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LAS FORMAS DEL RECUERDO:
ETNOGRAFÍAS DE LA VIOLENCIA POLÍTICA EN EL PERÚ
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IFEA
INSTITUTO FRANCÉS DE ESTUDIOS ANDINOS
UMIFRE 17 CNRS/MAE-USR 3337 AMÉRICA LATINA
Serie: Estudios sobre Memoria y Violencia, 4
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Teléf.: (51-1) 447-6070 Fax: (51-1) 445-7650
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Correo-e: postmaster@ifea.org.pe
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Pág. Web: http://www.ifeanet.org
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Este volumen corresponde al tomo 314 de la Colección «Travaux de l’Institut Français
d’Études Andines» (ISSN 0768-424X)
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ISBN: 978-9972-51-434-0
ISSN: 2226-9576
Impreso en Perú
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Primera edición: Lima, octubre de 2013
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1000 ejemplares
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Las formas del recuerdo: etnografía de la violencia política en el Perú. Ponciano Del
Pino y Carolina Yezer, eds. Lima, IEP;; IFEA, 2013. (Estudios sobre Memoria
y Violencia, 4)
1. MEMORIA;; 2. VIOLENCIA;; 3. ETNOGRAFÍA;; 4. PERÚ;; 5. AYACUCHO
W/05.02.01/E/4
Índice
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«En nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia
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en el Perú del siglo XX
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Ponciano Del Pino H. .............................................................................................27
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«Una brutalidad propia de hombres cavernarios»:
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conflicto de género y lucha armada en Ayacucho (1940-1983)
Miguel La Serna .....................................................................................................71
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PARTE 2: Producción cultural y memorias de la violencia .....................103
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Jonathan Ritter......................................................................................................105
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L os estudios reunidos en este libro ofrecen una variedad de pers-
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pectivas y enfoques sobre la violencia armada que vivió el país
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durante las décadas de 1980 y 1990, y han sido trabajados en diferen-
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tes comunidades de Ayacucho, la región más afectada por el conflic-
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to armado. Son etnografías históricas y antropológicas que se aproxi-
man a la violencia, enmarcándola en procesos históricos y políticos
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gos, las posibilidades organizativas y económicas de las mujeres, y
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la conversión al evangelismo y el protagonismo de sus líderes en
comunidades tradicionalmente católicas. La producción cultural es
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amplia: expresiones artísticas, lugares de memoria y conmemoracio-
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nes del pasado de la violencia, en muchos casos con la mediación de
di
organizaciones de derechos humanos. Se ha intensificado la relación
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entre comunidad, mercado y Estado, y hay nuevas fuentes de apoyo
y solidaridad entre los comuneros y las instituciones nacionales e in-
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de los sentidos de la vida y la comunidad luego de la violencia, y las
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novedades que llegan luego, en la era neoliberal y posconflicto.
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La política campesina y la relocalización de la violencia
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Al historizar la violencia en realidades locales concretas, se advierte
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una red compleja de actores e intereses varios, inscritos en diferentes
procesos. No es un espacio vacío, llenado por la violencia armada;;
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Estado y tratada en extenso en la literatura—, es parte de una experien-
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cia más amplia que, sin duda, requiere de mayores estudios.
De esta manera, al relocalizar la violencia en realidades históricas
rib
concretas, esta se entiende dentro de procesos más amplios, de tempo-
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ralidades y memorias varias que se superponen y traslapan, y que van
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más allá del «tiempo de la violencia». El tiempo de la violencia de la
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década de 1980 es excepcional por sus características de muerte y des-
trucción. Sin embargo, el maltrato y la violencia en las relaciones coti-
da
en un tiempo más largo. Por lo tanto, más que normalizar ese pasado
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doméstica, pero también empuja al cuestionamiento de la autoridad
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comunal y del mismo orden tradicional local. Se trata de un enfoque
de género que busca abrir nuevas vetas para explicar por qué la pro-
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puesta de un nuevo orden senderista llegó a calar en pueblos como
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Chuschi, donde justamente la desestructuración social llegó a provo-
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car conflictos en las relaciones entre la gente. Una experiencia muy
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distinta a Huaychau, comunidad donde no se vieron tantos cambios
y la estructura de la autoridad tradicional siguió vigente, hecho que
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Sin embargo, los derechos humanos como un estándar mínimo
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de protección de libertades fundamentales son invocados cuando
reaparecen ciertos patrones de violencia. En el nuevo contexto de
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lucha contra el narcoterrorismo en el VRAEM, la represión policial
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vuelve a ser una práctica contra las mismas poblaciones que vivieron
di
la violencia armada en el pasado reciente. Esta vez, la represión se
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enmascara en la ilegalidad de la producción y la economía de la coca,
y se legitima en el discurso global de lucha contra el terrorismo y la
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droga, una lucha que se vio intensificada luego de los atentados terro-
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hecho, los procesos de reintegración y reimaginación de la comuni-
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dad son siempre parciales e inconclusos, y se modifican conforme
cambian los procesos sociales y políticos. Sin embargo, aun cuan-
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do estos consensos sean frágiles, de una «coexistencia contenciosa»
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(Payne 2008), las prácticas simbólicas y culturales pueden permitir
di
construir cierta distancia con ese pasado —un pasado que deja de
su
desestabilizar y da lugar a una convivencia contenciosa—. Como
precisa Robin, «son comunidades que logran, si no superar, alcanzar
da
tiempos de posguerra».
Para Ritter, la canción entendida como testimonio social expresa
or
3. Comunicación personal con Jonathan Ritter sobre estos nuevos contenidos que
no se analizan en el texto (marzo de 2013).
4. Comunicación personal con Olga González (marzo de 2013).
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de la proposición verbal, y no tanto su veracidad, lo que se vuelve
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pertinente indagar, dice la autora. Este acto de simbolización de la
historia permite reelaborar y resignificar el pasado. Pero también,
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al resignificar esa historia de humillación y muerte que sufrieron
st
estas poblaciones en manos de los militares, les permite revisitar
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ese pasado con algo de dignidad. Esta simbolización de la historia
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es la que posibilita, a su vez, compartir esas historias de protección
entre miembros de una comunidad con memorias divididas y en
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Los sueños se asocian más al presente y al futuro que al pasado
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—pautan la vida de la gente al hacer o dejar de hacer algo en relación
con lo que revela el sueño—. Asimismo, los sueños, entendidos como
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otro registro discursivo, dan un «permiso social» para dar visibilidad
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a temas que no son tratados públicamente como el acoso o la viola-
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ción sexual. En ese sentido, los sueños son un registro histórico que
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advierten signos o marcas que se asocian a una experiencia o una
temporalidad histórica concreta.
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yectos de obras que movilizan a los líderes locales. Sin embargo, son
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ta, también, restablecer esta «mutualidad étnica local». Así presenta
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Scarrit esta experiencia que concibe como la respuesta local a un sis-
tema de explotación capitalista en el que se enmarcan y luchan estas
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poblaciones en su cotidianidad.
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Este trabajo confirma hallazgos previos que reconocen el lideraz-
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go que llegaron a tener las iglesias evangélicas durante la violencia
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y la reconstrucción de estas comunidades (Del Pino 1996, Gamarra
2000, Theidon 2003). El impacto del neoliberalismo en ellas comienza
da
Del Pino et ál. 2012). El uso extendido del poder disciplinario para
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forman parte de una industria creciente del posconflicto. Esta indus-
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tria, en tanto exporta enfoques, conceptos y categorías de análisis,
produce historias, víctimas y otras nuevas subjetividades que cam-
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bian la dinámica de la política del posconflicto, pues se trata de una
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industria de la justicia transicional que tiene su propia agenda e inte-
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reses (Madlingozi 2010). Las historias de víctimas como las «historias
su
de inocentes» son parte de estas nuevas subjetividades que se crean y
recrean en estas narrativas del posconflicto (Theidon 2009).
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en los trabajos de este libro, las historias que se muestran son de con-
ro
5. Véase, entre otros, Coxshall 2005, Torres 2008, García Godos 2008, Gamarra 2010
y Theidon 2009.
20 Ponciano Del Pino H.
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el «gobierno», hecho que explica su rechazo temprano a SL;; en las ten-
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siones alrededor de la «justicia de género», que fragmentaron y conflic-
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tuaron las relaciones en la comunidad e hicieron que se viera como una
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alternativa posible el «nuevo orden» de SL;; en la creación de memorias
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colectivas heroicas, con las cuales las familias de Huancapi encaran un
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pasado de conflictos mediados con las historias de protección del santo;;
en los acting memorials de la canción y la performance en los carnavales
su
de Colca;; en el «uso social» de los sueños con los que se ve el pasado
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desde el presente y el futuro;; y en los límites de una convivencia con
tensiones y patrones de violencia que se reinscriben en el nuevo contex-
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prolongado y pasaron un año, como mínimo, en las comunidades
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de estudio. Gran parte de ellos ha recurrido a los archivos de la CVR,
resguardados por la Defensoría del Pueblo, para perfilar, profundi-
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zar y problematizar sus hallazgos. Como muestra Cecconi, la com-
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plejidad hermenéutica que contienen dichas fuentes está a la espera
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de más estudios. Asimismo, la mayoría de ellos hablan quechua en
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distintos grados, idioma indispensable para cualquier trabajo etno-
gráfico en estas comunidades. Algunos llegaron a fines de la década
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Relocalizando «la violencia»
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PA5TE 1
«En el nombre del gobierno»:
políticas locales, memoria y violencia en
el Perú del siglo XX 1
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E ste artículo explora las memorias de la violencia en las comuni-
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dades altoandinas de Ayacucho, a las que enmarca en una larga
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memoria histórica y en el proceso de construcción del Estado entre
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las décadas de 1920 y 1960. Este trabajo sostiene que las memorias
de la violencia de Sendero Luminoso forman un complejo artefacto
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1. Este texto fue escrito durante mi estadía como investigador del Programa de Es-
tudios Agrarios de la Universidad de Yale en el año 2010. Una versión preliminar
titulada «“In the name of the goverment”: Community Politics, Violence and Me-
mory in Modern Peru» se presentó y discutió en su seminario. Quiero agradecer a
sus miembros y a James Scott por sus comentarios y sugerencias al texto.
28 Ponciano Del Pino H.
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como idea y acción tomó contenido propio durante el siglo XX, en el
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proceso de expropiación que sufrieran de sus tierras, en el desarrollo
de las luchas contra el hacendado y en la articulación de sus deman-
rib
das como acción y lenguaje político. Las evidencias de este proceso
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se pueden encontrar en los viajes de cientos de líderes indígenas a la
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capital del Perú desde la década de 1920;; sin duda, un peregrinaje
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político, informado por el sacrificio y la transformación en acto de la
búsqueda del «gobierno». Este peregrinaje político implicó acción y
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la gente respecto del mismo Estado.
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Las memorias de las comunidades acerca de las dos movilizacio-
nes campesinas más importantes del siglo XX —primero contra los
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hacendados en la década de 1960 y después contra Sendero Luminoso
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en la década de 1980— destacan como procesos políticos profunda-
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mente conectados con el «gobierno». Eso abre una perspectiva nueva
su
y necesaria: los márgenes no solo son importantes para entender el
Estado, sino que también la presencia inconclusa del Estado —como
da
(2004), para quienes los márgenes son esenciales para entender el Estado. Su
trabajo explora qué contenidos del Estado están presentes en ellos. En sus tér-
minos, «Una antropología de los márgenes ofrece una perspectiva única para
el entendimiento del Estado, no porque ella sea capaz de capturar las prácticas
exóticas, sino porque sugiere que esos márgenes son un vínculo necesario del
Estado, más que como excepción como componente necesario de la regla» («An
anthropology of the margins offers a unique perspective for the understanding
of the state, not because it captures exotic practices, but because it suggests that
such margins are a necessary entailment of the state, much as the exception is a
necessary component of the rule») (Das y Poole 2004: 4).
30 Ponciano Del Pino H.
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sobre los conflictos y la inseguridad de la tierra, las múltiples formas
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de abusos y violencia, la inconclusa articulación política y la relación
ambivalente entre comunidad y Estado. Al analizar las políticas lo-
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cales inscritas en una larga memoria histórica y un amplio proceso
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histórico, es clara la conexión entre los primeros mensajeros políticos
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que viajan a la capital y el movimiento campesino por la tierra en el
su
periodo 1961-1964. Los cambios en las políticas locales durante el pe-
riodo comprendido entre las décadas de 1920 y 1960 son fundamen-
da
estas dos provincias fueron las más afectadas por el conflicto arma-
do en cuanto a cantidad de incidentes, ataques y víctimas, así como
de porcentaje de población desplazada. La presencia de SL en esta
área no fue en respuesta a sus prioridades políticas sino a sus tácticas
guerrilleras: casi no había rutas de acceso en el área, tampoco puestos
policiales, y había muy poca infraestructura en general, hecho que les
dio ventajas a las pequeñas unidades guerrilleras sobre los militares
en relación con la facilidad de movimiento y acción. Pero también, es
n
en estas comunidades donde se dio una de las primeras respuestas
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contra SL hacia finales de 1982.
Esta respuesta fue resultado de un acuerdo multicomunal que
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incluyó a casi una docena de comunidades y que se hizo pública
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luego del asesinato de siete integrantes de SL en la comunidad de
di
Huaychao el 21 de enero de 1983. Cinco días después, ocho perio-
su
distas que fueron a investigar dicho incidente fueron asesinados por
los comuneros de Uchuraccay, un evento que devino en escándalo e
da
1983 han sido poco o nada analizados. Los registros de esta reunión
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de la Comisión incluye la descripción hecha por los uchuraccaínos
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sobre las circunstancias de la masacre y retrata la confusión e igno-
rancia que los hizo confundir a los periodistas con guerrilleros. Sin
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embargo, ignoran las motivaciones de los comuneros detrás de esa
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lucha. La idea de que defendían al gobierno se interpretó como un
di
intento de generar empatía e indulgencia. Las posibilidades de que
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las comunidades actuaran desde un espacio de articulación política
en el cual se veían como agentes del gobierno fue ignorada o —mejor
da
siones mortales de SL, sin las armas adecuadas para defenderse, obli-
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esta obstinación. Las comunidades todavía recuerdan con claridad
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que estas tierras las habían recuperado de los hacendados, después
de muchas luchas y sufrimiento en batallas legales y políticas. A
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esta memoria alude Adrián Ñawpa, líder de Purus, al explicar por
st
qué decidieron enfrentar a Sendero Luminoso, una nueva fuerza
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autoritaria en la región: después de vivir y luchar contra los hacen-
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dados durante casi todo el siglo XX, «por qué íbamos a aceptar a
un nuevo patrón».
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dadas: perpetúan un sentido de inseguridad y vulnerabilidad que
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reaparece cada vez que se percibe una nueva y similar amenaza. Sus
temores tienen más de un lado: incluye una fuerza foránea que busca
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subyugar a los comuneros y tomar sus recursos, así como también
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un gobierno complaciente que no hace nada para pararlo. Esa actua-
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lidad del pasado es el nudo central de estas tensiones entre las políti-
su
cas de articulación al Estado y las políticas de miedo y desconfianza
que caracterizan las dinámicas de la comunidad. Aunque parecen
da
7. Este argumento ha sido sugerido por María Isabel Remy (1994: 111).
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 35
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metros de altitud, dedicadas a la crianza de ganado menor, especial-
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mente ovejas, y a la producción de tubérculos. Había pocas hacien-
das en las partes altas, exactamente once en 1906.9 La mayoría de
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ellas, entre las que se incluían Uchuraccay, Cunya, Chaca, Pallcca,
st
Guancayoc y Culluchaca, fueron adjudicadas en el periodo colonial
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tardío. De las treinta y tres propiedades que pagaban impuestos en
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Huanta, solo nueve eran haciendas en 1782 (Méndez 2004: 119). La
mayoría de las tierras en las partes altas pertenecían a comunidades
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50 y 3000 ha.10
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8. Para el caso peruano, véase Jacobsen 1993;; para Nicaragua, Gould 1998;; para Gua-
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temala, Grandin 2000;; para Chile, Mallon 2005;; y para Bolivia, Gotkowitz 2007.
9. Hubo once haciendas registradas en la «matrícula de contribución predial» de
Huanta (ARAY, Sección Municipalidad, Leg. 131, 1862-1906, «Matrícula de con-
tribución predial rústica del distrito de Huamanguilla, Huanta y Luricocha»).
Véase, también, Coronel 1986: 45.
10. Esta información proviene de tres archivos: Archivo de la Corte Superior de
Justicia de Ayacucho: Sección Juzgado Agrario;; Archivo Regional de Ayacucho:
Sección Juzgado Agrario y Sección Juzgado de Tierras: Fuero Común Agrario y
Fuero Privativo Agrario;; y Archivo del Proyecto de Titulación de Tierras-Minis-
terio de Agricultura: Sección de reconocimiento de comunidades campesinas.
36 Ponciano Del Pino H.
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trada como la venta de una área mucho más amplia, dejando, efecti-
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vamente, a familias sin tierras;; con el aval de las autoridades locales,
tres o cuatro de tales ventas eran suficientes para desposeer, a una
rib
comunidad, de sus tierras. Estos procedimientos no estaban sujetos a
st
controles legales, y la gente de las comunidades claramente estaba en
di
desventaja frente a la ley. Muchas veces, los notarios alteraban la in-
su
formación sobre el tamaño y posesión con su firma, dando valor legal
a un «papelito» que era totalmente ilegítimo. La memoria de la gente
da
«cosas bonitas», y les pidieron decir, a los notarios, «sí, nosotros he-
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11. Aunque todas las entrevistas las hice en quechua, la referencia a la acción de la
«mano negra» fue hecha en español: Una acción ilegítima del uso de la Ley por
los hacendados, al tener de su lado a los notarios, abogados y jueces.
12. Juana Gavilán, entrevista hecha por el autor, Rodeopampa, 8 de julio de 2006.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 37
n
del creciente mercado de tierras. La venta pasó a ser una invitación
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para confrontar las diferencias sociales internas —para perjudicar a
un vecino con quien se tenía alguna disputa—. Para muchos que esta-
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ban saliendo del campo hacia la ciudad, la venta se pensaba como una
st
oportunidad y una inversión para un futuro mejor.
di
A través del engaño o la envidia, la pérdida de la tierra fue
su
un hecho. En el caso de Iquicha, diez de sus dieciséis pagos se
convirtieron en haciendas después de 1920, tales como Iquicha de
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n
propietarios de las tierras y las familias que las habían perdido.
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Este nuevo sistema de poder y de legalidad es descrito por
Mauro Huaylla Romero, líder de Occoro, como hacendadupa ley (‘la
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ley del hacendado’), en alusión al poder excepcional que llegaron a
st
tener los hacendados al tener «la ley de su lado».13 La idea de vivir
di
como «esclavos» bajo este nuevo poder todavía es una referencia co-
su
mún, que describe una condición de vivir como refugiados dentro de
su propia tierra y territorio. Los jefes de hogar —es decir, los hom-
da
13. Mauro Huaylla Romero, entrevista hecha por el autor, Huanta, 27 de diciembre
de 2006.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 39
n
la sierra contra la invasión del Ejército chileno en los años 1883 y
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1884, cambió el panorama político peruano e inauguró la llamada
República Aristocrática. La administración de Piérola buscó moder-
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nizar el Estado con reformas liberales entre las cuales destacan la crea-
st
ción de nuevos impuestos y la liberalización del mercado de tierras.
di
En la provincia de Huanta, el nuevo impuesto a la sal se implementó
su
en 1896.14 El 26 de septiembre de 1896, más de dos mil comuneros de
da
las alturas (fuentes primarias mostradas por Luis Cavero dicen cua-
tro y hasta seis mil) bajaron a la ciudad para exigir la abolición de este
bi
del Ejército chileno: era una que estaba allí para quedarse. No tenía
a toda la población en su contra y, de hecho, tenía el apoyo de los
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confiscados y matados, hechos que fueron descritos por Luis Cavero
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como un «tiempo de exterminación y devastación». La represión no
solo buscó cancelar el apoyo que todavía tenía Cáceres en la región,
rib
sino también acabar con la activa y pública participación política de
st
la población indígena.17
di
Miedo, violencia y represión forman parte de la memoria de la
su
gente, que viene a través de diferentes experiencias y temporalida-
des, y que son transmitidas de varias formas. Aunque cada experien-
da
16. No hay información precisa sobre el número de personas asesinadas por la lla-
mada «Expedición Pacificadora». Aunque algunos hablan de «miles», Antonio
Ferrúa, quien fue miembro de la denominada «Columna Huanta», una unidad
que ayudó a la Expedición, dice que las víctimas fueron más de cuatrocientas.
Ferrúa escribió sus memorias años después de esa represión (2005: 94).
17. Para un análisis de la participación indígena en la Guerra del Pacífico, la rebelión
de Huanta y la Expedición Pacificadora, véase, especialmente, Manrique 1981,
Coronel 1985, Husson 1992, Mallon 1995 y Heilman 2010.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 41
n
de movilización de la población indígena. Lo que la caracteriza luego
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es casi un completo repliegue, que la hace ajena a la acción política al
menos durante las primeras décadas del siglo XX. Una nueva cultura
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política fue instalada como resultado de la Expedición, y esta hizo
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que las comunidades por décadas rehuyeran la acción y evitaran di-
di
rigirse al Estado. Aun cuando la articulación política al Estado pasa-
su
ría a ser la principal acción en la lucha contra los hacendados desde
la década de 1940, la desconfianza de la gente hacia el Estado no
da
de Melchor Huicho.
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18. «Tawa Ñawi» significa literalmente ‘cuatro ojos’, pero el uso del término «ojo»
posiblemente refiere al ojo de una cueva. Otros lo hacen referir un lugar oscuro,
un lugar que inspira miedo y terror.
19. La siguiente descripción intenta reproducir la estructura narrativa de mi primera
entrevista con Melchor Huicho, Ayacucho, 1 de octubre de 2006. Entrevisté a
don Melchor en otras dos ocasiones más, el 18 de diciembre de 2006 y el 27 de ju-
lio de 2007. Don Melchor no hace referencia precisa de cuándo habrían poblado
la zona sus ancestros. Según Méndez (2004), esta área habría sido poblada hacia
finales del siglo XVII y principios del XVIII.
42 Ponciano Del Pino H.
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sacrificios de sus ancestros el adquirir la tierra con los derechos legí-
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timos que hoy le asisten a su familia sobre aquella.
Cuando don Melchor era niño, «personas odiosas» empezaron a
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tomar la tierra. Algunas venían de fuera;; otras eran miembros de la
st
misma comunidad. Algunas compraban uno o dos terrenos para tra-
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bajar, pero otras compraban varios aquí y allí, tomando la tierra «de
su
las personas ignorantes» y amasando grandes propiedades. Así fue
como los hacendados llegaron. Eran los qullqichayuqkuna (‘los que te-
da
(‘ávido’) patrón. Don Melchor tenía ocho años cuando su familia, jun-
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del área, perdió sus tierras. Este proceso continuó «hasta que el área
estuvo lleno de haciendas […] la selva. Por todas partes [sic]».
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Desde entonces, los «sin tierra» tenían que trabajar para el patrón
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como peones para seguir viviendo allí. El patrón «hizo llorar, hizo lo
que quiso, es como se hizo servir» con la gente. La gente perdió la paz,
de
20. La palabra quechua usada por don Melchor no muestra respeto o subordinación
a esos poderosos hacendados, pero sí ironía, revelando en su mirada que la ri-
queza, por sí misma, no confiere poder o autoridad legítima.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 43
n
viden al enviarlo al campo de batalla: «nina sansaman huchaman hina
ió
uc
qaykuykuwaspaykichiqa» (‘tirándome hacia un infierno de cenizas ar-
dientes’). Estas imágenes figurativas y religiosas, de ser «tragado» por
rib
el poder de los hacendados o ser «tirado hacia las cenizas ardientes»,
st
revelan el profundo miedo de don Melchor y la comunidad frente al
di
desafío de dar inicio a la lucha contra los hacendados.
su
Después de decidir liderar la lucha de su comunidad como su
personero o cabecilla (autoridad reconocida legalmente por el Estado),
da
vertir la relación de abuso e injusticia, menos aún que las tierras fue-
.P
¡no más de eso! Hablaron bien. Yo pensé: ¿Cómo será? Lo ves, con el
ia
n
experiencia, y lo que ello significa hoy—. Su narrativa histórica pa-
ió
uc
rece lineal y secular, si se toma en cuenta su liderazgo y posición
intelectual. Sin embargo, ella envuelve un complejo marco cultural
rib
de interpretaciones, en las que el mal se presenta de múltiples for-
st
mas. El proceso de lograr el apoyo del «gobierno» no fue fácil: ello
di
tomó años de resistencia, viajes incansables a las oficinas del Estado
su
en Ayacucho y Lima, y reuniones con autoridades, que muchas veces
implicaban descuidar su propia familia y trabajo. Al llevar la lucha
da
fuerzas del entorno natural y espiritual, entre las cuales se cuenta las
«malas almas» perdidas en este mundo.21
or
21. En la narrativa de don Melchor, los cuidados necesarios frente a la amenaza de los
hacendados y su influencia en el poder institucional, así como frente al poder de
la naturaleza y los malos espíritus, fluyen indistintamente, sin advertir distinción
alguna. Todos requerían cuidado y reconocimiento de su poder de mal (y de bien).
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 45
n
Desde la perspectiva de estas comunidades, la transformación social
ió
uc
más importante en el campo se asocia política y emocionalmente con
el primer gobierno de Belaúnde antes que con el de Velasco.
rib
Finalmente, el peregrinaje político de don Melchor no fue una
st
experiencia excepcional. Fue parte de un viaje más largo que incluyó
di
a cientos de personeros de muchas comunidades de indígenas. Fue
su
un viaje que se convirtió en una poderosa cultura política de parti-
cipación política a través de la demanda de apoyo del Estado en el
da
tipo de viaje no era nuevo, dado que se dio también con los caciques
ro
gobierno, fue valorado por José María Arguedas. Este decidió honrar
op
n
Este fragmento es parte de una carta enviada por Manuel
ió
Huahualuque Condori al director de la Dirección General de Asuntos
uc
Indígenas el 8 de abril de 1949, después de su primer viaje a la capital. Él
rib
estuvo en Lima por segunda vez dos años después, «solo obligado a pe-
dir justicia al Gobierno». Este viaje a la capital era parte de una batalla le-
st
gal y política contra el hacendado Lucas Carpio, quien había tomado la
di
tierra de su familia y su comunidad en 1923. Manuel Huahualuque tenía
su
setenta y cinco años, y era un nativo de Hilata-Santa Rosa de Huayrapata,
da
distrito de Inchupalla, departamento de Puno. Como representante de
la comunidad, él demandaba la intervención del «Supremo Gobierno»
bi
n
das indígenas en Bolivia hacia 1940, por las que ellos solicitan «ampa-
ió
uc
ro y garantía». Como ella indica, «una estructura legal —un “efecto”
primario del Estado— no existía como un acuerdo abstracto formal
rib
en la Bolivia pre-revolucionaria;; no había la mínima ilusión de que
st
la ley existía por encima de la práctica social, que estaba separada de
di
la sociedad como parte del Estado» (Gotkowitz 2005: 140).25 En sus
su
viajes a Lima, personeros o cabecillas intentaron articular los dere-
chos de amparo y protección que les debía el gobierno. Ellos buscaron
da
una relación directa con los altos funcionarios del gobierno, pues la
bi
mano que recibían los «indios» bajo el poder «gamonal», por lo que
ia
24. Felipe Guaman Poma de Ayala, «La primera nueva corónica y buen gobierno».
Un facsímil virtual de la carta original está disponible en la página web de Det
Kongelige Bibliotek, que conserva dicho manuscrito. Véase en el siguiente enlace
web: <http://www.kb.dk/permalink/2006/poma/info/en/frontpage.htm>.
25. La cita original en inglés es la siguiente: «a legal structure —a primary “effect” of
the state— did not exist as an abstract formal arrangement in prerevolutionary
Bolivia;; there was not the slightest illusion that the law existed above social prac-
tice, that it stood separately from society as part of the state».
48 Ponciano Del Pino H.
n
etc. Asimismo, muchos personeros iban a la «oficina de conciliación»
ió
uc
para resolver los conflictos entre los comuneros u otros entre una co-
munidad y una hacienda o entre comuneros y una autoridad. Venían
rib
de comunidades de todo el país, pero especialmente de la sierra cen-
st
tral y sur, donde prevalecía el poder gamonal.
di
Las demandas legales en este contexto llegaron con otro proceso
su
en algunas partes del país. La Constitución de 1933 contenía un artí-
culo ambiguo que promovía la reposesión factual de la tierra. Según
da
posición de las tierras perdidas, pero de facto la ocupación era una pre-
hi
26. La cita original en inglés es la siguiente: «legal recognition was the precondition
for repossessing lost land, but de facto occupancy was a precondition for esta-
blishing legal recognition in the first place».
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 49
con seis artículos sobre las responsabilidades del Estado y los dere-
chos de las comunidades. Especialmente en virtud del artículo 211.º,
los colonos exigieron que el Estado interviniese en la expropiación
de las haciendas «abandonadas» para ayudar a las comunidades con
problemas de escasez de tierra.27 Pero el proceso no fue sencillo, como
muestran los casos que se detallan a continuación. El 23 de junio de
1934, los colonos de Chincheros, en la parte sur de Ayacucho, provin-
cia de Víctor Fajardo, lograron obtener una resolución ministerial en
n
la cual el hacendado Amador Ortega quedaba obligado a vender su
ió
uc
hacienda al Estado. Unos meses después, la «comisión técnica» del
Ministerio de Fomento intervino para asegurar un acuerdo de venta
rib
entre el hacendado y los colonos. Sin embargo, los funcionarios lo-
st
cales permitieron que Ortega decidiera unas condiciones de la venta
di
que los colonos no podían cumplir, entre las cuales destaca un precio
su
imposible de pagar. Al final, la expropiación no sucedió.
Desde 1922, cuando Amador Ortega compra la hacienda, él se
da
27. Constitución de 1933. Título XI: «Comunidades de Indígenas». Artículo 211.º: «El
Estado procurará de preferencia dotar de tierras a las comunidades de indígenas
que no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población,
y podrá expropiar, con tal propósito, tierras de propiedades particular, previa
indemnización».
50 Ponciano Del Pino H.
n
y en gran número».29 Aunque los conflictos de la tierra fueron los
ió
uc
problemas más frecuentes y significativos, el gobierno de Prado
inició una campaña de alfabetización nacional para la población in-
rib
dígena, enviando «brigadas de culturización» al campo. Además,
st
la Administración intentó empujar, a través de la Ley Orgánica de
di
Educación Pública, a los grandes terratenientes y latifundistas a
su
construir escuelas y proveer profesores para los niños de sus trabaja-
dores. Sin embargo, esta resolución fue incumplida.30 Lo que sí fun-
da
28. Archivo del Convento de San Francisco (ACSF), Sierra: Vocero Fajardino. Lima, ene-
op
ro de 1936, pp. 1-2. Hay también muchos documentos de los trámites seguidos por
esta comunidad en el AN-AI y en el Archivo Regional de Ayacucho (ARAY).
C
29. «El Estado se ha impuesto la obligación de protección del elemento nativo, garanti-
zando que estas medidas sean accesibles a todos, respetando sus derechos y libertad
a coexistir […] dentro de la organización democrática del país. Una de las medidas
consiste en facilitar asesoría y procedimientos prácticos para evitar la continua ex-
plotación de la ignorancia de los indígenas por los foráneos. Ellos son líderes que
constantemente y en gran número vienen a la capital de la República» (ARAY, Sec-
ción Subprefectura, Leg. 02. Oficios Recibidos. Ayacucho, 18 de febrero de 1942).
30. ACSF, Sierra: Vocero Fajardino. Lima, primera quincena de mayo, 1944, p. 4.
31. ARAY, Prefectura: Oficios Recibidos, Circular n.º 03. Leg. 74. Lima, 18 de julio, 1945.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 51
n
en el Congreso de la República el 2 de agosto de 1963, impulsor del
ió
uc
mencionado artículo, la labor deficiente de la Dirección de Asuntos
Indígenas y el incumplimiento de las leyes de la Constitución dejaba
rib
la situación de los indígenas sin cambios.32 Desde 1933 hasta 1950, el
st
Estado compró y redistribuyó solo dos haciendas en el país, una de
di
ellas en Junín y la otra en Lima. Se trató de un número menor que
su
el de haciendas compradas por las comunidades en la misma época
(por lo menos seis, registradas oficialmente para 1951).33 El caso del
da
32. AN-AI, 1963-1964, Leg. 3.13.2.5, transcripción del discurso del senador Alberto
Arca Parró, Lima, 29 de agosto, 1963. Arca Parró nació en Ayacucho y fue sena-
dor por Lima por las filas del APRA. Él fue un prestigioso estadista, que tuvo a su
cargo la organización del Censo Nacional de 1940.
33. AN-AI, 1951-1959, Leg. 3.13.2.3, documentos diferentes: lista de comunidades
oficialmente reconocidas;; lista de haciendas expropiadas por el estado para las
comunidades de indígenas;; y lista de haciendas compradas por miembro de co-
munidades o colonos. Ministerio de Trabajo y Asuntos Indígenas, Lima, 10 de
septiembre, 1951.
34. Discurso del senador Arca Parró.
52 Ponciano Del Pino H.
n
das ante la Dirección de Asuntos Indígenas».35
ió
uc
Es evidente la ambigua atención dada por el Estado a los dere-
chos de las comunidades durante todos estos años, que constituye
rib
otra de las manifestaciones del incumplimiento de las leyes de las
st
Constituciones de 1920 y 1933. A pesar de las leyes de protección,
di
la Dirección de Asuntos Indígenas no ofrecía garantías reales de
su
protección;; por el contrario, para la década de 1960 había muchas
denuncias contra los funcionarios de esta entidad en las oficinas pro-
da
35. AN-AI, 1940-1951, Leg. 3.13.2.2, Oficio n.º 517 al Ministerio de Justicia y Trabajo,
Lima, 15 de septiembre, 1945.
36. Para una perspectiva local de la presencia del APRA en las comunidades, véase,
para Ayacucho, Heilman 2010;; y, para Junín, LaMond 1970.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 53
n
al Estado. Además de buscar mediar entre este y sus comunidades
ió
uc
de indígenas, los viajes de los personeros abrieron un espacio de de-
bate sobre la indiferencia del Estado hacia la sierra y el olvido de las
rib
comunidades de indígenas, y sacaron a luz las relaciones arcaicas en
st
el campo y los abusos de los gamonales. Al circular sus reclamos y
di
exigencias entre las oficinas del Estado y los medios de comunica-
su
ción, las comunidades de hecho crearon una esfera pública donde
hicieron pública sus voces, usando la palabra escrita y la lograda vi-
da
de poder, Lima.37
hi
número del diario bimensual Sierra: Vocero Fajardino abrió con un ti-
t
au
37. Geoff Eley (1992) ofrece una mirada alternativa de la esfera pública, situando el
concepto en el contexto histórico específico y en formas autónomas de expresión.
Desde su perspectiva se debe considerar especialmente un contexto particular
como este, donde la mayoría de la población y sus líderes eran iletrados.
38. AN-AI, 1926-1939, leg. 3.13.2.1, Lima, 19 de mayo, 1936. En 1933, Pedro Aedo
fue acusado por el gobernador de Huancapi, Víctor Fajardo, como miembro del
APRA (ARAY, Subprefectura, s/n, oficios 1995-1996).
54 Ponciano Del Pino H.
n
nos de la provincia eran afiliados o simpatizantes del APRA, por lo
ió
uc
que no sorprende que el diario fuera la voz de las denuncias contra
los gamonales y hacendados del lugar. La falta de informes sobre el
rib
gamonalismo en Huanta y La Mar, donde tenían mayor presencia y
st
poder, se explica por el hecho de que, en Huanta, la mayoría de los
di
hacendados eran miembros del APRA, a diferencia de lo que ocurría
en Víctor Fajardo y Cangallo.40 su
En Huanta, la esfera pública fue ocupada por diferentes círcu-
da
cio del proyecto de irrigación que permitiría llevar el agua del neva-
op
n
ió
las más importantes en el país y está directamente relacionada con la
uc
articulación de cientos de líderes comunales que desde la década de
1920 emprendieron el peregrinaje político hacia la capital. En la déca-
rib
da 1960, tal vez involuntariamente, el presidente Fernando Belaúnde
st
tuvo un papel destacado al establecer una identificación política de
di
la gente con el gobierno, por lo menos entre las comunidades de in-
dígenas de Huanta y La Mar. su
El éxito de la represión de la Expedición Pacificadora de los años
da
n
actuaron en esta lucha es el de los inmigrantes de Pomacocha en
ió
uc
Lima y su activo rol en la lucha política y legal contra la hacienda.
Los primeros inmigrantes de Pomacocha en Lima establecieron la
rib
Sociedad de Auxilios Mutuos en la década de 1940, y esta tenía,
st
entre sus objetivos, apoyar el desarrollo de su comunidad y las lu-
di
chas contra la hacienda. Su agencia y acción política se canalizaba
su
en el establecimiento de puentes con congresistas de la provincia
de Cangallo y en el seguimiento de las demandas de la comunidad
da
42. Véase Blanco 1972, Neyra 1968, Handelman 1975 y Hobsbawm 1974.
«En el nombre del gobierno»: políticas locales, memoria y violencia 57
n
involucraría en los conflictos por la tierra, al asumir la defensa de mu-
ió
uc
chas comunidades contra los hacendados. Junto a Jesús Soto Porras,
personero y asesor de varias comunidades de las alturas, impulsa-
rib
ron la organización de la Federación Campesina de la Provincia de
st
Huanta. Jesús Soto venía de una familia de pequeños comerciantes
di
y, por las conexiones de su familia, cultivó una relación cercana con
su
las poblaciones de las alturas, así como cultivó simpatía por los par-
tidos Acción Popular y Frente de Liberación Nacional. Inicialmente,
da
él había tenido cierta simpatía con las ideas progresistas del APRA,
bi
entre las ciudades (entre las que se incluían Lima y los centros mine-
op
43. Para mayores detalles sobre estas redes sociales y políticas, véase las entrevistas que
hiciera Michael Chuchón (2009) a quienes fueron jóvenes abogados en esos años.
58 Ponciano Del Pino H.
campesina más importante del país, en parte, sin duda, por el lide-
razgo que le diera Hugo Blanco. El movimiento de La Convención
influyó en el curso de la movilización campesina en el país, ya que las
noticias sobre sus éxitos se difundieron rápidamente y generaron un
impacto profundo. Este hecho convirtió al mencionado movimiento
en un referente principal de las otras comunidades.
La reunión que organizó la Federación de Campesinos de la
Provincia de Huanta el 25 de septiembre de 1963 convocó entre tres
n
y cuatro mil campesinos, que bajaron desde las alturas a la ciudad
ió
uc
de Huanta. Tal movilización fue la primera luego de seis décadas,
después de la última rebelión indígena en Huanta, en 1895, que ha-
rib
bía sido fuertemente reprimida en 1896 y 1897. Marchando en una
st
larga fila, entraron a la plaza central de la ciudad con pancartas y
di
banderolas, que demandaban derechos laborales en las haciendas, el
su
reconocimiento de sus comunidades y una verdadera reforma agra-
ria. Esta marcha era el inicio del primer Congreso de la Federación
da
n
pecial porque era la primera vez que lo hacían con un presidente.45
ió
uc
Aunque con este «llamado» Belaúnde buscaba persuadir a los líderes
comunales de detener las invasiones de tierras que se daban en todo
rib
el país, para líderes como Jesús Ccente esta reunión animó a la gente
st
de las comunidades a luchar para recuperar las tierras de la hacien-
di
da. Don Jesús recuerda que, cuando regresaron a sus comunidades
su
y hablaron de la reunión con el presidente, ello motivó a la gente
a tomar acciones;; incluso las personas que antes habían apoyado a
da
Arnulfo Andía, dueño del fundo Allpachaca (600 ha), para lograr la
recuperación de la tierra, los dirigentes «han dicho que es lo que ha
n
Belaúnde por su bienestar y sus derechos legítimos. Asimismo, los lí-
ió
uc
deres tomaron las señales de ese apoyo que escucharon en los discur-
sos de Belaúnde e intentaron trabajarlas en su beneficio: el 28 de julio,
rib
mientras Belaúnde asumía su mandato, la comunidad de San Pedro
st
de Cajas en Junín tomaba la hacienda Chinchausiri, «malinterpretan-
di
do el mensaje de Belaúnde».47 Semanas después, cuatro comunidades
su
más tomaron cuatro haciendas organizadas bajo la Sociedad Agrícola
Ganadera Algolán S. A. Esas propiedades eran bastante extensas: solo
da
n
abandonar el campo. Este fue el principio de sus viajes «pueblo por
ió
uc
pueblo», en los que ofrecía proveer de apoyo técnico y económico
a las comunidades, condenando el gamonalismo como sistema de
rib
poder y prometiendo la deseada reforma agraria (Belaúnde 1995).
st
Belaúnde visitó la ciudad de Huanta en dos oportunidades, en abril
di
de 1962 y en mayo de 1963, así como Tambo y San Miguel, una vez
su
cada una, y muchas otras provincias y distritos de Ayacucho y otras
partes del Perú. En su primer discurso como presidente, Belaúnde
da
comunales y carreteras.49
ia
49. Una de las huellas que Cooperación Popular dejó en la memoria de la gente es el
extendido uso del término «ingeniero» para identificar a todo profesional que va
a estas comunidades, apelativo que incluye a académicos como yo. Para algunas
referencias de esta relación tocante de los miembros de las comunidades con Be-
laúnde, véase, para Junín, LaMond 1970: 67-68;; y, para Puno, Dew 1969: 137, 175.
62 Ponciano Del Pino H.
n
reflejado en sus sacrificados viajes a estas comunidades como señales
ió
uc
claras de que estas poblaciones verdaderamente le importaban. Hay
que entender este acto tomando en cuenta el largo e incansable viaje
rib
de los líderes indígenas hacía la capital, que hizo que la presencia de
st
Belaúnde en estas comunidades alejadas se pudiera tomar como la vi-
di
sibilización de estas poblaciones en la nación.50
su
Por otro lado, el contexto de la movilización por la tierra activó
las memorias locales y familiares, así como los conocimientos, que
da
50. Este tipo de fe sincera en la buena voluntad del presidente puede ser comparada
op
con la devoción popular a la persona del zar en la Rusia imperial tardía, que los
historiadores rusos han llamado «naïve monarchism» (‘monarquismo ingenuo’)
C
n
Este proceso de interacciones e identidades múltiples no solo se
ió
uc
evidencia en las narrativas de las familias sino, también, en el carác-
ter social y étnico del liderazgo de la Federación de Campesinos de
rib
la Provincia de Huanta. Este liderazgo combinaba elementos de la
st
política moderna que llevaron a la constitución de la federación, con
di
elementos de jerarquías y gobiernos tradicionales de la comunidad.
su
La gran mayoría de ellos eran quechuahablantes y monolingües que
no asistieron más que a los primeros años de educación primaria o
da
Culluchaca. Eso les daba una ventaja específica, además del acceso a
t
au
Conclusión
n
ió
subjetivos e identitarios con el lugar, donde el conocimiento erudito
uc
y las memorias locales permitieron establecer un conocimiento his-
tórico de las luchas y emerger como una fuerza para visualizar una
rib
nueva imaginación política, una nueva esfera de su acción.52
st
Por otra parte, la articulación política en sí misma conformó tan-
di
to la identidad como la memoria histórica de la gente. La temprana
su
búsqueda de amparo y protección, y la tardía respuesta del Estado
que se personifica en la figura de Belaúnde, conforman una noción de
da
tación comunal. Esa fue la identidad política que fue recordada por
hi
Vargas Llosa en 1983;; por Melchor Huicho, Jesús Ccente y otros líde-
.P
n
Belaúnde. En lugares como Onqoy, Andahuaylas, el movimiento cam-
ió
uc
pesino se encontró con la represión por parte del Estado en octubre
de 1963;; en otros como Pomacocha, Chincheros y otros muchos del
rib
país vieron el encarcelamiento de sus líderes de la federación cam-
st
pesina. El sentimiento de olvido, una «situación de abandono» por
di
parte del Estado, configuró una posición crítica del gobierno. En las
su
comunidades de la provincia de Víctor Fajardo, esta actitud se expresó
tempranamente en discursos elaborados y hechos público en el diario
da
de articulación diferente. Los largos viajes hechos por los líderes in-
dígenas que cruzaron los Andes «en busca del gobierno» —algunos
C
54. Heilman (2010) advierte que la noción de «situación de abandono» fue usada fre-
cuentemente como un reclamo político. Véase, también, Glave y Urrutia 2000: 29.
66 Ponciano Del Pino H.
n
pudo hacer de la violencia autoritaria un acto de «policidio»:56 se eligió
ió
como blanco al liderazgo político para su sistemática eliminación física
uc
y social en nombre de la revolución;; y, así, cortar la transmisión inter-
rib
generacional de memorias, experiencias y conocimientos, que habría
st
hablado de la articulación política. Así, se aprecia que las víctimas en
di
estos primeros años no solo fueron «pobres campesinos» blancos al
su
azar sino líderes con una trayectoria política amplia.
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conflicto de género y lucha armada en
Ayacucho (1940-1983) 1
Miguel La Serna
Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill
n
ió
uc
rib
st
D esgraciadamente [es] mi esposo». Así fue como la chuschina
di
« Gregoria Ccayasca describió a su esposo Manuel Cahuana, al
su
subprefecto de Cangallo, en junio de 1946. Tres años antes, Manuel
da
había arrojado a Gregoria de su hogar para hacer espacio a su nueva
amante, quien resultaba ser su prima. Sin ningún otro pariente en el
bi
1. Previa versión del presente ensayo apareció bajo el título «We Can’t Just Live
C
n
de moralidad y corrección».3 Finalmente, expulsó a su esposa de su
ió
uc
hogar, con lo que incumplió su obligación moral de satisfacer sus
necesidades de subsistencia. En fin, Gregorio había faltado a una in-
rib
herente obligación de género que dictaban los parámetros de com-
st
portamiento para hombres y mujeres indígenas (Stern 1995).
di
En tiempos anteriores, una mujer campesina como Gregoria
su
hubiera buscado apoyo económico en su familia. Sin embargo, nos
encontramos alrededor de 1940, época en la cual la gente del campo
da
padre de familia.
El caso de Gregoria Ccayasca ayuda a precisar una crisis pa-
de
n
un nuevo orden con las mujeres, en el que los jóvenes tuvieran una
ió
uc
mayor presencia política en los ámbitos tanto local como nacional.
SL, con sus violentos juicios populares contra los abusivos e in-
rib
fieles esposos, y la incorporación a sus filas de los jóvenes y las mu-
st
jeres, ofreció una justicia de género que atraía tanto a los mayores
di
como a los jóvenes, a los hombres y las mujeres. En otras palabras, sin
su
tener en cuenta la edad y el sexo, los chuschinos llegaron a utilizar a
SL como instrumento para implementar justicia de género contra los
da
n
el caso del Cuzco, los campesinos indígenas en varias comunidades
ió
uc
distinguen entre la violencia de género «legítima» y «no legítima».
Tal distinción, aunque imposible de defender desde una perspecti-
rib
va de derechos humanos, explica las actitudes que tanto los varones
st
como las mujeres tenían frente la violencia doméstica.
di
Ahora bien, estas situaciones eran ideales. Con los diferentes
su
cambios que se vivían, los hombres en algunas comunidades cam-
pesinas empezaron a ignorar estas normas culturales. En comunida-
da
n
como a la costa. En Ayacucho, este crecimiento coincidió con una terri-
ió
uc
ble crisis ecológica. En los años alrededor de 1940, severas granizadas y
heladas arruinaban las cosechas por todo el departamento, precipitando
rib
así una recesión económica que duraría varias décadas. Para combatir
st
esta crisis rural, el gobierno peruano de aquella época empezó a con-
di
trolar los precios de los productos agrícolas, y eso hizo aún más difícil
su
que los campesinos se beneficiaran de sus actividades en el campo. Por
consiguiente, muchos campesinos empezaron a buscar otra forma de
da
capital en busca de trabajo y mejores sueldos (Lobo 1982: 6). Una gran
ro
n
consiguiente, se sentían más obligados a respetar las obligaciones lo-
ió
uc
cales de género. Aun cuando los hombres violaban estos códigos de
género, los usos y costumbres locales de justicia servían para restrin-
rib
gir su mala conducta. Una situación totalmente distinta se desarrolló
st
en Chuschi, comunidad que tuvo mucha emigración a partir de 1940.
di
Comencemos con el caso de Chuschi.
su
Conflicto de género en Chuschi
da
bi
n
único remedio era expulsar a los amantes de la comunidad.6
ió
uc
Este episodio permite apreciar la carga cultural y valorativa de
las relaciones de género en Chuschi a mediados del siglo XX. Lejos
rib
de perdonar a Manuel Cabana por ser hombre, los demandantes lo
st
culparon a él de la «situación inmoral». Los chuschinos vieron la in-
di
fidelidad como una afrenta no solo contra la agraviada esposa, sino
su
contra la comunidad entera, ya que iba contra la imagen de la comuni-
dad campesina como una entidad moral y cohesiva. Asimismo, el acto
da
con quien «en momento fatal» había cometido el error de casarse diez
años antes. «Pues, señor», Tucno explicó al subprefecto, «desde que
C
5. ARA, SC, Caja 15, Oficios de Chuschi (1944), Denuncia de las autoridades y co-
muneros de Chuschi ante el Subprefecto (11 de diciembre de 1944);; Denuncia de
Ernesto Jaime ante el Subprefecto (12 de diciembre de 1944).
6. Lamentablemente las fuentes no señalan el resultado de las peticiones de los
chuschinos. ARA, SC, Caja 15, Oficios de Chuschi (1944), Certificado de conducta
del párroco de Chuschi sobre los comuneros Manuel Cabana y Valentina Macha-
ca (12 de diciembre de 1944).
78 Miguel La Serna
n
cólera de su marido, es probable que esta tuviera algo que ver con su
ió
uc
insistencia de que la acompañara a Lima. Tucno solo aceptó la propo-
sición una vez que Machaca prometiera mejorar su comportamiento y
rib
ser el fiel proveedor que alguna vez había prometido ser. Una vez en la
st
capital, Machaca rompió su promesa por segunda vez. Machaca, sos-
di
tuvo Tucno, «no hizo nada más que dedicarse a torturarme casi a dia-
su
rio, embriagándose para maltratarme con crueldad». Un día, Machaca
la llevó a las alturas de la ciudad y la estranguló, asegurándole que la
da
mataría para poder casarse con otra mujer con quien tenía relaciones.
bi
usando así el dinero que ganaba de su trabajo sexual para «saciar sus
ro
esposa. Como si no fuera suficiente, Machaca hizo todo esto delante del
ia
7. ARA, SC, Caja 11, Of. Chuschi, Denuncia de Mercedes Tucno ante el Subprefecto
(23 de junio de 1958).
8. Ibíd.
9. ARA, SC, Caja 11, Of. Chuschi, Denuncia de Leon Tucno ante el Subprefecto (31
de agosto 1957);; Certificado del Alcalde de Chuschi sobre la mala conducta de
©8QDEUXWDOLGDGSURSLDGHKRPEUHVFDYHUQDULRVªFRQÁLFWRGHJpQHUR 79
n
del marido. Las normas sociales estipulaban que los campesinos
ió
uc
respetasen a los ancianos y padres de familia;; cuando estos habla-
ban, el pueblo escuchaba. Cuando Machaca amenazó públicamente
rib
con matar a su suegro, anunció al pueblo que ya no respetaba ni la
st
autoridad, ni el prestigio del anciano. Asimismo, cuando golpeó
di
a la hija de este comunero y la desnudó delante de él, Machaca lo
su
emasculó de manera simbólica, dejándolo incapaz de defender el
honor de su propia hija.
da
Jesús Machaca (20 de junio de 1958);; Informe del Gobernador de Chuschi ante el
Subprefecto sobre la mala conducta de Jesús Machaca (20 de junio de 1958).
80 Miguel La Serna
n
le sigo sirviendo». Justo a su lado, con su sombrero marrón, chompa
ió
grandota y pantalón marrón, el marido de mama Isidora nos acom-
uc
pañaba sentado, con una inocente sonrisa, totalmente ciego y sordo.10
rib
Poco después de casarse en la década de 1940, el esposo de
st
mamá Isidora empezó a tener relaciones con otras mujeres. Mamá
di
Isidora se dio cuenta de que no valía la pena quejarse. «Mi esposo ya
su
era maduro [cuando nos casamos] y yo era, pues, su menor», explicó.
«Él era bien agresivo, me echaba con plato de sopa, dejándome ciega,
da
pero así sigo con él». Miré al marido de Isidora mientras ella hablaba,
bi
continuó su testimonio:
.P
acostado con otras mujeres […]. Me decía, «¡Carajo, ramera! ¿Con quién
t
n
sus obligaciones de género tácitas. Ahora bien, si las acusaciones del
ió
marido fueran inventadas, como sostuvo mamá Isidora, su compor-
uc
tamiento demuestra un reconocimiento de las reglas tácitas sobre
rib
la violencia doméstica —es decir, que la acusación verbal, aunque
st
no fuese fundada, le servía como una justificación discursiva—. Del
di
mismo modo que sus acusaciones, los insultos del marido también
revelan su comprensión de las obligaciones de género. No fue casua-
su
lidad que llamara, a mamá Isodora, «qala chanka» [‘mujer infiel’ ],
da
momentos antes de botarla de la casa.
Sin él, mamá Isidora no tenía ni casa, ni dinero, ni sostén eco-
bi
hi
nómico. Ella podía abandonarlo, pero ¿adónde se iría? Otra vez, las
ro
decisión que mamá Isidora casi tomó. «Le dije [a mi esposo], “me
op
12. Ibíd.
13. Ibíd.
14. Para el análisis de las armas de los débiles y las formas de resistencia cotidiana,
véase Scott 1985.
82 Miguel La Serna
n
gando de esta manera su integridad. «Le decía: “¿Tú qué cosa eres
ió
uc
para que me pegues mucho?”». En ocasiones, se enfrentó a su esposo,
desafiándolo a maltratarla: «¡Pues pégame!».15 Desafortunadamente,
rib
estas «formas cotidianas de resistencia», aunque temporalmente sa-
st
tisfactorias, hicieron poco para aliviar su sufrimiento a largo plazo.
di
La anciana lamentó no haber contado con sus familiares para
su
detener los abusos de su esposo. Como sucedía con más frecuencia a
partir de la década de 1940, todos sus hermanos se habían mudado
da
De hecho, mamá Isidora les contó a sus hermanos sobre los mal-
ro
Así me decía y mis hermanos no [le] decían siquiera “¿por qué gol-
peas así?”». Normalmente, los padrinos de matrimonio eran los que
de
pegar a tu pobre señora que está con su hija? ¡Desde ahora no vuelvas
a golpearla nunca más!». Mamá Isidora contó que su marido aceptó
el castigo sin quejarse, pero cuando regresó a casa la golpeó de inme-
diato. Según ella, los abusos físicos fueron aún más frecuentes des-
pués de tal castigo: «¡Uff! ¿Cuántas veces ya me habrá golpeado? [...].
Muchas veces». Este constante maltrato la convenció de que no tenía
sentido quejarse a las autoridades: «[No pudieron hacer] nada, por
eso no les contaba nunca».17
n
Aquí tenemos una situación en la cual los mecanismos tradi-
ió
uc
cionales de protección contra un esposo abusivo iban debilitándose
debido a los cambios sociales y demográficos que afectaban a la co-
rib
munidad. Con la mayoría de su familia buscando trabajo en Lima,
st
mamá Isidora perdió una importante palanca social y moral sobre su
di
esposo. Es más, él lo sabía, desafiando a sus hermanos limeños a que
su
le hagan respetar sus obligaciones de género. Referirse a los herma-
nos de mamá Isidora como «niños» era una manera de subrayar la
da
17. Ibíd.
84 Miguel La Serna
n
[…]. Las esposas más antes eran pues maltratadas».19
ió
uc
De hecho, las únicas personas a quienes las mujeres como mamá
Isidora podían recurrir eran otras mujeres campesinas. Un día, el
rib
esposo de mamá Isidora estaba golpeándola en su chacra cuando
st
su vecina, Nicolasa Cusihuamán, se enfrentó al asaltante, recordán-
di
dole que si mataba a mamá Isidora, dejaría a sus hijos sin madre.
su
Aparentemente, la intervención de Cusihuamán funcionó, y su espo-
so dejó de maltratarla por un buen tiempo luego del enfrentamiento.
da
hecho también explica la respuesta que mamá Isidora nos dio cuando
.P
n
gozar de una educación primaria y secundaria;; otros ingresaron a la
ió
uc
Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, en la ciudad de
Ayacucho.21 Expuestos a nuevos conceptos de poder y justicia, estos
rib
chuschinos y chuschinas ofrecieron un desafío mucho más radical al
st
orden patriarcal. El sentido de justicia de género de tal generación se
di
distinguía porque ya no solo operaba en el ámbito de la pareja, sino
su
que desafiaba un orden patriarcal comunal y hasta nacional.
Lo que hemos descrito aquí es una clara crisis patriarcal en
da
nes como los adultos iban buscando una justicia de género dentro
t
au
21. Para más sobre la cuestión educativa, véase, por ejemplo, Degregori 1990, 1998.
86 Miguel La Serna
n
diciendo: “¿Por qué hiciste esto? [...] No debes pegar porque a ti mis-
ió
uc
mo ella te va [a] servir».23 Esto no significa que los familiares y los
vecinos de Chuschi nunca se metieran en los conflictos domésticos.
rib
Sin embargo, esta opción fue cada vez más ineficaz para las chuschi-
st
nas, pues en su comunidad estos vínculos se disiparon debido a la
di
migración urbana. Aunque los huaychaínos no eran nada inmóviles,
su
era mucho más probable que los parientes y vecinos de una mujer
estuvieran físicamente presentes en la comunidad para intervenir
da
ciones de trago, hoja de coca y cigarro. Tras estas ofrendas venía el pe-
dido formal de que el candidato les «salvara las almas» como padrino
C
n
su padrino». Ya que al padrino le interesaba el bienestar de la pareja
ió
uc
como una unidad, una mujer maltratada podría pedirle que intervinie-
ra en casos de violencia doméstica.25
rib
Eso fue exactamente lo que hizo la madre de Alejandra Ccente.
st
Mamá Alejandra admitió que su padre golpeaba a su madre cuan-
di
do era una niña y se criaba en la hacienda de Huaychao entre los
su
años 1940 y 1950. Una vez lastimó a su esposa solo porque tardó
en traerle su trago. El golpe dejó un moretón en el ojo de la seño-
da
la agresión [el padrino], al varón […] diciendo: “¿Por qué le haces eso
ia
n
de 1972, su padrastro, Glicerio Limaquispe, se apareció en la pos-
ió
uc
ta de la Guardia Civil de San Francisco (La Mar) para denunciar a
Martín Huamán, un campesino de diecisiete años de la comunidad
rib
de Huamanpata. Poco después de contratar al joven para trabajar
st
en su chacra, Limaquispe se enteró de que había violado a su hija
di
menor. Los problemas de Limaquispe no tenían nada que ver con
su
la validez de su acusación;; Martín y Juana admitieron haber tenido
relaciones sexuales por alrededor de un mes. Lo que Limaquispe no
da
n
ió
padrastro. Pero cuando Limaquispe se enteró de la relación, «le tenía
uc
mortificado con celos con la persona de Martín Huamán», hecho que
provocaría que los amantes se fugaran.30
rib
Al principio, Limaquispe negó energéticamente la acusación de
st
su hijastra, especulando que la familia de Martín la obligaba a inven-
di
tarla. Pero cuando el reporte médico afirmó que la menor efectiva-
su
mente había perdido su virginidad un año antes, Limaquispe cambió
su declaración. Confesó haber violado a Juana «solo una vez», tan
da
30. ACSJA, JP Huanta, Leg. sin Leg. (1972-1973, 12 exp.), Exp. 1199, referencia de la
menor Juana Quispe (2 de noviembre de 1972);; preventiva de la agraviada Juana
Quispe (26 de diciembre de 1972).
31. ACSJA, JP Huanta, Leg. sin Leg. (1972-1973, 12 exp.), Exp. 1199, manifestación de
Glicerio Limaquispe (2 de noviembre de 1972);; informe médico del enfermero
del Centro de Salud de San Francisco al Comandante de Puesto de la Guardia
90 Miguel La Serna
n
ralmente a aceptar su obligación de género de cuidarla materialmente.
ió
uc
Este hecho conllevaba la salida de Juana del ambiente tóxico de casa
—una expectativa que Martín llegó a cumplir—. Además de la protec-
rib
ción física, existió un acuerdo entre ellos, por el que Martín se casaría
st
con ella. En este sentido, Juana utilizó la institución del matrimonio
di
para combatir a un padre como depredador sexual.
su
La última opción que tenían las mujeres de Huaychao era recu-
rrir a las autoridades comunales. Las mujeres no solo hacían la denun-
da
Mamá Alejandra no era la única que pensaba esto. Ese mismo día, en-
ia
años. Mamá Brígida afirmó que los hombres de Huaychao raras veces
golpeaban a sus esposas en la época de la hacienda. Ella acreditó a
C
Alejandra, mamá Brígida recordó casos en los cuales las mujeres se en-
frentaban contra sus vecinos varones: «Algunos [hombres] creyéndose
varoncitos entraban a la chacra de [una vecina], entonces una tenía que
responder: “¿Por qué estás invadiendo mi lindero?”».
Luego, mamá Brígida nos contó de un incidente que ocurrió
en la década de 1960, en el cual ella y su madre se enfrentaron
contra un vecino que se atrevió a cosechar en su chacra. Haciendo
señales con el brazo mientras contaba el episodio, mamá Brígida
n
dijo orgullosamente: «En eso hemos luchado mi madre viuda y yo
ió
uc
recién casada contra [el vecino]. En eso dije: “¿Por qué invadiste
mi tierra y usurpaste la de mi madre?”».33 Cuando le preguntamos
rib
si el conflicto luego escaló, mamá Brígida lo negó: «Manam. Las
st
autoridades lo solucionaron, por eso hemos cosechado con tran-
di
quilidad». «¿O sea […] [el caso] no [se] ha transferido a [las autori-
su
dades de] Huanta?», le preguntamos. «Manam», contesto la ancia-
na. «[Nuestras autoridades] han solucionado».34 Mamá Alejandra
da
“¿Por qué tenías que pasar ese lindero? [Si no solucionas el asun-
.P
to] yo les voy a llevar a Huanta dónde las otras autoridades [del
Estado], en esa instancia vamos a perder todos. Van a sobrar algo
or
mismo modo que con las redes familiares y sociales, las mujeres y
op
que era viuda. No fue hasta mucho después que aclaró que su mari-
do no estaba muerto en verdad;; solo lo consideraba muerto. Criada
por sus abuelos, mamá Juana no había pensado mucho en el matri-
monio. Aun cuando su abuelo falleció y llegó a la adolescencia en
la década de 1960, Juana se aislaba, prefiriendo pastorear y trabajar
en el campo que participar en asuntos sociales como el carnaval. A
pesar de sus intentos de cuidarse, los varones la acechaban. Un tal
Victorino Yaranqa, a quien Juana apenas conocía, la acosó una tarde
n
mientras pastoreaba, le quitó la ropa a la fuerza y la violó. En vez
ió
uc
de buscar justicia, los tíos de Juana insistían en que se casara de in-
mediato con el asaltante para evitar el riesgo de quedar embarazada
rib
antes de casarse. Cerca de 1980, Juana aceptó casarse con Victorino
st
a regañadientes. No sabía qué esperar si el tipo se atrevía a violarla
di
en los cerros, ¿Cómo la trataría en la privacidad de su propia casa?
su
«En eso yo lloré mucho porque no quería tener pareja y peor si pa-
sara una mala vida», nos dijo mamá Juana. «Qué pasen la vida como
da
nosotros […]. Hay que […] atender al esposo a hora exacta», sus tíos
bi
cidente que ocurrió tan solo cinco días después de que mamá Juana
diera a luz a su primer hijo.
or
murmuró: «¿Por qué no? ¿Por qué no?», golpeándola justo en el ojo.
La primera en confrontar a Victorino fue la abuela de Juana, quien le
C
n
hijo y dejando a su esposa embarazada sola en la casa.36
ió
uc
El testimonio de mamá Juana ejemplifica las relaciones de gé-
nero en Huaychao, previas a la lucha armada. Comencemos con su
rib
desventura. Después de casarse, Victorino ignoró su obligación de
st
género, siendo infiel y maltratándola sin «justificación». Sin embar-
di
go, mamá Juana sabía exactamente qué hacer para detener a su espo-
su
so, recurriendo primero a su abuela (familia), después a su padrino
(compadrazgo) y, finalmente, a las autoridades comunales (justicia
da
en la que los hombres tienen casi todo el poder. Sin embargo, las mu-
op
tra los hombres abusivos. Mientras los comuneros recordaran que las
estructuras locales les harían respetar sus obligaciones de género, no
tenían por qué cuestionar el orden patriarcal.
n
ió
lo tanto, se encontraban más inclinados a respetar sus obligaciones
uc
de género. Aun cuando una mujer se encontraba en un ambiente do-
méstico abusivo, podría recurrir a una variedad de defensas tradicio-
rib
nales para protegerse. Una situación muy distinta a la de Chuschi,
st
comunidad donde se experimentaba un significativo movimiento de
di
gente entre el campo y la costa. Una de las consecuencias no anticipa-
su
das de esta movilidad geográfica fue el fracaso del (des)equilibrio de
género. Como ya no dependían de las instituciones locales, las redes
da
n
Muchos jóvenes compartieron este deseo de solución de la crisis
ió
uc
patriarcal. Fulgencio37 era un joven cuando se enroló al PCP-SL. El
chuschino recordó que la campaña local contra la infidelidad fue una
rib
de las principales razones por las cuales él y los demás comuneros
st
apoyaron a los senderistas:
di
su
¿Los comuneros estaban más o menos de acuerdo con eso [de castigar]
a los mujeriegos?
da
Por supuesto.
¿Cómo qué: «Por supuesto»?
bi
¿Mal visto?
Mal visto. O sea, era como una enfermedad […]. Una enfermedad que
or
lo veían los niños y jóvenes que estaban creciendo [en este pueblo].38
t
au
n
reemplazaron en el poder a los líderes comunales y autoridades loca-
ió
uc
les. Por primera vez en la historia del pueblo, los jóvenes alcanzaron
a tener poder;; eran mandos. Pero SL no solo empoderó a los jóvenes
rib
varones, sino también a las mujeres. Al fin y al cabo, la incorporación
st
política de las mujeres fue una de las grandes atracciones de SL para la
di
generación recién educada (Kirk 1993). Para estos chuschinos y chus-
su
chinas, el sentido de justicia de género no solo consistía en castigar a
los hombres abusivos, sino en destruir el patriarcalismo y formar un
da
nuevo sistema político donde las mujeres tuvieran una legítima voz.
bi
n
preocupadas. Víctor se quedó con su familia un par de días. Una vez
ió
uc
convencido de que su familia estaba a salvo, retornó a Huancavelica.41
Unas dos semanas después, María no volvió del colegio. Su
rib
preocupada madre fue a buscarla, al mismo tiempo que preguntaba a
st
los vecinos si habían visto o escuchado algo acerca de María. No obtu-
di
vo respuesta positiva. Después de recorrer el pueblo tres días, buscán-
su
dola, Maximiliana viajó a Huancavelica para informarle al padre de la
desaparición de su hija. Víctor solicitó una semana de licencia de su
da
su menor hija. Los días iban y venían, hasta que el desanimado padre
hi
enero de 1983, junto a otros siete varones.43 Las versiones de sus pa-
op
n
que la joven María era la senderista que los huaychaínos atacaron y
ió
uc
luego mataron aquel aciago día.
Las descripciones que los hombres de Huaychao nos ofrecie-
rib
ron sobre María ilustran su inquietud hacia las mujeres con poder.
st
«La señorita estaba con pantalón», nos contó el presidente Fortunato
di
Huamán. «Con falda encima», aclaró su primo Esteban, momentos
su
antes de describir algo peculiar: «No tenía senos y tenía ombligos en
forma de círculo y bastante pegados al cuerpo y no parecían senos».46
da
n
participación pública eran limitadas para muchas huaychaínas, las
ió
uc
senderistas eran unas anomalías, unas guerreras viajeras quienes
cargaban armas y mandaban a los hombres subalternos. Los huay-
rib
chaínos no solo temían ceder su autoridad a estas «hermafroditas»,
st
sino que temían la posibilidad de que sus propias mujeres se some-
di
tiesen a tal transformación. Esta suposición explica por qué los huay-
su
chaínos atacaron y luego mataron a María. Cuando lo explicaron, los
hombres huaychaínos sostuvieron que la joven senderista provocó
da
n
ió
Conclusión
uc
Este no es el primer estudio que sugiere que los campesinos se apro-
rib
vecharon de la violencia política para hacer justicia contra los esposos
st
abusivos e infieles.48 Sin embargo, pocos han analizado con profundi-
di
dad las dinámicas de género y poder dentro de las comunidades aya-
su
cuchanas antes de la violencia política. Este estudio nos ayuda a identi-
ficar las circunstancias históricas, locales y generacionales que explican
da
otros no. Como hemos señalado, el género fue un factor clave entre
hi
Este hecho no quiere decir que el género fue más importante que los
.P
clase y la ideología. Sin embargo, si este ensayo prueba algo, es que las
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su
cráticas del país desde hacía más de una década. En la euforia de lo
que parecía un retorno exitoso a la democracia tras doce años de dic-
da
incluso, pasada por alto por la mayor parte de los observadores políti-
ro
1. La investigación realizada para este artículo fue subvencionada por becas del
International Studies Overseas Program de Universidad de California, Los Án-
C
n
tocrático, empeñado en derrotarlos.
ió
uc
La música forma una parte fundamental de la vida e, incluso, de
la política en el Perú, y la voluminosa literatura sobre SL da la impre-
rib
sión de que la guerra fue librada con igual fiereza en el terreno de la
st
música como en el de las montañas. Quizás los relatos periodísticos
di
y académicos de la violencia estaban salpicados por citas musicales
su
coloridas en un intento de reproducir el estilo teatral de los revo-
lucionarios, desde «himnos» guerrilleros hasta huainos de protesta
da
n
elementos centrales en un discurso regional de modernización y de-
ió
sarrollo, una creencia en lo que Degregori (1986) ha llamado el «mito
uc
del progreso». La radicalización subsiguiente de los performances en
rib
los carnavales en Fajardo dice mucho acerca de las actitudes locales
st
ante el ascenso y posterior derrota del senderismo, a la vez que nos
di
adentran en un discurso más amplio sobre el potencial de la música
y el performance ritual como agentes del cambio social.
su
El establecer conexiones entre la música, el ritual, el poder y la
da
política no es un mero ejercicio académico. El poder del performance de
canciones revolucionarias y las consecuencias mortales que acarreaba
bi
hi
n
cursos de canciones de los carnavales del periodo en cuestión. Dada
ió
uc
la naturaleza explícita de esas grabaciones —con piezas tituladas,
por ejemplo, «Guerra popular» y «Situación revolucionaria», y cuyas
rib
interpretaciones estaban acompañadas por los gritos de un público
st
eufórico—, su regalo fue una increíble demostración de confianza, no
di
solo en que yo aseguraría el anonimato y seguridad personal de los
su
donantes sino en mi habilidad para contextualizar e interpretar los
performances en esas grabaciones de una manera consistente con la
da
n
vieron los concursos de canciones y la celebración del carnaval en la
ió
uc
historia de la violencia política en Fajardo. Lejos de ser «costumbres
inmemoriales» en pueblos «aislados», las prácticas rituales de carnaval
rib
emergen como espacios sociales activos en los que los individuos y las
st
comunidades planteaban y continúan planteando su parecer acerca de
di
su lugar y sus expectativas en el mundo.
su
Ritual y resistencia
da
bi
n
la violencia política (Vásquez y Vergara 1988) y la redefinición de
ió
uc
nociones de género, identidad y pertenencia nacional (Abercrombie
1992, Cánepa Koch 1998, Mendoza 2000, Solomon 1994). Según Zoila
rib
Mendoza (2000), estos trabajos enfatizan el poder «transformador»
st
de los rituales andinos, posicionando el performance ritual como «un
di
ámbito de experiencia en el cual se abordan y redefinen las preocu-
su
paciones centrales del diario vivir y en el cual se plantean proposicio-
nes a través de la metáfora, la metonimia y otros tropos» (2000: 31).4
da
tido en una noción conflictiva entre los estudiosos, pues muchos cues-
op
3. Los trabajos de June Nash (1970) y Michael Taussig (1980) sentaron un preceden-
te importante para el estudio de los rituales y el cambio social, a pesar de que
sus orientaciones marxistas difieren sustancialmente de las bases teóricas de los
estudios más recientes aquí analizados.
4. La cita en inglés es la siguiente: «a realm of experience in which central concerns
of the everyday world are addressed and reworked, and in which ‘arguments’
are made through metaphor, metonym, and other related tropes».
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 111
n
por ejemplo— que informan a las complejas y contradictorias historias
ió
y sucesos que estudiamos. Estos planteamientos son muy relevantes
uc
en el contexto de una confrontación polarizada y violenta, en la cual
rib
los peligros de la resistencia política requieren especial consideración,
st
pero que, por eso mismo, amenazan con trivializar o superar aquellas
di
acciones culturales más sutiles, que permean y aportan otros significa-
dos al conflicto. En este sentido, lo que nos debe ocupar no es la bús-
su
queda de una teoría que enfatice la resistencia per se, sino desarrollar
da
un enfoque más riguroso, refinado y etnográficamente anclado, que
permita analizar cómo opera la resistencia y cómo es utilizada para
bi
hi
n
zar el surgimiento de movimientos sociales o políticos duraderos, con
ió
consecuencias que han incluido la caída de la dictadura de Duvalier
uc
en Haití (Averill 1994) y la revisión de significados populares tras un
rib
fallido golpe de Estado en Trinidad (Birth 1994). Estos estudios de-
st
muestran que la resistencia no puede ser entendida como inherente al
di
carnaval en su esencia, sino como una tendencia que debe ser puesta
en marcha —en escena— por actores sociales en contextos oportunos.
su
Al inicio de la insurgencia y a lo largo de los años de violencia,
da
los carnavales en Ayacucho suponen un ejemplo sugerente de como la
«educación democrática» y el «cuestionamiento festivo» del performan-
bi
hi
n
de las prácticas de carnaval que fueron generadas por los concursos
ió
de canciones y la agitación revolucionaria de finales de la década
uc
de 1970. Esta visión diacrónica enfatiza la fuerza social y cultural de
rib
largo plazo del carnaval en las vidas locales, aquello por lo cual los
st
cambios en su celebración se convertían en indicadores y agentes de
di
la transformación radical de la provincia.
El carnaval en Fajardo
su
da
dad religiosa que tiene lugar en los días y semanas que preceden la
ro
7. Es difícil explicar las razones para el carácter tan local del pumpin. La historia
oral en Fajardo sostiene que los orígenes del género se encuentran en la migra-
ción laboral cíclica a la costa durante finales del siglo XIX, y hay ciertas similitu-
des entre el pumpin y los estilos musicales de las comunidades en esa ruta. El uso
de una guitarra de doce cuerdas es, sin embargo, anómalo, y hace falta llevar a
cabo una investigación más profunda sobre el género para obtener respuestas
más concluyentes.
114 Jonathan Ritter
del carnaval, marcado por una ondulante melodía ternaria. Estas di-
ferencias son reconocidas por todo el departamento de Ayacucho,
por lo cual el pumpin es destacado y mercadeado como distinto de
los demás géneros de carnaval, y constituye una seña de identidad
fajardina y orgullo regional.
Al igual que en muchas de las provincias rurales de Ayacucho,
en Fajardo se celebran varias fiestas de carnaval más allá de las festivi-
dades primordialmente urbanas descritas anteriormente. El carnaval
n
coincide con la temporada de cultivo en los altos Andes, por lo que
ió
uc
varias fiestas están asociadas a ritos de fertilidad agrícolas o pastori-
les, y suelen proporcionar vías para actividades de cortejo (Vásquez y
rib
Vergara 1988). De hecho, este es el caso en los distritos de Colca, Cayara,
st
Huancaraylla y Huancapi en la región de Fajardo, en la cual el pumpin
di
está más arraigado (figura 1). Allí, la celebración del carnaval comienza
su
de manera esporádica incluso desde diciembre, cuando coincide con la
labranza de los campos de maíz de mitad de temporada: el aporque de
da
n
que suele concluir con una fiesta en que se canta y se baila pumpin, en
ió
uc
ocasiones hasta que amanece (figura 2). El grupo de la minka, ador-
nados con talco y serpentinas, acaba en la casa de quien los contrató
rib
para el aporque, bailando una ronda (qachwa) y desafiando musical-
st
mente a otros grupos. En este contexto, las interpretaciones suelen
di
ser casi siempre cancioncillas muy conocidas o improvisaciones,
su
usualmente de carácter jocoso y de temas sexuales o románticos (de
enamoramiento). Los siguientes versos fueron grabados por el autor
da
Muchacha:
ro
pasakusaq
para no ver tu cara de zonzo, Zonzo caraykita manaña
or
rikunaypaq
t
Hombres:
Colquinita zonza, ¿no recuerdas Zonza Colquinita yuyalla-
ia
chkankichu
op
Mujeres:
Colquinito zonzo, ¿no recuerdas Zonzo Colquinito yuyalla-
chkankichu
que en medio del maíz, Sarapa chaupichampi
116 Jonathan Ritter
Hombres:
Linda paisanita, ¿no recuerdas Linda paisanita yuyalla-
chkankichu
que en medio del maíz, Sarapa chaupichampi
jugamos yugo, yuguykullasqayta
n
jugamos yugo? yuguykullasqayta
ió
uc
Mujeres:
rib
Zonzo Colquinito, ¿no recuerdas Zonzo Colquinito yuyalla-
st
chkankichu
di
que en medio del maíz, Sarapa chaupichampi
me tumbaste, su
wischuykullasqayta
me cargaste? Marqaykullasqayta
da
bi
hi
ro
.P
t or
au
de
ia
op
C
n
canción o hasta que los cantantes se aburren con esta pieza y sim-
ió
uc
plemente continúan bailando. Exceptuando los performances en los
concursos formales (que se discutirán más adelante), esta práctica
rib
interpretativa se reproduce en todos los eventos asociados con el car-
st
naval en la región, que incluyen los desfiles nocturnos de comparsas
di
por las calles, las yunzas celebradas en las esquinas o en los campos
su
cercanos, y la peregrinación del ñawin apay (figura 3).
da
bi
hi
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.P
t or
au
de
ia
op
C
n
y bailar en competiciones informales con jóvenes de pueblos vecinos.
ió
uc
Hay varios lugares en la región donde se llevaron a cabo, pero el prin-
cipal punto de reunión para los jóvenes de Colca, Cayara y Huancapi
rib
era la alta planicie de Waswantu, más o menos equidistante de estos
st
tres pueblos. Alejandro Mendoza, un hombre de Colca que asistió a es-
di
tos encuentros en su juventud, me los describió de la siguiente forma:
su
[T]odos los domingos, a los menos en la época de los meses de enero
da
y febrero, íbamos a Waswantu [...]. Las chicas escapaban de sus padres
con el cuento de ver sus chacras o sus animales, mientras los jóvenes
bi
trario, iban con este motivo de traer ichu para sus casas, para sus coci-
ro
así frente a frente, ellos también en nuestro costado, ¿a quién canta más
au
8. La noción de la puna como un lugar «salvaje», donde los tabúes sociales no ope-
ran, es común a las comunidades del valle del río Pampas. La vida michiy, otro
encuentro de jóvenes en la puna con fines explícitamente sexuales, ha sido des-
crita por Isbell (1985: 119).
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 119
una cuestión secundaria. Ningún individuo con los que hablé de los
que habían participado en estos encuentros recordó canciones espe-
cíficas que fuesen tradicionalmente interpretadas en ellos, comentan-
do en su lugar que, al igual que en los aporques de maíz, los versos
eran o conocidos o improvisados en el momento y generalmente tra-
taban temas de amor o traición.
Hay que señalar que en ocasiones sí se cuelan comentarios socia-
les o políticos en los textos de estas improvisaciones, particularmente
n
para increpar a alguna autoridad local que esté presente. En cierta
ió
uc
forma, entonces, el pumpin comparte la tendencia a la protesta y la
inversión de otras expresiones de carnaval por todo el mundo y con-
rib
tribuye, además, a una larga historia de poesía cantada en quechua
st
que aborda temas sociales y políticos (Montoya et ál. 1987, Vergara
di
1995). Pero en Fajardo, este tipo de canciones rara vez va más allá de
su
una burla y nunca entra en un nivel de discurso político que rebase
personajes y asuntos locales. Un número limitado de canciones de
da
Entrando a la modernidad
op
C
9. El rol decisivo de los campesinos del altiplano en la Guerra del Pacífico contra Chile
entre 1879 y 1883 es un tema popular en canciones y bailes tradicionales a lo largo
de los Andes centrales de Perú. Para una visión general, véase Mendoza 1989.
120 Jonathan Ritter
n
En la década de 1960 se empezaron a tomar medidas efectivas
ió
uc
para acabar con esta marginalización y estancamiento económicos. La
reapertura de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga
rib
(UNSCH) en 1959 tras setenta y cinco años de cierre, la convirtió en
st
una fuerza regional dominante en la narrativa de modernización y
di
desarrollo. La creencia de que la educación abriría el camino a la pros-
su
peridad quedó claramente demostrada en un levantamiento de 1969,
que tuvo un impacto profundo en el futuro de Ayacucho y su música.
da
10. Para una narrativa del alzamiento de Huanta y su relación con el surgimiento
del senderismo, véase Degregori 1990.
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 121
n
y escrito dos años después del alzamiento, hablaba directamente so-
ió
uc
bre los incidentes en Huanta. Mezclando narrativa y metáfora en una
protesta directa contra la policía que llegó «a matar campesinos» y «a
rib
matar estudiantes», esta pieza acababa con los memorables y amplia-
st
mente citados versos que advierten que «la sangre del pueblo tiene
di
rico perfume / huele a jazmines, violetas, geranios y margaritas / a
su
pólvora y dinamita / ¡carajo! a pólvora y dinamita». Por su parte, el
segundo, compuesto por Ranulfo Fuentes y grabado por primera vez
da
n
guo estudiante de antropología de la UNSCH y nativo de Colca—
ió
uc
buscó y recibió el apoyo del Instituto Nacional de Cultura (INC) y la
Asociación Distrital de Colca, un club cívico de Ayacucho fundado
rib
por colquinos emigrados (Flores y Vergara 1987). Desde el principio,
st
la participación de estas entidades vinculó el evento con las ideo-
di
logías regionales y nacionales sobre el «folclore», cuyos orígenes se
su
encontraban en los primeros concursos de música andina auspicia-
dos por la administración de Augusto Leguía en la década de 1920
da
n
emprender la caminata que suponía. Si, como ha sugerido Mendoza, la
ió
uc
«folclorización» a través de concursos en los Andes se caracteriza por
una dialéctica entre la descontextualización (del) ritual y la apertura de
rib
nuevos espacios para las voces subalternas (2000: 237), el concurso de
st
Waswantu logró una incipiente síntesis de estos elementos, con lo que
di
minimizó el poder de las fuerzas sociales y políticas dominantes, a la
vez que adoptó su lenguaje. su
da
bi
hi
ro
.P
t or
au
de
ia
op
C
n
cambios ideológicos menos obvios. Anteriormente, pequeños grupos
ió
uc
de personas de cada comunidad se congregaban alrededor de depre-
siones circulares en la altiplanicie (que permanecen aún hoy), con los
rib
hombres en el centro tocando la guitarra y las mujeres dando vueltas
st
a su alrededor, agarradas de las manos en una ronda llamada qachwa.
di
La pugna entre los círculos era simultánea, además de informal, y era,
su
como en el relato de Alejandro Mendoza, tanto un concurso de volu-
men como de agudeza en la improvisación. En el nuevo formato, do-
da
de volumen para vencer a los grupos rivales, lo que le daba más es-
ro
n
Los cambios en la estructura y material temático de las cancio-
ió
uc
nes durante los primeros cuatro años de su celebración reflejan la
intensidad de la transformación ideológica lograda por el concurso.
rib
Como muestra el ejemplo anterior del aporque de maíz, las canciones
st
de pumpin eran estróficas antes de 1976, con una estructura melódica
di
de dos partes repetidas continuamente por músicos y cantantes, sin
su
puentes instrumentales o cambios en el contorno melódico. Una gra-
bación del primer concurso refleja esta práctica interpretativa en prác-
da
típica: cuatro versos con una melodía simple de AABB, repetida por
hi
las guitarras entre cada estrofa. Debido a las reglas del concurso, y
ro
n
1. El primero era el tamaño de la audiencia, que se componía de
ió
residentes de cada uno de los tres distritos y constituía un foro
uc
sin precedentes en el que abordar conflictos intra- e intercomu-
rib
nales. La composición ganadora del 1978, «Irrigación de Colca»,
st
fue seguramente inspirada por esta circunstancia. Se trataba de
di
una canción de un conjunto de Huancapi que protestaba contra
su
un propuesto túnel de irrigación a Colca, argumentando que el
proyecto desviaría agua de su propio pueblo.
da
sitores de pumpin.
de
Sendero Luminoso
n
ió
Perú-Sendero Luminoso era un producto de la lucha interna y frag-
uc
mentación continua que plagaba la izquierda marxista peruana en
aquellos años. De hecho, SL era uno de tres partidos maoístas funda-
rib
dos en la década de 1970 que se erigían como verdaderos herederos
st
del original Partido Comunista Peruano, fundado hacía medio siglo
di
por el escritor e intelectual peruano José Carlos Mariátegui. Acusando
su
a partidos rivales de colaborar con el régimen militar, SL proclamó que
la revolución era inminente y comenzó a construir el aparato de parti-
da
n
lo que llamaba «folclore». Guzmán había estudiado en China a fina-
ió
uc
les de la década de 1960, como posteriormente hicieron un número
considerable de líderes senderistas y adoptó, para su propio partido,
rib
la radicalidad de la censura y la intolerancia que caracterizaba las
st
políticas brutales de la Revolución Cultural de Mao. Así, las prác-
di
ticas religiosas, costumbres, rituales y tradiciones musicales eran
su
todos «remanentes del feudalismo que deben ser destruidos por la
revolución y desaparecer en la Nueva Sociedad» (citado en Del Pino
da
n
nos’, una referencia a SL] han prohibido, han dicho: «en eso gastan su
ió
plata, por eso se vuelven pobres (chaywan wakchayankichik)». Los mili-
uc
tares también han prohibido: «Hacen bulla, hacen desorden», nos han
dicho. «Los terrucos pueden aprovechar de eso para entrar, hacen bo-
rib
rracheras, es peligroso para ustedes», así nos dicen. Por eso ya no hace-
st
mos las fiestas como antes. (Loayza et ál. 1987: 40)
di
En la provincia de Fajardo, mi propio trabajo de campo confirmó
su
la antipatía senderista hacia las costumbres rituales comunales (con
da
la excepción de los concursos de carnavales) y su consiguiente des-
censo o desaparición durante los años de guerra. Se cancelaron las
bi
n
aquellas fiestas comunales que aún se celebraban. El sociólogo perua-
ió
uc
no Nelson Manrique describió un concurso de baile típico que duró
varias semanas en el departamento de Junín, organizado por SL (1998:
rib
211);; y en Chuschi, el pueblo desde donde se emprendió la revolución,
st
los intentos de prohibir el carnaval acabaron con los guerrilleros bai-
di
lando en las calles con los rifles sobre sus cabezas (Isbell 1994: 85).
su
¿Cómo se pueden explicar estas contradicciones entre la teoría del
partido y la práctica? Como ha anotado Stephen Jones (1999) en su
da
estudio sobre la vida ritual bajo Mao en los campos chinos, el impac-
bi
jerarquía. Hasta cierto punto, entonces, este fenómeno puede ser visto
como el resultado del inconcluso proyecto de integración del partido,
un reflejo de la autodefinición de los cuadros rurales como senderistas
y como miembros de sus comunidades locales.
14. La cita en inglés es la siguiente: «becomes more flexible as one descends from the
pinnacle toward the social base».
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 131
n
asistir a reuniones públicas donde el performance de cantos, eslóganes
ió
uc
y canciones revolucionarias era habitual. La autonomía de ciertos gé-
neros de cualquier contexto ritual, particularmente el huaino, hacía
rib
que fuera fácil insertarlos y reutilizarlos en diferentes contextos se-
st
gún la necesidad. Por otra parte, esa autonomía hacía que fuera más
di
fácil para el partido justificar su uso del huaino. Así, su prohibición
su
del folclore parecía implicar principalmente un contexto ritual. De
acuerdo con la sentencia de Mao de que las «viejas formas» podían
da
1980: 65), un cambio en la letra hacía que los viejos huainos no solo
ro
Los elementos hasta aquí trazados en este artículo —un discurso re-
n
ió
gional sobre desarrollo y modernización;; un momento experimental
uc
en la música de carnaval, generado por el advenimiento de concur-
sos formales de canciones;; y el surgimiento del senderismo— se con-
rib
jugaron en la provincia de Fajardo a finales de la década de 1970.
st
Dados el aislamiento geográfico, la pobreza y la falta endémica de la
di
presencia del Estado en la región central de Ayacucho, SL escogió las
su
provincias de Cangallo y Fajardo como el territorio desde el cual lan-
zar su campaña revolucionaria. La ausencia de hacendados en esta
da
Cangallo.15
t
15. Flores-Galindo (1987) ha señalado que SL cosechó sus éxitos iniciales en aquellas
zonas en las cuales las instituciones tradicionales de poder eran más débiles,
debido a la falta de la presencia del Estado, la ausencia de una clase dominante
hacendada o gamonal, y el deterioro creciente de la autoridad de la Iglesia ca-
tólica. Quisiera agradecer a Zoila Mendoza por sugerirme que considerara estos
factores en el desarrollo e impacto del senderismo en la música de Fajardo.
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 133
n
un peso e importancia que facilitaba la organización senderista entre
ió
uc
la población en general (Degregori 1994 y 1996).
La música formaba parte importante de las actividades orga-
rib
nizadas por los militantes y profesores senderistas en Fajardo. Los
st
reportajes sobre la región de Ayacucho de principios de la década
di
de 1980, corroborados por comentarios que me han hecho exalum-
su
nos de profesores senderistas, indican que la música revolucionaria
era habitual en sus salones de clase. De hecho, «La Internacional»
da
folclóricos (Medina 1983: 20, Wit y Gianotten 1994: 63). Las reunio-
ro
en su currículo.
t
au
tas, en las que surgieron los primeros ejemplos de pumpin con letras
op
16. Todos los nombres en esta sección del artículo son ficticios.
134 Jonathan Ritter
n
tarán» para «echar a los sucios»:
ió
uc
rib
«José Carlos»
st
Pumpin cantado por estudiantes en Huancapi
di
a finales de la década de 1970
su
José Carlos, alma proletaria
da
Pronto queremos que llegue el día escogido
Pronto queremos que llegue el día escogido
bi
hi
Fuga:
Llaqtaruna sayarillasun Gente del pueblo nos debemos
levantar
Llaqtaruna sayarillasun Gente del pueblo nos debemos
levantar
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 135
n
uso de la estructura estrofa/fuga del huaino, descrita anteriormente,
ió
y también en porciones de su texto y su melodía, que están sacadas
uc
verbatim de la letra de una canción popular del carnaval ayacuchano.
rib
Estas asociaciones urbanas en un género musical de texto bilingüe,
st
señalado como rural y fajardino, reflejan la naturaleza liminal, de
di
«frontera», de esta canción y sus intérpretes, todos ellos estudiantes
su
locales unidos por el deseo o la experiencia del discurso político ra-
dical de la capital regional. Dado el alcance limitado de la audiencia,
da
n
rrollaba el senderismo en la región, pero no está claro si fue su trabajo
ió
uc
en las escuelas populares lo que lo inspiró para formar el grupo.
Como se señaló más arriba, la ideología totalitaria de SL no había
rib
sido internalizada igualmente por todos los militantes y es razonable
st
asumir que la atracción hacia los concursos de pumpin de Alberto
di
provenía tanto de su identidad fajardina y su deseo de participar en
su
un novedoso y excitante desarrollo de la vida comunal de la pro-
vincia, como de su reconocimiento pragmático de que los concursos
da
n
con la canción «Situación Internacional», un llamado sin ambages a
ió
uc
la revolución. Entre los aplausos y vítores de un público enardecido,
la canción terminó con la exclamación «¡Guerra popularwan, lucha
rib
armadawan / Obrero campesino armata qapispa / yarqay muchuy-
st
llata puchukachisunchik!» (‘Con la guerra popular, con la lucha ar-
di
mada, / Obrero y campesino, agarrando las armas, / superaremos
su
este hambre y sufrimiento!’). Tres meses más tarde, SL boicoteó las
elecciones y empuñó las armas quemando las urnas en Chuschi, cua-
da
n
instrumentales más elaboradas. Las Sirenitas seguían este prototipo
ió
uc
al pie de la letra y, en 1981, ganaron el concurso de Waswantu y com-
pitieron en otros concursos ese mismo año con la canción «Situación
rib
revolucionaria». La canción anticipaba una frase del informe de la
st
segunda Conferencia Nacional del partido del año siguiente, que
di
declaraba que Perú estaba «viviendo una situación revolucionaria»,
su
debido a su «estructura feudal» («Las conferencias...», 1984: 21).
La interpretación de Las Sirenitas de esta canción en el concurso
da
«Situación revolucionaria»
Escrita e interpretada por Las Sirenitas de Waswantu en 1981
n
situacion nisqan revolucionaria dicen que es una situación
ió
revolucionaria
uc
rib
Wakcha pobrekuna Los pobres y desamparados
st
amirqullanchikña estamos hartos
di
hambre miseriawan kallapas con esta hambre y miseria
kanñachu asolándonos
llapa imallapas wicharimullaptin
su
cuando todos los precios suben
da
bi
avanzallasunña avancemos
ro
armadawan armada
kayllay miseriata superaremos esta miseria
or
puchukachasunchik
t
au
Fuga:
de
n
ió
otras personas que estuvieron presentes en los concursos en esos
uc
años, además de un cuidadoso análisis de las grabaciones de estos,
sugieren que no todo es lo que parece:
rib
st
1. En primer lugar, las reacciones del público a los concursos se
di
basan en una variedad de factores que van más allá del conte-
su
nido lírico, algo que acentúa la debilidad de un análisis pura-
mente textual de un performance. De hecho, las contribuciones
da
n
ió
estaba compuesto enteramente por militantes o simpatizantes
uc
comprometidos con el partido. Una de las antiguas cantantes de
rib
Las Sirenitas mantiene hoy que ella cantaba con el grupo para
competir en los concursos y porque salía con uno de los músicos,
st
sin que mediara razón o ideología política alguna —una justi-
di
ficación similar a la de muchos otros cantantes y músicos—.18
su
Entonces como ahora, factores como los lazos personales con al-
gún miembro de un conjunto, un espíritu competitivo encarna-
da
18. Obviamente, es comprensible que hoy en día varias personas nieguen su ante-
rior militancia o simpatía por SL dadas la violencia y represión que supuso el
dominio senderista en Fajardo. Las memorias en semejante contexto suelen ser
muy selectivas. En todo caso, las razones dadas para explicar esa no-militancia
son, a menudo, completamente plausibles, aunque no siempre sean completa-
mente ciertas.
142 Jonathan Ritter
n
así ha sucedido este problema sociopolítico. (Entrevista, 28/08/2000)
ió
uc
El miedo, la coerción, los lazos personales, el deseo de competir
rib
y motivaciones sociales eran todas razones de peso para inter-
st
pretar canciones revolucionarias y unirse a conjuntos militantes,
di
sin que ninguna de ellas supusiera apoyo activo a la guerrilla.
3. su
Finalmente, muchos compositores y directores de conjuntos
que escribieron y decidieron interpretar canciones de protesta
da
nía que ser de sentimientos, otro de amorío, otro tenía que ser, bueno
siquiera unito de protesta y otros de trabajo y un montón de cosas. Así,
combinado. Yo trataba de componer de las autoridades, qué vida esta-
ba pasando, cómo sufría los presos, de toda esas cosas. Yo combinado
siempre componía, por eso pues justo por ahí iba el triunfo. (Entrevista,
13/02/2001)
n
política, como el de muchos otros compositores de la provincia, es-
ió
uc
taba limitado a la popularidad que parecía tener, o sea, al potencial
ganador que representaba en los concursos de canciones.
rib
Por esta misma razón, no todas las canciones de protesta eran
st
igualmente radicales. Una revisión de las grabaciones y textos exis-
di
tentes de los concursos de 1980 a 1982 revela que muchas canciones
su
hacían críticas políticas generales, sin los habituales llamamientos
a las armas de grupos militantes como Las Sirenitas. Una de estas
da
n
guientes, este se vio obligado a distanciarse de la retórica revolucio-
ió
uc
naria que el pumpin había ido adquiriendo para ese entonces:
rib
Acá el pumpin lo aman el Sendero;; la lucha armada había convulsionado
st
muy fuerte esas canciones. Y comprometían, incluso a mí me compro-
di
metió gravemente... [El Ejército] me dijeron que era el autor intelectual
allí, estuve detenido. Pero le digo, «Señor, ¿qué culpa tengo si los con-
su
juntos viene cantando así, desde antes?». Aprovecharon de una tribuna,
solamente vengo a compartir. (Entrevista, 23/03/2000)
da
bi
Conclusión
Schechner (1993). Las viejas prácticas rituales, como las reuniones in-
formales de cortejo y desafío musical en la altiplanicie de Waswantu,
dieron paso al nuevo ritual comunal del concurso, donde ideas y
proyectos políticos emergentes eran representados y debatidos en el
espacio dialógico de un performance formal. Al mismo tiempo, los dis-
cursos de modernización y desarrollo alimentaron el alzamiento de
la guerrilla y generaron una brecha respecto a formas tradicionales
de organización social y lealtades políticas. Las continuidades y los
n
cambios en la forma, temática y contexto de las canciones de pumpin
ió
uc
reflejaban consideraciones tanto estéticas como sociales. «El perfor-
mance ritual», según Schechner, «es especialmente poderoso porque
rib
permanece en el equívoco, negándose a ser solo estético (para ser
st
visto solamente) o social (comprometido con la acción inmediata);;
di
los rituales […] adquieren su poder de ambos» (1994: 629). La exitosa
su
canalización de ese poder de parte de SL hacia fines revolucionarios
se originó tanto en su habilidad para influir sobre factores estéticos
da
del pumpin (a través del éxito de Las Sirenitas y otros conjuntos alia-
bi
n
berancia del carnaval hacia una forma más respetable, el concurso de
ió
uc
canciones, inintencionadamente creó un espacio en el que esa energía
se redirigió hacia el performance de discursos revolucionarios. De igual
rib
forma, los esfuerzos senderistas de politizar el espacio del concurso se
st
les salieron de las manos. En 1983, la violencia que asolaba la región
di
impidió la celebración del carnaval en todas sus formas, pero los des-
su
plazados y migrantes fajardinos en Lima auspiciaron, al año siguiente,
sus propios concursos y, en 1986, se volvieron a celebrar en Fajardo.
da
ristas», mientras saltaba sobre él. Hasta el «teatro de guerra» que ha-
bía sido un sello distintivo de SL se había vuelto en su contra.
Cantos de sirena: ritual y revolución en los Andes peruanos 147
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Arianna Cecconi
Universidad de Milán
n
ió
uc
rib
st
Pilar: Cuántas almas habrán caminado en la época del terrorismo,
di
mamá, infinidad de almas habrán caminado.
Arianna: ¿Cómo habrían caminado? su
Pilar: […] de allá de la zona de Carhuanca habían venido bastantes y
da
todos tenían linternas […] con linterna, alumbraban así, como gente,
como los de esta vida, pues, alumbraban hasta la plaza, iluminándola
bi
[...]. Luego, tras la casa de don… de don Tulio, se detuvieron todos jun-
hi
dije, «será la policía, aquellos que vienen seguro que son la policía,
me van a disparar», dije, y llevando agua […] vine rápidamente para
or
n
ió
Seguro que su alma había venido a su pueblo a despedirse. […] Será por
lo que [las almas] caminaban dispersas, todas ellas: Margarita, Rómulo,
uc
luego Zenaida, después Alfredo;; a ellos los mataron. Así había sido,
rib
mamá, una vez que vi eso. Yo vi almas.
st
di
Pilar es una comunera de Contay, una comunidad campesina en
la provincia de Vilcashuamán, donde entre los años 2004 y 20082 se
su
desarrolló la presente etnografía sobre los sueños. Pilar tuvo la visión
da
con que se abre este ensayo en 1983, cuando los militares llegaron a
su pueblo y torturaron y desaparecieron a muchos comuneros acu-
bi
n
morias de la guerra. Las narraciones oníricas recolectadas durante la
ió
uc
investigación etnográfica en las comunidades de Chihua y Contay,
y en la ciudad de Huanta y Ayacucho, dialogan en este ensayo con
rib
aquellas encontradas en los archivos de la Comisión de la Verdad y
st
Reconciliación (CVR), en los que se encuentran cientos de testimonios
di
que hacen referencia a los sueños.6
su
Sueños, animas y almas
da
bi
sido abordada desde distintas perspectivas. Por un lado, Tom Zuidema (1989) ha
aplicado la perspectiva estructuralista al análisis de los sueños registrados en la re-
op
n
rante los años de la violencia un total de cuarenta personas y quedaron
ió
uc
veinticinco viudas (testimonio CVR, 202752, Contay).
En el caso de Chihua, anexo del distrito de Iguaín, provincia de
rib
Huanta, SL es considerado el principal responsable de las matanzas.
st
Luego del apoyo inicial que sus habitantes ofrecieron a los senderis-
di
tas, se mudaron, junto con los de Cangari y Viru Viru, a Pacuec, un
su
agrupamiento bajo la protección del Ejército. Esta acción representó
una oposición explícita a SL.
da
cuerpo cuando llega la muerte (y que tiene que caminar para recupe-
ia
siete años antes de la muerte, mientras que otras dicen que eso suce-
de solo unos pocos meses o días antes. Sin embargo, todas coinciden
en que el ánima camina y que tiene que llegar a todos los lugares
donde antes ha caminado la persona para recuperar sus huellas. Por
eso, Pilar interpretó la visión que tuvo en los años de la violencia
como una despedida de las ánimas de los que iban a ser asesinados
años después en el pueblo.
Los testimonios de encuentros y visiones de almas y ánimas son
n
extendidos en estos pueblos y se intensificaron vertiginosamente du-
ió
uc
rante los años de la violencia. Cuando se habla de las apariciones de
las almas o de los sueños, en general, no siempre es fácil de enten-
rib
der si estas experiencias han tenido lugar mientras la persona estaba
st
dormida o mientras estaba despierta. Adentrándonos en estos testi-
di
monios, las fronteras entre la vida y la muerte, entre las experiencias
su
oníricas y las visiones, las almas y los cuerpos, son a menudo ambi-
guas y fluctuantes.
da
rentes aspectos. Por un lado, los sueños pueden describirse como una
ro
una ocasión en que las almas de los muertos visitan a los soñadores.
Estos sueños, que parecen producirse en el contacto con una exte-
or
que sale del cuerpo o en el de las almas que lo visitan llegando des-
de afuera), se consideran significativos. Aunque no hay una única
de
cia de los sueños. Cuando una persona considera que el sueño que
tuvo estaba relacionado con los pensamientos y las preocupaciones
que ya estaban «adentro» de la persona (sueños «con pensamientos»)
o que era causado por el hecho de haber tomado o comido demasia-
do, no le da importancia. En cambio, los sueños que no parecen estar
relacionados con los pensamientos diurnos (sueños «sin pensamien-
tos») se conciben como «visitas» que parecen llegar desde «afuera» y
158 Arianna Cecconi
n
premoniciones. Sin embargo, como subraya Ellen Basso (1987),8 com-
ió
uc
prender el significado de un sueño premonitorio hace necesario, pri-
mero, problematizar la noción misma de futuro. Cuando las perso-
rib
nas hablan de cómo el ánima durante el sueño puede «adelantarse»,
st
no parecen aludir a una categoría de futuro que «está ahí», separada
di
del presente, y que es «predecible». Más bien, parecen referirse al
su
«futuro» como a una dimensión temporal intrínsecamente relacio-
nada con lo que sucede en el «aquí» y el «ahora» del ánima, no solo
da
Brasil que, en general, se traduce como ‘alma’, pero que parece tradu-
cir mejor la expresión inglesa «interactiv self». Algo parecido ocurre
or
pastores del Ausangate, en la región del Cuzco, evidencia como el sueño puede
op
n
que hacen el ánima o las almas que lo visitan durante la noche.
ió
uc
El concepto de premonición onírica parece articularse, en dife-
rentes niveles, al concepto de «performatividad».10 Un primer nivel
rib
parece estar ligado a lo que el ánima y las almas hacen durante el
st
sueño: estas experiencias y acciones oníricas, según las comuneras
di
de Chihua y Contay, pueden tener sincrónicamente efectos en el pre-
su
sente y en el futuro de la persona que sueña. Un segundo nivel se
relaciona con las acciones de una persona cuando se despierta, en
da
cir el término de animu por ‘esencia en acto’: porque el animu no existe sino en
medida en que la “fuerza de realizacion” que contiene, y que corresponde a la
C
n
ió
uc
Las premoniciones de la violencia y de las desapariciones
rib
En mi sueño, mucha gente venía, en eso, esa gente nos mataba para
st
luego disputarse mi cuerpo. Luego sucedió lo mismo, abajo en la plaza,
di
así sucedió, igualito. (Testimonio Contay)
su
Tanto en Chihua como en Contay, los primeros grupos de sen-
da
deristas llegaron en 1980. Sin embargo, antes de su llegada efectiva,
bi
11. Con el término subjetividad, la antropóloga Ortner (2006) se refiere, por un lado,
C
Soñar gente desnuda, esto era para que todos nosotros estemos tristes...
la gente comentaba que iba a llegar el peligro... gente desnuda... mira-
n
bas y de los cerros llegaba gente... en tus sueños mirabas gente desnuda.
ió
(Testimonio Contay)
uc
rib
En el pueblo de Contay, un comunero recuerda muy bien que, la
noche antes de que algunos senderistas fueran a buscarlo en su casa,
st
él había soñado con su tío, quien le había revelado que el día sucesivo
di
alguien llegaría a su casa, pero que él no debía presentarse en abso-
su
luto. Así, la mañana siguiente, cuando alguien llamó a su puerta, al
da
recordar el sueño, huyó por la ventana trasera. Otro ejemplo es el que
contó la familia con cual viví en Contay. Cuando Olivia, la hija me-
bi
podridas. Una noche soñó que estaba bien cambiada. Pensó que
op
que no hable esas cosas;; además, quería que la deje sola porque su
esposo está viéndolos. La paloma insistió, le decía que serían muy
felices, le puso un vestido de novia de color blanco y una corona.
En eso vio nuevamente a su esposo y ella empezó a correr, a lo
lejos vio también a su padre y su prima. Dice que “todo ese sue-
ño era para llevar luto”» (testimonio CVR, 313892, Chaynabamba,
Huancavelica. Sección «Contexto y Antecedentes»).
2. «Isabel [...] relata que una madrugada de marzo 1984 [no precisa
n
ió
día exacto] tuvo un mal sueño. Ese día se levantó preocupada y
uc
presentía que algo malo se venía, se puso a cocinar en su casa
rib
de la comunidad de [Manta]. Después de colocar la olla en el fo-
gón empezó a orar de acuerdo a su religión evangélica.14 Luego le
st
contó a su esposo del sueño que había tenido. Poco tiempo des-
di
pués indica que vio a un soldado “gringo” acercándose hasta su
su
cocina comentando: “¿Dónde están los terroristas?”. Isabel pen-
só que el efectivo se había percatado de su presencia;; pensó que
da
hay nada”. [La testimoniante refiere que desde entonces cree más
t
car a su hijo menor que cerrara el bar porqué él tenía mal sue-
op
14. Para los recién convertidos al evangelismo los sueños siguen teniendo importan-
cia, pero cambian los contenidos. Las revelaciones nocturnas se manifiestan en
su mayoría como fenómenos acústicos y luminosos: «Dios es una voz que me ha-
bla como el teléfono», dice un convertido a una iglesia pentecostal en Ayacucho.
«Es una luz deslumbrante y nunca aparece en forma humana». Voces y luces son
el «patrón onirico» más común entre los convertidos.
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 163
n
ió
los hechos que han sido vistos en sueños se realicen: partir, perma-
uc
necer, salir de la casa, esconderse en las montañas, tratar de comu-
nicarse con un pariente con quien se soñó. Asimismo, la narración
rib
también es un intento de contrarrestar los presagios negativos: según
st
las mujeres de Chihua y de Contay, para anularlos se debe contar de
di
inmediato el sueño a alguien. No es necesario que sea una persona;;
su
asimismo, se puede contar a un animal o insultar a un objeto par-
ticular o un lugar, si en el mal sueño destaca.15 Muchas comuneras
da
Que las mujeres recuerden, sigan y utilicen los sueños más que
.P
general, la mayor parte mi estadía las pasé con las mujeres. Además,
ia
15. A diferencia de las premoniciones negativas que tienen que ser contadas inme-
diatamente, los sueños que anuncian cosas buenas hay que narrarlos solo des-
pués de que se realicen.
164 Arianna Cecconi
n
ió
cia frecuente en las dos comunidades y no se relacionan solamente
uc
con la época de la violencia. Según las interpretaciones de los comu-
neros, las almas siempre nos hablan y se nos revelan a través de los
rib
sueños;; más aún, a veces las almas nos dan mensajes específicos («no
st
hay que viajar», «desconfía de esta persona», etc.). En otros casos, sus
di
visitas se interpretan como una genérica premonición de algo posi-
su
tivo o fatídico, que depende de la biografía onírica de cada persona.
En principio, parecía que el tipo de relación que el soñador te-
da
Cuenta que, con su esposo, tenía una relación muy conflictiva, pero
.P
hoy en día, cuando sueña con él, lo interpreta siempre como una
or
tos que suceden después de estos sueños. Hay mujeres que cuando
sueñan a su finado esposo, o a su padre o madre, lo interpretan
ia
tal persona, algo malo les sucedió al día siguiente. En cambio, otras
C
algo bueno suceda, otras veces sueñas otras almas antes de enojar-
te» (testimonio de Chihua).
Las visitas de las almas pueden tomar también la forma de ver-
daderos ataques nocturnos. Isidora, una comunera de Chihua, dice
que es muy peligroso dejar pendientes los conflictos con miembros
de la familia o con los vecinos, porque, si la persona se muere an-
tes que la pelea sea resuelta, su alma puede volver para vengarse.
Después del funeral de una vecina con quien había peleado, Pamela,
n
una comunera de Contay, dice que soñó a la fallecida entrando a su
ió
casa con un gran sombrero, llamándola «¡Comadre, comadre!», y que
uc
luego trataba de acercarse a ella para sofocarla. Esta pesadilla se repi-
rib
tió en las noches siguientes, hasta que Pamela decidió ir a la iglesia17
st
para pedir perdón al alma de su vecina: «Así que, cuando pides per-
di
dón ya no te acosan. Así son las almas. Bien claro escuchaba su voz,
su
ellas [las almas] también te pueden afectar el cuerpo».
La distinción entre los sueños «con pensamientos» o «sin pen-
da
muneras, hay aquellas que son provocadas por los malos recuerdos,
ro
mientras que hay otras que parecen llegar «de afuera», causadas por
.P
las visitas o los ataques de las almas. Para hablar de estas últimas,
los comuneros utilizan la expresión «alma ñitiruwan» (‘el alma me
or
Que el sueño pueda ser descrito como el viaje del ánima fuera del
C
cuerpo o como una visita de las almas de los muertos no significa que
el cuerpo no participe en la experiencia onírica. Los testimonios regis-
trados muestran que las fronteras que separan estas dimensiones son
n
donde, al despertar, cuentan que empezaron a sentir dolor.
ió
uc
Los testimonios de las comuneras de Chihua y de Contay per-
miten apreciar que una aproximación semiótica a los sueños como
rib
«textos» que deben interpretarse debía ser acompañada por el aná-
st
lisis del sueño como «experiencia incorporada» (Csordas 1980). La
di
influencia del contexto colectivo y sociocultural no se encuentra solo
su
en los contenidos de los sueños y en sus símbolos, sino también en la
forma en que se viven estas experiencias (Dodds 1981). Como señala
da
n
ió
Cada vez que voy a ese sitio, sueño militares que están echados, o que
uc
están caminando, o que están haciendo reventar sus armas […] es un
rib
lugar feo. […] te revela como militar. (Testimonio de Contay)
st
El Apu (el ‘espíritu del cerro’) en tu sueño te aparece con arma, y te
di
apunta con sus armas […] y en eso cuando te despiertas tienes que cui-
su
darte, es que el Apu te revela, las rocas te revelan, las piedras te revelan.
(Testimonio de Contay)
da
des20 como el Apu (el ‘espíritu de los cerros’), la Pacha (la ‘tierra’) y
ro
los Gentiles (los ‘ancestros’), así como la Virgen o los santos, no son
.P
descritas solo como visiones sino, más bien, como experiencias que
dejan huellas en los cuerpos. Lograr escaparse, defenderse o resistir
t or
au
18. Es importante subrayar que, en Contay, cuando se sueñan hoy en día las agre-
de
19. Estos sueños sobre todo se relacionan con algunas enfermedades del campo
C
(daño, susto, alcanzo, pacha) que siguen afectando a los comuneros y que conviven
con las categorías médicas oficiales. La hipótesis que exploré es cómo en algunos
sueños parece manifestarse una compenetración y superposición entre el castigo
de algunas divinidades andinas (Apu, Pacha), consideradas las responsables de
estas enfermedades del campo, y la violencia perpetuada por parte del Ejército
o los senderistas.
20. Las apariciones oníricas de los dioses reflejan la presencia de un panteón religioso
heterogéneo, creado y transformado en aquella que el historiador Serge Gruzinski
(1998) define como «la colonización del imaginario», proceso que marcó el encuen-
tro entre los españoles y los indios desde el comienzo de la conquista.
168 Arianna Cecconi
n
ió
uc
En mi sueño lo veo como si estuviera vivo, pero cuando despierto él no
está. (Testimonio de Chihua)
rib
st
Durante y después de los años de la violencia, las comunica-
di
ciones oníricas con las almas aumentaron vertiginosamente. En los
su
años del conflicto armado, la crueldad de la muerte, la prohibición
de la sepultura y los conflictos irresueltos parecen haber causado una
da
con el, éste está enfermo. Pero la declarante no logra ver la cara
op
n
ió
Acercarse a las interpretaciones de los sueños con los desapa-
uc
recidos supone tomar en cuenta las concepciones culturales sobre el
rib
destino de las almas después de la muerte. La antropóloga Valérie
Robin (2008), en su análisis de los rituales de «fabricación» de los
st
muertos, que se celebran en la región del Cuzco, muestra cómo, solo
di
al final de un proceso (que normalmente dura tres años), el alma
su
se constituye como una entidad separada del mundo de los vivos.
Asimismo, señala que en los relatos que describen los viajes hacia
da
para construir casas, cultivar la tierra, etc. Agripina habla del «Pan de
de
22. Los antropólogos José Coronel y Luis Millones (1981) han recogido en algunas
comunidades campesinas de la provincia de Huanta, testimonios acerca del Ta-
hua Nawi, otro nombre con cual se llama a este tipo de purgatorio infernalizado.
Este lugar es descrito como una gran cueva o una laguna que está en el centro
de las llamas y que se localiza en diferentes lugares geográficos, variables según
las comunidades donde se recolectaron los relatos. Algunos campesinos testi-
monian, además, que allí se encontraban los hacendados para pagar los abusos
hechos a los comuneros.
170 Arianna Cecconi
n
cuenta que su hija fue llevada por los senderistas a la edad de trece
ió
uc
años. Cuando sueña con ella, le dice que está bien, que está viviendo
y trabajando en Lima, y María se pregunta si podría ser cierto que,
rib
en realidad, su hija haya construido verdaderamente una nueva vida
st
en otro lugar y que no quiera regresar a Contay por el miedo de ser
di
juzgada por su familia y los vecinos.
su
En algunas apariciones, las almas se quejan de su condición de
sufrimiento, del frío y del hambre, y hacen peticiones explícitas. Por lo
da
general, los familiares interpretan estos sueños como una señal de que
bi
n
creada por la siquiatría americana en la era pos-Vietnam para indicar
ió
uc
los síntomas experimentados para aquellos que habían sido marca-
dos por eventos traumáticos. Importantes estudios interdisciplina-
rib
rios se llevaron a cabo analizando las pesadillas durante el Tercer
st
Reich (Beradt 1985), las de los sobrevivientes de la Shoah (Lavie y
di
Kaminer 2001), las de los veteranos de la guerra de Vietnam (Wilmer
su
2001) y las de los refugiados de Camboya (Rechtman 1993).
Evidentemente, cada guerra monopoliza la imaginación onírica
da
de la violencia (en este caso los militares y los senderistas) son los
hi
n
lenguaje de la sicología (y, en especial, la categoría «estar traumado»)
ió
uc
podría relacionarse con la necesidad de la gente para que su dolor y su
sufrimiento se legitimen a los ojos de las instituciones locales y organi-
rib
zaciones no gubernamentales con el fin de tener acceso a la interven-
st
ción y la compensación prometida por el Estado (una compensación
di
que todavía, en la mayoría de los casos, no ha sido cumplida).
su
Así, las representaciones acerca de la experiencia onírica y del
concepto de trauma que circulan en este contexto sociocultural posi-
da
puede ser interpretado como un signo del castigo del Apu (el ‘espíritu
op
n
ió
uc
«El muerto lo entierras y lo olvidas», así me dijo una comunera de
rib
Contay que nunca encontró el cuerpo de su hijo y que, por muchos
st
años, no pudo resignarse a la idea de su muerte. Si el presenciar el
di
cuerpo y los rituales de sepultura son una parte esencial y necesaria
en la elaboración del duelo, la imposibilidad de ver el cuerpo del
su
familiar desaparecido es un obstáculo para este proceso. Asimismo,
da
como se evidenció más arriba, la falta del entierro es, de acuerdo con
bi
de los sueños que las almas dan indicaciones sobre el lugar donde se
t
au
n
ió
uc
Algunos sueños presentan detalles claros, que conducen a reco-
rib
nocer el lugar donde el familiar desaparecido declara encontrarse,
st
mientras que otros hacen necesario, más bien, interpretar y decodifi-
di
car algunas imágenes oníricas ambiguas. Karina Solís, una sicóloga
que trabajó en Huanta, en el proyecto Wiñastin, de atención y pro-
su
moción de la salud mental en Ayacucho, ha acompañado a muchos
da
familiares en el proceso de elaboración del duelo. Entre otras cosas,
bi
cuenta la historia de una mujer que fue señalada por una organiza-
hi
n
ió
uc
1. «Yo sueño que mi esposo y mi cuñado regresan, que estamos
juntos todos;; otro día he soñado que mi esposo se despide y me
rib
dice que se va a Huancavelica, me dice no te preocupes, que es-
st
toy trabajando que ya voy a mandar cosas para nuestros hijos.
di
Otro día soñé que a mi esposo lo estaban enterrando en una are-
su
na, yo le preguntaba quién te ha hecho así, este mi compañero de
trabajo sabe, es un señor que se apellida Cusinga, trabajaba en
da
Castrovirreyna, Huancavelica).23
op
C
23. Este testimonio fue recogido por la CVR en la región de Huancavelica y fue seña-
lado y comentado por el antropólogo Ponciano Del Pino en su artículo, todavía
manuscrito, «Catching dreams and grasping the disappeared».
176 Arianna Cecconi
n
ió
uc
Las relaciones oníricas y sus transformaciones
rib
Siempre lo sueño, a veces cuando camino lo encuentro, conversamos,
st
así como estábamos siempre, así igualito sueño. El pregunta por sus
di
hijos, a veces juntos dormimos en mis sueños, a veces yo le pido dónde
su
estas y no lo suelto, pero él me dice: «espera, voy a regresar». Así lo
sueño. (Testimonio de Contay)
da
cama y se puso a cantar una canción que le gustaba. Era las cinco de la
.P
n
«yo también era viuda, y mi marido le dio la llave a mi pareja actual»,
ió
uc
y concluyó, «sin duda te casarás» (testimonio CVR, 310509).
Si por un lado se puede observar cómo las experiencias oníricas de
rib
las viudas testimonian el sentimiento de culpabilidad y los condiciona-
st
mientos que ellas sufren en la comunidad, por el otro podrían también
di
ser analizadas como una de las rutas que les permiten negociar estos
su
mismos condicionamientos. En efecto, donde las visitas y revelaciones
de las almas tienen una importancia reconocida colectivamente, las
da
Sucede así en el caso en que la visita onírica del alma del esposo
.P
tar una forma de agencia que permite, a los sujetos, negociar activa-
mente su posición en el contexto familiar y colectivo. En este sentido,
de
n
Muchas mujeres cuentan cómo, a lo largo de los años, no solo ha
ió
disminuido la frecuencia de las visitas de los desaparecidos,24 sino que
uc
también se han transformado sus actitudes. Al principio, las almas las
rib
visitaban llorando, desesperándose y, en algunos casos, amenazándo-
st
las o agrediéndolas, mientras que, con el tiempo, han comenzado a
di
aparecer con menor frecuencia y con otros estados de ánimo. Para al-
su
gunas madres y esposas, los desaparecidos, a través de los sueños, han
vuelto a integrarse en la gestión de la familia, las ayudan y las asesoran
da
Huancavelica).
op
24. El antropólogo Ricard (2007) subraya cómo los muertos recientes (las almas) to-
davía tienen un ánima, o sea, están equipados con una potencia de animación
que les permite presentarse a sus familias a través de los sueños y las aparicio-
nes. Solo gradualmente los muertos pierden sus ánima y el poder de manifestar-
se en el mundo de los vivos.
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 179
n
ió
ayudan a olvidar;; hay sueños que reactualizan el dolor y otros que
uc
lo alivian. Los sueños son un componente importante de la compleja
dialéctica entre memoria y olvido que caracteriza los contextos pos-
rib
violencia. A pesar de una progresiva disminución de las visitas de
st
los desaparecidos, hay que señalar que, en los últimos años, las almas
di
parecen haber empezado de nuevo a aparecer, en algunos casos con
su
frecuencia. Este fenómeno tiene que verse en relación con el descu-
brimiento de las fosas comunes y el proceso de exhumaciones que se
da
n
suficiente encontrar sus huesos».
ió
uc
Ese «regreso onírico» de los desaparecidos en la región de
Ayacucho no solamente muestra que el proceso de exhumaciones
rib
influencia estos sueños sino, también, la forma en que las manifes-
st
taciones oníricas afectan el proceso de exhumaciones y búsqueda de
di
cuerpos. Las revelaciones de las almas son, a veces, utilizadas como
su
informaciones, como voces que participan en la ubicación de las fo-
sas, en la elaboración de un «mapa» y una «geografía» de la muer-
da
con los rumores, con los sueños y las revelaciones. En algunas cir-
ro
25. La obra de Charlotte Berardt, Das Dritte Reich des Traums, recientemente tradu-
cida al francés con el título «Rêver sous le III Reich» (2004), fue publicada por
primera vez en 1943. Se trata de una compilación de más de trescientos sueños
de personas que vivían en Berlín entre 1933 y 1939.
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 181
n
1985). Las escenas de la violencia, los «senderistas», los militares, los
ió
uc
desaparecidos, que por muchos años poblaron los sueños, monopoli-
zaron el universo onírico violentándolo, colectivizándolo y «historián-
rib
dolo». Así como cada comunidad, a partir de su propia experiencia,
st
ha reconstruido una memoria local de la guerra, enfatizando aspectos
di
distintos, se pueden encontrar también diferentes memorias locales
su
«nocturnas» de la época de la violencia. En Contay, es sobre todo la fi-
gura del militar la que aún visita sus esferas oníricas;; no pasa lo mismo
da
histórico y social.
Por otro lado, a través de los testimonios de los comuneros de
Chihua y de Contay, y de aquellos recogidos por la CVR, he analizado
cómo la relación entre el sueño, la memoria y la historia puede ser no
solo implícita sino, también, explícita. Las mujeres de estos pueblos,
mientras cuentan sus biografías, mencionan relatos de sueños. El re-
cuerdo de algún episodio importante en sus vidas se puede cruzar
182 Arianna Cecconi
n
cultades para dormir, se acompañan pesadillas o “malos sueños”. Por
ió
todo esto, las personas refieren “sentirse mal”, haberse vuelto “enfer-
uc
mizas” y sin poder hacer las mismas cosas de antes» (Informe final, ter-
rib
cera parte, cap. 1, p. 17). Asimismo, los sueños presentan un carácter
st
alterno y más positivo: «Para algunas personas, los sueños son una
di
manera de comunicarse con sus muertos, de estar cerca de ellos y de
su
sentir su protección. En los sueños recrean y transforman la realidad
que vivieron» (Informe final, tercera parte, cap. 1, p. 48).
da
hechos»: sueños que son contados como experiencias que han antici-
pado episodios de violencia y que representan una parte constitutiva
ia
de la memoria de aquellos.
op
C
26. La palabra «sueño» es evocada en el Informe final en dos sentidos. Por un lado,
se habla de los malos sueños como una de las causas sicosociales de la violencia.
Por otro lado, la palabra sueño es evocada en el sentido de «proyecto de vida»
y se menciona como muchos sueños de las personas fueron «rotos» a causa del
conflicto armado.
27. Cada testimonio recogido por la CVR está dividido en diferentes secciones: «No-
tas introductorias», «Antecedentes y Contexto», «Descripción de los Hechos»,
«Acciones» (las medidas tomadas, quejas, etc.) y «Secuelas» (las consecuencias
atribuibles a ese episodio).
Cuando las almas cuentan la guerra: sueños, apariciones y visitas 183
Los sueños son a veces evocados como experiencias que han in-
fluido en el mismo curso de la historia. Algunas mujeres dan testimo-
nio de que si no hubieran escuchado las premoniciones oníricas que
las advertían de la llegada de los militares o de los senderistas ahora
no estarían vivas para contarlo. En este sentido, la marcha misma de
la historia parece ser una prueba del poder «performativo» de los
sueños (Tedlock 1987).
Los sueños pueden ser contados como un recurso para interpretar
n
la historia. En la compleja búsqueda de la «verdad» que cada familia
ió
uc
emprende para reconstruir lo que ha sucedido en aquellos años, los
sueños con los desaparecidos son considerados importantes fuentes
rib
de informaciones que llegan desde «afuera» y que participan y contri-
st
buyen en la reconstrucción e interpretación de los hechos. Los sueños,
di
«anticipando» las historias individuales y colectivas, las influyen y, al
su
mismo tiempo, ofrecen una interpretación de ellas a posteriori.
En el intento de rescatar la historia y la «verdad» de los hechos
da
n
la proporción de denuncias de violencia sexual entre los testimonios
ió
uc
oficiales de todas las violaciones de los derechos humanos registra-
das por la CVR. En el testimonio de una mujer de Saurama (una co-
rib
munidad campesina cerca de Contay), se mencionan treinta casos
st
de acoso sexual y violación de mujeres de aquella comunidad y de
di
las comunidades vecinas, perpetrados por los militares de la base de
su
Vilcashuamán (testimonio CVR, 202769). Si bien es cierto que ninguna
mujer de Contay ha declarado haber sido víctima de violencia sexual
da
n
general, se considera como un acto más que como un objeto. Se trata, en
ió
uc
otros términos, de una práctica que resignifica el pasado a partir de las
influencias y de las condiciones del contexto presente y que se orienta
rib
en un espacio moral, donde lo bueno y lo malo, de lo que se debe hacer
st
y lo que no se debe hacer, tienen un peso central (Lambek 1996).28
di
Las narraciones oníricas pasan inevitablemente a través de un
su
proceso de censura que puede realizarse a través de la memoria (un
aspecto muy explorado de parte de la psicología) o de la narración.
da
que nadie jamás pueda descubrirlo. Algunos relatos pueden estar más
hi
28. Asimismo, los sueños que se cuentan en el contexto posviolencia pueden ser
influenciados por el espacio moral y, por ejemplo, por el hecho de que SL fue
reconocido como el «enemigo oficial» y como el principal responsable de la apa-
rición de los conflictos armados. Como en los testimonios «diurnos», ningun de
los comuneros de Contay ha explicitado sus relación con SL, así también, en los
relatos de los sueños y de las visitas de los desaparecidos, ninguno de ellos se
presenta como senderista.
186 Arianna Cecconi
n
de sueños pueden representar una perspectiva distinta para analizar-
ió
uc
los.29 Subrayar el valor histórico de las narraciones oníricas no significa
participar del escepticismo de la tendencia posmoderna que propone
rib
disolver la frontera entre las narrativas de ficción y las narrativas his-
st
tóricas, sino, más bien, como propone Carlo Ginzburg (2006), significa
di
considerar las unas y las otras como una negociación, una disputa y
su
una tensión constante en la representación de la realidad.
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ió
Valérie Robin Azevedo
uc
Universidad de Toulouse, Francia
rib
st
di
su
U na madrugada de marzo de 2004, mientras estaba tomando un
da
solía hacer mucha gente, curiosa por saber qué hacía una «gringa»
.P
t or
au
1. Quisiera agradecer a las personas sin las cuales nunca hubiera llegado ni a
de
quisiera honrar aquí a las huancapinas y los huancapinos que, cada uno a su
op
también de orgullo que les tocó vivir durante la época del conflicto armado. No
puedo mencionar a todos, pero quiero expresar mi gratitud especial a Obdu-
lia Ayala, Virgilia Flores, Rayda Huamaní, Primitiva Palomino, Eudosia Pincos,
Bernardo Asto y Eusebio Huamaní y su familia de «pumpineros». Un pensa-
miento especial para los hermanos Raúl y Edgar Arotoma Oré, quienes siguen
luchando contra la impunidad que beneficia a los militares que desaparecieron a
sus padres en 1991. La beca otorgada por la fundación Fyssen (2004) me permitió
iniciar mi trabajo de campo sobre memorias campesinas de la guerra en la sierra
de Ayacucho. Agradezco a Philippe Descola por haber creído en este proyecto
de investigación posdoctoral. Mi estadía provechosa en el Center for Advanced
194 Valérie Robin Azevedo
n
ió
aquellos años:
uc
rib
Primero vinieron los sinchis3 a Huancapi y empezaron a maltratar a
la gente malamente. A la iglesia, al costadito, se alojaron a la fuerza
st
los sinchis, policías. Entonces, abusivamente golpearon a la gente de
di
su
Studies in the Behavioral Sciences de la Universidad de Stanford (2007), en el pro-
da
grama «The Vision Thing: Studying Divine Intervention», organizado por William
Christian y Gabor Klaniczay, me ayudó a pensar mi material sobre sueños y visio-
bi
nes, así como las tertulias con Arianna Cecconi sobre los usos sociales de las ex-
hi
Rurales (SER), me dio a conocer la movilización sobre la defensa del cedro, árbol
de San Luis. Mi indagación en Huancapi le debe mucho a su intuición sobre este
.P
evento y su interés por él. Gracias a Ruth Borja, encargada del Archivo de la De-
fensoría del Pueblo, pude recopilar un material archivístico clave. En Ayacucho,
or
Huamanga (UNSCH), Jefrey Gamarra, por las charlas que tuvimos;; y Marcial Apai-
co, por sus contactos en Fajardo. Marie-Odile y Felipe López me acogieron con
mucho cariño en su hogar;; las imprescindibles conversaciones huamanguinas con
de
Felipe me abrieron otra ventana para entender la presencia de San Luis. Mi sincero
agradecimiento también va a Ponciano Del Pino quien, años atrás, leyó por prime-
ia
Marlène Albert-Llorca, fue una interlocutora de lujo para dialogar sobre los víncu-
los entre religiosidad y memoria. Finalmente, last but not least, mi agradecimiento
va a Ricardo Caro, por su sensibilidad y conocimiento inigualable de la guerra y
de los procesos memoriales en los Andes peruanos, por su estímulo en seguir con
esta investigación, y por los ricos intercambios que tuvimos desde el principio.
2. La mayoría de las personas entrevistadas figuran con su verdadero nombre,
puesto que querían aparecer con su propia identidad. Son pocas las personas
cuyos nombres se mantienen en el anonimato.
3. Los sinchis constituyen un cuerpo especial de la policía, especializados en la
lucha antisubversiva. Esta fuerza fue destacada a Ayacucho luego de que el
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 195
n
Víctor Fajardo, al sur de Ayacucho, luego de ese encuentro fortuito
ió
con el profesor Asto Díaz, en su paso por Huamanga. Recién estaba
uc
emprendiendo una investigación sobre las modalidades de produc-
rib
ción de las memorias de la violencia en el Ayacucho de la posgue-
st
rra, luego del trabajo de recolección de testimonios realizado por la
di
Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). Me animé a indagar
su
más sobre el papel atribuido a San Luis —que yo conocía como el rey
francés de las últimas cruzadas del siglo XIII— en el contexto de la
da
podían vehicular estos relatos sobre los milagros del santo que, como
veremos, no son exclusividad del profesor.
or
PCP-Sendero Luminoso (SL) iniciara su lucha armada en mayo de 1980. Dos años
después, en diciembre de 1982, esta lucha se le encargaría a las fuerzas armadas.
4. Esta transcripción del relato sobre el encuentro de San Luis con los sinchis pro-
viene de una conversación posterior, que grabé cuando visité al profesor unos
días más tarde en su casa de Huancapi.
196 Valérie Robin Azevedo
n
simbólica del pasado como operación social y culturalmente enmar-
ió
uc
cada, que permite darle un sentido específico al pasado. Como señala
Elizabeth Jelin sobre el proceso activo de la producción de la memo-
rib
ria, «los sujetos no son receptores pasivos sino agentes sociales con
st
capacidad de respuesta y transformación» (2002: 35).
di
Volveremos a tratar este punto, pero recordemos, a modo de
su
comparación, que en Francia, durante la Gran Guerra (1914-1918), el
conflicto suscitó un fervor religioso entre los soldados católicos que
da
(1994) ha indicado que el vínculo con la Virgen o los santos fue parte
constitutiva de una visión político-religiosa de la intercesión divina que
or
también permitió explicar las victorias bélicas. Fue, por ejemplo, el caso
t
au
n
se reconocen en forma colectiva como lugares donde ciertas verda-
ió
uc
des pueden producirse y manifestarse. De allí, la importancia de
entender las potencialidades del uso social de esos relatos como «es-
rib
pacio de comunicación», puesto que las múltiples conexiones entre
st
narraciones míticas o históricas, las prácticas y estrategias sociales,
di
así como las experiencias corporales, se compenetran en cada relato.7
su
Veremos que los discursos sobre San Luis participan de la ela-
boración de una memoria emblemática8 de ese pueblo: una memoria
da
bi
puedo desarrollar este punto aquí y solo recordaré que la situación es distinta en
.P
Huancapi, puesto que el clero se quedó alejado y, en general, ajeno a las narrati-
vas populares sobre el papel cumplido por San Luis durante la guerra. Incluso,
or
en 1995, el cura llegó a ser percibido como enemigo del pueblo cuando este luchó
por defender al «árbol de San Luis» (cfr. infra «El episodio de la defensa del ce-
t
au
das de 1980 y 1990 es «violencia social», más que otras como «violencia política»,
«conflicto interno» o «guerra».
ia
n
del conflicto, cuando el pueblo logró impedir que talen el cedro de su
ió
uc
plaza principal, un ejemplo en que el relato toma una forma de acción.
Finalmente, habrá que preguntarse en qué medida tal memoria coexis-
rib
te y logra articularse con otras memorias emblemáticas de la guerra
st
vigentes en el pueblo como la que constituye la herida abierta de los fa-
di
miliares de los desaparecidos. Veremos que la memoria «santificada»
su
de la guerra en torno a San Luis, aparentemente despolitizada, aparece
como consensual y, en cierta medida, como reconciliadora, pues las
da
distintas voces expresadas allí nos llevarán a indagar también sobre los
bi
Bueno, según cuentan los abuelitos, tres santos han venido de Francia.
t
au
Huancapi. Una laguna dicen que era todo esto, eran matorrales, plantas
acuáticas, eso no más. Los tres se han dividido. A San Francisco le or-
ia
dena [San Luis] para que se vaya a fundar otro pueblo, Colca, que está
op
n
a poblarse ese lugar, y así nació Huancapi.
ió
uc
Este relato fundacional (muy parecido al mito incaico de funda-
ción del Cuzco por los hermanos Ayar, luego de su salida de la cueva
rib
de Paqariqtampu) da cuenta de la manera en que se representa San
st
Luis: por una parte, a través de su imagen, la estatua que sale en
di
procesión cada 25 de agosto;; y, por la otra, a través del cedro, que
su
actuaría como su doble y está frente a la iglesia. Garante del presente y
futuro del pueblo, San Luis es el santo patrón que protege a su gente
da
procesiones de la efigie de San Luis por las calles del pueblo sediento.
Su eficacia es tan reconocida que el padre Miguel, párroco del pueblo
entre los años 2001 y 2006, recuerda la misa que hizo a pedido de los
ingenieros agrónomos del Programa Nacional de Manejo de Cuencas
Hidrográficas y Conservación de Suelos (PRONAMACHS) un mes de
enero, en que el agua tardaba en llegar. Como en los demás relatos
sobre el papel milagroso de San Luis, la lluvia finalmente llegó a los
pocos días. Además, a través de sus revelaciones y apariciones, se
n
dice que San Luis anuncia buenos presagios e intercede a favor de
ió
uc
sus devotos, para curar enfermedades o ganar concursos de músi-
ca pumpín,9 por ejemplo. Incluso se dice que puede llegar a castigar
rib
físicamente a los que lo ofenden o no lo festejan «pomposamente»,
st
como se merece.
di
En el contexto de la violencia política, los relatos sobre el rol mi-
su
lagroso atribuido a San Luis no desaparecieron. Más bien se man-
tuvieron pero adaptándose a las nuevas circunstancias. Si bien las
da
conflicto armado. Este punto merece subrayarse, puesto que las na-
rrativas ya no tratan, en el contexto de la guerra, de las apariciones
C
n
mano menor, que SL enroló en sus filas en los albores de la guerra.
ió
uc
Según Rayda, a pesar de haberse vuelto un mando regional impor-
tante, su hermano volvía de vez en cuando a visitar a sus familiares
rib
en Huancapi. Un día regresó para avisarles que la noche siguiente su
st
columna entraría al pueblo para realizar una expedición punitiva con
di
el afán de aniquilar a los soplones:
su
Mi hermano estaba con los senderistas, se lo habían llevado. Mi her-
da
mano vivía tres años con ellos. Entonces un día vino mi hermano y nos
bi
cuenta:
—Tienen que cerrar la puerta bien cerrado, tránquense con cualquiera
hi
cosa.
ro
Entonces nosotros ya como nos ha dicho, nos ha pasado la voz, eso pues
.P
era para uno solo. [No había que] contar a nadie, nada, nada. Toda la
noche no hemos dormido. No hubo nada. Totalmente tranquilo no más
or
cuenta a mi mamá, a todos, nos cuenta diciendo que San Luis es bien
milagroso.
de
—San Luis, dijo, por ese cerro de Chuqu, ahí apareció con su capa roja
y su espada, y nos muestra un camino para otro sitio.
ia
Entonces ellos han ido al día siguiente a ese sitio y era Vilcashuamán.
Han ido a matar gente cualquier cantidad. Dijo que había más de cua-
op
n
dio, lugar donde el Ejército realizaba mensualmente sus cabildos. A
ió
uc
ese militar, que tenía reputación de ser muy cruel, Eusebio, cuya casa
está cerca a la antigua base militar, le atribuyó la intención de haber
rib
querido cometer una masacre en dicha asamblea, razón por la cual
st
San Luis se le habría revelado, advirtiéndole que sus soldados no
di
podían maltratar a los huancapinos. El sentido de este suceso onírico
su
se entiende mejor si lo situamos en el contexto de aquella época. La
convocatoria al estadio ocurrió luego de la masacre de los campesi-
da
Una vez así cuentan cuando está el problema social dice que una fecha
.P
11. La mención del cercano pueblo de Vilcashuamán puede ser una referencia a los
reiterados asaltos de SL a la comisaría en 1982. En agosto de ese año, un desta-
camento senderista se enfrentó con los policías de la jefatura de línea durante
ia
varias horas. El local de la comisaría atacado, así como el local municipal, fueron
op
a la Guardia Civil y demostraba sus límites para enfrentar eficazmente a SL. Pero
viendo la cantidad importante de muertos mencionados aquí por Rayda, también
es posible que el recuerdo relacionado con Vilcashuamán se haya entremezclado
con otros eventos de masacres ocurridas allí por esa época. No debe ser descarta-
da la posibilidad de que la referencia a Vilcashuamán aluda, en realidad, no tanto
a las acciones armadas de SL, sino, más bien, a las conocidas masacres perpetra-
das por el Ejército en esa provincia en 1985 (sea en la comunidad de Accomarca,
donde murieron sesenta y nueve campesinos el 14 de octubre de 1985, o en las
comunidades de Amaru y Bellavista, donde hubo cincuenta y nueve muertos el
27 de octubre de 1985) (cfr. la idea de displacement en Portelli 1991).
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 203
n
parado prácticamente.
ió
—(VRA) Si San Luis no le hubiera revelado en su sueño, ¿qué cree que
uc
hubiera hecho el capitán? ¡Nos hubiera ejecutado como en Cayara,
Accomarca12! ¡Así!
rib
st
Así es como cuentan que, gracias a estas intervenciones milagro-
di
sas, se logró la salvación de los huancapinos, personajes que siempre
su
—según estas versiones sobre el papel del santo— habrían estado
ajenos al conflicto. Usando el lenguaje bélico, el santo es presentado
da
«militar» que se enfrentó con los «enemigos del pueblo». Las versio-
hi
nes recopiladas son casi todas unánimes: «gracias a San Luis aquí no
ro
12. Para más información sobre las masacres de Accomarca y Cayara, véanse los
capítulos 2.15 y 2.27 del Informe final de la CVR (2003, t. VII).
204 Valérie Robin Azevedo
n
ió
Huérfanos de Huancapi
uc
Entre 1980 y 1982, SL desarrolló operaciones sistemáticas de pene-
rib
tración en la provincia de Víctor Fajardo. Huancapi se encontraba
st
en la región definida por los senderistas como su comité zonal fun-
di
damental, en el eje Cangallo-Víctor Fajardo (CZCF), uno de los cua-
su
tro comités zonales adscritos al comité regional principal, eje clave
para el inicio de sus acciones armadas e ideológicas (CVR 2003, t.
da
13. Antes de 1982, unos profesores fueron perseguidos por la policía por sus arengas
sobre la revolución del proletariado en el colegio de Huancapi. Sin embargo,
recibieron un apoyo firme de la población: «Habían tres dirigentes del SUTEP
que fueron catalogados como cabecillas. [...] En esa época no se hablaba de terro-
rismo. [...] Los profesores estaban escondidos. Los iban a tomar presos pero la
población se levantó para protegerlos. La gente decía que no los iban a dejar salir
porque los maestros querían el bien para el pueblo» (testimonio 101581).
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 205
n
la zona (CVR 2003, t. VIII).
ió
uc
A partir de 1980, varios atentados senderistas ocurrieron en
Huancapi, pocas semanas después de que SL iniciara su lucha ar-
rib
mada en el pueblo de Chuschi, situado a unos cincuenta kilómetros
st
de distancia. El concejo provincial fue dinamitado el 28 de julio. Se
di
escucharon detonaciones de dinamita el 25 de agosto (CVR 2003, t.
su
IV, cap. 1.1, p. 47), día de celebración de San Luis. El 10 de octubre,
en varias oportunidades, estallaron petardos en las vías principales
da
(Pareja 1981: 88-89;; Gorriti 1990: 115;; CVR 2003, t. IV, p. 46).
t
au
Ejército peruano ingresó desde 1983 a esa «zona roja» con la estra-
tegia de «todos son sospechosos». Instaló su cuartel en Huancapi y
C
n
pos dejaron un letrero que decía «por soplón» (testimonio 201517,
ió
Centro de Información para la Memoria Colectiva y los Derechos
uc
Humanos, Defensoría del Pueblo, Lima). Unos meses después, en
rib
1983, mataron a Demetrio Huamaní Prado mientras pasteaba en
las alturas. También le colgaron un cartel que prohibía se recoja su
st
cuerpo por «chismoso soplón», antes de ser arrojado al barranco (tes-
di
timonio 100512, de la sobrina de D. Huamaní Prado). Además, los
su
reclutamientos forzados de jóvenes aumentaron (testimonio 100513).
da
Por ello, si bien SL logró el soporte inicial de parte de la población,
también generó rápidamente recelo y temor.
bi
n
ió
cómo ciertas narrativas hacen dialogar y articulan en forma particu-
uc
lar algunos de estos eventos dramáticos con la presencia y la actua-
rib
ción atribuidas a San Luis en Huancapi durante la guerra.
st
di
1984
su
Al finalizar su labor en la construcción del canal de irrigación de
da
Colca, Roberto Aroni Díaz y su amigo Hilario Pillaca Asto fueron
bi
14. A menudo los detenidos eran oriundos de otros lugares. Cuando los capturaban,
los traían a la base militar de Huancapi para interrogarlos. Muchos de ellos ja-
más salieron de ese lugar.
208 Valérie Robin Azevedo
1986
n
ió
pleado del municipio, fue sacado a golpes de su casa la noche del 26
uc
de abril de 1986 por efectivos militares, encabezados por el teniente
«Rata». Acusado de terrorista, Mamerto fue trasladado a la base de
rib
Huancapi y sometido a torturas: crucificado a campo abierto. En la
st
madrugada, un par de «cabitos» montados a caballo regresó a la casa
di
familiar con Mamerto, muy lastimado. Encerraron en una habitación
su
a su esposa Obdulia Ayala y a sus hijos menores que escuchaban des-
esperados cómo torturaban a su padre dentro de la vivienda. Luego,
da
la base, dando una vuelta por Huancapi para el escarmiento del pue-
ro
en un carro hasta la salida del pueblo. Detrás de una tapia, dos cuer-
op
15. Véanse los testimonios 201452, de Adrián Chancos Díaz, tío de Hilario Pillaca;; y
201503, de Zenobia Chilcca Huamaní, viuda de Roberto Aroni. Además, se tuvo
una comunicación personal, en agosto de 2006, con la media hermana de Rober-
to, Primitiva Palomino Díaz.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 209
n
nada porque los demás soldados estaban protegiendo a su oficial», re-
ió
uc
cuerda uno de ellos. Luego los militares se fueron como si nada hubie-
ra pasado. El subprefecto Sixto Porres Palomino fue entonces donde el
rib
capitán «Ruso», encargado de la base contrasubversiva de Huancapi,
st
y el teniente «Reyna» a quejarse por esta violación y por los abusos
di
reiterados cometidos por los soldados. No le hicieron caso. Más bien
su
lo amenazaron de muerte. En los meses siguientes sufrió varios aten-
tados que casi le quitaron la vida a él y a su familia. Finalmente, tuvo
da
1988
ro
.P
n
unas horas de caminata de Huancapi. Las relaciones comerciales y
ió
uc
los vínculos familiares o de amistad entre los dos pueblos son nu-
merosos y constantes. Por esa razón, los hechos ocurridos entonces
rib
impactaron fuertemente los huancapinos. Muchos tienen parientes,
st
compadres o conocidos que desaparecieron. Además, los militares
di
provenientes de la base contrasubversiva de Huancapi jugaron un
su
papel clave en las patrullas que realizaron las redadas macabras con-
tra los campesinos de Cayara. El miedo a las represalias del Ejército
da
1991
t or
n
bir su lista «Izquierda Unida Socialista» en el concejo de Huancapi,
ió
uc
acompañados por Luis Amaru Quispe y Napoleón Quispe Ortega,
estudiantes del mencionado instituto.
rib
Luego, el grupo salió a celebrar el acontecimiento, agitando en
st
el camino sus consignas partidarias. Al regresarse a sus casas fueron
di
arrestados por quince soldados de la base contrasubversiva encabeza-
su
dos por el subteniente «Centauro». La señora Honorata Oré, esposa
de Julio Arotoma, salió a defender a su esposo y también fue llevada
da
de sus casas. Al día siguiente, cuando los familiares de los siete pre-
ro
discursivos distintos?
ia
op
del pueblo por San Luis han tenido, todos sin excepción, un pariente
que falleció o desapareció durante la guerra. Lo que me sorprendió
17. Este hecho se dio a conocer públicamente porque los familiares recurrieron a la
Asociación Pro-Derechos Humanos (APRODEH) para denunciar las desaparicio-
nes. Este caso llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y figu-
ra entre los setenta y tres casos que la CVR investigó para presentarlos al Ministerio
Público con el fin de que sean judicializados (CVR 2003, t. VII, cap. 2.47).
212 Valérie Robin Azevedo
n
década de 1980. Eusebio Huamaní quedó muy afectado por la muerte
ió
uc
de Samuel García, su compadre muy cercano, en los eventos de Cayara,
en 1988. Y finalmente Rayda Huamaní, que me decía «le damos las
rib
gracias [a San Luis] porque por él de repente Huancapi no ha sufrido
st
nada como es nuestro patrón», perdió a su hermano senderista.
di
Podríamos seguir con la lista. ¿Cómo entender entonces esta
su
aparente paradoja? ¿Qué estatuto darles a estas narrativas y cuál es
el sentido otorgado a las intervenciones milagrosas del santo protec-
da
n
guerra y de rememorar el pasado («mataron a mi hermano»/«no
ió
uc
pasó nada aquí»), evocadas paralelamente pero no en forma contra-
dictoria, son consideradas válidas para la gente aunque pertenezcan
rib
a dos tipos de registros discursivos con lógicas distintas:
st
di
1. En un caso se hace referencia a eventos históricos que ocurrie-
ron y pertenecen a la experiencia individual, más privada, de las
su
personas y al sufrimiento vivido: la muerte de un hermano o la
da
desaparición de un padre. Son elementos de la realidad demos-
bi
trables empíricamente.
hi
del santo reflejan más bien una reconstrucción idealizada del pa-
.P
18. Véase Claverie 2003. Esta antropóloga se interesó en las narraciones sobre las
apariciones de la Virgen de Medjugorje (Bosnia-Herzegovina), en particular du-
C
n
carse y apelar a ella en ciertas circunstancias. Con las narrativas de
ió
intervenciones de su santo, los huancapinos logran invertir y trans-
uc
formar la historia de miedo y dolor en episodios de resistencia y co-
rib
raje frente a los abusos cometidos.
st
Por ejemplo, el relato de Eusebio Huamaní sobre el sueño que
di
tuvo el jefe de la base ocurrió en un contexto en el cual los militares
querían imponer rondas campesinas, pero los huancapinos no acepta-
su
ron conformarlas. Tal empeño peligroso para la población fue posible
da
con la ayuda del santo, puesto que, como recalcó Eusebio, «casi se han
bi
vuelto mansos los militares con San Luis». Este es el sentido en que
hi
que James Scott (2000 [1990]) calificó de «discurso oculto». Este autor
op
n
nes violentas, en contrapunto con la imposibilidad de los habitantes
ió
uc
para oponerse a las mismas. Mediante los milagros de San Luis, se
puede o, por lo menos, se intenta retomar cierto control sobre una
rib
realidad siniestra, a menudo incontrolable. Si las narrativas sobre las
st
apariciones de San Luis son producidas más específicamente por al-
di
gunos individuos, su evocación acabó logrando una circulación y un
respaldo colectivo significativo. su
En ciertos relatos, San Luis acabó irrumpiendo literalmen-
da
su ropa por un color claro, y los devotos tuvieron que cumplir con
ia
19. Recalquemos que el discurso oculto no solo se considera desde el registro verbal
sino, también, desde acciones concretas: «Si he llamado a la conducta del subor-
dinado en presencia del dominador un discurso público, usaré el término discur-
so oculto para definir la conducta “fuera de escena”, más allá de la observación
directa de los detentadores de poder. El discurso oculto es, pues, secundario en
el sentido de que está constituido por las manifestaciones lingüísticas, gestuales
y prácticas que confirman, contradicen o tergiversan lo que aparece en el discur-
so público. [...] Otra característica esencial del discurso oculto, a la que no se le
ha prestado la suficiente atención, es el hecho de que no contiene solo actos de
lenguaje sino también una extensa gama de prácticas» (Scott 2000: 28 y 38).
216 Valérie Robin Azevedo
n
ió
la situación de dominación y de abuso vivido por los huancapinos me-
uc
diante el castigo divino infligido al mando militar. Este es literalmente
rib
amansado gracias a la intervención del santo, que finalmente consigue
que ese foráneo déspota se someta y reconozca sus errores, dejando
st
di
que los feligreses vistan finalmente a San Luis con su color distintivo
y sigan celebrando su culto a su modo. Notemos igualmente que el
su
rojo de la capa de San Luis —especialmente en el contexto de la gue-
da
rra— tiene una fuerza simbólica de primer orden. En los relatos sobre
sus apariciones es justamente el color de la ropa del personaje lo que
bi
hi
que el santo se les aparecía a los senderistas para impedirles que ata-
quen al pueblo, no es casual que los milagros protectores ocurran
or
más a menudo con los militares. De hecho son designados como los
t
au
n
ió
tre ciertos eventos históricos y el calendario religioso regional.
uc
En efecto, ciertas masacres y asesinatos a mano de los militares
ocurrieron en fechas de festividades religiosas, sentido en el cual el
rib
caso de Cayara es emblemático. Eusebio Huamaní recordó la masacre
st
ocurrida en Cayara, en 1988, relacionándola en forma explícita con el
di
contexto de celebración de la Virgen de Fátima: «En la iglesia, una
su
fiesta de una santa era. Entonces ahí estarían escuchando, rezando
la gente de Cayara. En eso les sorprende pues los militares. Ellos no
da
20. Según Carlos Iván Degregori (1990: 213-214), la extracción mestiza de una mayo-
ría de sus cuadros explica que SL prefirió refugiarse en un reduccionismo clasista
que tendió a desechar casi cualquier revaloración cultural andina como «folclo-
re» o manipulación burguesa. Véase, también, Mayer 1991: 481.
218 Valérie Robin Azevedo
n
El mencionado autor supone que las divergencias acerca de las
ió
uc
costumbres andinas, entre la política del partido y los niveles más
bajos de la jerarquía senderista, pueden explicarse por la propia
rib
identificación de los pequeños cuadros no solo como militantes sino
st
también como miembros de las comunidades de la zona. Pero Ritter
di
considera que esta tolerancia dependió del estatus ritual de las cos-
su
tumbres: a diferencia de los concursos carnavalescos de música, vis-
tos como lugares posibles de innovación secular, SL intentó impedir
da
creo que este aspecto deber ser moderado, pues existen algunos ca-
hi
su doctrina:
C
21. Véase el capítulo de Jonathan Ritter en este libro, que se publicó originalmente
bajo el título «Siren Songs: Ritual and Revolution in the Peruvian Andes». En
British Journal of Ethnomusicology 11: 1, 2002, pp. 9-42.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 219
gente oriunda de allí pero que tenía ya cara de radicar en Lima. Nos han
hecho pasar y como es costumbre.
—Sírvanse una sopita caliente.
—No, pero nosotras queremos ya la celebración para ir rápido.
—No, pero una sopita caliente les va a hacer bien.
En eso que nos han servido, ni bien estaríamos dando la segunda cucha-
rada, se han presentado dos muchachitos. Llegaron los dos armados y
todo serios preguntaron a los que estaban allí:
—¿Esas son las compañeras que tenían que venir?
n
—Sí, esas son las dos— dijeron.
ió
—Bienvenidas.
uc
—Hemos venido a celebrar porque nos han pedido. Luego ya nos
retornamos.
rib
—Antes de que se vayan queremos dialogar con ustedes.
st
—Bueno, ustedes dirán dónde nos van a encontrar.
di
Entonces nos han invitado a pasar a la iglesia que ya tocaban las campa-
nas para hacer la celebración. Dijimos no vamos a hablar mucho porque
su
esto es zona roja, nos hemos metido a zona roja sin saber. Una homilía
corta sin mucho que seguir para retornar pronto. Los dos sujetos ar-
da
dad el bien del pueblo, tantas cosas. [Luego] se presenta él que creíamos
C
n
ba comprometiendo bonito en el pueblo estaba allí con ellos.
ió
uc
Este testimonio sorprendente ilustra bien la ausencia de quie-
rib
bre entre la población y SL a la que ya aludimos: la toma de control
de algunas localidades no significó siempre un cambio radical de la
st
vida cotidiana de los habitantes o de sus manifestaciones culturales
di
importantes. La militancia o la simpatía hacia SL pudieron coincidir,
su
en algunos lugares y circunstancias, con la subsistencia tolerada de
ciertas costumbres, y eso ayudó a legitimar la presencia de SL y a in-
da
más bien, que San Luis guía, con sus consejos, las acciones político-
au
22. Este fenómeno representa una diferencia notable con otras zonas de Ayacucho
como, por ejemplo, la que registró Ponciano Del Pino en el valle del río Apurímac
y Ene (VRAE), donde hubo conversiones masivas a las iglesias evangélicas, es-
pecialmente las pentecostales. Allí, luego de sufrir de la persecución de SL, los
evangelistas se organizaron en rondas campesinas, y la lucha contra los senderis-
tas se reconfiguró en una guerra religiosa, con un discurso milenarista de com-
bate contra las fuerzas del mal y el Anticristo. Véase Del Pino 1996: 117-188 y,
también, 1999: 161-191, donde se refiere a la negación senderista de los valores
culturales y su prohibición de las festividades religiosas tradicionales impuestas
por «los gamonales, los explotadores».
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 221
n
quedado en el ámbito de las narrativas que circulaban en la época en
ió
uc
un espacio secreto o medio privado, es probable que este personaje
no hubiera llegado a ocupar un papel protagónico en la cimentación
rib
de una singular memoria heroica de la guerra en Huancapi. James
st
Scott (2000 [1990]) ha recalcado que, en general, el discurso oculto
di
termina manifestándose abiertamente, aunque enmascarado. Por
su
ello, resulta importante entender las formas elaboradas como se pro-
cesan los artes del disfraz político. En 1995, el episodio de la defensa
da
res. Veremos, más adelante, que este evento se volvió propicio para
.P
de la guerra
n
Congregados allí, cientos de personas empezaron a increpar a
ió
uc
los soldados que les impedían pasar y proteger el cedro. Sacaron la
estatua del santo de la iglesia y la colocaron en el atrio para que los
rib
acompañe, presencie lo que estaba ocurriendo y los ampare. A pesar
st
de que los soldados los amenazaron con sus fusiles e, incluso, dispa-
di
raron al aire, los huancapinos desarmados rompieron el cerco luego
su
de la tala de dos ramas, sorprendiendo a los militares y dejándolos
desorganizados por ese alboroto al que no imaginaban enfrentarse.
da
eliminado.
t
au
23. Entre los principales instigadores de este movimiento de defensa del cedro des-
taca un grupo de mujeres: Virgilia Flores, Rayda Huamaní, Enedina Molina y
Primitiva Palomino, que se consideran las auténticas líderes de esta lucha.
24. Esta descripción no solo se basa en un recuento personal de testigos presenciales,
sino en un video en que este episodio fue grabado por un trabajador del muni-
cipio que luego lo entregó al periodista Alejandro Guerrero. Así, estos archivos
visuales permiten presenciar en imagen el asombro de los soldados frente a la
muchedumbre visiblemente molesta que protesta. Volveremos en otro artículo
sobre el papel involuntario de este periodista como portavoz en la consolidación
de este episodio en evento clave de la historia local.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 223
n
pletamente el cedro. El recurrir al mito de origen de Huancapi fue un
ió
uc
elemento adicional para reforzar el carácter vital de la movilización
popular y legitimar aún más la rebeldía.
rib
Con este acto de coraje, los huancapinos se volvieron verdade-
st
ros protagonistas de su historia local y forjaron su propio destino.
di
Asumieron, entonces, el papel de protector atribuido al santo y en-
su
carnaron su valentía aun a costa de sus vidas. Parece ser la única vez
en la historia de la guerra que se produjo un altercado frontal de esta
da
n
del juego seguían escritas por los militares y que nadie podía salir
ió
uc
del ámbito de su sujeción sin el riesgo de encontrar el mismo destino
fúnebre que Hilario.
rib
Según la versión de la viuda y de la hija de Roberto Arone, al día
st
siguiente de su desaparición, su hija mayor, de quince años entonces,
di
salió de su casa, sin avisar a nadie, con destino al cuartel, luego de
su
que la avisaran de la presencia de restos humanos detrás de la base
contrasubversiva. La joven burló la vigilancia de los soldados con el
da
alto, pero ella no obedeció y gritó: «¡Asesino! Dicen que mi papá está
ro
respaldada por unos vecinos. La hija de Roberto vio que habían ente-
rrado a su padre y a su amigo: «en un solo hueco, los habían tapado
or
25. En Los hundidos y los salvados, Primo Levi reflexiona sobre la «utilidad» de la vio-
lencia extrema e inútil a partir de su experiencia en los campos nazis. Tal violen-
cia se caracteriza por ser desproporcionada en relación con la meta de eliminar
el enemigo. Este no solo debe morir, sino que debe sufrir y ser degradado. Más
allá de su simple aniquilación, la negación de la humanidad misma de la víctima
encuentra sentido: condiciona a los verdugos a seguir con lo que hacen y permite
eludir cualquier sentimiento de culpa.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 225
con los militares, que más bien se rieron de ella, así como tampoco
implicó que estos cedieran frente a su pedido, ni entregasen el terri-
torio como sí ocurrió con la defensa del cedro.
Con este último caso, los militares se quedaron sorprendidos
por la llegada de los huancapinos que rompieron el cerco que habían
conformado para hacer bajar al hombre que cortaba las ramas. Los
pobladores se enfrentaron directamente con los soldados armados
que los dejaron pasar y retomar el control sobre el espacio público
n
del pueblo. Esa noche, luego de la interrupción de la tala del cedro,
ió
uc
un grupo de habitantes, encabezado por varias mujeres, permanecie-
ron toda la noche en la plaza. Se instalaron bajo el cedro para velarlo
rib
e impedir que la amenaza de su tala nocturna culmine mientras se
st
encontraban en sus casas. Quedarse dormido en la calle y desacatar
di
el toque de queda fueron actos realmente subversivos, pues desde la
su
década de 1980, a partir de las siete de la noche, se imponía el toque
de queda. Luego de dicha hora, los huancapinos no podían transitar;;
da
solo los militares o los policías «pasaban por las calles haciendo re-
bi
Así, por ejemplo, Primitiva Palomino, una de las mujeres que li-
deró la defensa del cedro y que era mayordomo de San Luis ese año,
no dudó en injuriar a los militares que le impedían pasar —tratándo-
los de «mocosos» e «ignorantes»— e, incluso, los llamó asesinos por
dejar talar el árbol. Sin embargo, Primitiva jamás denunció el asesi-
nato de su hermano Roberto Arone por los militares. Más bien, como
dice, se quedó callada por el miedo a las represalias y a ser acusada
226 Valérie Robin Azevedo
n
tiva que erigió a los huancapinos como actores valientes, potencia-
ió
les mártires y ya no solo como víctimas impotentes.26 Virgilia Flores,
uc
presidenta de las hermandades de Huancapi y también una de las
rib
principales protagonista de la defensa del cedro, me contó esa lucha
st
memorable y su altercación personal con los militares:
di
su
Todos hemos cercado y hemos dormido ahí porque al amanecer no va a
aparecer diciendo. A las seis en las cuatro esquinas todos los cabitos no
da
querían que entre. Estábamos unos cuantitos no más porque asustados
pues. El alcalde había vendido [el] árbol, para que cocinen, a cabitos
bi
[militares]. Por eso los cabitos lo han hecho. A cabitos había vendido, es
hi
—Mentira, nos han dicho a todos esos cabitos, mentira ese árbol tendrá
unos cuarenta años.
ia
26. No se debe menospreciar el hecho de que tal movilización también fue facilitada
por el contexto de relativa calma que caracterizaba la región en esa época de
finales del conflicto armado.
«Con San Luis nos hemos hecho respetar» 227
n
—Déjalo, ahí está la gente apareciendo.
ió
No sé de dónde habrá venido la gente, pero bastante, lleno el parque, en
uc
el cedro, llenito. En el árbol cuarenta cargas ha salido esta leña, cuarenta
cargas ha cortado el par [de ramas]. Al par hemos traído, acaso cabito
rib
han llevado. ¡No hemos hecho su gusto!
st
di
Este recuento de Virgilia enfatiza sobre lo que sería la verdade-
su
ra motivación de los soldados en participar de la tala del cedro: pro-
ducir leña. Este dato es clave, y esta señora mayor no fue la única
da
para hacer pan o cocinar, sino más bien para quemar los cuerpos de
ia
n
sacrílego. Hecho que pone de relieve el fenómeno de «desplazamien-
ió
uc
to» y «condensación», evocado por Portelli (1991), quien, retomando
un vocabulario freudiano, busca entender el significado de los erro-
rib
res históricos o, más bien, mostrar las «verdades subjetivas» que se
st
expresan en la rememoración alterada de ciertos eventos pasados. Si
di
este autor se concentra en los errores cronológicos, aquí el fenómeno
su
concierne, más bien, a los autores del hecho: las narraciones ocultan
casi por completo el papel de las autoridades políticas del pueblo
da
n
ió
consensual, edificando un mito solidario
uc
Esta memoria emblemática se basa en una heroicidad que se articu-
rib
la en torno al santo patrón desde las narrativas sobre sus interven-
st
ciones milagrosas hasta el levantamiento popular para defender su
di
doble simbolizado por el cedro. Tal memoria permite reforzar la iden-
su
tificación de la población como una que supo salvarse de las desgra-
cias de la guerra y luchar por su dignidad a pesar de las circunstan-
da
n
soldados se llevaron a Mamerto Huamaní Chilcce, en abril de 1986,
ió
uc
ella pudo reconocer a un vecino, con la cara encubierta por un pañue-
lo, que colaboraba con la identificación de su esposo. Obdulia afirma
rib
que Mamerto solo tenía problemas con otro trabajador del munici-
st
pio, que era aprista y estaba «un tanto resentido por el cambio de
di
partido». Sigue convencida que su esposo fue asesinado por la «en-
su
vidia» de sus paisanos y por pertenecer al partido político Izquierda
Unida. Sus contrincantes apristas, entre ellos una autoridad política
da
Estos pobladores habrían grabado las vivas lanzadas por los profe-
sores y estudiantes después de inscribir su lista para las elecciones
de
n
celos, rencores y pleitos vecinales o familiares.
ió
uc
Por lo tanto, la visión maniquea de la historia, propia a esta
memoria «santificada» y su aparente despolitización, procede a ex-
rib
ternalizar por completo la violencia vivida: nosotros los huancapi-
st
nos, ajenos al conflicto, frente a los forasteros, actores del conflicto.
di
¿Puede considerarse, en cierta medida, la figura de San Luis como
su
un personaje que participa de una especie de microrreconciliación
interna? Por lo menos, es indudable que logra forjar un consenso
da
de posguerra.
.P
mito de origen del pueblo, sino que también aparece como un mito
ia
vividas en Huancapi.
232 Valérie Robin Azevedo
Bibliografía
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2009 «Una insoportable impunidad: el caso de Mamerto Huamaní
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n
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di
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Comunidad y posconflicto
uc
ió
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PARTE 3
Del machismo al machu-qarismo:
derechos humanos en un Ayacucho
desmilitarizado1
Caroline Yezer
College of the Holy Cross
n
ió
uc
rib
st
Cuando yo era más joven, los mayores estaban muy organizados…
di
Toda la comunidad se presentaba para las faenas comunales y suda-
su
ban juntos. Y cuando había un adulterio, se celebraba una asamblea…
hacían que los adúlteros se desnudaran, se pusieran cuernos de toro
da
y corrieran por toda la plaza… Pero ahora estamos más informados.
Conocemos las leyes. Y por eso es que no hay obediencia. Dime, ¿cómo
bi
1. Agradezco a las siguientes personas por su lectura atenta y las críticas ofrecidas
de
de versiones anteriores de este texto: Orin Starn, Diane Nelson, Anne Allison,
Wendy Coxshall, Ponciano Del Pino, Micaela di Leonardo, Dorothy Hodgeson y
ia
Memoria del Instituto de Estudios Peruanos, y el Coloquio del School for Ad-
vanced Research de Santa Fe. Mis colegas del Departamento de Sociología y An-
tropología y del Programa de Peace and Conflict Studies del College of the Holy
Cross también me brindaron consejos valiosos en el periodo de revisión. Aun
así, recalco que los errores que pueda tener el presente trabajo son enteramente
míos. Por otro lado, la investigación realizada para este trabajo fue subvenciona-
da por Wenner Gren Foundation, Harry Frank Guggenheim Foundation, Ford
Foundation, el Instituto de Paz de Estados Unidos, el College of the Holy Cross
y los Departamentos de Antropología Cultural y Estudios Latinoamericanos de
Duke University.
238 Caroline Yezer
n
otros proyectos posconflicto, promovidos o financiados internacio-
ió
uc
nalmente. Además de estos cambios, la reforma militar, el desarme y
la retirada de tropas estatales y cuarteles de gran parte del territorio
rib
ayacuchano significaron una marcada reducción de la presencia del
st
Estado en el campo.
di
Se podría pensar que, tras muchos años de sufrir las consecuen-
su
cias de la violencia estatal en carne propia, estos campesinos agrade-
cerían la desmilitarización de sus pueblos y el discurso internacional
da
n
ió
encontrado seguridad e incluso orgullo en su cooperación con los
uc
militares, especialmente al confrontarse con el autoritarismo de los
rib
rebeldes de Sendero Luminoso (Starn 1998). A partir de esa coopera-
ción, los hombres comenzaron a «ponerse machos» y, en palabras de
st
di
un oficial, formaron sus propias patrullas de contrainsurgencia que
más tarde serían subsumidas por las fuerzas del Estado (Del Pino
su
1992).4 La militarización de las comunidades llegó incluso a reem-
da
plazar ciertas formas de liderazgo y justicia comunales que habían
perdido vigencia durante la guerra.
bi
hi
3. A menos que se especifique lo contrario, todas las traducciones del quechua son
mías. «Machu» significa tanto ‘viejo’ (en masculino, referido a hombres o ani-
males) como ‘podrido’ o ‘pasado’;; y «qari», ‘varón’. Decidí usar la forma plural
en castellano para la expresión «machu qari», que literalmente significa hombre
viejo, porque captura mejor su significado: en este caso, «todos somos hombres
viejos» es más lógico que «todos somos hombre viejo».
4. Esta frase es el título de un artículo del historiador Ponciano Del Pino, quien
a su vez la toma de una de sus entrevistas. Del Pino (1991) entrevistó a varios
ronderos ayacuchanos durante la guerra y encontró que estos mostraban el
orgullo de su servicio militar haciendo referencias a su masculinidad.
240 Caroline Yezer
n
lidad de los derechos humanos y que trascendía a las ciudadanías na-
ió
cionales. Los comuneros expresan y viven este cambio desde su com-
uc
prensión cultural de los roles y sentidos asociados al género, pero,
rib
además, lo hacen de manera distinta según de su propio género. Para
st
los hombres que han participado por el Estado en la lucha contra la
di
insurgencia senderista en Wiracocha, la transformación de la justicia
su
militar a aquella nacida de los derechos humanos internacionales es
desorientadora y potencialmente peligrosa.
da
tura de derechos a otra está, además, enlazada con cambios más am-
plios en el ambiente político y social internacional, como la transición
desde programas keynesianos de bienestar hasta lo que algunos han
5. Reconozco en este punto una deuda con los estudios de Kimberly Theidon (2003)
sobre las reivindicaciones basadas en el género en torno a la ciudadanía militar
entre el campesinado de Ayacucho, caso que ella conecta con la investigación de
Gill (véase, al respecto, la nota 13).
Del machismo y el machu-qarismo: derechos humanos... 241
n
te de solidaridad e intervención externa para los activistas locales
ió
uc
(Escobar y Álvarez 1992). Las nuevas formas de gobernabilidad que
surgen de las ONG como entes privados han jugado un papel progre-
rib
sista dentro de la lucha por la justicia: por un lado, han revelado ins-
st
tancias de violencia estatal oculta como los escuadrones de la muerte,
di
la tortura y las «desapariciones»;; por el otro, han hecho un llamado
su
para que se rindieran cuentas por estos crímenes encubiertos (Shaw
2005, Yezer 2008). Las redes internacionales son también una fuente
da
n
ió
más allá de la mera opresión, dada la complejidad de la guerra y las
uc
opciones para alcanzar la ciudadanía que ofrece el reclutamiento.
rib
Resulta igualmente importante analizar las formas en que el de-
seo, el poder y el capital cultural se entrelazan con el servicio militar
st
di
(Enloe 1983;; Gill 2000, 2004;; Lutz 2001;; Nelson 2009). Lesley Gill ha
analizado cómo los hombres indígenas en Bolivia ven en el servicio
su
militar una forma de mejorar su estatus dentro de una sociedad que
da
los excluye (2000: 107).6 Aunque sufren el racismo de los oficiales, que
invariablemente suelen ser más blancos o mestizos, y ocupan los esca-
bi
hi
dos porque es una de las pocas formas que tienen de ser identificados
.P
n
los rebeldes de Sendero Luminoso (SL), quienes en un principio recluta-
ió
ron a varios de los jóvenes de esta y otras comunidades cercanas. Pero
uc
una vez que los rebeldes comenzaron a desplegar métodos más autori-
rib
tarios, los comuneros comprendieron que el marxismo senderista, vio-
st
lento y totalitario, demandaba una cuota de sangre de sus miembros y
di
declaraba todo otro movimiento y liderazgo como enemigo (Degregori
su
1990, Gorriti 1999, Poole y Rénique 1992, Starn 1995). En Wiracocha, la
situación llegó al límite cuando los rebeldes comenzaron a asesinar a
da
7. Al principio de la guerra, Wiracocha fue atacada por las primeras rondas del área
—aquellas formadas por las comunidades de la puna—. Esas comunidades man-
tenían una historia de antagonismo con Wiracocha por conflictos de tierras de ha-
ciendas que precedían a la guerra sucia (Yezer 2007). Los conflictos de este tipo y
luchas políticas previas también fueron determinantes en los cismas inter- e intra-
comunitarios en el resto de Ayacucho (Heilman 2010, Del Pino 2008).
8. Los campesinos del norte de Perú habían formado rondas o patrullas de vigilan-
cia para atrapar cuatreros o abigeos, y estas se volvieron parte del sistema de
justicia comunal (Starn 1999).
244 Caroline Yezer
n
ió
pasado en Guatemala (Nelson 2009). Estos temores crecieron aún
uc
más cuando las fuerzas armadas tomaron el mando de las patrullas
rib
campesinas y las militarizaron como parte de una nueva estrategia
de ganarse al campesinado en la lucha contra la insurgencia. Aunque
st
di
muchos hombres indígenas se unen voluntariamente a las fuerzas ar-
madas, la nueva estrategia estatal resultaba algo sospechosa a la luz
su
de las levas que aún se practicaban y que consistían en emboscar y
da
secuestrar a jóvenes de áreas rurales y de barrios marginales en las zo-
nas urbanas para reclutarlos forzosamente (González-Cueva 2000). A
bi
hi
propia frustración ante los ataques de SL como por las presiones del
t
au
dos, y eso supuso una ventaja fundamental que sirvió para finalmente
sacar a la guerrilla del campo —objetivo que el Ejército de por sí había
sido incapaz de lograr— y empujarla hasta la selva. Los ronderos fue-
ron celebrados durante un tiempo como héroes nacionales por su re-
conocido papel en la victoria estatal sobre la rebelión (Degregori et ál.
1996). Esta representación de patriotismo tuvo particular importancia
en Wiracocha, puesto que contrarrestaba su estigma previo de ser un
foco de apoyo a los rebeldes. Aun después de la guerra, las narrativas
Del machismo y el machu-qarismo: derechos humanos... 245
n
ió
mandato y ansioso por contrarrestar la reputación de violador de de-
uc
rechos humanos de su gobierno, comenzó a desmilitarizar las zonas
rib
rurales. Redujo las patrullas en las hasta entonces zona de emergen-
cia, cerró varias bases del Ejército en Ayacucho y planificó redirigir
st
di
la asistencia militar a otros sectores y reformar el servicio militar para
hacerlo enteramente voluntario. Estos cambios, superficiales en al-
su
gún caso, marcaban, sin embargo, una clara transición de la guerra
da
a la paz y un retorno a los ideales de modernización y desarrollo
económico, y legitimaban el Estado.
bi
hi
ver sus armas a las fuerzas estatales, entre las cuales se incluían aque-
llas que los campesinos habían comprado ellos mismos. El Estado de-
or
en Wiracocha.
n
ió
sarrollado por los españoles como un sistema de gobernabilidad dual
uc
que facilitaba el control de las poblaciones conquistadas. Los acadé-
micos no se ponen de acuerdo acerca de cuánta aceptación tenía este
rib
cargo entre los miembros de las comunidades indígenas, pero algunos
st
historiadores, al igual que los wiracochanos que entrevisté, veían en
di
la supervivencia del varayoq un símbolo de la continuidad y resisten-
su
cia cultural andina (Heilman 2010: 104, Thurner 1997). Pero tanto en
Wiracocha como en otras comunidades en la zona de guerra, la ins-
da
10. Los deberes y el poder de los varayoq son distintos a lo largo y ancho de los An-
des, según la cultura y la historia de las comunidades. En Ayacucho, estos oficia-
les suelen estar a cargo de la distribución y control de los recursos y deberes en
la comunidad. Por ejemplo, son responsables de gestionar el acceso a los pastos,
el agua y el riego;; la rotación de las cosechas;; y la organización del ciclo festivo
(Coronel 2000).
Del machismo y el machu-qarismo: derechos humanos... 247
n
un hombre de treinta años desplazado durante un tiempo a la ceja
ió
de selva ayacuchana, explicaba: «Necesitamos las rondas, solo para
uc
mantener la paz, aunque sea solo entre nosotros mismos».
rib
Al finalizar la guerra, las rondas de Wiracocha cesaron práctica-
st
mente todas sus actividades y los líderes de las patrullas perdieron su
di
autoridad. En el año 2003, la nostalgia entre los wiracochanos por el
su
orden comunal perdido era tan fuerte que, en una asamblea comuni-
taria, don Eugenio, el presidente de la comunidad, presentó una pro-
da
Todas las viejas reglas y costumbres del pueblo, todas se han quemado,
ro
las tenemos, y por eso tenemos que rehacerlas… Los varayoq se encar-
gaban de los campos como zorros. Se agazapaban hasta que tu animal
or
en aquellos tiempos.
de
n
entre la población de que la criminalidad en las zonas rurales de
ió
uc
Ayacucho iba en aumento. Tanto hombres como mujeres creían que
esto se debía a la ausencia de la gobernabilidad y disciplina que ha-
rib
bían caracterizado los años de la militarización y actividad de las
st
rondas.11 Como gran parte de las faltas cometidas en el campo eran
di
procesadas informalmente por medio de la justicia consuetudinaria,
su
a veces publicadas en la llamada prensa amarilla, y sus datos no eran
registrados ni contabilizados, no pude verificar independientemente
da
11. Varios estudios indican que hay importantes conexiones entre el crimen
y la justicia privada (o «callejera»), y las historias de violencia de sociedades
empobrecidas o de posguerra. Véanse, por ejemplo, Goldstein 2004 y Godoy
2006 para los casos de Bolivia y Guatemala, respectivamente.
Del machismo y el machu-qarismo: derechos humanos... 249
n
sus obligaciones comunitarias, era azotado en la plaza. Para faltas ma-
ió
uc
yores, lo mantenían despierto toda la noche en una zanja profunda
llena de agua helada. Ahora que estos castigos corporales estaban mal
rib
vistos e, incluso, penados por ley, los dirigentes recurrían a la impo-
st
sición de multas para castigar y disuadir los crímenes entre vecinos.
di
Pero Prudencio, desesperado ante el fracaso de su faena, soltaba con
su
indignación que «no pagan la multa. ¿Por qué iban a hacerlo si no hay
latigazos para imponerla?».
da
era necesaria una defensa militarizada, porque «sin las rondas [los
criminales] se creen que pueden venir al campo a robar». Las patru-
or
Julián, por ejemplo, explicaba que las rondas habrían sido capaces de
evitar los recientes casos de brutalidad policíaca ocurridos en la aldea.
de
cantes en la zona. Estos usaban las rutas en las zonas altas cercanas
a la comunidad para llevar cocaína en pasta y hojas de coca hacia
C
12. Habiendo sido usada para propósitos religiosos y alimentarios durante miles de
años, la legislación peruana no clasifica a la hoja de coca, de la cual se extrae la
cocaína, como una droga (Allen 2002). Sin embargo, el Estado limita el número
de productores que pueden sembrar coca a gran escala, con lo cual los campesi-
nos que la cultivan y comercializan en mercados tradicionales deben transpor-
tarla y venderla ilegalmente (Yezer 2005, 2007).
250 Caroline Yezer
n
sitios, cuando la gente entraba así —¿sin una autorización de la ciu-
ió
uc
dad?— las rondas le disparaban a la gente así».
Por supuesto, nadie extrañaba el terror o la violencia de la gue-
rib
rra, pero muchos hombres lamentaban la pérdida de la solidaridad,
st
el consenso y la disciplina que parecía haber surgido de la crisis de
di
aquellos tiempos, cuando los vecinos formaron un frente común ante
su
el enemigo. Eduardo me explicó que las rondas también prestaban ser-
vicios intercomunalmente: «si algo pasaba en otra parte, otros venían
da
nal, aseguraba que «esos días se era mucho más fuerte, eran dirigentes
ro
más fuertes. La gente tenía miedo de faltar a las asambleas y a las pa-
.P
trullas. Ahora con la pacificación, nadie hace nada;; hay mucha menos
participación». Comparándola con los días gloriosos de las rondas, los
or
n
ca en comparación al valor y al activismo de los dirigentes anteriores,
ió
uc
sino sintomática del declive general que sufría la comunidad.13
Algunas de las mujeres más extrovertidas parecían disfrutar al
rib
denigrar la masculinidad de los dirigentes de la posguerra usando
st
severos insultos en quechua: los llamaban quella (‘vagos’) o afirma-
di
ban que tenían loqlo runtu (‘los huevos podridos’), o sea, que care-
su
cían de las cualidades masculinas de la vitalidad y el valor. Estos
comentarios casi nunca se hacían frente a los hombres, pero algu-
da
ruana. Sin embargo, descubre que, dentro de la comunidad, los efectos posterio-
res de la militarización se combinan con una narrativa masculina de la guerra que
ia
socava la habilidad de las mujeres para reclamar sus propios derechos y cimenta
op
tintas de posguerra en dos áreas distintas, pero yo sospecho que un factor impor-
tante que explica la diferencia de resultados es el contexto de nuestro trabajo de
campo en relación con la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) del Perú
—Theidon realizó el suyo antes de que la CVR comenzara a trabajar, y yo lo hice
durante su mandato—. Dado que la CVR informó acerca de los abusos cometidos
por las rondas en algunas zonas y prestó especial atención a las narrativas de las
mujeres —en especial a las viudas de guerra—, dándoles un espacio visible en las
audiencias más publicitadas, puede que haya colaborado en la deconstrucción de
la narrativa masculina de la guerra que registró Theidon, cambiando los patrones
de representación que fundamentaban su origen (véase Yezer 2007).
252 Caroline Yezer
n
tían, por ejemplo, que un marido abusador fuese castigado con una
ió
simple amonestación en lugar de con unos merecidos azotes.
uc
Mientras las mujeres culpaban a los hombres por ser sumisos en
rib
lugar de fuertes y varoniles, los hombres más autocríticos parecían estar
st
de acuerdo con ellas, expresando que les gustaría ser más fuertes, más
di
efectivos. En su lucha contra la insurgencia, los roles de los hombres
su
de autoridades comunales y protectores de la nación habían coincidido.
Pero si durante la guerra fueron patriotas poderosos que combatieron
da
dían hacer más, porque los dirigentes tenían sus manos atadas por
.P
14. A finales de 1980, Juan Luis Cipriani era el arzobispo de Ayacucho;; hoy en día, es
cardenal y arzobispo de Lima. Su oposición al movimiento de derechos humanos
Del machismo y el machu-qarismo: derechos humanos... 253
n
formado una formidable coalición en pro de los derechos humanos
ió
(Youngers 2003). En los centros urbanos de Ayacucho, por su parte,
uc
proliferaron proyectos solidarios de ONG locales e internacionales.
rib
Estos cambios se aceleraron en el año 2000, cuando estalló el es-
st
cándalo en torno a Vladimiro Montesinos, el jefe de inteligencia de
di
Fujimori, sobre posibles delitos de corrupción y tráfico ilegal de ar-
su
mas. Así y el propio presidente Fujimori abandonó el país y envió
por fax su renuncia al cargo. En el ínterin, un gobierno transicional
da
bió a los grupos defensores de los derechos humanos como «velados movimientos
políticos que son casi siempre marxistas y maoístas» (CVR 2003: 399-416).
C
n
cuándo tenían el derecho a presentar una demanda. Habían estado
ió
haciendo uso del sistema judicial, presentando reclamos formales a
uc
través de la interminable burocracia policial y legal durante siglos.
rib
También sabían cuándo estos derechos les eran arrebatados, como lo
st
habían sido durante el estado de emergencia decretado por la guerra.
di
Pero los derechos humanos parecían ser una especie distinta.
su
Los trabajadores humanitarios los presentaban como un sistema de
justicia radicalmente nuevo. Y en teoría, lo eran: contrario a los de-
da
conllevaban una soberanía que pasaba por encima del Estado, con
hi
n
los campos, distantes del centro, y en ocasiones se desplazaban a las
ió
uc
ciudades o a la selva para realizar trabajos temporales durante una o
varias semanas.17
rib
Por otro lado, las tendencias políticas e ideológicas en el ámbito
st
de la cooperación también hacían de las organizaciones de mujeres
di
las alternativas idóneas para los grupos e instituciones locales de de-
su
rechos humanos y asistencia social. A finales de la década de 1990,
el interés en proyectos con perspectiva de género aumentó entre las
da
jer, con las cuales era más factible recibir apoyos de agencias inter-
ia
rigidos hacia las mujeres a veces resultaba restrictiva para los traba-
jadores humanitarios. Cuando en 1998 viajé por Ayacucho con unas
17. Exceptuando los cortos e intensos periodos de siembra y cosecha, las labores de
las mujeres casadas se centraban en la crianza y cuidado de los niños, la limpieza
del hogar, las labores de lavandería y la cocina. Todas estas labores se realizaban
en casa y en sus cercanías. Por su parte, las viudas y los niños se encargaban del
pastoreo.
256 Caroline Yezer
n
sos ante la escasez que generó, en primer lugar, la guerra;; en segundo
ió
uc
lugar, la hiperinflación de la década de 80;; y, finalmente, el aumento
general de los servicios básicos tras los programas de ajuste de la dé-
rib
cada de 1990. Como respuesta a la violencia de la guerra y las nece-
st
sidades de un mayor número de hogares encabezados por mujeres,
di
las mujeres protagonizaron, en Lima y en Ayacucho, la formación de
su
organizaciones de los familiares de los desaparecidos, los comedores
populares y el programa del Vaso de Leche. Estos y otros grupos y
da
Al contrario de los hombres con los que hablé, la mayoría de las mu-
de
n
mujeres a su alrededor asentían, diciendo: «¡Eso es verdad!», «¡Eso
ió
uc
está muy bien!».
El que las dirigentes estuviesen más entusiasmadas que los hom-
rib
bres con las reformas de derechos humanos era previsible. Después
st
de todo, la frustración de los hombres con los derechos humanos era
di
causada en parte por su pérdida de poder en el hogar respecto a la
su
planificación familiar y otros asuntos domésticos en los que el poder
de la mujer aumentó. Antes de la guerra, por ejemplo, no era inusual
da
que los esposos tuvieran la última palabra sobre cuántos hijos se ten-
bi
final sobre las decisiones que afecten a la familia. Sin embargo, las
.P
gran parte del país, la violencia entre cónyuges o contra los hijos es
una de las formas de violencia y conflicto más común en las comu-
C
nidades. Esta tendencia no está limitada tan solo a las zonas rurales.
De acuerdo con un estudio sobre el tema, más de la mitad de las
18. Los jueces de paz forman una red de justicia local en las comunidades campesi-
nas oficiales con jurisdicción sobre faltas menores y disputas locales, con poder
discrecional respecto de qué elevan a instancias judiciales superiores. Deborah
Poole (2004) ha analizados los cambios en la relación entre los jueces de paz y el
poder estatal en las comunidades de Ayacucho antes y después de la guerra.
258 Caroline Yezer
n
frenar la violencia dentro de las familias en las ciudades y mucho me-
ió
uc
nos en el campo (Boesten 2006). Como en muchas comunidades de la
sierra, en Wiracocha no se castiga con penas de cárcel a los hombres
rib
que agreden a sus esposas, puesto que se intenta resolver el proble-
st
ma de violencia manteniendo a la familia unida y reintegrando al
di
miembro «descarriado» a la comunidad y su hogar.
su
En la ciudad, y en el ámbito nacional, la ley de 1993 es menos-
preciada, incluso por los jueces de tribunales mayores, que dan prio-
da
19. A pesar de la notoria dificultad que supone investigar este asunto, varios estu-
de
dios señalan a Perú como uno de los países con la mayor incidencia de abuso
doméstico en el mundo (Boesten 2006).
ia
20. Jelke Boesten (2006) muestra que la prioridad otorgada a la unión familiar es
op
ampliamente compartida por todos los estratos y regiones del país, y eso lle-
va a la relativización de las nuevas leyes que penalizan la violencia doméstica
C
(357). Véase, también, Blondet 2002 para una crítica de la superficialidad de las
políticas contra la violencia doméstica de Fujimori, en la que se señala que se
preocupaban menos por luchar contra la violencia en el hogar y más por crear
una imagen de democracia y estabilidad para las agencias crediticias interna-
cionales que contrarrestara la imagen generada por sus políticas y tácticas poco
democráticas y su uso excesivo de la ley marcial.
21. Estos datos recogen lo que varias mujeres me comentaron sobre la violencia
doméstica —aquellas que se atrevían a hablar del tema, que solían ser, por otro
lado, mujeres que en el presente no estaban en una relación abusiva. Casi todas
las que habían roto con una relación violenta eran mujeres que se habían casado
Del machismo y el machu-qarismo: derechos humanos... 259
n
ió
acusado de cometer un delito buscaba la intervención de las agen-
uc
cias de derechos humanos para que contravinieran la decisión de las
autoridades comunales. De acuerdo con una encuesta, el 80% de los
rib
conflictos en las zonas rurales del altiplano son resueltos según el uso
st
y costumbre local.22
di
Sin embargo, como han mostrado las antropólogas Shannon
su
Speed y Jane Collier (2000) para el caso de México, muchos castigos
corporales que forman parte de las costumbres locales son ilegales
da
Solo una mujer con la que hablé confesó que su marido —un primo— era un
maltratador. Estas conclusiones están por lo tanto limitadas, por el hecho de
C
n
nos severa a la hora de resolver los conflictos locales precisamente
ió
uc
porque la presencia del Estado es mínima y porque los sistemas ju-
diciales han sido corrompidos por operar durante tanto tiempo bajo
rib
la lógica de la «guerra sucia», hecho que ha anulado su objetividad
st
(Poole 2004).
di
En este contexto, las agencias de derechos humanos se presen-
su
taban como una alternativa a la justicia tradicional comunitaria. Un
comunero a quien se le impusiera un castigo tradicional —como
da
en cada caso y explicarles los pasos a seguir para desafiar a las auto-
t
au
ridades locales.
Dada la diferencia general entre las percepciones de hombres y
de
n
infractor. La expulsión conlleva la pérdida de las tierras y bienes del
ió
uc
expulsado, y de su acceso a los recursos comunes de la aldea, lo que
deja al excomunero prácticamente sin recursos económicos y sociales.
rib
En el caso concreto del que hablamos, los infractores evitaron
st
con éxito tanto el castigo corporal impugnado como la expulsión,
di
gracias a que el Defensor del Pueblo les ayudó a redactar unos do-
su
cumentos en que se prevenía a las autoridades de la comunidad de
que sus decisiones violaban la legislación internacional de derechos
da
n
la limitación de los derechos inherente a la militarización bajo el esta-
ió
uc
do de emergencia no era vista como tal, sino, por el contrario, como
un medio de garantizar el derecho al orden y la seguridad a través
rib
del uso de los castigos corporales comunes a la justicia tradicional. A
st
su vez, el estado tácitamente sancionaba los derechos soberanos de
di
las autoridades a imponer castigos en sus comunidades, definiendo
su
el castigo, primero, como un elemento de la tradición cultural;; y, se-
gundo, como un elemento permitido bajo la ley marcial.
da
las zonas más afectadas por la violencia estatal, incluso en las comu-
ia
n
de sus comunidades.
ió
uc
Estos solapamientos entre derechos ciudadanos, orgullo mascu-
lino patriótico y tradiciones y soberanía locales son difíciles de perci-
rib
bir a primera vista. Este hecho se debe, en parte, a la tendencia exis-
st
tente en las ciencias sociales y políticas a analizar los derechos y la
di
cultura como esferas separadas de la vida social, que no solo se exclu-
su
yen mutuamente sino que son inherentemente conflictivas. Además,
es difícil aceptar los vínculos que puede haber entre la cultura de
da
mente porque esto requiere que ingresemos en la zona gris entre las
hi
n
mente igualatoria. Representándose a sí mismo como un dirigente
ió
uc
militar que luchaba contra los intereses imperialistas extranjeros, fue
capaz de forjar una alternativa casi socialista a la decepcionantemen-
rib
te superficial «reforma democrática» que acompañaba a los ajustes
st
neoliberales impulsados por los inversores extranjeros y los organis-
di
mos de crédito internacionales. El que un antiguo capitán del Ejército
su
promoviera exitosamente esas ideas en las áreas más golpeadas por
la violencia del Estado certifica el hecho de que la cultura de la justi-
da
nados de Perú.
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mar una mayor igualdad. Pero mi investigación revela que las inter-
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Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en
Huaytabamba, Ayacucho
Arthur Scarritt
Departamento de Sociología
Boise State University
n
ió
uc
rib
st
di
Introducción
su
Al igual que en muchas partes de América Latina, el Perú vio una
da
n
logía de la liberación perdió muchos de sus creyentes en las sectas
ió
pentecostales carismáticas, porque no atendía de manera particular
uc
y adecuada sus necesidades espirituales (Levine 1992).
rib
Como se ha demostrado en repetidas ocasiones, tanto dentro
st
como fuera del Perú, muchas personas se vinculan a la religión por
di
cuestiones de fe y creencia (Allen 1988). Las consecuencias políticas
que ello tenga suelen considerarse secundarias, y muchos individuos
su
se mantienen fieles a su fe, incluso cuando la política se vuelve me-
da
nos favorable (Weber 1922). Por lo tanto, se debe ser consciente de la
importancia vigente de la fe y la espiritualidad, al mismo tiempo que
bi
hi
n
que culminaron en el conflicto armado (Degregori 1994, Farmer 2004,
ió
uc
Heilman 2010, Stern 1998).
Como ilustra el caso de Huaytabamba, la violencia armada sir-
rib
vió como un telón de fondo débil si se compara con los problemas
st
estructurales que enfrentaba la población de estas comunidades. En
di
este pueblo, la Iglesia evangélica revitalizó las instituciones comuni-
su
tarias después de que ciertos líderes hubieran sacado provecho de los
recursos del pueblo a través de una serie de proyectos de desarrollo.
da
empobrecido y desestructurado.
.P
n
A diferencia de los grupos revolucionarios políticos, la Iglesia
ió
uc
proporcionaba actividades significativas habituales que inspiraban a
los seguidores a participar con regularidad por el simple bien de ha-
rib
cerlo. Mientras que los movimientos sociales tradicionales, así como
st
los grupos políticos, fundan la participación política en la premisa de
di
la racionalidad instrumental del cumplimiento de los objetivos finales,
su
el movimiento de la Iglesia siempre provenía de la racionalidad sus-
tantiva adicional de participar en las experiencias dinámicas y exube-
da
rantes que acompañaban una práctica fiel. En fin, esta fue una cultura
bi
Una de las razones por las cuales los líderes anteriores del pue-
blo tuvieron tanto éxito arruinando a sus vecinos se debió a la tradi-
ción del trabajo colectivo y, en el esquema Ponzi,6 al hecho de que se
viera su falta como equivalente a socavar los cimientos de la sociedad
local. El énfasis en la hermandad y la lucha contra la corrupción en la
subcultura evangélica, que se mantenía por su ruptura revoluciona-
ria del statu quo, revitalizó estos fuertes deseos latentes. De esta ma-
nera, la Iglesia evangélica ayudó a reconstruir las redes de identidad
n
local, sobre todo al reorientar el enfoque de nuevo hacia el trabajo
ió
con fines de beneficio mutuo de cada quien frente a la corrupción y
uc
saqueo a que los habían llevado sus anteriores líderes.
rib
Las nuevas creencias, valores y prácticas evangélicas constitu-
st
yen, entonces, una cultura no material alternativa a los que se ciñen
di
la corriente católica dominante. Más que un abandono total de la cul-
tura local, esta ruptura revolucionaria solo se produjo, sin embargo,
su
en ciertos aspectos de la vida cotidiana. Estos finalmente permitieron
da
la continuidad de las prioridades culturales de larga data, en par-
ticular las que trataban de la mutualidad del grupo. Por supuesto,
bi
(Stern 1992). Por lo tanto, mientras que algunos detalles son diferen-
tes, la dinámica general que trato aquí ha existido en la realidad so-
ia
6. El esquema Ponzi es una operación de inversiones que paga beneficios con las
siguientes inversiones conseguidas, en vez de otorgar retornos. Por ello requiere,
de una inversión creciente. Fracasa debido a que las ganancias que se logran son
menores que los pagos a los inversores.
276 Arthur Scarritt
n
guieron siendo un proceso muy fragmentado. En otras palabras, las
ió
uc
nuevas prácticas podían ser cualquier cosa para la persona depen-
diendo de su contexto y aplicación local (Kamsteeg 1998).
rib
El impacto mayor de la presencia evangélica es muy local y di-
st
verso (Freston 2001). Por lo tanto, las investigaciones de este impacto
di
se enfrentan con una larga lista de posibles medios y resultados, y se
su
limitan a un ámbito local. Robbins (2004) hace hincapié en que este
enfoque muy localizado significa que los investigadores deben con-
da
n
en una gran variedad de situaciones, implica una renegociación ri-
ió
uc
gurosa del patriarcado. Las restricciones evangélicas —en contra del
consumo del alcohol, el adulterio, el juego y la lucha— aislaron a
rib
los hombres fuera de las zonas tradicionales de la competencia por
st
estatus, que consistían, a menudo, de prácticas con resultados abu-
di
sivos contra las mujeres. Por otra parte, las nuevas Iglesias tienen
su
muchos puestos de gerencia disponibles para las mujeres, que les
permiten no solo adquirir habilidades de liderazgo sino también
da
sus maridos como los hombres obedecen a Dios. Los hombres siguen
.P
trado que los orígenes, las estructuras y las prácticas, tanto como la
ia
tico que se difunde por América Latina (Bastian 1993;; Chesnut 1997,
2003;; Gaskill 1997;; D’Epinay 1967;; Moreno 1999). Otros encuentran
que el enfoque sobre el individuo y su visión del otro mundo suelen
conducir a una retirada de la política. Las encuestas a gran escala
han encontrado que los evangélicos se distanciaban de la política en
circunstancias difíciles (Smith y Hass 1997, Steigenga 2001, Steigenga
y Coleman 1995), pero algunos de estos autores también señalan la
278 Arthur Scarritt
n
neras tales como la toma de propiedades desocupadas (Sánchez 2008).
ió
uc
Sin embargo, en términos más generales, los investigadores han encon-
trado que las prácticas internas de la Iglesia y sus creencias hacen que
rib
los creyentes empiecen a ser ciudadanos más activos en vez de suje-
st
tos clientelistas. La experiencia universal carismática, en que todos los
di
practicantes hablan directamente con Dios, les permite desafiar a los
su
líderes de la Iglesia y otras organizaciones (Burdick 1993, Stoll 1990).
Ante la falta de una agenda política inherente (a diferencia de
da
n
rales, de un dramático cambio cultural y del desarrollo de una nueva
ió
uc
alianza entre sus practicantes. Estos cambios han alterado de manera
diversa las relaciones sociales, políticas y económicas. Mientras que
rib
en algunos casos han sido progresistas, también han surgido, con fre-
st
cuencia, prácticas de naturaleza conservadora. Investigar los casos
di
individuales siguen siendo una de las mejores rutas para entender el
su
impacto del movimiento evangélico, dado su carácter fragmentado y
su tendencia a comprometerse con los problemas locales. Entre tales
da
Métodos
t
au
de
Para llegar a estas cuestiones, viví y trabajé junto a los comuneros por
casi dos años, llevando a cabo más de cien entrevistas abiertas con
ia
n
como evangélicos. También pregunté sobre el papel de la Iglesia en
ió
uc
los eventos de la comunidad y hablé con los habitantes no evangéli-
cos del pueblo acerca de sus perspectivas sobre la Iglesia y su lugar
rib
en la comunidad.
st
Con la ayuda de un asistente de investigación bilingüe (español-
di
quechua) de gran experiencia y mucha capacidad, grabé y transcri-
su
bí el ochenta por ciento de mis entrevistas, así como muchas de las
reuniones a través de las cuales los pobladores debatían, ordenaban
da
n
Los pobladores practicaban muchas formas de intercambio de tra-
ió
uc
bajo mutuo, sobre todo la faena, en la que todas las familias trabajaban
en proyectos de la comunidad (como la limpieza de canales de riego);;
rib
y en el ayni, en el que algún tipo de reciprocidad (que incluía una mano
st
de obra limitada pero pagada) regulaba a los grupos que trabajaban en
di
las chacras controladas por las familias. Por lo general, la comunidad se
su
gobernaba a sí misma, con la elección periódica de una junta presiden-
cial, que se hallaba relacionada con el alcalde y el gobernador del distri-
da
n
habitantes. Como documento en otro artículo (Scarritt 2011), estos
ió
uc
proyectos se tejieron en una estrategia laberíntica, en que los peque-
ños proyectos se comprometieron a aprovechar ganancias enormes,
rib
que incluían un crecimiento extenso de terrenos y ganado.
st
Los líderes del proyecto utilizaron los fondos comunales para
di
establecer conexiones estrechas con funcionarios públicos de la ciu-
su
dad. Como resultado, establecieron un esquema Ponzi en la que los
comuneros contribuían cada vez con más recursos, en un intento de
da
n
lítica, y, de hecho, la política local había abrumado a los comuneros.
ió
uc
Además, su principal fuente de identidad local, la comunidad, creó
la incertidumbre y la ansiedad en su vida diaria.
rib
st
El crecimiento evangélico
di
su
El momento decisivo del movimiento evangélico en Huaytabamba
ocurrió precisamente porque la nueva religión permitió a la gente
da
otro pueblo, cuando no pudo encontrar otra solución para sus penas.
or
n
vemos a los hermanos que estaban muy enfermos y que no podían re-
ió
cuperarse y con nada se curaban, con esto creemos que existe el poder
uc
de Dios.
rib
Durante los primeros años, los creyentes (y Alfonso, en parti-
st
cular) generalizaron los casos extremos7 de violencia doméstica y de
di
enfermedad para extender la fórmula a todo tipo de problema de la
su
vida. En otros términos, los conversos sostenían que el evangelismo
no especificaba un solo mal. La fórmula era de aplicación universal,
da
sin importar que se tratase del problema de una vaca o de una enfer-
bi
medad como el cáncer. Dado que estos pequeños éxitos requerían una
hi
efecto, un cambio cultural tan radical, uno tenía que creer que todos
los cambios fueron posibles a través de exactamente el mismo medio.
or
cia más profunda que podría tener un ser humano. Este hecho inspi-
op
7. Los éxitos fueron extremos en el hecho de que parecían ser «enfermedades cu-
rables», que no se habían tratado debido a las patologías del sistema imperante,
en especial la vida dura como resultado de las conductas autodestructivas alen-
tadas por ese sistema.
Liderazgo evangélico y el espíritu de comunidad en Huaytabamba 285
n
la salud, otros puntos de debilidad. Una mujer explicó que el pastor
ió
uc
de entonces le había convencido de dedicarse más a la Iglesia. En
cuanto a su falta de asistencia y participación,«me dijo que iba a su-
rib
frir mucho, que algo malo me iba a pasar;; que podría ser la muerte
st
de su marido u otra cosa seria [...]. Después de que me dijo eso, unos
di
tres días pasaron y todos mis animales fueron robados».
su
Debido a las palabras del pastor, la mujer fácilmente interpretó
este y otros problemas, al menos parcialmente, como resultado de
da
sucedieran cosas malas a la gente —las que ocurrían con una frecuen-
cia desalentadora—, la Iglesia tenía una herramienta dinámica para
or
La devoción evangélica
de
ia
licos. Entre otras cosas, este hecho significaba que los adherentes a la
nueva cultura estaban especialmente dedicados y sufrían de mucha
persecución. En un primer plano, cuando el evangelismo se apoderó
de Huaytabamba, los pocos seguidores enfrentaron una persecución
considerable, debido a que sus prácticas se consideraron muy raras y
amenazantes desde la perspectiva católica. En los primeros años del
movimiento evangélico en Huaytabamba, los otros comuneros
286 Arthur Scarritt
[...] nos odiaban. Había detrás de la casa [donde los evangélicos se reu-
nían] un lugar, donde alguien puso dinamita que explotó;; lo hicieron
mi sobrino Hilario [un converso más tardío] y otras personas. Quería
salir a ver y me dijeron, «No salgas. Si son los terroristas nos van a dejar
papeles». Cuando fuimos a ver por la mañana habían dejado un papel
donde nos decía que dejáramos de ser evangélicos.
n
ió
evangélicos, los odiaba, les dije a los otros de tomar y sacar a los
uc
evangélicos de este pueblo». Rumores maliciosos se difundieron: «la
gente que ahora es evangélica nos dijo [a los primeros evangélicos]
rib
que éramos promiscuos», un rumor que persiste en algunos círculos
st
católicos de hoy. De hecho, muchos católicos afirman que «los evan-
di
gélicos son mujeriegos» y que un hombre evangélico de otro pueblo
tenía relaciones sexuales con sus hijas. su
Pero esta persecución polarizó la situación, empujando a los
da
nos dijeron que no les hiciéramos caso, “si golpean una mejilla, pre-
.P
La cosmovisión evangélica
[...] dijo nuestro Dios Jesucristo que antes de su vuelta al mundo habrán
señales;; habrán muchas guerras entre las naciones [...] habrán terremotos
en muchos lugares, habrán hambres en muchos lugares en gran parte
donde no aceptan a Cristo y en estos lugares sufrirán pestilencias. Dice
también que en los últimos días muchos se enfriarán o sea que los creyen-
n
ió
tes se enfriarán [hacia la Iglesia] y en este momento hay pocos creyentes;;
analizamos y puede ser por la venida del Señor y para el fin del mundo.
uc
rib
No obstante, debido a la presencia de estas señales literalmente
st
en todas partes, esta dinámica también se podría aplicar a la vida co-
di
tidiana. Cualquier deficiencia se medía en términos de la dedicación
a la Iglesia. Por ejemplo, una mujer me dijo:su
da
pienso que por eso he sido castigada por ser madre soltera y ahora que
.P
se convertía cada vez más en lastre, visto que el fin del mundo, pro-
yectado para el año 2000, nunca se produjo. La clave venía de los
resultados concretos. La visión apocalíptica solo parecía proporcio-
nar la relación causal principal de la fórmula que los creyentes apli-
caron universalmente a sus vidas. Esta tendencia ni siquiera parece
un elemento importante en la ruptura revolucionaria, especialmente
comparada con los rituales, el otorgamiento de poderes populares y
otros beneficios que se describen a continuación.
n
ió
uc
La revolución evangélica
rib
Además de una fórmula de aplicación universal y de partidarios de-
st
votos, el evangelismo también prosperaba porque compitió exitosa-
di
mente con otras visiones existentes del mundo. Por un lado, el movi-
su
miento evangélico enfrentó directamente el catolicismo y amonestó
a los creyentes de abstenerse de muchos de los «pecados» católicos.
da
éxito contra las visiones actuales del mundo laico. Los comuneros lu-
hi
das. Por ejemplo, la mujer que había sido violada dijo: «Yo presenté
or
n
para obtener una vaca», y así consideró que el préstamo fácil de su
ió
uc
suegro era un milagro. En otras palabras, los comuneros tenían razo-
nes para participar de una racionalidad instrumental, porque veían
rib
«consecuencias» positivas gracias a su participación.
st
Y uno de los aspectos más valiosos de la vida de la Iglesia fue que
di
le permitió a sus feligreses escapar de la tensión y la incertidumbre de
su
la vida cotidiana, especialmente mientras Damián sacaba más dine-
ro del pueblo. Este personaje había intentado ser pastor de la Iglesia
da
n
ió
las instituciones tradicionales laicas, el papel de la Iglesia empezó a
uc
orientarse más hacia el exterior. En efecto, la Iglesia comenzó a ser
capaz de aplicar su doctrina universal a las instituciones sociales del
rib
pueblo en lugar de restringirlo a los comportamientos individuales.
st
Si bien la fórmula evangélica universal se había limitado, en gran par-
di
te, a las acciones que tomaron como individuos, ahora comenzaba a
su
influir en el ámbito de la comunidad. Este hecho fue particularmente
cierto una vez que los fieles de la Iglesia empezaron a llenar el vacío
da
n
riego, llamada yarqaspi: «Como no hay fiesta, ya no limpian las zan-
ió
uc
jas». Otros fueron más allá, quejándose de que la nueva religión, «nos
trajo desorden, hasta para los muertos».
rib
No obstante, en términos generales, la gran mayoría consideraba
st
a Pedro como uno de los presidentes más eficaces de la historia del
di
pueblo. Con pocas excepciones, incondicionales de la Iglesia se des-
su
hicieron en elogios de su trabajo político. Aún más conmovedora, las
cuatro quintas partes de los católicos con los que hablé del asunto com-
da
«en su período, él realizó muchas obras públicas y logró más obras que
hi
Pedro dijo que él nunca odiaría a Damián, porque este le enseñó cómo
tener acceso a tales recursos de las agencias gubernamentales.
de
n
Al parecer, las técnicas de Pedro funcionaban. Pronto, todo el
ió
uc
pueblo, evangélico en su mayoría en este momento, trabajaba de
nuevo en proyectos comunitarios y en los campos de sus vecinos.
rib
Pedro no solo dependía del hecho de que la Iglesia haya mantenido
st
su subcultura y los lazos de confianza, sino que también sacó pro-
di
vecho de ello. Antes de Pedro, la Iglesia no había sido políticamente
su
activa, hecho que resultó en el comentario de varias personas que
Pedro «no se comportaba como pastor». Por lo tanto, este logró esta
da
católica con el fin de hacer espacio para una nueva escuela. Solo
que después de varios años, cuando ninguna nueva capilla nunca
de
(Allen 1988, Flores-Galindo 1988, Gose 1994, Isbell 1978, Mayer 1985).
Estas no son prácticas eternas que nunca cambian;; más bien, son tra-
diciones muchas veces inventadas (Hobsbawm y Ranger 1983) que
reemergen y fluyen, o que son contestadas al utilizarse como guías
de comportamiento mundano cotidiano para aportar a una variedad
de proyectos.
En este caso de Huaytabamba, las maquinaciones de Damián
hicieron que los pobladores culparan a la comunidad por su explota-
n
ción y degradación. Ahora, por contraste, a través de la fusión de la
ió
uc
subcultura evangélica con la comunidad, ellos asociaban el cumpli-
miento de las promesas del desarrollo con ser miembro de la comu-
rib
nidad. Esencialmente, Pedro ayudó a la refundación de la identidad
st
étnica basada en la comunidad como una de mutualidad en vez de
di
explotación.
su
La clave de esta transformación fue la Iglesia evangélica. En con-
creto, la Iglesia siempre proveyó las importantes medidas locales de
da
tructura rural del pueblo y del trabajo con los demás aldeanos.
or
El impacto evangélico
t
au
de
para (1) poner freno a la corrupción entre los practicantes y (2) crear
op
n
riales «nobles» de cemento y ladrillo, simplemente reemplazaba la
ió
uc
primaria de adobe al otro lado de la plazoleta. El edificio no prometió
ninguna mejora en la educación. Y al final, resultó inútil: como diez
rib
centímetros de agua estancada cubría sus pisos.
st
Por lo tanto, este proyecto estaba directamente relacionado con
di
los mecanismos del patrocinio del Estado. Y el carácter evangélico del
su
gobierno local claramente influyó en la decisión de derribar la capilla
católica y de este modo usar los instrumentos cívicos de la comuni-
da
del evangelismo, tanto los evangélicos como los católicos pasaron por
hi
alto este factor. Este hecho muestra que las prioridades locales de-
ro
el color naranja de los platos que disfrutaban los niños del programa
ia
n
neta de los recursos públicos —en contraste con las pérdidas acelera-
ió
uc
das bajo Damián—, aunque al costo de la propaganda y popularidad
de Fujimori bastante ubicuas. Sin duda, la falta de voluntad por parte
rib
de Pedro para alimentar las redes clientelistas del gobierno central
st
limitó los proyectos a los que podía acceder para el pueblo.
di
Políticamente, el liderazgo evangélico en la comunidad no tras-
su
ladó al pueblo, de ninguna manera, su práctica de difundir las fun-
ciones de gobierno a un rango amplio de la población. El gobierno de
da
n
ió
una redistribución regresiva de la tierra y del poder (Spalding 1975;;
uc
Ministerio de Agricultura 2004). Además, aumentaría los recursos
rib
disponibles para la extracción por parte de las redes paternalistas
que ayudaban a perpetuar la subordinación de estas poblaciones
st
di
indígenas. Los habitantes de Huaytabamba, en lugar de confiar el
dinero de la venta de sus animales, como ocurrió en la década de
su
1980, podrían verse obligados a pedir préstamos o incluso a vender
da
sus tierras, pues perderían la base principal de su reproducción y les
haría más dependientes de las familias de poder local.
bi
hi
n
ió
asamblea general de la comunidad en 1998. Los habitantes rechaza-
uc
ron la moción en masa y el asunto desapareció en gran parte de las
rib
preocupaciones de la gente.
En otras palabras, a través de reforzar las instituciones impor-
st
di
tantes de la comunidad, la revitalización evangélica impidió, a los
locales dominantes, el uso de su estatus social, sus recursos y sus
su
poderosos aliados externos para intimidar o convencer a los cam-
da
pesinos renuentes. Al colocar el asunto en el ámbito oficial para el
debate y la toma de decisiones —la asamblea general—, el régimen
bi
hi
nes externas para superar las normas locales para tomar decisiones,
C
Conclusión
n
ió
político implicaba una renegociación de la etnicidad. A su vez, supo-
uc
nía la revitalización de las instituciones del pueblo de participación
democrática y de rendición de cuentas. En este sentido, la posición
rib
general del pueblo mejoró en el ámbito de la economía política.
st
Para lograr esto, la Iglesia creó una subcultura local y dinámi-
di
ca de índole autosuficiente y revolucionaria, dispuesta a aprovechar
su
las oportunidades locales para replantear las prioridades populares
sobre la base de la reciprocidad del grupo, que había existido desde
da
n
redujeron la vulnerabilidad del pueblo a la manipulación de la élite y
ió
uc
a los ciclos espirales de la explotación. En concreto, la Iglesia proveyó
un nuevo liderazgo comunitario, cuyos protagonistas no estaban dis-
rib
puestos ni a beneficiarse de la corrupción ni a perpetuarla.
st
Con su nuevo poder, los medios formales de la toma de decisio-
di
nes colectivas vencieron a la amenaza de la privatización que presa-
su
giaba una redistribución regresiva de los recursos locales y del poder.
En suma, la ruptura revolucionaria cultural contra la corriente domi-
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Acerca de los autores
(en orden de aparición)
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Grupo Memoria del Instituto de Estudios Peruanos. Entre sus publicaciones
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se encuentran Repensar la desnutrición: infancia, cultura y alimentación (coed.,
uc
2012) y Luchas locales, comunidades e identidades (2003).
rib
Miguel La Serna es profesor asistente en la Universidad de North
st
Carolina en Chapel Hill. Su libro The Corner of the Living: Ayacucho on the Eve
di
of the Shining Path Insurgency (UNC Press, 2012) versa sobre los vínculos his-
tóricos entre la cultura, el poder y la violencia política en Ayacucho.
su
Jonathan Ritter es bachiller en Estudios de Indígenas Norteamericanos
da
con Martin Daughtry del libro Music in the Post-9/11 World (Routledge, 2007)
y autor de We Bear Witness With Our Song: The Politics of Music and Violence in
t
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n
camino de investigación llevado a cabo en diferentes contextos (área rural en
ió
Italia, contexto urbano en Francia, comunidades campesinas de la región de
uc
Ayacucho, contexto rural en España). Ha publicado el libro I sogni vengono
da fuori: esplorazioni della notte sulle Ande peruviane (Florencia, ed. it., 2012).
rib
st
Caroline Yezer es profesora de Antropología en la Universidad de
di
Holy Cross en Worcester, MA, donde enseña cursos sobre los derechos in-
dígenas, ciudadanía y justicia posconflicto en América Latina. Empezó su
su
trabajo de campo etnográfico en 1999 en el tema de la violencia política y la
reconciliación en Huanta. Sus publicaciones exploran cómo las demandas
da