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Pompa y ceremonia real

Muchos de los atractivos culturales de la Corea actual –como los palacios de Seúl– son
vestigios imperiales de la longeva dinastía Joseon, ventanas a una época de la historia nacional
en la que reinaban monarcas absolutos. La pompa y el ritual eran un aspecto básico del poder
de la realeza, y la atención al ritual y al protocolo derivaron en una forma de arte. En el s. XX el
país pareció romper abruptamente con este sistema, pero basta una mirada al régimen
norcoreano, o a las familias que dirigen muchas de las grandes empresas de Corea del Sur para
atestiguar la vigencia de la familia y los principios hereditarios del antiguo régimen.

En los tiempos democráticos actuales cuesta hacerse una idea de la riqueza, poder y estatus de
los reyes Joseon. El palacio principal, Gyeongbokgung (경복궁), contenía 800 edificios y más
de 200 puertas; en 1900, p. ej., sus gastos suponían el 10% del presupuesto estatal. La casa
real albergaba 400 eunucos, 500 damas de honor, otras 800 damas de la corte y 70 gisaeng
(cantantes y bailarinas expertas). Solo a las mujeres y los eunucos se les permitía residir en
palacio: criados, guardas, oficiales y visitantes debían abandonarlo al atardecer.

La mayoría de las mujeres vivía enclaustrada y nunca salía de palacio. Una mujer yangban tenía
que llevar años casada antes de poder entrar en sociedad, y entonces solo lo hacía cubierta de
la cabeza a los pies, y en un palanquín cerrado portado por sus esclavos. A finales del s. XIX, los
extranjeros pudieron ver a estas damas de clase alta, totalmente tapadas y con un manto
verde semejante al chador sobre sus cabezas, cuyos pliegues caían sobre el rostro, dejando
apenas los ojos al descubierto. Por lo general, salían tras el toque de queda nocturno, después
de que sonaran las campanas y se cerraran las puertas de la ciudad por miedo a los tigres, y en
la oscuridad hallaban un poco de libertad.

Vidas de los eunucos

Los eunucos (내시; naesi), únicos miembros del personal masculino autorizados a vivir en los
palacios, conocían todos los secretos del estado y eran muy influyentes, pues servían al rey y a
la familia real a todas horas. En su calidad de guardaespaldas reales, responsables de la
seguridad de su señor, todo acercamiento al monarca pasaba por ellos. Se trataba de una
forma fácil de ganar dinero y solían explotarla al máximo. Curtidos por un severo régimen de
entrenamiento en artes marciales, hacían las veces de criados personales del rey y hasta de
cuidadores de sus hijos. Eran tantas sus funciones que su vida debía resultar muy estresante,
sobre todo si se tiene en cuenta que cualquier error podía traducirse en horrendos castigos
corporales.

Aunque a menudo analfabetos e incultos, varios llegaron a ser destacados consejeros reales,
alcanzando altos cargos en el Gobierno y amasando una gran riqueza. Casi todos procedían de
familias desfavorecidas y su codicia era motivo de escándalo nacional. Su misión era servir al
rey con devoción absoluta, como los monjes a Buda, sin pensar jamás, supuestamente, en
asuntos mundanos como el dinero o el estatus.
Sorprendentemente, solían casarse y adoptar a eunucos jóvenes a los que educaban para
seguir sus pasos. El eunuco encargado de la salud del rey, p. ej., solía transmitir sus
conocimientos médicos a su ‘hijo’. Bajo el régimen confuciano, los eunucos debían contraer
matrimonio. El sistema continuó vigente hasta 1910, año en que los nuevos gobernantes
japoneses los convocaron a todos en Deoksugung y los apartaron del servicio al estado.

Corea y Japón

En 1592, 150 000 soldados japoneses bien armados, divididos en nueve ejércitos, arrasaron
Corea, saqueando, violando y masacrando a sus habitantes. Palacios y templos quedaron
reducidos a escombros y preciados tesoros culturales fueron destruidos o robados. Pueblos
enteros de alfareros fueron deportados a Japón, y en un túmulo se apilaron miles de orejas
rebanadas de coreanos fallecidos, cubiertas y conservadas hasta la era moderna como
recordatorio de esta guerra.

Una serie de brillantes victorias navales del almirante Yi Sun-sin contribuyeron a cambiar el
curso de la contienda contra los nipones. En Yeosu, Yi perfeccionó el geobukseon (거북선;
“barco tortuga”), un buque de guerra reforzado con planchas de hierro y pinchos que hizo
frente a las tácticas de abordaje japonesas. El típico buque de guerra coreano era el panokseon
(판옥선), de fondo plano, dos niveles y propulsado por dos velas y esforzados remeros. Era
más resistente y manejable que los japoneses y tenía más cañones. Con estas ventajas, astutas
tácticas y un profundo conocimiento de los complejos patrones de las mareas y corrientes que
operaban en las numerosas islas y angostos canales de la costa sur, Yi fue capaz de hundir
cientos de buques japoneses y frustrar sus ambiciones de tomar Corea y utilizarla como base
para conquistar China.

De China llegaron también las tropas Ming, y en 1597 los japoneses tuvieron que retirarse. Una
tenaz resistencia por tierra y mar malogró sus aspiraciones de dominar Asia, pero a costa de la
destrucción masiva y el caos económico de Corea.

Los japoneses toman el poder

La pretensión japonesa de tomar Corea resurgió a finales del s. XIX, cuando inició su veloz
transformación para convertirse en la primera potencia moderna industrializada de Asia.
Aprovechando la revuelta campesina coreana de Donghak, Japón instigó la guerra con China,
derrotándola en 1895. Tras una nueva década de rivalidad imperial por el control de la
península, Japón fulminó a Rusia con ataques relámpago por tierra y por mar, asombrando a
Occidente, que hasta entonces miraba a los asiáticos como pueblos a los que subyugar.

Japón estaba ahora bien pertrechado para hacer realidad sus ambiciones territoriales con
respecto a Corea, convertida en protectorado japonés en 1905. Tras la abdicación del rey
Gojong en 1907, en 1910 Corea pasó a ser colonia japonesa a todos los efectos, con el
consentimiento de todas las grandes potencias, pese a que voces progresistas abogaban ya por
desmantelar el sistema colonial. De hecho, Corea reunía los principales requisitos –identidad
étnica, idioma y cultura comunes, y fronteras nacionales reconocidas desde el s. X– para
devenir una nación independiente antes que muchas otras en zonas colonizadas del planeta.

La colonización

Una vez asumido el control, Japón trató de destruir el sentimiento de identidad nacional
coreano: una élite gobernante nipona reemplazó a los funcionarios-eruditos yangban
coreanos, la moderna educación japonesa sustituyó a los clásicos confucianos, el capital y la
pericia japonesas se impusieron a los coreanos, el talento japonés al coreano, y con el tiempo,
hasta el idioma japonés al local.

Pocos agradecieron estos cambios, o reconocieron avances sociales. Más bien consideraban
que Japón les arrebataba el antiguo régimen, su soberanía e independencia, su modernización
autóctona y, sobre todo, su dignidad nacional. Para la mayoría, el dominio japonés resultaba
ilegítimo y humillante. La gran proximidad geográfica entre ambas naciones, sus mutuas
influencias y las cotas de desarrollo obtenidas hasta el s. XIX, no hicieron sino aumentar los
agravios e introducir una peculiar dinámica odio/respeto en sus relaciones.

La colonización no estuvo exenta de episodios de resistencia por parte coreana. La festividad


nacional de Corea del Sur recuerda el 1 de marzo de 1919, día en que la muerte del rey Gojong
y la lectura de una declaración de independencia provocaron masivas manifestaciones
proindependentistas en todo el país. Aunque fuertemente reprimidas, las protestas se
prolongaron durante un mes; a su término, los japoneses reconocieron 500 muertos, 1400
heridos y 12 000 detenidos, pero las estimaciones coreanas multiplicaban por 10 esas cifras.

Colaboracionismo con Japón

Dada la implacable naturaleza del régimen colonialista, un cierto grado de colaboracionismo


con Japón era inevitable. Además, cuando en la última década del gobierno colonial la
expansión japonesa por toda Asia provocó la escasez de expertos y profesionales en todo el
imperio, se echó mano de coreanos cultos y con ambiciones.

En la década de 1920, el estallido consumista mundial hizo que los coreanos compraran en
grandes almacenes japoneses, trabajaran con bancos nipones, bebieran cerveza japonesa,
viajaran en ferrocarriles operados por japoneses y a veces aspiraran a estudiar en una
universidad de Tokio.

Los más ambiciosos hallaron nuevas oportunidades profesionales en el momento más opresivo
de la historia colonial, cuado se vieron obligados a cambiarse de nombre y renunciar a su
idioma, y millones de coreanos eran empleados como mano de obra móvil por los japoneses.
Los coreanos constituían casi la mitad de la detestada Policía Nacional, y jóvenes oficiales –
como Park Chung-hee, que se hizo con el poder en 1961, y Kim Jae-gyu, que, como jefe de
inteligencia, le asesinó en 1979– engrosaron las filas del agresivo ejército japonés en
Manchuria. A los yangban pro-japoneses se les premió con títulos especiales, y algunos de los
primeros nacionalistas coreanos de renombre, como Yi Gwang-su, debieron mostrar su apoyo
público al imperio nipón.

Este colaboracionismo nunca fue penado o debatido en profundidad en Corea del Sur, y el
problema se fue enconando, hasta que en el 2004 el Gobierno acabó por impulsar una
investigación oficial al respecto. A ello se sumaron estimaciones según las cuales más del 90%
de la élite surcoreana anterior a 1990 poseía vínculos con individuos o familias
colaboracionistas.

El Gobierno colonial puso en marcha medidas que potenciaron la industria y modernizaron la


administración, pero siempre favoreciendo sus intereses. En consecuencia, surgieron
modernas industrias textiles, siderúrgicas y químicas, así como nuevas vías férreas, autopistas
y puertos. Pese al resentimiento de los coreanos, en 1945 el país gozaba de un nivel de
desarrollo mucho mayor que otros bajo el dominio colonial, como Vietnam bajo los franceses.

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