Está en la página 1de 12

Ads by Media BuzzAd Options

domingo, julio 11, 2010


La política de la estética (Jacques Rancière)

En esta conferencia brindada por× Rancière en 2003 y publicada en 2006 en la interesante


revista Otra parte es, en cierto sentido, un punto de partida para comprender su
concepción de "política" y "arte". Así, a través del análisis de algunas obras de arte
contemporáneo,× Rancière vuelve sobre algunos puntos que ya había desarrollado en La
palabra muda: ensayo sobre las contradicciones de la literatura pero esta vez en la
búsqueda de las contradicciones de la "política del arte"; y, por otra parte, abre algunos
puntos de discusión (la división entre política y arte; la heterogeneidad de "arte elevado" y
"arte popular") con intelectuales como Jean-François Lyotard y Toni Negri. En fin, que lo
disfruten.

La política de la estética (Jacques Rancière)

Nota de la edición: La versión original en inglés de "The Politics of Aesthetics" fue presentada en la
Universidad de Aarthus en Dinamarca en 2003.

Comenzaré con un pequeño dato tomado de la actualidad de la vida artística. Una


fundación belga, la× Foundation, creó un premio llamado× Collaboration. El premio se
destina a apoyar proyectos artísticos que estimulen "la invención de una nueva cohesión
social basada en la diversidad de identidades". El año pasado, el proyecto premiado fue el
que presentó un grupo francés de artistas llamado× Urbain. El proyecto, titulado Je et Nous,
proponía crear en un suburbio pobre y estigmatizado de× París un lugar especial,
"extremadamente inútil, frágil e improductivo", un lugar de relevos, accesible a todos pero
que sólo pueda utilizar una persona a la vez. De modo que un premio destinado al arte se le
dio a un proyecto para un lugar vacío donde nada designa la especificidad de arte alguna. Y
un premio dirigido a crear nuevas formas de comunidad fue otorgado a un lugar de una
sola plaza. Es probable que algunos distingan en todo esto el carácter irrisorio del arte
contemporáneo y de sus pretensiones políticas. Yo adoptaré el camino contrario. Pienso que
este ejemplo menor puede llevarnos al corazón del problema.
Lo primero que nos recuerda es lo siguiente. No es que el arte sea político a causa de los
mensajes y sentimientos que comunica sobre el estado de la sociedad y la política.
Tampoco por la manera en que representa las estructuras, los conflictos o las identidades
sociales. Es político en virtud de la distancia misma que toma respecto de esas funciones.
Es político en la medida en que enmarca no sólo obras o monumentos, sino el sensorium de
un espacio-tiempo específico, siendo que dicho sensorium define maneras de estar juntos o
separados, de estar adentro o afuera, enfrente de o en medio de, etc. Es político en tanto que
sus haceres moldean formas de visibilidad que reenmarcan el entretejido de prácticas,
maneras de ser y modos de sentir y decir en un sentido común; lo que significa un "sentido
de lo común" encarnado en un sensorium común.

Esto es así porque la propia política no es el ejercicio del poder o la lucha por el poder.
Antes que nada, la política es la configuración de un espacio como espacio político, la
delimitación de una esfera específica de experiencia, la disposición de objetos planteados
como "comunes" y de sujetos a quienes se reconoce la capacidad de designar esos objetos y
discutir sobre ellos. La política, en primer lugar, es el conflicto en torno a la existencia
misma de esa esfera de experiencia, a la realidad de esos objetos comunes y la capacidad de
esos sujetos. Una célebre sentencia aristotélica dice que los seres humanos son políticos
porque poseen el poder del habla, que pone en común las cuestiones de la justicia y la
injusticia, mientras que los animales sólo tienen voz para expresar placer o dolor. De esto,
al parecer, podría deducirse que la política es la discusión pública de cuestiones de justicia
entre personas hablantes que son capaces de hacerlo. Pero hay una cuestión de justicia
preliminar: ¿cómo sabemos que quien vocaliza ante nosotros está discutiendo asuntos de
justicia y no expresando un dolor privado? De hecho, la política toda gira en torno a esa
pregunta previa: ¿quién tiene el poder de decidir sobre esto? En otra afirmación famosa,×
Platón dice que los artesanos no tienen tiempo de estar en otro lugar que no sea su trabajo.
Parece obvio que esta "falta de tiempo" no es del orden empírico: es la mera naturalización
de una separación simbólica. La política empieza, justamente, cuando aquellos que "no
tienen tiempo" para hacer nada aparte de su trabajo toman ese tiempo que no tienen para
hacerse visibles, en tanto copartícipes de un mundo común, y prueban que sus bocas, en vez
de dar simple voz al placer o el dolor, emiten en efecto un habla común. Esta distribución
y redistribución de tiempos y espacios, lugares e identidades, esta manera de encuadrar y
reencuadrar lo visible y lo invisible, de distinguir el habla del ruido y así sucesivamente, es
lo que yo llamo "partición de lo sensible". La política consiste en reconfigurar la partición
de lo sensible, en traer a escena nuevos objetos y sujetos, en hacer visible lo que no lo era,
en transfomar en seres hablantes y audibles a quienes sólo se oía como animales ruidosos.
En la medida en que la política establece tales escenas de disenso, cabe caracterizarla como
actividad "estética", y esto sin relación alguna con ese adorno del poder que× Benjamín
llamaba "estetización de la política".
El tópico "estética y política" puede entonces reformularse como sigue: hay una "estética de
la política" en el sentido que he intentado explicar. De manera correspondiente, hay una
"política de la estética", Esto significa que las prácticas artísticas juegan un papel en la
partición de lo perceptible, en la medida en que suspenden las coordenadas ordinarias de la
experiencia sensible y reenmarcan la red de relaciones entre espacios y tiempos, sujetos y
objetos, lo común y lo singular. No siempre hay política, aunque siempre hay formas de
poder. Como tampoco hay siempre arte, si bien siempre hay poesía, pintura, música, teatro,
danza, escultura y demás, La política y el arte no son dos realidades separadas y
permanentes sobre las cuales habría que preguntar si deben estar conectadas o no. Cada una
de ellas es una realidad condicional, que existe o no según una partición específica de lo
sensible. Un buen ejemplo al respecto es la República de× Platón. A veces se la
malinterpreta como una proscripción "política" del arte,× Pero es la política en sí lo que el
gesto platónico escamotea. La misma partición de lo sensible suprime el escenario político,
al negar a los artesanos todo tiempo para hacer algo más que su propio trabajo, y el
escenario "artístico" al cerrar el teatro donde el poeta y los actores encarnarían una
personalidad diferente de la suya propia. La configuración del espacio-tiempo priva a
ambos grupos de la posibilidad de hacer dos cosas a la vez. Pone al artesano fuera de la
política y al mimo fuera de la ciudad. Democracia y teatro son dos formas de la misma
división de lo sensible, dos formas de heterogeneidad, despreciadas a la vez para conformar
la república como "vida orgánica" de la comunidad.
De manera que el "nudo estético" ya está siempre atado antes de que uno pueda identificar
el arte o la política. La situación presente, y en particular nuestro "lugar colectivo de una
sola plaza", podrían ofrecer otro ejemplo interesante de esta articulación. La idea de que el
arte potencia la vida colectiva al crear un espacio remoto y vacío dedicado a la meditación
individual no es una invención extraña que pruebe el agotamiento del arte contemporáneo.
Al contrario, concuerda con toda la lógica de un régimen de identificación del arte y con su
política. No cuesta reconocer en este "remoto lugar de una sola plaza" la última forma de
un espacio que nació junto con el concepto de estética, en un tiempo que fue también el de
la Revolución Francesa: hablo del espacio en blanco del museo, donde la soledad y la
pasividad de los visitantes se enfrentan con la soledad y la pasividad de las obras de arte,
La estética no es la ciencia o la filosofía del arte en general. La estética es un régimen
histórico de identificación del arte nacido entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.
Su particularidad consiste en que identifica las obras de arte, ya no como productos
específicos de técnicas definidas y de acuerdo con reglas definidas, sino como habitantes de
un tipo específico de espacio común; en suma, algo que a menudo se considera como
"autonomía del arte". De acuerdo con un conocido relato —el así llamado "relato
moderno"—, la estética es la constitución de una esfera de autonomía donde las obras de
arte, aisladas en un mundo propio, sólo caben en criterios de forma, belleza o "fidelidad
hacia el medio". Según el mismo relato, esta autonomía se habría derrumbado en las
últimas décadas del siglo XX, porque las formas de vida social y las técnicas de
reproducción hicieron definitivamente imposible mantener la frontera entre producción
artística y reproducción tecnológica, arte elevado y arte bajo, las obras de arte autónomas y
las formas de cultura de la mercancía, Yo sostendría que este relato se equivoca por
completo. Los términos que opone como respectivamente característicos de dos épocas han
estado unidos desde el comienzo del régimen estético del arte. Primero, la definición de una
esfera estética específica que emplea este régimen no retira a la obra de arte de la política.
Al contrario, vincula su índole política a esa separación. Pero, segundo, una cosa es la
autonomía de la esfera estética y otra la de las obras de arte. Fue en el régimen
representacional del arte donde se identificó a las obras de arte por las propiedades y reglas
de la mímesis, y se las distinguió así de otros artefactos. Una vez que este régimen cae, las
obras de arte se definen meramente por su pertenencia a una esfera específica. Así, es un
tipo específico de espacio lo que califica a objetos que ya no es posible distinguir por su
proceso de producción. Pero ese espacio carece de límites definidos. La autonomía del arte,
pues, es también su heteronomía. Tal dualidad hace a dos políticas de la estética: el arte es
político, en el régimen estético del arte, en tanto sus objetos pertenecen a una esfera
separada, y es político en tanto no hay ninguna diferencia específica entre sus objetos y los
objetos de las otras esferas.
Por una parte, la estética significó la caída del sistema de coerciones y jerarquías que
constituía el régimen representacional del arte. Significó el desprecio por los rangos de
temas, géneros y formas de expresión que separaban a los objetos dignos de los indignos de
entrar en el reino del arte, o a los géneros altos de los bajos. Implicó una infinita apertura
del campo del arte y, en última instancia, la supresión de la frontera entre arte y no-arte,
entre creación artística y vida anónima. El régimen estético del arte no comenzó —como
mucha gente todavía cree— con la glorificación del genio único que lleva a cabo la obra de
arte única. Por el contrario, comenzó en el siglo XVIII con la aseveración de que el
arquetipo del poeta, Homero, nunca había existido, y de que sus poemas no eran obras de
arte, ni realizaciones de un canon artístico, sino un mosaico de cuentos recopilados que
expresaban la manera de sentir y de pensar de un pueblo todavía incipiente. De este lado,
pues, estética significaba un tipo de igualdad que coincidía con la decapitación del rey de
Francia y con la soberanía del pueblo. Ahora bien, dentro de esa igualdad el arte se hacía
indiscernible de la vida.
Pero, por otra parte, la estética significaba que las obras de arte eran captadas como tales en
una esfera específica de experiencia en la que —en términos kantianos— eran libres de las
formas de conexión sensorial propias tanto de los objetos de conocimiento como de los
objetos de deseo. Eran meramente "apariencia libre" que respondía a un juego libre,
entendiendo por esto una relación no jerárquica entre las facultades intelectuales y las
sensoriales. En sus Cartas sobre la educación estética del hombre, Schiller extrajo,
siguiendo a Kant, la consecuencia política de esa des-jerarquización. El "estado estético"
definía una esfera de igualdad sensorial, donde dejaba de regir la supremacía del
entendimiento activo sobre la sensibilidad pasiva. Dicho estado, en consecuencia,
desdeñaba la partición de lo sensible que tradicionalmente, al separar dos humanidades,
daba su legitimidad a la dominación. Se suponía que el poder de las clases altas era el poder
de la actividad sobre la pasividad, del entendimiento sobre la sensación, de los sentidos
educados sobre los sentidos en crudo, etc. Al desdeñar ese poder, la experiencia estética dio
marco a una "igualdad" que ya no sería una inversión de la dominación. Schiller opuso esa
"revolución" sensible a la revolución política tal como fue implementada por la Revolución
Francesa. El fracaso de esta última se había debido justamente a que el poder
revolucionario había representado el papel tradicional del Entendimiento —vale decir, el
Estado— que imponía su ley a la materia de las sensaciones —vale decir, las masas—. La
única revolución verdadera sería una revolución que derrocara el poder del entendimiento
"activo" sobre la sensibilidad "pasiva", el poder de una "clase" de inteligencia y actividad
sobre otra de pasividad y rudeza.
De modo que estética equivalía a igualdad porque conllevaba la supresión de las fronteras
del arte. Y equivalía a igualdad porque constituía el Arte como una forma separada de
experiencia humana. Las dos igualdades son opuestas y están fuertemente unidas. En las
Cartas... de Schiller, la estatua de la diosa griega promete un futuro de emancipación,
porque la diosa está "inactiva" y "se contiene". Promete ese futuro precisamente por estar
separada de nuestro conocimiento y nuestros deseos y serles inaccesible. Salta a la vista que
el lugar "extremadamente inútil, frágil e improductivo" de Campament Urbain se mantiene
en una misma línea con la "inactividad e indiferencia" que caracterizaba a la divinidad
griega de Schiller. Pero, al mismo tiempo, la estatua promete porque su "libertad" —o
"indiferencia"— encarna otra libertad o indiferencia, la libertad del pueblo griego que la
creó. Sólo que esta libertad significa lo contrario de la primera. Es la libertad de una vida
que no se entrega a formas separadas y diferenciadas de existencia; la libertad de un pueblo
para el cual el arte es lo mismo que la religión, que es lo mismo que la política, que es lo
mismo que la ética: una manera de estar juntos. En consecuencia, la separación de la obra
de arte promete su contrario: una vida que no conocerá el arte como una práctica separada y
un campo de experiencia.
La "política de la estética" descansa en esta paradoja originaria. La vinculación paradójica
de dos igualdades opuestas podía resultar y, de hecho, históricamente resultó en dos modos
preponderantes de la "política".
El primer modo apunta a conectar las dos igualdades. Se trata pues de transformar la
libertad y la igualdad de la esfera estética autónoma en la forma de una existencia colectiva,
donde, no siendo ya ambas cuestión de forma y apariencia, estarán encarnadas en actitudes
vivientes, en la materialidad de la experiencia sensorial cotidiana. Lo común de la
comunidad será parte de la trama del mundo vivido. De modo pues que la separación de la
igualdad y la libertad estéticas debe alcanzarse mediante su autosupresión. Debe alcanzarse
en una forma indivisa de vida común en la que arte y política, trabajo y ocio, vida pública y
privada sean una y la misma cosa. Tal es el programa de la revolución estética que realiza
en la vida real lo que tanto el disenso político como el placer estético sólo pueden realizar
en apariencia. Fue formulado por primera vez hace dos siglos, en la más antigua de las
plataformas sistemáticas del idealismo alemán, que proponía reemplazar el mecanismo
muerto del poder estatal por el cuerpo viviente de un pueblo animado por una filosofía
convertida en mitología. Tuvo continuas resurrecciones, bien en los proyectos de una
revolución concebida como "revolución humana" —lo que entraña la autosupresión de la
política—, bien en los de un arte que, suprimiéndose a sí mismo como práctica separada, se
identifica con la elaboración de nuevas formas de vida. Animó tanto los sueños "góticos"
de Arts and Crafts, en la Inglaterra del siglo XIX, como los logros tecnológicos de la
Werkbund o la Bauhaus en la Alemania del siglo XX; tanto el sueño mallarmeano de una
poesía "que prepare los festivales del futuro" como la participación concreta de los artistas
del suprematismo, el futurismo y el constructivismo en la Revolución Soviética. Animó
tanto los proyectos de la arquitectura situacionista como la deriva psicogeográfica de Guy
Debord o la "plástica social" de Beuys. Creo que todavía palpita en la visión
contemporánea de Hardt y Negri sobre el comunismo franciscano de las multitudes,
implementado a través del irresistible poder de la red global, que hará estallar las fronteras
del Imperio. En todos estos casos, la política y el arte deben alcanzar su autosupresión en
beneficio de una nueva forma de vida indivisa.
El segundo modo, por el contrario, desconecta las dos igualdades. Desvincula el espacio
libre e igualitario de la experiencia estética del campo infinito de equivalencia entre arte y
vida. A la autosupresión de una política del arte que deviene vida, opone una política de la
forma resistente. Si la diosa schilleriana sostiene una promesa es porque está inactiva. La
función social del arte, insistirá Adorno, es no tener ninguna función. El potencial
igualitario de la obra radica en su dessensualidad, en su pertenencia a una esfera autónoma,
indiferente a cualquier programa de transformación social o cualquier participación en el
ornamento de la vida prosaica. El vanguardismo político y el vanguardismo artístico se
acoplarían en razón de su misma falta de conexión. La acción política del arte consiste en
salvar lo heterogéneo sensible, que es el corazón de la autonomía del arte y por ende de su
poder de emancipación. En salvarlo de una doble amenaza: bien de que se transforme en
acto metapolítico, bien que se identifique con formas estetizadas de vida cotidiana. Ahora
bien, esta separación no es un refugio que se ofrezca a la Belleza pura. Por el contrario,
tiene sentido en tanto pone en escena la relación misma entre lo separado y lo indiviso o no
separado. En el relato de Adorno y Horkheimer, se supone que la perfección autónoma de
la obra reconcilia la razón de Ulises y el canto de las sirenas, y los mantiene al mismo
tiempo irreconciliables.
Si algo está en juego en esta política, no es tanto mantener la frontera entre arte elevado y
arte popular, como mantener la heterogeneidad de dos mundos sensoriales en sí. Esta es la
razón por la que los polemistas posmodernos pifian al pensar que la caída del paradigma
moderno sobrevino cuando Rauschenberg reunió una copia de Velázquez con una llave de
automóvil en el mismo lienzo. Para consternación de sus defensores posmodernos,
Rauschenberg seguía expresando su consagración al tesoro humano del arte elevado. El
paradigma sólo cae si cae la frontera que separa ambos mundos sensoriales. Una vez
Adorno hizo la tremenda afirmación de que ya no podemos oír —no podemos soportar—
ciertos acordes de la música de salón del siglo XIX, a menos que, dijo, "sea todo un truco".
Lyotard, a su vez, diría que no es posible combinar motivos abstractos y figurativos en una
tela, y que el gusto que siente y aprecia esa mezcla no es gusto. Por lo que sabemos, parece
algún día que esos acordes aún pueden escucharse, que uno todavía puede ver motivos
figurativos y abstractos combinados en la misma tela, y hasta hacer arte con sólo tomar
artefactos de la vida cotidiana y reexhibirlos. De la modernidad a la posmodernidad no hay
ningún viraje radical. Pero hay una dialéctica de la obra apolíticamente política que
conduce la segunda política de la estética a otro tipo de autosupresión. Esa obra tiene que
reafirmar la heterogeneidad radical de una experiencia sensitiva, al costo no sólo de
desdeñar toda promesa política, sino también de suprimir la autonomía del arte en sí, o
transformarla en mero testimonio ético. Donde con más claridad se advierte este giro es en
el pensamiento estético francés de los años ochenta. Roland Barthes opone la unicidad de la
foto de la madre muerta no sólo a la práctica interpretativa del semiólogo, sino a la
pretensión artística de la fotografía misma. Godard enfatiza el poder icónico de la imagen o
el ritmo de la frase, al costo de desmantelar no sólo la antigua trama narrativa, sino la
autonomía de la propia obra de arte. En Lyotard, la pincelada o el timbre se vuelven meros
testimonios de la esclavitud de la mente al poder del Otro. El primer nombre del otro es el
aistheton. El segundo es la Ley. En última instancia, tanto la política como la estética se
funden en la ética. Esta inversión del paradigma "modernista" de la politicidad del arte está
en consonancia con toda una tendencia de pensamiento que disuelve la des-sensualidad
política en una archipolítica de la excepción y del terror, de la que sólo puede salvarnos un
Dios heideggeriano.
Bajo la trama elemental de modernidad y posmodernidad, o de la oposición tajante entre
arte puro y arte comprometido, tenemos que reconocer la tensión originaria y duradera
entre esas dos políticas de la estética, que están implicadas en las formas mismas de la
visibilidad e inteligibilidad que nos hacen el arte identificable como tal; esas dos políticas
que en última instancia son llevadas a la autosupresión. Tal es la tensión que subyace al
proyecto aparentemente simple de un arte político o "crítico" y en cierto modo lo socava;
un arte que serviría a la política al suscitar conciencia de las formas de dominación y así
aumentar las energías de la resistencia o la rebelión. Ese simple proyecto ha quedado
atrapado desde el comienzo en la tensión entre las dos políticas opuestas: el arte que se
suprime a sí mismo para volverse vida, y el arte que hace política sólo a condición de no
hacerla en absoluto. Un arte crítico es de hecho una suerte de "tercera vía", un acuerdo
específico entre las dos políticas constitutivas de la estética. Este acuerdo debe conservar
algo de la tensión que empuja la experiencia estética hacia la reconfiguración de la vida
colectiva, y algo de la tensión que deslinda el poder de la sensibilidad estética de las otras
esferas de la experiencia. Debe recurrir a las zonas de indistinción entre el arte y la vida
para tomar de ellas las conexiones que provocan inteligibilidad política, Y de la separación
de las obras de arte debe tomar el sentido de extranjería sensorial que aumenta las energías
políticas. El arte político debe ser una suerte de collage de los opuestos. Antes de mezclar a
Velázquez con llaves de auto tiene que combinar políticas alternativas de la estética. A tal
efecto instaura formas específicas de heterogeneidad, tomando elementos de diversas
esferas de la experiencia y formas de montaje de diferentes artes o técnicas. Si Brecht ha
perdurado como una especie de arquetipo del arte político del siglo XX, se debe menos a su
persistente compromiso comunista que a las soluciones que ofreció a la relación entre
opuestos: combinar formas escolásticas de enseñanza política con los placeres del musical o
del cabaret, discutir alegorías del nazismo en versos sobre la coliflor, etc. El procedimiento
principal del arte político o crítico consiste en desplegar el encuentro y posiblemente el
choque de elementos heterogéneos. Se supone que el choque de estos elementos
heterogéneos provoca en la percepción una ruptura que revela cierto nexo secreto entre las
cosas oculto detrás de la realidad diaria. Unas veces la realidad oculta es el poder absoluto
del sueño y el deseo, tapado por la prosa de la vida burguesa, como ocurre en la poética
surrealista. Otras puede ser la violencia del poder capitalista y la guerra de clase,
encubiertos tras los grandes ideales, como ocurre en las prácticas militantes de fotomontaje
que nos muestran, por ejemplo, el oro capitalista en la garganta de Adolf Hitler.
El arte político significa entonces crear esas formas de colisión o disenso que reúnen no
sólo elementos heterogéneos sino también dos políticas de percepción sensorial. Se reúnen
elementos heterogéneos de modo de producir un choque. Ahora bien, el choque es dos
cosas a la vez. Por una parte, es el relámpago que ilumina. La conexión entre elementos
heterogéneos habla de su legibilidad; apunta a algún secreto de poder y de violencia. La
conexión entre vegetales y alta retórica en Arturo Ui comunica un mensaje político. Por
otra parte, sin embargo, el choque se produce en la medida en que la heterogeneidad de los
elementos trabaja contra el significado homogéneo. Las coliflores siguen siendo coliflores,
yuxtapuestas a una retórica alta. No transmiten ningún mensaje. Se presume que obran un
aumento de energía política en razón de su misma opacidad. En última instancia, la mera
yuxtaposición de elementos heteróclitos está dotada de poder político. En Made in USA, la
película de Jean-Luc Godard, el héroe dice: "Tengo la impresión de estar en una película de
Walt Disney interpretada por Humphrey Bogart, por lo tanto en un filme político". La mera
relación de elementos heteróclitos es leída dialécticamente, como choque que atestigua una
realidad política de conflicto.
El arte político siempre es fruto de algún acuerdo específico, no entre la política y el arte,
sino entre las dos políticas de la estética. La tercera vía se ha hecho posible merced a un
juego constante en la frontera y la falta de frontera entre arte y no arte. La identidad
brechtiana de alegoría y descrédito de la alegoría supone la posibilidad de jugar con la
conexión y la desconexión entre el arte y las coliflores, o la política y las coliflores. Dicho
juego supone que los vegetales mismos tienen una existencia doble: una en la que carecen
de relación con el arte y con la política, y otra en la que ya están dotados de un vínculo
fuerte con ambos. De hecho, la relación entre la política, el arte y los vegetales existía
desde antes de Brecht, no sólo en la naturaleza muerta impresionista, que revive la tradición
holandesa, sino también en la literatura. En El vientre de París, señaladamente, Zola los
había presentado como símbolos a la vez políticos y artísticos. La novela se basaba en la
polaridad de dos personajes. Por un lado está el pobre revolucionario anciano, que regresa
de la deportación a la nueva París de Les Halles, donde se ve abatido y quebrado por el
torrente de repollos, que significa el torrente del consumo. Por otro lado está el pintor
impresionista, que canta la épica de los repollos, la épica de la Modernidad, la arquitectura
de cristal y acero de Les Halles y las pilas de vegetales que alegorizan la belleza moderna
en contraste con la vieja belleza patética simbolizada por la iglesia gótica cercana. La
alegoría política de las coliflores era posible porque el vínculo entre arte, política y
vegetales —la conexión entre el arte, la política y el consumo— existía ya como conjunto
de límites cambiantes que permitía a los artistas no sólo cruzar esos límites, sino también
dar sentido a la conexión de elementos heterogéneos y jugar con el poder sensorial de su
heterogeneidad.
Esto significa que la mezcla de arte alto y arte bajo, o de arte y mercancía, no es un
descubrimiento de los años sesenta, que habría sido atribuido al arte moderno y su potencial
político. Al revés: es esa mezcla la que posibilitó el arte político mediante un proceso
continuo de cruce de fronteras entre arte alto y arte bajo, arte y no arte, arte y mercancía,
Este proceso es en sí mismo asunto antiguo. Tiene sus raíces en el pasado lejano del
régimen estético del arte. No hay una época de celebración del arte elevado que uno pueda
oponer a otra de su trivialización o parodia. Tan pronto como el Arte se constituyó como
esfera específica de existencia, en los comienzos del siglo XIX, sus productos comenzaron
a caer en la trivialidad de la reproducción, el comercio y la mercancía. Pero apenas se había
puesto en marcha este proceso cuando las mercancías comenzaron a viajar en sentido
contrario y entrar en el dominio del arte. Como sucedía en la épica de los repollos de Zola,
podían identificar directamente su poder con la belleza y el poder abrumadores de la vida
moderna. También podían caer en el dominio del arte al volverse obsoletos, inaccesibles
para el consumo y por lo tanto en objetos de (desinteresado) placer estético o extraña
excitación. En este cruce de fronteras prosperaron la poética surrealista, la teoría de la
alegoría de Benjamín o el teatro épico brechtiano. También todas las formas de arte crítico
que jugaban con la ambigua relación entre arte y comercio, en una línea que lleva hasta
muchas instalaciones contemporáneas. Esas formas combinaban materiales tomados de la
tradición artística con otros de la retórica política, la mercancía cultural, los anuncios
comerciales y demás, a fin de revelar las conexiones del arte elevado o la política con la
dominación capitalista. Sólo podían hacerlo, no obstante, gracias al proceso en marcha que
había borrado ya los límites. El arte crítico hizo fortuna en este continuo cruce de límites,
este proceso recíproco de prosificación de lo poético y poetización de lo prosaico.
Si lo anterior tiene sentido, sería posible volver a encuadrar, y es de esperarse que sobre una
base más firme, las cuestiones políticas implícitas en el debate sobre modernismo y
posmodernismo. Lo que está en juego en el arte contemporáneo no es el destino de
paradigma modernista. Ese paradigma no tiene hoy validez mayor o menor que la que ha
tenido siempre; en mi opinión, no deja de ser una interpretación muy restrictiva de la
dialéctica del régimen estético del arte. Lo que está en juego es el destino de la "tercera
política" de la estética. No es que haya que preguntarse si somos todavía modernos,
acabadamente posmodernos o más bien posposmodernos. Lo que hay que preguntarse es:
¿qué ha pasado exactamente con el choque dialéctico? ¿Qué ha pasado con la fórmula del
arte crítico?
Voy a proponer algunos elementos para una respuesta posible, refiriéndome a ciertas
muestras que en los últimos años ofrecieron puntos de comparación con el arte de los años
sesenta o setenta, y por lo tanto hitos significativos del viraje.
Ejemplo 1: hace tres años, el Centre National de la Photographie realizó en París una
muestra titulada Bruit de fond [Ruido de fondo]. La exposición yuxtaponía obras recientes
con obras de los setenta. Entre estas últimas se podía ver la serie Bringing War Home de
Martha Rosler: fotomontajes que unían imágenes publicitarias de la felicidad doméstica
estadounidense a imágenes de la Guerra de Vietnam. Muy cerca había una obra de Wang
Du, también relacionada con la política estadounidense y que, de modo similar, enfrentaba
dos elementos. A la izquierda estaba el matrimonio Clinton, representado a la manera pop
como un par de figuras de museo de cera. A la derecha había una enorme versión en
plástico del Origine du Monde de Courbet, que, como es bien sabido, representa el sexo de
una mujer. Así pues, en los dos casos una imagen de la felicidad estadounidense era
yuxtapuesta a su secreto oculto: la guerra y la violencia económica en Martha Rosler, el
sexo y lo profano en Wang Du, En el caso de Wang Du, sin embargo, se habían
desvanecido tanto la conflictividad política como el sentido de extrañeza. Persistía un
efecto automático de negación de legitimidad: lo sexual profano invalidando la política, la
figura de cera invalidando el arte elevado. Pero ya no había nada más para invalidar. El
mecanismo giraba alrededor de sí mismo. Jugaba de hecho un doble juego: con el
automatismo del efecto de invalidación, y con la conciencia de girar en torno a sí mismo.
Ejemplo 2: otra muestra ofrecida en París hace tres años se llamaba Voilà. Le monde dans
la tête [Aquí está: el mundo en la cabeza]. Proponía documentar un siglo a través de
diferentes instalaciones. Una de ellas era la de Christian Boltanski Les abonnés du
telephone [Los abonados telefónicos]. Su principio era simple: a los lados había sendos
estantes con guías telefónicas de todo el mundo, y en el medio, dos mesas a las que uno
podía sentarse y hojear la guía que le gustara. Posiblemente la instalación nos recordara
otra obra política de los setenta, Other Vietnam Memorial, de Chris Burden. Por supuesto,
ese "otro monumento" estaba dedicado a las víctimas vietnamitas anónimas, Burden les
había dado nombres, tomándolos al azar de una guía telefónica, y los había inscrito en el
monumento. La instalación de Boltanski sigue tratando del anonimato; pero de un
anonimato que ya no forma parte de una trama argumental polémica. Ya no se trata de dar
nombres a aquellos que los vencedores dejaron innominados. Los nombres de los anónimos
devienen, en la expresión de Boltanski, "especímenes de humanidad".
Ejemplo 3: el año pasado [2002], el Museo Guggenheim de Nueva York presentó una
exhibición titulada "Moving Pictures". El propósito era ilustrar cómo el difundido uso de
medios reproducibles en el arte contemporáneo tenía raíces en el arte crítico de los años
sesenta y setenta, que había cuestionado tanto los estereotipos sociales o sexuales de la
corriente predominante como la autonomía artística. No obstante, las obras exhibidas
alrededor de la rotonda daban cuenta de un desvío significativo respecto de esa línea. Por
ejemplo, el video de Vanessa Beecroft, que mostraba mujeres desnudas de pie en el marco
de un museo, seguía ofreciéndose como una crítica a los estereotipos femeninos en el arte;
pero sin duda esos cuerpos desnudos y callados indicaban otra dirección, reacia a toda
significación o conflicto de significaciones, y que evocaba mucho más la pintura metafísica
de Giorgio de Chirico que cualquier tipo de crítica feminista. A medida que uno iba
subiendo la rampa circular del Guggenheim, una cantidad de videos, fotografías,
instalaciones y videoinstalaciones incrementaba, no ya la conciencia "crítica", sino un
nuevo tipo de extrañeza, un sentido del misterio implicado en la representación trivial de la
vida cotidiana. Esto se percibía en las fotos de adolescentes ambiguos de Rineke Dijkstra,
en las representaciones "a lo cine" de la extrañeza del suceso cotidiano en Gregory
Crewdson, o en la instalación de Christian Boltanski: una de esas obras con fotografías,
aparatos eléctricos y lamparitas que tanto pueden simbolizar a los muertos del Holocausto
como la fugacidad de la Niñez. El ascenso por la muestra era una especie de marcha hacia
atrás desde el arte dialéctico del choque hasta el arte simbolista del Misterio, y culminaba,
en lo alto del edificio, en una video instalación de Bill Viola, Going forth by day,
compuesta como una serie de frescos simbolistas, que abarca los ciclos del Nacimiento, la
Muerte y la Resurrección y los del Fuego, el Aire, la Tierra y el Agua.
A partir de esos tres ejemplos, elegidos entre muchos otros, podemos esbozar una respuesta
a la pregunta por la "política de la estética hoy", una pregunta que formularemos así: "¿Qué
pasó con las formas disidentes del arte crítico?". Yo diría que el disenso estético "clásico"
se ha dividido en cuatro formas principales.
La primera de ellas sería la broma. En la broma, la conjunción de los elementos
heterogéneos sigue escenificándose como tensión de elementos antagónicos que apunta a
cierto secreto. Pero ya no hay secreto. La tensión dialéctica se ha retrotraído a un juego,
cuyo nudo es la indistinción misma entre procedimientos develadores de secretos de poder
y procedimientos ordinarios de invalidación que forman parte de las nuevas formas de
dominio —esos procedimientos de invalidación producidos por el poder mismo, los
medios, el entretenimiento comercial o la publicidad—. Este es el caso de la obra de Wang
Du que he mencionado antes. Muchas exposiciones juegan hoy en día con la misma
indecidibilidad. Por ejemplo: una misma muestra fue presentada en Minneapolis con el
título muy pop de Let us entertain [Entretengamos] antes de ser reciclada en París con el
título situacionista de Au delá du spectacle [Más allá del espectáculo]. El juego se
desarrollaba en tres planos: la ridiculización del arte elevado por el arte pop, la denuncia
crítica del entretenimiento capitalista y la idea debordiana de "juego" como opuesto de
"espectáculo".
La segunda forma del disenso sería la colección. Aquí aún se agrupa y reúne elementos
heterogéneos, pero ya no a fin de provocar un choque crítico, ni siquiera para jugar con la
indecidibilidad de su poder de crítica. El acto de reunir es un acto positivo; un intento de
recopilar huellas y testimonios de un mundo común y una historia común. La colección es
asimismo una recolección. La igualdad de todos los ítems —obras de arte, fotografías
privadas, objetos de uso, anuncios, videos comerciales, etc.— es por lo tanto la de los
archivos de la vida de una comunidad. Antes mencioné la muestra Voilà. Le monde dans la
tête, que apuntaba a recolectar un siglo. Al salir de la instalación de Boltanski, por ejemplo,
uno podía ver cien fotografías de Hans-Peter Feldmann que representaban respectivamente
a cien personas de uno a cien años, y una cantidad de instalaciones que documentaban una
historia común. Es evidente que esta tendencia, de la que se podría ofrecer muchos
ejemplos más, está en sintonía con una consigna cada vez más en alza: la de que hemos
"perdido nuestro mundo", que los "lazos sociales" se están rompiendo y que es tarea del
artista participar en la lucha por reparar esos lazos, o el tejido social, haciendo visible toda
huella que dé testimonio de una humanidad compartida.
La tercera forma de disenso estético sería la invitación. He mencionado cómo Les abonnés
du telephone invitaba a los visitantes a tomar una guía de un estante y abrirla al azar. En
alguna parte de la misma exhibición se los invitaba a tomar un libro de una pila y sentarse
en una alfombra, que representaba una suerte de isla de cuento de hadas infantil. En otras
muestras se invita a los visitantes a beber una sopa y ponerse en contacto entre sí, a entablar
nuevas formas de relación. El "lugar de una sola plaza" de Campament Urbain también
invita a experimentar nuevas relaciones entre la comunidad y la individualidad, entre la
proximidad y la distancia. El concepto de "arte relacional" ha sistematizado en los últimos
años este tipo de intentos: un arte que ya no crea obras u objetos, sino situaciones efímeras
que provocan nuevas formas de relación. Como plantea el principal teórico de esta estética,
"prestando algún servicio menor, el artista contribuye a la tarea de cubrir las brechas en los
lazos sociales".
La cuarta forma sería el misterio. Misterio no significa enigma; tampoco misticismo. Desde
la época de Mallarmé, misterio equivale a un modo específico de reunir elementos
heterogéneos; por ejemplo, en el caso de Mallarmé, el pensamiento del poeta, los pasos de
una bailarina, el desplegarse de un abanico o el humo de un cigarrillo. En oposición al
choque dialéctico, que enfatiza la heterogeneidad de los elementos a fin de mostrar una
realidad signada por antagonismos, el misterio instaura una analogía: una familiaridad de lo
extraño que da fe de un mundo común, donde las realidades heterogéneas están tejidas en la
misma tela y siempre pueden remitir unas a otras por la fraternidad de una metáfora.
"Misterio" y "fraternidad de las metáforas" son dos términos usados por Jean-Luc Godard
en sus Histoire(s) du cinéma. Esta obra es un ejemplo interesante para nuestros fines,
porque utiliza formas de collage de elementos heterogéneos, como siempre ha hecho
Godard, pero aquí para hacer exactamente lo contrario de lo que hacían veinte años antes.
Por ejemplo, en un impresionante pasaje de las Histoire(s)... Godard funde tres series:
primero, secuencias del filme de George Stevens A Place in the Sun que muestran la
felicidad de la joven y rica amante interpretada por Elisabeth Taylor, bañándose al sol junto
a su amado Montgomery Clift; segundo, imágenes de los muertos en Ravensbrück,
filmadas algunos años antes por el mismo George Stevens; tercero, una María Magdalena
tomada de los frescos de Giotto en Padua. Si este collage hubiese sido hecho hace veinte
años, sólo habría podido entendérselo como choque dialéctico, una denuncia de la Muerte
oculta tanto detrás del Arte elevado como de la Felicidad norteamericana. Pero en
Histoire(s)... la imagen de denuncia se convierte en imagen de Redención. La conjunción
de imágenes del exterminio nazi, la felicidad norteamericana y el arte "ahistórico" de Giotto
testimonia el poder redentor de la imagen que da a vivos y muertos "un lugar en el mundo",
El choque dialéctico se ha transformado en misterio de copresencia.
El misterio fue el concepto clave del simbolismo. Es evidente que el retorno del
simbolismo está a la orden del día. Cuando empleo este término, no me estoy refiriendo a
ciertas formas espectaculares de revival de la mitología simbolista y sueños de la
Gesamtkunstwerk, a la manera de Matthew Barney. Tampoco únicamente a algunos usos
efectivos del simbolismo, como en las obras de Bill Viola mencionadas más arriba. Me
refiero al modo más modesto y casi imperceptible en que las colecciones de objetos,
imágenes y signos reunidos en nuestros museos y galerías viran cada vez más de la lógica
del disenso a la lógica del misterio, la lógica de un testimonio de copresencia.
Sin duda el viraje de la dialéctica al simbolismo está vinculado con el giro contemporáneo
en lo que he llamado la estética de la política; esto es, el modo en que la política da marco a
un escenario común. Este viraje tiene un nombre: se llama consenso. El consenso no es
simplemente un acuerdo entre partidos políticos o interlocutores sociales sobre los intereses
comunes de la colectividad. Consenso significa la posibilidad de reconfigurar la visibilidad
de lo común. Significa que lo dado de cualquier situación colectiva se objetiva de modo tal
que ya no puede prestarse a disputa, al encuadre polémico de un mundo controvertido
dentro del mundo dado. Visto así, el consenso es en propiedad el rechazo de la "estética de
la política". Semejante borramiento o debilitamiento del escenario político y de la
invención política del disenso tiene un efecto contradictorio en la política de la estética. Por
una parte, da una nueva visibilidad a las prácticas del arte como prácticas políticas; es decir,
como prácticas de distribución de espacios y tiempos, de formas de visibilidad de lo común,
formas de conexiones entre cosas, imágenes y significados. Así las realizaciones artísticas
pueden aparecer, y a veces aparecen, como sustitutos de la política en la construcción de
escenarios de disenso. Pero el Consenso no se limita a dejar vacío el lugar político. A su
propio modo sitúa el campo de sus objetos dentro de un nuevo marco. También modela a su
modo el espacio y las tareas de la práctica artística. Por ejemplo, al reemplazar asuntos de
conflicto de clases por asuntos de inclusión y exclusión, pone las inquietudes en torno a la
"pérdida del lazo social" o la "humanidad desnuda", o la tarea de fortalecer identidades
amenazadas, en el lugar de las preocupaciones políticas. De este modo se convoca al arte a
contribuir con su potencial político en la reestructuración del sentido de comunidad, la
reparación de los lazos sociales, etc. Una vez más, la política y la estética se disuelven en la
Ética. Tal es la paradoja última de la política de la estética. Cada vez más conciernen hoy al
arte problemas de distribución de espacios y redefinición de situaciones. Cada vez más trata
de problemas que tradicionalmente pertenecían a la política. Pero el arte no puede limitarse
a ocupar el lugar que dejó el conflicto político debilitado: tiene que darle nueva forma, a
riesgo de poner a prueba los límites de su propia política.

Fuente: Revista Otra parte, primavera 2006, Buenos Aires

También podría gustarte