis retórico en la «preservación de


hi

la tradición», a pesar de que el propio concurso impulsaba cambios


ro

substanciales en el pumpin. Las comparaciones de Rodríguez de este


.P

concurso con aquellos dedicados al vals y la marinera, géneros consi-­


derados «nacionales» por las élites criollas, subrayan qué otro tipo de
or

asociación mental deseaba poner en circulación. Sin embargo, estas


t
au

jugadas discursivas fueron y siguen siendo complicadas por las prác-­


ticas locales del concurso en sí, que incluyen el modelo organizacio-­
de

nal de la competición y, en especial, la localización del evento. Estas


ia

socavan su caracterización como un espacio delimitado por la élite,


op

en el que se rememoran tradiciones en vías de desaparición o en el


que se pueden contener las voces contrahegemónicas.
C

La decisión de celebrar el concurso al aire libre, en la altiplanicie


de Waswantu, fue una movida consciente para localizarlo dentro del
contexto de las informales competiciones tradicionales, discutidas an-­
teriormente, que se habían celebrado durante más de un siglo en este
lugar y que se encontraban en declive. Subrayando esta continuidad
cultural, Rodríguez sostiene aún hoy que su innovación consistió sim-­
plemente en formalizar algo que ya estaba ahí (entrevista, 3/4/2000).
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 123

Como los concursos de folclore iniciados en Cuzco en la década de 1960


y estudiados por Mendoza (2000: 69-­71), el concurso de Waswantu fue
concebido por un miembro de la élite regional con dos objetivos: (a)
levantar e integrar el folclore local, en este caso el pumpin, a la concien-­
cia nacional;; y, al mismo tiempo, (b) modernizar las prácticas locales
de música y baile. Sin embargo, su remota localización prácticamente
aseguró la insularidad del evento y limitó su audiencia a aquellos resi-­
dentes de la provincia que estuviesen dispuestos y fueran capaces de

n
emprender la caminata que suponía. Si, como ha sugerido Mendoza, la


uc
«folclorización» a través de concursos en los Andes se caracteriza por
una dialéctica entre la descontextualización (del) ritual y la apertura de

rib
nuevos espacios para las voces subalternas (2000: 237), el concurso de

st
Waswantu logró una incipiente síntesis de estos elementos, con lo que

di
minimizó el poder de las fuerzas sociales y políticas dominantes, a la
vez que adoptó su lenguaje. su
da
bi
hi
ro
.P
t or
au
de
ia
op
C

Figura 4. Un conjunto contemporáneo de pumpin durante un concurso


de carnaval en Huancaraylla, provincia de Fajardo (febrero de 2001).
124 Jonathan Ritter

La relación entre la nueva estructura competitiva del concurso y


los antiguos encuentros informales estaba marcada tanto por continui-­
dades como por cambios. En sus primeros años, el modelo de com-­
petición del concurso reproducía de alguna manera la práctica de las
comunidades de luchar entre sí, con rondas eliminatorias para cada
distrito que culminaban en una ronda final en la que cada comunidad
era representada por un solo conjunto. Sin embargo, la distribución
espacial cambió completamente, reflejando la operación de algunos

n
cambios ideológicos menos obvios. Anteriormente, pequeños grupos


uc
de personas de cada comunidad se congregaban alrededor de depre-­
siones circulares en la altiplanicie (que permanecen aún hoy), con los

rib
hombres en el centro tocando la guitarra y las mujeres dando vueltas

st
a su alrededor, agarradas de las manos en una ronda llamada qachwa.

di
La pugna entre los círculos era simultánea, además de informal, y era,
su
como en el relato de Alejandro Mendoza, tanto un concurso de volu-­
men como de agudeza en la improvisación. En el nuevo formato, do-­
da

cenas de grupos competían en serie, apareciendo uno tras otro frente a


bi

un panel de jueces y la audiencia (véase la figura 4). No se necesitaba


hi

de volumen para vencer a los grupos rivales, lo que le daba más es-­
ro

pacio a los guitarristas para explorar y mostrar las dotes técnicas y el


.P

virtuosismo que requerían más delicadeza y destreza. Pero más im-­


portante aún, la improvisación verbal se acabó, puesto que los textos
or

de las canciones debían someterse a los jueces antes del concurso.


t
au

La evaluación de los concursantes plasmaba algunas de las


ambigüedades en las actitudes locales sobre el nuevo modelo. Los
de

jueces, casi todos funcionarios políticos locales o miembros de la


ia

oficina regional del INC, eran traídos específicamente para el even-­


op

to y basaban sus evaluaciones en observaciones subjetivas sobre la


«calidad» de la interpretación y las propiedades poéticas y musi-­
C

cales de la nueva composición. El poder de los jueces era (y sigue


siendo) frecuentemente socavado por el cuestionamiento popular de
sus decisiones durante y al concluir el concurso, particularmente las
opiniones de los políticos carentes de conocimientos musicales o de
funcionarios del INC considerados «ignorantes» de las costumbres
locales. Conscientes de este hecho, los jueces tomaban en considera-­
ción la reacción del público a los conjuntos y sus canciones a la hora
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 125

de hacer sus propias evaluaciones. Cuando un juez ignoraba la opi-­


nión expresada por la audiencia, la censura pública de sus decisiones
podía ser severa. Un juez que entrevisté recordaba que había tenido
que salir corriendo del lugar bajo una lluvia de piedras por un pú-­
blico molesto. Semejantes anécdotas revelan la naturaleza dialógica
del concurso, en el cual las canciones e interpretaciones se evalúan
en medio de la emergente y constante interacción de audiencias, in-­
térpretes y jueces.

n
Los cambios en la estructura y material temático de las cancio-­


uc
nes durante los primeros cuatro años de su celebración reflejan la
intensidad de la transformación ideológica lograda por el concurso.

rib
Como muestra el ejemplo anterior del aporque de maíz, las canciones

st
de pumpin eran estróficas antes de 1976, con una estructura melódica

di
de dos partes repetidas continuamente por músicos y cantantes, sin
su
puentes instrumentales o cambios en el contorno melódico. Una gra-­
bación del primer concurso refleja esta práctica interpretativa en prác-­
da

ticamente todos los conjuntos. La canción ganadora, «Naypischa», era


bi

típica: cuatro versos con una melodía simple de AABB, repetida por
hi

las guitarras entre cada estrofa. Debido a las reglas del concurso, y
ro

fundamentalmente, a los premios concedidos a los grupos que intro-­


.P

dujeran «innovaciones», la mayoría de las canciones reflejaban, para


1979, cambios estructurales sustanciales. Así como los modelos de de-­
or

sarrollo político y económico en las provincias bebían del discurso de


t
au

la capital regional, así también lo hacían las composiciones musicales.


Tomando prestado del estilo del huaino mestizo, las canciones comen-­
de

zaban con introducciones musicales e incorporaban puentes entre las


ia

repeticiones de la melodía, además de fugas o codas, y eso significaba


op

melodías más cortas y con tempos más intensos. Al ser interpelados


por estas características, Rodríguez y otros admiten el impacto que
C

tuvo el concurso y sus reglas en «el desarrollo de la tradición».


Los cambios en los temas tratados y las letras eran aún más dra-­
máticos. Las reglas requerían que se entregara una copia escrita de
la composición que se interpretaría y aconsejaban a los concursantes
que se tomaría en consideración la «coherencia temática» de su can-­
ción en la evaluación. En otras palabras, el discurrir de los versos,
el uso de canciones conocidas y las repeticiones, todos elementos
126 Jonathan Ritter

comunes a las interpretaciones en los carnavales, no estaban permi-­


tidos en el concurso. El desarrollo narrativo se volvió una necesidad
y, junto al mismo, se amplió la variedad de la temática abordada. En
poco tiempo, el amor o la traición tan habituales en el pumpin entra-­
ron en competencia con temas tan diversos como eventos históricos,
proyectos de desarrollo y letras explícitamente políticas. Había, al
menos, tres factores tras la ampliación de la temática del pumpin:

n
1. El primero era el tamaño de la audiencia, que se componía de


residentes de cada uno de los tres distritos y constituía un foro

uc
sin precedentes en el que abordar conflictos intra-­ e intercomu-­

rib
nales. La composición ganadora del 1978, «Irrigación de Colca»,

st
fue seguramente inspirada por esta circunstancia. Se trataba de

di
una canción de un conjunto de Huancapi que protestaba contra
su
un propuesto túnel de irrigación a Colca, argumentando que el
proyecto desviaría agua de su propio pueblo.
da

2. El segundo era la respuesta positiva que canciones como


bi

«Irrigación» obtenía de los jueces, precisamente por apartarse


hi

del tema común del «enamoramiento», hecho que incitaba a


ro

otros conjuntos a explorar nuevos temas. Dada la popularidad


.P

en la misma época de los huainos con temas sociales como «Flor


or

de Retama» y «El Hombre», estos también sirvieron de inspira-­


ción popular y, en ocasiones, de fuente para plagio a los compo-­
t
au

sitores de pumpin.
de

3. Finalmente, la estructura y la propia existencia del concurso, con


sus reglas formales, sus grandes audiencias, sus oficiales y digna-­
ia

tarios visitantes, y sus lazos implícitos a discursos regionales y na-­


op

cionales de identidad y pertenencia, fomentaban el que entre los


C

residentes de Fajardo se viera estos performances como un punto


de entrada a las narrativas nacionales, un escenario desde el cual
elevar planteamientos sobre las grandes cuestiones que más les
importaban —aun cuando la nación no los estaba escuchando—.
Era un momento experimental en la vida musical de la provincia,
uno en el cual el reposicionamiento del pumpin reflejaba y forma-­
ba parte activa de una efervescencia social y cultural generalizada.
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 127

Todos estos favores hicieron del concurso de pumpin un vehículo


idóneo para la propaganda revolucionaria, algo que no se le escapó
a los cuadros senderistas que, a unas pocas horas de distancia, se
organizaban en Ayacucho para iniciar su lucha armada.

Sendero Luminoso

Fundado en 1970 por Abimael Guzmán, el Partido Comunista del

n

Perú-­Sendero Luminoso era un producto de la lucha interna y frag-­

uc
mentación continua que plagaba la izquierda marxista peruana en
aquellos años. De hecho, SL era uno de tres partidos maoístas funda-­

rib
dos en la década de 1970 que se erigían como verdaderos herederos

st
del original Partido Comunista Peruano, fundado hacía medio siglo

di
por el escritor e intelectual peruano José Carlos Mariátegui. Acusando
su
a partidos rivales de colaborar con el régimen militar, SL proclamó que
la revolución era inminente y comenzó a construir el aparato de parti-­
da

do necesario para encabezarla. Tras un breve periodo de apogeo en el


bi

periodo 1971-­1973, cuando controlaba la mayoría de las asociaciones


hi

estudiantiles y contaba con el apoyo del profesorado de educación de


ro

la UNSCH, se esfumó de la luz pública. Abandonando su organización


.P

de masas en la ciudad, la vanguardia del partido se dedicó a lo que


or

llamaba «trabajo intelectual», de acuerdo con el dogma maoísta de for-­


t

jar una «línea de partido» en preparación para iniciar la lucha armada


au

(Poole y Rénique 1992: 39). Las «masas» y el «pueblo» seguirían siendo


de

retóricamente importantes para el partido, pero para cuando el «inicio


de la lucha armada» en 1980, SL estaba formado casi completamente
ia

por profesores universitarios y sus alumnos y exalumnos.


op

La ideología senderista partía de una lectura radicalmente literal


C

de los trabajos de Mao Zedong y Mariátegui, interpretada y expandi-­


da por Guzmán mismo, a quien sus seguidores llamaban la «cuarta
espada del marxismo», tras Marx, Lenin y Mao (Gorriti 1999). En la
autoconcepción de SL era fundamental el que la ideología del partido
estuviera basada en el estudio absolutamente «científico» e irrefuta-­
ble de las leyes de la historia y la naturaleza, realizado por Guzmán.
Adoptando el programa maoísta y los viejos análisis de Mariátegui,
Guzmán caracterizaba la sociedad peruana como «semifeudal» y
128 Jonathan Ritter

hacía un llamamiento para una guerra revolucionara que, según el


modelo chino, «rodease las ciudades desde el campo». Estas postu-­
ras eran consideradas absurdas por la mayoría de los observadores,
incluso por el resto de la izquierda marxista que comenzaba a coque-­
tear con las elecciones, particularmente después de la reforma agra-­
ria de 1969 y el retorno a la democracia que coincidió con la decisión
de SL de empuñar las armas.
La política cultural de SL era explícita en cuanto a su oposición a

n
lo que llamaba «folclore». Guzmán había estudiado en China a fina-­


uc
les de la década de 1960, como posteriormente hicieron un número
considerable de líderes senderistas y adoptó, para su propio partido,

rib
la radicalidad de la censura y la intolerancia que caracterizaba las

st
políticas brutales de la Revolución Cultural de Mao. Así, las prác-­

di
ticas religiosas, costumbres, rituales y tradiciones musicales eran
su
todos «remanentes del feudalismo que deben ser destruidos por la
revolución y desaparecer en la Nueva Sociedad» (citado en Del Pino
da

1998: 175).11 En una edición del periódico del partido El Diario, un


bi

militante del partido explicó, a finales de la década de 1980, la opo-­


hi

sición de SL al «folclore» sobre la base de una lógica imbuida de la


ro

estética marxista-­leninista que veía el arte «como una manifestación


.P

de la conciencia social»12 (Levin 1979: 149-­151).


or

El maoísmo nos enseña que una cultura dada es el reflejo, en el plano


t
au

ideológico, de la política y la economía de una sociedad dada… [La cul-­


tura andina es por tanto un] reflejo de la existencia del hombre bajo la
de

opresión terrateniente, que refleja el atraso tecnológico y científico del


campo, que refleja las costumbres, creencias, supersticiones, ideas feu-­
ia

dales, anticientíficas del campesinado, producto de siglos de opresión y


op

explotación que lo han sumido en la ignorancia […]. Este es el carácter de


lo que se llama «folklore». (Márquez 1989 citado en Degregori 1996: 217)
C

En la práctica, esta concepción significó un ataque frontal contra


varios aspectos de la vida andina tradicional, desde los rituales reli-­
giosos hasta las fiestas comunales. Inclusive, las referencias a Dios

11. La cita en inglés es la siguiente: «remnants of feudalism that must be demolished


by the revolution and disappear in the New Society».
12. La cita en inglés es la siguiente: «art as a manifestation of social consciousness».
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 129

debían reemplazarse por referencias al «Presidente Gonzalo», el alias


de Guzmán (Del Pino 1998: 175).
Estas prohibiciones y la violencia de la guerra si surtieron su
efecto en muchas prácticas rituales. En una colección de testimonios
publicada en 1987, un campesino refugiado en Ayacucho relataba:

Ya no siguen esa costumbre con estos problemas (manchaywan). Se han


dejado las costumbres porque los tuta puriqkuna [‘caminantes noctur-­

n
nos’, una referencia a SL] han prohibido, han dicho: «en eso gastan su


plata, por eso se vuelven pobres (chaywan wakchayankichik)». Los mili-­

uc
tares también han prohibido: «Hacen bulla, hacen desorden», nos han
dicho. «Los terrucos pueden aprovechar de eso para entrar, hacen bo-­

rib
rracheras, es peligroso para ustedes», así nos dicen. Por eso ya no hace-­

st
mos las fiestas como antes. (Loayza et ál. 1987: 40)

di
En la provincia de Fajardo, mi propio trabajo de campo confirmó
su
la antipatía senderista hacia las costumbres rituales comunales (con
da
la excepción de los concursos de carnavales) y su consiguiente des-­
censo o desaparición durante los años de guerra. Se cancelaron las
bi

fiestas patronales;; ciertos eventos y prácticas del carnaval se elimina-­


hi

ron o limitaron severamente;; e, incluso, rituales religiosos privados


ro

como el ñawin apay se restringieron, puesto que suponían subir a los


.P

cerros, por donde transitaban y se refugiaban los guerrilleros.


or

Sin embargo, hoy en día está claro que SL era inconsistente en


t
au

cuanto a su censura del «folclore». Como quedó expuesto en la intro-­


ducción, la literatura sobre SL muestra que las canciones revolucio-­
de

narias escritas en estilos folclóricos son legión y que huainos de pro-­


testa como «Flor de Retama» se volvieron inmensamente populares
ia

entre los guerrilleros y sus simpatizantes.13 Los relatos periodísticos


op

de visitas a las prisiones controladas por SL en la década 1980 ha-­


C

blan —además de los interminables coros de himnos marxistas como

13. La asociación popular de una canción particular con SL no necesariamente sig-­


nifica que había sido escrita por o para el partido, pero, en el polarizado clima
político del apogeo de la guerra, las protestas contra las atrocidades cometidas
por el gobierno eran frecuentemente interpretadas como apoyo a la guerrilla. Así
pues, a pesar de que «Flor de Retama» precedió la irrupción armada de SL por
más de una década, la canción era considerada un himno guerrillero.
130 Jonathan Ritter

La Internacional y de la escenificación de las óperas modelos de Jiang


Ching— de «conjuntos típicos» de flautas andinas y tambores que in-­
terpretaban huainos mientras los presos bailaban (Gorriti 1999: 246,
Kirk 1993: 53). Ejemplos similares, localizados en el campo, son esca-­
sos, dado el secretismo del partido y la dificultad de realizar trabajos
periodísticos o académicos en las zonas de emergencia durante la gue-­
rra. No obstante, la evidencia anecdótica recopilada por la memoria
popular sugiere que los guerrilleros ocasionalmente participaban en

n
aquellas fiestas comunales que aún se celebraban. El sociólogo perua-­


uc
no Nelson Manrique describió un concurso de baile típico que duró
varias semanas en el departamento de Junín, organizado por SL (1998:

rib
211);; y en Chuschi, el pueblo desde donde se emprendió la revolución,

st
los intentos de prohibir el carnaval acabaron con los guerrilleros bai-­

di
lando en las calles con los rifles sobre sus cabezas (Isbell 1994: 85).
su
¿Cómo se pueden explicar estas contradicciones entre la teoría del
partido y la práctica? Como ha anotado Stephen Jones (1999) en su
da

estudio sobre la vida ritual bajo Mao en los campos chinos, el impac-­
bi

to de las políticas comunistas sobre la actividad ritual es difícilmente


hi

generalizable y hay que indagar en tradiciones y regiones particulares,


ro

con una sensibilidad y atención especiales a las realidades sociales y


.P

políticas locales (32-­34). En el caso peruano, debemos recordar que, a


pesar de la ideología totalitaria de SL, muchos militantes y comune-­
or

ros en «zonas liberadas» tenían niveles distintos de adoctrinamiento


t
au

e identificación con la línea del partido. El trabajo de Ponciano Del


Pino sobre la vida diaria de los senderistas ha mostrado que la inter-­
de

nalización de la ideología del partido «se vuelve más flexible según


ia

se va descendiendo de la cúspide a la base social» (1998: 159),14 y la


op

evidencia presente sugiere que los incumplimientos de la política par-­


tidista respecto al folclore eran más comunes en los niveles bajos de la
C

jerarquía. Hasta cierto punto, entonces, este fenómeno puede ser visto
como el resultado del inconcluso proyecto de integración del partido,
un reflejo de la autodefinición de los cuadros rurales como senderistas
y como miembros de sus comunidades locales.

14. La cita en inglés es la siguiente: «becomes more flexible as one descends from the
pinnacle toward the social base».
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 131

En segundo lugar, SL tenía una necesidad pragmática para en-­


contrar medios de propaganda efectivos y las «canciones revolucio-­
narias» en estilos folclóricos constituían uno fácil y popular. Uno de
los pocos documentos publicados por SL en la década de 1980 señala
que la «propaganda armada y agitación» formaban más de una ter-­
cera parte de todas las acciones del partido y, en su mayoría, eran
llevadas a cabo en el campo «de manera oral» (PCP-­SL 1988: 23). Los
residentes de las aldeas y los pueblos de Fajardo fueron obligados a

n
asistir a reuniones públicas donde el performance de cantos, eslóganes


uc
y canciones revolucionarias era habitual. La autonomía de ciertos gé-­
neros de cualquier contexto ritual, particularmente el huaino, hacía

rib
que fuera fácil insertarlos y reutilizarlos en diferentes contextos se-­

st
gún la necesidad. Por otra parte, esa autonomía hacía que fuera más

di
fácil para el partido justificar su uso del huaino. Así, su prohibición
su
del folclore parecía implicar principalmente un contexto ritual. De
acuerdo con la sentencia de Mao de que las «viejas formas» podían
da

ser «reconstruidas y dotadas de nuevo contenido, para que éstas tam-­


bi

bién se volvieran revolucionarias y sirvieran al pueblo» (McDougall


hi

1980: 65), un cambio en la letra hacía que los viejos huainos no solo
ro

fuesen aceptables, sino «arte de un nuevo tipo» (Degregori 1996:


.P

217). Un prominente periodista peruano que cubrió la guerra me ha


sugerido insistentemente que, en términos prácticos, la única política
or

de SL en cuanto al performance musical era que este debía incitar a la


t
au

audiencia al fervor militante, ya fuera en el contexto de una marcha


carcelaria o una fiesta comunal.
de

Finalmente, la apropiación de la guerrilla de ciertas tradiciones


ia

y el rechazo de otras puede haber dependido del estatus «ritual» de


op

cada costumbre. Al menos en el caso de los concursos de carnaval de la


provincia de Fajardo, este hecho fue un factor determinante. Contrario
C

a los eventos evidentemente religiosos o «tradicionales» que eran des-­


alentados o abiertamente prohibidos, como las ofrendas a los apus
o las procesiones en honor de los santos patrones, los concursos de
canciones eran una innovación moderna y secular. A pesar de que los
concursos trazaban, y trazan aún hoy, una relación deliberada con cos-­
tumbres rituales pasadas, su surgimiento coincidió con el del propio
senderismo a mediados de la década de 1970. Incluso, ambos nacieron,
132 Jonathan Ritter

en varios aspectos, del mismo impulso modernizador que inspiró a


los fundadores de la guerrilla como se ha señalado más arriba. A los
ojos de los senderistas, estos nuevos concursos podían ser vistos como
partes de la nueva sociedad y no como reflejos de la vieja.

Cantos de sirena: un momento radical del pumpin

Los elementos hasta aquí trazados en este artículo —un discurso re-­

n

gional sobre desarrollo y modernización;; un momento experimental

uc
en la música de carnaval, generado por el advenimiento de concur-­
sos formales de canciones;; y el surgimiento del senderismo— se con-­

rib
jugaron en la provincia de Fajardo a finales de la década de 1970.

st
Dados el aislamiento geográfico, la pobreza y la falta endémica de la

di
presencia del Estado en la región central de Ayacucho, SL escogió las
su
provincias de Cangallo y Fajardo como el territorio desde el cual lan-­
zar su campaña revolucionaria. La ausencia de hacendados en esta
da

región seguramente fue otro factor determinante: la masiva reforma


bi

agraria llevada a cabo por el gobierno militar de Velasco en 1969 no


hi

había tenido prácticamente ningún impacto en esta zona, con lo cual


ro

la sensación de cambio social y posibilidades que había permeado el


.P

resto de la sierra andina había eludido a los residentes de Fajardo y


or

Cangallo.15
t

Los senderistas, mayormente alumnos y exalumnos de la


au

UNSCH, se repartieron por las zonas rurales de la región, muchas


de

veces trabajando como profesores en las escuelas primarias y secun-­


darias locales. Esta circunstancia les daba acceso a los jóvenes y au-­
ia

toridad sobre ellos, quienes, seducidos o intimidados por la osadía


op

y el poder de sus profesores, fueron los primeros conversos rurales


C

al senderismo. Un gran número de antiguos profesores en Fajardo


me contaron cómo sus colegas senderistas usaban una mezcla de

15. Flores-­Galindo (1987) ha señalado que SL cosechó sus éxitos iniciales en aquellas
zonas en las cuales las instituciones tradicionales de poder eran más débiles,
debido a la falta de la presencia del Estado, la ausencia de una clase dominante
hacendada o gamonal, y el deterioro creciente de la autoridad de la Iglesia ca-­
tólica. Quisiera agradecer a Zoila Mendoza por sugerirme que considerara estos
factores en el desarrollo e impacto del senderismo en la música de Fajardo.
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 133

persuasión, coerción y, finalmente, amenazas directas para alistar


no solo a sus estudiantes, sino a otros profesores y así aumentar su
control hegemónico sobre las escuelas locales. Les favorecía en sus
esfuerzos la fe en la educación como el camino al desarrollo y la mo-­
vilidad social, una creencia que había impactado seriamente los va-­
lores culturales y las jerarquías sociales de las poblaciones rurales de
la región. A las opiniones y el liderazgo de una juventud educada, en
particular de aquellos que volvían de la universidad, se les atribuía

n
un peso e importancia que facilitaba la organización senderista entre


uc
la población en general (Degregori 1994 y 1996).
La música formaba parte importante de las actividades orga-­

rib
nizadas por los militantes y profesores senderistas en Fajardo. Los

st
reportajes sobre la región de Ayacucho de principios de la década

di
de 1980, corroborados por comentarios que me han hecho exalum-­
su
nos de profesores senderistas, indican que la música revolucionaria
era habitual en sus salones de clase. De hecho, «La Internacional»
da

remplazó al himno nacional y se entonaban huainos de protesta en


bi

contextos que otrora hubiesen sido acompañados por (otros) ritmos


hi

folclóricos (Medina 1983: 20, Wit y Gianotten 1994: 63). Las reunio-­
ro

nes obligatorias celebradas fuera de clase para los estudiantes ma-­


.P

yores o para la población en general —usualmente llamadas escuelas


populares— también incorporaban cantos e himnos revolucionarios
or

en su currículo.
t
au

En reuniones más informales, como aquellas celebradas por es-­


tudiantes simpatizantes del partido, tenían un carácter social en el
de

que el uso de música folclórica tomaba un primer plano y fue, en es-­


ia

tas, en las que surgieron los primeros ejemplos de pumpin con letras
op

explícitamente revolucionarias. Arturo,16 estudiante en Huancapi a


finales de la década de 1970, recordaba reuniones y tertulias de estu-­
C

diantes en la plaza del pueblo, que frecuentemente acababan con la


interpretación de huainos populares de protesta y nuevos temas del
pumpin. Según sus propias palabras, el pumpin dio «un giro de 180
grados» de los temas de «amor, agricultura y los quehaceres de la
vida campesina» hacia canciones con un «mensaje directo». Aunque

16. Todos los nombres en esta sección del artículo son ficticios.
134 Jonathan Ritter

Arturo identificó esas canciones de pumpin que él recordaba como


«creaciones anónimas del pueblo» que «decían las cosas como eran»,
los ejemplos que me cantó hacían referencias exactas a elementos cla-­
ve del discurso ideológico y estratégico de SL, hecho que sugiere que
había habido una mano militante guiando su creación. Una de esas
composiciones, «José Carlos» (en referencia a José Carlos Mariátegui)
anticipaba el «día escogido», en que los estudiantes y los campesinos,
a quienes «no [les] falta valor ni coraje», se «despertarán» y se «levan-­

n
tarán» para «echar a los sucios»:


uc
rib
«José Carlos»

st
Pumpin cantado por estudiantes en Huancapi

di
a finales de la década de 1970
su
José Carlos, alma proletaria
da
Pronto queremos que llegue el día escogido
Pronto queremos que llegue el día escogido
bi
hi

No nos falta valor ni coraje


ro

No nos falta valor ni coraje


.P

Aquí estamos los estudiantes, muchachos valientes


Aquí estamos los campesinos, muchachos valientes
t or
au

Llaqtaruna rikcharillasunña Gente del pueblo nos debemos


despertar
de

Llaqtaruna sayarillasunña Gente del pueblo nos debemos


levantar
ia

Quñuchayllata sayarikuspanchik Todos juntos nos levantaremos


op

qanrataqa wischusunchik Echaremos a los sucios


C

Qukchallataña sayarikuspanchik Como uno nos levantaremos


muchuyta wischusunchik Para echar a los fracasados

Fuga:
Llaqtaruna sayarillasun Gente del pueblo nos debemos
levantar
Llaqtaruna sayarillasun Gente del pueblo nos debemos
levantar
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 135

Qanrakunata aswan peorña Porque los sucios se ponen peor


wischullasunchik qarqullasunchik Debemos echarlos, arrojarlos
Supaykunata aswan peorña Los diablos se ponen cada vez
peor
qarqullasunchik wischullasunchik Los arrojaremos, los echaremos

La influencia de los modelos regionales se hace evidente en el

n
uso de la estructura estrofa/fuga del huaino, descrita anteriormente,


y también en porciones de su texto y su melodía, que están sacadas

uc
verbatim de la letra de una canción popular del carnaval ayacuchano.

rib
Estas asociaciones urbanas en un género musical de texto bilingüe,

st
señalado como rural y fajardino, reflejan la naturaleza liminal, de

di
«frontera», de esta canción y sus intérpretes, todos ellos estudiantes
su
locales unidos por el deseo o la experiencia del discurso político ra-­
dical de la capital regional. Dado el alcance limitado de la audiencia,
da

el performance de la canción era más una expresión de la identidad


bi

radical de los estudiantes que un instrumento de propaganda.


hi

Pero la radicalización más amplia y duradera del pumpin se dio


ro

en el contexto de los concursos. Como quedó expuesto anteriormen-­


.P

te, los concursos atrajeron la atención de SL por razones evidentes.


Suponían una oportunidad para presentar su mensaje a las mayores
or

concentraciones de gente que se daban anualmente en la provincia


t
au

y lo hacían en una atmósfera caracterizada por el ambiente relajado


y de libertad social del carnaval. Para los profesores senderistas era
de

fácil reclutar cantantes o guitarristas entre sus estudiantes, quienes


ia

estaban ansiosos de participar en estos populares eventos. Es difícil


op

precisar el año particular y el conjunto específico que introdujo letras


revolucionarias al concurso, puesto que no existe un récord docu-­
C

mental completo de los concursos y los relatos orales varían. Aun


así, la gente de las comunidades de Fajardo unánimemente recuerda
canciones senderistas en los concursos que precedieron el inicio de
la lucha armada en mayo de 1980 e identifica consistentemente una
serie de conjuntos específicos como los mayores proponentes de lo
que ellos llaman «canciones de protesta».
136 Jonathan Ritter

El conjunto más exitoso e influyente de entre los que tenían


lazos con SL era Las Sirenitas de Waswantu, y su historia amerita
especial atención en este ensayo. Alberto, un joven de Fajardo que
en aquel entonces tenía unos veinte años y estudiaba educación en
la Universidad de Huancayo (Universidad Nacional del Centro de
Perú), fundó Sirenitas en 1977, junto a otros amigos de su misma
provincia.17 Militante del partido, los frecuentes viajes de Alberto a
Fajardo seguramente estaban relacionados con la campaña que desa-­

n
rrollaba el senderismo en la región, pero no está claro si fue su trabajo


uc
en las escuelas populares lo que lo inspiró para formar el grupo.
Como se señaló más arriba, la ideología totalitaria de SL no había

rib
sido internalizada igualmente por todos los militantes y es razonable

st
asumir que la atracción hacia los concursos de pumpin de Alberto

di
provenía tanto de su identidad fajardina y su deseo de participar en
su
un novedoso y excitante desarrollo de la vida comunal de la pro-­
vincia, como de su reconocimiento pragmático de que los concursos
da

podían ser políticamente útiles para el partido. De hecho, la selección


bi

del nombre del conjunto refleja esta ambigüedad. Invocando el po-­


hi

deroso imaginario asociado a la sirena, un huidizo espíritu femenino


ro

que canta desde sus escondites en los ríos, lagos y cascadas de la


.P

región (Turino 1983), Alberto encauzó el poder mítico y seductor de


algo que el partido indudablemente consideraba una «superstición
or

feudal» al servicio del mensaje revolucionario de las interpretaciones


t
au

de su conjunto. Más allá de su director, no todos los miembros de


Las Sirenitas eran miembros activos o simpatizantes declarados de
de

SL, y la popularidad del grupo, al menos al principio, surgió no tanto


ia

de sus discursos políticos sino de la fuerza de sus performances y la


op

potencia vocal de sus cantantes adolescentes.


Las canciones de Las Sirenitas, escritas por Alberto, denotaban
C

desde el principio un marcado contenido social y político, pero sus


fines abiertamente revolucionarios no eran enmascarados para 1980
con metáforas o dobles sentidos, hecho que reflejaba, por demás, la
creciente osadía de SL en la provincia. De hecho, seis de ocho cancio-­
nes en las rondas semifinales y finales en Waswantu ese año tenían

17. Ciertos detalles no esenciales de este relato han sido cambiados.


Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 137

contenidos explícitamente políticos. Un conjunto llamado «Los


Libertadores» interpretó «Llaqtaruna avanzasunchik!» (‘¡Pueblo,
avancemos!’) y «Hermano campesino», y otros dos grupos cuestio-­
naron el regreso a la democracia con composiciones tituladas simple-­
mente «Elecciones». Participando del momento político que se vivía
en la provincia, todos los conjuntos comentaban con suspicacia la
actividad y discursos del gobierno vigente y sus posibles sustitutos.
El de Las Sirenitas era el más explícito y llegó a la ronda semifinal

n
con la canción «Situación Internacional», un llamado sin ambages a


uc
la revolución. Entre los aplausos y vítores de un público enardecido,
la canción terminó con la exclamación «¡Guerra popularwan, lucha

rib
armadawan / Obrero campesino armata qapispa / yarqay muchuy-­

st
llata puchukachisunchik!» (‘Con la guerra popular, con la lucha ar-­

di
mada, / Obrero y campesino, agarrando las armas, / superaremos
su
este hambre y sufrimiento!’). Tres meses más tarde, SL boicoteó las
elecciones y empuñó las armas quemando las urnas en Chuschi, cua-­
da

renta kilómetros río arriba de Waswantu.


bi

Con la retirada de las fuerzas policiales del área, SL operó, prácti-­


hi

camente sin oposición, en gran parte del territorio de Fajardo en 1981 y


ro

1982, por lo que el apogeo de los textos revolucionarios en las canciones


.P

de pumpin de carnaval coincidió precisamente con este periodo. Alberto,


como residente permanente de la provincia y profesor de secundaria,
or

tomó el control político directo de su comunidad en 1982, tras intimidar


t
au

y amenazar a las autoridades locales. Aunque la historia personal de


Alberto es extraordinaria en esta narrativa por su protagonismo dual,
de

como líder senderista y como director/compositor de un conjunto de


ia

pumpin, este tipo de toma directa de la autoridad comunal se dio en va-­


op

rios pueblos de la provincia, en tanto que los militantes senderistas, aho-­


ra guerrilleros activos, consolidaron así los logros que habían cultivado
C

durante años. Y contrario a la experiencia que se volvió cada vez más


habitual en las áreas controladas por el senderismo, de una vida festiva/
social cada vez más austera y moribunda (Del Pino 1998, Isbell 1994), la
celebración del carnaval en Fajardo floreció y, de hecho, los concursos
de pumpin se expandieron. Se habían convertido en espacios claves para
la propaganda del partido y la negociación del poder en la región;; y,
como tales, recibían el apoyo y la participación total de la guerrilla.
138 Jonathan Ritter

Los textos y el formato de las canciones de pumpin se asenta-­


ron en un patrón predecible entre los años 1980 y 1982, hecho que
indicaba que el «momento experimental» había llegado a su fin, su-­
plantado por una nueva normativa. Las canciones de protesta domi-­
naban los concursos y más de la mitad de las canciones concursantes
en Waswantu en este periodo eran de corte político. Musicalmente,
la forma del huaino había sido adoptada por todos los conjuntos y
compositores, y las innovaciones estaban limitadas a introducciones

n
instrumentales más elaboradas. Las Sirenitas seguían este prototipo


uc
al pie de la letra y, en 1981, ganaron el concurso de Waswantu y com-­
pitieron en otros concursos ese mismo año con la canción «Situación

rib
revolucionaria». La canción anticipaba una frase del informe de la

st
segunda Conferencia Nacional del partido del año siguiente, que

di
declaraba que Perú estaba «viviendo una situación revolucionaria»,
su
debido a su «estructura feudal» («Las conferencias...», 1984: 21).
La interpretación de Las Sirenitas de esta canción en el concurso
da

de Quillaqasa —un nuevo concurso celebrado en un pequeño campo


bi

en la altiplanicie entre las comunidades de Colca y Quilla— pervive


hi

en una grabación de casete. Vale la pena destacar dos aspectos de


ro

«Situación revolucionaria» que quedaron plasmados en esta graba-­


.P

ción: primero, (a) la adherencia absoluta de la canción a la forma del


huaino, que incluía una introducción en guitarra arpegiada, puentes
or

instrumentales cortos entre las secciones melódicas, y una fuga con


t
au

una melodía contrastante más corta;; y, segundo, (b) la reacción enar-­


decida del público en relación con el performance de Las Sirenitas,
de

que daba fuertes aplausos y gritos de «¡Bravo!» entre las estrofas.


ia

Seguramente en los planes tácticos de SL, la propaganda revolucio-­


op

naria era el objetivo fundamental tras la composición e interpretación


de esta canción, pero las preocupaciones estéticas, el conocimiento
C

sobre los géneros musicales locales y regionales, y muchas horas de


ensayo, también se hacen patentes en el performance y demuestran
gran cuidado y preparación de parte del conjunto.
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 139

«Situación revolucionaria»
Escrita e interpretada por Las Sirenitas de Waswantu en 1981

Kayllay decadapi En esta década


kayllay tiempollapi en estos tiempos
decisiones kachkan, posicionis hay decisiones, hay posiciones
kachkan

n
situacion nisqan revolucionaria dicen que es una situación


revolucionaria

uc
rib
Wakcha pobrekuna Los pobres y desamparados

st
amirqullanchikña estamos hartos

di
hambre miseriawan kallapas con esta hambre y miseria
kanñachu asolándonos
llapa imallapas wicharimullaptin
su
cuando todos los precios suben
da
bi

Obrero, campesino Obrero, campesino


hi

avanzallasunña avancemos
ro

guerra popularwan, lucha con la guerra popular, con la lucha


.P

armadawan armada
kayllay miseriata superaremos esta miseria
or

puchukachasunchik
t
au

Fuga:
de

Llapa apullas mancharisqanña Todos los ricos sienten miedo


ia

llapa apullas katatatachkanña todos los poderosos tiemblan


op

lucha armadata rimariptinchik cuando hablamos de la lucha


armada
C

guerrata guerrillas anunciakuptin cuando se anuncia la guerra de


guerrilla
140 Jonathan Ritter

Texto, performance y sentido

¿Acaso la respuesta positiva del público a estos «cantos de sirena» es


una prueba definitiva de que de los fajardinos apoyaban a SL en estos
primeros años de la década de 1980? ¿Se puede asumir que las letras
militantes, el éxito de conjuntos como Las Sirenitas y el gran número
de canciones de protesta compuestas en la provincia denotan una
simpatía generalizada por la guerrilla? Mis entrevistas a músicos y

n

otras personas que estuvieron presentes en los concursos en esos

uc
años, además de un cuidadoso análisis de las grabaciones de estos,
sugieren que no todo es lo que parece:

rib
st
1. En primer lugar, las reacciones del público a los concursos se

di
basan en una variedad de factores que van más allá del conte-­
su
nido lírico, algo que acentúa la debilidad de un análisis pura-­
mente textual de un performance. De hecho, las contribuciones
da

del público al «diálogo» de un performance de pumpin no suelen


bi

guardar relación con las palabras cantadas. Lo que motiva los


hi

mayores aplausos y vítores del público es el orgullo local y el


ro

sentimiento de competición intercomunal. Los miembros de la


.P

audiencia de un distrito particular hacen el mayor ruido posible


or

cuando toca un conjunto de su distrito, intentando influir así en


la evaluación de los jueces. La reacción del público frente al per-­
t
au

formance de «Situación internacional» en 1980 parece corroborar


esta afirmación: cuando Las Sirenitas anunciaron el advenimien-­
de

to de la lucha armada y la revolución, parte del público irrum-­


ia

pió en aplausos clamando el nombre del distrito del conjunto.


op

Lejos de ser una muestra de apoyo incondicional al senderismo


C

y su proyecto revolucionario, la reacción del público al mensaje


radical de Las Sirenitas era más bien similar a la de un partido
de fútbol en que los hinchas animan a su equipo tras marcar un
gol. De hecho, la reacción del público fue prácticamente idéntica
ante la interpretación de otro conjunto del mismo distrito unos
minutos más tarde, a pesar de que su canción no era una compo-­
sición política, sino una canción jocosa de amantes traicioneros.
En otras palabras, a pesar de que la letra de las canciones era
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 141

importante, la exuberancia general del carnaval y las rivalidades


entre distritos juegan un papel que no se puede ignorar a la hora
de analizar la respuesta del público a las canciones revoluciona-­
rias interpretadas en los concursos.
2. En segundo lugar, los motivos de los intérpretes de canciones re-­
volucionarias y de protesta también varían y no se puede asumir
que todos eran senderistas. Como ya se ha señalado, ni siquiera
un conjunto con temas tan claramente pro-­SL como Las Sirenitas

n

estaba compuesto enteramente por militantes o simpatizantes

uc
comprometidos con el partido. Una de las antiguas cantantes de

rib
Las Sirenitas mantiene hoy que ella cantaba con el grupo para
competir en los concursos y porque salía con uno de los músicos,

st
sin que mediara razón o ideología política alguna —una justi-­

di
ficación similar a la de muchos otros cantantes y músicos—.18
su
Entonces como ahora, factores como los lazos personales con al-­
gún miembro de un conjunto, un espíritu competitivo encarna-­
da

do profundamente en las prácticas locales del carnaval y la im-­


bi

portancia de los concursos en la vida social de la provincia, son


hi

también consideraciones fundamentales que motivaban a las


ro

personas a participar de estos performances. Resulta fácil imagi-­


.P

nar que muchos interesados hayan sucumbido ante el atractivo


or

de actuar con un grupo tan popular y exitoso como Las Sirenitas,


t

ya fuera porque ignoraban o porque simplemente no les impor-­


au

taba que su participación le diera voz al movimiento guerrillero.


de

Otros se unieron conscientes de ese rol político, pero no porque


desearan contribuir con el mismo sino porque tenían miedo de
ia

las consecuencias de negarse a hacerlo, especialmente una vez


op

que SL comenzó a ejecutar a detractores, «soplones» y «bur-­


C

gueses», en lo que denominaban «justicia popular». Manuel, en


aquel entonces un estudiante de secundaria de Colca y hoy un

18. Obviamente, es comprensible que hoy en día varias personas nieguen su ante-­
rior militancia o simpatía por SL dadas la violencia y represión que supuso el
dominio senderista en Fajardo. Las memorias en semejante contexto suelen ser
muy selectivas. En todo caso, las razones dadas para explicar esa no-­militancia
son, a menudo, completamente plausibles, aunque no siempre sean completa-­
mente ciertas.
142 Jonathan Ritter

líder comunitario en sus treinta, recordaba la combinación de


miedo y atracción que motivó su participación:

Toda la población estaba comprometida [...] nos comprometieron toda


la población. No puedo negar, el que les habla también ha sido pues,
participante, pero a consideración de ellos. Éramos totalmente obliga-­
dos, casi toda la población. Pero de alguna forma, tanto con miedo con
esas cosas, hemos aceptado pues, ¿no? Y al momento que hablaban pues
de las maravillas que uno tendría pues, como para creer, ¿no? Entonces,

n
así ha sucedido este problema sociopolítico. (Entrevista, 28/08/2000)


uc
El miedo, la coerción, los lazos personales, el deseo de competir

rib
y motivaciones sociales eran todas razones de peso para inter-­

st
pretar canciones revolucionarias y unirse a conjuntos militantes,

di
sin que ninguna de ellas supusiera apoyo activo a la guerrilla.
3. su
Finalmente, muchos compositores y directores de conjuntos
que escribieron y decidieron interpretar canciones de protesta
da

lo hicieron motivados por el deseo de emular el modelo exitoso


bi

de conjuntos como Las Sirenitas. Escribir y cantar ese tipo de


hi

canciones se convirtió en la norma en vez de la excepción, y la


ro

mayoría de los conjuntos concebía sus composiciones anuales


.P

para los concursos de carnaval en pares —una canción de amor


y una canción política—, sin importar la ideología o las creencias
or

políticas del compositor. María era la directora de un conjunto


t
au

exitoso e influyente de principios de la década de 1980, y una de


las pocas directoras femeninas de conjunto en la historia de los
de

concursos. Ella, que no tenía lazos con sendero, atribuye el éxito


ia

de su grupo precisamente a esta combinación de temas:


op

Yo siempre trataba de componer canciones bien combinados, uno te-­


C

nía que ser de sentimientos, otro de amorío, otro tenía que ser, bueno
siquiera unito de protesta y otros de trabajo y un montón de cosas. Así,
combinado. Yo trataba de componer de las autoridades, qué vida esta-­
ba pasando, cómo sufría los presos, de toda esas cosas. Yo combinado
siempre componía, por eso pues justo por ahí iba el triunfo. (Entrevista,
13/02/2001)

María asevera que jamás apoyó a «los subversivos». Si esto es


cierto, la inclusión en su repertorio musical de canciones de protesta,
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 143

canciones sobre «las autoridades» y hasta sobre «cómo sufrían los


presos» como claves de su «triunfo», supone una extraordinaria com-­
probación de la influencia de SL en la composición de las canciones
más allá de sus filas en la provincia. De hecho, las canciones de María
eran tan populares y exitosas que, como ella misma relata, los mili-­
tantes senderistas locales se le acercaron a pedirle que compusiera
canciones revolucionarias para ellos, a lo que ella se negó, mudándo-­
se inmediatamente fuera de la zona. El interés de María en la retórica

n
política, como el de muchos otros compositores de la provincia, es-­


uc
taba limitado a la popularidad que parecía tener, o sea, al potencial
ganador que representaba en los concursos de canciones.

rib
Por esta misma razón, no todas las canciones de protesta eran

st
igualmente radicales. Una revisión de las grabaciones y textos exis-­

di
tentes de los concursos de 1980 a 1982 revela que muchas canciones
su
hacían críticas políticas generales, sin los habituales llamamientos
a las armas de grupos militantes como Las Sirenitas. Una de estas
da

canciones era «Kimsam wiraqucha presidentemanta» («Sobre tres


bi

señores presidentes»), interpretada por el conjunto Los Hijos de


hi

Waswantu en 1981. La canción se quejaba de que, tras su punto más


ro

alto en la dictadura militar de izquierda del general Velasco (1968-­


.P

1975), la calidad de vida había empeorado bajo la dictadura militar


derechista de Morales-­Bermúdez (1975-­1980), alcanzando su punto
or

más bajo durante el gobierno democrático del presidente Belaúnde.


t
au

Estas críticas encajaban con posturas senderistas como el rechazo a la


administración democrática y el énfasis en la miseria de la gente en el
de

campo, pero no necesariamente con todas, pues su visión nostálgica


ia

del gobierno de Velasco no era compartida por SL. Además, la can-­


op

ción muestra la evolución en los objetivos y temas musicales de un


conjunto particular desde que se iniciaron los concursos formales. De
C

hecho, este conjunto había ganado el primer concurso de Waswantu


en 1976 con una canción sobre una mujer, cuyo amor la deja plan-­
tada, «Naypischa». Así pues, aunque la influencia senderista en la
reorientación temática del pumpin en este periodo es evidente, una
comparación entre canciones específicas revela zonas grises en las
que «política» y «protesta» no necesariamente conllevan o reflejan un
compromiso con la actividad revolucionaria de la guerrilla.
144 Jonathan Ritter

El momento radical del pumpin llegó a su fin en el concurso de


Waswantu de 1982. Tras haber ignorado durante años el tenor radi-­
cal de los discursos representados en el concurso, las fuerzas policia-­
les irrumpieron durante su celebración con disparos al aire, provo-­
cando la huida monte abajo de público y participantes. Uno de los
organizadores del concurso de ese año fue perseguido, encarcelado
y amenazado con la pena de muerte por «fomentar el terrorismo».
Como muchas otras personas de la provincia durante los años subsi-­

n
guientes, este se vio obligado a distanciarse de la retórica revolucio-­


uc
naria que el pumpin había ido adquiriendo para ese entonces:

rib
Acá el pumpin lo aman el Sendero;; la lucha armada había convulsionado

st
muy fuerte esas canciones. Y comprometían, incluso a mí me compro-­

di
metió gravemente... [El Ejército] me dijeron que era el autor intelectual
allí, estuve detenido. Pero le digo, «Señor, ¿qué culpa tengo si los con-­
su
juntos viene cantando así, desde antes?». Aprovecharon de una tribuna,
solamente vengo a compartir. (Entrevista, 23/03/2000)
da
bi

En diciembre de ese mismo año, el gobierno peruano finalmente


hi

respondió a la creciente crisis en Ayacucho, declarando la ley marcial


ro

sobre gran parte del territorio del departamento, incluyendo a la pro-­


.P

vincia de Fajardo. La campaña de terror que llevó a cabo el Ejército


en el campo rápidamente vació los pueblos entre desapariciones,
or

asesinatos y el desplazamiento de miles de personas que huían a los


t
au

barrios marginales de Ayacucho y Lima. En agosto de 1983, Alberto


y otros tres senderistas locales, entre ellos otros miembros del con-­
de

junto Las Sirenitas de Waswantu, fueron emboscados por el Ejército


ia

y acusados de ser terroristas. Fueron torturados y asesinados por se-­


op

parado, no muy lejos de donde habían triunfado con su música en el


carnaval de hacía apenas un año.
C

Conclusión

La radicalización del pumpin en la provincia de Víctor Fajardo ante la


irrupción de SL condensaba una poderosa intersección de dramas es-­
téticos y sociales en términos de los conceptos introducidos por pri-­
mera vez en los estudios de ritual de Victor Turner (1974) y Richard
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 145

Schechner (1993). Las viejas prácticas rituales, como las reuniones in-­
formales de cortejo y desafío musical en la altiplanicie de Waswantu,
dieron paso al nuevo ritual comunal del concurso, donde ideas y
proyectos políticos emergentes eran representados y debatidos en el
espacio dialógico de un performance formal. Al mismo tiempo, los dis-­
cursos de modernización y desarrollo alimentaron el alzamiento de
la guerrilla y generaron una brecha respecto a formas tradicionales
de organización social y lealtades políticas. Las continuidades y los

n
cambios en la forma, temática y contexto de las canciones de pumpin


uc
reflejaban consideraciones tanto estéticas como sociales. «El perfor-­
mance ritual», según Schechner, «es especialmente poderoso porque

rib
permanece en el equívoco, negándose a ser solo estético (para ser

st
visto solamente) o social (comprometido con la acción inmediata);;

di
los rituales […] adquieren su poder de ambos» (1994: 629). La exitosa
su
canalización de ese poder de parte de SL hacia fines revolucionarios
se originó tanto en su habilidad para influir sobre factores estéticos
da

del pumpin (a través del éxito de Las Sirenitas y otros conjuntos alia-­
bi

dos con el partido) como de las tendencias sociales generadas por su


hi

corto periodo al mando de la provincia.


ro

Las interpretaciones de canciones revolucionarias en sí mismas


.P

no constituían declaraciones transparentes de propaganda guerrille-­


ra, como implican varios estudios sobre SL que las citan fuera de con-­
or

texto, así como tampoco eran expresiones orgánicas de rebelión cam-­


t
au

pesina y apoyo a la lucha armada. Compositores y músicos fueron


atraídos a la performance de canciones radicales por una multitud de
de

factores que frecuentemente se relacionaban con SL solo de manera


ia

indirecta, si acaso, como podían ser las rivalidades entre comunida-­


op

des, lazos familiares o de amistad, y el deseo de ganar los concursos.


La presencia de canciones de protesta política que rehusaban la retó-­
C

rica de la lucha armada también sugiere que sectores de la población


aceptaban y apoyaban las críticas senderistas del Estado peruano sin
apoyar la guerra propugnada por la guerrilla para derrocarlo. Aun
cuando los conjuntos apoyaban directamente a SL a través de sus per-­
formances, se debe tener en mente que el miedo y la coerción podían
ser motivadores importantes. En otras palabras, el reconocer y subra-­
yar la gran influencia que ejerció el senderismo en la transformación
146 Jonathan Ritter

del pumpin en Fajardo no implica asumir que esa radicalización es-­


tuvo acompañada de un cambio paralelo en el sentimiento político
popular. Como la sirena de los Andes, el legado de esas seductivas y
poderosas canciones es ambiguo, no enteramente positivo ni negati-­
vo, en la memoria de la gente de Fajardo hoy en día.
Finalmente, concluiré señalando que jugar con el carnaval es
arriesgado y puede tener consecuencias inesperadas. A mediados de
la década de 1970, los esfuerzos de la élite local de canalizar la exu-­

n
berancia del carnaval hacia una forma más respetable, el concurso de


uc
canciones, inintencionadamente creó un espacio en el que esa energía
se redirigió hacia el performance de discursos revolucionarios. De igual

rib
forma, los esfuerzos senderistas de politizar el espacio del concurso se

st
les salieron de las manos. En 1983, la violencia que asolaba la región

di
impidió la celebración del carnaval en todas sus formas, pero los des-­
su
plazados y migrantes fajardinos en Lima auspiciaron, al año siguiente,
sus propios concursos y, en 1986, se volvieron a celebrar en Fajardo.
da

Las canciones que clamaban la revolución fueron sustituidas


bi

por canciones testimoniales que protestaban contra la brutalidad


hi

del Ejército, y los concursos se convirtieron en el espacio principal


ro

para la conmemoración y la memoria social de los fajardinos duran-­


.P

te y después de finalizar los años de violencia. Exactamente veinte


años después de que Las Sirenitas anunciaran la revolución con su
or

canción «Situación internacional», los símbolos políticos se habían


t
au

invertido. Una tarde en el concurso de Waswantu del 2000, un con-­


junto de Huancapi casi provoca un motín cuando uno de sus miem-­
de

bros comenzó a bailar arropado con la bandera roja de SL. El orden


ia

fue establecido y acabó en risas cuando uno de los cantantes sacó


op

una ametralladora de juguete y le disparó al «senderista», cantando


«Agradecemos a nuestro presidente, quien ha pacificado a los terro-­
C

ristas», mientras saltaba sobre él. Hasta el «teatro de guerra» que ha-­
bía sido un sello distintivo de SL se había vuelto en su contra.
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 147

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Cuando las almas cuentan la guerra:
sueños, apariciones y visitas de los
desaparecidos en la región de Ayacucho1

Arianna Cecconi
Universidad de Milán

n

uc
rib
st
Pilar: Cuántas almas habrán caminado en la época del terrorismo,

di
mamá, infinidad de almas habrán caminado.
Arianna: ¿Cómo habrían caminado? su
Pilar: […] de allá de la zona de Carhuanca habían venido bastantes y
da
todos tenían linternas […] con linterna, alumbraban así, como gente,
como los de esta vida, pues, alumbraban hasta la plaza, iluminándola
bi

[...]. Luego, tras la casa de don… de don Tulio, se detuvieron todos jun-­
hi

tos… Entonces, mamá, permanecieron parados ahí.


ro

Entonces yo aparecí de la parte más elevada. «Virgen del Carmen»,


.P

dije, «será la policía, aquellos que vienen seguro que son la policía,
me van a disparar», dije, y llevando agua […] vine rápidamente para
or

abajo, mamá. En eso, cuando yo estaba llegando al centro de la plaza,


t

se detuvieron ahí. Entonces esas linternas alumbraban bastante, con


au

luz azulina, mamá. A mí también me alumbraron. Entonces, yo atra-­


vesé rápidamente. Entonces observé de la esquina inferior de la casa
de

de don Santiago, pensando: «Estarán viniendo» […]. Entonces, mamá,


ia
op

1. Agradezco especialmente la colaboración de Alex Porras;; Alicia, Olivia, Flora Li-­


nares Rua y René Tinoco Aguado, que participaron en la investigación como asis-­
C

tentes de investigación y enseñándome el quechua. Agradezco a Zenobio Ortiz y


César Itier por las supervisiones de los textos en quechua. Agradezco a Carlos Iván
Degregori, Carmen Salazar-­Soler, Felipe López y Marie-­Odile, Ponciano Del Pino,
Valérie Robin, Olga Gonzalez, Edilberto Jiménez, Jeffry Gamarra, Pepe Coronel, Ri-­
cardo Caro, Luis Andrade Ciudad, Bruce Mannheim, Angel Erasmo, Karina Dian-­
deras Solís, Mercedes Crisóstomo y Juan Javier Rivera Andía por las estimulantes
conversaciones y sus preciosos consejos. Dedico un agradecimiento especial a to-­
dos los comuneros de Chihua y Contay, a Isidora Sulca, a la familia Linares-­Rua,
a la familia Cáceres Pariona por su hospitalidad y cariño. A Esteban y a la familia
Arias un reconocimiento particular por todo el afecto y la inspiración onírica.
154 Arianna Cecconi

no venían. En eso se detuvieron numerosísimos, todos con luz. Así fue


mamá.
¡Qué miedo! En eso regresé acá. ¡Qué barbaridad! Los perros empeza-­
ron a ladrar en exceso. Allí fue que murieron muchos, murieron jóve-­
nes. Las almas de los que iban presos es probable que hayan vuelto
estando ellos presos allá [...]. Entonces, mamá, solo los perros ladraban,
y yo ya volví aquí a mi casa.
Arianna: ¿Entonces, tía, esos jóvenes que estaban presos probablemente
ya estarían muertos o tal vez no?
Pilar: Aún no, seguro que les hacían sufrir antes de matarlos, mamá.

n

Seguro que su alma había venido a su pueblo a despedirse. […] Será por
lo que [las almas] caminaban dispersas, todas ellas: Margarita, Rómulo,

uc
luego Zenaida, después Alfredo;; a ellos los mataron. Así había sido,

rib
mamá, una vez que vi eso. Yo vi almas.

st
di
Pilar es una comunera de Contay, una comunidad campesina en
la provincia de Vilcashuamán, donde entre los años 2004 y 20082 se
su
desarrolló la presente etnografía sobre los sueños. Pilar tuvo la visión
da
con que se abre este ensayo en 1983, cuando los militares llegaron a
su pueblo y torturaron y desaparecieron a muchos comuneros acu-­
bi

sados de integrar el Partido Comunista del Perú-­Sendero Luminoso


hi

(SL). Visiones y apariciones de las almas, similares a esta que tuvo


ro

Pilar, fueron vividas por muchas personas durante y después de los


.P

años del conflicto armado interno.


or

Desde una perspectiva antropológica,3 este ensayo explora el


t

papel de los sueños y de las visiones de las almas en las comuni-­


au

dades ayacuchanas en un contexto posviolencia. Se analiza la per-­


de

meabilidad y la recíproca influencia entre las experiencias oníricas


y aquellas diurnas;; se transita por los fluidos confines entre alma y
ia
op

2. Esta investigación etnográfica se desarrolló durante dieciocho meses, desde julio


C

de 2004 hasta julio de 2008, en diferentes estadías en dos comunidades campesi-­


nas de la región de Ayacucho y en el contexto urbano de Huanta y de Ayacucho.
3. Esta etnografía de los sueños no consistió en una exploración de los contenidos la-­
tentes de los sueños o de los traumas individuales. Tampoco se utilizaron metodo-­
logías interpretativas propias de las disciplinas sicológicas. Con esta clarificación
metodológica no se quiere enfatizar las fronteras entre las disciplinas;; muy por
el contrario, me parece necesario explicitar los límites de esta investigación y la
importancia de una colaboración interdisciplinaria entre sicólogos, antropólogos y
lingüistas para analizar diferentes aspectos de una dimensión tan densa y comple-­
ja como la experiencia onírica, sobre todo en relación con la violencia.
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 155

cuerpo, entre imaginación individual y colectiva;; y se explora cómo


los sueños influyen en la dimensión emotiva y la acción individual,
así como en la dinámica social.
Al igual que en el pasado,4 los sueños siguen teniendo un papel
muy importante5 en el proceso de producción y reproducción de la
memoria social y de la interpretación y la construcción de la historia
en las comunidades ayacuchanas. Los sueños representan un «punto
de vista» a través del cual acercarse a las experiencias y a las me-­

n
morias de la guerra. Las narraciones oníricas recolectadas durante la


uc
investigación etnográfica en las comunidades de Chihua y Contay,
y en la ciudad de Huanta y Ayacucho, dialogan en este ensayo con

rib
aquellas encontradas en los archivos de la Comisión de la Verdad y

st
Reconciliación (CVR), en los que se encuentran cientos de testimonios

di
que hacen referencia a los sueños.6
su
Sueños, animas y almas
da
bi

Las comunidades de Contay y Chihua, en Ayacucho, vivieron la vio-­


hi

lencia de maneras muy distintas. Contay, situada en el distrito de


ro
.P
or

4. La importancia de la dimensión onírica en el Imperio incaico y el papel de los


sueños y visiones en la predicción, interpretación y reelaboración del mismo
t
au

proceso de colonización, han sido analizados por muchos historiadores y an-­


tropólogos. Al respecto véase Gruzinski 1992, Salazar 1992, Molinié 1992, Mac
de

Cormack 1991 y Mannheim (1987).


5. La dimensión del sueño en el contexto contemporáneo de los Andes de Perú ha
ia

sido abordada desde distintas perspectivas. Por un lado, Tom Zuidema (1989) ha
aplicado la perspectiva estructuralista al análisis de los sueños registrados en la re-­
op

gión de Ayacucho. Por el otro, el antropólogo Javier Zorrilla (1978) se ha centrado


C

en el uso social de los sueños en una comunidad campesina en Acocro, Ayacucho.


Además, el estudio del lingüista y antropólogo Bruce Mannheim ha explorado los
sueños andinos desde una perspectiva semiótica, interrogándose sobre las inter-­
pretaciones de los símbolos en el sueño y sus transformaciones. En esta línea, uno
de lo más recientes estudios es el del lingüista Luis Andrade Ciudad (2005).
6. De los testimonios recogidos por la CVR es imposible verificar el contexto y las
condiciones de enunciación, y este representa un aspecto metodológicamente
problemático cuando se les utiliza. Pero al mismo tiempo, la decisión de tejer los
testimonios recolectados durante la investigación etnográfica con aquellos encon-­
trados en el archivo de la CVR me parecía importante para continuar explorando la
riqueza del material recogido por esta última a través de diferentes perspectivas.
156 Arianna Cecconi

Saurama, provincia de Vilcashuamán, perteneció a lo que fue definido


por los militares como zona roja, es decir, la zona supuestamente vin-­
culada a SL. De hecho, el Ejército peruano es considerado el principal
responsable de las matanzas en esa comunidad. Una de las fechas más
mencionadas en los testimonios de los habitantes de Contay es 1983,
año de la primera gran represión militar en la comunidad. Durante ese
año, los comuneros fueron reunidos en la plaza principal y muchos
fueron asesinados. En la comunidad murieron y desaparecieron du-­

n
rante los años de la violencia un total de cuarenta personas y quedaron


uc
veinticinco viudas (testimonio CVR, 202752, Contay).
En el caso de Chihua, anexo del distrito de Iguaín, provincia de

rib
Huanta, SL es considerado el principal responsable de las matanzas.

st
Luego del apoyo inicial que sus habitantes ofrecieron a los senderis-­

di
tas, se mudaron, junto con los de Cangari y Viru Viru, a Pacuec, un
su
agrupamiento bajo la protección del Ejército. Esta acción representó
una oposición explícita a SL.
da

Ambas comunidades son pequeñas. Chihua tiene cerca de


bi

cuarenta familias que viven allí establecidas y otras que salieron a


hi

Huanta durante la violencia y hoy vuelven diariamente a cultivar sus


ro

chacras y cuidar sus animales. Por su parte, Contay registró cerca de


.P

doscientos los comuneros para el año 2008.


«Alma» y «ánima» son dos términos que se utilizan para referir-­
or

se a lo mismo en estas comunidades. La antropóloga Valérie Robin


t
au

(2009) propone, para el caso de las comunidades del Cuzco, que


«alma» tiene tres acepciones distintas: (a) entidad que se separa del
de

cuerpo cuando llega la muerte (y que tiene que caminar para recupe-­
ia

rar sus huellas antes de partir «completamente»);; (b) difunto o cadá-­


op

ver en forma genérica;; y (c) huesos de este por extensión. En cambio,


la palabra «animu» o «ánima» indica, más bien, una entidad, fuerza
C

o principio vital que puede separarse del cuerpo en diversas circuns-­


tancias (a causa de un susto, durante el sueño o antes de morir) y que,
además, no es una prerrogativa de los seres humanos.
Estas dos palabras se usan a veces indistintamente, pero en ge-­
neral se utiliza el término «ánima» para referir a los seres vivos y el
término «alma» para hablar de los muertos (Robin 2009). Algunas
mujeres de Contay sostienen que el ánima comienza a salir del cuerpo
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 157

siete años antes de la muerte, mientras que otras dicen que eso suce-­
de solo unos pocos meses o días antes. Sin embargo, todas coinciden
en que el ánima camina y que tiene que llegar a todos los lugares
donde antes ha caminado la persona para recuperar sus huellas. Por
eso, Pilar interpretó la visión que tuvo en los años de la violencia
como una despedida de las ánimas de los que iban a ser asesinados
años después en el pueblo.
Los testimonios de encuentros y visiones de almas y ánimas son

n
extendidos en estos pueblos y se intensificaron vertiginosamente du-­


uc
rante los años de la violencia. Cuando se habla de las apariciones de
las almas o de los sueños, en general, no siempre es fácil de enten-­

rib
der si estas experiencias han tenido lugar mientras la persona estaba

st
dormida o mientras estaba despierta. Adentrándonos en estos testi-­

di
monios, las fronteras entre la vida y la muerte, entre las experiencias
su
oníricas y las visiones, las almas y los cuerpos, son a menudo ambi-­
guas y fluctuantes.
da

Según los relatos de los comuneros de Chihua y Contay, la ex-­


bi

periencia del sueño puede, en efecto, implicar el ánima-­alma en dife-­


hi

rentes aspectos. Por un lado, los sueños pueden describirse como una
ro

circunstancia en que el ánima sale del cuerpo;; y, por el otro, como


.P

una ocasión en que las almas de los muertos visitan a los soñadores.
Estos sueños, que parecen producirse en el contacto con una exte-­
or

rioridad (en el doble sentido de aquella experimentada por la ánima


t
au

que sale del cuerpo o en el de las almas que lo visitan llegando des-­
de afuera), se consideran significativos. Aunque no hay una única
de

«teoría» local compartida entre todos los comuneros de Chihua y de


ia

Contay, ellos hacen una importante diferenciación entre sueños sig-­


op

nificativos y sueños insignificantes.


Además, la distinción parece estar relacionada con la proceden-­
C

cia de los sueños. Cuando una persona considera que el sueño que
tuvo estaba relacionado con los pensamientos y las preocupaciones
que ya estaban «adentro» de la persona (sueños «con pensamientos»)
o que era causado por el hecho de haber tomado o comido demasia-­
do, no le da importancia. En cambio, los sueños que no parecen estar
relacionados con los pensamientos diurnos (sueños «sin pensamien-­
tos») se conciben como «visitas» que parecen llegar desde «afuera» y
158 Arianna Cecconi

que contienen mensajes significativos.7 A veces, un sueño importante


es reconocido de inmediato cuando uno se despierta. En otros casos,
es a posteriori, cuando el sueño se «cumple» y la persona se da cuen-­
ta que aquel sueño le estaba revelando algo.
Si en algunas teorías sicológicas, como aquella de tradición freu-­
diana, se enfatiza la relación entre los sueños y la dimensión del pa-­
sado, los sueños considerados importantes en estas dos comunidades
están, en su mayoría, relacionados con el futuro y concebidos como

n
premoniciones. Sin embargo, como subraya Ellen Basso (1987),8 com-­


uc
prender el significado de un sueño premonitorio hace necesario, pri-­
mero, problematizar la noción misma de futuro. Cuando las perso-­

rib
nas hablan de cómo el ánima durante el sueño puede «adelantarse»,

st
no parecen aludir a una categoría de futuro que «está ahí», separada

di
del presente, y que es «predecible». Más bien, parecen referirse al
su
«futuro» como a una dimensión temporal intrínsecamente relacio-­
nada con lo que sucede en el «aquí» y el «ahora» del ánima, no solo
da

durante la vigilia sino, también, durante el sueño.


bi

Basso ha puesto en evidencia también cómo los términos que


hi

se encuentran en otras lenguas amerindias suponen significados es-­


ro

pecíficos. Este es el caso de la palabra «akua» de los kalapalos de


.P

Brasil que, en general, se traduce como ‘alma’, pero que parece tradu-­
cir mejor la expresión inglesa «interactiv self». Algo parecido ocurre
or

en los Andes, donde hay un debate sobre cómo traducir la palabra


t
au
de

7. El antropólogo Xavier Ricard, en su etnografía sobre el universo religioso de los


ia

pastores del Ausangate, en la región del Cuzco, evidencia como el sueño puede
op

concebirse como el resultado de un viaje extracorporal del animu o de una inter-­


vención del apu musqhuchiy, que hace soñar o «fabrica el sueño» (2007: 105).
C

8. La antropóloga Elena Basso (1987) ha explorado la experiencia del sueño en una


etnografía sobre los kalapalos, una población nativa amazónica de Brasil. Estos
conciben el sueño como una experiencia que puede estar vinculada tanto a la
memoria como a la imaginación. Si no hay una palabra para indicar el sueño,
hay muchas maneras de hablar de «la experiencia del sueño», descrita como un
despertarse del «akua», que la antropóloga traduce con la expresión «interactiv
self». Hay sueños que se relacionan con la memoria y hay sueños donde el akua
se despierta, y estos son los únicos conectados con el futuro. Según Basso, el
soñador no ve las cosas que suceden en el futuro sino, más bien, la forma en que
se convertiría su interactiv-­self.
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 159

«animu-­ánima»: ‘doble’, ‘principio vital’, ‘fuerza vital’, ‘fuerza de rea-­


lización’ (Ricard 2007).9 A pesar de la dificultad de traducción, lo que
se puede observar, a través de las representaciones que circulan acer-­
ca de la experiencia onírica, es que aquello que constituye una perso-­
na y su realidad, y aquello en que deviene dependen de las experien-­
cias de su animu-­ánima, en estado tanto de vigilia como de sueño. En
este sentido, el sueño no solo se interpreta como una consecuencia de
lo que el soñador piensa y vive durante el día, sino, también, de lo

n
que hacen el ánima o las almas que lo visitan durante la noche.


uc
El concepto de premonición onírica parece articularse, en dife-­
rentes niveles, al concepto de «performatividad».10 Un primer nivel

rib
parece estar ligado a lo que el ánima y las almas hacen durante el

st
sueño: estas experiencias y acciones oníricas, según las comuneras

di
de Chihua y Contay, pueden tener sincrónicamente efectos en el pre-­
su
sente y en el futuro de la persona que sueña. Un segundo nivel se
relaciona con las acciones de una persona cuando se despierta, en
da

concordancia con lo que vivió en el sueño. Cuando las comuneras


bi

interpretan el sueño como una revelación y premonición, el mensaje


hi

onírico puede influir en sus decisiones de la vida diurna. El poder


ro

performativo del sueño se manifestaría en estos casos a posteriori, a


.P

través de las acciones inspiradas por los mensajes oníricos.


Un ulterior nivel de performatividad es inherente al lengua-­
or

je: cuando se cuenta un sueño a alguien, la experiencia onírica se


t
au
de

9. El antropólogo Xavier Ricard (2007) considera la traducción ‘principio vital’


como demasiado genérica porque no deja ver como cada grupo de individuos
ia

(humanos, plantas, animales) tienen un animu diferenciado: «Preferimos tradu-­


op

cir el término de animu por ‘esencia en acto’: porque el animu no existe sino en
medida en que la “fuerza de realizacion” que contiene, y que corresponde a la
C

naturaleza propia (o esencia) de su doble material, se actualiza […] el animu de


un hombre posee ojos, boca. Lo acompana, lo guía en todo lugar. Propiamente
hablando, quien percibe y actúa es el» (83).
10. El lingüista Austin (1987) afirmaba que «decir algo es hacer una acción», resal-­
tando que un acto lingüístico, además de su aspecto referencial y descriptivo,
posee una fuerza performativa que alude al poder de la palabra de transformar
la realidad. El concepto de performatividad fue ampliamente analizado en la li-­
teratura antropológica, especialmente en relación con el lenguaje y el ritual. La
antropóloga Barbara Tedlock (1987) fue la primera en analizar el concepto de
performatividad desde la perspectiva de los sueños.
160 Arianna Cecconi

articula al poder performativo de la lengua (Austin 1987). La narra-­


ción del sueño es una acción que tiene un uso social y un efecto en los
interlocutores. Los sueños pueden entonces prever (inspirándolos)
posibles comportamientos de la persona, van a afectar sus prácticas
cotidianas, sus relaciones sociales y su «futuro». En este sentido, los
sueños participan del proceso de construcción de las subjetividades11
y de la realidad social que se construye no solo de día sino, también,
a través de las experiencias oníricas y nocturnas de los comuneros.

n

uc
Las premoniciones de la violencia y de las desapariciones

rib
En mi sueño, mucha gente venía, en eso, esa gente nos mataba para

st
luego disputarse mi cuerpo. Luego sucedió lo mismo, abajo en la plaza,

di
así sucedió, igualito. (Testimonio Contay)
su
Tanto en Chihua como en Contay, los primeros grupos de sen-­
da
deristas llegaron en 1980. Sin embargo, antes de su llegada efectiva,
bi

esa presencia había comenzado a materializarse a través de presenti-­


hi

mientos de que algo iba a suceder. Los sueños han participado en la


ro

construcción de este estado de alerta;; y, en las dos comunidades, un


.P

gran número de comuneros testimonian haber tenido sueños premo-­


nitorios12 que anunciaron la época de la guerra e, incluso, episodios es-­
or

pecíficos de violencia que ocurrieron en las comunidades. En aquellos


t
au

años, algunos símbolos (carne, gente desnuda, sangre, aguas turbias)


que representan, en el código de interpretación onírica que circula en
de

las comunidades,13 premoniciones fatídicas (robo, enfermedad, etc.)


ia
op

11. Con el término subjetividad, la antropóloga Ortner (2006) se refiere, por un lado,
C

a los modos de percepción, a las emociones, a los pensamientos, a los deseos y a


los temores que animan las acciones de los sujetos;; y, por el otro, a las funciones
culturales y sociales que dan forma y organizan estos mismos modos de percep-­
ción, emociones, pensamientos, etc.
12. En las crónicas coloniales se mencionan diferentes visiones y presagios que
anunciaron la llegada de los españoles al Imperio incaico. Véase, al respecto,
Sallmman 1992.
13. Para interpretar sus sueños, las mujeres de Chihua y de Contay se refieren, en
general, a un código oral de interpretación que puede variar respecto de algu-­
nos símbolos de familia en familia o de pueblo en pueblo: agua sucia predice la
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 161

eran todos interpretados como premoniciones de la llegada de los sen-­


deristas o de los militares, de una detención o de la desaparición de un
familiar. Algunos sueños eran interpretados también a través del me-­
canismo de la inversión. Por ejemplo, ante las incursiones del Ejército,
muchas mujeres de Contay soñaban bailar, cantar, reír, etc.

Soñar gente desnuda, esto era para que todos nosotros estemos tristes...
la gente comentaba que iba a llegar el peligro... gente desnuda... mira-­

n
bas y de los cerros llegaba gente... en tus sueños mirabas gente desnuda.


(Testimonio Contay)

uc
rib
En el pueblo de Contay, un comunero recuerda muy bien que, la
noche antes de que algunos senderistas fueran a buscarlo en su casa,

st
él había soñado con su tío, quien le había revelado que el día sucesivo

di
alguien llegaría a su casa, pero que él no debía presentarse en abso-­
su
luto. Así, la mañana siguiente, cuando alguien llamó a su puerta, al
da
recordar el sueño, huyó por la ventana trasera. Otro ejemplo es el que
contó la familia con cual viví en Contay. Cuando Olivia, la hija me-­
bi

nor, soñaba con los militares, su familia y los vecinos, confiando en


hi

sus premoniciones, iban a esconderse en el monte. Según recuerdan,


ro

sus premoniciones se cumplieron en diferentes ocasiones.


.P

Cuando las madres o esposas recuerdan cómo ocurrió la des-­


or

aparición de uno de sus familiares, cuentan los sueños premonitorios


t

que precedieron a ese evento:


au
de

1. «Antes de los hechos, Gregoria tenía “malos sueños”. Según re-­


fiere, soñaba que no podía caminar, soñaba inmensos ríos, frutas
ia

podridas. Una noche soñó que estaba bien cambiada. Pensó que
op

su embarazo no saldrá bien. Otra noche, en el sueño de la testigo


C

apareció una paloma blanca y gigante. Ésta comenzó a enamorar-­


la, le dijo que deje a su esposo porque no la quería. Ella le decía

enfermedad;; maíz, el dinero;; carne, el robo;; bebés, desgracias. En estos códigos,


algunas interpretaciones de los símbolos parecen basarse en metáforas;; otras,
en metonimias. Algunas otras parecen codificarse a través del mecanismo de la
inversión. Para profundizar el tema de las interpretaciones oníricas, véase las
obras de los lingüistas Bruce Mannheim (1987) y Luis Andrade Ciudad (2005).
162 Arianna Cecconi

que no hable esas cosas;; además, quería que la deje sola porque su
esposo está viéndolos. La paloma insistió, le decía que serían muy
felices, le puso un vestido de novia de color blanco y una corona.
En eso vio nuevamente a su esposo y ella empezó a correr, a lo
lejos vio también a su padre y su prima. Dice que “todo ese sue-­
ño era para llevar luto”» (testimonio CVR, 313892, Chaynabamba,
Huancavelica. Sección «Contexto y Antecedentes»).
2. «Isabel [...] relata que una madrugada de marzo 1984 [no precisa

n

día exacto] tuvo un mal sueño. Ese día se levantó preocupada y

uc
presentía que algo malo se venía, se puso a cocinar en su casa

rib
de la comunidad de [Manta]. Después de colocar la olla en el fo-­
gón empezó a orar de acuerdo a su religión evangélica.14 Luego le

st
contó a su esposo del sueño que había tenido. Poco tiempo des-­

di
pués indica que vio a un soldado “gringo” acercándose hasta su
su
cocina comentando: “¿Dónde están los terroristas?”. Isabel pen-­
só que el efectivo se había percatado de su presencia;; pensó que
da

dispararía y sólo atinó a llorar orando: “Dios, tu me avisaste en


bi

mi sueño;; en este hueco ocúltate. Tú, tú me has dicho. Ahora yo


hi

estoy viendo al soldado. Ahora escóndeme. Tú me has dicho ahí


ro

escóndete. Sálvame Dios, Jesucristo sálvame”. El soldado gringo y


.P

yo nos vimos cara a cara. El soldado regresó;; diciendo: “no hay, no


or

hay nada”. [La testimoniante refiere que desde entonces cree más
t

en Dios, porqué [sic] le ha salvado. El soldado dijo que no había


au

nadie, cuando ella estaba ahí]» (testimonio CVR 310561, Manta,


de

Huancavelica. Sección «Antecedentes y contexto»).


3. «Aproximadamente a las 12 de la noche se levantó, para indi-­
ia

car a su hijo menor que cerrara el bar porqué él tenía mal sue-­
op

ño» (testimonio CVR, 450019, distrito de Campanilla. Sección


C

«Narración de los hechos»).

14. Para los recién convertidos al evangelismo los sueños siguen teniendo importan-­
cia, pero cambian los contenidos. Las revelaciones nocturnas se manifiestan en
su mayoría como fenómenos acústicos y luminosos: «Dios es una voz que me ha-­
bla como el teléfono», dice un convertido a una iglesia pentecostal en Ayacucho.
«Es una luz deslumbrante y nunca aparece en forma humana». Voces y luces son
el «patrón onirico» más común entre los convertidos.
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 163

4. «Cuenta también la señora […] que, en Putacca, la hermana del se-­


ñor Esteban había soñado con él y se lo había contado. Preocupada
por el contenido del sueño la declarante decidió viajar» (testimo-­
nio CVR, 200165, Putacca, anexo del distrito de Vinchos, provincia
de Huamanga. Sección «Secuencia de los hechos»).

Los sueños premonitores no son «vividos pasivamente». En cir-­


cunstancias como las descritas, las personas actúan para evitar que

n

los hechos que han sido vistos en sueños se realicen: partir, perma-­

uc
necer, salir de la casa, esconderse en las montañas, tratar de comu-­
nicarse con un pariente con quien se soñó. Asimismo, la narración

rib
también es un intento de contrarrestar los presagios negativos: según

st
las mujeres de Chihua y de Contay, para anularlos se debe contar de

di
inmediato el sueño a alguien. No es necesario que sea una persona;;
su
asimismo, se puede contar a un animal o insultar a un objeto par-­
ticular o un lugar, si en el mal sueño destaca.15 Muchas comuneras
da

refieren que, a pesar de haber informado a sus maridos de las pre-­


bi

moniciones oníricas, a veces no fueron escuchadas. En estos casos, la


hi

narración de los sueños no tuvo el efecto de cancelación.


ro

Que las mujeres recuerden, sigan y utilicen los sueños más que
.P

los hombres es un tema que será profundizado en futuras investi-­


or

gaciones. Esta etnografía se focaliza en particular en los sueños de


las mujeres, una decisión que surgió en el curso de la investigación.
t
au

En los pueblos de Chihua y Contay viví con mujeres, algunas de las


cuales habían perdido a sus maridos en la época de la violencia;; y, en
de

general, la mayor parte mi estadía las pasé con las mujeres. Además,
ia

en ambos pueblos se puede observar que las mujeres son la mayoría


op

de la población adulta. La violencia se considera como la causa de


C

este hecho. Los sueños parecen tener un espacio más importante en


las conversaciones entre las mujeres que las que se dan entre los va-­
rones. Para las comuneras de Chihua y de Contay los sueños repre-­
sentan mensajes que pueden orientarlas en sus vidas cotidianas. Los

15. A diferencia de las premoniciones negativas que tienen que ser contadas inme-­
diatamente, los sueños que anuncian cosas buenas hay que narrarlos solo des-­
pués de que se realicen.
164 Arianna Cecconi

sueños también son herramientas importantes en la mediación con


sus familiares vivos y muertos, una instancia de relación que durante
y después del conflicto armado tomó una importancia crucial.16

Las almas que atacan el cuerpo

Las visitas nocturnas de las almas de los muertos que se manifiestan


a los familiares, llevando mensajes o revelaciones, son una experien-­

n

cia frecuente en las dos comunidades y no se relacionan solamente

uc
con la época de la violencia. Según las interpretaciones de los comu-­
neros, las almas siempre nos hablan y se nos revelan a través de los

rib
sueños;; más aún, a veces las almas nos dan mensajes específicos («no

st
hay que viajar», «desconfía de esta persona», etc.). En otros casos, sus

di
visitas se interpretan como una genérica premonición de algo posi-­
su
tivo o fatídico, que depende de la biografía onírica de cada persona.
En principio, parecía que el tipo de relación que el soñador te-­
da

nía con el familiar muerto era un elemento que condicionaba la in-­


bi

terpretación de su visita onírica, pero no siempre es así. Adela, una


hi

comunera de Contay, tuvo que casarse por voluntad de su familia.


ro

Cuenta que, con su esposo, tenía una relación muy conflictiva, pero
.P

hoy en día, cuando sueña con él, lo interpreta siempre como una
or

premonición positiva y afirma que, en sus sueños, él la acompaña,


t

la aconseja en las decisiones diarias. La interpretación de las visitas


au

de las almas se construye, en general, a partir de los acontecimien-­


de

tos que suceden después de estos sueños. Hay mujeres que cuando
sueñan a su finado esposo, o a su padre o madre, lo interpretan
ia

negativamente, porque recuerdan que, cada vez que soñaron con


op

tal persona, algo malo les sucedió al día siguiente. En cambio, otras
C

mujeres refieren que cuando sueñan a aquel fallecido, se trata de


un augurio positivo: «A veces sueñas a algunas almas antes de que

16. Explorando las diferencias de género en los procesos de memoria en contextos de


posviolencia, la socióloga Elizabeth Jelin (2002) subraya que las mujeres recuer-­
dan especialmente en el marco de las relaciones familiares. Este aspecto parece
manifestarse también desde una perspectiva onírica: los sueños con los familiares
desaparecidos representan para las mujeres un núcleo alrededor del cual son re-­
cordadas, narradas y, a veces, reelaboradas las memorias del conflicto armado.
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 165

algo bueno suceda, otras veces sueñas otras almas antes de enojar-­
te» (testimonio de Chihua).
Las visitas de las almas pueden tomar también la forma de ver-­
daderos ataques nocturnos. Isidora, una comunera de Chihua, dice
que es muy peligroso dejar pendientes los conflictos con miembros
de la familia o con los vecinos, porque, si la persona se muere an-­
tes que la pelea sea resuelta, su alma puede volver para vengarse.
Después del funeral de una vecina con quien había peleado, Pamela,

n
una comunera de Contay, dice que soñó a la fallecida entrando a su


casa con un gran sombrero, llamándola «¡Comadre, comadre!», y que

uc
luego trataba de acercarse a ella para sofocarla. Esta pesadilla se repi-­

rib
tió en las noches siguientes, hasta que Pamela decidió ir a la iglesia17

st
para pedir perdón al alma de su vecina: «Así que, cuando pides per-­

di
dón ya no te acosan. Así son las almas. Bien claro escuchaba su voz,
su
ellas [las almas] también te pueden afectar el cuerpo».
La distinción entre los sueños «con pensamientos» o «sin pen-­
da

samientos», sueños que llegan desde «adentro» o desde «afuera», se


bi

encuentra también cuando se habla de las pesadillas. Según las co-­


hi

muneras, hay aquellas que son provocadas por los malos recuerdos,
ro

mientras que hay otras que parecen llegar «de afuera», causadas por
.P

las visitas o los ataques de las almas. Para hablar de estas últimas,
los comuneros utilizan la expresión «alma ñitiruwan» (‘el alma me
or

aplastó’). Estas pesadillas son descritas como generadas por la mira-­


t
au

da y el ataque de un alma: «alguien me ha pesadillado», una mirada


que «te pesa, te presiona, no puedes moverte, tu cuerpo se inmovili-­
de

za, la mirada te pesa». Para hablar de estas pesadillas son utilizadas


diferentes metáforas corpóreas: «no puedes respirar, te sientes como
ia

si algo te está apretando/aplastando».


op

Que el sueño pueda ser descrito como el viaje del ánima fuera del
C

cuerpo o como una visita de las almas de los muertos no significa que
el cuerpo no participe en la experiencia onírica. Los testimonios regis-­
trados muestran que las fronteras que separan estas dimensiones son

17. En Contay, donde no hay sacerdote, Damasina, la mujer que me alojaba en su


casa, es reconocida en la comunidad por su devoción a la Virgen del Carmen y,
en muchas ocasiones, los vecinos la visitan pidiéndole orar por el alma de un
algún muerto que los persigue en sus sueños.
166 Arianna Cecconi

muy fluidas: el cuerpo es visto como una entidad porosa y penetrable.


De hecho, el ánima, las almas y otras entidades pueden entrar y salir
del cuerpo, y esta concepción de la persona parece estar directamente
relacionada con el tipo de experiencia que puede vivirse durante el
sueño. Al despertar, las comuneras asocian la fatiga del cuerpo con el
largo viaje del ánima. Los sueños se experimentan a través de todos
los sentidos, y algunas mujeres, mientras cuentan sus «biografías oní-­
ricas», se tocan la parte del cuerpo que ha sido golpeada en el sueño y

n
donde, al despertar, cuentan que empezaron a sentir dolor.


uc
Los testimonios de las comuneras de Chihua y de Contay per-­
miten apreciar que una aproximación semiótica a los sueños como

rib
«textos» que deben interpretarse debía ser acompañada por el aná-­

st
lisis del sueño como «experiencia incorporada» (Csordas 1980). La

di
influencia del contexto colectivo y sociocultural no se encuentra solo
su
en los contenidos de los sueños y en sus símbolos, sino también en la
forma en que se viven estas experiencias (Dodds 1981). Como señala
da

Csordas (1980), la «cultura» se manifiesta no solamente en las repre-­


bi

sentaciones, sino también en los procesos corporales a través de los


hi

cuales se forman las percepciones y representaciones. De hecho, el


ro

autor usa el término «incorporación» para referirse a ese conjunto de


.P

hábitos y técnicas somáticas culturalmente aprendidas, que influyen


y afectan la manera en que los seres humanos están en el cuerpo y
or

perciben el mundo. Además, como Scheper Hughes y Lock (2006) se-­


t
au

ñalan, la imagen del cuerpo (las representaciones colectivas que cir-­


culan alrededor del cuerpo y de su relación con el medio ambiente)
de

también influyen en las percepciones que las personas experimentan,


ia

y aquella parece manifestarse también en la experiencia onírica.


op

Las concepciones que circulan sobre el cuerpo como un lugar


poroso y permeable parecen influir la forma en que los sueños son
C

vividos y descritos como visitas de entidades que pueden penetrar


y actuar en los cuerpos. Aproximarnos a la dimensión onírica hace
necesario, entonces, ampliar el concepto de «imaginación» y superar
la dicotomía arbitraria entre las categorías del imaginario mental y
de las sensaciones físicas y corporales. Tal dicotomía, por lo demás,
no parece percibirse como tal por las personas que viven en estas co-­
munidades. Las premoniciones oníricas a menudo toman la forma de
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 167

«conocimientos del cuerpo»;; soñar que se es perseguido por un toro,


que se es atacado por un animal;; soñar un gringo o un militar que
dispara,18 que intenta golpear o violar;; soñar un helicóptero que aplas-­
ta, son todos sueños interpretados en la comunidad de Contay como
signos de la manifestación de algunas enfermedades.19 En muchos
testimonios, las personas afirman que, en el mismo lugar del cuerpo
donde fueron golpeados o disparados en el sueño, empezaron a sen-­
tir dolor:

n

Cada vez que voy a ese sitio, sueño militares que están echados, o que

uc
están caminando, o que están haciendo reventar sus armas […] es un

rib
lugar feo. […] te revela como militar. (Testimonio de Contay)

st
El Apu (el ‘espíritu del cerro’) en tu sueño te aparece con arma, y te

di
apunta con sus armas […] y en eso cuando te despiertas tienes que cui-­
su
darte, es que el Apu te revela, las rocas te revelan, las piedras te revelan.
(Testimonio de Contay)
da

Los sueños y las visitas de las almas o de las diferentes entida-­


bi
hi

des20 como el Apu (el ‘espíritu de los cerros’), la Pacha (la ‘tierra’) y
ro

los Gentiles (los ‘ancestros’), así como la Virgen o los santos, no son
.P

descritas solo como visiones sino, más bien, como experiencias que
dejan huellas en los cuerpos. Lograr escaparse, defenderse o resistir
t or
au

18. Es importante subrayar que, en Contay, cuando se sueñan hoy en día las agre-­
de

siones cometidas por los militares durante la guerra, no representan solamente


los recuerdos de circunstancias realmente vividas, sino que también son inter-­
ia

pretadas como formas simbólicas a través de las cuales algunas enfermedades se


manifiestan.
op

19. Estos sueños sobre todo se relacionan con algunas enfermedades del campo
C

(daño, susto, alcanzo, pacha) que siguen afectando a los comuneros y que conviven
con las categorías médicas oficiales. La hipótesis que exploré es cómo en algunos
sueños parece manifestarse una compenetración y superposición entre el castigo
de algunas divinidades andinas (Apu, Pacha), consideradas las responsables de
estas enfermedades del campo, y la violencia perpetuada por parte del Ejército
o los senderistas.
20. Las apariciones oníricas de los dioses reflejan la presencia de un panteón religioso
heterogéneo, creado y transformado en aquella que el historiador Serge Gruzinski
(1998) define como «la colonización del imaginario», proceso que marcó el encuen-­
tro entre los españoles y los indios desde el comienzo de la conquista.
168 Arianna Cecconi

a la agresión se interpreta como síntoma de sanación, mientras que


dejarse golpear es signo de que la enfermedad ya los atacó. En algu-­
nos casos, estos sueños son descritos como la circunstancia misma en
la cual se manifiesta sincrónicamente el malestar, mientras que, en
otros casos, representan un diagnóstico de una enfermedad que ya
está en el cuerpo o premoniciones de una enfermedad que llegará.21

El regreso de los desaparecidos

n

uc
En mi sueño lo veo como si estuviera vivo, pero cuando despierto él no
está. (Testimonio de Chihua)

rib
st
Durante y después de los años de la violencia, las comunica-­

di
ciones oníricas con las almas aumentaron vertiginosamente. En los
su
años del conflicto armado, la crueldad de la muerte, la prohibición
de la sepultura y los conflictos irresueltos parecen haber causado una
da

multiplicidad de muertos que penan (Robin 2008) y atormentan las


bi

noches de los que han sobrevivido, alimentando en los familiares la


hi

angustia y la desesperación al no poder encontrarlos:


ro
.P

1. «Soñaba todas las noches a mi hija, me seguía [y le decía], “no me


dejes mamá, no me abandones, ¿por qué me dejas en este sitio?”
or

[...], a veces me sueño que han encontrado su cuerpo... mi mamá


t
au

me dice que estará penando» (testimonio CVR, 520208, Ayaviri,


Departamento de Puno. Sección «Secuelas»).
de

2. «Dice que siempre sueña a su esposo;; pero cuando se encuentra


ia

con el, éste está enfermo. Pero la declarante no logra ver la cara
op

de su esposo en estos sueños, solo oye la voz que le dice estar


enfermo. Presume que debe ser porque no está enterrado o qui-­
C

zá el cuerpo debe encontrarse tirado en algun lugar» (testimonio


CVR, 312684).
3. «Cuando me sueño con él le pregunto dónde te has ido, qué te
ha pasado, dónde están tus dientes. Y él me responde: me han
sacado mis dientes los que caminan» (testimonio CVR, 311003).

21. Para profundizar este aspecto, véase Cecconi 2011.


Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 169

4. «Siempre sueño a mi hijo, me dice que no ha muerto, que está en


Lima trabajando. A veces creo que él está vivo y que era otra per-­
sona al que lo enterré» (testimonio CVR, 310016, Huancavelica).

Según las comuneras, los errores cometidos con respecto a la se-­


pultura o a los rituales para acompañar el muerto pueden provocar
que su alma se quede «penando», sin poder alejarse del mundo de
los vivos.

n

Acercarse a las interpretaciones de los sueños con los desapa-­

uc
recidos supone tomar en cuenta las concepciones culturales sobre el

rib
destino de las almas después de la muerte. La antropóloga Valérie
Robin (2008), en su análisis de los rituales de «fabricación» de los

st
muertos, que se celebran en la región del Cuzco, muestra cómo, solo

di
al final de un proceso (que normalmente dura tres años), el alma
su
se constituye como una entidad separada del mundo de los vivos.
Asimismo, señala que en los relatos que describen los viajes hacia
da

la muerte final se pueden encontrar muchos elementos relacionados


bi

con representaciones prehispánicas, pero es sobre todo la figura del


hi

purgatorio cristiano la que ha impregnado la imaginación del más


ro

allá. También en las comunidades de Contay y Chihua, cuando se


.P

discute el destino del alma después de la muerte, a menudo se evoca


or

una especie de purgatorio infernalizado, donde el tema del trabajo


t

es una constante: después de la muerte, las almas siguen trabajando,


au

para construir casas, cultivar la tierra, etc. Agripina habla del «Pan de
de

Azúcar», un nombre extraño para indicar una especie de purgatorio-­


infierno localizado en el calor de la selva ecuatorial, donde todas las
ia

almas trabajan empujando rocas pesadas.22


op
C

22. Los antropólogos José Coronel y Luis Millones (1981) han recogido en algunas
comunidades campesinas de la provincia de Huanta, testimonios acerca del Ta-­
hua Nawi, otro nombre con cual se llama a este tipo de purgatorio infernalizado.
Este lugar es descrito como una gran cueva o una laguna que está en el centro
de las llamas y que se localiza en diferentes lugares geográficos, variables según
las comunidades donde se recolectaron los relatos. Algunos campesinos testi-­
monian, además, que allí se encontraban los hacendados para pagar los abusos
hechos a los comuneros.
170 Arianna Cecconi

Cuando las almas visitan a los sobrevivientes diciendo que es-­


tán trabajando, estos mensajes son interpretados generalmente en
referencia a estas concepciones sobre el más allá, pero, en el caso de
los desaparecidos, estos sueños abren también un espacio de ambi-­
güedad interpretativa. En algunos casos, pueden interpretarse lite-­
ralmente y despertar en los familiares la esperanza de que la persona
desaparecida en realidad no esté muerta, sino que, más bien, haya
empezado otra vida en otro sitio. María, una comunera de Contay,

n
cuenta que su hija fue llevada por los senderistas a la edad de trece


uc
años. Cuando sueña con ella, le dice que está bien, que está viviendo
y trabajando en Lima, y María se pregunta si podría ser cierto que,

rib
en realidad, su hija haya construido verdaderamente una nueva vida

st
en otro lugar y que no quiera regresar a Contay por el miedo de ser

di
juzgada por su familia y los vecinos.
su
En algunas apariciones, las almas se quejan de su condición de
sufrimiento, del frío y del hambre, y hacen peticiones explícitas. Por lo
da

general, los familiares interpretan estos sueños como una señal de que
bi

están pidiendo una misa en su nombre para poder descansar en paz:


hi
ro

1. «En una ocasión [en mi sueño] me pidió comida, “dame algo


.P

de comer que tengo hambre”, y así cuando me preguntó por


or

la comida, le dije: “tengo solo estofado, porque no he cocina-­


do otra cosa, así que le dije...”. Las señoras cuando les cuento
t
au

dicen, “él está pidiendo una misa, porque seguramente ya es-­


tará muerto, por eso te dice, “hazme misa”, te pide la misa;; es
de

por eso que te pide alimento» (Ángela, Asociación Nacional de


ia

Familiares de Secuestrados, Detenidos, Desapareciodos en Zona


op

de Emergencia [ANFASEP], Ayacucho).


C

2. «La viuda no llevó luto porque él dijo en vida que si se ponen


luto no descansaría tranquilo, además, porque no quiso cau-­
sar dolor en sus hijos. En cambio, sí veló sus ropas y le mandó
hacer sus responsos. En su sueño, él reclamaba: “tengo mucha
sed, ¿por qué no me alcanzas un poco de agua?”. Después de los
responsos le dijo: “Gracias, ahora ya no tengo sed”» (testimonio
CVR, 300517, Castrovirreyna, Huancavelica).
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 171

Como evidencia Bárbara Herr (1981), en una etnografía de los


sueños en las islas Fiji, si en el contexto occidental una estrategia para
superar el miedo de las pesadillas es, precisamente, aquella de insis-­
tir de que se trata de «sueños» y no de la realidad, tal estrategia no
es eficaz en estas islas, donde los sueños se viven e interpretan, más
bien, como experiencias reales. Las disciplinas sicológicas han explo-­
rado en detalle cómo las pesadillas representan uno de los síntomas
frecuentes del estrés postraumático (PTSD), una categoría médica

n
creada por la siquiatría americana en la era pos-­Vietnam para indicar


uc
los síntomas experimentados para aquellos que habían sido marca-­
dos por eventos traumáticos. Importantes estudios interdisciplina-­

rib
rios se llevaron a cabo analizando las pesadillas durante el Tercer

st
Reich (Beradt 1985), las de los sobrevivientes de la Shoah (Lavie y

di
Kaminer 2001), las de los veteranos de la guerra de Vietnam (Wilmer
su
2001) y las de los refugiados de Camboya (Rechtman 1993).
Evidentemente, cada guerra monopoliza la imaginación onírica
da

colectiva de la gente y genera pesadillas en las que los responsables


bi

de la violencia (en este caso los militares y los senderistas) son los
hi

protagonistas de las persecuciones nocturnas. Si este hecho es cierto


ro

para los diferentes contextos históricos y sociales, un enfoque etno-­


.P

gráfico y comparativo permite observar cómo las pesadillas genera-­


das por los distintos conflictos armados difieren no solo en términos
or

de los escenarios o la identidad de los perseguidores. De hecho, las


t
au

interpretaciones, los significados y las prácticas relacionadas con es-­


tas pesadillas en los diferentes contextos culturales representan una
de

variable crucial que no puede ser descuidada. La categoría y el diag-­


ia

nóstico de los sueños postraumáticos, elaborados por el paradigma


op

médico occidental, se construyeron sobre la base de las representa-­


ciones e interpretaciones de las experiencias oníricas y del trauma,
C

desarrolladas por las disciplinas sicológicas. En general, parece difí-­


cil aplicarlos a los contextos culturales en los que la experiencia del
sueño es percibida de manera diferente (Kleinman 1988).
En los pueblos andinos de Chihua y Contay, la dicotomía sueño-­
realidad no es pertinente: los sueños son, a menudo, descritos como
experiencias en las que se entra en contacto con entidades externas (las
almas, las divinidades);; son experiencias que pueden tener un efecto
172 Arianna Cecconi

sobre el cuerpo, que pueden tener consecuencias pragmáticas y que


están relacionadas más con la dimensión del presente-­futuro que con
aquella del pasado. Ciertamente, los comuneros consideran los tras-­
tornos del sueño y muchas de las pesadillas que les afectan como una
consecuencia del período de violencia e, incluso, describen estos even-­
tos como síntomas de haber sido traumatizados («estar traumado»).
Sin embargo, como subraya la antropóloga Kimberley Theidon (2004),
la forma en que los campesinos de la región de Ayacucho utilizan el

n
lenguaje de la sicología (y, en especial, la categoría «estar traumado»)


uc
podría relacionarse con la necesidad de la gente para que su dolor y su
sufrimiento se legitimen a los ojos de las instituciones locales y organi-­

rib
zaciones no gubernamentales con el fin de tener acceso a la interven-­

st
ción y la compensación prometida por el Estado (una compensación

di
que todavía, en la mayoría de los casos, no ha sido cumplida).
su
Así, las representaciones acerca de la experiencia onírica y del
concepto de trauma que circulan en este contexto sociocultural posi-­
da

blemente no se correspondan con aquellas elaboradas por las discipli-­


bi

nas sicológicas. Algunos sueños que pueden parecer típicas pesadillas


hi

postraumáticas desde una perspectiva psicológica presenta una natu-­


ro

raleza distinta en la comunidad de Contay. Por ejemplo, un mismo


.P

símbolo o una imagen (como soñar el asalto de un soldado) puede


interpretarse de diferentes maneras por las mujeres de Contay, depen-­
or

diendo del tiempo en que el sueño se produjo. Cuando los campesinos


t
au

soñaban los soldados antes o durante el tiempo de la violencia, inter-­


pretaban estos sueños como un presagio del evento que estaba por
de

manifestarse, mientras que, hoy en día, el símbolo onírico del militar


ia

puede ser interpretado como un signo del castigo del Apu (el ‘espíritu
op

del cerro’) y una premonición de enfermedad que puede activar otras


prácticas específicas (como hacer una ofrenda ritual al cerro o al lugar
C

que se considera que haya atacado el cuerpo del soñador).


Según los comuneros de Chihua y Contay, superar estas pesadi-­
llas hace necesario pacificarse y satisfacer la petición de las divinida-­
des o de las almas que siguen acosando a los vivos: perdón, ofrendas,
etc. Entonces, no sería suficiente decir que era solo un mal sueño:
las estrategias para contrastar y disolver estas experiencias oníricas
varían dependiendo de cuáles son las peticiones concretas que las
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 173

almas pueden presentar al soñador. Una de las demandas que los


desaparecidos hacen con más frecuencia es la de buscar sus cuer-­
pos. Y estos sueños no son interpretados por las mujeres de Chihua
y Contay solo como síntomas del trauma y del dolor por la desapari-­
ción del familiar, sino que, más bien, inspiran viajes y prácticas con-­
cretas para encontrarlos.

Buscando los cuerpos

n

uc
«El muerto lo entierras y lo olvidas», así me dijo una comunera de

rib
Contay que nunca encontró el cuerpo de su hijo y que, por muchos

st
años, no pudo resignarse a la idea de su muerte. Si el presenciar el

di
cuerpo y los rituales de sepultura son una parte esencial y necesaria
en la elaboración del duelo, la imposibilidad de ver el cuerpo del
su
familiar desaparecido es un obstáculo para este proceso. Asimismo,
da
como se evidenció más arriba, la falta del entierro es, de acuerdo con
bi

las concepciones culturales sobre la muerte, un gran obstáculo para


hi

el alma, porque le impide distanciarse del mundo de los vivos y los


ro

condena a penar eternamente. Un elemento «colectivo» que caracte-­


.P

riza los sueños durante y después de la guerra es precisamente la re-­


ferencia a los cuerpos de los desaparecidos. Algunas veces es a través
or

de los sueños que las almas dan indicaciones sobre el lugar donde se
t
au

encuentran. Algunos familiares, después de un sueño donde el hijo


o la hija desaparecidos les indicaban el sitio donde estaba su cuerpo,
de

decidieron ir allá en su búsqueda:


ia
op

1. «El 4 de agosto 1985, tras un sueño que tuvo, Eugenio fue a


C

buscar a su hijo por los costados de la base militar y encontró


el cadáver de Oscar, tirado en un barranco» (testimonio CVR,
310066).
2. «Lo sueño mucho a mi hijo, una vez me dice que del río había
salido al parque porque tenía mucha hambre. Pienso, por eso,
de repente lo han aventado al río. Otro día lo soñé que estaba
viviendo por la base de Totoral» (testimonio CVR, 310024).
174 Arianna Cecconi

3. «En su sueño su esposo le silbó y le dijo: ustedes han pasado [por


el lugar donde el estaba enterrado] y no me escuchan» (testimo-­
nio 310513, Huancavelica).
4. «En una oportunidad soñó a su hijo que estaba en lo alto de su
tienda, dentro de un cajón y desde allí la miraba. Este sueño tra-­
tó de interpretar e inició la búsqueda de su hijo en el colegio que
está frente a su tienda, donde estuvo la base militar de Lircay»
(testimonio CVR 310503).

n

uc
Algunos sueños presentan detalles claros, que conducen a reco-­

rib
nocer el lugar donde el familiar desaparecido declara encontrarse,

st
mientras que otros hacen necesario, más bien, interpretar y decodifi-­

di
car algunas imágenes oníricas ambiguas. Karina Solís, una sicóloga
que trabajó en Huanta, en el proyecto Wiñastin, de atención y pro-­
su
moción de la salud mental en Ayacucho, ha acompañado a muchos
da
familiares en el proceso de elaboración del duelo. Entre otras cosas,
bi

cuenta la historia de una mujer que fue señalada por una organiza-­
hi

ción no gubernamental (ONG) local como un caso muy grave porque,


ro

después de la desaparición de su hijo, la madre se estaba dejando


.P

morir. Un día, en sesión con la sicóloga, la mujer le comentó un sueño


en el cual su hijo le indicaba un lugar en la montaña, donde estaba
or

su cuerpo. La sicóloga había sugerido a la mujer y a su marido cele-­


t
au

brar un entierro simbólico de su hijo en su comunidad de origen y


se había propuesto acompañarla. Mientras viajaban en dirección de
de

Huancavelica, la mujer pidió parar el carro porque había reconocido


ia

el lugar que su hijo le había indicado en el sueño. Se bajaron del co-­


op

che, pero la misma madre decidió reanudar el viaje después de horas


de búsqueda: el lugar parecía el mismo pero la roca que le había mos-­
C

trado su hijo en el sueño no estaba allí. Se procedió con el ritual del


entierro sugerido por la sicóloga;; en una pequeña capilla de piedra,
la pareja prendió velas y chakcho coca.
Karina Solís recuerda también la experiencia de un padre que ha-­
bía soñado con su hija, secuestrada por los militares. En el sueño, esta
le había revelado haber sido enterrada en un hueco cerca de su co-­
munidad, pero que un mechón de su cabello y un pedazo de su falda
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 175

estaban «en el viento» porque no la habían enterrado correctamente. El


padre dijo a la sicóloga que, efectivamente, había encontrado el cuerpo
de su hija gracias a esta información recibida en su sueño. Si en algu-­
nos casos las revelaciones oníricas parecen coincidir con la «realidad»,
eso no sucede en otros casos. Sin embargo, esos viajes en búsqueda de
los cuerpos representan para los familiares un primer paso en el pro-­
ceso de elaboración del duelo y han permitido a algunas madres poner
fin a la esperanza de ver un día regresar a casa a su hijo o a su esposo:

n

uc
1. «Yo sueño que mi esposo y mi cuñado regresan, que estamos
juntos todos;; otro día he soñado que mi esposo se despide y me

rib
dice que se va a Huancavelica, me dice no te preocupes, que es-­

st
toy trabajando que ya voy a mandar cosas para nuestros hijos.

di
Otro día soñé que a mi esposo lo estaban enterrando en una are-­
su
na, yo le preguntaba quién te ha hecho así, este mi compañero de
trabajo sabe, es un señor que se apellida Cusinga, trabajaba en
da

la mina con él» (testimonio CVR, 311012, Lircay, Huancavelica.


bi

Sección «Contexto y Antecedentes»).


hi

2. «La testimoniante se quebró en llanto varias veces. Narró que


ro

su esposo en su sueño le dijo: “Me hicieron andar por el agua.


.P

Uno de mis zapatos quedó allá”. Durante otro sueño le dijo:


or

“Debes recoger mi casaca de mano de un amigo” [y, en efecto,


t

dicho amigo tenía la prenda]. Durante otro sueño le dijo: “Ya


au

no llores Olga, tú sabes que no te he dejado por otra mujer. Los


de

terroristas son los que me llevaron. Estoy dentro de una mina,


hasta los gusanos ya me comieron”» (testimonio CVR, 300517,
ia

Castrovirreyna, Huancavelica).23
op
C

A través de los sueños, los desaparecidos pueden también lle-­


var informaciones o dar indicaciones sobre los hechos ocurridos.
En la compleja búsqueda de la «verdad», en que cada familia se ha

23. Este testimonio fue recogido por la CVR en la región de Huancavelica y fue seña-­
lado y comentado por el antropólogo Ponciano Del Pino en su artículo, todavía
manuscrito, «Catching dreams and grasping the disappeared».
176 Arianna Cecconi

comprometido reconstruir lo que sucedió con su familiar desapareci-­


do, estos sueños se consideran importantes fuentes de información,
que llegan de «afuera», participan y contribuyen en la reconstrucción
y la interpretación de los hechos. Si la historia de una guerra tiene
que ver con los muertos, con los ausentes, con los que no pueden
declarar, porque ya no están (De Certeau 2005), es a través de los
sueños que los desaparecidos siguen hablando y contando su versión
de la historia en estas comunidades.

n

uc
Las relaciones oníricas y sus transformaciones

rib
Siempre lo sueño, a veces cuando camino lo encuentro, conversamos,

st
así como estábamos siempre, así igualito sueño. El pregunta por sus

di
hijos, a veces juntos dormimos en mis sueños, a veces yo le pido dónde
su
estas y no lo suelto, pero él me dice: «espera, voy a regresar». Así lo
sueño. (Testimonio de Contay)
da

Siempre sueño a mis padres y las almas no me dejaban. Una noche en


bi

mis sueños, en la ventana del cuarto se apareció un perro negro y quería


hi

llevarme, en ese instante mi mama vino y se sentó en la pateadera de mi


ro

cama y se puso a cantar una canción que le gustaba. Era las cinco de la
.P

mañana y cuando esto estaba soñando mi tío abrió la puerta y desapa-­


reció mi mama, y me despertó (Testimonio CVR, 200578, Yanasraccay,
or

anexo de Culluchaca, provincia de Huanta)


t
au

En el análisis de las visitas oníricas de las almas, un aspecto im-­


de

portante que debe tomarse en cuenta es el vínculo de parentesco que


une al familiar que sobrevivió con el que desapareció. Una posición
ia

particularmente difícil, como han señalado el Informe final de la CVR


op

y otros estudios hechos en los contextos posviolencia, es aquella de


C

las viudas. Esta situación es visible también a través de la perspecti-­


va onírica. Aquellas comuneras que después de muchos años de la
desaparición de sus esposos han decidido iniciar una nueva relación
sufren en su vida diurna el estigma de sus vecinos y parientes vivos;;
y, en su vida nocturna, las agresiones y amenazas de sus esposos
muertos: «Yo sueño a mi esposo [...], mi esposo vuelve para golpear-­
me, celoso, y me dice, «¿porqué tú ya no te acuerdas de mí? ¡Ni si-­
quiera me envías una carta, nada, seguramente tienes tu otro amigo!
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 177

Te voy a matar». Hasta con arma me apunta para ponerme balas. Al


día siguiente reniego» (testimonio CVR).
Pero hay también casos en los que, por el contrario, las viudas
cuentan que son los mismos maridos desaparecidos los que, a través
de los sueños, las autorizan tener una nueva relación. Por ejemplo, una
mujer afirma que el alma de su esposo vino a «entregarla» a su nuevo
compañero. «A mi pareja actual, mi marido le dio la llave de mi casa».
Cuando ella había contado su sueño a su madre, ella le había dicho:

n
«yo también era viuda, y mi marido le dio la llave a mi pareja actual»,


uc
y concluyó, «sin duda te casarás» (testimonio CVR, 310509).
Si por un lado se puede observar cómo las experiencias oníricas de

rib
las viudas testimonian el sentimiento de culpabilidad y los condiciona-­

st
mientos que ellas sufren en la comunidad, por el otro podrían también

di
ser analizadas como una de las rutas que les permiten negociar estos
su
mismos condicionamientos. En efecto, donde las visitas y revelaciones
de las almas tienen una importancia reconocida colectivamente, las
da

personas pueden evocar las narraciones oníricas también como prue-­


bi

bas para justificar decisiones o comportamientos que son atribuidos a


hi

un «afuera» cuya autoridad no puede contestarse (Crapanzano 1975).


ro

Sucede así en el caso en que la visita onírica del alma del esposo
.P

permite a la viuda legitimar, frente a su familia, su compromiso con


una nueva pareja. Las experiencias y los relatos de sueños no son
or

solo condicionados socialmente, sino que también pueden represen-­


t
au

tar una forma de agencia que permite, a los sujetos, negociar activa-­
mente su posición en el contexto familiar y colectivo. En este sentido,
de

el análisis de las narraciones oníricas debe siempre ser conectado al


ia

análisis de su «uso social» y del contexto y de las condiciones en las


op

cuales son contadas.


Mientras que las esposas y madres envejecen, sus esposos, hijos
C

y parientes desaparecidos se presentan, cuando las visitan en sueño,


siempre con el mismo aspecto de cuando desaparecieron, a veces con
la misma ropa con que fueron vistos por última vez. Una comunera
de Contay cuenta que siempre sueña a su esposo con su poncho ma-­
rrón, que baila borracho, y explica que, cuando se lo llevaron los mi-­
litares, él estaba vestido exactamente así y, además, borracho, como
ahora la visita en sueños.
178 Arianna Cecconi

A veces, el escenario de la desaparición parece cristalizarse en


una imagen. El recuerdo de la desaparición se transforma en un con-­
tenido onírico repetitivo. Pero si la «iconografía onírica» de los des-­
aparecidos no parece transformarse con el tiempo, aquella que sí se
trasforma es la relación con ellos. Los sueños permiten establecer una
«comunidad de lenguaje» (Descola 1993) entre los vivos y los muer-­
tos, un diálogo y una relación que puede evolucionar con el tiempo
y que influye también sobre las relaciones entre los familiares vivos.

n
Muchas mujeres cuentan cómo, a lo largo de los años, no solo ha


disminuido la frecuencia de las visitas de los desaparecidos,24 sino que

uc
también se han transformado sus actitudes. Al principio, las almas las

rib
visitaban llorando, desesperándose y, en algunos casos, amenazándo-­

st
las o agrediéndolas, mientras que, con el tiempo, han comenzado a

di
aparecer con menor frecuencia y con otros estados de ánimo. Para al-­
su
gunas madres y esposas, los desaparecidos, a través de los sueños, han
vuelto a integrarse en la gestión de la familia, las ayudan y las asesoran
da

en la educación de sus hijos, en el trabajo y en los momentos de necesi-­


bi

dad. Muchas mujeres me contaron que dejaron de llorar y empezaron


hi

a aceptar la muerte de su familiar después de un sueño en el que el hijo


ro

desaparecido decía que estaban bien y las reconfortaba:


.P

1. «Llegué un día a soñarle y él me dijo: no te preocupes, estoy


or

feliz. Ahí recién creí que está muerto» (testimonio de Contay).


t
au

2. «Yo sueño mucho a mi hijo, siempre me dice que va a volver


de su trabajo, siempre estaba triste;; pero ahora lo sueño ale-­
de

gre, dice que se está riendo bastante» (testimonio CVR, 31008,


ia

Huancavelica).
op

3. «Cuando yo de noche dormía, yo soñaba que él venía y me de-­


C

cía: “no llores, no sufras tanto”. Me decía: “tú sufres mucho, yo


te puedo llevar”. Me decía: “te puedo llevar, no te llevo, por mis
hijos no te llevo, ¿quién va a ver a mis hijos?” [...] y me decía: “yo

24. El antropólogo Ricard (2007) subraya cómo los muertos recientes (las almas) to-­
davía tienen un ánima, o sea, están equipados con una potencia de animación
que les permite presentarse a sus familias a través de los sueños y las aparicio-­
nes. Solo gradualmente los muertos pierden sus ánima y el poder de manifestar-­
se en el mundo de los vivos.
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 179

voy a venir, todos los días, voy a estar aquí, no te preocupes, yo


voy a estar todos los días aquí, pero poco a poco voy a ir aleján-­
dome”, decía» (testimonio CVR, 425135).
4. «Siempre sueño a mi esposo, me dice que no me preocupe, cuan-­
do pienso en la matrícula de mis hijos dice que va venir» (testi-­
monio CVR, 310006, Huancavelica).

Hay sueños que obligan a recordar, pero también sueños que

n

ayudan a olvidar;; hay sueños que reactualizan el dolor y otros que

uc
lo alivian. Los sueños son un componente importante de la compleja
dialéctica entre memoria y olvido que caracteriza los contextos pos-­

rib
violencia. A pesar de una progresiva disminución de las visitas de

st
los desaparecidos, hay que señalar que, en los últimos años, las almas

di
parecen haber empezado de nuevo a aparecer, en algunos casos con
su
frecuencia. Este fenómeno tiene que verse en relación con el descu-­
brimiento de las fosas comunes y el proceso de exhumaciones que se
da

está llevando adelante en muchas regiones del Perú y que ha desper-­


bi

tado nuevamente, en los sobrevivientes, la esperanza de encontrar


hi

los cuerpos de sus familiares.


ro

En la región de Ayacucho, algunas personas comentaban que,


.P

a veces, después de años de silencio, las almas de los desaparecidos


or

han regresado a visitarlas en sueños para decir dónde se encuentra


sus cuerpos. Juana es originaria de una comunidad campesina en las
t
au

alturas de Huanta, pero ahora vive en Ayacucho y es miembro de la


ANFASEP. Un día me contó un sueño que tuvo hace unos años, du-­
de

rante el período en que se estaba formando la CVR:


ia
op

En mi sueño, mi hermano había vuelto, mi hermano ha desaparecido


en el 85. Entonces en mi sueño había regresado y había comprado una
C

cocina, ha salido de la calle a la casa y ha traído una cocina grande y ha


prendido [...] solito estaba prendiendo la cocina, y yo le decía, «¿para
qué has comprado?», «¿dónde estabas?». Él dijo, «estaba en Muskapata
nomás, por eso un ratito me han mandado para comprar esta cocina,
voy a probar» diciendo y ha prendido la cocina.

El día después de este sueño, Juana supo que estaban exhuman-­


do una fosa común cerca del cuartel Los Cabitos, en Ayacucho. A
180 Arianna Cecconi

la luz de esta noticia, interpretó el sueño de la noche anterior como


una premonición de que allí hubiera podido encontrar el cuerpo de
su hermano. Él había aparecido en el sueño cerca de un fuego, con la
intención de encender la estufa de la cocina, y Juana, al interpretar
el sueño, lo relacionaba con el horno crematorio donde se sabía que
se quemaban los cadáveres en el mencionado cuartel. Juana no ha
encontrado el cuerpo de su hermano, pero comenzó para ella, desde
que se creó la CVR, una nueva búsqueda, «para estar en paz sería

n
suficiente encontrar sus huesos».


uc
Ese «regreso onírico» de los desaparecidos en la región de
Ayacucho no solamente muestra que el proceso de exhumaciones

rib
influencia estos sueños sino, también, la forma en que las manifes-­

st
taciones oníricas afectan el proceso de exhumaciones y búsqueda de

di
cuerpos. Las revelaciones de las almas son, a veces, utilizadas como
su
informaciones, como voces que participan en la ubicación de las fo-­
sas, en la elaboración de un «mapa» y una «geografía» de la muer-­
da

te. En la identificación de los lugares de excavación, los testimonios


bi

directos de aquellos que fueron testigos de una masacre se cruzan


hi

con los rumores, con los sueños y las revelaciones. En algunas cir-­
ro

cunstancias, se crea un contexto comunicativo donde los vivos y los


.P

muertos, los recuerdos diurnos y las experiencias oníricas, colaboran


en la reconstrucción de los eventos.
t or
au

Sueños, memoria, historia


de

Desde 1933 hasta 1939, la historiadora Charlotte Beradt (1985)25 reco-­


ia

gió relatos de sueños de diferentes personas que vivían en Alemania


op

durante el Tercer Reich y los considera como documentos históricos


C

que denuncian el nazismo desde un punto de vista nocturno. La histo-­


riadora muestra cómo la guerra representaba un objeto onírico trans-­
versal y cómo los sueños, en algunas coyunturas histórico-­sociales,

25. La obra de Charlotte Berardt, Das Dritte Reich des Traums, recientemente tradu-­
cida al francés con el título «Rêver sous le III Reich» (2004), fue publicada por
primera vez en 1943. Se trata de una compilación de más de trescientos sueños
de personas que vivían en Berlín entre 1933 y 1939.
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 181

adquieren un carácter «político» y pueden ser considerados expe-­


riencias que registran los efectos de los eventos históricos en la inte-­
rioridad de los hombres.
Confiando en que la relación entre sueños y procesos sociales e
históricos puede ser transversal a cualquier contexto cultural, el aná-­
lisis de esta relación se planteó a través de diferentes perspectivas. En
primer lugar, explorando cómo ciertas imágenes, símbolos y conte-­
nidos oníricos pueden ser vistos como «residuos históricos» (Beradt

n
1985). Las escenas de la violencia, los «senderistas», los militares, los


uc
desaparecidos, que por muchos años poblaron los sueños, monopoli-­
zaron el universo onírico violentándolo, colectivizándolo y «historián-­

rib
dolo». Así como cada comunidad, a partir de su propia experiencia,

st
ha reconstruido una memoria local de la guerra, enfatizando aspectos

di
distintos, se pueden encontrar también diferentes memorias locales
su
«nocturnas» de la época de la violencia. En Contay, es sobre todo la fi-­
gura del militar la que aún visita sus esferas oníricas;; no pasa lo mismo
da

con de Chihua, en cuyos sueños no encontré esta presencia. Más bien,


bi

en sus pesadillas, aparecen con frecuencia los senderistas.


hi

A través del análisis de los sueños, surgen entonces algunos as-­


ro

pectos importantes del contexto sociohistórico en el que estos sueños


.P

se experimentan. Soñar una radio en Contay es un presagio de que se


recibirán malas noticias y tal vez, en la interpretación de este símbolo
or

onírico, puede rastrearse una razón histórica. En muchos pueblos de


t
au

la región de Ayacucho, la radio comenzó a difundirse en los años del


conflicto armado y fue el principal medio de información a través
de

del cual se comunicaban las noticias de los enfrentamientos entre el


ia

Ejército y las facciones de SL. En este sentido, preguntarse acerca de


op

la manifestación de ciertos contenidos oníricos y de las interpretacio-­


nes que se le atribuyen debería ser parte del análisis de un contexto
C

histórico y social.
Por otro lado, a través de los testimonios de los comuneros de
Chihua y de Contay, y de aquellos recogidos por la CVR, he analizado
cómo la relación entre el sueño, la memoria y la historia puede ser no
solo implícita sino, también, explícita. Las mujeres de estos pueblos,
mientras cuentan sus biografías, mencionan relatos de sueños. El re-­
cuerdo de algún episodio importante en sus vidas se puede cruzar
182 Arianna Cecconi

con la memoria de un sueño que lo había previsto o que vino des-­


pués, y eso no concierne solo a las biografías individuales. En las na-­
rraciones de episodios colectivos, como la reciente guerra, las memo-­
rias diurnas y nocturnas se entremezclan y se apoyan mutuamente.
El Informe final de la CVR menciona los sueños en su tercera parte,
en la sección «Las secuelas de la violencia», del capítulo 1, «La secuelas
psicosociales». Los malos sueños26 son considerados una experiencia
compartida y una consecuencia sicosocial de la violencia: «A las difi-­

n
cultades para dormir, se acompañan pesadillas o “malos sueños”. Por


todo esto, las personas refieren “sentirse mal”, haberse vuelto “enfer-­

uc
mizas” y sin poder hacer las mismas cosas de antes» (Informe final, ter-­

rib
cera parte, cap. 1, p. 17). Asimismo, los sueños presentan un carácter

st
alterno y más positivo: «Para algunas personas, los sueños son una

di
manera de comunicarse con sus muertos, de estar cerca de ellos y de
su
sentir su protección. En los sueños recrean y transforman la realidad
que vivieron» (Informe final, tercera parte, cap. 1, p. 48).
da

Los disturbios del sueño (pesadillas, malos sueños e insomnios)


bi

son evocados como una de las consecuencias directas del conflicto


hi

armado.27 Pero en el curso de esta etnografía onírica y en el análi-­


ro

sis de los testimonios recolectados por la CVR, parece evidente que


.P

la relación entre los sueños y la guerra no puede analizarse solo en


relación con un registro emotivo o con las experiencias traumáticas
or

vinculadas a la guerra. Hay también muchos testimonios donde las


t
au

narraciones oníricas aparecen en la sección del testimonio titulada


«Contexto y antecedentes» o en aquella llamada «Descripción de los
de

hechos»: sueños que son contados como experiencias que han antici-­
pado episodios de violencia y que representan una parte constitutiva
ia

de la memoria de aquellos.
op
C

26. La palabra «sueño» es evocada en el Informe final en dos sentidos. Por un lado,
se habla de los malos sueños como una de las causas sicosociales de la violencia.
Por otro lado, la palabra sueño es evocada en el sentido de «proyecto de vida»
y se menciona como muchos sueños de las personas fueron «rotos» a causa del
conflicto armado.
27. Cada testimonio recogido por la CVR está dividido en diferentes secciones: «No-­
tas introductorias», «Antecedentes y Contexto», «Descripción de los Hechos»,
«Acciones» (las medidas tomadas, quejas, etc.) y «Secuelas» (las consecuencias
atribuibles a ese episodio).
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 183

Los sueños son a veces evocados como experiencias que han in-­
fluido en el mismo curso de la historia. Algunas mujeres dan testimo-­
nio de que si no hubieran escuchado las premoniciones oníricas que
las advertían de la llegada de los militares o de los senderistas ahora
no estarían vivas para contarlo. En este sentido, la marcha misma de
la historia parece ser una prueba del poder «performativo» de los
sueños (Tedlock 1987).
Los sueños pueden ser contados como un recurso para interpretar

n
la historia. En la compleja búsqueda de la «verdad» que cada familia


uc
emprende para reconstruir lo que ha sucedido en aquellos años, los
sueños con los desaparecidos son considerados importantes fuentes

rib
de informaciones que llegan desde «afuera» y que participan y contri-­

st
buyen en la reconstrucción e interpretación de los hechos. Los sueños,

di
«anticipando» las historias individuales y colectivas, las influyen y, al
su
mismo tiempo, ofrecen una interpretación de ellas a posteriori.
En el intento de rescatar la historia y la «verdad» de los hechos
da

ocurridos durante la época de la violencia, como sugiere la antropó-­


bi

loga White (2000), se vuelve central problematizar la categoría mis-­


hi

ma de «verdad» y hacerlo a través del análisis de los procesos locales


ro

de producción de las verdades y «evidencias»: «absolute notions of


.P

true and false, of interviewing techcnique and legalistic practices, are


simply overwhelmed by local ideas about evidence, ideas that are
or

continually negotiated and renegotiated by talking» (White 2000: 32).


t
au

La relación entre el sueño y las categorías de «verdad» y «evi-­


dencia» varía culturalmente y, si en algunos contextos la experiencia
de

del sueño es asociada a la idea de ilusión, en otros, como en las comu-­


ia

nidades de Chihua y Contay, las experiencias oníricas son conside-­


op

radas, por el contrario, una potencial fuente de informaciones aten-­


dibles. Así se reconoce colectivamente a través de las experiencias
C

cotidianas que testimonian cómo, a menudo, los sueños se cumplen.


Los sueños participan, entonces, no solamente en la construcción de
las «verdades» subjetivas y relacionadas con las historias personales,
sino también con la de las verdades aceptadas colectivamente y que
tienen un uso y una carga social. Por lo tanto, desde el punto de vista
de los comuneros de Chihua y Contay, los relatos de sueños son per-­
tinentes en el esfuerzo de recordar y reconstruir la historia pasada.
184 Arianna Cecconi

Además, se puede sugerir que las narraciones oníricas represen-­


tan también un registro discursivo alternativo (Abu-­Lughod 2000),
a través del cual algunas verdades que no pueden ser verbalizadas
directamente en los contextos oficiales encuentran allí un espacio de
circulación. Un ejemplo significativo podría encontrarse en los casos
de violaciones sexuales. La CVR evidenció, en su Informe final, cómo el
abuso sexual durante el tiempo de la violencia fue una práctica gene-­
ralizada, especialmente de parte del Ejército. Sin embargo, es mínima

n
la proporción de denuncias de violencia sexual entre los testimonios


uc
oficiales de todas las violaciones de los derechos humanos registra-­
das por la CVR. En el testimonio de una mujer de Saurama (una co-­

rib
munidad campesina cerca de Contay), se mencionan treinta casos

st
de acoso sexual y violación de mujeres de aquella comunidad y de

di
las comunidades vecinas, perpetrados por los militares de la base de
su
Vilcashuamán (testimonio CVR, 202769). Si bien es cierto que ninguna
mujer de Contay ha declarado haber sido víctima de violencia sexual
da

durante el período de la guerra, muchas han contados sueños donde


bi

gringos o militares tratan de seducirlas o abusan sexualmente de ellas.


hi

Lo anterior no quiere decir que todas las mujeres que mencionan


ro

estos sueños hayan sido víctimas de violencia sexual. Sin embargo, se


.P

puede notar cómo la violencia ha dejado huellas en la imaginación oní-­


rica colectiva, y cómo el registro onírico puede también representar un
or

lugar donde circula esta «verdad» que usualmente no tiene espacio en


t
au

los discursos oficiales. En otras palabras, el tema de la violencia sexual,


que representa un tabú en el contexto comunitario, alcanza «visibili-­
de

dad» al hablar sobre los sueños. En ambas comunidades, fue a través


ia

de las narraciones de pesadillas (descritas como ataques de las almas


op

de los muertos) que pude acercarme y entender algunos conflictos en-­


tre familiares o vecinos (en muchos casos relacionados con la época de
C

la violencia o con cuestiones de tierra) que, en general, no son verbali-­


zados directamente en el contexto comunitario.
Si, por un lado, los sueños pueden representar, desde el punto
de vista de los comuneros, un lugar de producción de verdades, por
otro lado, desde una perspectiva analítica, las narraciones oníricas pue-­
den ser analizadas también como un lugar donde circulan verdades
que no pueden expresarse en otros registros discursivos oficiales. Al
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 185

problematizar la categoría de «verdad» hay que también problemati-­


zar la «verdad» de las narraciones oníricas. Si bien la experiencia del
sueño rompe y desorienta las categorías del espacio y del tiempo, su
narrativa, inevitablemente implica un orden y una forma que sea com-­
prensible para el oyente (Kilborne 1981, Tedlock 1987). La narración
del sueño, estando sujeta a las mismas normas de comunicación, no
puede considerarse una «ficcion» que traiciona la complejidad de la ex-­
periencia onírica. Además, la memoria onírica, así como la memoria en

n
general, se considera como un acto más que como un objeto. Se trata, en


uc
otros términos, de una práctica que resignifica el pasado a partir de las
influencias y de las condiciones del contexto presente y que se orienta

rib
en un espacio moral, donde lo bueno y lo malo, de lo que se debe hacer

st
y lo que no se debe hacer, tienen un peso central (Lambek 1996).28

di
Las narraciones oníricas pasan inevitablemente a través de un
su
proceso de censura que puede realizarse a través de la memoria (un
aspecto muy explorado de parte de la psicología) o de la narración.
da

Los detalles o partes incómodos del sueño podrán no mencionarse sin


bi

que nadie jamás pueda descubrirlo. Algunos relatos pueden estar más
hi

cerca de la experiencia del sueño, mientras que, en otros, las lagunas de


ro

la memoria diurna, las intencionalidades de la vigilia o las estrategias


.P

sociales pueden influenciar más la narración del sueño. Frente a la im-­


posibilidad de una «observación participante onírica» (Tedlock 1987) y
or

de comprobar cuánto el relato se acerca y corresponde a la «verdad» de


t
au

la experiencia onírica, lo que puede ser analizado en un estudio antro-­


pológico de los sueños es cómo estas narraciones están influidas por las
de

estructuras culturales y sociales y cómo, al mismo tiempo, las influyen.


ia

Es, pues, importante, acercarse a los relatos de los sueños de los


op

comuneros de Chihua y de Contay, y a aquellos encontrados en el


archivo de la CVR como testimonios que documentan la entidad del
C

28. Asimismo, los sueños que se cuentan en el contexto posviolencia pueden ser
influenciados por el espacio moral y, por ejemplo, por el hecho de que SL fue
reconocido como el «enemigo oficial» y como el principal responsable de la apa-­
rición de los conflictos armados. Como en los testimonios «diurnos», ningun de
los comuneros de Contay ha explicitado sus relación con SL, así también, en los
relatos de los sueños y de las visitas de los desaparecidos, ninguno de ellos se
presenta como senderista.
186 Arianna Cecconi

conflicto armado, que forman parte de su experiencia, memoria y na-­


rración. Lo anterior significa repensar y extender la categoría de «his-­
toria» (así como aquella de «realidad») más allá de la vida diurna de
las personas, incluyendo su vida onírica y nocturna. Como resaltó el
sociólogo Roger Bastide (1972), las ciencias sociales se han interesa-­
do por mucho tiempo solo en el hombre despierto como si el hombre
dormido estuviera muerto. Muy por el contrario, las experiencias oní-­
ricas participan en los advenimientos histórico-­sociales, y los relatos

n
de sueños pueden representar una perspectiva distinta para analizar-­


uc
los.29 Subrayar el valor histórico de las narraciones oníricas no significa
participar del escepticismo de la tendencia posmoderna que propone

rib
disolver la frontera entre las narrativas de ficción y las narrativas his-­

st
tóricas, sino, más bien, como propone Carlo Ginzburg (2006), significa

di
considerar las unas y las otras como una negociación, una disputa y
su
una tensión constante en la representación de la realidad.
da

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«Con San Luis nos hemos hecho respetar»
La guerra, el santo y sus milagros: hacia
la construcción de una memoria heroica
de la guerra en Huancapi (Ayacucho,
Perú) 1

n

Valérie Robin Azevedo

uc
Universidad de Toulouse, Francia

rib
st
di
su
U na madrugada de marzo de 2004, mientras estaba tomando un
da

jugo de frutas en el mercado Andrés Vivanco, frente al convento


bi

de San Francisco, en la ciudad de Ayacucho, un señor se sentó a mi


hi

lado, pidió su combinado y luego me preguntó de dónde venía, como


ro

solía hacer mucha gente, curiosa por saber qué hacía una «gringa»
.P
t or
au

1. Quisiera agradecer a las personas sin las cuales nunca hubiera llegado ni a
de

Huancapi ni a la reflexión plasmada en este artículo, aunque el resultado final


y sus faltas son solo responsabilidad mía. Mis deudas son múltiples. Ante todo
ia

quisiera honrar aquí a las huancapinas y los huancapinos que, cada uno a su
op

manera, me ayudaron a ver la importancia del santo en la historia de su pueblo


y aceptaron generosamente compartir conmigo las experiencias de dolor pero
C

también de orgullo que les tocó vivir durante la época del conflicto armado. No
puedo mencionar a todos, pero quiero expresar mi gratitud especial a Obdu-­
lia Ayala, Virgilia Flores, Rayda Huamaní, Primitiva Palomino, Eudosia Pincos,
Bernardo Asto y Eusebio Huamaní y su familia de «pumpineros». Un pensa-­
miento especial para los hermanos Raúl y Edgar Arotoma Oré, quienes siguen
luchando contra la impunidad que beneficia a los militares que desaparecieron a
sus padres en 1991. La beca otorgada por la fundación Fyssen (2004) me permitió
iniciar mi trabajo de campo sobre memorias campesinas de la guerra en la sierra
de Ayacucho. Agradezco a Philippe Descola por haber creído en este proyecto
de investigación posdoctoral. Mi estadía provechosa en el Center for Advanced
194 Valérie Robin Azevedo

en Ayacucho.2 «Soy antropóloga francesa», le dije, pensando que ahí


acabaría la conversación. Pero me contestó todo emocionado: «¡Ah,
señorita, usted tiene que conocer Huancapi! Nuestro santo patrón es
San Luis, rey de Francia. Él ha hecho mucho por este pueblo, real-­
mente como un santo milagroso. En tiempo del movimiento social
que hubo en el Perú, desde 1983 hasta los noventa, a Huancapi no le
afectó el terrorismo, quizás por los milagros que hizo San Luis».
De ahí empezó a contarme uno de los prodigios del santo por

n

aquellos años:

uc
rib
Primero vinieron los sinchis3 a Huancapi y empezaron a maltratar a
la gente malamente. A la iglesia, al costadito, se alojaron a la fuerza

st
los sinchis, policías. Entonces, abusivamente golpearon a la gente de

di
su
Studies in the Behavioral Sciences de la Universidad de Stanford (2007), en el pro-­
da
grama «The Vision Thing: Studying Divine Intervention», organizado por William
Christian y Gabor Klaniczay, me ayudó a pensar mi material sobre sueños y visio-­
bi

nes, así como las tertulias con Arianna Cecconi sobre los usos sociales de las ex-­
hi

periencias oníricas. En Lima, Javier Torres, de la Asociación Servicios Educativos


ro

Rurales (SER), me dio a conocer la movilización sobre la defensa del cedro, árbol
de San Luis. Mi indagación en Huancapi le debe mucho a su intuición sobre este
.P

evento y su interés por él. Gracias a Ruth Borja, encargada del Archivo de la De-­
fensoría del Pueblo, pude recopilar un material archivístico clave. En Ayacucho,
or

quiero agradecer a mis colegas de la Universidad Nacional de San Cristóbal de


t
au

Huamanga (UNSCH), Jefrey Gamarra, por las charlas que tuvimos;; y Marcial Apai-­
co, por sus contactos en Fajardo. Marie-­Odile y Felipe López me acogieron con
mucho cariño en su hogar;; las imprescindibles conversaciones huamanguinas con
de

Felipe me abrieron otra ventana para entender la presencia de San Luis. Mi sincero
agradecimiento también va a Ponciano Del Pino quien, años atrás, leyó por prime-­
ia

ra vez el resumen y borrador de este texto, y me animó a ahondar mi reflexión.


op

Sus sugerencias siempre estimulantes permitieron mejorar mis demostraciones


y fortalecer mis hipótesis. En Francia, mi colega de la Universidad de Toulouse,
C

Marlène Albert-­Llorca, fue una interlocutora de lujo para dialogar sobre los víncu-­
los entre religiosidad y memoria. Finalmente, last but not least, mi agradecimiento
va a Ricardo Caro, por su sensibilidad y conocimiento inigualable de la guerra y
de los procesos memoriales en los Andes peruanos, por su estímulo en seguir con
esta investigación, y por los ricos intercambios que tuvimos desde el principio.
2. La mayoría de las personas entrevistadas figuran con su verdadero nombre,
puesto que querían aparecer con su propia identidad. Son pocas las personas
cuyos nombres se mantienen en el anonimato.
3. Los sinchis constituyen un cuerpo especial de la policía, especializados en la
lucha antisubversiva. Esta fuerza fue destacada a Ayacucho luego de que el
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 195

Fajardo, no solo de Huancapi. Pero dicen [que] a medianoche se levantó


San Luis, salió de su templo, de su altar. Con su espada se ha presen-­
tado al mismo jefe de los sinchis, diciéndole: «usted de acá tres días se
alejará porque está haciendo abuso a mi gente, a mis ovejas, y si no te
retiras con mi espada te corto». Les apuntó así con la espada y el jefe de
los sinchis empezó a temblar, no podía agarrar nada. A los tres días se
retiraron: los sinchis definitivamente no regresaron.4

Así es cómo acabé yendo a Huancapi, capital de la provincia de

n
Víctor Fajardo, al sur de Ayacucho, luego de ese encuentro fortuito


con el profesor Asto Díaz, en su paso por Huamanga. Recién estaba

uc
emprendiendo una investigación sobre las modalidades de produc-­

rib
ción de las memorias de la violencia en el Ayacucho de la posgue-­

st
rra, luego del trabajo de recolección de testimonios realizado por la

di
Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). Me animé a indagar
su
más sobre el papel atribuido a San Luis —que yo conocía como el rey
francés de las últimas cruzadas del siglo XIII— en el contexto de la
da

guerra que devastó esa provincia. ¿Cómo entender esas narrativas


bi

que refieren a episodios concretos de la guerra, en las que el santo


hi

patrón se presenta a los actores armados del conflicto para disuadir-­


ro

los de dejar de violentar a los huancapinos? Quise buscar qué sentido


.P

podían vehicular estos relatos sobre los milagros del santo que, como
veremos, no son exclusividad del profesor.
or

Al estudiar las memorias, individuales y colectivas, no siempre


t
au

escuchamos relatos de experiencias o hechos estrictamente históri-­


cos, sino que trabajamos con narrativas que reinterpretan y resignifi-­
de

can el pasado, producidas en un determinado ámbito y con intereses


ia

propiamente contemporáneos. De allí se deriva el énfasis hecho por


op

Paul Ricoeur (2004 [2000]): «la memoria es el presente del pasado».


Pero entrar al tema de las memorias de la guerra evocando histo-­
C

rias de santos puede resultar, a primera vista, extraño y hasta quizás

PCP-­Sendero Luminoso (SL) iniciara su lucha armada en mayo de 1980. Dos años
después, en diciembre de 1982, esta lucha se le encargaría a las fuerzas armadas.
4. Esta transcripción del relato sobre el encuentro de San Luis con los sinchis pro-­
viene de una conversación posterior, que grabé cuando visité al profesor unos
días más tarde en su casa de Huancapi.
196 Valérie Robin Azevedo

exótico. «Son supersticiones absurdas y tan alejadas de la cruda rea-­


lidad», me comentó un joven que recolectó testimonios para la CVR,
escéptico al oír ese tipo de relatos que consideraba ilusorios. Aunque
el análisis de las memorias locales para intentar reconstruir verdades
históricas puede ser valioso para una investigación con fines de judi-­
cialización, como buscaba la CVR, yo quisiera centrarme, sobre todo,
en los «trabajos de memoria» (Ricoeur 2004 [2000]) de la guerra que
se dan en Huancapi y adentrarme en el proceso de transformación

n
simbólica del pasado como operación social y culturalmente enmar-­


uc
cada, que permite darle un sentido específico al pasado. Como señala
Elizabeth Jelin sobre el proceso activo de la producción de la memo-­

rib
ria, «los sujetos no son receptores pasivos sino agentes sociales con

st
capacidad de respuesta y transformación» (2002: 35).

di
Volveremos a tratar este punto, pero recordemos, a modo de
su
comparación, que en Francia, durante la Gran Guerra (1914-­1918), el
conflicto suscitó un fervor religioso entre los soldados católicos que
da

dio lugar a narrativas sobre la intervención divina parecidas a las de


bi

Huancapi. El hecho de salir vivo y sano de aquella guerra tan destruc-­


hi

tora —con su saldo final de un millón y medio de soldados franceses


ro

muertos— se interpretó, a menudo, como un milagro. Annette Becker


.P

(1994) ha indicado que el vínculo con la Virgen o los santos fue parte
constitutiva de una visión político-­religiosa de la intercesión divina que
or

también permitió explicar las victorias bélicas. Fue, por ejemplo, el caso
t
au

de la crucial batalla de Marne, ganada un 8 de septiembre —día de la


Natividad—, a pesar de que el avance del enemigo parecía ineluctable.
de

Tal éxito prodigioso se atribuyó a la mediación de la Virgen, que se ha-­


ia

bría presentado a los soldados alemanes para atajarlos. Incluso durante


op

el primer conflicto franco-­germánico de 1870, algunos libros ya certifi-­


caban que el comandante de las tropas prusianas había sido detenido
C

por la aparición de la Virgen, que le impidió avanzar (Becker 1994).5

5. Si bien la Iglesia estaba ciertamente interesada en fortalecer su posición pública


mediante la influencia ejercida sobre los soldados y sus familias para recobrar
un poder reducido, tal fervor no solo fue el fruto de la artimaña manipuladora
de los eclesiásticos —luego de la separación del Estado de la Iglesia, fruto de la
promulgación de la ley de secularización de 1905—. Por ejemplo, en ese contexto
bélico, la Iglesia buscó desarrollar e imponer el nuevo culto al Sagrado Corazón
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 197

Quisiera entonces reflexionar aquí sobre el discurso político-­reli-­


gioso implicado en las narrativas sobre San Luis para evocar la «vio-­
lencia social»6 como una de las tantas formas posibles de procesar
el pasado. Más allá de lo aparentemente anecdótico, ¿cuáles son los
significados que atraviesan los relatos sobre sueños, visiones y apa-­
riciones del santo patrón de Huancapi durante la guerra? Como bien
ha demostrado Arianna Cecconi, en su trabajo sobre las experiencias
oníricas en la sierra ayacuchana, los sueños —así como las visiones—

n
se reconocen en forma colectiva como lugares donde ciertas verda-­


uc
des pueden producirse y manifestarse. De allí, la importancia de
entender las potencialidades del uso social de esos relatos como «es-­

rib
pacio de comunicación», puesto que las múltiples conexiones entre

st
narraciones míticas o históricas, las prácticas y estrategias sociales,

di
así como las experiencias corporales, se compenetran en cada relato.7
su
Veremos que los discursos sobre San Luis participan de la ela-­
boración de una memoria emblemática8 de ese pueblo: una memoria
da
bi

de Jesús. Asimismo, intentó imponer que se plasme su imagen en el símbolo pa-­


hi

trio por excelencia, la bandera, en el afán de derrotar a las tropas enemigas. No


ro

puedo desarrollar este punto aquí y solo recordaré que la situación es distinta en
.P

Huancapi, puesto que el clero se quedó alejado y, en general, ajeno a las narrati-­
vas populares sobre el papel cumplido por San Luis durante la guerra. Incluso,
or

en 1995, el cura llegó a ser percibido como enemigo del pueblo cuando este luchó
por defender al «árbol de San Luis» (cfr. infra «El episodio de la defensa del ce-­
t
au

dro en la cimentación de la memoria heroica en torno a San Luis»).


6. La expresión que más se usa en Huancapi para referirse al período de las déca-­
de

das de 1980 y 1990 es «violencia social», más que otras como «violencia política»,
«conflicto interno» o «guerra».
ia

7. Además del capítulo en este libro, véase Cecconi 2008.


op

8. En su tipología sobre la producción de memorias, Steve Stern hace una dis-­


C

tinción entre «memorias sueltas» y «memorias emblemáticas». Las primeras


aluden a recuerdos vinculados a experiencias personales: pueden ser importan-­
tes y significativas para un individuo, pero son «sueltas» desde una perspectiva
social. En cuanto a las memorias emblemáticas pueden ser inicialmente memo-­
rias sueltas que acaban cobrando sentido para la sociedad o, por lo menos, para
algunos sectores. La memoria emblemática debe considerarse más como un mar-­
co general que como un contenido específico. No es homogénea ni representa
una sola memoria, puesto que los contenidos específicos y los matices no son
idénticos ni de una persona a otra, ni de un momento histórico a otro. Además,
en una misma sociedad coexisten varias memorias emblemáticas. Véase Stern
2004, especialmente el cap. 4, «From loose memory to emblematic memory».
198 Valérie Robin Azevedo

colectiva heroica y victoriosa que permite darle otro sentido a la expe-­


riencia dolorosa que vivió Huancapi en las dos últimas décadas del
siglo XX. Buscaré entender cómo San Luis acabó cumpliendo el rol de
baluarte de la resistencia y cristalizando la búsqueda de dignidad de
los huancapinos frente a los sufrimientos de la guerra para así con-­
vertirse en una figura mediante la cual se puede expresar y enfrentar
este pasado traumático. Para entender a cabalidad el papel otorgado al
santo patrón, volveré sobre un evento singular que ocurrió en la época

n
del conflicto, cuando el pueblo logró impedir que talen el cedro de su


uc
plaza principal, un ejemplo en que el relato toma una forma de acción.
Finalmente, habrá que preguntarse en qué medida tal memoria coexis-­

rib
te y logra articularse con otras memorias emblemáticas de la guerra

st
vigentes en el pueblo como la que constituye la herida abierta de los fa-­

di
miliares de los desaparecidos. Veremos que la memoria «santificada»
su
de la guerra en torno a San Luis, aparentemente despolitizada, aparece
como consensual y, en cierta medida, como reconciliadora, pues las
da

distintas voces expresadas allí nos llevarán a indagar también sobre los
bi

silencios y secretos internos que atraviesan esta sociedad posguerra.


hi
ro

Las narrativas sobre el papel de San Luis: de la gesta civilizadora


.P

a la protección privilegiada durante la guerra


or

Bueno, según cuentan los abuelitos, tres santos han venido de Francia.
t
au

Santo Domingo de Guzmán, San Francisco de Asís y San Luis, los


tres. Entonces llegaron acá a Huancapi. En esa fecha todavía no era
de

Huancapi. Una laguna dicen que era todo esto, eran matorrales, plantas
acuáticas, eso no más. Los tres se han dividido. A San Francisco le or-­
ia

dena [San Luis] para que se vaya a fundar otro pueblo, Colca, que está
op

acá atrás del cerro. Y a Santo Domingo lo manda a Huancaraylla. [San


Luis] se queda acá en la entrada. Dicen que había un molle de regular
C

tamaño y al pie se sentó a descansar. Traía su bastón de cedro, de palo


de cedro pues. Esta vez era mojadal [sic] esta pampa y su bastón lo ha
puesto al medio. Al plantar ha puesto su nombre a este pueblo, «se
llamará Huancapi» diciendo. Más antes, la gente vivía al frente —se
llama Pucará—. Pasó unos meses y el cedro empezó a crecer en el agua.
Empezó a chupar el agua y empezó a secar la pampa. Y ya el árbol esta-­
ba de regular tamaño. Por ahí le han puesto bastón de San Luís Noveno.
Por ahí ahora es nuestro patrón del pueblo.
Eusebio Huamaní, Huancapi, marzo de 2004.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 199

Como destaca este relato, la fundación mítica de Huancapi se


atribuye a San Luis, rey de Francia. En una gesta civilizadora arribó a
la zona junto con sus dos hermanos, Santo Domingo y San Francisco,
a quienes mandó poblar los pueblos vecinos de Huancaraylla y
Colca. En aquella época solo había una laguna en lo que hoy en día
es Huancapi, pero San Luis decidió quedarse y plantó su bastón en
medio del agua. Se secó la laguna y brotó un árbol, el antiguo cedro
que domina actualmente la plaza principal. Recién entonces empezó

n
a poblarse ese lugar, y así nació Huancapi.


uc
Este relato fundacional (muy parecido al mito incaico de funda-­
ción del Cuzco por los hermanos Ayar, luego de su salida de la cueva

rib
de Paqariqtampu) da cuenta de la manera en que se representa San

st
Luis: por una parte, a través de su imagen, la estatua que sale en

di
procesión cada 25 de agosto;; y, por la otra, a través del cedro, que
su
actuaría como su doble y está frente a la iglesia. Garante del presente y
futuro del pueblo, San Luis es el santo patrón que protege a su gente
da

en distintas formas y circunstancias. Es importante recalcar que la


bi

influencia otorgada a San Luis alude a un espacio geográficamente


hi

delimitado por el entorno inmediato a la ciudad.


ro

El «árbol de San Luis» constituye, a su vez, un importante lugar


.P

de sociabilidad para el pueblo. Por ejemplo, antes de que se constru-­


yera la municipalidad, las asambleas convocadas por las autorida-­
or

des políticas se realizaban al pie del cedro. Y hasta la refacción de la


t
au

plaza de armas en la década de 1990 —evento sobre el cual volvere-­


mos a discutir—, las vivanderas ofrecían ahí sus platos de comida.
de

Marcador del espacio pueblerino, San Luis participa de la construc-­


ia

ción de la identidad local de Huancapi y de sus habitantes. Veremos


op

que su importancia para la colectividad se hizo aún más evidente y


compleja durante la guerra.
C

Fundador del pueblo, San Luis también se considera un santo


milagroso. Está vinculado con la fertilidad de la producción agrícola
y la llegada del agua. Su fiesta coincide con la limpieza de acequias
en el mes de septiembre, a cargo de los adornantes del santo de aquel
año (Prado 2007). Cuando la sequía amenaza la producción agrícola
en Huancapi, las misas en honor al santo, en las que se le pide que
la lluvia llegue, se multiplican. A menudo, las misas son seguidas de
200 Valérie Robin Azevedo

procesiones de la efigie de San Luis por las calles del pueblo sediento.
Su eficacia es tan reconocida que el padre Miguel, párroco del pueblo
entre los años 2001 y 2006, recuerda la misa que hizo a pedido de los
ingenieros agrónomos del Programa Nacional de Manejo de Cuencas
Hidrográficas y Conservación de Suelos (PRONAMACHS) un mes de
enero, en que el agua tardaba en llegar. Como en los demás relatos
sobre el papel milagroso de San Luis, la lluvia finalmente llegó a los
pocos días. Además, a través de sus revelaciones y apariciones, se

n
dice que San Luis anuncia buenos presagios e intercede a favor de


uc
sus devotos, para curar enfermedades o ganar concursos de músi-­
ca pumpín,9 por ejemplo. Incluso se dice que puede llegar a castigar

rib
físicamente a los que lo ofenden o no lo festejan «pomposamente»,

st
como se merece.

di
En el contexto de la violencia política, los relatos sobre el rol mi-­
su
lagroso atribuido a San Luis no desaparecieron. Más bien se man-­
tuvieron pero adaptándose a las nuevas circunstancias. Si bien las
da

conversiones a las iglesias protestantes se multiplicaron por aquellas


bi

fechas en muchos pueblos de la sierra de Ayacucho, Huancapi per-­


hi

maneció como un bastión mayoritariamente católico, con un espe-­


ro

cial apego a su santo patrón.10 Pero el tipo de intervención del santo


.P

cambió: en una mayoría de las narraciones, San Luis se convirtió en


el personaje que los salvó de las atrocidades de la guerra. Como me
or

contó en varias oportunidades Primitiva Palomina, vivandera en la


t
au

plaza y ferviente devota del santo patrón, «Gracias a San Luis no


pasó nada en Huancapi, todo tranquilo».
de

Las narrativas recopiladas sobre esa época se refieren a las apa-­


ia

riciones que supuestamente presenciaron los diferentes actores del


op

conflicto armado. Este punto merece subrayarse, puesto que las na-­
rrativas ya no tratan, en el contexto de la guerra, de las apariciones
C

que tuvieron personalmente los pobladores con los que me entrevisté.

9. Música típica de la provincia de Víctor Fajardo, al sur de Ayacucho. Veáse Ritter,


en este libro.
10. Se puede señalar la particularidad notable de Huancapi, como resguardo abruma-­
doramente católico, mientras muchos otros pueblos de Ayacucho se convirtieron
masivamente —o, por lo menos, en buena parte— a las Iglesias protestantes.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 201

Los relatos sobre las visiones que tuvieron senderistas, soldados y


sinchis, y que permitieron evitar hechos dramáticos, son abundantes.
Para defender a «su gente» de esos individuos, presentados como
foráneos, San Luis los visitó de noche, en sueños o apariciones, para
impedirles que cometan abusos, presentándose de manera inconfun-­
dible, con su capa roja y su espada.
Rayda Huamaní, ahora dueña de un próspero cafetín situado
en una esquina de la plaza de armas, me contó la historia de su her-­

n
mano menor, que SL enroló en sus filas en los albores de la guerra.


uc
Según Rayda, a pesar de haberse vuelto un mando regional impor-­
tante, su hermano volvía de vez en cuando a visitar a sus familiares

rib
en Huancapi. Un día regresó para avisarles que la noche siguiente su

st
columna entraría al pueblo para realizar una expedición punitiva con

di
el afán de aniquilar a los soplones:
su
Mi hermano estaba con los senderistas, se lo habían llevado. Mi her-­
da

mano vivía tres años con ellos. Entonces un día vino mi hermano y nos
bi

cuenta:
—Tienen que cerrar la puerta bien cerrado, tránquense con cualquiera
hi

cosa.
ro

Entonces nosotros ya como nos ha dicho, nos ha pasado la voz, eso pues
.P

era para uno solo. [No había que] contar a nadie, nada, nada. Toda la
noche no hemos dormido. No hubo nada. Totalmente tranquilo no más
or

hemos amanecido. Mi hermano regresa de quince días y me cuenta, nos


t
au

cuenta a mi mamá, a todos, nos cuenta diciendo que San Luis es bien
milagroso.
de

—San Luis, dijo, por ese cerro de Chuqu, ahí apareció con su capa roja
y su espada, y nos muestra un camino para otro sitio.
ia

Entonces ellos han ido al día siguiente a ese sitio y era Vilcashuamán.
Han ido a matar gente cualquier cantidad. Dijo que había más de cua-­
op

trocientos muertos en los cerros, en las estancias, en la población. Así


C

nos contó mi hermano, que descanse en paz, es finado. Dijeron que lo


han matado por Minas Canarias. Se llama Narciso Huamaní Gonzáles.

Como hemos señalado, la influencia benéfica del santo se cir-­


cunscribe aquí al ámbito territorial del pueblo de Huancapi y al cui-­
dado de sus pobladores. Además, muchas de esas narraciones sobre
las apariciones del santo no son casuales, puesto que están relaciona-­
das con fechas en las que ocurrieron hechos violentos memorables
202 Valérie Robin Azevedo

en la región (atentados, masacres, desapariciones, etc.). En otras pa-­


labras, las visiones mencionadas no son fortuitas y, a menudo, even-­
tos históricos dramáticos les sirven de sustento y las alimentan. Las
intervenciones atribuidas al santo permiten explicar entonces, a pos-­
teriori, por qué Huancapi fue amparada.11
Así también se entiende el relato de Eusebio Huamaní sobre el
sueño que tuvo un jefe de la base militar de Huancapi la noche previa
a una asamblea con el pueblo, que este había convocado en el esta-­

n
dio, lugar donde el Ejército realizaba mensualmente sus cabildos. A


uc
ese militar, que tenía reputación de ser muy cruel, Eusebio, cuya casa
está cerca a la antigua base militar, le atribuyó la intención de haber

rib
querido cometer una masacre en dicha asamblea, razón por la cual

st
San Luis se le habría revelado, advirtiéndole que sus soldados no

di
podían maltratar a los huancapinos. El sentido de este suceso onírico
su
se entiende mejor si lo situamos en el contexto de aquella época. La
convocatoria al estadio ocurrió luego de la masacre de los campesi-­
da

nos del pueblo vecino de Cayara, perpetrada por el Ejército en 1988,


bi

y sobre la cual volveré más adelante:


hi
ro

Una vez así cuentan cuando está el problema social dice que una fecha
.P

el capitán pensó matarnos a todo el pueblo. Entonces, en su sueño no


más dicen le reveló [San Luis].
t or
au
de

11. La mención del cercano pueblo de Vilcashuamán puede ser una referencia a los
reiterados asaltos de SL a la comisaría en 1982. En agosto de ese año, un desta-­
camento senderista se enfrentó con los policías de la jefatura de línea durante
ia

varias horas. El local de la comisaría atacado, así como el local municipal, fueron
op

totalmente destruidos, y el hecho dejó un saldo de siete policías muertos y varios


heridos. El atentado tuvo también un peso simbólico notable, pues ponía en jaque
C

a la Guardia Civil y demostraba sus límites para enfrentar eficazmente a SL. Pero
viendo la cantidad importante de muertos mencionados aquí por Rayda, también
es posible que el recuerdo relacionado con Vilcashuamán se haya entremezclado
con otros eventos de masacres ocurridas allí por esa época. No debe ser descarta-­
da la posibilidad de que la referencia a Vilcashuamán aluda, en realidad, no tanto
a las acciones armadas de SL, sino, más bien, a las conocidas masacres perpetra-­
das por el Ejército en esa provincia en 1985 (sea en la comunidad de Accomarca,
donde murieron sesenta y nueve campesinos el 14 de octubre de 1985, o en las
comunidades de Amaru y Bellavista, donde hubo cincuenta y nueve muertos el
27 de octubre de 1985) (cfr. la idea de displacement en Portelli 1991).
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 203

—No te metas con mi gente. Si tú no me haces caso ya sabrás, dijo a un


militar, al jefe de los militares pues. Bueno, entonces, él pensativo pues
ese día no ha podido cumplir su decisión. Solamente nos ha reunido en
el estadio a toda la comunidad. Bueno directamente nos ha culpado que
éramos nosotros los terrucos, prácticamente la comunidad no sabíamos
nada. Claro los terrucos, esos compañeros que dicen, vendrían pues de
otro sitio y de paso no más nos comprometen. Entonces ya ellos piensan
que nosotros mismos éramos pues. Todo eso nos explicaba. Entonces
bueno no nos dijo nada. Y de esa forma el patrón San Luis nos ha am-­

n
parado prácticamente.


—(VRA) Si San Luis no le hubiera revelado en su sueño, ¿qué cree que

uc
hubiera hecho el capitán? ¡Nos hubiera ejecutado como en Cayara,
Accomarca12! ¡Así!

rib
st
Así es como cuentan que, gracias a estas intervenciones milagro-­

di
sas, se logró la salvación de los huancapinos, personajes que siempre
su
—según estas versiones sobre el papel del santo— habrían estado
ajenos al conflicto. Usando el lenguaje bélico, el santo es presentado
da

como un «guerrero», un «guerrillero», un «soldado» o, incluso, un


bi

«militar» que se enfrentó con los «enemigos del pueblo». Las versio-­
hi

nes recopiladas son casi todas unánimes: «gracias a San Luis aquí no
ro

pasó casi nada porque él nos ha cuidado».


.P

Pero el uso del «casi» merece precisamente indagarse, pues,


conviviendo con estas narrativas épicas, existe otro género de relatos
or

que quiebran radicalmente, en aparente contradicción absoluta, con


t
au

el discurso sobre la supuesta protección del santo. La violencia no se


detuvo en la entrada de Huancapi, ni dejó de irrumpir en la vida co-­
de

tidiana de ese pueblo «tranquilo» durante las décadas de 1980 y 1990.


ia

Ella se manifestó con su racha de muertes, ejecuciones extrajudiciales


op

y desapariciones, principalmente a mano de los militares y en menor


medida de SL. Veamos cuál fue el escenario de la guerra en el pueblo
C

para luego cuestionar, en ese contexto singular, la importancia que


tuvieron para los huancapinos las narraciones sobre el papel del san-­
to patrón durante la guerra.

12. Para más información sobre las masacres de Accomarca y Cayara, véanse los
capítulos 2.15 y 2.27 del Informe final de la CVR (2003, t. VII).
204 Valérie Robin Azevedo

El quiebre en los relatos de salvación.


«Zona liberada», «zona roja»: la evocación de la barbarie
y de la impunidad vivida en Huancapi

[Llegamos en 1987 y] encontramos un pueblo muy sufrido. Cada fami-­


lia contaba que había desaparecido el cuñado, el hijo, el papá. Todo era
sufrimiento en cada familia.
Hermana María,
congregación franciscana del Hogar de Niños

n

Huérfanos de Huancapi

uc
Entre 1980 y 1982, SL desarrolló operaciones sistemáticas de pene-­

rib
tración en la provincia de Víctor Fajardo. Huancapi se encontraba

st
en la región definida por los senderistas como su comité zonal fun-­

di
damental, en el eje Cangallo-­Víctor Fajardo (CZCF), uno de los cua-­
su
tro comités zonales adscritos al comité regional principal, eje clave
para el inicio de sus acciones armadas e ideológicas (CVR 2003, t.
da

VII). La estrategia de esa organización fue conquistar «bases de apo-­


bi

yo» y, al principio, logró el respaldo de varios pueblos y comunida-­


hi

des de la zona (Gorriti 1990: 223). Algunos docentes de Huancapi


ro

—egresados de la facultad de educación de la UNSCH y afiliados, en


.P

su mayoría, al Sindicato Unitario de Trabajadores en la Educación


or

del Perú (SUTEP)— fueron actores importantes de la labor de «con-­


cientización del pueblo» desde fines de la década de 1970.
t
au

A diferencia de lo ocurrido en el norte de Ayacucho, SL logró, en


la zona centro-­sur, un apoyo popular amplio y duradero. Los profeso-­
de

res que realizaban el trabajo de adoctrinamiento y los cabecillas sen-­


ia

deristas eran a menudo lugareños. Sobre todo, no se produjo un quie-­


op

bre entre la población y SL como en Huanta (Theidon 2004: 35) o en


C

Ocros, por ejemplo.13 Las expresiones para referirse a los senderistas

13. Antes de 1982, unos profesores fueron perseguidos por la policía por sus arengas
sobre la revolución del proletariado en el colegio de Huancapi. Sin embargo,
recibieron un apoyo firme de la población: «Habían tres dirigentes del SUTEP
que fueron catalogados como cabecillas. [...] En esa época no se hablaba de terro-­
rismo. [...] Los profesores estaban escondidos. Los iban a tomar presos pero la
población se levantó para protegerlos. La gente decía que no los iban a dejar salir
porque los maestros querían el bien para el pueblo» (testimonio 101581).
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 205

en Huancapi ilustran este punto. Si algunos hablan de «terroris-­


tas», otros mencionan a los «compañeros» o a «los amigos que los
llaman terroristas», aludiendo al «movimiento social» de esos tiem-­
pos. Además, la toma de control de algunas localidades no significó
inicialmente un cambio radical de la vida cotidiana;; no se restringió
el desplazamiento o las actividades económicas de las personas. SL
parecía más confiado en el trabajo de preparación que había desarro-­
llado en Fajardo, con los miembros captados en algunas escuelas de

n
la zona (CVR 2003, t. VIII).


uc
A partir de 1980, varios atentados senderistas ocurrieron en
Huancapi, pocas semanas después de que SL iniciara su lucha ar-­

rib
mada en el pueblo de Chuschi, situado a unos cincuenta kilómetros

st
de distancia. El concejo provincial fue dinamitado el 28 de julio. Se

di
escucharon detonaciones de dinamita el 25 de agosto (CVR 2003, t.
su
IV, cap. 1.1, p. 47), día de celebración de San Luis. El 10 de octubre,
en varias oportunidades, estallaron petardos en las vías principales
da

del pueblo y en la plaza de armas, donde la Guardia Civil halló izada


bi

una bandera roja con la hoz y el martillo. El 10 de noviembre, otros


hi

atentados dinamiteros se produjeron en la víspera de las elecciones


ro

municipales. El puesto de la Guardia Civil fue atacado con explosi-­


.P

vos, así como el local de Acción Popular, el de registro electoral y la


subprefectura, mientras que se reventaban petardos cerca de la cárcel
or

(Pareja 1981: 88-­89;; Gorriti 1990: 115;; CVR 2003, t. IV, p. 46).
t
au

Desde octubre de 1981, la provincia de Fajardo se declaró en


emergencia. En 1982, la jefatura de la línea policial fue nuevamente
de

atacada el 28 de marzo, y el 8 de setiembre hubo un asalto a la cárcel


ia

(CVR 2003, t. IV, cap. 1.1, p. 47). En respuesta al avance senderista, el


op

Ejército peruano ingresó desde 1983 a esa «zona roja» con la estra-­
tegia de «todos son sospechosos». Instaló su cuartel en Huancapi y
C

tomó el control sociopolítico de la región. Las elecciones municipales


de 1983 se cancelaron. La base militar de Huancapi constituyó, en los
años siguientes, uno de los más importantes centros de operación
contrasubversiva del centro sur de Ayacucho. Esa base siguió activa
hasta el año 2000, fecha en que se desmanteló definitivamente.
Los «aniquilamientos» por parte de SL empezaron en 1982. El
primer muerto fue el gobernador de turno de Huancapi. José García
206 Valérie Robin Azevedo

Arotinco, el anterior gobernador de Huancapi, también había sido


amenazado de muerte mientras cumplía su cargo. Los senderistas lo
seguían hostigando para que renuncie de su puesto como empleado
de correo y lo castigaron físicamente por «soplón». La noche del 25
de noviembre, José García y su hija Florencia García Rodríguez, co-­
legial de diecisiete años, fueron asesinados en su casa, de un balazo
en la sien, por unas quince personas encapuchadas. Sobre sus cuer-­

n
pos dejaron un letrero que decía «por soplón» (testimonio 201517,


Centro de Información para la Memoria Colectiva y los Derechos

uc
Humanos, Defensoría del Pueblo, Lima). Unos meses después, en

rib
1983, mataron a Demetrio Huamaní Prado mientras pasteaba en
las alturas. También le colgaron un cartel que prohibía se recoja su

st
cuerpo por «chismoso soplón», antes de ser arrojado al barranco (tes-­

di
timonio 100512, de la sobrina de D. Huamaní Prado). Además, los
su
reclutamientos forzados de jóvenes aumentaron (testimonio 100513).
da
Por ello, si bien SL logró el soporte inicial de parte de la población,
también generó rápidamente recelo y temor.
bi

Sin querer minimizar el impacto de los asesinatos selectivos de


hi

SL en Huancapi —más numerosos en las áreas rurales del resto de la


ro

provincia—, estos fueron limitados en comparación con los perpe-­


.P

trados por el Ejército a partir de 1983. La cantidad de muertes regis-­


or

tradas en Fajardo ese año se debe, en mayor medida, al ingreso e ins-­


t

talación de las fuerzas armadas durante la ofensiva militar contra el


au

Comité Zonal senderista. En 1983, Fajardo concentró el mayor índice


de

de muertos de todo el departamento de Ayacucho y siguió con esa


tasa alta hasta 1985 (CVR 2003, t. IV). La brutalidad de los militares
ia

instalados en Huancapi no paró en los años siguientes.


op

Los testimonios que recolecté, así como la mayoría de las de-­


C

nuncias registradas por la CVR, señalan como principales autores de


las exacciones ocurridas en Huancapi a las fuerzas policiales, a los
sinchis, pero sobre todo al Ejército. Un testimonio al respecto es el si-­
guiente: «El Ejército era el que cometía más abusos contra el pueblo.
Los militares eran los que más mataban». Aseveraciones como estas
eran recurrentes entre los pobladores de Huancapi. Robos, humilla-­
ciones, torturas, violaciones sexuales y desapariciones de muchas
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 207

personas a mano de los soldados asentados en la base militar fueron


eventos comunes durante más de una década.14 Por ello, el recuerdo
de la barbarie vivida en Huancapi y sus alrededores durante el con-­
flicto armado está mayormente asociado al papel del Ejército.
Quisiera mencionar aquí solo algunos casos ejemplares a los
que se aludirá en el curso del artículo porque se relacionan con la
elaboración de las memorias públicas de la guerra, así como con los
silencios colectivos del conflicto armado. Luego, veremos también

n

cómo ciertas narrativas hacen dialogar y articulan en forma particu-­

uc
lar algunos de estos eventos dramáticos con la presencia y la actua-­

rib
ción atribuidas a San Luis en Huancapi durante la guerra.

st
di
1984
su
Al finalizar su labor en la construcción del canal de irrigación de
da
Colca, Roberto Aroni Díaz y su amigo Hilario Pillaca Asto fueron
bi

a festejar en la casa del carguyoq de la Virgen de Cocharcas, cuya


hi

fiesta se celebraba ese 8 de septiembre. De regreso a sus casas, en


ro

medio de la noche y mareados, se cruzaron con varios militares que


.P

estaban patrullando luego de varias explosiones de dinamita. Los


detuvieron acusándolos de subversivos. Vecinos que presenciaron
or

la escena desde sus casas comentaron que los soldados abalearon


t
au

a Hilario Pillaca y a Roberto Aroni. Los cuerpos tirados en el sue-­


lo fueron atropellados varias veces por el carro militar y la cabeza
de

de Hilario resultó destrozada. Al amanecer, los cadáveres habían


desaparecido. Pero en la calle un charco de sangre, restos de cere-­
ia

bro, dientes y cabellos revelaban lo ocurrido. La esposa de Roberto


op

recogió todo lo que pudo pensando que esos restos pertenecían a


C

su marido. Finalmente, con la ayuda de unos policías excavaron


los cadáveres, medio enterrados cerca de la comisaría y de la base
militar. Luego, los familiares enterraron rápidamente sus restos en

14. A menudo los detenidos eran oriundos de otros lugares. Cuando los capturaban,
los traían a la base militar de Huancapi para interrogarlos. Muchos de ellos ja-­
más salieron de ese lugar.
208 Valérie Robin Azevedo

el cementerio. A pesar de las diferentes versiones sobre este evento,


todos los entrevistados certifican que nadie denunció la muerte de
los dos hombres por miedo a las represalias de los militares y a ser
también acusados de terroristas.15

1986

Mamerto Huamaní Chillcce, secretario de Izquierda Unida y em-­

n

pleado del municipio, fue sacado a golpes de su casa la noche del 26

uc
de abril de 1986 por efectivos militares, encabezados por el teniente
«Rata». Acusado de terrorista, Mamerto fue trasladado a la base de

rib
Huancapi y sometido a torturas: crucificado a campo abierto. En la

st
madrugada, un par de «cabitos» montados a caballo regresó a la casa

di
familiar con Mamerto, muy lastimado. Encerraron en una habitación
su
a su esposa Obdulia Ayala y a sus hijos menores que escuchaban des-­
esperados cómo torturaban a su padre dentro de la vivienda. Luego,
da

Mamerto fue llevado por la calle y, como no podía caminar, su cuer-­


bi

po fue atado a los caballos. Los militares arrastraron su cuerpo hasta


hi

la base, dando una vuelta por Huancapi para el escarmiento del pue-­
ro

blo. «Parecía Túpac Amaru», recuerdan testigos aterrados. Esa fue la


.P

última vez que lo vieron con vida.


or

En los días siguientes, Obdulia fue a la base a preguntar por su


t

esposo. Los militares le aseguraron que «está mal pero ya estamos


au

curando, ya está reviviendo», por lo que debía seguir llevándole


de

alimentos, ropas y cigarros. Al cabo de varios días, unos vecinos le


avisaron que su esposo había sido colocado en un costal y llevado
ia

en un carro hasta la salida del pueblo. Detrás de una tapia, dos cuer-­
op

pos, que se presume eran los de Mamerto y Víctor Pariona Palomino,


C

oriundo de Cayara y detenido por esas mismas fechas, habían sido


quemados. Los padres de Mamerto fueron a buscar a su hijo y encon-­
traron una de sus zapatillas y huesos medio quemados. Se llevaron

15. Véanse los testimonios 201452, de Adrián Chancos Díaz, tío de Hilario Pillaca;; y
201503, de Zenobia Chilcca Huamaní, viuda de Roberto Aroni. Además, se tuvo
una comunicación personal, en agosto de 2006, con la media hermana de Rober-­
to, Primitiva Palomino Díaz.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 209

estos restos para sepultarlos en el cementerio sin estar seguros de que


se despedían realmente de Mamerto.16
El mismo año, un grupo de soldados encabezados por el ofi-­
cial denominado «Garganta» irrumpieron en el colegio de Huancapi
mientras los escolares estaban jugando en el patio. Sin mediar palabra,
«Garganta» agarró a Gladys Serafín Canchaya, de doce años. La jaló
hacia un costado y la violó allí mismo, frente a todos los niños. Sus
compañeros asistieron impotentes a la violación: «no pudimos hacer

n
nada porque los demás soldados estaban protegiendo a su oficial», re-­


uc
cuerda uno de ellos. Luego los militares se fueron como si nada hubie-­
ra pasado. El subprefecto Sixto Porres Palomino fue entonces donde el

rib
capitán «Ruso», encargado de la base contrasubversiva de Huancapi,

st
y el teniente «Reyna» a quejarse por esta violación y por los abusos

di
reiterados cometidos por los soldados. No le hicieron caso. Más bien
su
lo amenazaron de muerte. En los meses siguientes sufrió varios aten-­
tados que casi le quitaron la vida a él y a su familia. Finalmente, tuvo
da

que renunciar de su cargo y emigró (testimonio 301736).


bi
hi

1988
ro
.P

En la zona de Erusco, un convoy militar fue atacado por una colum-­


or

na senderista el 13 de mayo. Murieron tres soldados y hubo varios


t

heridos graves. El comando político militar de Ayacucho puso de


au

inmediato en marcha el plan operativo «Persecución», que desenca-­


de

denó la muerte de decenas de pobladores de ese distrito de Cayara,


colindante con Huancapi. El plan, encabezado por el general del
ia

Ejército Valdivia Dueñas, consistía en recuperar armamento y eli-­


op

minar a los ejecutores del ataque. El 14 de mayo, varios pobladores


C

fueron detenidos en la iglesia de Cayara mientras celebraban la fiesta


patronal en honor de la Virgen de Fátima. Los militares los acusaron
de ser los autores del ataque, razón por la cual estarían bailando y
bebiendo licor. Entre la tarde y la noche de ese día, varias personas
fueron asesinadas, entre las cuales se contaba a los mayordomos de

16. Entrevista a Obdulia Ayala en Huancapi, agosto de 2009;; y testimonio 200783.


Para más detalle sobre esta desaparición véase Acevedo y Caro 2009.
210 Valérie Robin Azevedo

la fiesta. Otras matanzas se produjeron. En los meses siguientes va-­


rios testigos fueron asesinados y sus cadáveres desaparecidos para
impedir que las investigaciones acreditasen la veracidad de las de-­
nuncias (CVR 2003, t. VII, cap. 2.27).
Evento emblemático de los ataques del Ejército contra la pobla-­
ción civil, el «caso Cayara», que tuvo una resonancia nacional e in-­
ternacional significativa, no concierne directamente Huancapi. Pero
el pueblo de Cayara está situado a unos diez kilómetros y apenas a

n
unas horas de caminata de Huancapi. Las relaciones comerciales y


uc
los vínculos familiares o de amistad entre los dos pueblos son nu-­
merosos y constantes. Por esa razón, los hechos ocurridos entonces

rib
impactaron fuertemente los huancapinos. Muchos tienen parientes,

st
compadres o conocidos que desaparecieron. Además, los militares

di
provenientes de la base contrasubversiva de Huancapi jugaron un
su
papel clave en las patrullas que realizaron las redadas macabras con-­
tra los campesinos de Cayara. El miedo a las represalias del Ejército
da

hacia los propios huancapinos, bajo la acusación de complicidad con


bi

el atentado al convoy militar, desató pánico entre muchos poblado-­


hi

res que recuerdan perfectamente este episodio trágico.


ro
.P

1991
t or

A partir de 1990, SL volvió a intensificar los paros armados, combi-­


au

nándolos con acciones de propaganda. A inicios de 1991, la provincia


de

de Fajardo seguía siendo considerada por el Ministerio de Defensa


como «zona roja», debido a la creciente actividad subversiva de-­
ia

sarrollada. Entre el 10 y 20 de abril, SL decretó un paro armado en


op

Huancapi con la finalidad de boicotear las elecciones municipales


C

para la alcaldía provincial. En varias localidades del distrito, colum-­


nas senderistas realizaron pintas en las paredes de los centros educa-­
tivos, en las que consignaban frases alusivas al nuevo gran «Poder de
Huancapi» (CVR 2003, t. VII, cap. 2, p. 47).
En la noche del 17 de abril se produjo una incursión en el pue-­
blo de Huancapi, donde se colocaron afiches y volantes alusivos al
paro armado y a la lucha popular. El subteniente Chávez, jefe tempo-­
ral de la base militar con el seudónimo «Centauro», ordenó retirar y
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 211

destruir estos objetos. Frente a esta situación, el 19 de abril, último día


de inscripción de las listas de candidatos para las elecciones, reforzó
los patrullajes diurnos y nocturnos. Ese mismo día, los candidatos
a las elecciones municipales Zenón Huamaní Chuchón, director de
la escuela de Huancaraylla;; Julio Arotoma Cacñahuaray, director
de la Unidad de Servicios Educativos de la provincia de Fajardo;; y
Eleuterio Fernández Quispe y Onofredo Huamaní Quispe, profeso-­
res del Instituto Superior Tecnológico de Huancapi, fueron a inscri-­

n
bir su lista «Izquierda Unida Socialista» en el concejo de Huancapi,


uc
acompañados por Luis Amaru Quispe y Napoleón Quispe Ortega,
estudiantes del mencionado instituto.

rib
Luego, el grupo salió a celebrar el acontecimiento, agitando en

st
el camino sus consignas partidarias. Al regresarse a sus casas fueron

di
arrestados por quince soldados de la base contrasubversiva encabeza-­
su
dos por el subteniente «Centauro». La señora Honorata Oré, esposa
de Julio Arotoma, salió a defender a su esposo y también fue llevada
da

al cuartel, pese a encontrarse embarazada de ocho meses.17 Muchos


bi

pobladores presenciaron el arresto, escondidos detrás de las puertas


hi

de sus casas. Al día siguiente, cuando los familiares de los siete pre-­
ro

sos se presentaron ante el subteniente Chávez para pedirle noticias de


.P

sus parientes, este negó haberlos detenido y secuestrados en la base


militar. Más bien afirmó que probablemente se los habrían llevado los
or

senderistas. Desde ese 19 de abril jamás volvieron a aparecer.


t
au

Narrativas contrapuestas sobre la guerra: ¿paradoja o registros


de

discursivos distintos?
ia
op

En realidad, los interlocutores que evocaron la protección excepcional


C

del pueblo por San Luis han tenido, todos sin excepción, un pariente
que falleció o desapareció durante la guerra. Lo que me sorprendió

17. Este hecho se dio a conocer públicamente porque los familiares recurrieron a la
Asociación Pro-­Derechos Humanos (APRODEH) para denunciar las desaparicio-­
nes. Este caso llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y figu-­
ra entre los setenta y tres casos que la CVR investigó para presentarlos al Ministerio
Público con el fin de que sean judicializados (CVR 2003, t. VII, cap. 2.47).
212 Valérie Robin Azevedo

inicialmente es que me contaron estas tragedias personales sin sentir-­


se en contradicción con las narraciones que me habían hecho sobre el
accionar milagroso de San Luis. Recordemos que Roberto Aroni, ase-­
sinado por el Ejército en 1984, era el hermano de Primitiva Palomino,
quien decía que «no pasó nada en Huancapi, todo tranquilo gracias a
San Luis». El profesor Bernardo Asto, que me comentaba orgulloso el
retiro de los sinchis, no aguantaba las lágrimas cada vez que recordaba
a su hermano, capturado y desaparecido por los militares a fines de la

n
década de 1980. Eusebio Huamaní quedó muy afectado por la muerte


uc
de Samuel García, su compadre muy cercano, en los eventos de Cayara,
en 1988. Y finalmente Rayda Huamaní, que me decía «le damos las

rib
gracias [a San Luis] porque por él de repente Huancapi no ha sufrido

st
nada como es nuestro patrón», perdió a su hermano senderista.

di
Podríamos seguir con la lista. ¿Cómo entender entonces esta
su
aparente paradoja? ¿Qué estatuto darles a estas narrativas y cuál es
el sentido otorgado a las intervenciones milagrosas del santo protec-­
da

tor frente al escenario de considerables muertes que indudablemente


bi

enlutaron a Huancapi? En general, las dos «realidades» se evocaron


hi

de manera sucesiva en la misma discusión con la gente: la misma


ro

persona que insistía sobre la defensa excepcional de Huancapi evoca-­


.P

ba después la ausencia de un pariente o un amigo muerto.


En su estudio sobre la memoria colectiva que vino construyén-­
or

dose alrededor de la masacre nazi en las Fosas Ardeatinas de Roma


t
au

(1944), Alessandro Portelli se fijó en los relatos erróneos, en los mitos,


así como en los silencios aglutinados alrededor de ese evento:
de
ia

Que una versión errada de la historia se vuelva sentido común no nos


op

llama solamente a rectificar la reconstrucción de los hechos, sino tam-­


bién a interrogarnos sobre su significado y su utilidad. La credibilidad
C

específica de las fuentes orales consiste en el hecho de que, aunque no


correspondan a los hechos, las discrepancias y errores son hechos en sí
mismos, signos reveladores que remiten al tiempo del deseo y del do-­
lor, y a la difícil búsqueda del sentido. (2003 [1999]: 26-­27)

Esta perspectiva también permite reflexionar sobre el rol y la


presencia atribuidos por los devotos huancapinos a San Luis durante
la guerra, sin caer en la pregunta insoluble, y sobre todo inútil, que
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 213

me hiciera un visitante de paso por el pueblo: «¿La gente cree real-­


mente lo que cuenta sobre San Luis?». Considerar los relatos sobre
apariciones ante todo como enunciados «cargados de sentido» per-­
mite abrir una brecha entre significado y verdad. El valor de verdad
yace entonces en el uso y en el contexto de la enunciación. Y es la
cuestión de la eficacia de la proposición verbal, y no tanto su veraci-­
dad, lo que se vuelve pertinente indagar.18
Estas dos formas concomitantes de narrar la experiencia de la

n
guerra y de rememorar el pasado («mataron a mi hermano»/«no


uc
pasó nada aquí»), evocadas paralelamente pero no en forma contra-­
dictoria, son consideradas válidas para la gente aunque pertenezcan

rib
a dos tipos de registros discursivos con lógicas distintas:

st
di
1. En un caso se hace referencia a eventos históricos que ocurrie-­
ron y pertenecen a la experiencia individual, más privada, de las
su
personas y al sufrimiento vivido: la muerte de un hermano o la
da
desaparición de un padre. Son elementos de la realidad demos-­
bi

trables empíricamente.
hi

2. En el otro caso, las narrativas sobre las apariciones milagrosas


ro

del santo reflejan más bien una reconstrucción idealizada del pa-­
.P

sado y tienen una dimensión más colectiva. El santo es recupera-­


do e instituido en una figura épica que personifica a Huancapi y
or

a sus habitantes. Aquí aparece claramente la elaboración social-­


t
au

mente compartida o, por lo menos, no polémica, ni discutida pú-­


blicamente, de un héroe salvador que logra colocarse por encima
de
ia
op

18. Véase Claverie 2003. Esta antropóloga se interesó en las narraciones sobre las
apariciones de la Virgen de Medjugorje (Bosnia-­Herzegovina), en particular du-­
C

rante la guerra que fragmentó a la ex-­Yugoslavia en la década de 1990. Buscó


entender cómo los devotos, confrontados con urgencias prácticas, invocan a un
ser invisible para pedirle su ayuda, así como por medio de qué recursos del
idioma y de qué tipo de mediaciones al mundo lo hacen. Claverie se pregunta
cómo los feligreses pueden formular pedidos a la Virgen, al mismo tiempo que
participan del «mundo crítico», donde la autenticidad de los eventos se somete
a la confrontación empírica. La autora se inspira de la pragmática del lenguaje
para entender cómo objetos ficcionales —«no existentes» como «la Virgen»—
son afirmados como verdaderos, es decir, «se mantienen» y «subsisten» como
entidades paradójicas en el lenguaje.
214 Valérie Robin Azevedo

del trato cotidiano de humillaciones y maltratos infligidos a la


población, así como de la impunidad imperante en esa época.

Con este último tipo de discurso no estamos en el ámbito de lo


fáctico propiamente dicho. Lo que está en juego es la constitución
de una memoria colectiva afirmativa, de la que uno siente orgullo.
Además, en medio de esa guerra sin héroes, veremos que esta corres-­
ponde a una memoria consensual, con la que todos pueden identifi-­

n
carse y apelar a ella en ciertas circunstancias. Con las narrativas de


intervenciones de su santo, los huancapinos logran invertir y trans-­

uc
formar la historia de miedo y dolor en episodios de resistencia y co-­

rib
raje frente a los abusos cometidos.

st
Por ejemplo, el relato de Eusebio Huamaní sobre el sueño que

di
tuvo el jefe de la base ocurrió en un contexto en el cual los militares
querían imponer rondas campesinas, pero los huancapinos no acepta-­
su
ron conformarlas. Tal empeño peligroso para la población fue posible
da
con la ayuda del santo, puesto que, como recalcó Eusebio, «casi se han
bi

vuelto mansos los militares con San Luis». Este es el sentido en que
hi

debe entenderse el comentario que le hizo el hermano de Rayda al


ro

explicarle por qué SL no había atacado al pueblo. Recordemos que, si


.P

bien Rayda lo presentó como un mando senderista, también insistió en


el hecho que su hermano le había pedido con insistencia que mande
or

celebrar «una misa para San Luisito porque es bien milagroso». De


t
au

esta manera, se puede señalar que, en las narraciones de encuentros


con San Luis durante la guerra, los protagonistas siempre son descritos
de

sometiéndose finalmente a las órdenes o la voluntad del santo patrón.


En este sentido, estas narrativas pueden considerarse parte de lo
ia

que James Scott (2000 [1990]) calificó de «discurso oculto». Este autor
op

resaltó la manera en que, en los contextos de dominación y opresión,


C

los grupos subordinados no padecen pasivamente de la violencia del


poder arbitrario. Sobre la base de su sufrimiento, ellos crean, a escondi-­
das, un espacio social en el cual se expresa una crítica y una disidencia
marginal al discurso oficial de las relaciones de poder. Esta «infrapo-­
lítica» de los oprimidos puede aparecer mediante una gran variedad
de modalidades de resistencia discretas que se expresan con medios
indirectos, en palabras o actos. Cuando la práctica de la dominación
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 215

es particularmente severa, se produce a menudo un discurso oculto de


una riqueza equivalente. Scott subraya el hecho de que un individuo
subyugado puede elaborar una fantasía personal de venganza o en-­
frentamiento, pero cuando se trata de despotismo y arbitrariedad su-­
fridos sistemáticamente por todo un grupo social, entonces la fantasía
puede convertirse en un producto cultural colectivo.19
La importancia del santo emerge con toda su potestad para sub-­
yugar a los protagonistas del conflicto armado y contener sus accio-­

n
nes violentas, en contrapunto con la imposibilidad de los habitantes


uc
para oponerse a las mismas. Mediante los milagros de San Luis, se
puede o, por lo menos, se intenta retomar cierto control sobre una

rib
realidad siniestra, a menudo incontrolable. Si las narrativas sobre las

st
apariciones de San Luis son producidas más específicamente por al-­

di
gunos individuos, su evocación acabó logrando una circulación y un
respaldo colectivo significativo. su
En ciertos relatos, San Luis acabó irrumpiendo literalmen-­
da

te como actor en el escenario del conflicto político como resalta del


bi

episodio revelador relatado por el padre Miguel, en el que acababa


hi

sancionando «de verdad» a un militar. Un año —cuya fecha no re-­


ro

cordaba el párroco—, los adornantes se preparaban para la fiesta de


.P

San Luis cuando el jefe de la base militar de esos años entró en la


iglesia e impidió que lo sigan arreglando. Al ver su efigie vestida de
or

rojo se molestó y ordenó que le sacaran su capa. Interpretó el color


t
au

de su atuendo como una señal comunista y un indicio adicional de


la identidad subversiva de los huancapinos. Les obligó a cambiarle
de

su ropa por un color claro, y los devotos tuvieron que cumplir con
ia

la orden. Pero al salir de la iglesia, el oficial se tropezó extrañamente


op
C

19. Recalquemos que el discurso oculto no solo se considera desde el registro verbal
sino, también, desde acciones concretas: «Si he llamado a la conducta del subor-­
dinado en presencia del dominador un discurso público, usaré el término discur-­
so oculto para definir la conducta “fuera de escena”, más allá de la observación
directa de los detentadores de poder. El discurso oculto es, pues, secundario en
el sentido de que está constituido por las manifestaciones lingüísticas, gestuales
y prácticas que confirman, contradicen o tergiversan lo que aparece en el discur-­
so público. [...] Otra característica esencial del discurso oculto, a la que no se le
ha prestado la suficiente atención, es el hecho de que no contiene solo actos de
lenguaje sino también una extensa gama de prácticas» (Scott 2000: 28 y 38).
216 Valérie Robin Azevedo

en las gradas y se rompió la pierna. Su desdicha se interpretó, por


supuesto, como el fruto de una intervención de San Luis. Luego de
unos días, el militar regresó con la pierna enyesada para disculparse
con el santo por haberse portado mal con él.
¿Dicho oficial se rompió realmente la pierna? Averiguar la vera-­
cidad de este hecho no importa para nuestro propósito pero sí resulta
interesante resaltar cómo la narración de ese evento —que otros pobla-­
dores insistieron en afirmar que sí había sucedido— procede a invertir

n

la situación de dominación y de abuso vivido por los huancapinos me-­

uc
diante el castigo divino infligido al mando militar. Este es literalmente

rib
amansado gracias a la intervención del santo, que finalmente consigue
que ese foráneo déspota se someta y reconozca sus errores, dejando

st
di
que los feligreses vistan finalmente a San Luis con su color distintivo
y sigan celebrando su culto a su modo. Notemos igualmente que el
su
rojo de la capa de San Luis —especialmente en el contexto de la gue-­
da
rra— tiene una fuerza simbólica de primer orden. En los relatos sobre
sus apariciones es justamente el color de la ropa del personaje lo que
bi
hi

permite reconocer, sin lugar a dudas, su identidad.


ro

Otro punto merece ser destacado: si bien recolecté relatos en los


.P

que el santo se les aparecía a los senderistas para impedirles que ata-­
quen al pueblo, no es casual que los milagros protectores ocurran
or

más a menudo con los militares. De hecho son designados como los
t
au

principales responsables de los atropellos vividos durante la guerra.


Debe subrayarse el hecho de que las evocaciones sobre el amedrenta-­
de

miento de los soldados y su capitulación final frente al santo motivan


ia

risas y producen un deleite indudable en los narradores de esos epi-­


op

sodios oníricos o visiones. Además, hay que resaltar una diferencia


C

que distinguió a menudo, en Víctor Fajardo por lo menos, el accionar


del Ejército del de los senderistas, respecto de las prácticas culturales
locales, especialmente en el ámbito religioso. Este es un tema clave,
pues tales actitudes nos ayudan a entender, por lo menos en parte,
cómo se justificó, por un lado, el rechazo común hacia las fuerzas
armadas y, por el otro, las expresiones de respaldo más duradero a
SL en la región.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 217

La actuación local de los actores armados frente a lo religioso

Los militares prohibieron en varias oportunidades que se realicen cele-­


braciones religiosas por temor a que la fiesta facilite ataques senderis-­
tas o la infiltración de agentes subversivos. Además, varios ejemplos
ilustran que el Ejército se caracterizó, a menudo, por su desdén hacia la
cultura local y su comportamiento sacrílego, profanador de los rituales
y las creencias fajardinos. Llama también la atención la correlación en-­

n

tre ciertos eventos históricos y el calendario religioso regional.

uc
En efecto, ciertas masacres y asesinatos a mano de los militares
ocurrieron en fechas de festividades religiosas, sentido en el cual el

rib
caso de Cayara es emblemático. Eusebio Huamaní recordó la masacre

st
ocurrida en Cayara, en 1988, relacionándola en forma explícita con el

di
contexto de celebración de la Virgen de Fátima: «En la iglesia, una
su
fiesta de una santa era. Entonces ahí estarían escuchando, rezando
la gente de Cayara. En eso les sorprende pues los militares. Ellos no
da

creen ni en Dios ni en nada pues. Ellos pensarían que estaban hacien-­


bi

do acuerdo en la iglesia y empezaron a matar pues». De hecho varios


hi

feligreses y los mayordomos murieron allí mientras veneraban a la


ro

Virgen. Este comportamiento parece tan absurdo que los soldados


.P

son inevitablemente descritos como hombres sin fe, únicamente da-­


or

ñinos. Recordemos que la muerte de Roberto Arone e Hilario Pillaca


en 1984 también ocurrió en una fecha particular, a su regreso de la
t
au

fiesta de la Virgen de Cocharcas. Finalmente, la actitud infractora e


irreverente del jefe de la base militar, que obligó a los devotos a que
de

desnudaran a San Luis para cambiarle el color de sus atuendos, es de


ia

una violencia simbólica indudable.


op

A la inversa —y de manera sorprendente, si tenemos en cuenta


C

el rechazo de la cultura andina, calificada de «nacionalismo mágico-­


quejumbroso» en la literatura senderista20—, SL demostró cierta to-­
lerancia frente a las prácticas culturales locales. Si los militares son

20. Según Carlos Iván Degregori (1990: 213-­214), la extracción mestiza de una mayo-­
ría de sus cuadros explica que SL prefirió refugiarse en un reduccionismo clasista
que tendió a desechar casi cualquier revaloración cultural andina como «folclo-­
re» o manipulación burguesa. Véase, también, Mayer 1991: 481.
218 Valérie Robin Azevedo

recordados por haber matado a la gente en las iglesias mientras re-­


zaban, SL, lejos de prohibir sistemáticamente las fiestas y devocio-­
nes locales, incluso participó en algunas de ellas, con lo que puso de
manifiesto una gestión cautelosa de los rituales y de la religiosidad
local. Jonathan Ritter ha señalado que los senderistas no impidieron
los carnavales fajardinos;; más bien, buscaron apropiarse de los con-­
cursos de «pumpín» como un escenario ideal para difundir su pro-­
paganda revolucionaria.21

n
El mencionado autor supone que las divergencias acerca de las


uc
costumbres andinas, entre la política del partido y los niveles más
bajos de la jerarquía senderista, pueden explicarse por la propia

rib
identificación de los pequeños cuadros no solo como militantes sino

st
también como miembros de las comunidades de la zona. Pero Ritter

di
considera que esta tolerancia dependió del estatus ritual de las cos-­
su
tumbres: a diferencia de los concursos carnavalescos de música, vis-­
tos como lugares posibles de innovación secular, SL intentó impedir
da

la realización de eventos más obviamente religiosos. Sin embargo,


bi

creo que este aspecto deber ser moderado, pues existen algunos ca-­
hi

sos, en pueblos de Fajardo que se habían vuelto bases de apoyo, don-­


ro

de las fiestas patronales se permitieron e incluso resultaron lugares


.P

de ostentación pública de los senderistas.


Quisiera reproducir parte de la conversación con la hermana
or

María, monja franciscana que estuvo en Huancapi entre 1987 y 1990,


t
au

dirigiendo el recién creado hogar de niños huérfanos. El encuentro


que vivió con unos senderistas merece ser expuesto aquí, pues mues-­
de

tra como Sendero, en 1988, autorizó ciertas costumbres, que incluían


ia

celebraciones religiosas, supuestamente las más incompatibles con


op

su doctrina:
C

Hemos tenido alguna experiencia fuerte. Eso sí le puedo contar, ya pasó


el tiempo. Nos habían invitado en X para la fiesta de la Natividad [en
1988]. De verdad, el pueblo estaba todo en fiesta, con sus floreritos.
Ya tocaban la campana. Nos han hecho entrar a la casa cural. Bastante

21. Véase el capítulo de Jonathan Ritter en este libro, que se publicó originalmente
bajo el título «Siren Songs: Ritual and Revolution in the Peruvian Andes». En
British Journal of Ethnomusicology 11: 1, 2002, pp. 9-­42.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 219

gente oriunda de allí pero que tenía ya cara de radicar en Lima. Nos han
hecho pasar y como es costumbre.
—Sírvanse una sopita caliente.
—No, pero nosotras queremos ya la celebración para ir rápido.
—No, pero una sopita caliente les va a hacer bien.
En eso que nos han servido, ni bien estaríamos dando la segunda cucha-­
rada, se han presentado dos muchachitos. Llegaron los dos armados y
todo serios preguntaron a los que estaban allí:
—¿Esas son las compañeras que tenían que venir?

n
—Sí, esas son las dos— dijeron.


—Bienvenidas.

uc
—Hemos venido a celebrar porque nos han pedido. Luego ya nos
retornamos.

rib
—Antes de que se vayan queremos dialogar con ustedes.

st
—Bueno, ustedes dirán dónde nos van a encontrar.

di
Entonces nos han invitado a pasar a la iglesia que ya tocaban las campa-­
nas para hacer la celebración. Dijimos no vamos a hablar mucho porque
su
esto es zona roja, nos hemos metido a zona roja sin saber. Una homilía
corta sin mucho que seguir para retornar pronto. Los dos sujetos ar-­
da

mados también estaban al fondo de la iglesia, escuchando seguro qué


hablábamos. Hemos terminado y después todavía nos piden procesión.
bi

—Nosotras rápido, oye, vamos a la procesión.


hi

Han sacado a la Virgencita de la iglesia, [y hemos dado] la vuelta a la


ro

plaza. Reventaron cohetones, petardos. [En las cuatro esquinas habían]


.P

senderistas armados. La gente se disponía a hacer su fiesta, tenían que


hacer una corrida de toros, su comida [estaban] preparando. Un mu-­
or

chacho muy jovial se ha presentado.


t
au

—Me presento: Fortunato de tal. Pertenezco al partido comunista re-­


volucionario. Nos dio la mano y dijo: bueno, ya hemos estado desapa-­
de

reciendo pero estamos nuevamente retomando fuerzas. Estamos en las


punas. Ahora sí, quisiéramos dialogar.
ia

Lo hemos seguido en la casa de una mamita. Y allí empezó nuevamente


un poquito a arengar, a hablar de Gonzalo, que ellos buscaban de ver-­
op

dad el bien del pueblo, tantas cosas. [Luego] se presenta él que creíamos
C

que era el jefe con los dos muchachitos.


—Sabemos que ustedes son peregrinas. Están haciendo bien su labor de
iglesia. Pero lo único que queremos es que no sean el opio del pueblo.
No adormezcan a nuestra gente. Nuestra gente necesita otra cosa. Pero
sí creemos en Jesús porque dio su vida realmente. Es el único en el que
creemos porque todo lo que ha prometido ha cumplido. Bueno pue-­
den seguir saliendo [al campo]. Y después de otra serie de cosa y que
repitan «qué viva el presidente Gonzalo», así terminó la conversación.
Nos dijo: «Ahora van a volver a su pueblo, anímense en la fiesta y se
220 Valérie Robin Azevedo

muerden la lengua. Que no digan a nadie lo que hemos conversado


aquí ni que estamos aquí».
—Más bien la hermana atinó a decir: pero ahorita acabamos de ver a
algunos profesores de Huancapi. Nosotras no vamos a decir nada, pero
ellos van a manifestar en el pueblo.
No entendió.
—Bueno salgan, salgan. Disfruten de la fiesta.
¡Qué íbamos a disfrutar! Los caballos no más queríamos para retornar.
Nos hemos dirigido al mayordomo. Y todavía un catequista que se esta-­

n
ba comprometiendo bonito en el pueblo estaba allí con ellos.


uc
Este testimonio sorprendente ilustra bien la ausencia de quie-­

rib
bre entre la población y SL a la que ya aludimos: la toma de control
de algunas localidades no significó siempre un cambio radical de la

st
vida cotidiana de los habitantes o de sus manifestaciones culturales

di
importantes. La militancia o la simpatía hacia SL pudieron coincidir,
su
en algunos lugares y circunstancias, con la subsistencia tolerada de
ciertas costumbres, y eso ayudó a legitimar la presencia de SL y a in-­
da

corporar a los senderistas al modo de vida y a la cultura local.22


bi

En Huancapi, el apego a San Luis tampoco fue necesariamente


hi

contradictorio y se mantuvo con una relativa tolerancia hacia SL. En


ro

una de las conversaciones que tuve con Rayda Huamaní, me contaba


.P

que durante el encuentro entre San Luis y su hermano, el santo le


or

habría avisado: «si entran a Huancapi, van a perder». Aquí parece,


t

más bien, que San Luis guía, con sus consejos, las acciones político-­
au

militares de los senderistas en la zona. La asociación con San Luis


de

también contribuye a rehabilitar al hermano de Rayda y permite la


ambigüedad de una afiliación de antaño de los pobladores con SL,
ia
op
C

22. Este fenómeno representa una diferencia notable con otras zonas de Ayacucho
como, por ejemplo, la que registró Ponciano Del Pino en el valle del río Apurímac
y Ene (VRAE), donde hubo conversiones masivas a las iglesias evangélicas, es-­
pecialmente las pentecostales. Allí, luego de sufrir de la persecución de SL, los
evangelistas se organizaron en rondas campesinas, y la lucha contra los senderis-­
tas se reconfiguró en una guerra religiosa, con un discurso milenarista de com-­
bate contra las fuerzas del mal y el Anticristo. Véase Del Pino 1996: 117-­188 y,
también, 1999: 161-­191, donde se refiere a la negación senderista de los valores
culturales y su prohibición de las festividades religiosas tradicionales impuestas
por «los gamonales, los explotadores».
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 221

una relación difícilmente confesable en forma abierta. Si bien Narciso


Huamaní se sometió y aceptó las órdenes del santo, también mani-­
festó, con su insistencia final en pedir que su hermana le celebre una
misa en su nombre, ser un creyente fiel al santo patrón, digno de ser
reintegrado a la comunidad huancapina. Finalmente, a pesar de su
identificación como senderista, no blasfemó contra el santo, no tras-­
gredió la defensa del pueblo y no hirió a su gente.
Debemos subrayar, sin embargo, que si las cosas se hubieran

n
quedado en el ámbito de las narrativas que circulaban en la época en


uc
un espacio secreto o medio privado, es probable que este personaje
no hubiera llegado a ocupar un papel protagónico en la cimentación

rib
de una singular memoria heroica de la guerra en Huancapi. James

st
Scott (2000 [1990]) ha recalcado que, en general, el discurso oculto

di
termina manifestándose abiertamente, aunque enmascarado. Por
su
ello, resulta importante entender las formas elaboradas como se pro-­
cesan los artes del disfraz político. En 1995, el episodio de la defensa
da

del cedro, el «doble» de San Luis, representó un paso más adelante


bi

en el modo de resistencia y la expresión del rechazo e indignación


hi

de los huancapinos frente a los abusos sufridos a mano de los milita-­


ro

res. Veremos, más adelante, que este evento se volvió propicio para
.P

que el papel milagroso y heroico otorgado al santo patrón acceda al


rango de «memoria emblemática». Además, permitió que el pueblo
or

recobre su dignidad en su propio nombre y por sus propias acciones,


t
au

es decir, esta vez en el plano empírico, de la acción, y ya no solo en


el discursivo.
de
ia

Forjando la resistencia con San Luis: el episodio de la defensa del


op

cedro en la cimentación de una memoria heroica


C

de la guerra

Con San Luis hemos nacido y con San Luis moriremos.


El Americano

En 1995, la remodelación de la plaza principal por el alcalde, que im-­


plicaba cortar el cedro para poder pavimentarla íntegramente, se vol-­
vió una oportunidad insospechada para que los huancapinos pasen
222 Valérie Robin Azevedo

a la acción y expresen, aunque de forma indirecta, su oposición a los


militares. Al atardecer del 15 de julio se enfrentaron con los soldados
que habían rodeado la plaza para hacer cumplir la ordenanza edil.
Cuando la gente se dio cuenta de la inminente poda del cedro, un
grupo de pobladores23 hizo tocar la campana de la iglesia. Llamaron
con altoparlantes a todos los huancapinos, que recién regresaban a
sus hogares después de sus actividades agrícolas, para que se reunie-­
ran con urgencia a la plaza.

n
Congregados allí, cientos de personas empezaron a increpar a


uc
los soldados que les impedían pasar y proteger el cedro. Sacaron la
estatua del santo de la iglesia y la colocaron en el atrio para que los

rib
acompañe, presencie lo que estaba ocurriendo y los ampare. A pesar

st
de que los soldados los amenazaron con sus fusiles e, incluso, dispa-­

di
raron al aire, los huancapinos desarmados rompieron el cerco luego
su
de la tala de dos ramas, sorprendiendo a los militares y dejándolos
desorganizados por ese alboroto al que no imaginaban enfrentarse.
da

Los habitantes cogieron piedras en el suelo y empezaron a apedrear


bi

al hombre que estaba en el árbol con su motosierra para hacerlo ba-­


hi

jar a la fuerza.24 Esa misma noche, los huancapinos se quedaron en


ro

la plaza, velando al pie del cedro para defender al «bastón de San


.P

Luis» después de haber regresado la imagen del santo a la iglesia. Sin


lugar a dudas, el levantamiento popular impidió que el árbol fuera
or

eliminado.
t
au

Este episodio es fundamental en la elaboración de una memo-­


ria heroica colectiva, puesto que se caracteriza por la inversión de
de

los usuales roles atribuidos a San Luis y a los huancapinos: el santo


ia
op
C

23. Entre los principales instigadores de este movimiento de defensa del cedro des-­
taca un grupo de mujeres: Virgilia Flores, Rayda Huamaní, Enedina Molina y
Primitiva Palomino, que se consideran las auténticas líderes de esta lucha.
24. Esta descripción no solo se basa en un recuento personal de testigos presenciales,
sino en un video en que este episodio fue grabado por un trabajador del muni-­
cipio que luego lo entregó al periodista Alejandro Guerrero. Así, estos archivos
visuales permiten presenciar en imagen el asombro de los soldados frente a la
muchedumbre visiblemente molesta que protesta. Volveremos en otro artículo
sobre el papel involuntario de este periodista como portavoz en la consolidación
de este episodio en evento clave de la historia local.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 223

como activo protector y el poblador como víctima potencial, salvado


por milagro. Si con las narrativas sobre la intervención de San Luis
resaltaba la idea de que «el santo luchó por nosotros», con la defensa
del cedro pasamos a la idea «nosotros luchamos por el santo». En
ese momento, los habitantes fueron los que asumieron la protección
del doble del santo patrón que «se puso a sangrar» cuando le corta-­
ron sus ramas. Además, se propagó el rumor que el pueblo corría el
riesgo de hundirse y volverse nuevamente laguna si se cortaba com-­

n
pletamente el cedro. El recurrir al mito de origen de Huancapi fue un


uc
elemento adicional para reforzar el carácter vital de la movilización
popular y legitimar aún más la rebeldía.

rib
Con este acto de coraje, los huancapinos se volvieron verdade-­

st
ros protagonistas de su historia local y forjaron su propio destino.

di
Asumieron, entonces, el papel de protector atribuido al santo y en-­
su
carnaron su valentía aun a costa de sus vidas. Parece ser la única vez
en la historia de la guerra que se produjo un altercado frontal de esta
da

magnitud, pues los huancapinos desafiaron físicamente la presencia


bi

y el poder militar en forma inédita. Rompieron con el mutismo que


hi

rodeaba, en general, la situación de sumisión y de ofensas a la digni-­


ro

dad humana, expresando, entonces, un discurso público de indigna-­


.P

ción pero circunscrito al ámbito religioso.


Sin embargo, otros sucesos relacionados con la violencia vivida
or

durante el conflicto armado no quedaron siempre silenciados por los


t
au

huancapinos mismos. Hubo reacciones que plantearon un verdadero


desafío frontal del orden castrense y constituyeron, indudablemen-­
de

te, momentos de tensión límite, en que se expresaron abiertamente


ia

críticas a los abusos infligidos. Pero pese a la osadía de tales actos,


op

estos fueron más individuales o, por lo menos, no implicaron una


movilización popular masiva que supusiera un enfrentamiento físico
C

con los militares o un logro concreto que mejore la situación sufrida.


En todo caso, estas conductas no alcanzaron a organizarse en
narrativas de la guerra que cobrasen un significado o creasen un im-­
pacto suficiente para ser recordados por la colectividad como even-­
tos claves de la historia local de la guerra, es decir, como eventos
que se constituyen en una de las memorias emblemáticas del pueblo.
Podemos recordar, por ejemplo, los acontecimientos que rodearon
224 Valérie Robin Azevedo

las muertes de Hilario Pillaca y Roberto Arone en 1984. El tío de


Hilario, en su testimonio a la CVR, mencionó el atrevimiento de su
sobrino cuando este se encontró con los soldados. En vez de conser-­
var un perfil bajo, Hilario, en estado de ebriedad, increpó a los sol-­
dados y los desafió a que lo mataran. El reto fue tomado a la letra y
acabó con Hilario, su cabeza destrozada por el blindado militar (tes-­
timonio 201452, de Adrián Chanco Díaz, tío de Hilario Pillaca). Con
este ensañamiento «inútil»,25 los soldados ostentaban que las reglas

n
del juego seguían escritas por los militares y que nadie podía salir


uc
del ámbito de su sujeción sin el riesgo de encontrar el mismo destino
fúnebre que Hilario.

rib
Según la versión de la viuda y de la hija de Roberto Arone, al día

st
siguiente de su desaparición, su hija mayor, de quince años entonces,

di
salió de su casa, sin avisar a nadie, con destino al cuartel, luego de
su
que la avisaran de la presencia de restos humanos detrás de la base
contrasubversiva. La joven burló la vigilancia de los soldados con el
da

cuento de que se había metido un animal suyo. Mientras miraban al


bi

otro lado, entró en la base. Se escucharon disparos al aire y voces de


hi

alto, pero ella no obedeció y gritó: «¡Asesino! Dicen que mi papá está
ro

acá. ¡Asesino!». Desde afuera, la madre suplicaba: «A mi hija, no»,


.P

respaldada por unos vecinos. La hija de Roberto vio que habían ente-­
rrado a su padre y a su amigo: «en un solo hueco, los habían tapado
or

con cabuyas, con piedras;; los militares se reían» (testimonio 201503,


t
au

de Zenobia Chilcca Huamaní, viuda de Roberto Arone). A pesar de


la bravura de la hija de Roberto Arone, que hubiera podido costarle
de

la vida a ella también, y a la agrupación puntual del vecindario de la


ia

base militar, este evento no logró acceder al rango de memoria em-­


op

blemática que tuviera resonancia para la colectividad huancapina.


La provocación de la joven no produjo un verdadero enfrentamiento
C

25. En Los hundidos y los salvados, Primo Levi reflexiona sobre la «utilidad» de la vio-­
lencia extrema e inútil a partir de su experiencia en los campos nazis. Tal violen-­
cia se caracteriza por ser desproporcionada en relación con la meta de eliminar
el enemigo. Este no solo debe morir, sino que debe sufrir y ser degradado. Más
allá de su simple aniquilación, la negación de la humanidad misma de la víctima
encuentra sentido: condiciona a los verdugos a seguir con lo que hacen y permite
eludir cualquier sentimiento de culpa.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 225

con los militares, que más bien se rieron de ella, así como tampoco
implicó que estos cedieran frente a su pedido, ni entregasen el terri-­
torio como sí ocurrió con la defensa del cedro.
Con este último caso, los militares se quedaron sorprendidos
por la llegada de los huancapinos que rompieron el cerco que habían
conformado para hacer bajar al hombre que cortaba las ramas. Los
pobladores se enfrentaron directamente con los soldados armados
que los dejaron pasar y retomar el control sobre el espacio público

n
del pueblo. Esa noche, luego de la interrupción de la tala del cedro,


uc
un grupo de habitantes, encabezado por varias mujeres, permanecie-­
ron toda la noche en la plaza. Se instalaron bajo el cedro para velarlo

rib
e impedir que la amenaza de su tala nocturna culmine mientras se

st
encontraban en sus casas. Quedarse dormido en la calle y desacatar

di
el toque de queda fueron actos realmente subversivos, pues desde la
su
década de 1980, a partir de las siete de la noche, se imponía el toque
de queda. Luego de dicha hora, los huancapinos no podían transitar;;
da

solo los militares o los policías «pasaban por las calles haciendo re-­
bi

ventar sus metralletas;; era una cosa horrible» (testimonio 101581, de


hi

Delfina Ramos Huamán).


ro

La ilustración del heroísmo de los pobladores, esbozado como


.P

un pueblo unido frente al opresor militar foráneo, aparece claramen-­


te en las narrativas recopiladas sobre ese evento. Lo que permitió
or

tal altercado con los soldados fue la aparente despolitización de su


t
au

acción. En efecto, los huancapinos se apoderaron de los instrumentos


de mediación simbólica y de poder encarnados por San Luis para
de

legitimar su reacción, que fue llevada a cabo en nombre de la defen-­


ia

sa del «patrimonio» común. La denuncia de los abusos cometidos


op

por los militares pudo expresarse entonces libremente mediante esta


operación de despolitización.
C

Así, por ejemplo, Primitiva Palomino, una de las mujeres que li-­
deró la defensa del cedro y que era mayordomo de San Luis ese año,
no dudó en injuriar a los militares que le impedían pasar —tratándo-­
los de «mocosos» e «ignorantes»— e, incluso, los llamó asesinos por
dejar talar el árbol. Sin embargo, Primitiva jamás denunció el asesi-­
nato de su hermano Roberto Arone por los militares. Más bien, como
dice, se quedó callada por el miedo a las represalias y a ser acusada
226 Valérie Robin Azevedo

de «terruca» como muchos otros huancapinos, cuyos familiares fue-­


ron asesinados. El deseo de recobrar una dignidad frente al Ejército
se expresa de manera evidente y conmovedora en este comentario
final de Primitiva: «recién nos han respetado».
La movilización por el cedro permitió que la verbalización sea
por fin posible y aparezca como apolítica, puesto que la oposición se
desplazó hacia la esfera del discurso religioso. El mito salió entonces
del ámbito de la narrativa para volverse un motor de acción colec-­

n
tiva que erigió a los huancapinos como actores valientes, potencia-­


les mártires y ya no solo como víctimas impotentes.26 Virgilia Flores,

uc
presidenta de las hermandades de Huancapi y también una de las

rib
principales protagonista de la defensa del cedro, me contó esa lucha

st
memorable y su altercación personal con los militares:

di
su
Todos hemos cercado y hemos dormido ahí porque al amanecer no va a
aparecer diciendo. A las seis en las cuatro esquinas todos los cabitos no
da
querían que entre. Estábamos unos cuantitos no más porque asustados
pues. El alcalde había vendido [el] árbol, para que cocinen, a cabitos
bi

[militares]. Por eso los cabitos lo han hecho. A cabitos había vendido, es
hi

mal aspecto diciendo.


ro

—(VRA) ¿Por qué quiso cortar el cedro el alcalde?


Un monumento iba a hacer cortando ese árbol, el parque, [pero] todavía
.P

me ha dicho mi abuelo, también mi bisabuelo me ha dicho;; en el cin-­


or

cuenta cuando tenía ochenta años mi abuelito ha muerto. Él todavía me


decía esta planta de San Luis es fuerte. Pampa dice era totora por abajo
t
au

salía agua potable. En eso ha venido San Luis. Su bastón ha plantado,


eso es árbol.
de

—Mentira, nos han dicho a todos esos cabitos, mentira ese árbol tendrá
unos cuarenta años.
ia

Ellos no saben. Es del pueblo el árbol. Bastante militares en ese tiempo.


¿Podrías imaginar cómo hemos amanecido? En la puerta de la iglesia a
op

San Luis hemos sacado.


C

—Mentira, de su planta de San Luis mentira están creyendo, cucufata


diciendo.
—(VRA) ¿Quién le dijo «cucufata»?
¡Los soldados pues! Diciendo no creemos en eso y vamos a cortar, por-­
que leña querían para que cocinen, todo para horno, para cocina, todo.

26. No se debe menospreciar el hecho de que tal movilización también fue facilitada
por el contexto de relativa calma que caracterizaba la región en esa época de
finales del conflicto armado.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 227

En esto habían cortado. Estaba oscureciendo ya. ¡Bum, cayó! Ya en eso


toda la gente gritó:
—Auxilio, su árbol del San Luis es su bastón, eso nos han dicho nues-­
tros abuelos, hemos visto desde que hemos nacido.
Tanta gente hemos defendido llorando. Chico y grande lloraba. ¿¡Acaso
no lloraban?! [Los soldados] No dejaban entrar. Entonces pues todos, ya
la gente con piedras, palos, todos estábamos para que bajara del árbol.
Y mientras tanto el alcalde se ha escapado del Concejo. Entonces unos
cabitos todos estaban hablando:

n
—Déjalo, ahí está la gente apareciendo.


No sé de dónde habrá venido la gente, pero bastante, lleno el parque, en

uc
el cedro, llenito. En el árbol cuarenta cargas ha salido esta leña, cuarenta
cargas ha cortado el par [de ramas]. Al par hemos traído, acaso cabito

rib
han llevado. ¡No hemos hecho su gusto!

st
di
Este recuento de Virgilia enfatiza sobre lo que sería la verdade-­
su
ra motivación de los soldados en participar de la tala del cedro: pro-­
ducir leña. Este dato es clave, y esta señora mayor no fue la única
da

en comentarme que los militares «necesitaban» las ramas del árbol.


bi

Aquí vemos nuevamente reforzada la idea de que los militares son


hi

personajes tajantemente ajenos a Huancapi, totalmente insensibles


ro

a su historia y sus costumbres. Además de no entender el signi-­


.P

ficado del mito colectivo, lo desprecian e insultan a los devotos.


Tampoco respetan el carácter sagrado del cedro y el papel central
or

que cumple en la identidad y cultura local, no dudando en seccio-­


t
au

narlo. Por lo demás, y es sin duda el elemento más importante, los


huancapinos cuentan que el horno de la base militar sirvió no solo
de

para hacer pan o cocinar, sino más bien para quemar los cuerpos de
ia

los prisioneros ejecutados. Impedir que se lleven la leña del cedro


op

es intentar oponerse a sus métodos e impedir que sigan queman-­


do a la gente, como supuestamente pasó con los siete huancapinos
C

desaparecidos en la base militar en 1991, es decir, apenas cuatro


años antes de la defensa del cedro. Finalmente, Virgilia insistió en
subrayar, con un orgullo no disimulado, que nadie dejó que los sol-­
dados recuperasen la leña de las dos ramas cortadas para llevársela
a la base.
Más que la simple defensa del bastón de San Luis, este even-­
to cristalizó la oposición y el rechazo popular contra los soldados
228 Valérie Robin Azevedo

abusivos, y el final del pasmo generado por años de violencia y con-­


trol militar. Pero, a priori, nada dejaba imaginar que tal fenómeno
se llevaría a cabo, porque hay que reconocer que los militares no
tuvieron nada que ver con la decisión de cortar el árbol, ni tenían
interés especial en aprovechar la leña del cedro si tenemos en cuenta
la cantidad de árboles que hay en las afueras de la población. Sin
embargo, lo interesante es que, poco a poco, los militares acabaron
siendo, en muchas versiones, los verdaderos responsables del acto

n
sacrílego. Hecho que pone de relieve el fenómeno de «desplazamien-­


uc
to» y «condensación», evocado por Portelli (1991), quien, retomando
un vocabulario freudiano, busca entender el significado de los erro-­

rib
res históricos o, más bien, mostrar las «verdades subjetivas» que se

st
expresan en la rememoración alterada de ciertos eventos pasados. Si

di
este autor se concentra en los errores cronológicos, aquí el fenómeno
su
concierne, más bien, a los autores del hecho: las narraciones ocultan
casi por completo el papel de las autoridades políticas del pueblo
da

para focalizarse en la responsabilidad de los militares.


bi

Otra victoria sugestiva que resalta de ese episodio es la apro-­


hi

piación y reconquista del espacio público de la plaza, liderado por


ro

un grupo de mujeres que tomaron la decisión de romper el cerco


.P

militar y arrojaron las primeras piedras contra el hombre de la moto-­


sierra, oriundo de otro pueblo y contratado por el alcalde. El proceso
or

de remodelación de la plaza, que seguía un paradigma de moderni-­


t
au

dad asociado con el concreto, se paralizó. Finalmente, la obra quedó


truncada, y el diseño del nuevo parque tuvo que adaptarse al árbol.
de

Pero, además, esta ocupación nocturna del espacio público funcionó


ia

como un triunfo explícito sobre los soldados, ya que la gente recuer-­


op

da como «hemos vencido a los soldados» (Rayda Huamaní) y como


«los soldados se han asustado» (Virgilia Flores). Lo que sí es cierto es
C

que varios pobladores se instalaron para dormir debajo del cedro a


pesar de las rondas nocturnas de los militares.
Nuevamente, el episodio del cedro nos remite al análisis de la in-­
frapolítica de los subalternos de Scott (2000 [1990]) cuando resalta la
existencia de ese espacio, situado estratégicamente entre el discurso
público y el discurso oculto, que corresponde a una política del dis-­
fraz y del anonimato que se ejerce abiertamente, pero que está hecha
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 229

para contener un doble significado o para proteger la identidad de


los actores. Scott (2000 [1990]) considera que en esta definición cabe
perfectamente buena parte de la cultura popular de los grupos su-­
bordinados: una versión parcialmente esterilizada, ambigua y codifi-­
cada del discurso oculto está siempre presente en su discurso públi-­
co, en el que el empleo del eufemismo es frecuente.

A modo de epílogo: construyendo una memoria colectiva

n

consensual, edificando un mito solidario

uc
Esta memoria emblemática se basa en una heroicidad que se articu-­

rib
la en torno al santo patrón desde las narrativas sobre sus interven-­

st
ciones milagrosas hasta el levantamiento popular para defender su

di
doble simbolizado por el cedro. Tal memoria permite reforzar la iden-­
su
tificación de la población como una que supo salvarse de las desgra-­
cias de la guerra y luchar por su dignidad a pesar de las circunstan-­
da

cias adversas. En otras palabras, se trata de una memoria salvadora


bi

propiamente local, aunque no hegemónica, pues esta memoria he-­


hi

roica del conflicto armado convive en Huancapi con otra memoria


ro

emblemática, la de herida abierta, cuyos portadores principales son


.P

los parientes de los desaparecidos de 1991 y que se construyó en


or

torno a la búsqueda de justicia y a la recuperación de los cuerpos de


t

sus familiares.27 Con San Luis se fue gestando un mito incluyente y


au

totalizador que autoriza a mirar hacia el pasado con cierto or-­


de

gullo y sirve para proyectarse hacia el futuro como colectivo,


porque representa una memoria que todos los huancapinos
ia

pueden reconocer como suya. De hecho, «el santo es de todos»,


op
C

27. En el ámbito de este artículo, no puedo explicar la formación, el contenido y las


características de esta memoria emblemática que convive con la de San Luis en
Huancapi. Su estudio más detallado será objeto de otra publicación. Además,
también es necesario hacer un análisis del proceso de «emblematización» (cf.
Stern 2004) de la memoria heroica, relacionada con el santo y con la defensa
del cedro. Lo anterior incluye reflexionar sobre la importancia que cumplió el
reportaje televisivo del periodista Alejandro Guerrero en 1995, así como sobre
la entrega de la placa conmemorativa que realicé en 2007, luego de la filmación,
durante la fiesta de San Luis en el año 2006, de mi documental «Por los caminos
de la violencia» (IRD audiovisuel, 60’, 2007).
230 Valérie Robin Azevedo

más allá de las diferencias ideológicas y partidarias de cada uno


durante la guerra.
Además, el retrato de una comunidad unida, que logró vencer a
los enemigos foráneos, permite, al mismo tiempo, ocultar un «secreto
público»28 mayor, o sea, eludir enfrentar el hecho de que varias des-­
apariciones y muertes ocurridas entonces también fueron producto
de delaciones, de conflictos interpersonales ajenos al conflicto arma-­
do. Mencionaré solo dos ejemplos. Según Obdulia Ayala, cuando los

n
soldados se llevaron a Mamerto Huamaní Chilcce, en abril de 1986,


uc
ella pudo reconocer a un vecino, con la cara encubierta por un pañue-­
lo, que colaboraba con la identificación de su esposo. Obdulia afirma

rib
que Mamerto solo tenía problemas con otro trabajador del munici-­

st
pio, que era aprista y estaba «un tanto resentido por el cambio de

di
partido». Sigue convencida que su esposo fue asesinado por la «en-­
su
vidia» de sus paisanos y por pertenecer al partido político Izquierda
Unida. Sus contrincantes apristas, entre ellos una autoridad política
da

y un colega de trabajo, lo habrían denunciado como terrorista (en-­


bi

trevista a Obdulia Ayala, viuda de Mamerto Huamaní, Huancapí,


hi

agosto de 2009;; y testimonio 200783).


ro

Según Raúl Arotoma Oré, uno de los hijos de Julio Arotoma,


.P

algunos profesores del pueblo tenían cierta rivalidad con su padre,


debido a una disputa por el puesto de jefe de la Unidad de Servicios
or

Educativos (USE) de Fajardo, que este último había llegado a ocupar.


t
au

Estos pobladores habrían grabado las vivas lanzadas por los profe-­
sores y estudiantes después de inscribir su lista para las elecciones
de

municipales de Huancapi el 19 de abril de 1991. Esta versión fue con-­


ia

firmada por Moisés Morales Cruz, párroco de Huancapi en la época,


op

quien señaló ante la Comisión Investigadora del Senado, creada para


investigar este caso y luego ante la CVR, que los candidatos fueron
C

detenidos porque los oponentes políticos del profesor Arotoma los


habían acusado de senderistas ante el oficial a cargo de la base mili-­
tar, entregándole la grabación donde supuestamente arengaban en
contra de la política del gobierno (CVR 2003, t. V, cap. 2.1).

28. Sobre la producción de «verdades» y «secretos» de la guerra en el pueblo de


Sarhua, véase González 2011.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 231

Ahora entiendo mejor el comentario furtivo de José Carlos


Vargas —un niño durante la guerra— el día previo a mi partida
cuando caminábamos por el estadio que colinda con la antigua base
militar: «En esos tiempos más valía no tener problemas con tus veci-­
nos o con tus parientes mismos, sino ya sabías qué podía pasar. Así
no más te denunciaban. Los “cabitos” te llevaban y te desaparecían
para siempre». Como ocurrió en otros lugares de la sierra, el conflic-­
to armado en Huancapi también pudo superponerse y exacerbar los

n
celos, rencores y pleitos vecinales o familiares.


uc
Por lo tanto, la visión maniquea de la historia, propia a esta
memoria «santificada» y su aparente despolitización, procede a ex-­

rib
ternalizar por completo la violencia vivida: nosotros los huancapi-­

st
nos, ajenos al conflicto, frente a los forasteros, actores del conflicto.

di
¿Puede considerarse, en cierta medida, la figura de San Luis como
su
un personaje que participa de una especie de microrreconciliación
interna? Por lo menos, es indudable que logra forjar un consenso
da

colectivo, lleno de silencios tácitos (aunque no necesariamente apa-­


bi

ciguadores), que abre vías originales para recrear redes sociales y


hi

hacer que la convivencia sea posible entre vecinos en los tiempos


ro

de posguerra.
.P

Involucrar a San Luis puede parecer, a primera vista, una forma


extraña de contar la historia de la guerra, pero la otra memoria em-­
or

blemática, la de herida abierta, hace resurgir «verdades escondidas»


t
au

(González 2011) que muchos preferirían silenciar y olvidar. De allí


se deriva que la importancia de San Luis no es tanto que apela al
de

mito de origen del pueblo, sino que también aparece como un mito
ia

de refundación de la colectividad. Dar a ver la imagen de un pueblo


op

unido detrás de su santo permite ocultar y callar la parte más oscura


de las discrepancias internas e, incluso, de las relaciones fratricidas
C

vividas en Huancapi.
232 Valérie Robin Azevedo

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hi
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su
di
st
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Comunidad y posconflicto
uc

n
PARTE 3
Del machismo al machu-qarismo:
derechos humanos en un Ayacucho
desmilitarizado1

Caroline Yezer
College of the Holy Cross

n

uc
rib
st
Cuando yo era más joven, los mayores estaban muy organizados…

di
Toda la comunidad se presentaba para las faenas comunales y suda-­
su
ban juntos. Y cuando había un adulterio, se celebraba una asamblea…
hacían que los adúlteros se desnudaran, se pusieran cuernos de toro
da
y corrieran por toda la plaza… Pero ahora estamos más informados.
Conocemos las leyes. Y por eso es que no hay obediencia. Dime, ¿cómo
bi

puede avanzar así un pueblo?


hi
ro

Don Pedro, comunero de cincuenta años


y exmiembro de un comité de autodefensa.
.P
t or
au

1. Agradezco a las siguientes personas por su lectura atenta y las críticas ofrecidas
de

de versiones anteriores de este texto: Orin Starn, Diane Nelson, Anne Allison,
Wendy Coxshall, Ponciano Del Pino, Micaela di Leonardo, Dorothy Hodgeson y
ia

Daniel Goldstein. Similar reconocimiento merecen los participantes del simposio


op

sobre género y derechos humanos de Rutgers, el panel Gender at the Limits of


Rights (2009) de la Asociación Americana de Antropología, el Seminario sobre
C

Memoria del Instituto de Estudios Peruanos, y el Coloquio del School for Ad-­
vanced Research de Santa Fe. Mis colegas del Departamento de Sociología y An-­
tropología y del Programa de Peace and Conflict Studies del College of the Holy
Cross también me brindaron consejos valiosos en el periodo de revisión. Aun
así, recalco que los errores que pueda tener el presente trabajo son enteramente
míos. Por otro lado, la investigación realizada para este trabajo fue subvenciona-­
da por Wenner Gren Foundation, Harry Frank Guggenheim Foundation, Ford
Foundation, el Instituto de Paz de Estados Unidos, el College of the Holy Cross
y los Departamentos de Antropología Cultural y Estudios Latinoamericanos de
Duke University.
238 Caroline Yezer

Durante los diez años de relativa paz que siguieron al final de


la llamada «guerra sucia» en el Perú, librada entre las fuerzas del
Estado y los rebeldes maoístas de Sendero Luminoso (1980-­2000), las
comunidades de Ayacucho experimentaron cambios fundamenta-­
les en la concepción y el reclamo de sus derechos. Pueblos remotos
que habían vivido bajo ley marcial o en estado de emergencia desde
principios de 1980 se convirtieron en el centro de atención de orga-­
nizaciones de ayuda humanitaria, grupos de derechos humanos y

n
otros proyectos posconflicto, promovidos o financiados internacio-­


uc
nalmente. Además de estos cambios, la reforma militar, el desarme y
la retirada de tropas estatales y cuarteles de gran parte del territorio

rib
ayacuchano significaron una marcada reducción de la presencia del

st
Estado en el campo.

di
Se podría pensar que, tras muchos años de sufrir las consecuen-­
su
cias de la violencia estatal en carne propia, estos campesinos agrade-­
cerían la desmilitarización de sus pueblos y el discurso internacional
da

de los derechos humanos. Las memorias negativas asociadas al Estado


bi

no han desaparecido de aquella área, en la que la mayoría de los cam-­


hi

pesinos sufrieron la muerte de al menos un ser querido a manos de los


ro

militares o de las guerrillas. Sin embargo, comuneros como don Pedro,


.P

con cuyas palabras abrimos este artículo, percibían la intervención del


discurso de los derechos humanos como una fuerza desestabilizadora
or

e, incluso, expresaban nostalgia por la disciplina militar, de «hombres


t
au

de verdad», del pasado reciente.


Durante mi trabajo de campo en Wiracocha, una pequeña co-­
de

munidad localizada en lo que fue el corazón de la guerra en Perú,


ia

tanto hombres como mujeres lamentaban la aparente pérdida de la


op

solidaridad social que había traído el fin de la guerra.2 Expresaban


estas inseguridades a través de un discurso de género y autoridad
C

que igualaba la virilidad y vitalidad masculinas con la autonomía


comunitaria y la fuerza social. Si los antiguos líderes de Wiracocha
habían sido efectivos y firmes por su fuerza y virilidad durante la

2. «Wiracocha» es un seudónimo usado para proteger la seguridad de mis entrevis-­


tados. Del mismo modo, los nombres de todas las personas que no son figuras
públicas también han sido cambiados.
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 239

guerra, los comuneros de hoy se quejaban de que ya no eran más que


machu qari (hombre[s] viejo[s]), demasiado débiles e ineficaces para
asegurar la continuidad y supervivencia de su comunidad.3
Este trabajo explora cómo la transformación desde la militari-­
zación hasta la reforma de derechos humanos en Wiracocha se ha
vivido como una serie de cambios entreverados en los roles de gé-­
nero y en la ciudadanía de los campesinos indígenas en el Perú de la
posguerra. Durante la guerra, los comuneros de Wiracocha habían

n

encontrado seguridad e incluso orgullo en su cooperación con los

uc
militares, especialmente al confrontarse con el autoritarismo de los

rib
rebeldes de Sendero Luminoso (Starn 1998). A partir de esa coopera-­
ción, los hombres comenzaron a «ponerse machos» y, en palabras de

st
di
un oficial, formaron sus propias patrullas de contrainsurgencia que
más tarde serían subsumidas por las fuerzas del Estado (Del Pino
su
1992).4 La militarización de las comunidades llegó incluso a reem-­
da
plazar ciertas formas de liderazgo y justicia comunales que habían
perdido vigencia durante la guerra.
bi
hi

La combinación del patrullaje con las tradiciones locales repre-­


ro

senta un lugar privilegiado para estudiar los vínculos culturales en-­


.P

tre la militarización, la ciudadanía y la masculinidad. En las comu-­


nidades del Perú, como en los otros contextos andinos en los que
or

tradicionalmente se les han negado derechos fundamentales a los


t
au

indígenas, unirse al Ejército suponía un medio limitado, pero signi-­


ficativo, a través del cual las poblaciones indígenas podían acceder
de

a sus derechos como ciudadanos y reclamarlos para ellos y para sus


ia
op
C

3. A menos que se especifique lo contrario, todas las traducciones del quechua son
mías. «Machu» significa tanto ‘viejo’ (en masculino, referido a hombres o ani-­
males) como ‘podrido’ o ‘pasado’;; y «qari», ‘varón’. Decidí usar la forma plural
en castellano para la expresión «machu qari», que literalmente significa hombre
viejo, porque captura mejor su significado: en este caso, «todos somos hombres
viejos» es más lógico que «todos somos hombre viejo».
4. Esta frase es el título de un artículo del historiador Ponciano Del Pino, quien
a su vez la toma de una de sus entrevistas. Del Pino (1991) entrevistó a varios
ronderos ayacuchanos durante la guerra y encontró que estos mostraban el
orgullo de su servicio militar haciendo referencias a su masculinidad.
240 Caroline Yezer

familias (Gill 2000: 105-­108).5 Esta cultura militarizada de los dere-­


chos chocaría, sin embargo, con el giro a la construcción de la paz y la
legislación internacional sobre derechos humanos que predominaría
tras la desmilitarización.
La implementación de los derechos humanos trajo consigo un
vuelco ideológico acerca de cómo se debían entender y regular los
derechos de las personas, y se pasó así de un modelo nacional del
ciudadano-­soldado a uno transnacional que se basaba en la universa-­

n
lidad de los derechos humanos y que trascendía a las ciudadanías na-­


cionales. Los comuneros expresan y viven este cambio desde su com-­

uc
prensión cultural de los roles y sentidos asociados al género, pero,

rib
además, lo hacen de manera distinta según de su propio género. Para

st
los hombres que han participado por el Estado en la lucha contra la

di
insurgencia senderista en Wiracocha, la transformación de la justicia
su
militar a aquella nacida de los derechos humanos internacionales es
desorientadora y potencialmente peligrosa.
da

Su servicio en el Ejército o en las rondas de autodefensa garanti-­


bi

zaba teóricamente sus derechos como peruanos;; ahora, esos derechos


hi

estaban asociados a organizaciones paraestatales desterritorializadas


ro

(organizaciones no gubernamentales [ONG] y cuerpos internaciona-­


.P

les como la Organización de las Naciones Unidas [ONU]), que ope-­


raban misteriosamente más allá de la soberanía peruana. Al mismo
or

tiempo, el discurso de los derechos humanos se hacía eco de la cre-­


t
au

ciente independencia social y económica de las mujeres. Además, las


mujeres podían usar el discurso de derechos humanos en sus hogares
de

para crear un espacio desde el cual articular demandas políticas para


ia

ampliar su capacidad de decidir, en especial en lo relacionado con sus


op

derechos sexuales y reproductivos.


La transición irregular y, en ocasiones, contradictoria de una cul-­
C

tura de derechos a otra está, además, enlazada con cambios más am-­
plios en el ambiente político y social internacional, como la transición
desde programas keynesianos de bienestar hasta lo que algunos han

5. Reconozco en este punto una deuda con los estudios de Kimberly Theidon (2003)
sobre las reivindicaciones basadas en el género en torno a la ciudadanía militar
entre el campesinado de Ayacucho, caso que ella conecta con la investigación de
Gill (véase, al respecto, la nota 13).
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 241

llamado una «gobernabilidad neoliberal» (Gupta y Ferguson 2002).


Esta expresión describe la tendencia imperante de los Estados mo-­
dernos hacia privatizar y externalizar la regulación y manejo de sus
poblaciones fuera del espacio y la autoridad de la nación. Las conse-­
cuencias de las reformas neoliberales son especialmente dramáticas
y difíciles de evaluar en Latinoamérica.
Por un lado, las redes transnacionales de organizaciones de de-­
rechos humanos y ONG internacionales son una fuente importan-­

n
te de solidaridad e intervención externa para los activistas locales


uc
(Escobar y Álvarez 1992). Las nuevas formas de gobernabilidad que
surgen de las ONG como entes privados han jugado un papel progre-­

rib
sista dentro de la lucha por la justicia: por un lado, han revelado ins-­

st
tancias de violencia estatal oculta como los escuadrones de la muerte,

di
la tortura y las «desapariciones»;; por el otro, han hecho un llamado
su
para que se rindieran cuentas por estos crímenes encubiertos (Shaw
2005, Yezer 2008). Las redes internacionales son también una fuente
da

importante de asistencia humanitaria en países con grandes pobla-­


bi

ciones indígenas como Perú, donde en muchos casos la presencia de


hi

organizaciones monitoras o acompañantes y observadores interna-­


ro

cionales es lo único que resguarda los territorios, derechos y vidas de


.P

los ciudadanos indígenas ante el avance de los intereses privados o


estatales (Stavenhagen 1995, Youngers 2003).
or

Si bien este tipo de alianzas transnacionales ha servido para


t
au

combatir las atrocidades cometidas por los Estados, los antropólogos


advierten que estas alianzas se adecuan a las reformas neoliberales
de

que restringen la protección estatal previa para el acceso a los re-­


ia

cursos indígenas. Las investigaciones recientes acerca de los movi-­


op

mientos sociales indígenas, por ejemplo, advierten que, en ocasiones,


el multiculturalismo y la legislación de derechos humanos paradó-­
C

jicamente limitan la autonomía indígena (Gill 2000: 137, Hale 2006,


Postero 2006, Speed 2005, Speed y Collier 2000). En el caso de México,
el antropólogo Charles Hale (2006) concluye que el «multicultura-­
lismo neoliberal» puede cooptar proyectos activistas más radicales
entre los pueblos indígenas, proveyéndole al Estado un control pa-­
ternalista sobre las tierras y recursos indígenas mucho mayor que el
que tenía en el pasado.
242 Caroline Yezer

Del mismo modo, el caso de Wiracocha nos muestra que el pre-­


dominio de los derechos humanos en las luchas para la justicia social
debe articularse, como argumentó Hannah Arendt, en un contexto
nacional. En este trabajo, incorporo las críticas feministas a la mili-­
tarización para entender cómo el campesinado indígena lucha pre-­
cisamente para lograr esa articulación y preservó, con este objetivo,
ciertos lazos con el pasado de guerra. Estas críticas sugieren que la
relación entre una población marginada y las fuerzas del Estado va

n

más allá de la mera opresión, dada la complejidad de la guerra y las

uc
opciones para alcanzar la ciudadanía que ofrece el reclutamiento.

rib
Resulta igualmente importante analizar las formas en que el de-­
seo, el poder y el capital cultural se entrelazan con el servicio militar

st
di
(Enloe 1983;; Gill 2000, 2004;; Lutz 2001;; Nelson 2009). Lesley Gill ha
analizado cómo los hombres indígenas en Bolivia ven en el servicio
su
militar una forma de mejorar su estatus dentro de una sociedad que
da
los excluye (2000: 107).6 Aunque sufren el racismo de los oficiales, que
invariablemente suelen ser más blancos o mestizos, y ocupan los esca-­
bi
hi

lafones más bajos, estos hombres subalternos se convierten en solda-­


ro

dos porque es una de las pocas formas que tienen de ser identificados
.P

oficialmente como ciudadanos (Gill 2000: 117). En Wiracocha, los co-­


muneros varones se aferran a su lazo más fundamental con la nación
or

—su servicio militar— para asegurarse de mantener esa conexión fun-­


t
au

damental con su esencial «derecho a tener derechos» (Arendt 1968).


de
ia
op

6. En general, el reclutamiento forzoso ha caracterizado la operación de las fuerzas


armadas latinoamericanas. Hasta las reformas militares de la década de 1990,
C

la legislación peruana requería que todos los hombres y mujeres se registraran


para el servicio militar al cumplir los diecisiete años, pero en la práctica, sin
embargo, se solía reclutar a través de emboscadas (la tradicional leva) como las
que se describirán más adelante. De acuerdo con la Coordinadora Nacional de
Derechos Humanos de Perú, una práctica común para escapar de la leva solía ser
la extorsión, mediante la cual los jóvenes o sus padres pagaban entre trescientos
y cuatrocientos dólares para ser excusados del servicio militar. Esta suma —que
podía equivaler al salario de un año en las zonas rurales— significa que era más
factible para los jóvenes de las élites y las clases medias escapar del servicio mi-­
litar obligatorio (Coordinadora Nacional de Derechos Humanos 1997).
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 243

Sendero Luminoso y la contrainsurgencia campesina

La guerra en el Perú golpeó a pueblos como Wiracocha con particular


severidad. En la década de 1980, la población entera abandonó el pue-­
blo en más de una ocasión para escapar a los asesinatos y masacres que
asolaban el campo. Las fuerzas armadas fueron brutales contra los pue-­
blos de la región porque la consideraban una «zona roja», simpatizante
de la guerrilla.7 Esta reputación fue adquirida por la relación inicial con

n
los rebeldes de Sendero Luminoso (SL), quienes en un principio recluta-­


ron a varios de los jóvenes de esta y otras comunidades cercanas. Pero

uc
una vez que los rebeldes comenzaron a desplegar métodos más autori-­

rib
tarios, los comuneros comprendieron que el marxismo senderista, vio-­

st
lento y totalitario, demandaba una cuota de sangre de sus miembros y

di
declaraba todo otro movimiento y liderazgo como enemigo (Degregori
su
1990, Gorriti 1999, Poole y Rénique 1992, Starn 1995). En Wiracocha, la
situación llegó al límite cuando los rebeldes comenzaron a asesinar a
da

cualquiera que no estuviese totalmente de acuerdo con ellos o su causa.


bi

Al mismo tiempo, las fuerzas estatales veían a los wiracochanos como


hi

subversivos y los desaparecían indiscriminadamente.


ro

Wiracocha se repobló definitivamente cuando los vecinos deci-­


.P

dieron formar una ronda de autodefensa que seguía el ejemplo de


algunas comunidades vecinas. Las rondas se inspiraban en aquellas
or

creadas antes de la guerra por campesinos en las provincias del norte


t
au

peruano con el propósito de luchar contra el crimen e impartir justicia


en áreas que estaban prácticamente abandonas por el Estado. Pero en
de

el contexto de la guerra, las rondas en Ayacucho patrullaban los pue-­


blos para evitar ataques de los rebeldes o, incluso, organizaban expedi-­
ia

ciones ofensivas para enfrentarse a columnas guerrilleras.8 Las rondas


op
C

7. Al principio de la guerra, Wiracocha fue atacada por las primeras rondas del área
—aquellas formadas por las comunidades de la puna—. Esas comunidades man-­
tenían una historia de antagonismo con Wiracocha por conflictos de tierras de ha-­
ciendas que precedían a la guerra sucia (Yezer 2007). Los conflictos de este tipo y
luchas políticas previas también fueron determinantes en los cismas inter-­ e intra-­
comunitarios en el resto de Ayacucho (Heilman 2010, Del Pino 2008).
8. Los campesinos del norte de Perú habían formado rondas o patrullas de vigilan-­
cia para atrapar cuatreros o abigeos, y estas se volvieron parte del sistema de
justicia comunal (Starn 1999).
244 Caroline Yezer

de Wiracocha, compuestas por hombres de entre dieciséis y sesenta


años, estaban muy mal armadas: contaban, tan solo, con dos fusiles
Mauser, cuchillos, unas cuantas hondas y pistolas hechas artesanal-­
mente con madera y tubos metálicos.
Cuando llegaron las primeras noticias de la existencia de estas
patrullas a la ciudad, muchos en la izquierda manifestaron preocu-­
pación por el hecho de que las rondas pudiesen degenerar en escua-­
drones de la muerte o de justicia ciudadana (vigilante) como había

n

pasado en Guatemala (Nelson 2009). Estos temores crecieron aún

uc
más cuando las fuerzas armadas tomaron el mando de las patrullas

rib
campesinas y las militarizaron como parte de una nueva estrategia
de ganarse al campesinado en la lucha contra la insurgencia. Aunque

st
di
muchos hombres indígenas se unen voluntariamente a las fuerzas ar-­
madas, la nueva estrategia estatal resultaba algo sospechosa a la luz
su
de las levas que aún se practicaban y que consistían en emboscar y
da
secuestrar a jóvenes de áreas rurales y de barrios marginales en las zo-­
nas urbanas para reclutarlos forzosamente (González-­Cueva 2000). A
bi
hi

mediados de los 1990, sin embargo, muchos analistas aseguraban que


ro

en su gran mayoría, las rondas ayacuchanas habían sido creadas por


.P

las propias comunidades o, por lo menos, constituían actores semiau-­


tónomos que se habían unido a la lucha contrainsurgente tanto por su
or

propia frustración ante los ataques de SL como por las presiones del
t
au

Estado (Degregori et ál. 1996, Del Pino 1992, Starn 1998).


La estrategia estatal de incluir a los comuneros en la contrainsur-­
de

gencia en lugar de señalarlos como enemigos dio resultado, pues las


ia

rondas fueron esenciales para derrotar a los rebeldes. Los comuneros


op

conocían su escarpado territorio y sus escondites mejor que los solda-­


C

dos, y eso supuso una ventaja fundamental que sirvió para finalmente
sacar a la guerrilla del campo —objetivo que el Ejército de por sí había
sido incapaz de lograr— y empujarla hasta la selva. Los ronderos fue-­
ron celebrados durante un tiempo como héroes nacionales por su re-­
conocido papel en la victoria estatal sobre la rebelión (Degregori et ál.
1996). Esta representación de patriotismo tuvo particular importancia
en Wiracocha, puesto que contrarrestaba su estigma previo de ser un
foco de apoyo a los rebeldes. Aun después de la guerra, las narrativas
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 245

del servicio «rondero» continuaron siendo una herramienta importan-­


te en la construcción de los reclamos de los wiracochanos en los deba-­
tes sobre reparaciones y representación política (Yezer 2005).
La contrainsurgencia comenzó a ganar la guerra con la captu-­
ra del líder principal de SL en 1992. Cinco años después, las rondas
lograron empujar a los rebeldes hasta la selva, con lo que el Estado
se declaró oficialmente victorioso.9 En 1999, el presidente Alberto
Fujimori, deseoso de mostrar que la guerra se había ganado bajo su

n

mandato y ansioso por contrarrestar la reputación de violador de de-­

uc
rechos humanos de su gobierno, comenzó a desmilitarizar las zonas

rib
rurales. Redujo las patrullas en las hasta entonces zona de emergen-­
cia, cerró varias bases del Ejército en Ayacucho y planificó redirigir

st
di
la asistencia militar a otros sectores y reformar el servicio militar para
hacerlo enteramente voluntario. Estos cambios, superficiales en al-­
su
gún caso, marcaban, sin embargo, una clara transición de la guerra
da
a la paz y un retorno a los ideales de modernización y desarrollo
económico, y legitimaban el Estado.
bi
hi

Para entonces, las rondas de Wiracocha prácticamente habían


ro

cesado sus actividades patrulleras y estaban bajo órdenes de devol-­


.P

ver sus armas a las fuerzas estatales, entre las cuales se incluían aque-­
llas que los campesinos habían comprado ellos mismos. El Estado de-­
or

claró, además, que las rondas, conocidas oficialmente como «comités


t
au

de autodefensa», serían reorganizadas y bautizadas con el nombre


de «comités de autodesarrollo». Sus labores principales consistirían
de

en ayudar a sus pueblos a avanzar económicamente. Muchos wira-­


ia

cochanos que aún estaban desplazados regresaron a reclamar sus tie-­


op

rras y se comenzó a reconstruir la vida de una comunidad campesina


C

en Wiracocha.

9. Es difícil declarar que la guerra ha terminado completamente, puesto que, hasta


la fecha de publicación de este trabajo, aún había dos facciones de SL activas en
las remotas selvas de Ayacucho, Cuzco y Junín. Por otro lado, las vejaciones
cometidas por el Estado peruano contra los civiles campesinos han continuado
durante la llamada guerra contra las drogas (Yezer 2008).
246 Caroline Yezer

De la justicia tradicional a la justicia rondera

Tras su regreso al pueblo, los wiracochanos se tuvieron que enfrentar


al reto de rehacer sus sementeras y reconstruir sus casas y su sistema
de gobierno, que tras quince años de violencia los había dejado sin
sistemas de autoridad comunitaria. Esta situación incluía a los varayoq,
quienes servían como una policía interna que administraba justicia en
última instancia.10 El varayoq era parte del orden político indígena de-­

n

sarrollado por los españoles como un sistema de gobernabilidad dual

uc
que facilitaba el control de las poblaciones conquistadas. Los acadé-­
micos no se ponen de acuerdo acerca de cuánta aceptación tenía este

rib
cargo entre los miembros de las comunidades indígenas, pero algunos

st
historiadores, al igual que los wiracochanos que entrevisté, veían en

di
la supervivencia del varayoq un símbolo de la continuidad y resisten-­
su
cia cultural andina (Heilman 2010: 104, Thurner 1997). Pero tanto en
Wiracocha como en otras comunidades en la zona de guerra, la ins-­
da

titución del varayoq había disminuido e, incluso, desaparecido como


bi

consecuencia de los asesinatos selectivos de líderes y administradores


hi

comunitarios (Mitchell 1991). Durante y después de la guerra, el rol del


ro

varayoq fue parcialmente asumido por las rondas.


.P

La Constitución peruana reconoce cierto grado de derecho con-­


or

suetudinario y, por ello, les concede a las comunidades campesinas,


reconocidas oficialmente, la capacidad de juzgar y procesar faltas
t
au

menores según uso y costumbre tradicional, con tal de que no violen


la legislación internacional de derechos humanos. Sin embargo, los
de

límites del derecho consuetudinario, en particular respecto a los cas-­


ia

tigos aceptables, son muy imprecisos, y el Estado ha tenido que crear


op

una ley especial para procesar a aquellos sospechosos de implemen-­


C

tar castigos corporales que inintencionadamente son violatorios de


los derechos humanos.

10. Los deberes y el poder de los varayoq son distintos a lo largo y ancho de los An-­
des, según la cultura y la historia de las comunidades. En Ayacucho, estos oficia-­
les suelen estar a cargo de la distribución y control de los recursos y deberes en
la comunidad. Por ejemplo, son responsables de gestionar el acceso a los pastos,
el agua y el riego;; la rotación de las cosechas;; y la organización del ciclo festivo
(Coronel 2000).
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 247

En el pasado, el Estado era indiferente ante la práctica de es-­


tas formas de castigo en las comunidades campesinas, aunque fue-­
ran ilegales. De hecho, a las rondas en Ayacucho se les permitió e,
incluso, animó tácitamente a usar la violencia para mantener el or-­
den. Con la sustitución de facto de los varayoq tradicionales por las
rondas, la violencia ejercida por los ronderos contra miembros de la
comunidad en pro del «orden» parecía una reproducción de los cas-­
tigos corporales impartidos por la justicia consuetudinaria. Eduardo,

n
un hombre de treinta años desplazado durante un tiempo a la ceja


de selva ayacuchana, explicaba: «Necesitamos las rondas, solo para

uc
mantener la paz, aunque sea solo entre nosotros mismos».

rib
Al finalizar la guerra, las rondas de Wiracocha cesaron práctica-­

st
mente todas sus actividades y los líderes de las patrullas perdieron su

di
autoridad. En el año 2003, la nostalgia entre los wiracochanos por el
su
orden comunal perdido era tan fuerte que, en una asamblea comuni-­
taria, don Eugenio, el presidente de la comunidad, presentó una pro-­
da

puesta para reinstaurar el puesto del varayoq. Los comuneros votaron


bi

abrumadoramente a favor de esta medida, y don Eugenio concluyó:


hi

Todas las viejas reglas y costumbres del pueblo, todas se han quemado,
ro

perdido, quién sabe, durante la violencia. Teníamos reglas, pero ya no


.P

las tenemos, y por eso tenemos que rehacerlas… Los varayoq se encar-­
gaban de los campos como zorros. Se agazapaban hasta que tu animal
or

fuese a pastar en el campo de otro y ¡bam! El látigo. Eso sí era respeto,


t
au

en aquellos tiempos.
de

Para muchos comuneros, la militarización de los años de guerra


había ocupado el lugar del «tradicional» látigo del varayoq que describe
ia

Eduardo. De hecho, los castigos corporales impuestos por las rondas


op

tenían sentido dentro del sistema de justicia comunal, que enfatizaba


C

la reconciliación y restauración de los comuneros descarriados tras un


castigo puntual, en lugar de su expulsión o extrañamiento de la comu-­
nidad, o su entrega a las autoridades del Estado.

Solidaridad comunitaria, disciplina y nostalgia militar

Cuando empecé mi trabajo de campo en 1998, las rondas se habían


desbandado casi en su totalidad, y la última base militar de la capital
248 Caroline Yezer

de distrito más cercana a Wiracocha había sido cerrada. Aun así,


los hombres que entrevisté (en especial aquellos que habían servi-­
do como patrulleros) manifestaban su nostalgia por la forma en que
operaba la comunidad durante la guerra. Muchos sentían que la mi-­
litarización había disciplinado y organizado la vida del pueblo de
forma tal que se había convertido en un ingrediente crucial para la
solidaridad comunitaria.
Esta nostalgia recogía, en parte, una percepción generalizada

n
entre la población de que la criminalidad en las zonas rurales de


uc
Ayacucho iba en aumento. Tanto hombres como mujeres creían que
esto se debía a la ausencia de la gobernabilidad y disciplina que ha-­

rib
bían caracterizado los años de la militarización y actividad de las

st
rondas.11 Como gran parte de las faltas cometidas en el campo eran

di
procesadas informalmente por medio de la justicia consuetudinaria,
su
a veces publicadas en la llamada prensa amarilla, y sus datos no eran
registrados ni contabilizados, no pude verificar independientemente
da

este supuesto aumento en la criminalidad, pero todos los wiracocha-­


bi

nos se quejaban y se preocupaban por el mismo. En mis entrevistas,


hi

los comuneros señalaban, además, el surgimiento de nuevos críme-­


ro

nes como el robo de ganado y la violencia asociada a las guerras entre


.P

traficantes de cocaína que usaban los caminos cercanos al pueblo.


Los comuneros también percibían un incremento en las transgre-­
or

siones entre vecinos, incluso un aumento en la frecuencia del adul-­


t
au

terio. El Estado no intervenía en estos asuntos, en cuanto que la dis-­


tancia de Wiracocha hacía que estos crímenes fuesen invisibles o, al
de

menos, descartables. En todo caso, la comunidad debía encargarse de


ia

las faltas o infracciones menores. Hombres y mujeres veían con des-­


op

esperación cómo se les iba de las manos el crimen y la corrupción en


el pueblo. «Nos estamos degenerando moralmente», se quejaba ante
C

mí don Julio, juez de paz del pueblo y pastor de la iglesia pentecostal.


«Tenemos más y más maldad, cada día… sigue».

11. Varios estudios indican que hay importantes conexiones entre el crimen
y la justicia privada (o «callejera»), y las historias de violencia de sociedades
empobrecidas o de posguerra. Véanse, por ejemplo, Goldstein 2004 y Godoy
2006 para los casos de Bolivia y Guatemala, respectivamente.
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 249

Ante esta decadencia moral, la mayoría de los hombres veía con


añoranza la disciplina del pasado, a pesar de las terribles circunstan-­
cias de la guerra que la generó. Daniel, un antiguo comandante de ron-­
da, recordaba con cierto orgullo: «Antes, era… ¿Qué no te aparecías
para hacer tus rondas? Pues directo a la cárcel comunal». Prudencio,
otro antiguo rondero, frustrado ante la dificultad de conseguir que to-­
dos los comuneros cumplieran con una de las faenas comunales, me
explicaba que durante la guerra, cuando algún comunero no honraba

n
sus obligaciones comunitarias, era azotado en la plaza. Para faltas ma-­


uc
yores, lo mantenían despierto toda la noche en una zanja profunda
llena de agua helada. Ahora que estos castigos corporales estaban mal

rib
vistos e, incluso, penados por ley, los dirigentes recurrían a la impo-­

st
sición de multas para castigar y disuadir los crímenes entre vecinos.

di
Pero Prudencio, desesperado ante el fracaso de su faena, soltaba con
su
indignación que «no pagan la multa. ¿Por qué iban a hacerlo si no hay
latigazos para imponerla?».
da

Además, los comuneros valoraban la disciplina militar en la


bi

medida en que habían sido capaces de apropiársela para servir los


hi

intereses locales —aun cuando su uso no estuviese necesariamente


ro

sancionado por el Estado—. Según Eduardo, ahora más que nunca


.P

era necesaria una defensa militarizada, porque «sin las rondas [los
criminales] se creen que pueden venir al campo a robar». Las patru-­
or

llas se veían también como elementos de protección ante el Estado.


t
au

Julián, por ejemplo, explicaba que las rondas habrían sido capaces de
evitar los recientes casos de brutalidad policíaca ocurridos en la aldea.
de

Junto a un aumento en la producción de coca en Perú en el año


ia

2000, había habido también un incremento en la presencia de trafi-­


op

cantes en la zona. Estos usaban las rutas en las zonas altas cercanas
a la comunidad para llevar cocaína en pasta y hojas de coca hacia
C

la costa.12 Frente a ello, la policía de la capital provincial comenzó a

12. Habiendo sido usada para propósitos religiosos y alimentarios durante miles de
años, la legislación peruana no clasifica a la hoja de coca, de la cual se extrae la
cocaína, como una droga (Allen 2002). Sin embargo, el Estado limita el número
de productores que pueden sembrar coca a gran escala, con lo cual los campesi-­
nos que la cultivan y comercializan en mercados tradicionales deben transpor-­
tarla y venderla ilegalmente (Yezer 2005, 2007).
250 Caroline Yezer

hacer visitas sorpresa e incursiones en la zona, amenazando e inti-­


midando a los dirigentes locales por «permitir», según sus palabras,
este tráfico. La policía antidroga abordaba a don Félix, un anciano
y líder de su iglesia, de forma regular. En una ocasión, los policías
gritaron que, si pasaban drogas por el pueblo, la responsabilidad re-­
caería sobre él, a quien llevaban a empujones para que no cupiera
ninguna duda. De acuerdo con Julián, las rondas hubiesen impedido
que eso pasara: «¿Sabes? La policía tiene suerte porque, en algunos

n
sitios, cuando la gente entraba así —¿sin una autorización de la ciu-­


uc
dad?— las rondas le disparaban a la gente así».
Por supuesto, nadie extrañaba el terror o la violencia de la gue-­

rib
rra, pero muchos hombres lamentaban la pérdida de la solidaridad,

st
el consenso y la disciplina que parecía haber surgido de la crisis de

di
aquellos tiempos, cuando los vecinos formaron un frente común ante
su
el enemigo. Eduardo me explicó que las rondas también prestaban ser-­
vicios intercomunalmente: «si algo pasaba en otra parte, otros venían
da

a ayudar. Si había alguien o un desconocido, entonces iban a investi-­


bi

gar». Prudencio, el frustrado dirigente del proyecto de trabajo comu-­


hi

nal, aseguraba que «esos días se era mucho más fuerte, eran dirigentes
ro

más fuertes. La gente tenía miedo de faltar a las asambleas y a las pa-­
.P

trullas. Ahora con la pacificación, nadie hace nada;; hay mucha menos
participación». Comparándola con los días gloriosos de las rondas, los
or

hombres se lamentaban de que el pueblo estaba ahora «desorganiza-­


t
au

do» y mana kallpayoqña, ‘sin capacidad de ejercer fuerza o vigor’.


de

Género, poder y soberanía comunal


ia
op

Como los hombres tendían a valorar la fuerza masculina y la mili-­


C

tarización como un factor positivo para el buen funcionamiento de


la sociedad comunitaria, yo asumía que las mujeres manifestarían
una opinión contraria. De hecho, la antropóloga Kimberly Theidon
ha demostrado que, en otras comunidades de Ayacucho, la narrativa
«machista» del patriotismo de las rondas deja poco espacio para la
representación de las mujeres (2003: 69). Por ello, me sorprendió que
doña Julia y sus vecinas compartieran esta crítica de la docilidad de
los hombres.
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 251

Al igual que ellos, las mujeres se quejaban de una falta general


de orden y disciplina en el pueblo. Pero, ahí donde los hombres cul-­
paban a la desmilitarización por sus múltiples males, las mujeres cul-­
paban directamente a los dirigentes masculinos, deleitándose en un
idioma colorido que exageraba y reforzaba las metáforas de virilidad
y docilidad. De acuerdo con las mujeres, la pérdida del orden en la co-­
munidad se debía al debilitamiento de los hombres desde la guerra: la
indolencia de los hombres como autoridades no era tan solo dramáti-­

n
ca en comparación al valor y al activismo de los dirigentes anteriores,


uc
sino sintomática del declive general que sufría la comunidad.13
Algunas de las mujeres más extrovertidas parecían disfrutar al

rib
denigrar la masculinidad de los dirigentes de la posguerra usando

st
severos insultos en quechua: los llamaban quella (‘vagos’) o afirma-­

di
ban que tenían loqlo runtu (‘los huevos podridos’), o sea, que care-­
su
cían de las cualidades masculinas de la vitalidad y el valor. Estos
comentarios casi nunca se hacían frente a los hombres, pero algu-­
da

nas mujeres los mascullaban en las reuniones comunales cuando


bi

creían que los dirigentes masculinos no estaban tomando en consi-­


hi

deración las preocupaciones o críticas expresadas por las mujeres.


ro

Específicamente, estos insultos se dirigieron a unos líderes que no


.P
or

13. La investigación etnográfica realizada por Kimberly Theidon en otras áreas de


t
au

Ayacucho provee un contrapunto a mi propia investigación. Theidon se da cuen-­


ta de que las narrativas heroicas de los hombres acerca del servicio en las rondas
servían para establecerlos como patriotas ante ciertos sectores de la sociedad pe-­
de

ruana. Sin embargo, descubre que, dentro de la comunidad, los efectos posterio-­
res de la militarización se combinan con una narrativa masculina de la guerra que
ia

socava la habilidad de las mujeres para reclamar sus propios derechos y cimenta
op

el camino para un sistema más patriarcal que ya se perfilaba durante la militari-­


zación (Theidon 2003). Nuestros resultados parecen mostrar dos experiencias dis-­
C

tintas de posguerra en dos áreas distintas, pero yo sospecho que un factor impor-­
tante que explica la diferencia de resultados es el contexto de nuestro trabajo de
campo en relación con la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) del Perú
—Theidon realizó el suyo antes de que la CVR comenzara a trabajar, y yo lo hice
durante su mandato—. Dado que la CVR informó acerca de los abusos cometidos
por las rondas en algunas zonas y prestó especial atención a las narrativas de las
mujeres —en especial a las viudas de guerra—, dándoles un espacio visible en las
audiencias más publicitadas, puede que haya colaborado en la deconstrucción de
la narrativa masculina de la guerra que registró Theidon, cambiando los patrones
de representación que fundamentaban su origen (véase Yezer 2007).
252 Caroline Yezer

quisieron escuchar el reclamo de unas mujeres mayores durante una


asamblea comunal y que no le dieron seguimiento a las quejas he-­
chas por las mujeres sobre unos robos de cosechas y el presupuesto
del comedor comunal que estaban. Esos dirigentes eran demasiado
quella para subir al monte a investigar cuál burro se está comiendo las
cosechas, me dijo Mari, una viuda de unos sesenta años. Otra acusa-­
ción común es que simplemente eran demasiado permisivos con los
comuneros responsables de cometer faltas menores, porque consen-­

n
tían, por ejemplo, que un marido abusador fuese castigado con una


simple amonestación en lugar de con unos merecidos azotes.

uc
Mientras las mujeres culpaban a los hombres por ser sumisos en

rib
lugar de fuertes y varoniles, los hombres más autocríticos parecían estar

st
de acuerdo con ellas, expresando que les gustaría ser más fuertes, más

di
efectivos. En su lucha contra la insurgencia, los roles de los hombres
su
de autoridades comunales y protectores de la nación habían coincidido.
Pero si durante la guerra fueron patriotas poderosos que combatieron
da

a los terroristas traicioneros, ahora los hombres se quejaban de que no


bi

eran sino machu qari, incapaces de infundir temor o imponer castigos.


hi

Casi todos los hombres que entrevisté me explicaban que no po-­


ro

dían hacer más, porque los dirigentes tenían sus manos atadas por
.P

culpa de los nuevos límites impuestos sobre su autoridad a causa de


la desmilitarización (por la pérdida de bases militares cercanas y la
or

orden de entregar sus armas) y, especialmente, por el asunto de los


t
au

derechos humanos. En la aldea, los hombres percibían los derechos


humanos como un sistema legal extranjero, traído por las ONG inter-­
de

nacionales. Este no solo restringía la autoridad de los hombres, sino


que limitaba la autonomía comunitaria.
ia
op

Las ONG en Ayacucho


C

Durante la década de 1980 y la presidencia de Alberto Fujimori a


principios de 1990, los oficiales militares y estatales, junto a los sec-­
tores conservadores de la iglesia católica, se oponían a los grupos
de derechos humanos por considerarlos afines a los terroristas.14 El

14. A finales de 1980, Juan Luis Cipriani era el arzobispo de Ayacucho;; hoy en día, es
cardenal y arzobispo de Lima. Su oposición al movimiento de derechos humanos
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 253

discurso de derechos humanos era sospechoso, especialmente en


Ayacucho, donde el estado de emergencia autorizaba a las fuerzas
del Estado a desaparecer a sus defensores (Burt 2006, Smith 1992).15
Por su parte, SL también atacaba a los activistas de derechos huma-­
nos (junto a líderes sindicales y de otras organizaciones de la izquier-­
da que los rebeldes caracterizaban de revisionistas). Sin embargo, a
mediados de la década de 1990, un número de ONG peruanas, igle-­
sias protestantes y grupos de católicos progresistas en Lima habían

n
formado una formidable coalición en pro de los derechos humanos


(Youngers 2003). En los centros urbanos de Ayacucho, por su parte,

uc
proliferaron proyectos solidarios de ONG locales e internacionales.

rib
Estos cambios se aceleraron en el año 2000, cuando estalló el es-­

st
cándalo en torno a Vladimiro Montesinos, el jefe de inteligencia de

di
Fujimori, sobre posibles delitos de corrupción y tráfico ilegal de ar-­
su
mas. Así y el propio presidente Fujimori abandonó el país y envió
por fax su renuncia al cargo. En el ínterin, un gobierno transicional
da

más receptivo a reformar la legislación y protección de los derechos


bi

humanos en el país estableció la CVR con el mandato de investigar e


hi

informar acerca de las violaciones de derechos humanos de la guerra


ro

sucia. Sin la oposición de Fujimori, un influjo de capacitaciones de de-­


.P

rechos humanos acompañó la proliferación de programas de ayudas


estatales y de ONG en las zonas rurales de Ayacucho.
or

Estos talleres supusieron una novedad inimaginable para los


t
au

campesinos en el Ayacucho rural. Evidentemente, el discurso de de-­


rechos humanos no llevó al despertar de una conciencia indígena o
de
ia

del Perú ha sido ampliamente documentada. En una referencia ya famosa, descri-­


op

bió a los grupos defensores de los derechos humanos como «velados movimientos
políticos que son casi siempre marxistas y maoístas» (CVR 2003: 399-­416).
C

15. Durante el estado de emergencia en el Perú, las ONG de asistencia humanitaria y


de derechos humanos podían ser procesadas por la Ley de Apología al Terroris-­
mo, que criminalizaba el apoyar o justificar a los grupos rebeldes (dos compor-­
tamientos que se definían de manera muy ambigua). Así, Jo-­Marie Burt (2006)
asegura que el miedo a ser identificado con los terroristas acalló a gran parte de
la sociedad civil hasta el 2000, y la antropóloga María Elena García (2005) encon-­
tró que, en 1996, los activistas en Cuzco se limitaban a proyectos no políticos por
miedo a las represalias del Estado (37). La ley fue derogada en el año 2000, tras la
caída del presidente Fujimori, pero ha vuelto a ser instaurada y continúa vigente
en el momento de preparar esta edición (2012).
254 Caroline Yezer

feminista donde antes no la había. Irene Silverblatt (1987) ha docu-­


mentado cómo las mujeres andinas ejercían poder sobre la política
comunal en el altiplano, especialmente antes del Imperio inca. No
quiero tampoco implicar que los campesinos estaban tan remotos o
aislados del resto del mundo que no tenían noción alguna sobre el
concepto de «derechos». Al contrario, los comuneros manejaban el
concepto de derechos en el ámbito nacional: sabían cuándo tenían o
no el derecho a quejarse, cuándo tenían derecho a reclamar tierra o

n
cuándo tenían el derecho a presentar una demanda. Habían estado


haciendo uso del sistema judicial, presentando reclamos formales a

uc
través de la interminable burocracia policial y legal durante siglos.

rib
También sabían cuándo estos derechos les eran arrebatados, como lo

st
habían sido durante el estado de emergencia decretado por la guerra.

di
Pero los derechos humanos parecían ser una especie distinta.
su
Los trabajadores humanitarios los presentaban como un sistema de
justicia radicalmente nuevo. Y en teoría, lo eran: contrario a los de-­
da

rechos garantizados por el Estado nacional, los derechos humanos


bi

conllevaban una soberanía que pasaba por encima del Estado, con
hi

lo cual unas autoridades corruptas no podían violarlos impunemen-­


ro

te, puesto que estaban garantizados por una intangible comunidad


.P

internacional. Por su parte, los comuneros hablaban de los derechos


humanos como un cambio novedoso y brusco, una importación del
or

extranjero cuya aparición repentina en el campo casi se podía preci-­


t
au

sar a un momento particular.


de

Un humanitarismo enfocado en la mujer


ia
op

Las instituciones que introdujeron este nuevo sistema de justicia y


responsabilidad dirigían varios de sus talleres hacia grupos de mu-­
C

jeres y buscan, con ello, su concientización sobre los derechos de la


mujer en su hogar y en su comunidad.16 Este enfoque no intentaba

16. En Wiracocha, este objetivo incluía a varias instituciones estatales y transnacio-­


nales, además de proyectos locales que recibían fondos del extranjero, desde el
Programa de Apoyo al Repoblamiento de Zonas de Emergencia (PAR) hasta el
programa transnacional de apadrinamiento de niños World Vision (Visión Mun-­
dial) y la CVR, que recibía fondos de las fundaciones Ford y Soros.
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 255

excluir directamente a los hombres, sino que estaba construido en


torno a cuestiones prácticas sobre el terreno, además de las deman-­
das de la economía internacional de ayuda humanitaria. De hecho,
las mujeres en las zonas rurales estaban más disponibles para conce-­
der entrevistas o participar en talleres que los hombres, en especial
durante el día. La mayor parte de las actividades que realizaban las
mujeres se daba en la comunidad, lo que facilitaba su convocatoria
ante las visitas de las ONG, mientras que los hombres trabajaban en

n
los campos, distantes del centro, y en ocasiones se desplazaban a las


uc
ciudades o a la selva para realizar trabajos temporales durante una o
varias semanas.17

rib
Por otro lado, las tendencias políticas e ideológicas en el ámbito

st
de la cooperación también hacían de las organizaciones de mujeres

di
las alternativas idóneas para los grupos e instituciones locales de de-­
su
rechos humanos y asistencia social. A finales de la década de 1990,
el interés en proyectos con perspectiva de género aumentó entre las
da

agencias de ayuda internacionales y entre los investigadores locales,


bi

particularmente después de la cuarta Conferencia Mundial sobre la


hi

Mujer de las Naciones Unidas en Beijing (1995). Cuando empecé mi


ro

trabajo de campo en 1998, muchos trabajadores humanitarios de ori-­


.P

gen urbano confesaban que habían sido inspirados por la Conferencia


de Beijing y por lo que percibían como la necesidad de entender y
or

mejorar la situación de la mujer en el Perú tras la reciente guerra.


t
au

La demanda externa de proyectos de género resultó en una ge-­


nerosa oferta local de iniciativas enfocadas en los asuntos de la mu-­
de

jer, con las cuales era más factible recibir apoyos de agencias inter-­
ia

nacionales poderosas como la Agencia de los Estados Unidos para el


op

Desarrollo Internacional (USAID por sus siglas en inglés). Pero esta


demanda de proyectos humanitarios con perspectiva de género o di-­
C

rigidos hacia las mujeres a veces resultaba restrictiva para los traba-­
jadores humanitarios. Cuando en 1998 viajé por Ayacucho con unas

17. Exceptuando los cortos e intensos periodos de siembra y cosecha, las labores de
las mujeres casadas se centraban en la crianza y cuidado de los niños, la limpieza
del hogar, las labores de lavandería y la cocina. Todas estas labores se realizaban
en casa y en sus cercanías. Por su parte, las viudas y los niños se encargaban del
pastoreo.
256 Caroline Yezer

agencias de ayuda humanitaria a varias comunidades refundadas


tras el regreso de los desplazados, las ONG estaban implementando
proyectos de mujeres no porque creyesen que ese sector era el más
necesitado, sino porque, como me contó un trabajador humanitario
español, «es lo que tu gente [USAID] quiere».
En Wiracocha, los talleres de derechos humanos iban dirigidos
a los clubes de madres. Iniciados por mujeres en la década de 1970,
estas asociaciones se multiplicaron para compartir y optimizar recur-­

n
sos ante la escasez que generó, en primer lugar, la guerra;; en segundo


uc
lugar, la hiperinflación de la década de 80;; y, finalmente, el aumento
general de los servicios básicos tras los programas de ajuste de la dé-­

rib
cada de 1990. Como respuesta a la violencia de la guerra y las nece-­

st
sidades de un mayor número de hogares encabezados por mujeres,

di
las mujeres protagonizaron, en Lima y en Ayacucho, la formación de
su
organizaciones de los familiares de los desaparecidos, los comedores
populares y el programa del Vaso de Leche. Estos y otros grupos y
da

proyectos de mujeres se aceleraron y crecieron con la guerra, mientras


bi

las viudas y madres solteras —muchas desplazadas de sus hogares


hi

en las zonas rurales— intentaban coordinar soluciones para aliviar


ro

su apremiante situación económica (Blondet 1991, 1995;; Coral 1998).


.P
or

Los cambios en los derechos de la mujer en el hogar


t
au

Al contrario de los hombres con los que hablé, la mayoría de las mu-­
de

jeres en Wiracocha veía las intervenciones de los talleres de derechos


humanos de manera favorable, explicándome que los «derechos hu-­
ia

manos» les brindaban un espacio para expresar sus reclamos y rees-­


op

tructurar su poder dentro del hogar. «Antes aquí éramos ignoran-­


C

tes», me dijo Cecilia, la presidenta del Club de Madres de Wiracocha,


«pero ahora sabemos que tenemos derechos, y nos podemos quejar».
Otras mujeres declararon que tenían menos miedo de presentar re-­
clamos sobre abusos o violaciones conyugales, porque las organi-­
zaciones de derechos humanos habían abierto oficinas en la capital
provincial.
En efecto, estas organizaciones presionaban a las autorida-­
des, que eran mayormente masculinas, para que investigaran y
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 257

resolvieran los reclamos de las mujeres si el juez de paz local no pro-­


cesaba a los acusados o infractores.18 Las mujeres también valoraban
de manera positiva el nuevo discurso de derechos en cuanto incidía
en la planificación familiar, un tema que era una fuente de conflicto
en las parejas desde tiempos inmemoriales. En una reunión del Club
de Madres, Cecilia les explicó a las mujeres reunidas que «desde que
tenemos derechos humanos… podemos tener los hijos que quera-­
mos;; ahora ambos esposos deben decidir, el hombre y la mujer». Las

n
mujeres a su alrededor asentían, diciendo: «¡Eso es verdad!», «¡Eso


uc
está muy bien!».
El que las dirigentes estuviesen más entusiasmadas que los hom-­

rib
bres con las reformas de derechos humanos era previsible. Después

st
de todo, la frustración de los hombres con los derechos humanos era

di
causada en parte por su pérdida de poder en el hogar respecto a la
su
planificación familiar y otros asuntos domésticos en los que el poder
de la mujer aumentó. Antes de la guerra, por ejemplo, no era inusual
da

que los esposos tuvieran la última palabra sobre cuántos hijos se ten-­
bi

drían. En estas comunidades, los hombres aún se consideran, al me-­


hi

nos en teoría, los cabezas de familia y, por tanto, tienen la potestad


ro

final sobre las decisiones que afecten a la familia. Sin embargo, las
.P

mujeres que entrevisté percibían que ahora ellas ejercían, en la co-­


munidad, un mayor control en las decisiones reproductivas, y eso lo
or

atribuían a los talleres de concienciación de derechos humanos.


t
au

Estos talleres les dieron, además, la legitimidad que necesitaban


las mujeres para luchar contra la violencia doméstica. Cabe recalcar
de

que ningún hombre en Wiracocha defendía la violencia contra la


ia

mujer y que los dirigentes la criticaban severamente. Pero, como en


op

gran parte del país, la violencia entre cónyuges o contra los hijos es
una de las formas de violencia y conflicto más común en las comu-­
C

nidades. Esta tendencia no está limitada tan solo a las zonas rurales.
De acuerdo con un estudio sobre el tema, más de la mitad de las

18. Los jueces de paz forman una red de justicia local en las comunidades campesi-­
nas oficiales con jurisdicción sobre faltas menores y disputas locales, con poder
discrecional respecto de qué elevan a instancias judiciales superiores. Deborah
Poole (2004) ha analizados los cambios en la relación entre los jueces de paz y el
poder estatal en las comunidades de Ayacucho antes y después de la guerra.
258 Caroline Yezer

mujeres peruanas ha sido maltratada por su pareja al menos una


vez en su vida.19
Sin embargo, la violencia doméstica se disparó en comunidades
que como Wiracocha estaban en el corazón de la zona de guerra de
Ayacucho (Reynaga 1996), al igual que lo hizo el alcoholismo entre
los agresores (Theidon 1999). El Estado respondió dictando, en 1993,
una ley que por primera vez prohibía la violencia doméstica y cas-­
tigaba a autores de este delito. Pero la ley por sí sola fue incapaz de

n
frenar la violencia dentro de las familias en las ciudades y mucho me-­


uc
nos en el campo (Boesten 2006). Como en muchas comunidades de la
sierra, en Wiracocha no se castiga con penas de cárcel a los hombres

rib
que agreden a sus esposas, puesto que se intenta resolver el proble-­

st
ma de violencia manteniendo a la familia unida y reintegrando al

di
miembro «descarriado» a la comunidad y su hogar.
su
En la ciudad, y en el ámbito nacional, la ley de 1993 es menos-­
preciada, incluso por los jueces de tribunales mayores, que dan prio-­
da

ridad a la preservación de la unidad familiar sobre la protección de


bi

la víctima del abuso.20 Ante esta corriente conservadora, no debe


hi

sorprendernos que las mujeres en Wiracocha apreciaran las formas


ro

en que el discurso de derechos humanos las ayudaba a criticar la


.P

presencia de la violencia doméstica. No obstante, la mayoría de ellas


me comentó que el efecto real de esas políticas aún estaba por verse.21
t or
au

19. A pesar de la notoria dificultad que supone investigar este asunto, varios estu-­
de

dios señalan a Perú como uno de los países con la mayor incidencia de abuso
doméstico en el mundo (Boesten 2006).
ia

20. Jelke Boesten (2006) muestra que la prioridad otorgada a la unión familiar es
op

ampliamente compartida por todos los estratos y regiones del país, y eso lle-­
va a la relativización de las nuevas leyes que penalizan la violencia doméstica
C

(357). Véase, también, Blondet 2002 para una crítica de la superficialidad de las
políticas contra la violencia doméstica de Fujimori, en la que se señala que se
preocupaban menos por luchar contra la violencia en el hogar y más por crear
una imagen de democracia y estabilidad para las agencias crediticias interna-­
cionales que contrarrestara la imagen generada por sus políticas y tácticas poco
democráticas y su uso excesivo de la ley marcial.
21. Estos datos recogen lo que varias mujeres me comentaron sobre la violencia
doméstica —aquellas que se atrevían a hablar del tema, que solían ser, por otro
lado, mujeres que en el presente no estaban en una relación abusiva. Casi todas
las que habían roto con una relación violenta eran mujeres que se habían casado
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 259

La paradoja de los derechos humanos y el derecho


consuetudinario

Mientras las mujeres alababan el nuevo régimen de derechos huma-­


nos por su potencial de intervenir a su favor en el hogar, asumían
una postura contraria a las leyes de derechos humanos en cuanto
percibían que ejercían cierta injerencia sobre la soberanía de la comu-­
nidad. Esto era particularmente evidente cuando algún comunero

n

acusado de cometer un delito buscaba la intervención de las agen-­

uc
cias de derechos humanos para que contravinieran la decisión de las
autoridades comunales. De acuerdo con una encuesta, el 80% de los

rib
conflictos en las zonas rurales del altiplano son resueltos según el uso

st
y costumbre local.22

di
Sin embargo, como han mostrado las antropólogas Shannon
su
Speed y Jane Collier (2000) para el caso de México, muchos castigos
corporales que forman parte de las costumbres locales son ilegales
da

según los estándares internacionales de derechos humanos. En el


bi

Perú, los castigos tradicionales, desde humillaciones públicas a azo-­


hi

tes, han rozado la ilegalidad durante cientos de años. Por su parte, el


ro

Estado moderno ha continuado con la política implícita de permitir


.P

que el uso y costumbre determine los castigos a imponerse a pesar de


or

su posible ilegalidad, haciéndose la vista gorda. Desde la perspectiva


t

de la legislación internacional de derechos humanos, la autonomía


au

parcial concedida a los dirigentes comunales puede ser alarmante.


de
ia

con hombres de otra comunidad y que, al dejarlos, habían vuelto a Wiracocha.


op

Solo una mujer con la que hablé confesó que su marido —un primo— era un
maltratador. Estas conclusiones están por lo tanto limitadas, por el hecho de
C

que las mujeres en situaciones de maltrato no suelen estar dispuestas a hablar


de estos temas o participar en discusiones abiertamente. A pesar de que hay
una normalización del maltrato, este conlleva una estigmatización social que
aumenta su sensación de desprotección.
22. Encuesta realizada por la ONG IPAZ, de Ayacucho. De acuerdo con la encuesta,
los conflictos más comunes en las comunidades del altiplano son domésticos e
incluyen maltrato, abandono y adulterio, seguidos por conflictos de herencia de
tierras. Tras los conflictos domésticos venían aquellos entre vecinos (por cose-­
chas dañadas, por ejemplo) y problemas intercomunales (relacionadas con lími-­
tes territoriales, robo de ganado, etc.). Veáse, Coronel 2000.
260 Caroline Yezer

Sin un sistema supervisor de controles y contrapesos, la autonomía


comunitaria judicial puede ser utilizada de manera arbitraria o des-­
medida por dirigentes corruptos o abusivos que no le rinden cuentas
a nadie, en particular en espacios social y geográficamente margina-­
les como Wiracocha.
No obstante, para muchas de las personas que viven en lo que se
ha dado en llamar «los márgenes del Estado», la justicia tradicional
de las comunidades es más necesaria e, incluso, más efectiva y me-­

n
nos severa a la hora de resolver los conflictos locales precisamente


uc
porque la presencia del Estado es mínima y porque los sistemas ju-­
diciales han sido corrompidos por operar durante tanto tiempo bajo

rib
la lógica de la «guerra sucia», hecho que ha anulado su objetividad

st
(Poole 2004).

di
En este contexto, las agencias de derechos humanos se presen-­
su
taban como una alternativa a la justicia tradicional comunitaria. Un
comunero a quien se le impusiera un castigo tradicional —como
da

podían ser unos azotes públicos por cometer adulterio de manera


bi

repetida— podía ir a la Defensoría del Pueblo para iniciar un pro-­


hi

ceso legal contra el juez de paz o el presidente de la comunidad que


ro

lo condenó. Aunque el Defensor del Pueblo no podía por su cuenta


.P

iniciar ningún trámite contra la comunidad, sí podía aconsejar a sus


miembros acerca de la interpretación legal de los derechos humanos
or

en cada caso y explicarles los pasos a seguir para desafiar a las auto-­
t
au

ridades locales.
Dada la diferencia general entre las percepciones de hombres y
de

mujeres en torno a los derechos humanos, imaginé que las segundas,


ia

que eran receptivas a la intervención en el hogar de estas reformas, lo


op

serían también respecto a otros contextos. Sin embargo, con la excep-­


ción del acusado que busca apoyo externo, todos en la aldea conde-­
C

nan esa injerencia foránea. Durante el tiempo de mi trabajo de campo


hubo dos ocasiones en que unos comuneros —en un primer caso, una
mujer;; y, en un segundo caso, un hombre— forzaron la intervención
de representantes del Estado ante castigos violatorios de la legislación
internacional de derechos humanos. Tanto las mujeres como los hom-­
bres de la comunidad expresaron gran indignación ante estos hechos
e, incluso, hablaron de expulsar de la comunidad a los acusados.
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 261

Perder la pertenencia a la comunidad era el peor castigo que se


podía imponer en una aldea campesina como Wiracocha, y su mera
consideración muestra la severidad del rechazo con que los comune-­
ros veían los intentos de soslayar el liderazgo local. Contrario a unos
azotes, tras los cuales la persona era reintegrada a la comunidad, pues
su delito había sido pagado, por decirlo así, con el terrible dolor y
la humillación de la paliza, la expulsión no responde a una justicia
reintegradora caracterizada por restaurar el orden amenazado por el

n
infractor. La expulsión conlleva la pérdida de las tierras y bienes del


uc
expulsado, y de su acceso a los recursos comunes de la aldea, lo que
deja al excomunero prácticamente sin recursos económicos y sociales.

rib
En el caso concreto del que hablamos, los infractores evitaron

st
con éxito tanto el castigo corporal impugnado como la expulsión,

di
gracias a que el Defensor del Pueblo les ayudó a redactar unos do-­
su
cumentos en que se prevenía a las autoridades de la comunidad de
que sus decisiones violaban la legislación internacional de derechos
da

humanos. A pesar de que la mayoría de los wiracochanos apoyaba la


bi

expulsión, el presidente de la comunidad decidió desechar los cargos


hi

en lugar de enfrentarse a la vergüenza y la burocracia del sistema


ro

judicial estatal. Este tipo de intervención seguramente sería positiva


.P

en caso de que algún comunero fuese procesado injusta y arbitraria-­


mente por las autoridades comunales.
or

Sin embargo, la interpretación literal y descontextualizada de las


t
au

leyes de derechos humanos también se puede volver contra las víc-­


timas. Por ejemplo, la misma interpretación literal que requiere que
de

las autoridades intercedan en una situación de violencia doméstica,


ia

limita la capacidad de los dirigentes comunitarios de imponer casti-­


op

gos efectivos a aquellos hombres que agreden a sus compañeras. Y la


situación de aislamiento relativo de esta y otras comunidades respec-­
C

to a las fuerzas del Estado (policía o militares) y sus infraestructuras


(por ejemplo, una cárcel) hace que incluso el confinamiento de un
sospechoso sea difícil de llevar a cabo legalmente. Por ejemplo, rete-­
ner a un abigeo en un salón de clases viola la legislación de derechos
humanos si no se le provee al detenido acceso a un colchón y a una
letrina o inodoro —ambos elementos son poco comunes en el campo
ayacuchano.
262 Caroline Yezer

Los comuneros mencionaban estos casos para explicar por qué


«los derechos humanos» habían hecho que algunos dirigentes se
comportaran como machu qari. El protocolo de los derechos interfería
con su habilidad de tomar decisiones judiciales e imponer penas que
hicieran cumplir las normas de la comunidad. Muchos comuneros
temían que si no se pudiese recurrir a los castigos tradicionales, sería
imposible recrear el sentido de cohesión y orden comunal que habían
sido destruidos durante la guerra sucia. Para muchos hombres, pues,

n
la limitación de los derechos inherente a la militarización bajo el esta-­


uc
do de emergencia no era vista como tal, sino, por el contrario, como
un medio de garantizar el derecho al orden y la seguridad a través

rib
del uso de los castigos corporales comunes a la justicia tradicional. A

st
su vez, el estado tácitamente sancionaba los derechos soberanos de

di
las autoridades a imponer castigos en sus comunidades, definiendo
su
el castigo, primero, como un elemento de la tradición cultural;; y, se-­
gundo, como un elemento permitido bajo la ley marcial.
da

Cuando se contaron los votos en la segunda ronda de la elección


bi

presidencial de 2006 en el Perú, varios analistas expresaron sorpresa


hi

ante la victoria en la antigua zona de guerra de un exmilitar ayacu-­


ro

chano, Ollanta Humala. En esos momentos, el candidato estaba sien-­


.P

do investigado por la tortura, secuestro y asesinato de civiles durante


la guerra sucia, al igual que muchos otros de los oficiales a cargo de
or

las áreas en donde el Estado cometió atrocidades contra la población.


t
au

Antes de que Humala finalmente ganara la presidencia en las próxi-­


mas elecciones (2011), su popularidad era más alta precisamente en
de

las zonas más afectadas por la violencia estatal, incluso en las comu-­
ia

nidades en donde se habían dado las masacres más infames en manos


op

de las fueras del Estado. Sorprendía que Accomarca, una comunidad


del sur de Ayacucho en donde hacía apenas veinte años tropas del
C

Ejército habían masacrado a más de sesenta civiles, hubiera dado el


72% de los votos a Humala en la primera vuelta electoral (Páez 2006).
El éxito de Humala en la sierra es menos sorprendente, sin em-­
bargo, cuando consideramos las formas en que las fuerzas arma-­
das han informado la cultura de los derechos en el Ayacucho rural.
Contrario a las clases altas o criollas del Perú, cuya ciudadanía ha
sido muy poco cuestionada, los peruanos marginados en Ayacucho
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 263

han tenido que ganarse los derechos inherentes al estatus de ciuda-­


danos a través de su participación en las rondas o el Ejército. Para
muchos indígenas, ser soldados les permitía meter un pie en la puer-­
ta de la seguridad de los derechos ciudadanos. Además, la creciente
hibridación de prácticas y roles comunitarios con prácticas y roles
militares que se dio durante el transcurso de la guerra ha llevado a
que los comuneros entretejan la vivencia de severos castigos impues-­
tos localmente con la autonomía, solidaridad e, incluso, continuidad

n
de sus comunidades.


uc
Estos solapamientos entre derechos ciudadanos, orgullo mascu-­
lino patriótico y tradiciones y soberanía locales son difíciles de perci-­

rib
bir a primera vista. Este hecho se debe, en parte, a la tendencia exis-­

st
tente en las ciencias sociales y políticas a analizar los derechos y la

di
cultura como esferas separadas de la vida social, que no solo se exclu-­
su
yen mutuamente sino que son inherentemente conflictivas. Además,
es difícil aceptar los vínculos que puede haber entre la cultura de
da

derechos humanos y los derechos de una cultura militar, especial-­


bi

mente porque esto requiere que ingresemos en la zona gris entre las
hi

víctimas y los perpetradores, precisamente en un momento en que la


ro

transición a la paz y a una gobernabilidad libre de violencia y armas


.P

es urgentemente necesaria para detener los espirales de violencia.


Tras más de una década de gobierno militar, las instituciones
or

internacionales nacionales y de ayuda y derechos humanos han


t
au

tratado de traspasar la responsabilidad de proteger y asegurar los


derechos de las comunidades a la sociedad civil. Con esto intentan,
de

al menos teóricamente, transferir el deber de velar por los derechos


ia

humanos a una comunidad internacional más amplia, que sea capaz


op

de obligar al Estado peruano y a otros actores a rendir cuentas por las


violaciones que cometan. Pero el hecho de que tantos comuneros de-­
C

penden del modelo militar que se intenta desmantelar ha debilitado


los resultados deseados de la desmilitarización, en tanto esta asume
que la relación entre las comunidades y el Ejército reflejaban un mero
ejercicio de opresión estatal.
La implementación de la reforma de derechos humanos en
Ayacucho ha afectado la forma en que se articulan la justicia co-­
munitaria, los roles de género y la solidaridad. En cierta forma, los
264 Caroline Yezer

conflictos entre los derechos humanos y la autogobernabilidad eran


un resultado previsible del cambio rápido que se impuso sobre las
formas de regular el comportamiento. De la noche a la mañana, se
pretendió remplazar los ideales de patriotismo militar masculino con
un discurso cosmopolita de transparencia, democracia y derechos
humanos.
En su campaña presidencial, Humala promovió el modelo de
las fuerzas armadas como una fuerza positiva, antirracista y social-­

n
mente igualatoria. Representándose a sí mismo como un dirigente


uc
militar que luchaba contra los intereses imperialistas extranjeros, fue
capaz de forjar una alternativa casi socialista a la decepcionantemen-­

rib
te superficial «reforma democrática» que acompañaba a los ajustes

st
neoliberales impulsados por los inversores extranjeros y los organis-­

di
mos de crédito internacionales. El que un antiguo capitán del Ejército
su
promoviera exitosamente esas ideas en las áreas más golpeadas por
la violencia del Estado certifica el hecho de que la cultura de la justi-­
da

cia militar y la ciudadanía militarizada todavía eran percibidas como


bi

garantes de derechos entre gran parte de los ciudadanos más margi-­


hi

nados de Perú.
ro

Ciertamente, los talleres de concienciación sobre derechos huma-­


.P

nos han abierto espacios importantes para las mujeres de Ayacucho


en su apropiación del discurso de derechos para reclamar y legiti-­
or

mar una mayor igualdad. Pero mi investigación revela que las inter-­
t
au

venciones aún han sido incapaces de ofrecer a las comunidades un


sustituto eficaz a la presencia estatal y los derechos ciudadanos que
de

garantizaba, aunque fuese de manera parcial, la participación de las


ia

comunidades en la militarización rural. No quiero con esto sugerir


op

que la militarización constituya una mejor forma de integrar al cam-­


pesinado al imaginario nacional o de propiciar la continuidad de la
C

vida comunitaria rural, que la reforma de los derechos humanos.


Por el contrario, lo que esta investigación muestra es que, in-­
cluso entre las poblaciones marginadas que fueron víctimas de la
violencia estatal, la reforma de derechos humanos puede entenderse
menos como una garantía de derechos fundamentales y más como
un proceso contradictorio que aumenta la sensación de inseguridad
a pesar de las importantes redes de solidaridad que articula. Parte
Del machismo y el machu-­qarismo: derechos humanos... 265

de esta inseguridad viene de la naturaleza misma de la globalización


neoliberal, que difunde la gobernabilidad y responsabilidad entre
instituciones crediticias como el Banco Mundial, por un lado, y las
ONG y grupos de solidaridad y cooperación, por el otro. Comparada
con la sólida proximidad de las barracas militares, los lugares que
gestionan la regulación neoliberal parecen desterritorializadas, su
personal y financiación transitoria, y su capacidad de aplicar la ley
e impartir justicia, demasiado teórica como para generar confianza.

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Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en
Huaytabamba, Ayacucho

Arthur Scarritt
Departamento de Sociología
Boise State University

n

uc
rib
st
di
Introducción
su
Al igual que en muchas partes de América Latina, el Perú vio una
da

conversión importante a las religiones evangélicas,1 que pasaron de


bi

un 3,7% de la población considerada «creyente» en 1981 a un 10,15%


hi

de la misma en 1992 (INEI 1996). Los efectos de este proceso varían


ro

ampliamente de acuerdo con las circunstancias, pero nunca tuvieron


.P

las dimensiones de un movimiento de masas, a pesar de los pronósti-­


or

cos optimistas de observadores tempranos (Freston 2008). Sin embar-­


go, muchos investigadores de áreas diversas encontraron creyentes
t
au

que empleaban su religión como una fuerte afirmación de autodeter-­


minación, a menudo en circunstancias difíciles (Stoll 1990).
de

Este capítulo investiga el caso del pequeño pueblo de


ia

Huaytabamba,2 a doce kilómetros de la ciudad de Ayacucho. Sus


op

pobladores se convirtieron a estas nuevas religiones por una gran


C

variedad de razones y durante un período que abarca más de diez


años. Una investigación considerable se ha enfocado en los motivos

1. Empleo el adjetivo «evangélico» siguiendo la terminología de los propios prac-­


ticantes. Analíticamente, estas religiones son más exactamente denominadas
«cristianismo Pentecostés-­carismático», debido a las creencias básicas que sus-­
criben. En particular, destacan la importancia de nacer de nuevo, el milenarismo
y el trato directo con Dios (véase Robbins 2004).
2. Este y todos los demás nombres son seudónimos.
272 Arthur Scarritt

diversos de conversiones tan numerosas en América Latina (véase


Robbins 2004 para una perspectiva general). En cambio, este ensayo
sigue la larga historia de investigación sobre los impactos sociopolí-­
ticos, en su mayoría no deseados, que surgieron como resultado de
las prácticas religiosas (Burdick 1996, Marx 1974 [1843], Stoll 1990,
Weber 2002 [1905]). Este enfoque arriesga tanto subestimar las nece-­
sidades espirituales particulares que la religión puede ofrecer como
reducir la religión a la política. De hecho, se podría decir que la teo-­

n
logía de la liberación perdió muchos de sus creyentes en las sectas


pentecostales carismáticas, porque no atendía de manera particular

uc
y adecuada sus necesidades espirituales (Levine 1992).

rib
Como se ha demostrado en repetidas ocasiones, tanto dentro

st
como fuera del Perú, muchas personas se vinculan a la religión por

di
cuestiones de fe y creencia (Allen 1988). Las consecuencias políticas
que ello tenga suelen considerarse secundarias, y muchos individuos
su
se mantienen fieles a su fe, incluso cuando la política se vuelve me-­
da
nos favorable (Weber 1922). Por lo tanto, se debe ser consciente de la
importancia vigente de la fe y la espiritualidad, al mismo tiempo que
bi
hi

se presta atención, sobre todo, a los efectos sociopolíticos más exten-­


ro

didos de las nuevas prácticas religiosas.


En cuanto a las características sobresalientes de Ayacucho en
.P

las décadas de 1980 y 1990, Huaytabamba sufrió muy poca violencia


or

durante los años de la guerra civil.3 Sin embargo, la violencia ejerció


t
au

gran influencia en la vida de la población: (a) formaron parte de una


red de patrullas civiles del pueblo;; (b) invitados a una boda, fueron
de

erróneamente asesinados en un pueblo vecino en agosto de 1983;;4


(c) los militares entraban de vez en cuando al pueblo;; y (d) muchas
ia

personas, sobre todo varones jóvenes, se trasladaron o a Ayacucho


op

o a Lima por razones de seguridad. En cualquier caso, poco se pudo


C

escapar Huaytabamba de un ambiente político tan polarizado.

3. La violencia en el Perú cubre fácilmente las definiciones más estrictas de guerra


civil: un conflicto violento dentro de un país, que enfrenta grupos organizados,
uno de los cuales es el Estado, con el fin de disputarse el control de un territorio
o cambiar políticas gubernamentales, y cuya causa es más que mil muertos cada
año (véase Fearon 2007).
4. Estos eventos se representaron en la película «La boca del lobo».de Francisco
Lombardi (1988).
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 273

En gran parte, este estudio deja de lado la cuestión de la vio-­


lencia. En contraste, habla de la autoafirmación frente a la economía
política imperante, que mantiene a estas poblaciones empobrecidas
y marginadas desde tiempo atrás. Dada la necesidad de continuar
la investigación sobre las causas y consecuencias de la violencia,
un enfoque que solo considera este aspecto arriesga subestimar la
«violencia estructural». En otras palabras, una violencia institucio-­
nal precedía, perseveraba y alimentaba a los ciclos de violencia física

n
que culminaron en el conflicto armado (Degregori 1994, Farmer 2004,


uc
Heilman 2010, Stern 1998).
Como ilustra el caso de Huaytabamba, la violencia armada sir-­

rib
vió como un telón de fondo débil si se compara con los problemas

st
estructurales que enfrentaba la población de estas comunidades. En

di
este pueblo, la Iglesia evangélica revitalizó las instituciones comuni-­
su
tarias después de que ciertos líderes hubieran sacado provecho de los
recursos del pueblo a través de una serie de proyectos de desarrollo.
da

Más allá de la pérdida de los recursos comunales, estas experiencias


bi

de robo y corrupción dejaron a los pobladores poco dispuestos a par-­


hi

ticipar en la organización comunal. De este modo, el pueblo quedó


ro

empobrecido y desestructurado.
.P

Sin embargo, para 1998, la comunidad se había restablecido to-­


talmente en sí, en gran parte gracias a la conversión a las religio-­
or

nes evangélicas. Si bien la investigación sobre el crecimiento de la


t
au

evangelización en América Latina hace hincapié en los resultados


fragmentados y dispares, este caso demuestra cómo el movimiento
de

evangélico puede utilizarse, en un ámbito muy local, para impulsar


ia

grandes cambios económicos de índole política. Por lo tanto, exploro


op

el ascenso al poder, la toma del poder y el dominio de los evangélicos


en Huaytabamba. ¿Qué permitió a la Iglesia evangélica revitalizar la
C

comunidad y qué recursos empleó para hacerlo? ¿Qué distinguió a la


nueva encarnación del pueblo? ¿Y cómo se protegió de la explotación
que había socavado las instituciones locales?
Aquí propongo que la Iglesia evangélica revitalizó la comuni-­
dad tras una estrategia que anteponía sobre todo una «cultura re-­
volucionaria». Este hecho creó un grupo autosustentable dentro del
pueblo, uno dispuesto a aprovechar las oportunidades locales, pero
274 Arthur Scarritt

también capaz de soportar tiempos difíciles. Como en muchos otros


casos, el evangelismo logró el cambio social a través de su capacidad
para establecer una nueva subcultura local y sus instituciones conco-­
mitantes de forma rápida y barata (Chesnut 1997). Esta capacidad fue
revolucionaria en tanto su ideología, sus prácticas y su organización
se apartaban drásticamente de la corriente principal, creando un gru-­
po de seguidores muy devotos, con una comprensión clara y distinta
de cómo funcionaba el mundo y cómo se podía mejorar.

n
A diferencia de los grupos revolucionarios políticos, la Iglesia


uc
proporcionaba actividades significativas habituales que inspiraban a
los seguidores a participar con regularidad por el simple bien de ha-­

rib
cerlo. Mientras que los movimientos sociales tradicionales, así como

st
los grupos políticos, fundan la participación política en la premisa de

di
la racionalidad instrumental del cumplimiento de los objetivos finales,
su
el movimiento de la Iglesia siempre provenía de la racionalidad sus-­
tantiva adicional de participar en las experiencias dinámicas y exube-­
da

rantes que acompañaban una práctica fiel. En fin, esta fue una cultura
bi

revolucionaria, que involucró un cambio fundamental en las costum-­


hi

bres y creencias cotidianas, y en su relación valorativa con el mundo.


ro

De este modo, el pueblo mismo contenía un grupo autónomo


.P

revolucionario en su seno. Cuando las actividades de corrupción y


explotación de los líderes quebraron la cosmovisión tradicional, el
or

evangelismo adquirió la oportunidad de rehacer la comunidad a su


t
au

propia imagen. En lugar de algo totalmente nuevo, sin embargo, la


revitalización de la comunidad evangélica equivalió a una reafirma-­
de

ción de la identidad étnica del pueblo.5 El liderazgo evangélico utilizó


ia

la confianza inherente en las relaciones de la Iglesia para reafirmar


op

la reciprocidad del grupo en una importante correspondencia con la


identidad comunitaria.
C

5. Siguiendo a Wade (1997), «etnia» se refiere, en este contexto, a las formas


principales de la organización sociocultural que tiene raíces históricas reales o
imaginadas, y que los conecta a un sentido compartido de lugar. Como sostengo
aquí y en otros lugares (Scarritt 2011, 2012), debido a su poder sobre la organiza-­
ción local, la etnia sirve tanto para apoyar las acciones colectivas positivas como
la explotación.
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 275

Una de las razones por las cuales los líderes anteriores del pue-­
blo tuvieron tanto éxito arruinando a sus vecinos se debió a la tradi-­
ción del trabajo colectivo y, en el esquema Ponzi,6 al hecho de que se
viera su falta como equivalente a socavar los cimientos de la sociedad
local. El énfasis en la hermandad y la lucha contra la corrupción en la
subcultura evangélica, que se mantenía por su ruptura revoluciona-­
ria del statu quo, revitalizó estos fuertes deseos latentes. De esta ma-­
nera, la Iglesia evangélica ayudó a reconstruir las redes de identidad

n
local, sobre todo al reorientar el enfoque de nuevo hacia el trabajo


con fines de beneficio mutuo de cada quien frente a la corrupción y

uc
saqueo a que los habían llevado sus anteriores líderes.

rib
Las nuevas creencias, valores y prácticas evangélicas constitu-­

st
yen, entonces, una cultura no material alternativa a los que se ciñen

di
la corriente católica dominante. Más que un abandono total de la cul-­
tura local, esta ruptura revolucionaria solo se produjo, sin embargo,
su
en ciertos aspectos de la vida cotidiana. Estos finalmente permitieron
da
la continuidad de las prioridades culturales de larga data, en par-­
ticular las que trataban de la mutualidad del grupo. Por supuesto,
bi

esta combinación de lo viejo y lo nuevo, sobre todo en las prácticas


hi

religiosas, goza de una larga genealogía en los Andes.


ro

Diversas prácticas andinas resultaron ser muy tenaces a pesar


.P

de la represión severa (MacCormack 1991). Además, la apropiación


or

y la selección de diferentes aspectos religiosos con fines políticos más


t

inmediatos anteceden a la conquista, y eso demuestra por qué las


au

poblaciones andinas estaban tan abiertas a los mensajes cristianos


de

(Stern 1992). Por lo tanto, mientras que algunos detalles son diferen-­
tes, la dinámica general que trato aquí ha existido en la realidad so-­
ia

cial local desde mucho tiempo atrás.


op
C

El cambio social evangélico

La rápida y gran escala de conversiones evangélicas en toda Amé-­


rica Latina inspiró un debate acalorado entre académicos sobre los

6. El esquema Ponzi es una operación de inversiones que paga beneficios con las
siguientes inversiones conseguidas, en vez de otorgar retornos. Por ello requiere,
de una inversión creciente. Fracasa debido a que las ganancias que se logran son
menores que los pagos a los inversores.
276 Arthur Scarritt

«retratos monolíticos» del impacto político de este nuevo movimien-­


to (Smilde 2003). ¿Era cuestión de un cambio social progresivo de
índole general o de una reanimación de las viejas formas de domi-­
nación? Aunque el interés en este tema ha disminuido, un consenso
general surgió en el sentido de que la naturaleza altamente descen-­
tralizada del movimiento evangélico en gran medida permitió su rá-­
pida propagación. Lo anterior significaba que las conversiones nunca
formaron un movimiento transformativo de la sociedad, sino que si-­

n
guieron siendo un proceso muy fragmentado. En otras palabras, las


uc
nuevas prácticas podían ser cualquier cosa para la persona depen-­
diendo de su contexto y aplicación local (Kamsteeg 1998).

rib
El impacto mayor de la presencia evangélica es muy local y di-­

st
verso (Freston 2001). Por lo tanto, las investigaciones de este impacto

di
se enfrentan con una larga lista de posibles medios y resultados, y se
su
limitan a un ámbito local. Robbins (2004) hace hincapié en que este
enfoque muy localizado significa que los investigadores deben con-­
da

textualizar sus hallazgos y sus implicaciones, pues todo depende de


bi

condiciones que se establecen sobre el terreno. Cualquier análisis de


hi

significados más profundos tiene que estar controlado por aquellas.


ro

La siguiente sección plantea los principales impactos del evangelis-­


.P

mo en América Latina y sus resultados contradictorios con el fin de


contextualizar los cambios en Huaytabamba.
or

De alguna manera, todos los cambios sociopolíticos se derivan


t
au

de las transformaciones culturales al centro de la doctrina y la prácti-­


ca evangélicas. El movimiento evangélico hace hincapié en la «ruptu-­
de

ra» de la cultura dominante y disfruta de su éxito en el mantenimien-­


ia

to de esta discontinuidad a través de sus ritos carismáticos como el


op

hablar en lenguas, su código de asceta (código que prohíbe beber


alcohol, usar drogas, tener relaciones extramatrimoniales, etc.) y una
C

demonización dualista de la corriente dominante (Robbins 2004:


127). La conversión genera una comunidad que se autorrefuerza y
que ayuda a mantener tanto la membresía como la propia institución
(Lim y Putnam 2010).
Además, su énfasis en los laicos que sirven como promotores le
ha permitido crear las instituciones a través de las cuales opera y se
mantiene de forma rápida y económica (Chesnut 1997). En conjunto,
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 277

el evangelismo ha demostrado ser una cultura de carácter móvil, que


prefiere dialogar en vez de suplantar los problemas locales. De he-­
cho, la capacidad evangélica para construir las instituciones, parti-­
cularmente en las áreas de privación relativa, aumenta su atractivo
popular. Con las prácticas culturales de reciente creación, reforzadas
por instituciones fuertes, el evangelismo representa un gran poten-­
cial para aún más cambios.
Uno de los cambios más dramáticos y directos, documentado

n
en una gran variedad de situaciones, implica una renegociación ri-­


uc
gurosa del patriarcado. Las restricciones evangélicas —en contra del
consumo del alcohol, el adulterio, el juego y la lucha— aislaron a

rib
los hombres fuera de las zonas tradicionales de la competencia por

st
estatus, que consistían, a menudo, de prácticas con resultados abu-­

di
sivos contra las mujeres. Por otra parte, las nuevas Iglesias tienen
su
muchos puestos de gerencia disponibles para las mujeres, que les
permiten no solo adquirir habilidades de liderazgo sino también
da

mayores expectativas. Además, el evangelismo reposiciona la vida


bi

familiar como nueva prioridad de los hombres. Sin embargo, la ma-­


hi

yoría de las enseñanzas mandan que las esposas deben obedecer a


ro

sus maridos como los hombres obedecen a Dios. Los hombres siguen
.P

ocupando la mayoría de los puestos más importantes. Políticamente,


tales cambios han facilitado una mayor participación política (Brusco
or

1993) e, incluso, han feminizado las prioridades políticas de la comu-­


t
au

nidad (Burdick 1993).


En cuanto a los cambios políticos, algunos trabajos han encon-­
de

trado que los orígenes, las estructuras y las prácticas, tanto como la
ia

temática de las nuevas Iglesias protestantes, son autoritarios. El pa-­


op

pel central de los líderes carismáticos, al igual que la necesidad de su-­


pervivencia, se combinan para reproducir el corporativismo despó-­
C

tico que se difunde por América Latina (Bastian 1993;; Chesnut 1997,
2003;; Gaskill 1997;; D’Epinay 1967;; Moreno 1999). Otros encuentran
que el enfoque sobre el individuo y su visión del otro mundo suelen
conducir a una retirada de la política. Las encuestas a gran escala
han encontrado que los evangélicos se distanciaban de la política en
circunstancias difíciles (Smith y Hass 1997, Steigenga 2001, Steigenga
y Coleman 1995), pero algunos de estos autores también señalan la
278 Arthur Scarritt

fluctuación del número de evangélicos de acuerdo con las circuns-­


tancias políticas y destacan, en este sentido, el empleo habitual de
las prácticas religiosas como modo de participación política directa
(Steigenga y Coleman 1995).
En diferentes casos, las prácticas evangélicas han creado nuevos
«espacios abiertos» que enriquecen a la sociedad civil y fomentan una
mayor participación directa (Hale 1997, Stoll 1990). Algunos conversos
escuchan la palabra viva de Dios, que dice actuar directamente en ma-­

n
neras tales como la toma de propiedades desocupadas (Sánchez 2008).


uc
Sin embargo, en términos más generales, los investigadores han encon-­
trado que las prácticas internas de la Iglesia y sus creencias hacen que

rib
los creyentes empiecen a ser ciudadanos más activos en vez de suje-­

st
tos clientelistas. La experiencia universal carismática, en que todos los

di
practicantes hablan directamente con Dios, les permite desafiar a los
su
líderes de la Iglesia y otras organizaciones (Burdick 1993, Stoll 1990).
Ante la falta de una agenda política inherente (a diferencia de
da

los movimientos obreros, por ejemplo), la nueva religión ha apoyado


bi

diversos proyectos políticos como aumentar los sueldos, crear una


hi

bastión de paz en la guerra civil, ayudar a controlar las guerrillas


ro

extremistas, pedir recursos al Estado, superar los sistemas de im-­


.P

puestos y luchar contra el racismo (Annis 1987;; Brusco 1993;; Burdick


1992, 1996;; Del Pino 1996;; Green 1993;; Martin 1990;; Muratorio 1982;;
or

Stoll 1993). Tratando de generalizar las relaciones causales, Ireland


t
au

(1999) sostiene que, cuanto más el espiritualismo facilita el control


de la vida cotidiana al hacer que los practicantes se aparten de la
de

corrupción y se acerquen a las redes que enfrentan las «patologías de


ia

la pobreza», más democrática será la Iglesia.


op

Más allá de los proyectos políticos destinados a fines económicos,


la investigación sobre el impacto económico del evangelismo presen-­
C

ta un cuadro de resultados desiguales. Los empleadores ven a los con-­


versos como particularmente libres de corrupción, pero también se
dan cuenta de que la mano de obra no es lo más importante para ellos
(Chesnut 1997, Martin 1990, Maxwell 1998). Las prácticas ascéticas
pueden ayudar a acumular un capital limitado (Maxwell 1998), y la
religión puede servir como una crítica del capitalismo y del consumis-­
mo (Burdick 1993;; Meyer 1995, 1999). Sin embargo, muchas personas
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 279

se unen debido a los orígenes del evangelismo en los Estados Unidos,


con la esperanza de hacer lucrativas las conexiones sociales (Garrard-­
Burnett y Stoll 1993). Algunas Iglesias enseñan que los piadosos dis-­
frutarán de la prosperidad material (Coleman 2000, Freston 1995). Por
lo general, mientras que algunas de las actitudes pueden cambiar,
muy poco indica que la conversión evangélica en sí se ha traducido
en un estatus socioeconómico cualitativamente mejorado.
En resumen, la conversión evangélica se trata, en términos gene-­

n
rales, de un dramático cambio cultural y del desarrollo de una nueva


uc
alianza entre sus practicantes. Estos cambios han alterado de manera
diversa las relaciones sociales, políticas y económicas. Mientras que

rib
en algunos casos han sido progresistas, también han surgido, con fre-­

st
cuencia, prácticas de naturaleza conservadora. Investigar los casos

di
individuales siguen siendo una de las mejores rutas para entender el
su
impacto del movimiento evangélico, dado su carácter fragmentado y
su tendencia a comprometerse con los problemas locales. Entre tales
da

elementos, el caso de Huaytabamba se involucra más directamente


bi

con la creación rápida y barata de una comunidad autosostenible que


hi

resulta de una ruptura, particularmente en la manera en que esto se


ro

relaciona con una apertura en la estructura de oportunidades y una


.P

renegociación del gobierno local.


or

Métodos
t
au
de

Para llegar a estas cuestiones, viví y trabajé junto a los comuneros por
casi dos años, llevando a cabo más de cien entrevistas abiertas con
ia

miembros de la comunidad, así como con diversos agentes externos


op

que trabajaban en el pueblo. De hecho, mi entrada a Huaytabamba


C

fue gracias a una organización no gubernamental (ONG) de Ayacucho


que tenía fuertes lazos con la comunidad y donde venía trabajan-­
do desde hacía más de veinte años. El personal me proporcionó un
sólido conocimiento histórico de la comunidad, pero también hablé
con representantes de otras organizaciones no gubernamentales y
gubernamentales, incluyendo al alcalde y al gobernador del distrito.
Ninguno de los muchos agentes con los cuales hablé —incluso a los
que entrevisté en trabajo de campo— tenían una percepción clara de
280 Arthur Scarritt

la movilización evangélica, así como tampoco consideraban el evan-­


gelismo algo parecido a una afirmación de los intereses populares.
Las únicas opiniones fuertes fueron negativas y veían las creencias y
prácticas del evangelismo con desprecio.
En el pueblo, yo solía asistir a las reuniones y celebraciones
evangélicas, sobre todo con la congregación más numerosa, las
Asambleas de Dios. Pregunté a los creyentes por sus experiencias
de conversión, la historia de la Iglesia local, sus creencias y sus vidas

n
como evangélicos. También pregunté sobre el papel de la Iglesia en


uc
los eventos de la comunidad y hablé con los habitantes no evangéli-­
cos del pueblo acerca de sus perspectivas sobre la Iglesia y su lugar

rib
en la comunidad.

st
Con la ayuda de un asistente de investigación bilingüe (español-­

di
quechua) de gran experiencia y mucha capacidad, grabé y transcri-­
su
bí el ochenta por ciento de mis entrevistas, así como muchas de las
reuniones a través de las cuales los pobladores debatían, ordenaban
da

e influían en la vida local. Complementé estas entrevistas con los


bi

archivos escasos del pueblo. Fui informado de que los registros de


hi

Huaytabamba que se encontraban en el archivo del Ministerio de


ro

Agricultura habían desaparecido. Después de haber entrevistado a


.P

más de setenta por ciento de la población adulta, sin embargo, fui


capaz de armar una historia bastante detallada de los eventos princi-­
or

pales del pueblo, de los roles de diferentes personas en ellos y de los


t
au

pensamientos y creencias de todos acerca de su historia.


El pueblo se encuentra a una hora de la ciudad de Ayacucho. Es
de

un viaje de doce kilómetros en autobús: la carretera principal pavi-­


ia

mentada hace la mitad de la ruta, mientras que el resto consiste de


op

caminos en mal estado, de tierra estrecha. Aunque los pobladores


habían construido la carretera hasta la comunidad, casi nunca llega-­
C

ban los autobuses. Sin embargo, los pobladores regularmente hacían


el viaje a la ciudad, el centro de las actividades socioeconómicas. No
obstante, la posibilidad de visitar la ciudad no significa un acceso
fácil a sus instituciones.
Los pobladores vivían en las parcelas familiares, en pequeñas ca-­
sas de adobe, cerca de la plaza central. El quechua es la lengua prin-­
cipal. Las estrategias de reproducción, como en la mayor parte de la
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 281

población rural, consistían en una combinación de labores agrícolas


y trabajo remunerado (en su mayoría esta labor significaba un pago
consistente en diez soles por día), ya sea en el área inmediata, en la
ciudad o en lugares más alejados a través de la migración temporal.
El promedio de tierra por familia era de tres hectáreas, aunque había
una variación desde los sin terreno a los propietarios de un máximo de
veinte hectáreas. Una ONG local calculó que la mayoría de los ingresos
individuales del pueblo equivalían a menos de un dólar por día.

n
Los pobladores practicaban muchas formas de intercambio de tra-­


uc
bajo mutuo, sobre todo la faena, en la que todas las familias trabajaban
en proyectos de la comunidad (como la limpieza de canales de riego);;

rib
y en el ayni, en el que algún tipo de reciprocidad (que incluía una mano

st
de obra limitada pero pagada) regulaba a los grupos que trabajaban en

di
las chacras controladas por las familias. Por lo general, la comunidad se
su
gobernaba a sí misma, con la elección periódica de una junta presiden-­
cial, que se hallaba relacionada con el alcalde y el gobernador del distri-­
da

to. Dentro de este sistema, los comuneros tienen la obligación de servir


bi

en el sistema de autoridad local, posición no remunerada por el Estado.


hi
ro

El contexto del evangelismo en Huaytabamba


.P
or

Como se ha subrayado a lo largo de la literatura reciente, la compren-­


t

sión del impacto evangélico exige situar el movimiento dentro de las


au

condiciones locales. La situación vigente de la política económica de


de

los campesinos de Huaytabamba implicaba una grave tensión entre


sus deseos por un desarrollo económico moderno y un sistema de
ia

explotación que prometía promoverlo. Como ocurría en otros pue-­


op

blos, la comunidad proporcionaba el principal medio para acceder a


C

recursos externos, movilizar la mano de obra colectiva y forjar una


identidad étnica (Wade 1997). Sin embargo, la forma clientelista tan
personalizada de la adquisición de recursos también posicionaba a la
comunidad como medio principal para extraer la riqueza del pueblo
(Scarritt 2011). La realidad político-­económica de la vida del pueblo
oscilaba entre estas dinámicas contradictorias, que desfavorecían en
gran medida a los pobladores y los hacía más propensos a la explota-­
ción que a la realización de sus objetivos.
282 Arthur Scarritt

A partir de la década de 1980, así como el evangelismo comen-­


zaba a ganar terreno, una persona llamada Damián dirigió un peque-­
ño grupo de cuatro familias que buscaban emprender proyectos de
«desarrollo». Estas familias eran consideradas como las fundadores
del pueblo y sus miembros, como patriarcas;; eran las propietarias
de los terrenos más extensos del pueblo;; y tenían derechos políticos
particulares sobre las decisiones locales. Sus iniciativas de desarrollo
requerían donaciones de mano de obra y de fondos del resto de los

n
habitantes. Como documento en otro artículo (Scarritt 2011), estos


uc
proyectos se tejieron en una estrategia laberíntica, en que los peque-­
ños proyectos se comprometieron a aprovechar ganancias enormes,

rib
que incluían un crecimiento extenso de terrenos y ganado.

st
Los líderes del proyecto utilizaron los fondos comunales para

di
establecer conexiones estrechas con funcionarios públicos de la ciu-­
su
dad. Como resultado, establecieron un esquema Ponzi en la que los
comuneros contribuían cada vez con más recursos, en un intento de
da

recuperar lo que ya habían invertido. Al final, se vieron obligados a


bi

vender la mayor parte de sus animales, sin recuperar nada. En 1994,


hi

Damian, el líder de esta iniciativa, desapareció sin dar cuenta de los


ro

fondos. De este modo, estos dirigentes «les quitaron todo su dinero a


.P

los comuneros» como lo describió un hombre, y dejaron a los campe-­


sinos sin ahorros y muy endeudados.
or

Esta explotación desarrollista dejó las instituciones locales en


t
au

ruinas y arraigó la desconfianza. Los comuneros «perdieron toda


confianza en las autoridades y luego [...] ni siquiera querían trabajar
de

juntos;; entonces la autoridad [más tardía] ya no podía hacer nada».


ia

Las faenas y los ayni, a través de los cuales se realizaba la mayoría


op

del trabajo del pueblo, casi desaparecieron. Las reuniones comunales


se suspendieron casi por completo;; los días patronales ya no fueron
C

observados;; las fiestas ya no se celebraron. Incluso, la cantidad de


campeonatos de fútbol se redujeron de manera dramática.
La Iglesia evangélica creciente, sin embargo, permaneció en
gran medida intacta. Este hecho se debió a la combinación de va-­
rios factores, similares a los que se encuentran en otras experiencias
evangélicas. En este momento, la Iglesia representaba principalmen-­
te un escape del trabajo duro de la vida cotidiana. La congregación
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 283

se miraba hacia el interior, y sus miembros se concentraban en ser


buenos cristianos. En la Iglesia, la gente buscaba la calma y una so-­
cialización positiva con otros evangélicos de ideas afines. La Iglesia
era un «espacio abierto», no contaminado por las preocupaciones de
la comunidad. Resultó ser de poca amenaza y poco rentable para que
Damián y sus aliados intentaran controlarla. Los creyentes iban allí
específicamente para arrojar las preocupaciones de la vida laica. En
otras palabras, la política de la Iglesia era, en ese entonces, la no-­po-­

n
lítica, y, de hecho, la política local había abrumado a los comuneros.


uc
Además, su principal fuente de identidad local, la comunidad, creó
la incertidumbre y la ansiedad en su vida diaria.

rib
st
El crecimiento evangélico

di
su
El momento decisivo del movimiento evangélico en Huaytabamba
ocurrió precisamente porque la nueva religión permitió a la gente
da

apartarse de la corriente dominante católica local, en particular de


bi

sus elementos autodestructivos: el consumo excesivo de alcohol, las


hi

peleas y la violencia doméstica. Un patriarca (católico) del pueblo,


ro

don Alfonso, recurrió, en su desesperación, a algunos «hermanos» de


.P

otro pueblo, cuando no pudo encontrar otra solución para sus penas.
or

Una vez curado, se convirtió en creyente muy dedicado, pasando


t

por una transformación extrema de personalidad y siguiendo estric-­


au

tamente las prescripciones de comportamiento evangélico. Como ex-­


de

plicó el pastor de la Iglesia actual, Alfonso había sido notoriamente


abusivo en el pueblo. «Era bien perverso, borracho y loco;; y después
ia

de haber sido convertido, se ha tranquilizado». De hecho, durante


op

una borrachera, había desconectado el lóbulo de la oreja de su espo-­


C

sa, que colgaba como un testimonio vivo de los actos de violencia.


Con esta conversión de cura milagrosa, Alfonso se convirtió en
uno de los primeros conversos locales. Se le atribuye la fundación de la
Iglesia del pueblo y se le ve como testimonio vivo de la verdad del pun-­
to de vista evangélico, del que hace proselitismo de manera energética.
Al alejarse de hábitos personales autodestructivos, se convirtió en una
fuerte evidencia de la eficacia de la doctrina radical de que la dedica-­
ción trae la salvación —o la versión más cotidiana de que la dedicación
284 Arthur Scarritt

mejora la vida del creyente—. De ese modo, se proporcionó un meca-­


nismo de refuerzo innato al evangelismo: a medida que la gente adop-­
taba la cultura evangélica, empezaban a llevar una vida más saludable,
inspirando una devoción más profunda a la Iglesia. Sin embargo, la
interpretación se mantuvo en términos plenamente evangélicos:

De acuerdo a la Palabra que Dios nos explica, sino por la fe y creer


en Dios podemos ser curados y Él nos cura de la enfermedad. Así que

n
vemos a los hermanos que estaban muy enfermos y que no podían re-­


cuperarse y con nada se curaban, con esto creemos que existe el poder

uc
de Dios.

rib
Durante los primeros años, los creyentes (y Alfonso, en parti-­

st
cular) generalizaron los casos extremos7 de violencia doméstica y de

di
enfermedad para extender la fórmula a todo tipo de problema de la
su
vida. En otros términos, los conversos sostenían que el evangelismo
no especificaba un solo mal. La fórmula era de aplicación universal,
da

sin importar que se tratase del problema de una vaca o de una enfer-­
bi

medad como el cáncer. Dado que estos pequeños éxitos requerían una
hi

doctrina radical universal, los agentes estaban, en cierto sentido, en


ro

lo correcto: con el fin de hacer los cambios reales y para realizar, en


.P

efecto, un cambio cultural tan radical, uno tenía que creer que todos
los cambios fueron posibles a través de exactamente el mismo medio.
or

Cambios tan dramáticos como los ocurridos en la vida de


t
au

Alfonso y en los demás hombres que siguieron su camino resultaron


en muchos conversos que se hicieron fanáticos. Estos promovieron
de

esta salvación y su acompañante visión del mundo como la experien-­


ia

cia más profunda que podría tener un ser humano. Este hecho inspi-­
op

ró a los agentes locales a explotar este concepto sin vergüenza para


hacer crecer la Iglesia. Aplicaron su nueva visión del mundo a los
C

problemas de todos, advirtiendo que empeorarían y que el único re-­


medio era convertirse al evangelismo. Afirmaron que casi cualquier

7. Los éxitos fueron extremos en el hecho de que parecían ser «enfermedades cu-­
rables», que no se habían tratado debido a las patologías del sistema imperante,
en especial la vida dura como resultado de las conductas autodestructivas alen-­
tadas por ese sistema.
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 285

enfermedad era mortal y que requería no solo la dedicación de los


enfermos sino, también, de toda la familia.
En uno de los muchos casos, un hombre que tenía las manos
hinchadas, debido al cuidado de sus vacas en las punas frías, trans-­
mitió que el fundador de la Iglesia «don Alfonso me dijo: “que entre
al evangelismo porque esta enfermedad que tiene va a entrar en su
corazón y puede morir, pero en el evangelismo gozará de buena sa-­
lud”». Las autoridades de la Iglesia enseñaban tomando, además de

n
la salud, otros puntos de debilidad. Una mujer explicó que el pastor


uc
de entonces le había convencido de dedicarse más a la Iglesia. En
cuanto a su falta de asistencia y participación,«me dijo que iba a su-­

rib
frir mucho, que algo malo me iba a pasar;; que podría ser la muerte

st
de su marido u otra cosa seria [...]. Después de que me dijo eso, unos

di
tres días pasaron y todos mis animales fueron robados».
su
Debido a las palabras del pastor, la mujer fácilmente interpretó
este y otros problemas, al menos parcialmente, como resultado de
da

sus fallas como evangélica. A pesar de no pedirlas, más de la mitad


bi

de la congregación activa me proporcionó anécdotas específicas de


hi

sus vidas que ellos habían interpretado como directamente relacio-­


ro

nadas con el grado de su dedicación. Por lo tanto, siempre y cuando


.P

sucedieran cosas malas a la gente —las que ocurrían con una frecuen-­
cia desalentadora—, la Iglesia tenía una herramienta dinámica para
or

la contratación y la retención de su población.


t
au

La devoción evangélica
de
ia

El establecimiento de la Iglesia resultó muy difícil, pues las nuevas


op

creencias y prácticas generaban la hostilidad vehemente de los cató-­


C

licos. Entre otras cosas, este hecho significaba que los adherentes a la
nueva cultura estaban especialmente dedicados y sufrían de mucha
persecución. En un primer plano, cuando el evangelismo se apoderó
de Huaytabamba, los pocos seguidores enfrentaron una persecución
considerable, debido a que sus prácticas se consideraron muy raras y
amenazantes desde la perspectiva católica. En los primeros años del
movimiento evangélico en Huaytabamba, los otros comuneros
286 Arthur Scarritt

[...] nos odiaban. Había detrás de la casa [donde los evangélicos se reu-­
nían] un lugar, donde alguien puso dinamita que explotó;; lo hicieron
mi sobrino Hilario [un converso más tardío] y otras personas. Quería
salir a ver y me dijeron, «No salgas. Si son los terroristas nos van a dejar
papeles». Cuando fuimos a ver por la mañana habían dejado un papel
donde nos decía que dejáramos de ser evangélicos.

Esta actitud inicial fue ampliamente confirmada. Un creyente


robusto actual admitió que «en aquel entonces no me gustaban los

n

evangélicos, los odiaba, les dije a los otros de tomar y sacar a los

uc
evangélicos de este pueblo». Rumores maliciosos se difundieron: «la
gente que ahora es evangélica nos dijo [a los primeros evangélicos]

rib
que éramos promiscuos», un rumor que persiste en algunos círculos

st
católicos de hoy. De hecho, muchos católicos afirman que «los evan-­

di
gélicos son mujeriegos» y que un hombre evangélico de otro pueblo
tenía relaciones sexuales con sus hijas. su
Pero esta persecución polarizó la situación, empujando a los
da

creyentes a dedicarse fuertemente a su fe o a abandonarla. De esta


bi

manera, se requería de una devoción entera si se deseaba ser par-­


hi

te del movimiento. «Sí, ellos trataron de botarnos, pero los pastores


ro

nos dijeron que no les hiciéramos caso, “si golpean una mejilla, pre-­
.P

séntale la otra;; no les están pegando, sino están golpeando a Dios”,


or

nos dijeron». En el estilo clásico cristiano, la persecución se convirtió


en un medio de fortalecimiento y promoción de la religión, dando
t
au

a los creyentes una razón de ser mucho más intensa. En la ciudad,


de

los evangélicos se enfrentaban regularmente con tal hostilidad. Una


vez, cuando me disculpé con el sucesor de Alfonso, Pedro, por las
ia

duras palabras antievangélicas de un trabajador de una ONG, Pedro


op

se limitó a decir que no le importaban tales declaraciones, ya que solo


C

servían para que fortaleciera su fe.

La cosmovisión evangélica

Con la popularidad del movimiento evangélico, el pueblo estaba im-­


pregnado por una visión apocalíptica del mundo. Esta ideología se
trataba de perspectivas interrelacionadas, tanto etéreas como mun-­
danas. En cuanto a la escala celestial, la gran narrativa premilenaria
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 287

mantenía que el deterioro de las condiciones en el mundo indicaba


el Armagedón inmanente, y los signos del Apocalipsis estaban por
todas partes. Un creyente lo explicaba del siguiente modo:

[...] dijo nuestro Dios Jesucristo que antes de su vuelta al mundo habrán
señales;; habrán muchas guerras entre las naciones [...] habrán terremotos
en muchos lugares, habrán hambres en muchos lugares en gran parte
donde no aceptan a Cristo y en estos lugares sufrirán pestilencias. Dice
también que en los últimos días muchos se enfriarán o sea que los creyen-­

n

tes se enfriarán [hacia la Iglesia] y en este momento hay pocos creyentes;;
analizamos y puede ser por la venida del Señor y para el fin del mundo.

uc
rib
No obstante, debido a la presencia de estas señales literalmente

st
en todas partes, esta dinámica también se podría aplicar a la vida co-­

di
tidiana. Cualquier deficiencia se medía en términos de la dedicación
a la Iglesia. Por ejemplo, una mujer me dijo:su
da

No siempre estoy alegre, pues siempre estoy pensativa. Pienso mucho


en el problema que me ha pasado con mi hijita [esta persona fue violada
bi

y el autor del crimen de Huaytabamba se negó a tomar la responsabili-­


hi

dad] y pienso que este problema se debe a no estar orando en el templo;;


ro

pienso que por eso he sido castigada por ser madre soltera y ahora que
.P

tengo mi conviviente me hace sufrir.


or

Pero la gente también interpretaba cualquier ganancia como un


t
au

milagro y motivo para aumentar la dedicación a la Iglesia. Otra mu-­


jer dijo: «gracias a Dios porque Él nos da lo que necesitamos;; por
de

eso me siento que lo que me pasó fue un milagro, porque si no me


ia

hubiera acordado de Dios no tendría una vaca y me faltaría tomar


op

leche y comer queso».


La tendencia apocalíptica, tanto laica como religiosa, es general-­
C

mente representada como medio de adquirir creyentes devotos, cuya


rectitud les permitiese aguantar contratiempos continuos (Roberts
1995), pero los comuneros de Huaytabamba podían aplicar el as-­
pecto material de la doctrina a sus vidas cotidianas de manera in-­
mediata. De este modo, la doctrina proporcionó la herramienta más
potente para el reclutamiento y la retención. En efecto, debido a que
la gente experimentaba resultados concretos, la visión apocalíptica
288 Arthur Scarritt

se convertía cada vez más en lastre, visto que el fin del mundo, pro-­
yectado para el año 2000, nunca se produjo. La clave venía de los
resultados concretos. La visión apocalíptica solo parecía proporcio-­
nar la relación causal principal de la fórmula que los creyentes apli-­
caron universalmente a sus vidas. Esta tendencia ni siquiera parece
un elemento importante en la ruptura revolucionaria, especialmente
comparada con los rituales, el otorgamiento de poderes populares y
otros beneficios que se describen a continuación.

n

uc
La revolución evangélica

rib
Además de una fórmula de aplicación universal y de partidarios de-­

st
votos, el evangelismo también prosperaba porque compitió exitosa-­

di
mente con otras visiones existentes del mundo. Por un lado, el movi-­
su
miento evangélico enfrentó directamente el catolicismo y amonestó
a los creyentes de abstenerse de muchos de los «pecados» católicos.
da

No obstante, el evangelismo también prosperó, porque compitió con


bi

éxito contra las visiones actuales del mundo laico. Los comuneros lu-­
hi

chaban por encontrar una buena atención médica, más ingresos y la


ro

protección contra la violencia de las instituciones públicas y priva-­


.P

das. Por ejemplo, la mujer que había sido violada dijo: «Yo presenté
or

una queja conforme a la ley, creyendo en la ley, pero no hay justicia».


t

Por lo tanto, los evangélicos podrían fácilmente interpretar el robo,


au

la enfermedad, la violencia e, incluso, los ingresos económicos ines-­


de

perados en términos religiosos en vez de términos laicos. En otras


palabras, el evangelismo prosperó, de manera significativa, por la
ia

falta del acceso de los comuneros a las instituciones del Estado.


op

Como se ha documentado en otros lugares (véase Robbins 2004),


C

el evangelismo también implicaba un atractivo de autorrefuerzo, ya


que proporcionaba una comunidad de individuos de ideas afines
que disfrutaban de forma segura de las prácticas dinámicas de su
nueva cultura. Como en otros lugares (D’Epinay 1967, Burdick 1993),
la gente asistía porque gozaban de asistir. «Me gusta el canto y la
oración», dijo un practicante típico. En otras palabras, la gente dis-­
frutaba de las reuniones y seguía asistiendo debido a la racionalidad
sustantiva de esta actividad en sus vidas.
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 289

A medida que crecía la congregación, este sitio donde uno par-­


ticipaba en actividades espirituales maravillosas comenzó a conver-­
tirse en un nuevo centro de la vida social del pueblo. Tal vez más
profundamente, la gente encontró que la Iglesia le dio nuevas y más
significativas prioridades de vida: «con el evangelismo estamos con
nuestras familias y me siento más unida a mis hijos y yo siempre
pienso en mi familia». Además, la gente esperaba que la Iglesia re-­
solviera muchos de sus problemas cotidianos. Una mujer «oró a Dios

n
para obtener una vaca», y así consideró que el préstamo fácil de su


uc
suegro era un milagro. En otras palabras, los comuneros tenían razo-­
nes para participar de una racionalidad instrumental, porque veían

rib
«consecuencias» positivas gracias a su participación.

st
Y uno de los aspectos más valiosos de la vida de la Iglesia fue que

di
le permitió a sus feligreses escapar de la tensión y la incertidumbre de
su
la vida cotidiana, especialmente mientras Damián sacaba más dine-­
ro del pueblo. Este personaje había intentado ser pastor de la Iglesia
da

evangélica, así como había tratado de controlar todas las instituciones


bi

locales. Sin embargo, como el hermano menor de Damián me confesó,


hi

«mi hermano quería ser pastor, pero no lo aceptaron». La Iglesia re-­


ro

sultó ser la única institución importante que resistió su manipulación.


.P

Como un hombre me explicó, el criterio para ser elegido como


pastor se basaba casi exclusivamente en su dedicación al movimien-­
or

to evangélico. Las habilidades considerables de Damián, que le otor-­


t
au

gaban liderazgo en el resto del pueblo, se centraban más bien en su


capacidad para relacionarse con el mundo exterior, pero él no quería
de

cumplir con las exigencias onerosas de tiempo como prueba de de-­


ia

dicación de la Iglesia. En total, los intereses de la congregación eran


op

muy insulares y se enfocaban casi exclusivamente en lo que pasaba


al interior de la capilla, hecho que neutralizó la apelación de Damián.
C

En suma, con su doctrina de aplicación universal, las pruebas


exitosas —especialmente en comparación con las visiones del mun-­
do competidoras—, la ruptura dramática con la cultura dominante,
la fuerte persecución y la incorporación activa de todos los creyentes,
el evangelismo en Huaytabamba representó un cambio revoluciona-­
rio. En lugar de modificar gradualmente las facetas diferentes de la
vida social, por lo menos en el dominio de la Iglesia y las casas de los
290 Arthur Scarritt

practicantes, transformó todos los aspectos importantes de la vida. En


este sentido, mientras que Damián y sus proyectos de desarrollo domi-­
naban la vida laica del pueblo, la Iglesia representaba un alejamiento
de las tensiones del mundo y su énfasis en el bienestar material.

El evangelismo toma el control

Con la salida repentina de Damián en 1994, que marca el fracaso de

n

las instituciones tradicionales laicas, el papel de la Iglesia empezó a

uc
orientarse más hacia el exterior. En efecto, la Iglesia comenzó a ser
capaz de aplicar su doctrina universal a las instituciones sociales del

rib
pueblo en lugar de restringirlo a los comportamientos individuales.

st
Si bien la fórmula evangélica universal se había limitado, en gran par-­

di
te, a las acciones que tomaron como individuos, ahora comenzaba a
su
influir en el ámbito de la comunidad. Este hecho fue particularmente
cierto una vez que los fieles de la Iglesia empezaron a llenar el vacío
da

de liderazgo comunitario, motivados por sus creencias evangélicas


bi

para servir a sus hermanos y hermanas. Este fue un ejemplo sobresa-­


hi

liente de cómo el movimiento evangélico coincidía con la comunidad:


ro

hermanos y hermanas se convirtieron en nuevos referentes de miem-­


.P

bros de la comunidad y dejaron de ser solo compañeros de Iglesia.


or

Preeminente entre los nuevos líderes evangélicos de la comu-­


t

nidad era Pedro, un hombre que la comunidad había deseado una


au

vez exiliar a causa de su alcoholismo y su comportamiento. Por un


de

lado, la religión inspiraba a estos individuos a tomar una posición


de liderazgo del pueblo, como había ocurrido en muchos otros luga-­
ia

res evangélicos en América Latina (Garrard-­Burnett 1993): «Quiero


op

hacer algo para mis hermanos y hermanas», me explicó Pedro, por


C

lo que «siempre he tratado de servir en un puesto [de la comuni-­


dad]». Por otro lado, la Iglesia proporcionó otra jerarquía alternativa
a través de la cual las personas podían adquirir estatus y convertirse
en líderes. Como se ha señalado anteriormente, Damián carecía de
adecuado estatus evangélico, porque no se demostró suficientemente
dedicado a la Iglesia. Por el contrario, Pedro y otros se distinguieron
gracias a su trabajo para la Iglesia: «La gente admira a don Pedro;;
siempre está en las reuniones;; siempre ayuda;; es buen cristiano».
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 291

De este modo, Pedro se convirtió tanto en pastor de la Iglesia


como en presidente de la comunidad, ocupando las dos posiciones
por dos años entre 1998 y 2000. Como presidente y pastor, Pedro
reanimó con éxito las habilidades moribundas del pueblo para par-­
ticipar en proyectos comunitarios. Algunas personas, como don
Alfonso, criticaron a Pedro por politizar el papel del pastor. Varios
católicos se quejaron de que el dominio evangélico socavaba algunas
de las prácticas tradicionales de mantenimiento, en particular la del

n
riego, llamada yarqaspi: «Como no hay fiesta, ya no limpian las zan-­


uc
jas». Otros fueron más allá, quejándose de que la nueva religión, «nos
trajo desorden, hasta para los muertos».

rib
No obstante, en términos generales, la gran mayoría consideraba

st
a Pedro como uno de los presidentes más eficaces de la historia del

di
pueblo. Con pocas excepciones, incondicionales de la Iglesia se des-­
su
hicieron en elogios de su trabajo político. Aún más conmovedora, las
cuatro quintas partes de los católicos con los que hablé del asunto com-­
da

partían esta opinión en cuanto al régimen de Pedro. Como uno lo dijo:


bi

«en su período, él realizó muchas obras públicas y logró más obras que
hi

ningún otro presidente reciente. Los demás no podían obtener el apo-­


ro

yo de la comunidad». Estos programas incluyeron letrinas comunita-­


.P

rias, la construcción de una nueva escuela, la provisión de calaminas


para los techos para toda la comunidad, un programa alimentario para
or

niños y la revitalización del sistema de agua potable. En este sentido,


t
au

Pedro dijo que él nunca odiaría a Damián, porque este le enseñó cómo
tener acceso a tales recursos de las agencias gubernamentales.
de

Pedro propugnaba una visión particularmente religiosa del lide-­


ia

razgo comunitario. Primero, la religión le inspiró el servicio cívico.


op

Luego, entendió las obras civiles en función de como atendían las


necesidades de la Iglesia. Por ejemplo, él me dijo que adquirió las le-­
C

trinas para el pueblo para que los «hermanos» visitantes tuvieran un


lugar para sus necesidades. Esencialmente, para Pedro, había poco
que dividía la Iglesia de la comunidad, y sus acciones como pastor-­
presidente se unieron a estas dos instituciones aún más.
Esta consolidación de papeles se realizó dentro de la misma
Iglesia más que en ninguna parte. Pedro «siempre exhortaba a la
congregación [en sus sermones] y de esta manera conseguía que los
292 Arthur Scarritt

miembros de la Iglesia contribuyera a la comunidad». En otras pa-­


labras, Pedro utilizó el púlpito para presionar a los creyentes de ha-­
cer sus deberes cívicos y de participar en eventos comunitarios, tales
como los equipos de trabajo comunal. Él promovía que el pueblo era
una familia y que era necesario para los buenos cristianos trabajar
para y con toda su familia. Él mismo trabajó duro en nombre de la
comunidad y solicitó apoyo a varias instituciones para llevar sus pro-­
yectos al pueblo.

n
Al parecer, las técnicas de Pedro funcionaban. Pronto, todo el


uc
pueblo, evangélico en su mayoría en este momento, trabajaba de
nuevo en proyectos comunitarios y en los campos de sus vecinos.

rib
Pedro no solo dependía del hecho de que la Iglesia haya mantenido

st
su subcultura y los lazos de confianza, sino que también sacó pro-­

di
vecho de ello. Antes de Pedro, la Iglesia no había sido políticamente
su
activa, hecho que resultó en el comentario de varias personas que
Pedro «no se comportaba como pastor». Por lo tanto, este logró esta
da

revitalización de la comunidad, en primer lugar, a través de la fusión


bi

concreta de la Iglesia y el pueblo;; y, en segundo lugar, mediante la


hi

movilización de la red de la Iglesia de recién creación para las tareas


ro

que antes estaban bajo los auspicios de la comunidad.


.P

La prueba más convincente de esta consolidación de Iglesia y


comunidad se pone en evidencia cuando Pedro convence fácilmen-­
or

te tanto a los católicos como a los evangélicos de tumbar la capilla


t
au

católica con el fin de hacer espacio para una nueva escuela. Solo
que después de varios años, cuando ninguna nueva capilla nunca
de

se materializó, los pobladores se quejaron de ser manipulados. «Los


ia

evangelistas tumbaron a nuestra Iglesia [...]. Sí, yo ayudé a tumbarla,


op

pero me dijeron que una nueva se construiría y esto no ha venido»,


exclamó un hombre como tantos otros. Por lo tanto, la vinculación
C

de la Iglesia y el pueblo en forma tan estrecha superó con éxito los


problemas históricos de la comunidad, pero corrió un grave riesgo
de que las estrechas prioridades religiosas triunfaran sobre las nece-­
sidades del pueblo.
Estos cambios representan más que la revitalización de los equi-­
pos de trabajo comunal. Tales colectivos de trabajo han sido recono-­
cidos como componente principal de la identidad y cultura andina
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 293

(Allen 1988, Flores-­Galindo 1988, Gose 1994, Isbell 1978, Mayer 1985).
Estas no son prácticas eternas que nunca cambian;; más bien, son tra-­
diciones muchas veces inventadas (Hobsbawm y Ranger 1983) que
reemergen y fluyen, o que son contestadas al utilizarse como guías
de comportamiento mundano cotidiano para aportar a una variedad
de proyectos.
En este caso de Huaytabamba, las maquinaciones de Damián
hicieron que los pobladores culparan a la comunidad por su explota-­

n
ción y degradación. Ahora, por contraste, a través de la fusión de la


uc
subcultura evangélica con la comunidad, ellos asociaban el cumpli-­
miento de las promesas del desarrollo con ser miembro de la comu-­

rib
nidad. Esencialmente, Pedro ayudó a la refundación de la identidad

st
étnica basada en la comunidad como una de mutualidad en vez de

di
explotación.
su
La clave de esta transformación fue la Iglesia evangélica. En con-­
creto, la Iglesia siempre proveyó las importantes medidas locales de
da

éxito. Estas se dieron inicialmente solo al interior de la congregación


bi

y respecto a la dedicación a la Iglesia. Sin embargo, las acciones de


hi

Pedro extendieron estas medidas para adoptar a muchos más de la


ro

comunidad. El éxito se asoció más con la construcción de la infraes-­


.P

tructura rural del pueblo y del trabajo con los demás aldeanos.
or

El impacto evangélico
t
au
de

Como se señaló anteriormente, el éxito del gobierno de las comunida-­


des de inspiración evangélica está muy relacionado con su capacidad
ia

para (1) poner freno a la corrupción entre los practicantes y (2) crear
op

redes que enfrentan «las patologías de la pobreza» (Ireland 1999). En


C

cuanto a lo primero, el régimen de Pedro eliminó, en gran medida,


la corrupción en el gobierno del pueblo sin dejar de colaborar con
las agencias paternalistas, altamente corruptas pero responsables de
la entrega de los recursos rurales. Si bien no cuestionó las fuerzas
estructurales que marginaban a estas poblaciones, les impidió crecer
en ámbitos de extracción de recursos como ocurrió con Damián.
El caso de la construcción de la escuela ilustra estas característi-­
cas y límites en la revitalización étnica evangélica. Los fondos para
294 Arthur Scarritt

la escuela se pusieron disponibles a través de los programas de ayu-­


da establecidos por el Ministerio de la Presidencia de Fujimori, una
organización que generaba recompensas conseguidas mediante ma-­
niobras clientelistas de manera descarada (Gonzales de Olarte 1998).
El alcalde del distrito otorgó estos fondos a Huaytabamba por razo-­
nes similares. Como me dijo un trabajador de una ONG, «por votar
para este alcalde, recibieron una escuela, pero ahora la escuela está
inundada [de agua]». Este edificio de la escuela, hecho de los mate-­

n
riales «nobles» de cemento y ladrillo, simplemente reemplazaba la


uc
primaria de adobe al otro lado de la plazoleta. El edificio no prometió
ninguna mejora en la educación. Y al final, resultó inútil: como diez

rib
centímetros de agua estancada cubría sus pisos.

st
Por lo tanto, este proyecto estaba directamente relacionado con

di
los mecanismos del patrocinio del Estado. Y el carácter evangélico del
su
gobierno local claramente influyó en la decisión de derribar la capilla
católica y de este modo usar los instrumentos cívicos de la comuni-­
da

dad para avanzar en la agenda religiosa. Sin embargo, dado el apogeo


bi

del evangelismo, tanto los evangélicos como los católicos pasaron por
hi

alto este factor. Este hecho muestra que las prioridades locales de-­
ro

masiado parroquiales también pueden tener repercusiones negativas.


.P

No obstante, el proyecto tuvo resultados positivos en que ob-­


tuvo recursos para el pueblo y ayudó a la gente de trabajar junta de
or

nuevo. Los otros proyectos, tales como la construcción de calles y los


t
au

nuevos techos de calamina, no sufrieron de tantos defectos. Sin em-­


bargo, el color naranja brillante de las letrinas hizo juego perfecto con
de

el color naranja de los platos que disfrutaban los niños del programa
ia

alimentario. Este era el color del partido de Fujimori y también de los


op

proyectos que anunciaban su generosidad. Al igual que el programa


de la escuela, estas obras públicas de Huaytabamba también vinieron
C

directamente de la maquinaria presidencial que generaba recompen-­


sas conseguidas mediante maniobras clientelistas.
Económicamente, el gobierno evangélico desplazó los peores as-­
pectos de la explotación desarrollista, pero no se abordaron de nin-­
guna manera las cuestiones estructurales que asignaban un papel tan
degradado a las zonas rurales. Bajo Pedro, los líderes dejaron de usar
los proyectos de desarrollo para enriquecerse, hecho que aquel y los
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 295

demás lo atribuyeron directamente a sus creencias evangélicas. De este


modo, esta nueva forma de liderazgo mejoró de manera considerable
la posición del pueblo dentro de la economía política de explotación.
Su postura en contra de la corrupción se aprovechó de la con-­
tradicción entre la maquinaria política de conseguir votos a lo barato
del Ministerio de la Presidencia de Fujimori y las fuerzas regiona-­
les más interesadas en utilizar estos fondos para fortalecer sus redes
clientelistas de extracción. Pedro fue capaz de lograr una ganancia

n
neta de los recursos públicos —en contraste con las pérdidas acelera-­


uc
das bajo Damián—, aunque al costo de la propaganda y popularidad
de Fujimori bastante ubicuas. Sin duda, la falta de voluntad por parte

rib
de Pedro para alimentar las redes clientelistas del gobierno central

st
limitó los proyectos a los que podía acceder para el pueblo.

di
Políticamente, el liderazgo evangélico en la comunidad no tras-­
su
ladó al pueblo, de ninguna manera, su práctica de difundir las fun-­
ciones de gobierno a un rango amplio de la población. El gobierno de
da

la comunidad todavía funcionaba con un solo presidente. Su respon-­


bi

sabilidad dependía casi exclusivamente de sus creencias personales


hi

y de su voluntad de respetar los deseos de la asamblea general. Por


ro

consiguiente, la fuerza del liderazgo evangélico en la comunidad de-­


.P

pendía de los mandatos de la Iglesia contra la corrupción, una ética


que se oponía al sistema que proponía el enriquecimiento personal
or

a través de la articulación con las redes informales de clientelismo


t
au

político (véase Scarritt 2011). Los comuneros se vieron todavía obli-­


gados a confiar en una sola persona como su intermediario al sistema
de

capitalista periférico de explotación, pero la ética anticorrupción les


ia

colocaba en una mejor posición para hacerlo.


op

En cuanto al manejo de redes positivas, la guerra civil había


ahogado seriamente los movimientos sociales, como se señaló ante-­
C

riormente, y ningún movimiento de base indígena había hecho in-­


cursiones en el área como había ocurrido en otras partes de América
Latina (García y Lucero 2004, Yashar 2005). El gobierno evangélico
de Huaytabamba, entonces, no tenía muchas medidas para hacer
conexiones significativas con las personas o grupos de orientación
similar. Bajo el régimen de Pedro, sin embargo, el pueblo enfrentó
con éxito un creciente movimiento derechista.
296 Arthur Scarritt

Como parte de la estrecha alianza de Fujimori con los organiza-­


ciones internacionales de crédito financiero, el gobierno desplegó un
paquete rápido y de gran alcance de reformas neoliberales (Gonzales
de Olarte 1998). Este incluyó la Ley de Tierras de 1995, que defen-­
día la privatización de la tenencia de la tierra del pueblo y la crea-­
ción de mercados de tierras en nombre de la eficiencia (Ministerio
de Agricultura 2004). Tal cambio, como ha ocurrido en otras áreas
y antes en la historia del Perú, significaría —y aun hoy lo hace—

n

una redistribución regresiva de la tierra y del poder (Spalding 1975;;

uc
Ministerio de Agricultura 2004). Además, aumentaría los recursos

rib
disponibles para la extracción por parte de las redes paternalistas
que ayudaban a perpetuar la subordinación de estas poblaciones

st
di
indígenas. Los habitantes de Huaytabamba, en lugar de confiar el
dinero de la venta de sus animales, como ocurrió en la década de
su
1980, podrían verse obligados a pedir préstamos o incluso a vender
da
sus tierras, pues perderían la base principal de su reproducción y les
haría más dependientes de las familias de poder local.
bi
hi

El impulso de esta transformación en Huaytabamba vino de las


ro

cuatro familias más poderosas —consideradas las fundadoras del


.P

pueblo—, que ejercían una influencia considerable en las decisiones


del pueblo. Tres de los cuatro patriarcas eran evangélicos y, entre
or

ellos, se encontraba don Alfonso. Los restantes treinta y seis familias


t
au

deseaban preservar el sistema de comunidad campesina que prote-­


gía las tierras de los impuestos y de la expropiación, y que ayudó a
de

los campesinos a tener acceso a la mano de obra y los recursos exter-­


ia

nos. Si bien los patriarcas presentaron la privatización como medio


op

de hacer las tierras más valiosas y seguras, la mayoría de los habi-­


C

tantes la veían de manera negativa, como una amenaza a diferentes


aspectos de ganarse la vida.
Bajo Pedro, el pueblo venció a esta amenaza de manera directa y
formal. Este hecho es importante porque demuestra el tipo de desa-­
rrollo institucional y la nueva manera de gobernar que trajo la revi-­
talización evangélica. En el período anterior, con Damián, se malver-­
saron los recursos del pueblo, principalmente a través de las diversas
redes informales clientelistas que pueden gobernar libremente en el
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 297

campo sin muchas restricciones reales o legales —modalidad que in-­


cluyó a Damián mismo, que con frecuencia actuaba en nombre del
pueblo sin tener carácter oficial para hacerlo—. El régimen de Pedro,
por el contrario, insistió en que la decisión de privatización debiera
producirse a través de los mecanismos formales de gobierno del pue-­
blo. Mientras los patriarcas visitaban a las personas en sus hogares
y de diversas maneras trataban de convencer a los campesinos del
valor de la privatización, Pedro llamó el asunto a votación en una

n

asamblea general de la comunidad en 1998. Los habitantes rechaza-­

uc
ron la moción en masa y el asunto desapareció en gran parte de las

rib
preocupaciones de la gente.
En otras palabras, a través de reforzar las instituciones impor-­

st
di
tantes de la comunidad, la revitalización evangélica impidió, a los
locales dominantes, el uso de su estatus social, sus recursos y sus
su
poderosos aliados externos para intimidar o convencer a los cam-­
da
pesinos renuentes. Al colocar el asunto en el ámbito oficial para el
debate y la toma de decisiones —la asamblea general—, el régimen
bi
hi

de Pedro fortaleció aún más las instituciones comunales y rechazó


ro

una amenaza directa en su contra.8 Este método no ahogó el diálogo,


.P

sino activó el tipo de discurso igualitario que la investigación sobre


la manera participativa de gobernar dice que es esencial para la ciu-­
or

dadanía inclusiva (Baiocchi 2001;; Nylen 2002;; Evans 2004;; Wampler


t
au

2004, 2007;; Dijkstra 2005;; Morrison y Singer 2007). Un aspecto clave


para prevenir la explotación del pueblo, entonces, implica mantener
de

estas cuestiones bajo los auspicios de las instituciones robustas del


ia

pueblo e impedir que los protagonistas se aprovechen de las conexio-­


op

nes externas para superar las normas locales para tomar decisiones,
C

como ocurrió con Damián.

8. Mientras proporcionaba algunas protecciones para las comunidades, la Ley de


Tierras y el Ministerio de Agricultura (2004), así como la retórica de los políti-­
cos más tardíos (García 2007), ven al sistema de comunidad como una barrera
singular para el buen funcionamiento de una economía eficiente y proponen, en
su lugar, un mercado de tierras para una redistribución (regresiva) de tierras «a
favor de las personas que mejor uso les puedan dar».
298 Arthur Scarritt

Conclusión

Si bien es cierto que las conversiones evangélicas masivas pueden


tener grandes consecuencias políticas, sus impactos en este ám-­
bito han sido dispares y localizados, y no han permitido ni movi-­
mientos sociales amplios ni generalizaciones académicas fáciles. En
Huaytabamba, la participación de la Iglesia significaba muchas cosas
diferentes para muchas personas, pero el impacto de mayor alcance

n

político implicaba una renegociación de la etnicidad. A su vez, supo-­

uc
nía la revitalización de las instituciones del pueblo de participación
democrática y de rendición de cuentas. En este sentido, la posición

rib
general del pueblo mejoró en el ámbito de la economía política.

st
Para lograr esto, la Iglesia creó una subcultura local y dinámi-­

di
ca de índole autosuficiente y revolucionaria, dispuesta a aprovechar
su
las oportunidades locales para replantear las prioridades populares
sobre la base de la reciprocidad del grupo, que había existido desde
da

hacía mucho tiempo atrás. En la Iglesia, todas las personas intere-­


bi

sadas podían participar plenamente, y los rituales vibrantes predis-­


hi

ponían a la gente de asistir, pues sabían que eventos inesperados y


ro

emocionantes se desarrollaban todas las noches (cfr. Brouwer et ál.


.P

1996, Burdick 1993, Corten 1999). La nueva institución se estableció


or

rápidamente y se mantuvo de manera económica por sus actividades


animadas. Se convirtió en lugar seguro para la práctica de formas
t
au

anteriormente frustradas de camaradería y, por lo tanto, se hizo un


nuevo centro para la vida social del pueblo.
de

En el pueblo, el «discurso fuerte» de la mutualidad étnica local


ia

se mantuvo latente a través de las actividades diarias de la mayoría


op

de los habitantes, incluso después de haber sido terriblemente explo-­


C

tado. En otras palabras, la gente todavía creía en las formas tradicio-­


nales de organizarse, como la faena y la asamblea general, y quería
que funcionen, pero, a causa de sus experiencias recientes, no veían
cómo. Esta dinámica de base étnica representa una faceta profunda-­
mente arraigada en el ámbito andino, en el que se mantiene un siste-­
ma general sobre la base de enfocar el descontento en la disputa de
las relaciones locales —respaldado por la amenaza verdadera de du-­
ras represalias militares (Stern 1992, Heilman 2010, Scarritt 2012)—.
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 299

En esta competencia muy desigual, las relaciones étnicas fluctúan en


un opaco e impugnado terreno intermedio entre servir a los intereses
de grupo y apoyar a la gestión de proyectos dirigidos por la élite,
más propensa a la explotación (Scarritt 2011).
La ideología fraterna dentro de la Iglesia mantenía viva la chispa
de la afinidad étnica y la propagó una vez que las fuerzas evangéli-­
cas tomaron el poder civil. Estas circunstancias vigorizaron el medio
principal de participación democrática y la rendición de cuentas, y

n
redujeron la vulnerabilidad del pueblo a la manipulación de la élite y


uc
a los ciclos espirales de la explotación. En concreto, la Iglesia proveyó
un nuevo liderazgo comunitario, cuyos protagonistas no estaban dis-­

rib
puestos ni a beneficiarse de la corrupción ni a perpetuarla.

st
Con su nuevo poder, los medios formales de la toma de decisio-­

di
nes colectivas vencieron a la amenaza de la privatización que presa-­
su
giaba una redistribución regresiva de los recursos locales y del poder.
En suma, la ruptura revolucionaria cultural contra la corriente domi-­
da

nante ofreció nuevas prácticas culturales significativas. Estas prácticas


bi

les permitieron materializar a los partidarios, en principio, sus deseos


hi

latentes, que mantenían en un medio cultural dinámico. Este atrajo a


ro

otros y, eventualmente, permitió al movimiento crecer a través de la


.P

capitalización de una apertura en la estructura de oportunidades.


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de
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Acerca de los autores
(en orden de aparición)

Ponciano Del Pino es egresado de la Universidad Nacional de San


Cristóbal de Huamanga-­Ayacucho y doctor por la Universidad de Wisconsin-­
Madison. Coordina el Seminario de Estudios sobre Memoria y Violencia del

n
Grupo Memoria del Instituto de Estudios Peruanos. Entre sus publicaciones


se encuentran Repensar la desnutrición: infancia, cultura y alimentación (coed.,

uc
2012) y Luchas locales, comunidades e identidades (2003).

rib
Miguel La Serna es profesor asistente en la Universidad de North

st
Carolina en Chapel Hill. Su libro The Corner of the Living: Ayacucho on the Eve

di
of the Shining Path Insurgency (UNC Press, 2012) versa sobre los vínculos his-­
tóricos entre la cultura, el poder y la violencia política en Ayacucho.
su
Jonathan Ritter es bachiller en Estudios de Indígenas Norteamericanos
da

por la Universidad de Minnesota y doctor en Etnomusicología por la Univer-­


bi

sidad de California, Los Ángeles. Es profesor asociado de etnomusicología


hi

en la Universidad de California, Riverside. Se ha especializado en las cultu-­


ro

ras musicales indígenas y afrodescendientes en los países andinos, con un


énfasis especial en los enlaces entre la música y la violencia política, y es
.P

editor y colaborador del Handbook of Latin American Studies. Ha sido coeditor


or

con Martin Daughtry del libro Music in the Post-­9/11 World (Routledge, 2007)
y autor de We Bear Witness With Our Song: The Politics of Music and Violence in
t
au

the Peruvian Andes (de próxima aparición).


de

Valérie Robin Azevedo es doctora en Antropología por la Universidad


de París X-­Nanterre y diplomada del Instituto Nacional de Lenguas y
ia

Civilizaciones Orientales de París (INALCO) en lengua y civilización que-­


op

chua. Es profesora titular de la Universidad de Toulouse Le Mirail. Sus


investigaciones la llevaron a enfocarse en la antropología de la muerte en
C

comunidades campesinas quechuahablantes del Cuzco y, actualmente, tra-­


baja el tema de las memorias campesinas del conflicto armado en el departa-­
mento de Ayacucho. Asimismo, se interesa en temas de etnicidad y políticas
multiculturales en los países andinos. Es autora de Miroirs de l’autre vie: pra-­
tiques rituelles et discours sur les morts dans les Andes de Cuzco (Pérou) (París,
Société d’Ethnologie, 2008) y coeditora del libro El regreso de lo indígena: retos,
problemas y perspectivas (Lima: Instituto Francés de Estudios Andinos/Centro
Bartolomé de las Casas, 2009). Es codirectora del documental Por los caminos
de la violencia (IRD audiovisual, 2007) y coordinó, con E. Mesclier, el núme-­
ro «Mémoires des violences politiques» de la revista Problèmes d’Amérique
Latine (2008).

Arianna Cecconi es doctora en Antropología por la Escuela de Altos


Estudios en Ciencias Sociales de París y la Universidad de Milán, en la que
sigue trabajando como investigadora y profesora. Los sueños, las prácticas
rituales, las formas locales de transmisión de memoria y el proceso de reela-­
boración de la violencia, entre otros, son los principales temas de un largo

n
camino de investigación llevado a cabo en diferentes contextos (área rural en


Italia, contexto urbano en Francia, comunidades campesinas de la región de

uc
Ayacucho, contexto rural en España). Ha publicado el libro I sogni vengono
da fuori: esplorazioni della notte sulle Ande peruviane (Florencia, ed. it., 2012).

rib
st
Caroline Yezer es profesora de Antropología en la Universidad de

di
Holy Cross en Worcester, MA, donde enseña cursos sobre los derechos in-­
dígenas, ciudadanía y justicia posconflicto en América Latina. Empezó su
su
trabajo de campo etnográfico en 1999 en el tema de la violencia política y la
reconciliación en Huanta. Sus publicaciones exploran cómo las demandas
da

de campesinos huantinos para reparaciones y seguridad son afectadas por


bi

una época nueva de gobernabilidad transnacional y de violencia clandes-­


hi

tina en la guerra contra las drogas. Ha recibido premios de investigación


ro

de la Fundación Harry Frank Guggenheim, la Fundación Wenner-­Gren y el


Instituto de Paz de los Estados Unidos. Su investigación actual se centra en
.P

la militarización, cocaleros y políticas culturales indígenas en el valle del río


or

Apurímac y Ene (VRAE).


t
au

Arthur Scarritt es doctor por la Universidad de Wisconsin Madison. Es


profesor asistente de Sociología en la Boise State University. Su enseñanza e
de

investigación explora las estrategias de la gente en confrontar la austeridad,


particularmente en el hecho de cómo simultáneamente desafían y reprodu-­
ia

cen las contradicciones de una sociedad conformada por interactivas formas


op

de inequidades. Su otro trabajo etnográfico en Ayacucho detalla los procesos


por medio del cual la estructura institucional y las prácticas culturales com-­
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binan para reproducir la subordinación racial de los pueblos indígenas.


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