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Caracterización

Los que causan o padecen las acciones de una novela son los personajes. El principal
de ellos, al que se denomina protagonista, gracias a las técnicas de la escritura se
suele ganar nuestras simpatías, lo acompañamos en sus aventuras o desventuras,
llegamos a entenderlo pues a menudo su mundo interior queda expuesto a nuestra
curiosidad. Por eso somos arrastrados naturalmente a pensar en los personajes como
si fueran personas, pero por mucho que se parezcan a las del mundo físico no son más
que una imitación lúdica. Los seres del espacio novelado existen únicamente en las
palabras; los personajes no obedecen más que a las reglas de la creación estética, del
género literario y de la imaginación del autor, y no a nuestros códigos penales o
nuestras leyes de la Física.

La narratóloga europea Mieke Bal nos recomienda hacer una distinción más, entre
actor y personaje: actor es cualquier entidad que produce o realiza una acción en la
historia; el personaje tiene siempre un rostro humano. Un perro o una máquina pueden
ser actores, en cambio un personaje siempre es una persona. Un problema, dice Bal,
es que los personajes ficticios, por parecerse a las personas, causan a veces confusión
entre lectores y críticos. El personaje “no tiene psique, personalidad, ideología,
competencia para actuar, pero posee rasgos que posibilitan una descripción
psicológica e ideológica”. De allí que incluso críticos inteligentes hablen de personajes
como de personas, o traten al protagonista como un alter ego del autor.
Los recursos técnicos a través de los cuales los escritores crean esta ilusión de
humanidad se reúnen bajo el nombre de caracterización. “Kharaktein” era la marca que
se ponía entre los griegos al ganado para identificarlo. Cicerón usó más tarde
“characteris” para referirse al “estilo literario”. Mientras que los latinos emplearon el
término “personare”, sonar a través de algo, para nombrar a la máscara que los griegos
usaban para los actores en escena, máscaras destinadas al principio a amplificar el
sonido de las voces, y más tarde para caracterizar a los personajes.
La caracterización es un artilugio del lenguaje literario. Por ese motivo, para el
escritor será más importante la técnica de la escritura que la carga psicológica con que
se sienta a escribir sobre él. Muchas veces el narrador, trastornado por la gravedad de
sus experiencias personales y de sus emociones, supone que ellas serán suficientes
para conmover a su lector. Para el lector, por el contrario, las emociones que han
servido de punto de partida para la novela o el cuento solo son conocibles en y por las
palabras, si las palabras no son expresivas por sí mismas nunca sabrá el lector lo que
el autor sintió o quería decirle.
Otro obstáculo para el escritor es el gran peso del mundo que rodea a la obra, el
influjo de la realidad sobre la ficción. En la novela histórica, e incluso en la realista, el
conocimiento de la vida cotidiana que tenemos de las personas y de ciertos entornos o
momentos históricos que hemos estudiado nos hace creer que dichos géneros literarios
hablan de la realidad. Si en una novela aparece un personaje que se llama Mario
Vargas Llosa tendemos a atribuirle toda la información que poseemos sobre el
arequipeño Mario Vargas Llosa. En este caso “Los personajes son objeto de ataque y
defensa como si fueran personas. Además, autor y personaje se consideran uno y el
mismo”, comenta Bal.
Tomemos como ejemplo un pasaje realista de un relato fantástico. En el cuento
titulado El Aleph, el narrador presenta a un personaje, Beatriz Viterbo, que ya ha
fallecido y de la cual a pesar de los años “Borges” sigue enamorado. El primo hermano
de esta mujer es quien ha descubierto un Aleph en su sótano e invita al narrador a
verlo. Se lee entonces:
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El
niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto a un jarrón
sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más impersonal que anacrónico) el gran
retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una
desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz
perdida para siempre, soy yo, soy Borges.

Muchos lectores que conocen algo de la biografía del escritor argentino Jorge Luis
Borges saben de sus torpezas para el amor de pareja. Se dice que fue muy tímido con
las mujeres y que acaso murió en castidad. El personaje Borges en El Alpeh emplea no
sin ironía la imagen pública del autor Borges para reforzar la verosimilitud del cuento.
Este tipo de apelaciones contextuales hacen a los personajes más o menos
predecibles. La predictibilidad es parte del control que debe tener el escritor sobre sus
personajes. Si uno escribe sobre personajes históricos (o de la “vida real”) debe
suponer que los conocimientos públicos que invoca serán inevitables. Pero también
hacen predecible al personaje aspectos comunes como su género, su raza, su edad,
sus rasgos culturales, etc. Basta atribuirle un nombre y un género, una edad y una
ocupación al personaje, esto es, caracterizarlo, para abrir un limitado rango de
posibilidades a sus acciones, más allá del cual el narrador caería en la incoherencia y
la imperfección. Todo personaje tiene cierto grado de repetición y previsibilidad, aunque
solo sea formal. Sobre esa base se levanta la creación de lo irrepetible, de lo único, de
lo que distingue a un personaje de todos los demás.

Es una norma técnica que el personaje principal sea el mejor caracterizado, el que
conocemos mejor, aquel a través de cuyos ojos y cuya capacidad de percepción (el
llamado Punto de Vista) vemos la historia. Rush Hill, editor por muchos años de los
cuentos de “Esquire” ha escrito: “Esto, yo creo, es lo que siempre pasa en la ficción que
tiene éxito: o bien el personaje que cambia con la acción es el mismo que posee el punto
de vista; o bien, el personaje que lleva el punto de vista se volverá el personaje
transformado por la acción. Llámenlo La Ley de Hill”. (pág. 117).
Especialmente en el cuento, que es corto, no hay espacio para muchos personajes y solo
uno de ellos ocupa el centro de atención; ese será el mejor caracterizado. En la novela
algunos personajes secundarios pueden tener su propia caracterización. En cualquier
caso, la mayor parte del trabajo estará orientada hacia la creación de la necesaria
empatía del lector con el protagonista.
Tal identificación se logra de maneras diversas, según los géneros literarios. En la
literatura romántica, por ejemplo, no es muy necesaria una caracterización redonda,
realista. Los personajes del romance suelen estar definidos por unos pocos rasgos, la
mayoría de ellos típicos. La pena, por ejemplo, suele ser un recurso corriente en dicho
género.
La pena por el personaje engancha de inmediato al lector, aquellos que sufren y los que
hacen sufrir son casi siempre memorables. El dolor, puede ser físico o psicológico,
siempre atraerá nuestra atención. Por supuesto, el dolor físico es más efectivo y fácil de
manejar, porque no necesita preparación: un accidente automovilístico deja muertos y
heridos, y su visión nos conmueve sin necesidad de que nos preguntemos por el pasado.
De allí que el cine de Hollywood emplee tan a menudo este recurso. Los escritores
principiantes resuelven muchas situaciones con la muerte o la violencia. El dolor psíquico,
en cambio, requiere de motivaciones creíbles, demanda espacio narrativo y un trabajo
más delicado de caracterización. Muchos de los personajes de Arguedas, por ejemplo,
nos atraen por su dolor íntimo, por su desarraigo o su incomprensión. Pero también tiene,
en El sexto, pasajes de dolor físico y violencia sexual.
Cuando un hecho doloroso se repite dos o tres veces, pierde fuerza. Si se repite muchas
veces se vuelve chistoso. Los acontecimientos dramáticos suelen ser irrepetibles,
profundos y fuertes; pero no es absolutamente necesario describirlos al detalle ante el
lector. Muchas piezas de teatro, películas y novelas logran sus mejores efectos mediante
elipsis. En Diles que no me maten, de Rulfo, no vemos los dos crímenes en que se basa
la historia, y sin embargo su crueldad nos conmueve pues percibimos sus causas y sus
efectos.
El caso extremo de crueldad es la que se impone el protagonista a sí mismo. La
autodestrucción, la inmolación, el suicidio, el alcoholismo, la drogadicción tienen
asegurada la empatía del lector. Dar pena, lo dijimos, es una de las formas más fáciles de
ser aceptado. Ahí está el éxito de las películas ganadoras del Oscar con personajes
lisiados, alcohólicos, drogadictos o con alguna discapacidad. Y, curiosamente, el
torturador, el asesino, el violador, también atraen la atención; no son de nuestra simpatía
como las víctimas, pero no podemos quitarles el ojo de encima.

Otra técnica de caracterización efectiva el miedo. El temor es una anticipación del dolor.
Cuando sabemos que nos espera un castigo, un dolor físico o un mal rato, sufrimos por
anticipado y a veces más que durante el hecho mismo. Y mientras más débil sea el
personaje amenazado, mayor será la empatía del lector. Por eso los niños y las mujeres,
los ciegos o los ingenuos a quienes alguien o algo amenaza atraen rápidamente las
expectativas del público. Pensemos en el niño Ernesto de Arguedas o en el Esclavo de
Vargas Llosa. Lo mismo que con la violencia, también se benefician del atractivo de lo
demoníaco los malvados que preparan el hecho criminal y se ciernen sobre los débiles.
La idea es, como vemos, que los personajes centrales tengan la mejor caracterización,
estén mejor descritos, ocupen el centro de la historia y logren la identificación del lector.
De algún modo deben ser seres excepcionales, extraordinarios, más interesantes que las
personas comunes, aunque solo sea por un instante.
Hay tres tipos de caracterización: física, psicológica y conductual.

Caracterización física (o “prosopografía”).


Veamos la clásica de Don Quijote que está en la Primera parte, capítulo I: “Frisaba la
edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de
carnes, enjuto de rostro". En el capítulo XIV, Segunda parte, el bachiller Sansón Carrasco
lo caracteriza como "hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de
miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y
caídos”.
Veamos dos similares en su fino humor, a pesar de estar separadas por un siglo y medio.
La primera es de Edith Wharton: “La esposa de Woolsey Hubbart era una rubia expansiva
cuyo vasto pero disciplinado contorno parecía resultado de una lucha equitativa entre su
cocinero y su corsetero”. La segunda pertenece a Mircea Cartarescu. La televisión
francesa entrevista a un grupo de escritores y escritoras rumanas; para captar la escena
completa, al parecer usa lentes especiales, las mujeres salen un poco hinchadas:
“De esta manera se ajustaban a los criterios estéticos orientales: brazos rotundos,
papadas rellenitas, gestos de El rapto del serrallo. Solo con Marta Petreu no
pudieron hacer nada: al ensancharla de forma considerable, la imagen la agrandó
hasta las proporciones exactamente habituales…”.

Isaac Babel escribió está deliciosa caracterización al comienzo de su cuento “Mi último
ganso”:
Savitski, el jefe de la Sexta División, se levantó al verme; quedé sorprendido ante
la belleza de su gigantesco cuerpo. Se levantó, y con la púrpura de sus pantalones
de montar, con su gorra carmesí ladeada, con las condecoraciones que le
colgaban del pecho, cortó la isba por la mitad como corta un estandarte el cielo.
Olía a perfume y a fresco y empalagoso jabón. Sus largas piernas parecían
muchachas embutidas hasta los hombros en relucientes botas de montar.

Caracterización psicológica (o “etopeya”).


He aquí el comienzo de “El gato negro”, de Edgar Allan Poe”. El protagonista se presenta
y trata de justificarse:
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su
propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Mañana voy a morir y quisiera hoy aliviar mi alma. Mi propósito inmediato consiste
en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de
episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado,
me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentare explicarlo”.

Pare el lector, esta caracterización (“No estoy loco”), funciona en perspectiva como un
indicio de locura, precisamente, ya que la historia a continuación, bastante conocida, no
se puede atribuir a nadie en su sano juicio.

Caracterización conductual

“El pobre Stransom sentía una aversión mortal por los aniversarios deslucidos, y le
gustaban menos aun cuando pretendían simbolizar alguna cosa. Tan penosas le
resultaban las celebraciones como las omisiones, y solo una de las primeras había
hallado un hueco en su vida. Cada año conmemoraba a su modo el aniversario de
la muerte de Mary Antrim. Quizá sería más exacto decir que esa fecha lo
conmemoraba a él; cuando menos, le impedía hacer ninguna otra cosa. Año tras
año, se enseñoreaba de él con una fuerza que el tiempo había suavizado sin llegar
a aflojar”.

Es el comienzo de “El altar de los muertos”, cuento de Henry James cuyo personaje,
precisamente, está atrapado por una pasión mórbida. La primera parte es psicológica,
pero a partir de “Cada año…” se convierte en conductual. Una descripción de los hábitos
de un personaje, aun cuando narra una acción, por su carácter repetitivo cumple el rol de
una caracterización, como en nuestro ejemplo.

Clayton Barbeau, un escritor y profesor norteamericano de talleres de cuento, va incluso


más allá:
“Cualquier escritor que merezca llamarse así debe esforzarse por hacer lo
apropiado: colocar ante nuestros ojos el matiz específico, el aspecto peculiar de
este personaje, algo que ningún otro podría tener”.

¿Qué es ese algo? Una verruga en la nariz, un lunar, el color de los ojos, un defecto
físico, un tatuaje, un tic, una manía, etc. Cualquier cosa que en la memoria del lector sirva
como indicio de la presencia y la personalidad del personaje.

En cada obra la descripción del personaje es una combinación en diferentes proporciones


de los tres tipos caracterización. A veces en una sola línea se puede hallar esa mezcla,
como en “Claro de luna”, de Maupassant: el protagonista, el padre Marignan, es descrito
de esta manera: “Era un hombre alto, seco, fanático, de alma exaltada, pero recta”. En
una sola oración se suceden, con gran flexibilidad, rasgos físicos (alto, seco), psicológicos
(seco, fanático) y conductuales (de alma exaltada, pero recta). Veamos, como ejemplo,
este párrafo del escritor ruso Leonid Andreiev, que describe a un personaje secundario de
su novela “Sascha Yegulev, la historia de un asesinato”:

Linochka, en todas sus cualidades íntimas y en su carácter, era el vivo retrato del
padre: fuerte, rolliza, de cara colorada, redonda, jovialmente despierta y con recia
voz de mando; era vehemente, buena, incapaz de reprimir sus impulsos y exigente
y franca en amor. Cuando lloraba, no lo hacía vertiendo quedas lágrimas en un
rincón, sino alto, por toda la casa, llenándola de gritos, y de pronto se callaba, y
otra vez, súbitamente también, pasaba a un manso, pero irresistiblemente
apasionador canturreo, o a unas risas desesperadamente alegres. Si estaba
alegre, enfadada o triste, todos lo sabían en casa. Pero el general, a quien tanto se
parecía, peso a todas sus buenas cualidades, no tenía chispa de talento, mientras
que Linoschka ardía toda ella como un fuego, brillante y audaz. Cuando cogía el
lápiz con sus gordezuelos y cortos dedos, el papel se animaba y se reía, cuando
ponía aquellos mismos deditos en las teclas, el viejo piano Royal, de dientes
amarillentos, rejuvenecía como por ensalmo, cantaba y desvariaba alegremente, y
también ideaba Linoschka historias terribles y garrapateaba festivas anécdotas.

Un personaje bien caracterizado puede llegar incluso a formar la casi totalidad de un


cuento. Siempre se ha dicho que la narración, esto es, la secuencia de acontecimientos
con algún tipo de transformación en el personaje principal de por medio es la forma
esencial de todo relato, que las descripciones están al servicio de la narrativa. Pero he
aquí que en el universo de cuentos, novelas, películas y demás podemos hallar
ejemplares lúcidos de relatos en los que el personaje es el dominante, la caracterización
por sí sola constituye el motivo principal del texto. “Cien años de soledad” nos parece más
una galería de personajes extraordinarios que una historia; “La vida, instrucciones de uso”
es otro ejemplo. Veamos un magistral cuento de personaje.

“El reidor”, de Henrich Böll.

Cuando me preguntan por mi oficio, siento gran confusión. Yo, al que todo el mundo
considera un hombre de una gran seguridad, me pongo colorado y tartamudeo.
Envidio a las personas que pueden decir: soy albañil. Envidio a los peluqueros, contables
y escritores por la simplicidad de su confesión, pues todos estos oficios se explican por sí
mismos y no necesitan aclaraciones prolijas. Pero yo me siento obligado a responder:
“Soy reidor.” Tal confesión implica otras preguntas, ya que a la segunda: “¿Puede usted
vivir de ello?”, he de contestar con un sincero “Sí”. Vivo de mi risa y vivo bien, pues mi risa
—hablando comercialmente de ella— es muy cotizada. Soy un reidor bueno, experto;
nadie ríe como yo, nadie domina como yo los matices de mi arte.
Durante mucho tiempo —y para prevenir preguntas enojosas— me he calificado de actor,
sin embargo mis facultades mímicas y vocales son tan nimias que esta calificación no me
parecía adecuada a la realidad. Amo la verdad, y la verdad es que soy reidor. No soy
payaso ni cómico, no alegro a las gentes, sino que produzco hilaridad: río como un
emperador romano o como un bachiller sensible, la risa del siglo XVII me es tan familiar
como la del siglo XIX y si es preciso río como se ha hecho a través de todos los siglos, de
todas las clases sociales, de todas las edades: lo he aprendido tal como se aprende a
poner suelas a los zapatos. La risa de América descansa en mi pecho, la risa de África,
risa blanca, roja, amarilla; y por un honorario decente la hago estallar, como mande el
director artístico.
Me he hecho imprescindible, río en discos, río en cinta magnetofónica, y los directores de
radionovelas me tratan con gran respeto. Río melancólicamente, moderadamente,
histéricamente, río como un cobrador de tranvía o como un aprendiz del ramo alimenticio;
produzco la risa mañanera, la vespertina, la nocturna y la risa del ocaso, en una palabra:
allí donde haya necesidad de reír, allí estoy yo.
Créanme, este oficio es cansado, y lo es tanto más cuanto que -y esta es mi especialidad-
domino la risa contagiosa. Por eso soy imprescindible para los cómicos de tercera y
cuarta categoría, que con razón tiemblan por el efecto de sus chistes. Casi todas las
tardes me siento en los locales de variedades para reír contagiosamente en los
momentos débiles del programa, con lo que constituyo una especie de sutil claque. Este
trabajo tiene que realizarse con gran exactitud: mi risa cordial y espontánea no ha de
sonar demasiado pronto ni tampoco demasiado tarde, sino en el momento preciso.
Entonces, según se ha programado, empiezo a soltar carcajadas y todos los asistentes se
unen a mis risas, con lo que el chiste se ha salvado.
Después me dirijo, agotado, sigilosamente al camerino, me pongo el abrigo, feliz por
haber terminado mi trabajo. En casa me esperan casi siempre telegramas con
“Necesitamos urgentemente su risa. Grabación el martes” y, pocas horas más tarde, me
acurruco en un expreso con demasiada calefacción y maldigo mi suerte.
Todo el mundo comprenderá que, terminada mi jornada o en vacaciones, tenga pocas
ganas de reír: el ordeñador está contento si puede olvidarse de las vacas, el albañil feliz si
puede olvidar el mortero y los carpinteros suelen tener en casa puertas que no funcionan
o cajones muy difíciles de abrir. A los pasteleros les gustan los pepinillos en vinagre, a los
carniceros el mazapán y los panaderos prefieren la carne al pan; a los toreros les
encantan las palomas, los boxeadores se ponen pálidos si a sus hijos les sangra la nariz:
lo comprendo muy bien, pues yo después del trabajo jamás me río. Soy un hombre
superserio y la gente me considera -acaso con razón- pesimista.
En los primeros años de nuestro matrimonio, mi mujer solía decirme: “Ríete”, pero,
mientras tanto, se ha dado cuenta de que no puedo satisfacer su deseo. Soy feliz cuando
puedo relajar mis cansados músculos faciales, cuando puedo relajar mi cansado ánimo a
base de una profunda seriedad. Sí, también la risa de los otros me pone nervioso, porque
me recuerda demasiado mi oficio. El nuestro es, pues, un matrimonio tranquilo y pacífico,
porque también mi mujer ha olvidado qué es reír. De vez en cuando la pillo con una
sonrisa y entonces también yo sonrío. Hablamos sin levantar la voz, pues odio el ruido de
las variedades, odio el ruido que puede reinar en los estudios de grabación. La gente que
no me conoce me considera poco comunicativo. Tal vez lo sea porque he de abrir
demasiado a menudo la boca para reír.
Sigo mi vida con rostro inmutable, solo de vez en cuando me permito una leve sonrisa y a
menudo me pregunto si habré reído alguna vez. Creo que no. Mis hermanos pueden decir
que siempre he sido un muchacho serio.
Así pues, suelo reír de múltiples formas, pero desconozco mi propia risa.

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