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Rene Kaës
Una dificultad se opone a nuestros esfuerzos por constituir la institución como objeto de
pensamiento. Esta dificultad depende, en una parte decisiva, de los aspectos psíquicos
que entran en juego en nuestra relación con la institución. Los agruparé en tres grandes
conjuntos de dificultades. El primero concierne a los fundamentos narcisistas y
objetales de nuestra posición de sujetos comprometidos en la institución: en ella somos
movilizados en las relaciones de objetos parciales idealizados y persecutorios;
experimentamos nuestra dependencia en las identificaciones imaginarias y simbólicas
que mantienen armada la cadena institucional y la trama de nuestra pertenencia; nos
vemos enfrentados con la violencia del origen y la imago del Antepasado fundador: nos
vemos apresados en el lenguaje de la tribu y sufrimos por no hacer reconocer en el la
singularidad de nuestra palabra. Las dificultades, que afectan con una valencia negativa
la relación con la institución, traban el pensamiento de aquello que ella instituye, nada
menos que lo siguiente: no pasamos a ser seres hablantes y deseantes sino porque ella
sostiene la designación de lo imposible: la interdicción de la posesión de la madre-
institución, la interdicción del retomo al origen y de la fusión inmediata. Aquello que en
relación con la institución queda en suspenso debe a la represión, a la denegación, a la
renegación, el hecho de permanecer impensado.
El segundo conjunto de dificultades es de naturaleza enteramente diferente: no se trata
en este caso de una resistencia contra los contenidos del pensamiento, sino de una
condición de irrepresentable, más acá́ de la represión. No podemos pensar la institución,
en su dimensión de trasfondo de nuestra subjetividad, si no es en el tiempo
inmediatamente siguiente a una ruptura catastrófica del marco inmóvil y mudo que ella
constituye para la vida y los procesos psíquicos; pero para que ese pensamiento advenga
hacen falta un marco apropiado y un aparato de pensar, a los que el sujeto singular
contribuye en parte, a condición de que ese marco ya esté allí́, pronto para ser
inventado. Lo que está en juego es la función de metamarco que desempeñan la
sociedad y la cultura, pero también ciertas configuraciones del vinculo apropiadas para
un trabajo psíquico: por ejemplo, el dispositivo psicoanalítico. Este segundo nivel de la
dificultad revela un descentramiento radical de la subjetividad. Aquí́ nos vemos
enfrentados no solamente a la dificultad de pensar aquello que, en parte, nos piensa y
nos habla: la institución nos precede, nos sitúa y nos inscribe en sus vínculos y sus
discursos; pero con este pensamiento que socava la ilusión centrista de nuestro
narcisismo secundario, descubrimos también que la institución nos estructura y que
trabamos con ella relaciones que sostienen nuestra identidad. Más radicalmente, nos
vemos enfrentados al pensamiento de que una parte de nuestro sí-mismo está "fuera de
sí", y que precisamente eso que está "fuera de sí" es lo más primitivo, lo más
indiferenciado, el pedestal de nuestro ser, es decir, tanto aquello que, literalmente, nos
expone a la locura y a la desposesión, a la alienación, como lo que fomenta nuestra
actividad creadora. No se trata pues solamente de la confrontación con el pensamiento
de lo que nos engendra, sino con el pensamiento de aquello que, de una manera
impersonal y desubjetivizada, se dispersa, se pierde sin duda y germina en un fuera de
nosotros que es una parte de nosotros: esta externalización de un espacio interno es la
relación más anónima, violenta y poderosa que mantenemos con las instituciones. Es
constituyente de los espacios psíquicos comunes que son coextensivos a los
agolpamientos de diversos tipos. El correlato interno de este externalizado común
indiferenciado es probablemente uno de los componentes del inconsciente, y por ello
tiene que ser considerado como el trasfondo irreductible a partir del cual se organiza la
vida psíquica. La posición tópica y funcional de este espacio psíquico institucional
interno-externo es comparable a la de la pulsión. Se trata de dos conceptos límites que
articulan, por vía del apuntalamiento, el espacio psíquico a sus dos bordes heterogéneos:
el borde biológico, que la experiencia corporal actualiza, y el borde social, actualizado
por la experiencia institucional. Estos fundamentos umbilicales del sujeto en su cuerpo
y en la institución se pierden para su pensamiento: sostiene su relación de lo
desconocido. El fantasma de la escena originaria es una tentativa de
proporcionar una escena y una posición del sujeto en un origen a
este irrepresentable externalizado. La invención del Progenitor originario, de la figura
del Antepasado, es un anclaje subjetivizante, defensivo, contra esta pérdida de sí en un
espacio que, si llega a desaparecer, nos pone frente al caos.
En las instituciones, el trabajo psíquico incesante consiste en reintegrar esta parte
irrepresentable a la red de sentido del mito en defenderse contra el "uno" [on]
institucional necesario e inconcebible.
El tercer conjunto de dificultades no concierne ya al pensamiento de la institución como
objeto o como no sí-mismo en el sujeto sino a la institución como sistema de
vinculación en el cual el sujeto es parte interviniente y parte constituyente. Pensar la
institución requiere entonces el abandono de la ilusión Mono centrista, la aceptación de
que una parte de nosotros no nos pertenece en propiedad, por más que "donde la
institución estaba, puede advenir Yo", en los límites de nuestro apuntalamiento
necesario sobre aquello que, a partir de ella, nos constituye. La dificultad especifica que
estoy subrayando es más compleja que
la de las relaciones bipolares interno-externo, continente-contenido, determinante-
determinado, parte-conjunto; nos encontramos aquí́ en un sistema polinuclear y
ensamblado en el cual, por ejemplo, el continente del sujeto (el grupo) es el contenido
de un meta continente (la institución); o también tenemos que vérnoslas con una
organización del discurso que se determina en redes de sentido interferentes, cada una
de las cuales organiza a su propio modo las insistencias del deseo y las ocultaciones de
su manifestación. Debido a estas dificultades y los riesgos que las sostienen, en las
instituciones se cumple un esfuerzo constante para construir una representación de las
instituciones. Pero la mayoría de las representaciones sociales de la institución —
míticas, científicas o militantes— hace la economía del pensamiento de la relación del
sujeto con la institución. Su papel consiste en curar la herida narcisista, eludir la
angustia del caos, justificar y mantener las costas de identificación, sostener la función
de los ideales y de los ídolos.
Este trabajo colectivo de pensar cumple una de las funciones capitales de las
instituciones, consistente en proporcionar representaciones comunes y matrices
identificatorias: proporcionar un estatuto a las relaciones de la parte y el conjunto,
vincular los estados no integrados, proponer objetos de pensamiento que tienen sentido
para los sujetos a los cuales está destinada la representación y que generan
pensamientos sobre el pasado, el presente y el porvenir; indicar los limites y las
transgresiones, asegurar la identidad, dramatizar los movimientos pulsionales.
Entramos en la crisis de la modernidad cuando hacemos la experiencia de que las
instituciones no cumplen su función principal de continuidad y de regulación. Entonces
las cosas dejan de funcionar por sí mismas: el trasfondo imperceptible de nuestra vida
psíquica, administrado hasta entonces por los garantes metafísicos, sociales y culturales
de la continuidad y del sentido irrumpen violentamente en la escena psíquica y en la
escena social. Las ciencias del hombre nacen del cuestionamiento de esta idea terrible, y
tal vez suicida, de que el hombre no es ya la medida de todas las cosas, sino que es
atravesado y manipulado por fuerzas de una envergadura mayor: la economía, el
lenguaje, el inconsciente, la institución. Lo que culmina con los movimientos
correlacionados y antagónicos del estructuralismo y de las erupciones vitalistas de los
años sesenta se prepara en los duelos que la modernidad del fin del siglo XIX impone:
los de Dios, del Hombre y de las Civilizaciones. Como toda modernidad, nuestra
modernidad descubre y denuncia los acuerdos tácitos comunes sobre los que reposan la
continuidad de las instituciones y la matriz del sentido.
Pero, lo mismo que las civilizaciones que ellas sostienen, las instituciones no son
inmortales. El orden que imponen no es inmutable, los valores que proclaman son
contradictorios y niegan lo que las funda. Tal descubrimiento no está exento de riesgo:
experimentamos sus efectos en el fracaso de las funciones metapsíquicas de las
instituciones y, ante sus incumplimientos, las atacamos porque hemos sido traicionados,
entregados al caos, abandonados por ellas, cuya silenciosa presencia ni siquiera
percibimos. Lo mudo y lo inamovible depositados en ellas se imponen,
progresivamente, a nuestra conciencia como aquella parte de nosotros mismos que nos
era ajena y que se había depositado allí́. Pero este reconocimiento se efectúa en la
efracción traumática, y su violencia paraliza nuestra capacidad de pensamiento, en el
momento mismo en que nuevas estructuras institucionales son buscadas y puestas a
prueba. Estamos siempre forzados, por consiguiente, a pensar la institución porque la
institución no se impone ya contra la irrupción de lo impensado y del caos; porque
nuestra relación práctica con las instituciones ha cambiado; porque se desacralizan y re
sacralizan incesantemente. En este marasmo donde emergen islotes de creación, a veces
sostenidos por lo imaginario utópico y otras remachados fuera de la historia por la
función del ideal, hacemos la experiencia de la locura común, de nuestra parte loca
oculta en los pliegues de la institución: masividad de los efectos, machaqueo
obnubilante y repetitivo de las ideas fijas, parálisis de la capacidad de pensamiento,
odios incontenibles, ataque paradójico contra la innovación en los momentos de
innovación, confusión inextricable de los niveles y los órdenes, sincretismo y ataques
agrupados contra el proceso de vinculación y de diferenciación, acting y somatización
violentas. Larga sería la lista de las emergencias disociadoras que el desconcierto
institucional provoca; estos sufrimientos y esta patología son uno de los pasajes hacia el
conocimiento moderno de la dimensión psíquica de la institución. Nos ponen de entrada
frente a la angustia que suscita el acrecentamiento de energía desligada que la
desagregación de la institución pone en movimiento, quaerens quem devoret, lo cual
revela su función de vinculación. No podemos pensar este nivel de la función psíquica
de la institución fuera de la experiencia perturbadora de su fracaso. Tal es el precio,
muy cruel, de este conocimiento. La prima de reconocimiento está
dada en el placer de la invención de nuevos espacios de vinculación, en la emergencia
de nuevas formas de vínculos y de pensamiento, en el uso de nuevos depósitos y por la
reconstitución de trasfondos psíquicos.
Pero no podemos seguir creyendo como creíamos antes: estamos avispados y, sin
embargo, enteramente dispuestos a recomenzar la aventura y a tomar conciencia de esa
parte siempre desconocida de nosotros, que quizás ha de revelarse finalmente en su
verdad. En este difícil recorrido tal vez hayamos descubierto que hemos estado
oscilando entre dos ilusiones y que nos hemos esforzado por inscribirlas en la historia:
la primera es que la institución está hecha para cada uno de nosotros personalmente,
como la Providencia; la segunda, que es propiedad de un amo anónimo, mudo y
todopoderoso, como Moloch. Rechacemos la una y la otra: la institución nos pone frente
a una cuarta herida, en total: es también una herida narcisista, que se suma a las que los
descubrimientos de Copérnico, Darwin y Freud infligieron a la idea del hombre,
descentrándolo de su posición en el espacio, en la especie y en su concepción de sí
mismo. Hemos tenido que admitir que la vida psíquica no está centrada exclusivamente
en un inconsciente personal, que sería una especie de propiedad privada del sujeto
singular. Paradójicamente, una parte de él
mismo, que lo afecta en su identidad y que compone su inconsciente, no le pertenece en
propiedad, sino a las instituciones en que él se apuntala y que se sostienen por ese
apuntalamiento. Pero cuidémonos de cultivar la herida: el descubrimiento de la
institución no es solamente el de una herida narcisista, es
también el de los beneficios narcisistas que sabemos extraer de
las instituciones, a un costo variable, que comenzamos precisamente a evaluar.
Al mismo tiempo que los conceptos y la práctica del psicoanálisis nos esclarecen en
nuestra tentativa de pensar las apuestas psíquicas que están en juego en la institución,
surgen obstáculos específicos para elaborar el status psicoanalítico de la cuestión de la
institución. Mi hipótesis es que las dificultades que presenta el concebir
psicoanalíticamente la institución psicoanalítica son solidarias con las que aparecen
cuando intentamos articular la relación de la institución con el proceso y las
formaciones del inconsciente, con las subjetividades que allí́ les corresponden y con los
espacios psíquicos comunes que ella presupone y forma. Concebir psicoanalíticamente
la institución psicoanalítica consiste en descubrir en el campo del trabajo psicoanalítico
aquello que del inconsciente y de sus efectos es ligado por los analistas en la institución,
y en detectar sus efectos en la práctica y en la teoría. Al lado de las dificultades
comunes de las que acabo de hablar y para cuyo análisis ciertas prácticas psicoanalíticas
aportan un esclarecimiento nada desdeñable —por ejemplo, el análisis de las
formaciones grupales y familiares, el análisis de las psicosis y el enfoque psicoanalítico
del autismo, ciertos dispositivos de trabajo psicoanalítico en las instituciones de
asistencia psíquica—, existe una dificultad específica en lo referente a
asignar un status teórico y metodológico a un objeto cuya consistencia no se puede
comprobar en el encuadre paradigmático de la cura típica. Por consiguiente, los
conceptos elaborados en el marco de la cura deben ser utilizados, legítimamente, en
condiciones que mantengan su pertinencia cuando se aplican a la inteligibilidad de
objetos puestos a prueba y pensados en otro dispositivo.
¿Cuáles son las condiciones para que se constituyan una teoría y una práctica
psicoanalíticas de la institución? Pregunta compleja y de múltiples facetas: ¿en qué
condiciones es sostenible que la institución en cuanto tal puede ser un objeto teórico y
concreto del psicoanálisis? ¿Bastará admitir que puede constituirse como un marco o un
dispositivo para un trabajo de inspiración psicoanalítica con sujetos singulares? Para
sostener la primera posibilidad hay que definir las características de un objeto analizable
y de un dispositivo apto para manifestar los efectos del inconsciente operando en ese
objeto y capaz de producir efectos de análisis. ¿Para cuál demanda? ¿La de la
institución como conjunto (objeto "analizable") y/o la de sus constituyentes? La misma
cuestión se plantea, en términos sensiblemente idénticos, para el análisis de la familia o
del grupo. Algunos psicoanalistas han intentado efectuar ese trabajo: F. Fornari y J.-P.
Vidal abren en el presente volumen algunas perspectivas. La dificultad común que
subrayan es la de especificar qué posición tienen en él el inconsciente y su hipotético
sujeto.
En cuanto a la segunda posibilidad de que la institución constituya un marco posible
para un trabajo de inspiración psicoanalítica, la práctica lo ha impuesto, como Freud
mismo lo había deseado y predicho, no sin que hayan sido elaborados suficientemente
algunos problemas principales: el de las modalidades específicas de organización de la
contratransferencia y de la
transferencia, y por consiguiente de las resistencias, dentro de un
tal espacio psicoanalítico contenido en un espacio heterogéneo. Pero se trata de un
conjunto de cuestiones que merecerían un estudio particular.
Una dificultad específica para incluir la institución como objeto posible en el campo del
psicoanálisis depende del hecho de que ella es un objeto heterogéneo respecto de ese
campo —como en su lugar propio el mito o el arte— y obedece a leyes propias de su
orden.