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Introducción
A esta luz, los dos documentos cristológicos de las dos últimas Sesiones
quizás puedan formar un todo. Aunque, como es obvio, esta valoración se deja
al juicio del benévolo lector.
2. Parece posible aplicar aquí, con las debidas adaptaciones, el criterio que se
empleó en la definición de Calcedonia: hay que mantener la distinción, sin
confusión ni separación, entre la Cristología y el problema de Dios. Es la
distinción que existe igualmente entre los dos tiempos de la revelación que se
corresponden entre sí: uno, el de la manifestación universal que Dios hace de sí
mismo en la creación primordial, y otro, el de la revelación más personal que
progresa en la historia de la salvación desde la vocación de Abrahán hasta la
venida de Jesucristo, el Hijo de Dios.
3. Existe, por tanto, reciprocidad y circularidad entre la vía que se esfuerza por
entender a Jesús a la luz de la idea de Dios, y la que descubre a Dios en Jesús.
3.1. Por una parte, el creyente no puede reconocer la plena manifestación de
Dios en Jesús, sino a la luz de la prenoción y deseo de Dios, luz que vive en el
corazón del hombre. Esta luz, desde hace mucho tiempo, brilla —aunque
mezclada con algunos errores— en las religiones de los diversos pueblos y en la
búsqueda filosófica; esta luz actuaba ya con la revelación del único Dios en el
Antiguo Testamento y está todavía presente en la conciencia contemporánea a
pesar de la virulencia del ateísmo: se la encuentra en los valores buscados
como absolutos, por ejemplo, la justicia y la solidaridad. Además se presupone
necesariamente en la confesión de fe: «Jesucristo es el Hijo de Dios».
3.2. Por otra parte —aunque hay que decirlo con gran humildad, no sólo porque
la fe y la vida de los cristianos no están en conformidad con esta revelación
totalmente gratuita que ha tenido su cumplimiento en Jesucristo, sino también
porque el misterio revelado sobrepasa todos los enunciados teológicos—, el
misterio de Dios, tal y como se ha revelado definitivamente en Jesucristo,
contiene «riquezas insondables» (cf. Ef 3, 8), que superan y transcienden los
pensamientos y deseos del espíritu filosófico y del espíritu religioso dejados a
sus propias fuerzas. Todo cuanto de verdadero hay en ellos, es contenido,
confirmado y llevado a su propia plenitud por este misterio, abriendo a las más
nobles intuiciones de los hombres un camino despejado hacia Dios siempre
mayor. Los errores y desviaciones que se dan en ellos, son corregidas por este
misterio, guiándolas hacia los senderos más rectos y plenos que sus deseos
buscan. Así también el misterio de Dios, que debe ser entendido cada vez más
profundamente, recibe de ellos e integra sus intuiciones y experiencias
religiosas, de modo que la catolicidad de la fe cristiana se realice más
ampliamente.
1.2. Por tanto, los tres nombres divinos son en la economía de la salvación
como son en la «Teología» según la acepción que dan a este término los
Padres griegos, es decir, nuestra ciencia acerca de la vida eterna de Dios.
Aquella economía es para nosotros la fuente, única y definitiva, de todo
conocimiento del misterio de la Trinidad: la elaboración de la doctrina trinitaria
ha tenido su origen en la economía de la salvación. A su vez, la Trinidad
económica presupone siempre necesariamente a la Trinidad eterna e
inmanente. La teología y la catequesis tienen siempre que dar razón de esta
afirmación de la fe primitiva.
La historia salvífica del pueblo de Israel es tipo de la esperanza del hombre, que
Dios no defrauda, aunque las promesas divinas se cumplan abundante y
fielmente por caminos nuevos y, a veces, inesperados.
1. Los promotores de esta teología dicen que las raíces de sus ideas se
encuentran ya en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y en algunos Padres.
Pero ciertamente el peso de la filosofía moderna, al menos en la construcción
de esta teoría, ha tenido una importancia mayor.
1.1. En primer lugar, Hegel postula que la idea de Dios debe incluir el «dolor de
lo negativo» más aún la «dureza del abandono» (die Härte der Gottlosigkeit)
para alcanzar su contenido total. En él queda una ambigüedad fundamental:
¿Necesita Dios verdaderamente el trabajo de la evolución del mundo o no?
Después de Hegel, los teólogos protestantes llamados de la kénosis y
numerosos anglicanos desarrollaron sistemas «staurocéntricos» en los que la
pasión del Hijo afecta, de modo diverso, a toda la Trinidad y especialmente
manifiesta el dolor del Padre que abandona al Hijo, que «no perdonó a su propio
Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32, cf. Jn 3, 16), o
también el dolor del Espíritu Santo que abarca en la Pasión la «distancia» entre
el Padre y el Hijo.
1.2. Según muchos autores actuales, este dolor trinitario se funda en la misma
esencia divina; según otros, en una cierta kénosis de Dios que crea y se liga así,
de alguna manera, a la libertad de la creatura; o, finalmente, en una alianza
estipulada por Dios, con la que Dios libremente se obliga a entregar a su Hijo;
de esta entrega dicen que ella hace el dolor del Padre más profundo que todo
dolor del orden de lo creado.
En el Nuevo Testamento, las lágrimas de Jesucristo (cf. Lc 19, 41), su ira (cf.
Mc 3, 5) y su tristeza (cf. Mt 17, 17) son también manifestaciones de un cierto
modo de comportarse de Dios mismo, del cual se afirma explícitamente en
otros pasajes que se aíra (cf. Rom 1, 18; 3, 5; 9, 22; Jn 3, 36; Apoc 15, 1).
4. A pesar de cuanto hasta ahora hemos dicho, los Padres citados afirman
claramente la inmutabilidad e impasibilidad de Dios[19]. Así excluyen en la
misma esencia de Dios la mutabilidad y aquella pasibilidad que pasara de la
potencia al acto[20]. Finalmente, en la tradición de la fe de la Iglesia, la cuestión
se ilustraba siguiendo estas líneas:
4.1. Con respecto a la inmutabilidad de Dios hay que decir que la vida divina es
tan inagotable e inmensa, que Dios no necesita, en modo alguno, de las
creaturas[21] y ningún acontecimiento en la creación puede añadirle algo nuevo
o hacer que sea acto, algo que fuera todavía potencial en él. Dios, por tanto, no
puede cambiarse ni por disminución ni por progreso. «De ahí que, al no ser Dios
mutable de ninguna de estas maneras, es propio de él ser completamente
inmutable»[22]. Lo mismo afirma la Sagrada Escritura, de Dios Padre, «en el
cual no hay variación ni sombra de cambio» (Sant 1, 17). Sin embargo, esta
inmutabilidad del Dios vivo no se opone a su suprema libertad, como lo
demuestra claramente el acontecimiento de la encarnación.
5.2. Por ello, en las expresiones de la Sagrada Escritura y de los Padres, y en los
intentos modernos, que hay que purificar en el sentido explicado, ciertamente
hay algo que retener. Quizá hay que decir lo mismo del aspecto trinitario de la
cruz de Jesucristo. Según la Sagrada Escritura, Dios ha creado libremente el
mundo, conociendo en la presencia eterna —no menos eterna que la misma
generación del Hijo— que la sangre preciosa del Cordero inmaculado Jesucristo
(cf. 1 Pe 1, 19s; Ef 1, 7) sería derramada. En este sentido, el don de la divinidad
del Padre al Hijo tiene una íntima correspondencia con el don del Hijo al
abandono de la cruz. Pero, ya que también la resurrección es conocida en el
designio eterno de Dios, el dolor de la «separación» (cf. supra II, B, 1.1) siempre
se supera con el gozo de la unión, y la compasión de Dios trino en la pasión del
Verbo se entiende propiamente como una obra de amor perfectísimo, de la que
hay que alegrarse. Por el contrario, hay que excluir completamente de Dios el
concepto hegeliano de «negatividad».