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Cada Pentecostés, volvemos a la fuente de nuestro camino, reavivamos esa divina

unción del espíritu santo, desde la que siempre recomenzamos, la iglesia sabe que
nace en la resurrección de Cristo, pero se confirma con la venida del Espíritu
Santo, es hasta entonces que los apóstoles comprenden para que fueron llamados,
preparados durante tres años de convivencia íntima con Jesús.
El Espíritu Santo desciende sobre aquella comunidad naciente y temerosa,
infundiendo sobre ella sus siete dones, dándoles valor para anunciar la buena
noticia. Recordemos la profecía de Ezequiel sobre la efusión del Espíritu: “les daré
un corazón nuevo, infundiré en ustedes un espíritu nuevo (Ezequiel 36, 26). Un
corazón nuevo, grande, fuerte que emana energía de amor en el perdón, la
caridad y el servicio. Un espíritu nuevo que levante nuestro espíritu adolorido,
miedoso, afectado por los sufrimientos, inseguridades, incertidumbres,
enfermedades y duelos.
Un corazón y espíritu de profeta, capaz de poder interpretar este tiempo y hacer
una lectura espiritual, que nos hace protagonistas de un nuevo tiempo de
evangelización y de resiliencia en este mundo en que vivimos.
Con esta profecía aprendemos que nos basta curar el corazón enfermo (Isaías 1, 5)
sino que hace falta una transformación espiritual, mas exactamente pasar de una
sanación a una santificación, pasar de algo individual a algo comunitario.
Jesús los guía hacia la verdad plena, tal como lo había prometido, para disponerlos
y hacerlos testigos, para ir, bautizar y enseñar a todas las naciones. Es el mismo
espíritu que desde hace mas de dos mil años hasta ahora, sigue desciendo sobre
todos los que creemos que Cristo vino, murió y resucitó por nosotros, sobre
quienes sabemos que somos parte y continuación de aquella pequeña comunidad,
ahora extendida por tantos lugares.
Pidamos hoy esta fuerza que viene de lo alto para que podamos ser revestidos,
fortalecidos con la gracia de Dios y hacer poder anunciar la buena nueva de
salvación.

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