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La extrema derecha

Por José Pablo Feinmann

10/07/2021

Última actualización 11/07/2021 01:59 am





. Imagen: AFP

Un fantasma recorre el mundo: el resurgimiento del nazi-fascismo. Son


belicosos, altivos, bochincheros y claramente siguen las huellas de los nazi-
fascistas del pasado. Hitler y Mussolini son sujetos de culto en los países en
que surgieron. Y en los que no también. Aparece un fascista italiano, admite
con orgullo que sí, que es fascista, y entre sus pertenencias se destaca un
busto del Führer, una bandera con su correspondiente swastica y una gran
fotografía de Il Duce vociferando un discurso de guerra y prometiendo
furiosos antagonismos. En la calle meten miedo. Es lo que quieren. Están
contra el Estado ineficaz del neoliberalismo, contra los inmigrantes, los
negros y, como siempre, contra los judíos. Dicen que ellos no son
responsables de lo que pasa en Siria, que no vengan a refugiarse en sus
países. Los quieren para ellos. Son de ellos, les pertenecen. Todo esto los
lleva al estado de ánimo que distingue a la ultraderecha: el odio.

Todo fascista se siente dueño del país que habita. Les resulta fácil adquirir
semejante poder. Oscuramente saben que el país no les pertenece. Que la
tarea de los ricos que han ungido al neoliberalismo, los amos del capital que
llevan al hambre, al desamparo, a la injusta y brutal distribución de la riqueza
siguen dueños del poder, imperturbables, efectivos en la defensa de sus
activos. Pero un pobre empleado burocrático se siente alguien especial
cuando se hace fascista. Los fascistas casi mágicamente –con sólo ser
fascistas- se transforman en poseedores del país que habitan. “Somos
Alemania”. “Somos Italia”. “Somos Inglaterra”. “Somos el glorioso imperio
americano”. La consigna que llevó al fascista Trump al gobierno fue hacer a
América otra vez grande. Este impetuoso mandato lo asumen los fascistas,
los neo-nazis de todo el mundo. “Hagamos grande otra vez a nuestro país”.
En Argentina se da otra modalidad. La ultraderecha no ama al país. Lo
desdeña. Ocurre que ellos no saben amar nada. Saben odiar. Odian eso que
este país ha creado como identidad nacional: el peronismo. Si este país ha
cometido tal agravio contra ellos es porque no es otra cosa sino lo que ellos
dicen que es: una mierda. Un país que está lleno de negros, de inmigrantes,
de delincuentes. Los dueños de la tierra y las finanzas miran azorados el
eterno retorno de lo que el país elige una y otra vez: el partido de los pobres,
de los ordinarios y los corruptos. En un memorable discurso –el del día que
perdieron las elecciones- la indescriptible sra. Carrió dijo de Alberto F.: “¡Es
tan ordinario pobrecito!” Y después definió el nivel de clase de los suyos: no
los habían votado porque estaban esquiando en Bariloche o veraneando en
Europa. Y extasiada remató: “Europa es tan linda en verano”.

Los neo-nazis dicen que se diferencian del clásico fascismo. No son


estatistas. Claro que no. Son, en economía, tan neoliberales como el sistema
que dicen abominar. Son destituyentes. Los ultraortodoxos de aquí también.
Es coherente que el gobierno que encabezó Mauricio Macri haya enviado
armas para los golpistas de Bolivia. No creen en la democracia. Los neo-
fascistas son liberales en economía y golpistas, antidemocráticos en política.

No pueden eludir el deslumbramiento por los fascismos clásicos. Sólo verlos


manifestar en las calles de las ciudades del mundo para evocar a las SA. de
Ernst Röhm. Son violentos, racistas, ejercen la brutalidad de las policías
bravas. No hay más que ver los videos de la toma del Capitolio en
Washington. Esas son turbas antidemocráticas. El hijo de Trump convocaba
al uso de las armas, a la guerra civil. El Sur sigue vivo en USA. Los que
tomaron el Capitolio llevaban la bandera de la Confederación. Expresan, así,
su racismo, su amor por las jerarquías, su apoyo a la esclavitud.

El peligro radica en que los fascismos fundacionales llevaron a la catástrofe.


Basta ver las imágenes de Berlín en 1945 para estremecerse. ¿Este era el
Reich que iba a durar mil años? Apenas duró doce y dejó el saldo de millones
de muertos alemanes. En cuanto a los totales de la segunda guerra son
espantosos: entre cincuenta y setenta millones. ¿A esto quieren retornar? Sus
ídolos caídos –aunque vigentes para ellos- tuvieron tristes finales. Hitler se
suicidó en el Bunker de la derrota final, con el ejército rojo a trescientos
metros. Goebbels mató a Magda, su fanática mujer, envenenó a sus seis hijos
y él de pegó un tiro en la boca. Mussolini terminó vejado por las multitudes
vengativas, colgado de los pies junto a Claretta Petacci, su amante obstinada.
Himmler y Goering tomaron pastillas de cianuro. Mordieron malamente el
polvo. Y hoy los evocan con reverencia.

La explicación está en la atrocidad que el capitalismo de mercado ha


impuesto a los pueblos. A Hitler lo ungió la inflación de la débil, vacilante
república de Weimar. Hoy el mundo es más desigual que nunca. Y la peste
del maldito bicho desestabiliza las sociedades. Los neo-nazis viven sus
mejores días. Creen que el capitalismo salvaje se derrumba. Creen que
líderes como el Führer o el Duce podrían solucionar todo y llevar a un
renacer de la patria. Quieren que Alemania, Italia, EEUU sean grandes de
nuevo. ¿Quieren ver a qué grandeza llevaron a la patria las tropas de asalto
del Reich? A la demolición de la ciudad (que era hermosa) de Dresden. Por
ejemplo. Pero el apocalipsis seduce a los fascistas. “Victoria o muerte”, exigía
Hitler a sus soldados de la Operación Barbarroja en el helado territorio
soviético. Ahí ya sus generales lo miraban atónitos. Pero ellos y el pueblo
alemán lo habían creado. Sería saludable buscar otros caminos. No se ven en
este presente pandémico en que vivimos. Habrá que crearlos, pero no desde
el odio. El odio nos aleja de los otros, los niega. Y la democracia es o debiera
ser el sistema político de la inclusión, de la igualdad. La extrema derecha no
cree en estos valores.

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